Érase el domingo 26 de noviembre de 1631 y había gran bullicio en la pequeña población de Loudun, particularmente en las calles que van a la iglesia de San Pedro desde la puerta por donde se pasa al llegar de la abadía de San Jovino de Mames. Causábalo todo un personaje próximo a llegar, el cual era el blanco hacía ya tiempo de todas las habladurías de Loudun, pues en pro y en contra se decían de él cosas muy diversas, con todo el ardor propio de provincia. Hasta el más lerdo habría adivinado en los rostros de los que formaban corrillos en las puertas de las casas, con cuan diversos sentimientos iba a ser recibido el que para aquel día había señalado su vuelta a amigos y enemigos.
Serían las nueve de la mañana cuando aumentó la agitación del concurso, y con una rapidez asombrosa pasaron de boca en boca las voces de ¡ya viene!, ¡ya viene!, ¡aquí está!, etc. Entonces entraron unos en sus casas y cerraron puertas y ventanas, como en días de calamidad o de revuelta, otros, por el contrario, las abrieron como para dar entrada al regocijo y, al cabo de algunos instantes, al ruido y confusión que había ocasionado esta noticia al difundirse rápidamente de boca en boca hasta los últimos rincones de la población. Después siguió un silencio profundo, hijo de la curiosidad.
Adelantóse entonces con un ramo de laurel en la mano, en señal de triunfo, un joven de treinta y dos a treinta y cuatro años, de aventajada estatura, nobles ademanes y rostro hermoso, con algún viso de altivez. Vestía el traje eclesiástico, y a pesar de haber hecho tres leguas a pie para entrar en la ciudad, su vestido se conservaba aseado y elegante. Atravesó de esta manera, clavados los ojos en el cielo y con paso lento y solemne, las calles por donde se va a la iglesia del mercado de Loudun, cantando con voz melodiosa himnos en acción de gracias al Señor, sin dirigir una mirada, palabra o gesto a la muchedumbre que se iba reuniendo detrás de él y que le acompañaba en su canto, a pesar de que se encontraban allí casi todas las mujeres y doncellas hermosas de la población.
Llegó al pórtico de la iglesia de San Pedro, subió las gradas, se arrodilló, oró en voz baja. Levantándose después tocó con el ramo de laurel las puertas de la iglesia, y abriéndose estas de par en par, como por encanto, apareció el recinto con los adornos y la iluminación propios de una gran festividad, sin faltar los comensales, monaguillos, chantres y maceros. Entonces atravesó la iglesia, entró en el coro, oró por segunda vez al pie del altar, depositó el ramo de laurel en el tabernáculo, se vistió con un ropaje blanco como la nieve, se echó al cuello la estola y empezó, ante un auditorio compuesto por los que le habían acompañado, el santo sacrificio de la misa, terminándolo con un Te deum.
El que por su propio triunfo acababa de dar a Dios las gracias que se le tributan por las victorias de los reyes, era el capellán Urbano Grandier, que en virtud de una sentencia dada por el arzobispo de Burdeos, Escoubleau de Sourdis, quedaba libre de una acusación por la cual otro tribunal inferior le había condenado a ayunar a pan y agua todos los viernes, durante tres meses, con prohibición de celebrar durante cinco meses en la diócesis de Poitiers y para siempre en Loudun.
Urbano Grandier nació en Rovére, aldea cercana a Sable, ciudad del Bajo Maine. Después de haber seguido el estudio de las ciencias con su padre y con su tío Claudio Grandier, astrólogos y alquimistas, entró a los doce años en el colegio de los jesuitas de Burdeos. Además de lo que ya sabía, notaron en él sus profesores gran disposición para las lenguas y para la elocuencia; por consiguiente, le hicieron aprender a fondo el latín y el griego, ejercitándole a predicar, a fin de desarrollar su talento oratorio. Y el afecto que les inspiraba un discípulo que tanto honor les hacía movióles, en cuanto su edad le permitió ejercer las funciones eclesiásticas, a proveerle con el curato de San Pedro del mercado de Loudun, cuya presentación les competía. Además del curato, merced a la protección que tenía, obtuvo una prebenda en la colegiata de Santa Cruz, al cabo de algunos meses.
Estos dos beneficios en un joven que, no siendo de la provincia, parecía venir a usurpar los privilegios y derechos de la gente del país, no podían menos que producir gran sensación en Loudun, exponiéndole a la envidia de los demás eclesiásticos. Además, no era este el único motivo que debía excitarla: ya hemos dicho que Urbano era muy gallardo. La educación que sus padres le dieran, haciéndole sondear los arcanos de las ciencias, le había dado la llave de un gran número de cosas que la ignorancia miraba como misterios y que él explicaba con suma facilidad; los conocimientos que había adquirido en el colegio le hacían superior a una multitud de preocupaciones sagradas para el vulgo y cuyo desprecio él no ocultaba; finalmente, su elocuencia atraía a sus sermones a la mayor parte del auditorio de las demás comunidades religiosas, en particular el de las órdenes mendicantes, que habían obtenido hasta entonces la palma de la predicación. Sobraban motivos, como hemos dicho ya, para dar pretexto a la envidia, para que esta se trocara pronto en odio. Y así sucedió.
Nadie ignora la maledicente ociosidad de las poblaciones pequeñas y el irreconciliable desprecio del vulgo por todo cuanto le es superior y le domina. Las cualidades aventajadas de Urbano le destinaban a un teatro más vasto. Pero se vio falto de aire y de espacio, entre los muros de una reducida ciudad, de manera que, lo mismo que en París habría sido su gloria, debía ser en Loudun la causa de su perdición.
Desgraciadamente para Urbano, su carácter, lejos de protegerle el genio, debió aumentar el odio que inspiraba: su trato dulce y afable con los amigos se trocaba en frialdad y altivez con sus enemigos. Irrevocable en las resoluciones que había tomado, celoso del rango que ocupaba, y que defendía como una conquista, intratable en sus intereses cuando la razón le asistía, rechazaba los ataques e injurias con un orgullo que convertía a sus adversarios en eternos enemigos.
En 1620 dio Urbano por vez primera un ejemplo de su inflexibilidad, al ganar un pleito que estaba siguiendo contra el cura Meunier, y cuya sentencia hizo ejecutar con tanto rigor que se atrajo el resentimiento de ese sacerdote.
Otro pleito que sostuvo contra el cabildo de Santa Cruz, sobre una casa que este le disputaba, pero que él ganó, le presentó la segunda ocasión de manifestar su rígida aplicación del derecho. El apoderado del cabildo que había perdido la sentencia, y que jugará el principal papel en la continuación de esta historia, era desgraciadamente un canónigo de la colegiata de Santa Cruz y director del convento de las ursulinas. Hombre de pasiones vivas, vengativo y ambicioso, harto mediano para subir a una esfera elevada, aunque demasiado superior, en su medianía, a cuanto le rodeaba, para contentarse con su posición secundaria, tan hipócrita como Urbano era franco, pretendía lograr por todas partes la reputación de hombre piadoso, afectando para su logro todo el ascetismo de un anacoreta y la rigidez de un santo. Entregado, al mismo tiempo, a los asuntos beneficiales, miraba como una humillación personal la pérdida de un pleito que estaba a su cargo, y de cuyo éxito había de algún modo respondido. De suerte que, cuando triunfó Urbano y se valió de sus ventajas con el mismo rigor que usó con Meunier, se creó en Mignon un segundo enemigo, más encarnizado y poderoso que el primero.
En esto sucedió que un quídam llamado Barot, tío de Mignon, y por consiguiente partidario suyo, entró en discusiones con Urbano, relativas a ese pleito. Como su capacidad era muy limitada, bastóle a Urbano dejar caer algunas de aquellas respuestas de desprecio que marcan la frente como con un hierro candente, para dejarle confundido. Pero ese hombre era riquísimo, no tenía hijos, y la numerosa parentela que tenía en Loudun le estaba haciendo la corte para que se acordase de ella, de manera que el insulto burlesco, al caer sobre Barot, alcanzó a otros muchos que, tomando parte en el asunto, aumentaron el número de los adversarios de Urbano.
Al mismo tiempo acaeció otro suceso más grave. Entre sus más asiduas penitentes contaba Urbano una hermosa joven, hija del procurador del rey, Trinquant, tío del canónigo Mignon. Cayó esa joven en un estado de languidez que la obligó a no salir de su gabinete. Durante su enfermedad fue cuidada por su amiga Marta Pelletier, que, renunciando de repente a la sociedad, llevó su afecto hasta encerrarse con ella. Pero cuando Julia Trinquant recobró la salud y se presentó de nuevo en el mundo, se supo que durante su encierro Marta Pelletier había dado a luz un niño que había hecho bautizar y dado a criar. Sin embargo, por una de aquellas extrañezas propias y familiares del público, pretendió este que la verdadera madre no era la que se había declarado, sino que Marta había vendido a peso de oro su reputación a su amiga. En cuanto al padre, ya no cupo ninguna duda, pues el clamor público, hábilmente dirigido, designó a Urbano.
Instruido Trinquant de las voces que con relación a su hija circulaban, mandó en calidad de procurador del rey arrestar a Marta y conducirla a la cárcel; allí fue interrogada, sostuvo ser ella la madre, sometióse a criar a su hijo, y como no era crimen sino falta lo que se había cometido, Trinquant debió ponerla en libertad, sirviendo este abuso de justicia sólo para dar más escándalo y confirmar la opinión que el público se había formado.
Fuese protección celeste o superioridad por parte de Urbano, cuantos ataques se le habían dirigido hasta entonces, todos los había rechazado; pero cada victoria aumentaba el número de sus enemigos, que fueron luego tan numerosos que cualquier otro los hubiera temido y procurado calmar su venganza. Pero el orgullo, la inocencia tal vez, le hacían despreciar los consejos de sus amigos, continuando por la misma senda que siempre había seguido. Los ataques dirigidos hasta entonces contra Urbano habían sido individuales y separados. Atribuyeron sus enemigos su mal éxito a esta causa, y resolvieron mancomunarse para confundirlo. De este modo, tuvieron una reunión en casa de Barot, Meunier, Trinquant y Mignon. Este llevó consigo a un abogado llamado Menuau, íntimo amigo suyo, en quien no era solamente la amistad el principal móvil que le hacía obrar: Menuau estaba enamorado de una mujer de la cual nada había logrado, y atribuía su indiferencia y desprecio a la pasión que Urbano le inspiraba. El fin que se proponían era echar del país al enemigo común.
No obstante, velaba Urbano con el mayor cuidado sobre sí mismo, y no se le podía echar en cara más que la satisfacción que parecía experimentar en el trato de las mujeres, que, por su parte y con el tacto que hasta las más medianas poseen, viendo un cura joven, hermoso y elocuente, le escogían con preferencia como director. Como muchos padres y maridos estaban resentidos de esta preferencia, convinieron en atacarle por este punto que, a su entender, era el único vulnerable. En efecto, al día siguiente de esta resolución, las voces que corrían empezaron a tomar consistencia. Hablábase, sin nombrarla, de una señorita de la ciudad, que decían sería su principal querida, a pesar de las frecuentes infidelidades que él le hacía. Contaban que habiendo tenido aquella joven algún escrúpulo de conciencia sobre sus amores, Grandier se lo había disipado con un sacrilegio, y que este sacrilegio era un casamiento que una noche había contraído con ella. Cuanto más absurdos eran estos rumores, más crédito se les daba, de suerte que, al cabo de poco tiempo, nadie dudaba de la verdad del hecho. Y, sin embargo, era imposible nombrar esta esposa que no había temido casarse con un ministro del Señor, cosa admirable en una ciudad pequeña. Por grande que fuese la fuerza de alma de Grandier, no podía disimularse el terreno movedizo que pisaba: conocía la calumnia de que era víctima, y no se le ocultaba que, cuando le tuviera enteramente envuelto en sus redes, levantaría su infame cabeza, comenzando entre los dos la verdadera lucha. Pero según su modo de pensar, el retroceder era hacerse culpable. Siendo tal vez demasiado tarde para dar un paso atrás, continuó adelante, siempre inflexible y altivo.
Entre las gentes que habían acreditado con mayor encarnizamiento los rumores más injuriosos contra la reputación de Urbano, contábase un tal Duthibaut, pobre mequetrefe ingenio de pueblo, oráculo del vulgo. Llegaron a oídos de Urbano sus baladronadas. Supo que este hombre había hablado de él en casa del marqués de Bellay en términos poco comedidos. Y, entrando un día, revestido con sus hábitos sacerdotales en la iglesia de Santa Cruz, le encontró en el mismo pórtico de la iglesia y le echó en cara sus calumnias con su desprecio y altivez habitual. Acostumbrado aquel a decirlo todo impunemente por su fortuna y por el influjo que había adquirido entre las gentes ignorantes, a quienes les parecía un genio superior, no pudo soportar esta pública reprensión y, levantando el bastón, pegó a Urbano.
La ocasión que se presentaba a Urbano para vengarse de sus enemigos era demasiado halagüeña para no aprovecharla. Pero juzgando, con motivo, que si se dirigía a las autoridades del país no le harían justicia, a pesar de estar comprometido en el asunto el respeto debido al culto religioso, resolvió ir a echarse a los pies de Luis XIII, quien se dignó escucharle. Y, queriendo que fuese vengado el ultraje hecho a un ministro religioso, remitió la demanda al Parlamento para procesar a Duthibaut.
Juzgaron entonces los enemigos de Urbano que no debía perderse tiempo, aprovechando su ausencia para levantar quejas contra él. Dos miserables, llamados Cherbouneau y Bugreau, se constituyeron en sus delatores ante el provisor de Poitiers. Acusáronle de haber seducido a casadas y doncellas, imputándole impiedades y profanaciones, y le incriminaron por no leer jamás el breviario y haber convertido el santuario en un lugar de desorden y prostitución. El provisor recibió la declaración y nombró a Luis Chanvet, teniente civil, y al arcipreste de San Marcelo y del Loudenois, para que informasen sobre el particular. De modo que al mismo tiempo que Urbano perseguía en París a Duthibaut, informaban contra él en la ciudad de Loudun.
Siguióse el informe con toda la actividad de la venganza religiosa. Trinquant declaró, y le siguieron otras varias declaraciones. Por fin, las que no satisfacían los deseos de los instructores fueron falsificadas u omitidas, Siendo muy graves los cargos que resultaron del informe que fue enviado al obispo de Poitiers, cerca del cual contaban los acusadores de Grandier con amigos muy poderosos. Además, el obispo estaba también en contra de él, a causa de haber dado Urbano, en caso urgente, una dispensa de publicación de matrimonio; de modo que, estando el obispo ya prevenido, a pesar de ser la instrucción sumamente superficial, halló suficientes cargos para dar contra Urbano el siguiente decreto de captura, concebido en estos términos:
«Enrique Luis Chataignier de la Rochepezai, por la gracia de Dios, obispo de Poitiers, vistos los cargos de informes dados por el arcipreste de Loudun contra Urbano Grandier, cura de San Pedro del Mercado de la misma, en virtud de las comisiones de Nos emanadas al dicho arcipreste, y en su ausencia, al prior de Chussninnes, y vistas además las conclusiones de nuestro promotor sobre aquellas, hemos ordenado y mandamos que el acusado Urbano Grandier sea conducido sin escándalo a las cárceles de nuestro palacio episcopal de Poitiers, si es que puede ser aprehendido, pues, de lo contrario, será emplazado en su domicilio dentro del término de tres días por el primer alguacil eclesiástico o clérigo tonsurado, y a mayor abundamiento por cualquier funcionario público del rey, pidiendo auxilio en vista de este mandato a la justicia ordinaria, autorizándoles Nos, para su cumplimiento, a pesar de cuantas oposiciones o apelaciones se presentaren. Oído el dicho Grandier, nuestro promotor fiscal dará el parecer que crea conveniente.
»Dado en Dissay en el día 22 de octubre de 1629, firmado en el original.
ENRIQUE LUIS, OBISPO DE POITIERS
Ya hemos dicho que al promulgarse este decreto, Grandier estaba en París. Seguía ante el Parlamento su acusación contra Duthibaut, cuando este, que había recibido el decreto antes de que Urbano supiese que se había dado, después de haberse defendido manifestando las escandalosas costumbres del cura, presentó en apoyo de sus asertos el terrible documento de que era portador. No sabiendo el tribunal qué pensar de lo que ante él estaba pasando, dispuso que antes de dar curso a la acusación de Grandier, se retirase este para justificarse con el obispo de las acusaciones que se le hacían. Salió al momento Grandier de París, llegó a Loudun, se informó del estado del asunto, y se trasladó inmediatamente a Poitiers para ponerse en estado de defensa. Mas apenas llegó, fue arrestado por un ujier llamado Chatry, y conducido a la cárcel del obispo el día 15 de noviembre.
La cárcel era húmeda y fría, y, sin embargo, no pudo lograr que le trasladasen a otra: entonces supo que el poder de sus enemigos era más grande de lo que se había imaginado. Pero tuvo paciencia: dos meses pasó de esta manera, durante los cuales sus mejores amigos le creyeron perdido. De modo que Duthibaut se reía de su persecución, creyéndose ya libre de ella, y Barot presentó a uno de sus herederos, llamado Ismael Boulieau, para reemplazar a Urbano.
Seguía el pleito a expensas de todos, pagando los ricos por los pobres, porque como la causa se instruía en Poitiers, y los testigos habitaban en Loudun, se necesitaban gastos de consideración para el viaje de tantas personas. Pero el deseo de venganza ahogaba la voz de la avaricia, y pagando cada uno según su fortuna, terminóse el proceso al cabo de dos meses. Sin embargo, a pesar del interés de hacer más fatal la suerte del acusado, no pudo probarse el cargo principal. Urbano era acusado de libertinaje, pero faltaba nombrar las mujeres a las que había seducido. Ninguna parte interesada se quejaba. Todo se fundaba en la voz pública y nada en hechos. En una palabra, era uno de los procesos más extraños que pueden haberse visto. No obstante, se publicó la sentencia el 3 de enero de 1630: Grandier fue condenado a un ayuno de pan y agua todos los viernes por espacio de tres meses, privado de decir misa en la diócesis de Poitiers durante cinco años y para siempre en la ciudad de Loudun.
Ambas partes apelaron esta sentencia: Grandier acudió al arzobispo de Burdeos, y sus adversarios, en nombre del promotor fiscal de la curia, apelaron al Parlamento de París. Esta última apelación estaba hecha para aturdir a Grandier y abatirlo bajo el peso de tanta pena. Pero la fuerza de Grandier se medía con el ataque: se enfrentó a todo, puso su demanda, e hizo pleitear la apelación en el Parlamento, al paso que proseguía la suya ante el arzobispo de Burdeos. Pero como el número de testigos hacía casi imposible su viaje a tan larga distancia, el tribunal envió la causa a la jurisdicción de Poitiers. El teniente criminal de Poitiers instruyó de nuevo, pero esta nueva instrucción, nacida de la imparcialidad, no era favorable a los acusadores. Los testigos que persistieron fueron cogidos en contradicciones, otros confesaron ingenuamente que habían sido comprados, y algunos declararon que sus declaraciones habían sido falsificadas, en cuyo número había un cura llamado Méchin y ese mismo Ismael Boulieau, que Trinquant había presentado como pretendiente del beneficio de Urbano. La declaración de Boulieau se ha perdido, pero se conserva intacta la de Méchin, tal como salió de su pluma.
«Yo, Gervasio Méchin, vicario de la iglesia de San Pedro en el mercado de Loudun, por la presente, escrita y firmada de mi mano, certifico, para tranquilizar mi conciencia, sobre las voces que corren relativas al informe dado por Gil Robert, arcipreste, contra Urbano Grandier, cura párroco de San Pedro, en que dicho Robert me instó a declarar que Urbano Grandier se había acostado con mujeres en la iglesia de San Pedro, con las puertas cerradas.
»ítem, que varias veces había visto mujeres que iban al cuarto de Grandier, quedándose allí desde la una de la larde hasta más de media noche, cenando con él y mandando reunirse al momento a las criadas que servían la comida.
»ítem, que había visto al dicho Grandier en la iglesia, estando las puertas abiertas y que, al entrar algunas mujeres, las había cerrado. Pero deseoso yo de acallar tales rumores, por la presente declaro no haber visto ni encontrado jamás a Grandier solo con mujeres, y cerradas las puertas; al contrario, cuando hablaba con ellas, iban acompañadas y la iglesia estaba abierta. Y, en cuanto al modo de comportarse, basta decir que ellas estaban algo distantes. Tampoco he visto entrar en su cuarto mujer alguna. Sólo puedo decir que por la noche he oído gentes que iban y venían, pero ignoro la causa, puesto que un hermano suyo dormía cerca de su cuarto. No sé si alguna mujer se ha quedado a cenar con él, ni puedo declarar no haberle jamás visto leer el breviario, puesto que varias veces le he prestado el mío para rezar sus horas. Igualmente declaro no haberle visto cerrar las puertas de la iglesia, y que en todas las relaciones que le he visto tener con mujeres, nada deshonesto he advertido, ninguna acción fuera del caso; al contrario, si algo se encuentra en mi declaración en sentido opuesto a cuanto dejo manifestado, es contra mi conciencia, y al firmar me habrán omitido su lectura. Todo lo que digo y afirmo en debido homenaje a la verdad.
»Día último de octubre de 1630.
Firmado, J. MÉCHIN
En vista de semejantes pruebas de inocencia, eran inútiles todas las acusaciones, y, el 25 de mayo de 1631, Grandier fue absuelto por el presidial de Poitiers. Sin embargo, restábale combatir ante el tribunal del arzobispo de Burdeos, a quien había apelado a fin de obtener su justificación. Aprovechó Urbano el momento en que aquel prelado pasaba a visitar su abadía de San Jovino de Mannes, situada a tres leguas de Loudun, para presentarse a él. Desairados sus enemigos con el resultado del proceso ante la jurisdicción de Poitiers, apenas se defendieron, y después de una nueva instrucción que realzó más y más la pureza e inocencia del acusado, quedó absuelto por el arzobispo de Burdeos. Esta rehabilitación ofrecía dos importantes resultados para Grandier: el primero, hacer resaltar su inocencia, y el segundo, dar nuevo brillo a su instrucción y a las eminentes cualidades que le hacían superior a los demás. Por todo esto, el arzobispo, vistas las persecuciones de que era objeto, cobróle sumo afecto y le aconsejó que permutase sus beneficios y abandonase una ciudad cuyos principales habitantes parecían aborrecerle encarnizadamente. Pero el carácter de Urbano se negó a capitular con su derecho y declaró a su superior que, tranquila su conciencia y confiado en su protección, jamás abandonaría el puesto en que Dios le había colocado. No creyendo el arzobispo deber insistir más, y conociendo que, a semejanza de Satanás, el orgullo debía ser la perdición de Urbano, insertó en la sentencia una frase en que le recomendaba que se portase modestamente en su cargo, siguiendo los santos decretos y constituciones canónicas. La entrada triunfal de Urbano en Loudun no da fe de su adhesión a este aviso.
No se limitó Grandier a esta orgullosa demostración, desaprobada por sus propios amigos, sino que en vez de dejar apagar o desvanecerse al menos el odio que contra él desataban, y echar un velo sobre lo pasado, emprendió con más actividad que nunca su acusación contra Duthibaut, y con tan buen éxito que logró que el tribunal de Tournelle condenase a Duthibaut por infamia a pagar los perjuicios, amén de las costas del proceso.
Aterrado este adversario, volvió Urbano los ojos contra los demás, más infatigable en la justicia que sus enemigos en la venganza. La sentencia del arzobispo de Burdeos le autorizaba a acudir contra sus acusadores para el resarcimiento de gastos y la restitución de los frutos de sus beneficios, y dijo públicamente que elevaría la vindicta hasta el mismo punto de la ofensa, para lo cual se puso a trabajar en seguida, a fin de reunir los datos necesarios para el buen éxito del nuevo pleito. En vano le dijeron sus amigos que debía bastarle la gran satisfacción que había obtenido, en vano le manifestaron los inconvenientes de exasperar a sus enemigos: sólo respondió que estaba dispuesto a sufrir cuantas persecuciones pudieran sobrevenirle, puesto que, asistiéndole la razón, no le era posible abrigar temor alguno.
Sabedores sus adversarios de la tempestad que les amagaba, y convencidos de que el litigio entre ellos y Grandier era cuestión de vida o muerte, se reunieron de nuevo en el pueblo de Pindardane (en una casa de Trinquant), Mignon, Barot, Meunier, Duthibaut, Trinquant y Menuau, para eludir el golpe que les amenazaba. Mignon había tramado ya una intriga, cuyo plan desarrolló, y fue aprobado. Nosotros lo iremos siguiendo en la continuación de esta historia, pues de ella salieron todos los sucesos que debemos referir.
Fiemos dicho ya que Mignon era director del convento de ursulinas de Loudun. Esta orden de religiosas era enteramente moderna, a causa de las contestaciones históricas relativas a la muerte de Santa Úrsula y sus once mil vírgenes; no obstante, en 1560, Ángela de Bresse estableció en Italia, en honor de la bienaventurada márlir, una orden de religiosas de la regla de San Agustín, aprobada en 1572 por el papa Gregorio XIII, y posteriormente en 1614. Magdalena Lhuilier la introdujo en Francia, con la aprobación del papa Pablo V, fundando un monasterio en París, y repartiéndose desde allí por todo el reino; de manera que en 1626, esto es, cinco o seis años untes de la época a que nos referimos, se estableció en Loudun un convento de la citada orden.
A pesar de que esta comunidad se componía de jóvenes de ilustres familias, contándose en el número de sus fundadoras Juana de Belfield, hija del difunto marqués de Cose, y parienta de Caubardemont; la señorita de Fazili, prima del cardenal duque; dos señoras de Barbenis, de la casa de Nogaret; una señora de Lamothe, hija del marqués de Lamothe Baracé de Anjou; y, por fin, una señora de Escoubleau de Sourdis, de la familia del arzobispo de Burdeos, a pesar de ello, como estas religiosas habían abrazado el estado monástico por falta de fortuna, la comunidad, rica en nombre, era por otra parte tan miserable que al establecerse tuvo que situarse en una casa particular perteneciente a un tal Moussaut del Trene, hermano de un cura, que fue el primer director de aquellas santas vírgenes, y murió al cabo de un año, dejando vacante su cargo de director.
Las voces que por la ciudad corrían de que los duendes habitaban la casa que pretendían las ursulinas fue la causa de que se la cedieran a menos precio. El propietario había pensado que nada mejor para echar a los fantasmas que oponerles una comunidad de santas religiosas, las cuales, pasando los días en ayunos y oraciones, estarían por la noche fuera del alcance de los demonios. En efecto, al cabo de un año habían desaparecido enteramente, contribuyendo en gran parte a establecer la reputación de santidad de que, al morir su preceptor, gozaban en el pueblo.
Esta muerte ofreció a las jóvenes pensionistas la mejor ocasión para divertirse a expensas de las religiosas viejas, cuya severidad en la regla las hacía generalmente aborrecibles. Por consiguiente, resolvieron evocar de nuevo a los espíritus que se creían ocultos para siempre en las tinieblas. En efecto, al cabo de algún tiempo, oyéronse ruidos semejantes a quejas y suspiros por el techo de la casa. Pronto los fantasmas se aventuraron a penetrar en los desvanes, anunciándoles su presencia con un gran ruido de cadenas, familiarizándose tanto que hasta llegaron a los dormitorios para tirar las sábanas y llevarse los hábitos de las religiosas.
Fue tal el terror que estos sucesos produjeron en el convento, y tanto el ruido que corrió por la ciudad, que la superiora reunió en consejo a las monjas más doctas para consultarles sobre el particular: el voto unánime fue reemplazar al difunto director por un hombre más santo, si fuese posible. Por reputación de santidad, o por otro motivo cualquiera, pensaron en Urbano Grandier, a quien hicieron en seguida proposiciones. Pero este respondió que el cargo de sus dos beneficios no lo dejaba tiempo para velar con eficacia sobre el blanco rebaño que debía dirigir, y se excusó con la superiora para que se dirigiera a otro más digno y menos ocupado que él.
Fácilmente comprenderán nuestros lectores que el orgullo de la comunidad debió resentirse con esta respuesta. Hablóse en seguida a Mignon, canónigo de la colegiata de Santa Cruz, que, aunque picado de deber esta oferta a la renuncia de Grandier, no dejó de aceptarla, guardando contra aquel al que habían considerado más digno que él uno de aquellos odios biliosos, que, en vez de calmarse, aumentan todos los días. Además, esta envidia había empezado ya a dar señales de vida en los hechos que hemos dejado expuestos.
Recibido el nombramiento, la superiora advirtió al nuevo director sobre la clase de adversarios a los que debía combatir. En vez de tranquilizarla negando la existencia de los fantasmas que atormentaban a la comunidad, y como en el logro de su desaparición, de la que no dudaba, viese Mignon un excelente medio para consolidar su reputación de santidad, respondió que la Sagrada Escritura reconocía la existencia de tales espíritus, puesto que, merced al poder de la pitonisa de Endor, la sombra de Samuel se apareció a Saúl. Pero que por medio del ritual se podría expelerlos por encarnizados que fuesen, con tal que aquel que los atacaba tuviese un pensamiento y un corazón puro; esperando, con el auxilio de Dios, librar a la comunidad de sus nocturnos visitantes. Ordenó en seguida un ayuno de tres días que debía finalizar con una confesión general.
Por medio de las preguntas que dirigió a las pensionistas, descubrió fácilmente la verdad: los fantasmas se acusaron, nombrando como cómplice a una novicia de diecisiete años, llamada María Aubin. Confesó esta la verdad y declaró ser ella la que por la noche se levantaba a abrir la puerta del dormitorio, que las más cobardes del cuarto cuidaban de cerrar por dentro, lo cual no privaba a los espíritus de entrar, causando un terror general. Pero so pretexto de no exponerlas a la cólera de la superiora, que podría sospechar algo si el ruido cesaba al siguiente día de la confesión, el preceptor las autorizó a renovar de cuando en cuando la farsa nocturna, mandándoles cesar gradualmente. Fuese en seguida a anunciar a la superiora que había hallado tan castos y puros los pensamientos de toda la comunidad que esperaba que, ayudado de sus plegarias, pronto quedaría el convento libre de las apariciones que lo llevaban revuelto.
Realizóse la predicción del director, y la fama del santo varón que había velado y rogado por la salud de las buenas ursulinas, aumentóse en Loudun considerablemente.
Todo volvía a estar tranquilo en el convento, cuando se reunieron Mignon, Duthibaut, Menuau, Meunier y Barot, después de haber perdido su causa ante el arzobispo de Burdeos y de verse amenazados con ser perseguidos por Grandier como falsarios y calumniadores, por lo cual resolvieron resistir a un hombre tan inflexible que les perdería sin remedio si no fraguaban ellos su pérdida antes.
Un extraño rumor, que al cabo de algún tiempo se esparció por la ciudad, fue el resultado de esta reunión. Decíase que los espíritus arrojados por el director habían vuelto a la carga bajo una forma invisible e impalpable, y que varias religiosas habían dado señales de estar poseídas, en sus palabras y acciones. Hablaron de ello a Mignon, quien, en lugar de desmentirlo, levantó los ojos al cielo, diciendo que si bien Dios era grande y misericordioso, Satanás era muy hábil, sobre todo cuando le secundaba esa falsa ciencia humana, llamada magia, y que aunque no carecían estos ruidos de fundamento, nada probaba enteramente una posesión real, pudiendo tan sólo el tiempo aclarar la verdad.
Fácil es adivinar el efecto que debían producir tales respuestas en unos genios dispuestos a dar crédito a semejantes extravagancias: así, circularon durante un mes sin que Mignon les diera pábulo, hasta que un día fue a ver al cura de San Jaime de Chinon, diciéndole que había llegado a tal extremo el estado de cosas en el convento que no se veía con ánimo de responder por sí solo de la salud de aquellas pobres religiosas, e invitándole de este modo a ir con él a visitarlas. Este cura, llamado Pedro Barné, era afortunadamente el hombre que necesitaba Mignon para llevar a cabo semejante empresa: exaltado, melancólico, visionario y pronto a emprenderlo todo para aumentar su reputación de ascetismo y santidad, trató de dar a esta visita toda la solemnidad que tan graves circunstancias requerían, y se dirigió a Loudun a la cabeza de sus feligreses, en procesión y a pie, para dar más realce y fama a este acto, más que suficiente para poner en movimiento a toda la población.
Mignon y Barné entraron en el convento, mientras que los fieles ocupaban la iglesia, rogando por el éxito de los exorcismos. Seis horas estuvieron encerrados con las religiosas, y, al cabo de tanto tiempo, salió Barné para anunciar a sus parroquianos que ya podían volverse, pero que él se quedaba para auxiliar al venerable director en la sagrada tarea que había emprendido. Recomendólos luego que rogasen mañana y tarde con todo fervor, a fin de que triunfase la causa de Dios en un asunto que tanto la comprometía. Este encargo, desnudo de explicaciones, aumentó la curiosidad universal: corría la voz de que no eran una ni dos las monjas poseídas, sino todo el convento. Y, por el brujo que las había hechizado, empezaban a nombrar en alta voz a Urbano Grandier, cuyo orgullo le había entregado a Satanás, habiendo vendido su alma para ser el más sabio de la tierra. Efectivamente, los conocimientos de Urbano sobrepujaban tanto la instrucción general de Loudun que muchos dieron fácilmente crédito a cuanto se decía; sin embargo, otros se reían de tales absurdos y tonterías, mirándolo sólo por el lado ridículo.
Renovaron los eclesiásticos sus visitas a las religiosas por espacio de diez o doce días, estando cada vez con ellas cuatro, seis horas, y a veces todo el día. Por fin, el lunes 11 de octubre de 1632, escribieron al cura de Vernier, a Guillermo Cerisay de la Gueriniére, bailío del Loudenois, y a Luis Chauvet, teniente civil, rogándoles que se sirviesen pasar por el convento de las ursulinas para ver a dos monjas poseídas por el demonio, y atestiguar los extraños y casi increíbles efectos de la posesión. Invitados de esta manera, no pudieron los magistrados dejar de acceder a la demanda; por otra parte, movidos por la curiosidad, no les sabía mal ver por sí mismos a qué debían atenerse en los rumores que corrían por la ciudad. Fueron al convento para asistir a los conjuros, y autorizarlos si la posesión era real, o detener el curso de esta farsa si juzgaban que había ficción. Llegados a la puerta, apareció Mignon revestido con su alba y estola, diciéndoles que, por espacio de quince días, las religiosas estaban perseguidas por horrorosos espectros y visiones, y que la madre superiora y otras dos monjas habían estado poseídas por el demonio durante ocho o diez días, pero que había sido expulsado de sus cuerpos con la ayuda de Barné y otros religiosos carmelitas que se habían prestado contra el enemigo común. Sin embargo, que el domingo anterior por la noche, la superiora Juana de Belfield y una hermana lega, llamada Juana Dumagnoux, fueron atormentadas de nuevo. Añadió que había descubierto en sus conjuros que el hechizo se había verificado por medio de un nuevo pacto, cuyo símbolo era un ramo de rosas, en vez del primero, que había sido tres espinas negras; que durante la primera posesión los espíritus no se habían querido nombrar, pero que, a fuerza de conjuros, el de la madre superiora había confesado su nombre, y que era Astaroth, uno de los mayores enemigos de Dios; en cuanto al de la lega, era un diablo de orden inferior llamado Sabulón. Desgraciadamente, las dos religiosas estaban descansando, y en consecuencia, Mignon invitó al bailío y al teniente civil a volver otra vez. Pero cuando los dos magistrados se retiraban, una religiosa fue a decirles que las energúmenas eran de nuevo atormentadas. Subieron con Mignon y el cura de Vernier a un aposento en que había siete camas, de las que dos solamente estaban ocupadas, una por la superiora y otra por la hermana lega. Un gran número de carmelitas, religiosas del convento, Mathurin Rousseau, canónigo de Santa Cruz, y el cirujano Mannouri, rodeaban el lecho de la superiora, cuyo hechizo era el más interesante. Apenas entraron los magistrados cuando la superiora fue presa de movimientos violentos e hizo extrañas contorsiones, dando unos gritos que se parecían a los de un lechón. Mirábanla los magistrados con admiración, aumentando su sorpresa al verla hundirse en el lecho, levantándose después enteramente, con unos gestos y visajes tan diabólicos, que si bien no creyeron en la posesión, admiraron a lo menos el modo en que se representaba. Entonces Mignon dijo al bailío y al teniente civil que, a pesar de ignorar la superiora el latín, si ellos querían, respondería en esta lengua a las preguntas que se le hiciesen. Respondieron los magistrados que el objeto de su venida era dar fe de la posesión, y que, así, deseaban que les diese todas las pruebas posibles de su existencia. Acercóse Mignon a la superiora, e imponiendo silencio a los circunstantes, le puso dos dedos en la boca; en seguida, hechos los conjuros que previene el ritual, empezó el interrogatorio de esta manera:
P. Propter quam causam ingressus es in corpus hujus virginis? (¿Por qué causa entraste en el cuerpo de esta virgen?).
R. Causa animositatis (Por encono).
P. Per quodpactum? (¿Por qué pacto?).
R. Per flores (Por el de las flores).
P. Quales? (¿Cuáles?).
R. Rosas (Rosas).
P. Quis misit? (¿Quién te envió?).
A esta pregunta los magistrados notaron en la superiora un movimiento de duda: abrió la boca para responder, hasta que a la tercera respondió en voz baja:
R. Urbanus (Urbano).
P. Dic cognomen (Di su apellido).
La poseída entró en nueva duda; sin embargo, como obligada por el exorcista, respondió:
R. Grandier (Grandier).
P. Dic qualitatem (Su profesión).
R. Sácerdos (Párroco).
P. Cujus ecclesia? (¿De qué iglesia?).
R. Sancti Petri (De San Pedro).
P. Quaepersona attulit flores? (¿Quién trajo las flores?).
R. Diabólica (Una persona enviada por el diablo).
Apenas había pronunciado estas últimas palabras, recobró el sentido, rogó a Dios, probó un pedazo de pan que le presentaron, y lo arrojó diciendo que no podía tragarlo por demasiado seco. Trajéronle cosas líquidas y comió un poquito, por miedo a que le volvieran las convulsiones.
Viendo que todo había concluido, el bailío y el teniente civil se retiraron a una ventana y hablaron en voz baja; en seguida, temiendo Mignon que no estuviesen suficientemente convencidos, les dijo que ese hecho tenía alguna semejanza con la historia de Gaufredi, que había sido sentenciado pocos años antes en virtud de un decreto del Parlamento de Aix en Provenza. Las palabras de Mignon ponían tan de manifiesto su idea que los dos magistrados nada respondieron a tal interpelación: solamente el teniente civil dijo al exorcista que le extrañaba que no hubiese hecho más preguntas a la superiora acerca del motivo del encono que tanto importaba conocer; pero excusóse este diciendo que no podía preguntar por mera curiosidad. Insistía el teniente civil, cuando las convulsiones de la hermana lega sacaron a Mignon de su embarazo. Acercáronse aquellos a su lecho, invitando al exorcista a que le hiciese las mismas preguntas que a la superiora; pero todo fue en vano: ¡a la otra!, ¡a la otra!, fueron sus únicas respuestas. Explicó Mignon esta negativa, diciendo que, siendo de clase secundaria el diablo que la poseía, dirigía a los exorcistas a Astaroth, su superior. Retiráronse entonces los magistrados, después de obtener una respuesta tan poco satisfactoria, extendieron acta de cuanto habían visto u oído, y la firmaron, absteniéndose de reflexiones.
No sucedió lo mismo en la ciudad, pues pocos se mostraron tan circunspectos sobre el particular como los magistrados: los devotos creyeron y los hipócritas fingieron creer, pero los profanos, cuyo número era infinito, miraron la posesión bajo todos sus aspectos, y no se cuidaron de ocultar su incredulidad: extrañaban con razón que los diablos, expulsados durante dos días solamente, hubiesen cedido el puesto para recobrarlo al momento, confundiendo a todos los exorcistas. Preguntábanse por qué el demonio de la superiora hablaba latín, al paso que el de la hermana lega parecía ignorar esta lengua, puesto que el rango que ocupaba en la diabólica jerarquía no era una razón suficiente para explicar tal falta de educación; finalmente, la negativa de Mignon en proseguir el interrogatorio con relucían el encono hacía sospechar que, por más letrado que fuese Astaroth, había concluido sus latines y no deseaba continuar su diálogo en la lengua de Cicerón. Además, la reunión que pocos días antes tuvieron los enemigos de Grandier era bastante conocida: la inconsecuencia de Mignon al hablar tan pronto de Gaufredi sentenciado en Aix, el deseo de que los carmelitas, amigos de Grandier, fuesen reemplazados en el exorcismo por otros religiosos; todo, en fin, dejaba margen a mil reflexiones.
Al día siguiente, 12 de octubre, informados los magistrados de que empezaban de nuevo los conjuros sin llamárseles siquiera, se trasladaron al convento acompañados por el canónigo Rousseau, seguido de su escribano. Al llegar allí mandaron llamar a Mignon, manifestándole que era tal la importancia de aquel asunto que nada debían practicar sin la presencia de las autoridades, llamándolas siempre con anticipación. Añadieron que, sabido su odio contra Grandier y en calidad de preceptor de las religiosas, podría atraer sobre sí sospechas que le interesaba disipar al instante, y a cuyo efecto algunos exorcistas, designados por la justicia, continuarían en adelante su obra comenzada. Mas Mignon respondió que jamás se opondría a que las autoridades presenciasen los exorcismos, pero que no podía asegurar que los diablos respondiesen a nadie más que a él y a Barné. En efecto, adelantóse este más pálido y sombrío que de costumbre y anunció a los magistrados, con el aire de un hombre cuyas palabras no admiten duda, que antes de llegar habían ocurrido cosas extraordinarias. Preguntado sobre cuáles habían sido, respondió haber sabido por la superiora que tenía siete diablos en el cuerpo, enviados por Astaroth; que Grandier había dado el pacto contraído con el diablo, y bajo el símbolo de un ramo de rosas, a un tal Juan Pivart, el cual lo había entregado a una joven, y que esta lo había echado en el jardín del convento por encima de las tapias, y que esto había sucedido en la noche del sábado al domingo, hora secunda nocturna: es decir, a las dos de la madrugada. Estos eran los términos de que se había servido; pero al nombrar a Juan Pivart, rehusó designar a la joven: preguntada entonces para que dijese quién era Pivart, respondió: Pauper magus, un pobre mago; e interrogada de nuevo sobre la palabra magus, había dicho: Magicianus et civis, mago y ciudadano. Tal era el estado de las cosas al llegar los magistrados.
El teniente civil y el bailío escucharon esta narración con la gravedad propia de hombres de su carácter, y declararon a Mignon y a Barné que subirían al cuarto de las poseídas para juzgar con sus propios ojos sobre las cosas milagrosas que allí ocurrían, ninguna oposición manifestaron los exorcistas, diciendo solamente que, fatigados los diablos, tal vez no querrían responder. En efecto, al entrar en el cuarto, las dos enfermas parecían estar tranquilas. Aprovechó Mignon este intervalo de sosiego para decir misa y oyéronla ambos magistrados con devoción, porque durante el santo sacrificio los diablos no osaron moverse: pensaban que al levantar el Santo Sacramento darían alguna señal de oposición, pero todo pasó con tranquilidad. Sólo la hermana lega experimentó un temblor de pies y manos, única cosa que se observó aquella mañana digna de ser mencionada en el sumario. Sin embargo, Mignon y Barné prometieron a los magistrados que si volvían a las tres, recobrando los diablos sus fuerzas en el intervalo, presenciarían un nuevo espectáculo.
Deseando los jueces llevar a cabo el asunto, volvieron al convento a la hora convenida, acompañados de Ireneo de Santa María, señor Deshumeaur, y hallaron un inmenso concurso de curiosos que llenaba el cuarto. Los exorcistas no se habían engañado, pues los demonios estaban ya en acción. La superiora era siempre la que más sufría, cosa muy natural, porque, según había confesado, tenía siete diablos en el cuerpo. Sus convulsiones eran terribles, y al verla retorcerse y arrojar espuma por la boca, parecía rabiosa. Semejante estado no podía durar sin comprometer la salud de la paciente; así pues, Barné preguntó al diablo cuándo saldría:
—Cras mane, mañana por la mañana —respondió—. Insistiendo entonces el exorcista para saber por qué no salía al momento, la superiora murmuró Pactum, un pacto; después, Sacerdos, un sacerdote; y, en fin, finis o finit, porque los que estaban más cerca oyeron mal: sin duda, el diablo, por temor a cometer algún barbarismo, hablaba entre dientes de la religiosa. No satisfechos los jueces con tales explicaciones, exigieron que se continuase el interrogatorio; pero tercos los diablos en no responder, fueron vanos cuantos conjuros se emplearon para hacerles romper el silencio. Pusieron entonces el copón sobre la cabeza de la superiora, acompañando esta acción con oraciones y letanías, mas todo fue en vano; sólo algunos de los circunstantes pretendieron que al pronunciar el nombre de ciertos bienaventurados, como por ejemplo el de San Agustín, San Jerónimo, San Antonio y Santa Magdalena, la superiora parecía sufrir con más violencia. Terminadas las oraciones y letanías, Barné mandó a la religiosa que dijera que entregaba a Dios su alma y su corazón, lo cual hizo fácilmente; no sucedió lo mismo al mandarle que dijera que le entregaba su cuerpo, pues en este momento el diablo manifestó, con nuevas convulsiones, que no sin resistencia abandonaría su domicilio, causando suma extrañeza a cuantos le oyeron decir, aunque sin duda a su pesar, que al día siguiente saldría. No obstante, del mismo modo que entregara a Dios su alma y su corazón, y a pesar de la resistencia del demonio, la superiora concluyó dando su cuerpo al Señor. Victoriosa en esta lucha, recobró la tranquilidad, y dijo a Barné, sonriendo, que estaba ya libre de Satanás. Preguntóle entonces el teniente civil si conservaba en la memoria las preguntas que se le habían hecho, y sus respuestas, pero ella manifestó no acordarse de nada. En seguida, tomando algún alimento, contó a su auditorio que se acordaba perfectamente del modo en que le habían dado el sortilegio sobre el que Mignon había triunfado: según ella, fue a las diez de la noche, estando en cama, al tiempo de estar varias religiosas en su cuarto; sintió que la tomaban de la mano, que le ponían alguna cosa en ella y se la cerraban al momento. Al mismo tiempo tres punzadas como de alfileres le arrancaron un grito, acudieron las religiosas, y al alargarles la mano encontraron tres espinas negras, cada una de las cuales había causado una llaguita. Al mismo tiempo, para evitar sin duda comentarios, la hermana lega entró en convulsión. Barné empezó sus oraciones y conjuros; mas apenas había proferido algunas palabras, cuando la asamblea empezó a dar voces: uno de los circunstantes había visto bajar un gato negro por la chimenea y desaparecer al momento. Volaron todos en su persecución, no dudando que era el demonio, logrando cogerlo al fin, aunque con dificultad. Espantado el pobre animal de tanta gente y de tanto ruido, se había refugiado en un pabellón. Llevado al lecho de la superiora, empezó Barné a conjurarle con la señal de la cruz, pero al mismo tiempo se adelantó la tornera del convento y, reconociendo ser su gato el pretendido diablo, lo reclamó por temor de que le sucediera algún daño.
Pronta la asamblea a separarse, y viendo Barné que este último suceso podía poner en ridículo la posesión, resolvió promover un saludable terror, quemando las flores en que había el segundo sortilegio. En efecto, cogió un ramo de rosas blancas ya marchitas, y habiendo pedido un hornillo, las arrojó al fuego. Pero, con gran admiración de todos, el cielo permaneció tranquilo, no retumbó trueno alguno, ningún fétido olor apestó el aire, y el ramo se consumió sin ir acompañado de las señales propias de semejante operación. El poco efecto que esta nueva farsa había producido obligó a Barné a prometer grandes maravillas para el siguiente día: dijo que el diablo hablaría más claro que nunca, y que saldría del cuerpo de la superiora, dando señales tan evidentes de su salida que nadie osaría dudar de la verdad de la posesión. Entonces el teniente criminal, Renato Hervé, que había asistido a este último conjuro, dijo a Barné que sería menester aprovechar este momento para hacer preguntas al demonio relativas a Pivart, que a pesar de que en Loudun todo el mundo le conocía, nadie atinaba sobre él. Barné respondió en latín: Et hoc dicet etpuellam nominabit, que significa: No solamente dirá esto, sino que nombrará a la joven. Ya conocerán nuestros lectores que esta joven que el diablo debía nombrar era la misma de las rosas, cuyo nombre se había obstinado en ocultar. Después de tales promesas, cada uno se retiró a su casa, aguardando el siguiente día con la mayor impaciencia.
Presentóse Grandier aquella misma noche en casa del bailío. Al principio se había reído de tales conjuros, porque le había parecido tan mal tramada la fábula y tan grosera la acusación que no había hecho caso; pero vista la importancia que iba tomando el asunto y el profundo odio que sus enemigos le tenían, presentóse a su imaginación el ejemplo de Gaufredi, citado por Mignon, y entonces resolvió anteponerse a sus adversarios. Por consiguiente, acababa de presentar su queja, fundándose en que Mignon había conjurado a las religiosas en presencia del teniente civil, del bailío y de un numeroso concurso, ante el cual le había hecho nombrar por las supuestas energúmenas como autor de su posesión. A su entender era esto una calumnia e impostura sugerida contra su honor, en vista de lo cual suplicaba al bailío, a quien pertenecía la instrucción de tal asunto, que mandase secuestrar a las supuestas hechizadas para interrogarlas por separado. Que en el caso de hallarse apariencias de posesión, tuviese a bien nombrar para los conjuros a los eclesiásticos de rango y probidad, que no siendo enemigos del suplicante, no le fuesen sospechosos como Mignon y sus secuaces. Invitaba, además, al bailío a formar un exacto sumario de cuanto acaeciese en los conjuros, para poder el exponente, en caso necesario, dirigirse a quien compitiera. El bailío dio cuenta a Grandier de sus razones e informes, y le declaró ser Barné el que había conjurado aquel día, como encargado del mismo obispo de Poitiers. Hombre honrado y sin animosidad alguna contra Grandier, le aconsejó que se dirigiese a su obispo, que era desgraciadamente el de Poitiers, ya prevenido contra él y su irreconciliable enemigo por haber hecho anular su sentencia por el arzobispo de Burdeos.
No se ocultaba a Grandier el poco favor que con aquel prelado gozaba, y, de este modo, resolvió aguardar al día siguiente para ver el rumbo que tomaban los sucesos.
Llegó por fin el tan deseado día, y el bailío, los tenientes civil y criminal, el fiscal y el teniente de la pabordía, seguidos de los escribanos de ambas jurisdicciones, se presentaron en el convenio a las ocho de la mañana. La puerta de entrada estaba abierta, pero la segunda estaba cerrada. Después de algunos instantes de espera, Mignon la abrió, y les condujo a un locutorio. Allí, les dijo que las religiosas se preparaban para la comunión, y les rogó que se retirasen a una casa del otro lado de la calle, en donde les avisarían para volver. Retirándose entonces los magistrados, notificaron a Mignon la demanda de Urbano.
Pasó una hora, y viendo que Mignon, olvidando su promesa, no se acordaba de llamarles, entraron todos en la capilla del convento, lugar en que se debían verificar los conjuros. Acababan las religiosas de salir del coro, cuando se presentó Barné a la reja con Mignon, diciéndoles que habían exorcizado a las dos poseídas y que, gracias a sus conjuros, estaban libres de los espíritus malignos. Añadió que de concierto habían estado trabajando desde las siete de la mañana, sucediendo grandes milagros que constaban ya en el acta, pero que habían creído conveniente no admitir más que a los encargados del exorcismo. Manifestóles el bailío que semejante conducta no solamente era ilegal, sino que les hacía sospechosos de mentira y sugestión a la vista de los más imparciales, puesto que siendo pública la acusación de la superiora contra Grandier, debía esta denunciarla y sostenerla públicamente y no en secreto. Además, que había sido mucho atrevimiento por su parte invitar a gentes de su categoría para hacerles aguardar una hora y decirles después que les creían indignos de asistir al exorcismo para el cual les habían hecho venir, y añadió que haría constar en el proceso esta singular contradicción entre las promesas y los resultados. Respondió Mignon que su único objeto era expulsar a los demonios, y que la expulsión se había verificado, redundando en provecho de la santa fe católica, pues merced al imperio logrado sobre los espíritus infernales, les habían mandado hacer, en el término de ocho días, algún milagro que pusiese en claro la magia de Urbano y la libertad de las religiosas, para que en adelante nadie dudase de la verdad del hecho. Los magistrados extendieron una sumaria información de cuanto había pasado y de los discursos de Barné y Mignon, firmándola todos, a excepción del teniente criminal, que declaró que, dando fe a las palabras de los exorcistas, no quería aumentar por su parte la duda que por desgracia estaba cundiendo entre los profanos.
El mismo día recibió Urbano un aviso secreto del bailío, informándole de la protesta del teniente criminal. Al mismo tiempo acababa de saber que sus adversarios habían hecho de su partido a un tal Renato Memin, señor de Silly, hombre de mucho crédito, tanto en razón de sus riquezas como de los cargos que poseía, y sobre todo por sus amigos, en cuyo numero contaba al cardenal duque, que le debía algunos favores de cuando era prior. El carácter imponente que la conjuración iba tomando no permitía a Grandier esperar más para luchar contra ella. Acordándose de su conversación de la noche con el bailío, y creyéndose tácitamente enviado por él al obispo de Poitiers, partió de Loudun para ver a este prelado en su casa de campo de Dissay, acompañado de un cura llamado Juan Buron. Pero temiendo ya el obispo semejante visita, había tomado sus medidas, y su mayordomo, Dupuis, respondió a Grandier que su eminencia estaba enfermo. Entonces Grandier se dirigió a su capellán, rogándole que manifestara al prelado que había venido a presentar los autos extendidos por los magistrados sobre los sucesos acaecidos en el convento de las ursulinas, y para quejarse de las calumnias y acusaciones dirigidas contra él. Comprometido el capellán con esta demanda, no pudo negarse a su cumplimiento; pero después de algún rato vino a decirle, de parte del obispo, y en presencia de Dupuis, Buron y Labrasse, que su eminencia le invitaba a presentarse ante los jueces reales, deseando que obtuviese justicia en su asunto. Comprendió Urbano que estaba prevenido y sintió más y más la conjuración que le amenazaba; pero, incapaz de retroceder por esto ni un solo paso, se volvió a Loudun y, dirigiéndose al bailío, le contó lo sucedido, reiteró sus quejas contra las calumnias que se le dirigían y le suplicó que tomase a su cargo la justicia de su causa, pidiendo ser puesto bajo la protección del rey y la salvaguardia de la justicia, puesto que semejante acusación atentaba contra su honor y su vida.
Entonces el bailío le entregó a Urbano acta de sus protestas, con un resguardo para que nadie le insultase de hecho o de palabra. Gracias a este acta, se cambiaron los papeles: el acusador Mignon fue a su vez acusado. Pero, audaz en vista del apoyo que tenía, se presentó aquel mismo día en casa del magistrado para decirle que, al mismo tiempo que recusaba su jurisdicción, pues en calidad de eclesiástico de la diócesis de Poitiers dependía de su obispo, protestaba también contra la queja de Grandier, que le designaba como calumniador, declarando que estaba dispuesto a presentarse en las cárceles eclesiásticas para mostrar que ningún temor le infundía una sumaria. Además, que la noche anterior había jurado sobre el Santo Sacramento del altar, y en presencia de sus parroquianos que oían misa, que cuanto había hecho hasta entonces no había sido por rencor alguno contra Grandier, sino por amor a la verdad y para mayor triunfo de la fe católica; de todo lo cual se hizo dar acta por el bailío, presentándola aquel mismo día a Grandier.
Reinaba en el convento la mayor tranquilidad desde el 13 de octubre, día en que fueron expulsados los demonios por los exorcistas, pero esa falsa apariencia no adormeció a Grandier, conociendo demasiado a sus enemigos para imaginarse que desistieran de su empeño. Y, hablándole el magistrado de este intervalo de reposo, le manifestó que las religiosas estudiaban un nuevo papel, para repetir su drama con más seguridad que nunca. En efecto, el 22 de noviembre, Renato Mannouri, cirujano del convento, se entrevistó con un compañero suyo, llamado Gaspar Joubert, para que, junto con otros facultativos de la ciudad, viniera a visitar a dos religiosas atormentadas por el demonio. Pero esta vez Mannouri se dirigió a mala parte, puesto que Joubert era un hombre franco y leal, enemigo de fraudes, y que deseando seguir este asunto judiciaria y públicamente, fue a ver al magistrado para saber si había sido llamado por orden suya: respondióle ese que no, y llamó a Mannouri para saber de parte de quién había ido a casa de Joubert. Respondió Mannouri que la tornera del convento había ido a verle toda espantada, diciéndole que nunca las poseídas se habían visto tan atormentadas, por cuyo motivo su director Mignon la hacía venir para que, acompañado por todos los médicos y cirujanos de la ciudad, se trasladara al convento. Las nuevas maquinaciones contra Grandier que dejaba entrever este suceso obligaron al magistrado a llamarle para advertirle de la vuelta de Barné, llegado el día antes de Chinon para empezar de nuevo los conjuros, añadiendo que corría la voz por la ciudad de que la superiora y sor Clara estaban agitadas por los malos espíritus. Ninguna admiración ni abatimiento le causó esta noticia, y respondió con su desdeñosa sonrisa que sólo veía en esto una nueva trama de sus enemigos, que ya se había quejado a los tribunales y que iba a hacerlo de nuevo, y le suplicó, seguro de su imparcialidad, que asistiera a los conjuros del convento, acompañado de médicos y dependientes para que, en caso de conocer algún viso de realidad en la posesión, mandasen poner a las religiosas en secuestro, siendo interrogadas por otros que no le fuesen tan legítimamente sospechosos como Mignon y Barné. Enviado a llamar el procurador del rey, que, a pesar de no estar muy acorde con Urbano, se vio comprometido a dar su parecer en el sentido que dejamos indicado, envió al escribano al convento para informarse por Mignon y Barné de si la superiora estaba poseída, con encargo de que, en caso de responder por la afirmación, les intimara la prohibición de proceder en secreto a los conjuros, con obligación de advertir al bailío para que, Acompañado de los módicos y dependientes que creyese necesarios, pudiese presidir el acto, todo bajo las penas correspondientes, salvo acceder a la demanda de Grandier relativa al secuestro y cambio de exorcistas. Escucharon los religiosos la lectura de esta orden, y respondieron no reconocer la autoridad del bailío en este asunto, añadiendo que, llamados de nuevo por la superiora y sor Clara para asistirles en su extravagante enfermedad, que a su entender no era otra cosa que la posesión del demonio, habían exorcizado hasta el presente en virtud de una comisión del obispo de Poitiers, y no habiendo expirado todavía el plazo de esa orden, continuarían sus conjuros tantas y cuantas veces se les antojase. Y que, además de esto, habían invitado a tan digno prelado para que viniese en persona, o enviase a otros religiosos que fuesen dignos de juzgar la posesión, tratada por los profanos e incrédulos de engaño o ilusión, en menoscabo de la gloria de Dios y de la religión católica: pero que, a pesar de esto, no tenían inconveniente en que, acompañado de sus dependientes y médicos, fuese el bailío a ver a las religiosas mientras esperaban contestación del obispo, que según pensaban llegaría al día siguiente: que nadie más que las religiosas tenía derecho a abrirles las puertas, y que, en cuanto a ellos, renovaban sus protestas, declarando no admitirle por juez, no reconociéndole derecho alguno, tanto en materia de conjuros como en las demás dependencias de la jurisdicción eclesiástica, para oponerse a la ejecución de un mandato de sus superiores.
El escribano presentó esta contestación al bailío, que, esperando la venida del obispo, o las nuevas órdenes que debía enviar, suspendió hasta el día siguiente su visita al convento. Pero llegó este sin hablarse nada del prelado ni recibir ningún delegado suyo.
Por la mañana fue el magistrado al convento, pero no le recibieron. Esperó con paciencia hasta mediodía, pero viendo que nada llegaba de Dissay, y que se negaban a abrirle, hizo justicia a la demanda de Grandier, prohibiendo a Mignon y Barné hacer preguntas a la superiora y demás religiosas, en menoscabo de la reputación del suplicante y de cualquier otro.
Intimóse esta orden a Barné y a una religiosa en nombre de las demás. Pero, sin hacer caso de tal notificación, respondió el cura que el bailío no tenía derecho alguno para privarle de cumplir los mandatos de su obispo, declarando que en adelante continuaría los conjuros con anuencia de los eclesiásticos, sin dar aviso a los seculares, cuya incredulidad e impaciencia turbaban la solemnidad necesaria a semejante operación.
Concluido el día en sus tres cuartas partes sin que el obispo apareciera en Loudun, ni nadie de su parte, Grandier presentó por la noche una nueva petición al magistrado. Llamó este a los dependientes del bailío y a los empleados reales para comunicársela, pero estos últimos se negaron a tomar conocimiento de ella, declarando que, sin acusar a Grandier de tan funesto accidente, creían en la posesión de las religiosas, convencidos por el testimonio de los devotos eclesiásticos que habían asistido a los conjuros. Tal fue la causa aparente de su protesta; pero, en realidad, el parentesco del abogado con Mignon, y ser el procurador yerno de Trinquant, a quien había sucedido, eran el único motivo de semejante proceder. Perseguido ya Grandier por la enemistad de los jueces eclesiásticos, comenzó a preverse sentenciado por los jueces reales, que sólo debían dar un paso desde la admisión de la posesión al reconocimiento del mago.
Sin embargo, a pesar de las declaraciones escritas y firmadas por el abogado y el procurador del rey, el bailío mandó que la superiora y la hermana lega fuesen secuestradas y puestas en casas particulares, acompañadas de una religiosa, siendo asistidas por mujeres y exorcistas de propiedad y consideración, y visitadas por médicos y demás personas designadas por él, impidiendo su acceso a cualquier otro sin su permiso.
Presentóse el escribano en el convento para anunciar este mandato a las religiosas, pero oído por la superiora, contestó, en nombre de la comunidad, que no reconocía la jurisdicción del bailío; que existía una orden del obispo de Poitiers, fecha del 18 de noviembre, prescribiendo los trámites que debían seguirse en este asunto, y que estaba pronta a remitirle una copia para que no pudiese alegar ignorancia; que se oponía enteramente al secuestro, contrario a su voto de perpetua clausura, del que sólo podía dispensarle un mandato del obispo. Verificóse esta protesta en presencia de la señora de Charnisay, tía materna de ambas religiosas, y del cirujano Mannouri, pariente de otra, y protestaron los dos contra el atentado, en caso de pasar adelante, declarando que tomarían parte en el asunto en su propio nombre. Firmada el acta de lo acaecido, el escribano la presentó al bailío, quien ordenó que las partes instaurasen una demanda relativa al secuestro, y anunció que el siguiente día, 24 de noviembre, asistiría a los conjuros.
Efectivamente, al día siguiente, y a la hora señalada, mandó llamar a los médicos Daniel Roger, Vicente de Faur, Gaspardo Joubert y Mateo Fanson e, informándoles de su objeto, les dio orden de considerar atentamente a las religiosas que él les designaría, para examinar con la más escrupulosa imparcialidad si las causas de su mal eran fingidas, naturales o sobrenaturales. Concluido este encargo, pasaron al convento.
Llegados allí, fueron introducidos en la iglesia, y colocados cerca del altar, separado por una reja del coro, en que por lo regular cantaban las religiosas, y frente a la cual llevaron pronto a la superiora, echada en una camilla. Entonces Barné celebró misa, durante la cual la superiora experimentó grandes convulsiones. Retorcíanse sus brazos y manos, encogíanse sus dedos, hinchábanse en demasía sus mejillas, girando de tal manera los ojos hasta ponerlos enteramente en blanco.
Concluido el santo sacrificio, acercósele Barné para darle la comunión y conjurarla, y con el sacramento en la mano le dijo:
—Adora Deum tuum et creatorem tuum (Adora a tu Dios y tu creador).
La superiora quedó un momento sin respuesta, como si tuviese gran dificultad en pronunciar este acto de amor, y después respondió por fin:
—Adoro te (Te adoro).
—Quem adoras? (¿A quién adoras?).
—Jesús Christus (Jesucristo) —respondió la religiosa, que ignoró que el verbo adoro pide el acusativo.
Esta falta, que no habría cometido un niño de seis años, excitó la risa de todos los circunstantes, y Daniel Douin, asesor de la pabordía, no pudo menos que exclamar:
—He aquí un diablo que está atrasado en los verbos activos.
Pero, advirtiendo Barné el mal efecto que el nominativo de la superiora había producido, le preguntó:
—Quis est iste quem adoras? (¿Quién es el que tú adoras?).
Esperaba, que como la primera vez, la poseída respondería Jesus Christus, pero se engañó, Jesu Christe, fue su respuesta.
A esta nueva falta contra las primeras reglas de la gramática aumentaron las risotadas, exclamando varios de los circunstantes:
—¡Ah!, señor exorcista, muy miserable es este latín.
Barné fingió no oír nada, y le preguntó el nombre del diablo que la poseía. Pero, turbada la superiora con el inesperado efecto de sus últimas respuestas, se quedó muda por un momento, hasta que con suma dificultad pronunció el nombre de Asmodeo, sin atreverse a latinizarlo. Informóse entonces el cura del número de diablos que ella tenía en el cuerpo, a cuya pregunta respondió con prontitud: Sex, seis. Entonces el magistrado invitó a Barné para que le preguntase el número de compañeros que el diablo tenía. Mas, prevista de antemano esta respuesta, la religiosa contestó, francamente, Quinqué, cinco, restableciendo algún tantoo a Asmodeo en la opinión de los asistentes; pero como el bailío la invitase a decir en griego lo que había dicho en latín, guardó el más profundo silencio, recobrando su estado natural al repetirle la demanda.
Concluido por entonces con la superiora, mandaron entrar a una religiosa pequeñita que se presentaba en público por primera vez. Empezó pronunciando dos veces seguidas el nombre de Grandier acompañado de grandes risotadas, y en seguida, dirigiéndose al auditorio dijo:
—Cuantos estáis aquí no sois buenos para maldita la cosa.
Pero visto el poco fruto que sacarían de semejante ente, la hicieron retirar en seguida, llamando en su lugar a la hermana lega, llamada Clara, que había ya representado su papel en el cuarto de la superiora.
Apenas entró en el coro exhaló un profundo gemido; pero al colocarla en la camilla que sirvió poco antes para la superiora y para la otra monja, empezó a dar risotadas exclamando:
—¡Grandier, Grandier! Compradme de esto en la plaza.
Declaró Barné que estas palabras sueltas y sin conexión alguna eran prueba evidente de la posesión, y se acercó a la enferma para conjurarla. Entonces empezó sor Clara a mostrarse rebelde, pareció que iba a escupirle a la cara, y sacó la lengua, acompañando estas demostraciones con lascivos movimientos y con un verbo que estaba en perfecta armonía con ellos que, siendo francés, lo comprendieron todos sin el auxilio de explicaciones.
Entonces, conjurándola para que nombrase al demonio que la atormentaba, respondió: Grandier. Repitió el cura la pregunta para hacerle entender su equivocación, y entonces nombró al demonio Elimi. Pero nada sirvió para saber de ella el número de demonios que acompañaban a aquel. Visto su empeño en no responder a tal pregunta, Barné prosiguió, diciéndole:
—Quo pacto ingressus est demon? (¿Por qué pacto ha entrado el diablo?).
—Dúplex (doble) —respondió.
El odio que manifestaba al ablativo, necesario en este caso, promovió nueva risa en el auditorio, viendo que el diablo de sor Clara hablaba tan mal latín como el de la superiora. Temiendo Barné algún nuevo disparate por parte de los diablos, levantó la sesión, difiriéndola para otro día.
Las dudosas respuestas de las religiosas, que ponían en claro para todo hombre de buena fe la ridiculez de semejante farsa, animó al bailío a seguir su empeño hasta el último trance. Por consiguiente, se presentó a las tres de la tarde en casa de la superiora seguido de su escribano, de varios jueces y de un considerable número de gentes respetables de Loudun. Al llegar allí, declaró a Barné que el objeto de su visita era separar a la superiora de sor Clara para ser conjuradas por separado, a cuya demanda no osó el cura oponerse en presencia de tantos testigos. Separada la superiora, empozaron los conjuros, causándole al instante las convulsiones de la mañana, a excepción de que los pies por primera vez parecían retorcidos. Después de varios conjuros, el exorcista le hizo decir algunas oraciones, y le preguntó el número y nombre de diablos que la poseían; entonces respondió por tres veces que había uno llamado Acaos. Requerido Barné para informarse de si estaba poseída ex pacto magi, aut ex pura voluntate Dei, es decir, si estaba poseída por pacto del mago, o por mera voluntad de Dios, Non est voluntas Dei, respondió la superiora: no es por voluntad de Dios. Pero temiendo otras preguntas, continuó el cura las suyas, preguntándole quién era el mago:
—Urbanus —respondió.
—Estne Urbanus papa? (¿Es el papa Urbano?) —le preguntó de nuevo.
—Grandier —repuso la superiora.
—Quare ingressus est in corpus hujus puellae? (¿Por qué entraste en el cuerpo de esta joven?) —continuó Barné.
—Propterpresentiam tuam (Por tu presencia).
Entonces, viendo el magistrado que sería nunca acabar, interrumpió el interrogatorio, pidiendo que se le hicieran las preguntas propuestas por él y sus dependientes y, en caso de responder con acierto a tres o cuatro de ellas, prometía en nombre de sus compañeros creer en la posesión y firmar que estaban convencidos. Barné aceptó la propuesta, pero desgraciadamente volvió en sí la superiora y, como era ya tarde, todos se retiraron.
Al día siguiente, 25 de noviembre, el bailío, seguido de varios dependientes de ambos juzgados, se presentó de nuevo en el convento y se introdujo en el coro. Hacía rato que estaban allí, cuando se corrieron las cortinas de la reja, dejando ver a la superiora tendida en su lecho. Empezó Barné, según acostumbraba, con el sacrificio de la misa, durante el cual la poseída sufrió vivas convulsiones, repitiendo dos o tres veces: ¡Grandier, Grandier! Maldito cura. Concluida la misa, pasó el exorcista detrás de la reja con el copón en la mano, lo puso sobre su cabeza, y en esta postura protestó ser su acción pura, llena de integridad, exenta de malos deseos para con nadie, conjurando a Dios que le confundiese si en toda esta sumaria había usado de ningún maleficio, intriga o persuasión con las religiosas.
Adelantóse en seguida el prior de los carmelitas para protestar en iguales términos, con el copón en la cabeza, y añadiendo en su nombre y en el de los religiosos ausentes y presentes que invocaba las maldiciones de Datan y Abirón para que cayesen sobre sus cabezas si habían pecado en todo este asunto. Tales acciones no produjeron en la asamblea el saludable efecto que esperaban, pues algunos dijeron en alta voz que semejantes conjuros parecían sacrilegios.
Oyendo Barné los murmullos, se apresuró a echar mano de los conjuros. Empezó acercándose a la religiosa para darle la comunión, pero al verle venir levantóse ella atormentada de terribles convulsiones y trató de arrancarle el santo copón de las manos. Las palabras santas del religioso lograron aquietarla, y le dio la hostia, pero en seguida la rechazó con la lengua. Mas él la sostuvo con los dedos, y privó al demonio de hacer vomitar a la religiosa. Entonces trató esta de tragar el pan sagrado, pero se quejó de que se le detenía ya en el paladar, ya en el cuello. Finalmente, para hacerlo pasar, le dio dos o tres sorbos de agua; y en seguida comenzó de nuevo los conjuros en esta forma:
—Per quod pactum ingressus es in corpus hujus puella? (¿Por qué pacto entraste en el cuerpo de esta joven?).
—Aqua (por el agua) —respondió la superiora.
Había allí por casualidad un escocés llamado Stracan, principal del colegio de la reforma de Loudun. Al oír esta respuesta, propuso al diablo que dijera en escocés esta palabra agua, declarando en nombre de los circunstantes que si daba esta prueba del conocimiento de las lenguas, privilegio de todos los espíritus infernales, se convencerían todos de que no había farsa y de que la posesión era verdadera. A lo que contestó Barné, con el mayor descaro, que se lo haría decir, con tal que Dios lo permitiera. Al mismo tiempo mandó a los diablos que contestasen en escocés, pero en vano repitió dos veces el mandato, y sólo a la tercera contestó la religiosa:
—Nimia curiositas (Demasiada curiosidad). Después añadió:
—Deus non voló (Dios no quiero).
Esta vez el diablo se había equivocado en la conjugación, y tomando la primera persona por la tercera, había dicho: Dios no quiero, lo que no tenía sentido, en vez de Dios no lo quiere, que era lo que debió responder.
Rióse mucho el escocés de tanta ignorancia, y propuso a Barné que hiciese aprender al diablo con sus discípulos de siete años, pero respondió el cura que era tanta la curiosidad que creía dispensado al diablo de responder.
—Sin embargo —dijo el teniente civil—, ya sabréis por medio del ritual que tenéis en la mano que la facultad de hablar las lenguas extranjeras y extrañas, junto con el poder de adivinar lo que se hace de lejos, es una de las señales para conocer la verdadera posesión.
—Caballero —respondió Barné—, el diablo sabe perfectamente esta lengua, pero no quiere hablarla, del mismo modo que vuestros pecados, que, si queréis, os dirá en seguida.
—Con mucho gusto —repuso el otro—, os ruego de corazón que hagáis otra prueba.
Entonces adelantóse el cura hacia la religiosa en ademán de preguntarle los pecados del teniente civil, pero el bailío le detuvo manifestándole el inconveniente de tal acción; mas Barné contestó que no trataba de ejecutarlo.
A pesar de cuantos esfuerzos hizo el religioso para distraer a los circunstantes, obstináronse estos en saber si el diablo tenía conocimiento de las lenguas extranjeras; y a instancia de todos, el magistrado propuso a Barné que en lugar del escocés le mandase responder en hebreo, siendo, según la Escritura, la lengua más antigua, y que de no haberla olvidado debía ser muy familiar al demonio. Fue tan general el aplauso que acompañó a esta proposición que se vio comprometido a mandar responder a la poseída la palabra aqua en hebreo. A tal interpelación, la pobre joven, a la que tanto le costara repetir las pocas palabras latinas que había aprendido, se volvió dando visibles señales de impaciencia y exclamando:
—¡Ah!, aún peor, reniego.
Oídas y repetidas estas palabras, hicieron tan mal efecto que un carmelita manifestó que no había dicho, reniego, sino zaguar, voz griega que equivale a las dos latinas, effudi aquam, he derramado agua. Pero como todo el mundo había oído la palabra reniego, se burlaron completamente, y el mismo superior se adelantó, riñéndole públicamente por semejante mentira. Entonces, para dar fin a las discusiones, la poseída entró en nuevas convulsiones, y como todos sabían que era el anuncio de finalizar las farsas, retiráronse a sus casas haciendo burla de un diablo que ignoraba el escocés y el hebreo, y que tan atrasado estaba en el latín.
No obstante, como el bailío y el teniente civil querían estar libres de toda duda, si acaso les quedaba alguna todavía, volvieron al convento a las tres de la tarde del mismo día.
Encontraron a Barné, que dando con ellos tres o cuatro vueltas por el jardín, mostró al teniente civil su admiración de verle en favor de Grandier, cuando otra vez había informado contra él, por orden del obispo de Poitiers. A lo que respondió este que estaba dispuesto a hacer lo mismo si hubiese motivo, pero que en cuanto al caso que se presentaba, su único objeto era descubrir la verdad, lo cual esperaba conseguir. Poco satisfecho Barné con semejante respuesta, llamó al otro para manifestarle que, descendiendo de personas respetables, algunas de ellas poseedoras de dignidades eclesiásticas harto considerables, y hallándose al frente de todos los empleados de la ciudad, debía, tan sólo por ejemplo, mostrar menos incredulidad con respecto a una posesión que redundaría en gloria de Dios y en ventajas de la Iglesia y religión. La frialdad con que el bailío recibió estas palabras, respondiendo que sólo la justicia guiaría sus pasos, hizo desistir a Barné, quien invitó a los magistrados para que subieran al cuarto de la superiora.
Al instante de entrar en el cuarto, en que había ya gran reunión, viendo la superiora el santo copón en la mano de Barné, sufrió vivas convulsiones. Acercósele aquel, y después de haber preguntado al demonio por qué pacto había entrado en el cuerpo de la joven, y de que ese le respondiese por el agua, continuó el interrogatorio en estos términos:
P. Quis finís pacti? (¿Cuál es el objeto de este pacto?).
R. Impuritas (La impureza).
A estas palabras, el magistrado le interrumpió para que mandase decir al demonio en griego estas tres palabras reunidas: finís pacti, impuritas. Pero la superiora, que había salido bien la otra vez con su evasiva respuesta, repitió su nimia curiositas, a que accedió Barné, diciendo que en efecto era demasiada curiosidad. En virtud de lo cual debieron renunciar a oír hablar al diablo en griego, lo mismo que había sucedido con el escocés y el hebreo. Entonces Barné continuó:
P. Quis attulitpactum? (¿Quién trajo el pacto?).
R. Magus (El mago).
P. Quale nomenMagi? (¿Cómo se llama el mago?).
R. Urbanum (Urbano).
P. Quis Urbanus?, estne Urbanus papa? (¿Qué Urbano? ¿Es el papa?).
R. Grandier. (Grandier).
P. Cujus cualitatis? (¿Su facultad?).
R. Curatus.
Esta nueva voz introducida por el diablo en la latinidad produjo sumo efecto en el auditorio, pero Barné procuró distraer la atención, continuando en seguida:
P. Quis attulit aquam pacti? (¿Quién trajo el agua del pacto?).
R. Magus (El mago).
P. Quae hora? (¿A qué hora?).
R. Séptima (A las siete).
P. An matutina? (¿De la mañana?).
R. Sero (De la tarde).
P. Quomodo intravit? (¿Cómo entró?).
R. Janua (Por la puerta).
P. Quis vidit? (¿Quién le vio?).
R. Tres (Tres).
Aquí se paró Barné para confirmar las palabras del diablo, y aseguró que el domingo, después de estar libre por segunda vez la superiora, cenando con ella en su cuarto, junto con su confesor Mignon y otra religiosa, les mostró los brazos mojados con algunas gotas de agua, sin que nadie viese quién se las había puesto. Serían entonces las siete de la tarde. Lavó en seguida los brazos con agua bendita y rezó algunas oraciones, durante las cuales el libro de rezos de la superiora le fue arrancado dos veces de las manos y arrojado a sus pies, y que en el instante de recogerlo, recibió un bofetón sin ver la mano que se lo daba. Entonces Mignon confirmó con un largo discurso cuanto había dicho su compañero y, concluyendo con las más terribles imprecaciones, conjuró al santo sacramento para que le confundiese si faltaba a la verdad. En seguida, despidiendo al concurso, anunció que al día siguiente haría salir a los espíritus, e invitó a los circunstantes a que se preparasen, por medio de la penitencia y la comunión, para contemplar las maravillas que debían tener lugar.
Fue tanto el ruido que los últimos conjuros metieron por la ciudad que, a pesar de no haber asistido a ellos, supo Grandier perfectamente cuanto había pasado. Por cuyo motivo, al siguiente día por la mañana presentó otro pedimento al bailío, exponiendo que las religiosas continuaban nombrándole maliciosamente en los conjuros como autor de su pretendida posesión, a pesar de que no solamente ninguna comunicación había tenido con ellas, sino que jamás las había visto; que para probar la influencia de que se quejaba era absolutamente necesario ponerlas en secuestro, pues no era justo que sus mortales enemigos, Mignon y Barné, las gobernasen y pasasen noche y día a su lado; que semejante proceder ponía de manifiesto la sugestión; y, finalmente, que estaba comprometido el honor de Dios y el del suplicante, que, como uno de los primeros eclesiásticos de Loudun, bien merecía algún respeto. Por cuyos motivos y consideraciones suplicaba que tuviese a bien mandar que las pretendidas poseídas fuesen secuestradas y separadas una de otra, gobernadas por eclesiásticos no sospechosos al exponente y asistidas por médicos, siendo todo ejecutado a pesar de cuantas oposiciones o apelaciones se sugirieran, pues así lo requería la importancia del asunto, y en caso de negarse a su demanda, protestaba quejarse de tamaña injusticia.
El bailío decretó que se tomaría en consideración aquel mismo día.
Después de Urbano Grandier se presentaron los médicos que habían asistido a los conjuros. Declararon haber reconocido movimientos convulsivos en la persona de la madre superiora, pero que una visita no era suficiente para descubrir su causa, que tanto podía ser natural como sobrenatural; que era preciso verla y examinarla más particularmente para ser juzgada con exactitud, a cuyo efecto pedían permiso para permanecer algunos días y noches al lado de las poseídas, sin dejarlas un solo instante, cuidándolas en presencia de otras religiosas y algunos magistrados; siendo preciso que nadie les hablase sino en alta voz, que si las tocaban fuese visiblemente y que no recibiesen alimento ni medicamento alguno sino de sus propias manos: entonces y sólo entonces prometían dar una exacta y verdadera relación de la causa de sus convulsiones.
Eran las nueve de la mañana, hora de comenzar los conjuros. Dirigióse el magistrado al convento, y encontró a Barné, que celebraba la misa, al paso que la superiora sufría terribles convulsiones. Como entró en la iglesia al tiempo de levantar el santo sacramento, observó, en medio de los católicos que estaban arrodillados, a un joven llamado Dessentier, que estaba en pie y con el sombrero puesto. Mandóle en seguida que se descubriera o se retirase. Entonces la superiora aumentó las convulsiones, gritando que allí había hugonotes, siendo su presencia la que daba tanto poder al diablo contra ella. Preguntóle Barné cuántos había, y ella respondió que dos, prueba de que el diablo sabía tanto de aritmética como de latinidad, puesto que además de Dessentier, había entre los concurrentes, y que pertenecían al culto reformado, el consejero Abraham Gauthier, su hermano, cuatro hermanas suyas, l’Elu, Renato Fourneau y el procurador Augevin. Para distraer la atención general, fijada entonces en esta inexactitud numérica, preguntó Barné a la superiora si era verdad que no supiese latín; y respondiendo ella que no sabía una palabra, le mandó que lo jurase sobre el santo copón. En primer lugar se excusó diciendo bastante alto para ser oída:
—Padre mío, Dios me castigará por los juramentos que me mandáis hacer.
—Hija mía —repuso el cura—, debes jurar para mayor gloria de Dios.
Y la religiosa juró. En aquel instante, un espectador observó que la superiora explicaba el catecismo a sus discípulas, lo cual negó, declarando empero que les traducía el Pata y el Credo. Como a cada paso se le hacía el interrogatorio más embarazoso, tomó el partido de entrar en convulsión, lo cual no tuvo un éxito completo, pues el bailío mandó al exorcista que le preguntase en dónde se hallaba entonces Grandier. Como la pregunta se había hecho en los términos que indica el ritual, que da por una de las pruebas de la posesión la facultad de adivinar el lugar en que se encuentran las personas de quien se les habla, le fue forzoso obedecer, diciendo que Grandier estaba en el Salón del Castillo.
—Es falso —respondió el magistrado en alta voz—, porque antes de venir aquí, he indicado a Grandier la casa en que deseaba yo que se quedase, y en donde se le hallará, queriendo valerme de este medio para indagar la verdad, sin usar del secuestro, siempre difícil de practicar con religiosas.
En seguida mandó a Barné que nombrase algunos de los religiosos presentes para pasar al castillo, acompañados de un magistrado y del escribano. Barné nombró al prior de los carmelitas, y el bailío designó a Carlos Chauvet, asesor de la bailía, Ismael Boulieau, cura, y Pedro Thibaut, dependiente de la escribanía, que partieron al momento para ejecutar su comisión, dejando al auditorio aguardando su vuelta.
Después de tales procedimientos enmudeció la superiora, y como nada respondía, a pesar de los conjuros, Barné mandó venir a sor Clara, diciendo que un diablo excitaría al otro; a lo cual se opuso formalmente el magistrado, sosteniendo que este doble conjuro produciría una confusión, por cuyo medio se podría sugerir a la superiora sobre el hecho de que se trataba, y que debía aguardarse la vuelta de los enviados antes de proceder a nuevos conjuros. Pero por justa que fuese esta razón, guardóse bien el cura de acceder a ella, pues a cualquier precio era menester deshacerse del bailío y demás magistrados que participaban de su duda, o bien, con la ayuda de sor Clara causarles alguna ilusión. Por consiguiente, a pesar de la oposición de los magistrados, entró la religiosa, pero no queriendo contribuir a semejante engaño, se retiraron declarando que no podían ni era su voluntad asistir por más tiempo a tan odiosa comedia. Encontraron en el patio a los diputados que volvían del castillo, en cuyo salón y demás cuartos habían entrado sin encontrar a Grandier. Y en seguida habían pasado a la casa designada por el bailío, encontrando allí al que buscaban acompañado del padre Veret, confesor de las religiosas, de Rousseau, de Nicolás Benoit, y del médico Couté, de cuya boca supieron que hacía dos horas que Grandier estaba con ellos sin dejarles un solo instante. Instruidos los magistrados de cuanto querían saber, se retiraron, mientras que los enviados traían al auditorio esta respuesta, cuyo efecto es fácil de adivinar. Entonces, un carmelita, deseoso de paralizar tal impresión, y pensando que el diablo estaría tal vez más acertado que hasta entonces, preguntó a la superiora en dónde estaba Grandier.
—Se pasea con el magistrado en la iglesia de Santa Cruz —respondió ella sin titubear.
Enviaron otra diputación, pero no encontrando a nadie en la iglesia, subió al palacio en donde estaba el bailío dando audiencia, y que desde el convento había ido directamente al tribunal, sin ver siquiera a Grandier. Al día siguiente manifestaron las religiosas su repugnancia a que el bailío y demás empleados que le acompañaban fuesen espectadores de los conjuros, y que si en adelante tenían tales testigos, no responderían una palabra.
Viendo Grandier tanto descaro, y que el único hombre con cuya imparcialidad podía contar estaba excluido de los exorcismos, presentó otra petición para que fuesen secuestradas las tales religiosas. Pero no atreviéndose el bailío a acceder a ella por temor a que una oposición apoyada en que ellas dependían de la justicia eclesiástica anulase su proceder, reunió a los habitantes más notables de la ciudad para consultarles lo que había que hacer para el bien público. El resultado de esta reunión fue escribir al procurador general y al obispo de Poitiers, enviándoles los procesos verbales y suplicándoles al mismo tiempo que detuvieran con su autoridad y prudencia el curso de estas perniciosas intrigas. Pero el procurador general contestó que el Parlamento no tenía nada que ver en un asunto puramente eclesiástico; y, en cuanto al obispo, nada respondió.
No obstante, no guardó el mismo silencio respecto a los enemigos de Grandier, puesto que como el mal resultado de los conjuros del 26 de noviembre reclamaba nuevas precauciones, juzgaron a propósito lograr del prelado una nueva orden, nombrando algunos eclesiásticos para presenciar los conjuros en su nombre. Por consiguiente, pasó Barné a Poitiers, a cuyas instancias quedaron nombrados Bazile, deán de los canónigos de Champigny, y Demorans, deán de los de Thouars, ambos parientes de los enemigos de Grandier. He aquí la copia de la nueva orden:
Enrique Luis de Chataignier de la Rochepezai, por la gracia de Dios, obispo de Poitiers, a los deanes de San Pedro de Thouars y de Champigny, salud.
Nos por la presente mandamos que paséis a la ciudad de Loudun, en el convento de religiosas de Santa Úrsula, para asistir a los conjuros empleados por el cura Barné, por Nos autorizado, con las monjas de dicho monasterio atormentadas del demonio, y a fin de extender proceso verbal de cuanto suceda, tomareis el escribano que estiméis conveniente.
Dado en Poitiers, a 28 de noviembre de 1632.
Firmado: ENRIQUE LUIS, obispo de Poitiers.
Y en seguida:
Por disposición de dicho señor
MICHELET
Advertidos de antemano ambos comisionados, llegaron a Loudun al mismo tiempo que el capellán de la reina, llamado Marescot. Las diferentes maneras en que la piadosa Ana de Austria había oído contar la posesión de las ursulinas la obligó a enterarse particularmente del caso. El asunto había tomado cada día más incremento, hasta llegar a los oídos de la corte, por cuyo motivo, temiendo el teniente civil y el bailío que el enviado real se dejase engañar y diese un informe contrario a la verdad de su proceso, se dirigieron al convento el primero de diciembre, día en que empezaban los conjuros ante los nuevos comisionados, a pesar de la protesta de las religiosas de no quererles admitir. Acompañados del asesor, del teniente de la pabordía y de un dependiente de la escribanía, llamaron a la puerta sin que les contestaran, hasta que por fin vino una religiosa a abrirla, pero les manifestó que no entrarían, pues habiendo publicado que la posesión era una ficción e impostura, eran sospechosos. Pero el magistrado, sin detenerse en disputas con ella, mandó llamar a Barné, quien se presentó al cabo de un rato, en hábitos sacerdotales, y seguido de varias personas, en cuyo número estaba el capellán de la reina. Entonces el bailío se quejó de que les hubiesen impedido la entrada, contrariando las órdenes del obispo de Poitiers. Pero Barné manifestó que por su parte no tenía inconveniente en que entrasen.
—Tal ha sido nuestro intento —añadió el magistrado—, rogándoos al mismo tiempo que hagáis al pretendido diablo dos o tres preguntas que os propondremos, conformes a lo que prescribe el ritual. Espero que no os opondréis —añadió dirigiéndose a Marescot y saludándole— a hacer este experimento delante del capellán de la reina, medio eficaz para disipar las sospechas de impostura que desgraciadamente han cundido.
—En este punto —respondió descaradamente el exorcista—, haré mi voluntad y no la vuestra.
—Sin embargo —repuso el bailío—, vuestro deber os manda proceder con legalidad, si es que obráis sinceramente; pues sería ultrajar a Dios querer aumentar su gloria con un falso milagro, e insultar a la religión católica, tan poderosa de por sí, haciendo brillar sus verdades por medio de engaños e ilusiones.
—Señor —replicó el cura—, mi honradez me dicta mi deber, y ese deber sabré cumplirlo. En cuanto a vos, acordaos de que la última vez al salir de la iglesia rebosabais de cólera, triste situación para un hombre encargado de la justicia.
Como tales discusiones no daban provecho alguno, insistieron los magistrados para entrar; pero vistas las negativas para abrirles las puertas, intimaron a los exorcistas la expresa prohibición de hacer pregunta ninguna que tendiese a difamar a nadie, so pena de ser tratados como sediciosos y perturbadores. A cuya amenaza respondió Barné que no reconocía su jurisdicción, y cerrando la puerta, les dejó en la calle con el teniente civil.
El tiempo era precioso, si deseaban oponerse eficazmente a las maquinaciones pasadas y futuras. Aconsejado Grandier por el bailío y el teniente civil, escribió al arzobispo de Burdeos, que otra vez le había ya sacado de apuro, informándole de la situación en que le habían puesto sus enemigos. Los dos magistrados añadieron a la carta las sumarias que habían formado sobre los conjuros, todo lo que fue inmediatamente enviado por un mensajero seguro a monseñor d’Escoubleau de Sourdis. Juzgando este digno prelado la gravedad del asunto, y viendo que el menor retardo podía perder a Grandier, abandonado a sus adversarios, se presentó en persona en la abadía de Saint-Jonin-les-Marnes, en donde otra vez administró justicia al pobre Urbano con tanta lealtad y brillantez.
La llegada del arzobispo fue, como es de suponer, un terrible golpe para la posesión, pues apenas había llegado a la abadía, cuando envió a su médico con orden de ver a las poseídas y examinar las convulsiones, para asegurar si eran fingidas o verdaderas. Presentóse el médico con una carta del arzobispo, que mandaba a Mignon que dejase enterar al doctor del estado de las cosas. Recibióle este con el respeto debido al que le enviaba, diciéndole que sentía mucho que no hubiese llegado un día antes, pues gracias a sus conjuros, las religiosas estaban ya libres desde la víspera. Acompañóle a ver a la superiora y sor Clara, que estaban tan tranquilas y descansadas como si nada hubiese sucedido. Confirmaron cuanto Mignon había dicho, y el médico se volvió a la abadía, sin poder dar fe de otra cosa que de la perfecta tranquilidad que en el convento reinaba.
La farsa era patente, y el arzobispo se imaginó que todas estas infames persecuciones habían concluido para no comenzar más. Pero Grandier, que conocía mejor a sus adversarios, se arrojó a sus pies, el día 27 de diciembre, suplicándole que admitiese una demanda en la cual le manifestaba que sus enemigos, tratando de oprimirle con una falsa y calumniosa acusación de la que se había evadido, merced a su recto proceder, acababan de suponer y publicar, de tres meses acá, que había hechizado a las religiosas de Loudun, a quienes nunca había hablado; que a pesar de la pública y mortal enemistad entre él y los eclesiásticos Barné y Mignon, se habían estos encargado de la dirección de las poseídas y de los conjuros; que en sus sumarias, contradictorias de las que formaron los magistrados, se vanagloriaban de haber apartado tres o cuatro veces a los pretendidos demonios, y que, según sus calumniadores, habían vuelto en virtud de los pactos con él contraídos; que el objeto de tales habladurías y de las sumarias de Mignon y Barné era infamarle y armar alguna sedición contra él; que era cierto que la venida del digno prelado ahuyentaba los malignos espíritus, pero que rehaciéndose con su partida era probable que no tardaran en volver a la carga, de modo que si estaba abandonado por la alta protección de su bondadoso protector, estaba seguro de que, a pesar de la brillantez de su inocencia, sucumbiría bajo los extraños artificios de tan encarnizados enemigos. Por consiguiente, en virtud de todo lo expuesto, tuviese a bien prohibir a Barné, Mignon y sus adherentes, tanto seculares como eclesiásticos, en caso de nueva posesión, conjurar ni gobernar a las pretendidas poseídas, nombrando en su lugar otros eclesiásticos y seculares, para verlas comer, medicamentar y conjurar, en caso necesario en presencia de los magistrados.
El arzobispo de Burdeos acogió esta demanda contestando en estos términos:
»Vista la presente demanda, y oído el parecer del promotor fiscal, dirigimos al exponente ante nuestro promotor de Poitiers, para que se le haga justicia. Al mismo tiempo hemos nombrado al cura Barné, al jesuita padre l’Escaye, residente en Poitiers, y al padre Gau del Oratorio, residente en Tours, para conjurar en caso necesario, según órdenes que a este fin les remitimos:
»Queda prohibido a cualquier otro el mezclarse en los dichos conjuros, bajo las penas impuestas por la ley.
La esclarecida y generosa justicia del arzobispo había previsto todos los casos. Así pues, enterados los exorcistas de la publicación de esta orden, cesó de repente la posesión, quedando casi sepultada en el olvido. Barné se volvió a Chinon, los deanes comisionados por el obispo de Poitiers se retiraron a su cabildo y, libertadas enteramente las religiosas de todo espíritu maléfico, entraron de nuevo en el silencio y tranquilidad, entonces el arzobispo renovó su invitación a Grandier para que limitase sus beneficios; pero este respondió, que aun cuando le ofreciesen un obispado, no lo cambiaría entonces con su curato de Loudun.
El final de toda esta farsa había parado en perjuicio de las religiosas, de manera que en vez de las consideraciones y limosnas que, según promesas de Mignon, debía atraerles este drama, la vergüenza pública y la mortificación fueron su único resultado: los padres sacaron a sus hijas de la pensión, y al perder a sus educandas agotaron sus últimos recursos. La mala opinión que entre las gentes se habían granjeado las sumergió en la desesperación, y corrió la voz de que en aquella época tuvieron varios altercados con su director, echándole en cara que en vez de las ventajas espirituales y temporales que les había prometido sólo habían logrado infamia y miseria, además del pecado que les había hecho cometer. El mismo Mignon, a pesar de la rabia que le devoraba, permanecía quieto, sin renunciar por eso a la venganza, pues siendo uno de aquellos hombres que, mientras les queda un vislumbre de esperanza, no se cansan de aguardar, permanecía en la oscuridad, en apariencia resignado, pero con los ojos fijos en Grandier, dispuesto a arrojarse a la primera ocasión sobre la presa que se le había escapado. La mala suerte de Urbano dio pábulo a su venganza.
Llegó el año 1633, época del gran poder de Richelieu. Proseguía el cardenal duque su obra de destrucción, demoliendo los castillos cuando no podía cortar cabezas, y diciendo como John Knox:
—Destruyamos los nidos, y los cuervos huirán.
Uno de estos nidos era el castillo de Loudun, y Richelieu dio orden de destruirlo.
El encargado de esta misión era como uno de aquellos hombres que quinientos años antes habían servido a Luis XI para destruir el feudalismo, y que quinientos años después debían ayudar a Robespierre a destruir la aristocracia, puesto que todo leñador necesita un hacha, y todo segador, una hoz. Richelieu era el pensamiento; Laubardemont, el instrumento.
Pero un instrumento lleno de inteligencia, conocedor, en el modo de ser puesto en acción, de qué pasión le hacía moverse, y adaptándose a ella con una homogeneidad milagrosa, tanto si era violenta y rápida como si era lenta y sorda, resuelto a matar con el acero o a envenenar con la calumnia, ya fuese demandando sangre, o exigiendo el honor.
Laubardemont llegó a Loudun en el mes de agosto de 1633, y se dirigió para cumplir su encargo a Memin de Silly, mayor de la ciudad y antiguo amigo del cardenal, que ya hemos manifestado que se había hecho del partido de Mignon y Barné. Memin vio en este viaje la voluntad divina de hacer triunfar su causa, que creyeron perdida. Preséntesele Mignon y todos sus amigos, quienes fueron muy bien recibidos. Validos del parentesco que mediaba entre la superiora y el terrible cardenal, ponderaron la afrenta recibida, que, al paso que recaía en la superiora, alcanzaba también a toda su familia, y ya no se trató más que de buscar medios para comprometer al cardenal duque en sus resentimientos. Pronto lograron su objeto.
Tenía la reina madre, María de Médicis, una camarera llamada Hammon, que, habiendo gustado a la princesa en cierta ocasión que le había hablado, permanecía a su lado gozando de algún crédito con ella. Era una mujer del pueblo, natural de Loudun, en donde pasó la juventud. Conocíala Grandier particularmente cuando habitaba en la ciudad, y como era una mujer de bastante talento, se complacía con su conversación. Durante un intervalo de desgracia, se había publicado una sátira contra los ministros, pero sobre todo contra el cardenal duque. Atribuyóse este escrito ingenioso, fecundo y burlesco a Hammon, partícipe del odio de María de Médicis contra su enemigo, y que al abrigo de su protección evitaba el castigo del cardenal, aunque este le conservó un profundo resentimiento. La idea de los conjurados fue atribuir esta sátira a Grandier, informado por Hammon de todas las particularidades de la vida privada del cardenal que en ella se referían. Si el ministro daba crédito a esta calumnia podían tranquilizarse: Grandier estaba perdido.
Convencidos sobre este punto, acompañaron a Laubardemont al convento, en donde aparecieron de nuevo los diablos, instruidos de ante qué personaje iban a comparecer: las religiosas tuvieron admirables convulsiones, y Laubardemont se volvió a París enteramente convencido.
A la primera palabra que el consejero dijo al cardenal relativa a Urbano, conoció fácilmente que era inútil la farsa de la sátira, y que bastaba pronunciar su nombre ante el ministro para reducirle al grado de irritación que deseaba. En otro tiempo, el cardenal duque había sido prior de Coussay, y había tenido entonces una disputa de preeminencia con Grandier, que como cura de Loudun no solamente no le cedió el paso, sino que se le antepuso. El cardenal tenía escrita la afrenta con letras de sangre, por cuyo motivo deseaba lanto como Laubardemont la desgracia de Grandier.
He aquí la orden que obtuvo el consejero, de fecha de 30 de noviembre: «El señor de Laubardemont, consejero de listado y privado del rey, pasará a Loudun y a donde más convenga, para informar contra Grandier sobre los hechos de que ha sido acusado y los que tengan lugar en adelante relativos a la posesión de las religiosas ursulinas y demás personas que se dicen poseídas y atormentadas por el demonio por maleficio del citado Grandier, enterándose de los procesos y demás actas de los comisarios y delegados, correspondientes a lo sucedido desde el principio de la posesión. Asistirá a los conjuros, y extenderá su correspondiente proceso verbal, procediendo como juzgue conveniente para aclarar las pruebas de los hechos, decretando, instruyendo y juzgando al dicho Grandier y a sus cómplices hasta su definitiva sentencia. Y no obstante oposición o apelación cualquiera, no sufrirá retardo ninguno, a pesar de la calidad del crimen. En virtud de lo cual S. M. manda a los gobernadores, tenientes generales de provincia, bailíos y demás autoridades que auxilien con mano fuerte la ejecución de esta orden en caso de ser requeridos».
Provisto de esta orden, equivalente a una sentencia, llegó Laubardemont a Loudun el día 5 de diciembre a las nueve de la noche y, para no ser visto, se detuvo en el arrabal, en casa de Pablo Aubin, ujier de las órdenes del rey y yerno de Memin de Silly. Fue tan secreta su llegada que nada supo Grandier ni sus amigos. Pero Memin, Hervé, Menuau y Mignon fueron avisados, pasando en seguida a visitarle. Recibióles el consejero enseñándoles la orden, pero no les pareció bastante, al no contener orden de prender a Grandier, que podría aún escaparse. Sonrióse de que se imaginasen cogerle desprevenido, y sacó del bolsillo dos órdenes semejantes para el caso de extraviarse una, fechadas el 30 de noviembre, con la firma de Luis, y más abajo Phélippeaux. Estaban concebidas en estos términos:
«Luis, etc… etc.
»Damos la presente a nuestro consejero privado, Señor de Laubardemont, para detener y prender a Urbano Grandier y a sus cómplices. Con mandato a todas las autoridades y empleados civiles de ayudar a la ejecución de nuestra orden, obedeciendo en caso necesario al citado portador de la presente, debiendo los gobernadores y tenientes generales asistirle con mano armada si fuese conveniente».
Esta segunda orden satisfacía sus deseos. Resolvieron entonces que para hacer ver que el golpe provenía de la autoridad real, y para intimidar a cualquier empleado público que tomase partido por Grandier o a los testigos que quisiesen declarar en su favor, antes de todo, le mandarían prender. De modo que llamaron en seguida a Guillermo Aubin, Señor de Lagrange y teniente del preboste. Laubardemont le comunicó la comisión del cardenal y las órdenes del rey, y le mandó que al amanecer del día siguiente prendiese a Grandier. Inclinóse Aubin ante las dos firmas, y respondió que sería obedecido; pero viendo en semejante proceder un asesinato y no un juicio, avisó a Grandier del peligro que corría, a pesar de la amistad que le ligaba con Memin, cuya hija estaba casada con su hermano. Pero Urbano, con su habitual firmeza, le mandó dar las gracias, contestando que, confiado en su inocencia y en la justicia de Dios, estaba resuelto a no retirarse.
Grandier no quiso escaparse, y aseguró su hermano, que dormía a su lado, que nunca le vio dormir más tranquilo que aquella noche. Levantóse al día siguiente a las seis, como tenía costumbre, tomó su breviario y salió para ir a maitines en la iglesia de Santa Cruz. Apenas salió de su casa, Lagrange le detuvo en nombre del rey, en presencia de Memin, Mignon y otros enemigos suyos, que se habían reunido para gozar de este espectáculo. En seguida fue puesto en poder de Juan Pouguet, jefe de los guardias de su majestad, y de los alguaciles de los prebostes de Loudun y Chinon, para ser conducido al castillo de Angers, al tiempo que estaban sellando sus cuartos, armarios, muebles y demás de su casa. Pero nada encontraron que pudiese comprometerle, a no ser un tratado contra el celibato de los curas y dos hojas en que había escritos en una letra que no era la suya algunos versos eróticos al estilo de aquel tiempo.
Cuatro meses estuvo en aquella cárcel, siendo un modelo de resignación y constancia, según informes de Michelon, comandante de la ciudad, y de su confesor Pedro Bacher. Pasaba el tiempo leyendo libros santos o escribiendo plegarias o meditaciones, cuyo manuscrito fue agregado al proceso. A pesar de las instancias y oposiciones de la madre del acusado, Juana Esteve, que no obstante sus setenta años, había recobrado sus fuerzas juveniles con la esperanza de salvar a su hijo, Laubardemont seguía el proceso, que fue concluido el 9 de abril. Mandaron en seguida trasladarle otra vez a Loudun.
Habíanle preparado una cárcel extraordinaria en una casa de Mignon, habitada antes por un sargento llamado Bontems, antiguo escribiente de Trinquant y acusador de Grandier en la primera causa. Esta cárcel estaba situada en el piso más alto. Las ventanas estaban tapadas y sólo había una pequeña abertura en el techo, guarnecida con enormes barras. Y temiendo tal vez que los diablos viniesen a libertar al mago, taparon la chimenea con una reja de hierro, y además algunos agujeros imperceptibles ocultos en los ángulos dejaban mirar a la mujer de Bontems todo lo que hacía Grandier, precaución que esperaban podía serles útil en los conjuros. En este cuarto, echado en la paja y privado casi de luz, escribió a su madre la siguiente carta:
Madre mía: he recibido la vuestra con todo lo que me habéis enviado, excepto las medias de sarga. Sufro con paciencia mis aflicciones, pero lloro vuestras angustias. No tengo cama para dormir; enviadme la mía, porque si el cuerpo no descansa, el alma sucumbe. Remitidme también un Breviario, una Biblia y un Santo Tomás, para mi consuelo; pero no os aflijáis, madre mía, que Dios aclarará mi inocencia. Saludos a mis hermanos y amigos, y en cuanto a vos, acordaos de vuestro hijo que os ama.
GRANDIER
Durante el encierro de Urbano Grandier en el castillo de Angers, la posesión había aumentado de forma milagrosa, porque entonces ya no fueron sólo sor Clara y la superiora las únicas poseídas, sino que nueve religiosas padecían ya los tormentos del genio del mal. Dividiéronse en tres cuadrillas, a saber:
La superiora, Luisa de los Ángeles y Ana de Santa Inés, estaban en casa de Laville, abogado y consejero de las monjas.
Sor Clara y Catalina de la Presentación, en casa del canónigo Maurat.
Finalmente, Isabel de la Cruz, Mónica de Santa Marta, Juana del Espíritu Santo y Seráfica Archer habitaban en otra casa.
Además estaban todas bajo la vigilancia de la hermana de Memin de Silly, esposa de Moussant, y, por consiguiente, pariente de los dos mayores enemigos del acusado, y que, informada por la mujer de Bontems, participaba a la superiora cuanto era necesario saber de él. Tal fue el llamado secuestro.
La elección de los médicos fue del mismo estilo: en vez de llamar a los más célebres de Angers, de Tours, de Poitiers o de Saumur, incluso Daniel Roger, de Loudun, fueron escogidos en los pueblos pequeños, y entre gentes de ninguna instrucción. De modo que el uno jamás había obtenido grado ni título, y el otro acababa de salir de la tienda de un mercader, en que había pasado diez años en calidad de dependiente, y cuya colocación había abandonado para abrazar la más lucrativa de curandero.
No fue más equitativa ni plausible la elección de boticarios y cirujanos: el boticario, llamado Adán, era primo hermano de Mignon, y testigo de la primera acusación contra Grandier; y como su declaración tocaba el honor de una joven de Loudun, el Parlamento le había condenado a una pública retractación. Sin embargo, conocido su odio contra Grandier, descansaron en su buen tino para preparar los remedios, sin examinar si disminuía o aumentaba la dosis, y si en vez, de calmantes daba algún excitante capaz de producir convulsiones verdaderas. En cuanto al cirujano, era aún peor, pues era Mannouri, sobrino de Memin de Silly, hermano de una religiosa, y que se había opuesto al secuestro reclamado por Grandier. En vano la madre y el hermano del acusado presentaron varias demandas, rehusando a los médicos por ignorantes y al cirujano y boticario por enemigos personales; nada lograron, ni siquiera una copia certificada de estas peticiones, aunque ofreciesen probar, con testigos, que un día Adán había dado el crocus metallorum en vez de crocus martis; cuya ignorancia causó la muerte del enfermo. Pero habían resuelto la perdición de Grandier, sin ocuparse de encubrir los infames medios que debían servir para satisfacer su deseo.
Prosiguióse el informe con gran actividad, y como una de sus primeras formalidades era la confrontación, Grandier publicó un alegato en que, apoyándose en el ejemplo de San Anastasio, refirió que acusado aquel Santo en el concilio de Tyr por una mala mujer, que jamás le había visto, cuando ella entró en la asamblea para formular públicamente la acusación, levantóse un sacerdote llamado Timoteo, y presentándose a ella le habló como si fuese Anastasio: creyólo así la acusadora, y le respondió como a tal, poniendo a la vista de todos la inocencia del Santo. En consecuencia, pedía Grandier dos o tres personas de su estatura, seguro de que, a pesar de sus pretendidas relaciones con él, no le conocerían, pues jamás las había visto ni creía que ellas le hubiesen visto nunca; pero era tan leal esta demanda, y por consiguiente tan embarazosa, que no tuvo contestación.
Al mismo tiempo, triunfando a su vez el obispo de Poitiers sobre el arzobispo de Burdeos, que nada podía hacer contra una orden del cardenal duque, rehusó al padre Escaye y al padre Gau, nombrados por su superior, designando en su lugar al recoleto padre Lactance y a su lectoral, que había sido uno de los jueces que sentenciaron a Grandier la primera vez. Los dos sacerdotes no se cuidaron de ocultar a qué partido pertenecían, alojándose en casa de Nicolás Moussant, uno de los enemigos más encarnizados de Urbano, y al día siguiente de su llegada fueron a ver a la superiora, y empezaron los conjuros. Conociendo el padre Lactance que la superiora no sabía mucho el latín, presentando poca seguridad en las respuestas, le mandó que contestase en francés, aunque la interrogase en latín. Y objetándole alguno que había allí que, según el ritual, el diablo sabía todas las lenguas Vivas y muertas, y que por consiguiente debía responder en el idioma en que era preguntado, contosió el padre que el pacto se había hecho así, y que, por otra parle, había diablos más ignorantes que un patán.
Después de estos exorcistas y los dos carmelitas que se habían metido en el negocio desde un principio, llamados el uno Pedro de Santo Tomás y el otro Pedro de San Mathurin, llegaron cuatro capuchinos, enviados por el padre José, eminencia de la orden. De modo que nunca se había dado tanta importancia a los conjuros. Tenían estos lugar en cuatro lugares diferentes, a saber: en las iglesias de Santa Cruz, del convento de las ursulinas, de San Pedro de Martray y de Nuestra Señora del Castillo. Sin embargo, poco hay que mencionar relativo a los conjuros del 15 y 16 de abril, puesto que las únicas declaraciones de los médicos se reducían a que las cosas que habían visto eran sobrenaturales y sobrepujaban sus conocimientos y las reglas de la medicina.
La sesión del 23 fue más interesante. Interpelada la superiora por el padre Lactance sobre la forma en que se le había aparecido el demonio, respondió que en figura de gato, de perro, de ciervo y de cabra.
—Quoties? —preguntó el padre.
—No me acuerdo bien del día —contestó la monja.
La pobre entendió quando por quoties.
Queriendo sin duda vengarse de este error, declaró aquel mismo día que Urbano tenía cinco señales en el cuerpo hechas por el diablo, y que sólo tenía sensibilidad en estos puntos, pues en lo demás del cuerpo era invulnerable. Por tanto, se dio orden a Mannouri para asegurarse de la verdad, fijando el día 26 para hacer el experimento.
En virtud de la orden que había recibido, presentóse Mannouri el 26 por la mañana en la cárcel de Grandier, le mandó desnudar y afeitar todo el cuerpo y, vendándole los ojos, mandó que le tendieran en una mesa. También esta vez se había equivocado el demonio, pues no tenía más que dos lunares, uno en el omóplato y otro en el muslo.
Comenzó entonces una de las escenas más atroces que puedan imaginarse: Mannouri tenía una sonda de resorte, cuya aguja entraba dentro de sí misma; en todas las partes del cuerpo donde, según la superiora, era insensible, el cirujano soltaba el resorte, la sonda se metía, y aunque simulaba penetrar la carne, ningún dolor causaba al acusado. Pero, al llegar a los lunares designados como vulnerables, apretó el resorte, y clavando la aguja a mucha profundidad, hizo dar al mísero Grandier, que no se lo esperaba, un grito tan agudo que se oyó desde la calle. Desde el omóplato pasó al muslo, pero esta vez, a pesar de hundirlo toda la sonda, Grandier no dio un grito siquiera, ni una queja, ni el menor gemido, sino que al contrario, se puso a orar, y a pesar de que Mannouri repitió dos veces sus heridas en el muslo y espalda, no pudo sacar del paciente otra cosa que plegarias para sus verdugos.
El caballero Laubardemont era testigo de esta escena sangrienta.
Al día siguiente conjuraron a la superiora en términos tan fuertes que el diablo tuvo que confesar que no eran cinco sino dos los lunares de Urbano; es verdad que esta vez, con gran admiración del concurso, indicó el lugar en que los tenía.
Pero un nuevo engaño del diablo destruyó el efecto de esta declaración. Preguntado por qué no había querido hablar el sábado anterior, contestó que no estaba en Loudun, por haber estado ocupado toda aquella mañana, acompañando al infierno al alma de Le Proust, procurador del Parlamento de París. Pareció increíble esta respuesta a los profanos que examinaron el registro de los muertos de aquel sábado, resultando no haber muerto aquel día no sólo ningún procurador llamado Le Proust, sino ningún hombre que se llamase tal. De manera que esta mentira hizo al demonio menos agradable y menos terrible.
Durante este tiempo experimentaron los conjuros varios chascos. Preguntando el padre Pedro de Santo Tomás a una de sus poseídas de las carmelitas dónde estaban los libros de magia de Grandier, respondió que los encontraría en la habitación de cierta señorita que nombró, que era la misma por quien Adán se retractó públicamente. En seguida Laubardemont, Moussant, Hervé y Menuau pasaron a casa de la joven, registraron los cuartos y gabinetes, abrieron los cofres, armarios y parajes más recónditos, pero todo en vano. Entonces echaron en cara al demonio su engaño, pero este respondió que una sobrina de la señorita se había llevado los libros. Corrieron en seguida a casa de la sobrina, pero desgraciadamente estaba en la iglesia entregada a las devociones desde la mañana y no había salido, según manifestaron los sacerdotes y demás, de la misma; entonces no pudieron los exorcistas seguir adelante, no obstante su deseo de complacer a Adán.
Aumentado el número de los incrédulos con tan crasos errores, anunciaron una interesante sesión para el 4 de mayo. En efecto, el programa llamaba a la curiosidad general. Asmodeo prometió levantar a la superiora a dos pies de altura, y Eazas y Cerbero, movidos por el ejemplo de su jefe, prometían hacer lo mismo con otras dos religiosas. Finalmente, otro diablo, llamado Beherit, no temiendo atacar al mismo Laubardemont, había prometido quitar el solideo del consejero, teniéndolo suspendido en el aire todo el tiempo de un Miserere. Además, anunciaron también que seis de los hombres más robustos no podrían sostener a la religiosa más débil ni privarla de hacer contorsiones.
La promesa de semejante espectáculo atrajo a la multitud que cuajaba la iglesia en el día señalado. Empezaron con la superiora, y el padre Lactance reclamó a Asmodeo el cumplimiento de su palabra de levantar a la energúmena. Entonces la superiora dio dos o tres saltos sobre el colchón, y, en efecto, pareció sostenerse en el aire por un momento. Pero, levantada la sábana por un espectador, vieron que se sostenía con la punta del pie, cosa de habilidad, pero no milagrosa; entonces empezaron las risas y las burlas, espantando de tal modo a Eazas y Cerbero que no se les pudo sacar ni una respuesta siquiera. Acudieron por último a Beherit, que dijo que estaba pronto a levantar el solideo de Laubardemont, y que cumpliría su palabra antes de un cuarto de hora.
Como aquel día los conjuros se anunciaron para la tarde y no para la mañana, como otras veces, y como viesen algunos que se acercaba la noche, hora favorable para las ilusiones, creyeron los incrédulos que Beherit había pedido un cuarto de hora para obrar a la luz de las velas, favorable a toda magia. Además advirtieron que el consejero se había colocado en una silla apartada de las demás, y debajo de una bóveda de la iglesia, en la que había un agujero que daba paso a la cuerda de la campana. Salieron entonces de la iglesia, y subiendo al campanario, se ocultaron en un rincón. Apenas habían llegado cuando vieron avanzar a un hombre que estaba arreglando alguna cosa. Rodeáronle al momento y le tomaron una crin con un anzuelo que tenía en la mano. Sorprendido el hombre, abandonó su sedal. En vano Laubardemont, los exorcistas y todo el concurso aguardaban el instante de ver levantar el solideo: mas nada se movía; con gran admiración de Lactance que, ignorando lo sucedido, y atribuyéndolo a un retardo, conjuró tres o cuatro veces a Beherit para que cumpliese su promesa. Pero el pobre diablo se vio precisado a faltar a ella.
La fatalidad presidía aquella reunión: hasta entonces nada había tenido éxito, y nunca los diablos estuvieron tan torpes. Pero, por suerte, los exorcistas parecían estar seguros de su última prueba, la cual consistía en hacer escapar a la religiosa de manos de seis hombres escogidos, que la sostendrían. Por consiguiente, dos carmelitas y dos capuchinos se metieron por entre las gentes, y llevaron al coro seis hércules, escogidos entre los mozos de cordel de la ciudad.
Esta vez el diablo dio pruebas de vigor, ya que no las había dado de habilidad; pues a pesar de sujetarla seis hombres, después de algunos conjuros, entró la superiora en convulsiones tan terribles que se les escapó y echó a tierra a uno que trataba de sostenerla. Renovóse el experimento por tres veces y siempre tuvo éxito. Empezaba a cundir la credulidad entre los espectadores, cuando un médico de Saumur, llamado Duncan, sospechando que había una farsa en todo esto, se adelantó, y mandando alejar a los seis hombres, declaró que él solo sujetaría a la superiora, y en caso de escapársele prometía retractarse públicamente de su incredulidad. Laubardemont trató de oponerse a este ensayo, declarando a Duncan profano y ateo; pero estimado por todos por su probidad y saber, se levantó un murmullo tan grande al oír las palabras del consejero que los exorcistas se vieron comprometidos a dejarle hacer. Libre el coro de los seis mozos, que en vez de volverse a la iglesia salieron por la sacristía, adelantóse Duncan hasta el lecho de la superiora, la cogió por la muñeca, y asegurado de sujetarla bien, dijo que ya podía empezar.
Hasta entonces nunca se había visto luchar cara a cara a la opinión general contra algunos intereses particulares: un profundo silencio reinaba en la reunión, inmóvil, con la vista fija en lo que iba a suceder. Al cabo de un instante, el padre Lactance pronunció algunas palabras sagradas, y la superiora empezó a luchar. Pero esta vez Duncan tenía él solo más fuerza que los seis mozos que le precedieron: por más que la religiosa se empinaba, y se retorcía, su brazo quedaba cautivo en la mano de Duncan. Por fin, agotadas todas sus fuerzas, se dejó caer en el lecho, exclamando:
—¡No puedo, no puedo, me sujeta tan fuerte!
—¡Soltadle el brazo! —gritó furioso el padre Lactance—, ¿cómo pueden producirse las convulsiones si la sujetáis?
—Si realmente está poseída —repuso Duncan en alta voz—, debe tener más fuerza que yo, pues entre las señales de posesión previene el ritual un vigor superior a la edad, condición y naturaleza.
—Mal argumentado —replicó Lactance agriamente—: Es cierto que un demonio fuera del cuerpo es más fuerte que vos; pero en un cuerpo débil como este, es imposible que iguale vuestra fuerza, porque sus acciones naturales son proporcionadas a las fuerzas del cuerpo que está poseyendo.
—Basta, basta —dijo Laubardemont—, no hemos venido aquí para argumentar con filósofos, sino para edificar a cristianos.
Al decir estas palabras, levantóse de la silla en medio de un terrible tumulto, y todas las gentes se retiraron, no como saliendo de una iglesia, sino de un teatro.
El fracaso de los sucesos del día 4 fue la causa de que nada notable acaeciera durante algunos días. Varios caballeros y gentes respetables que habían acudido a Loudun con la esperanza de ver cosas milagrosas, viendo que sólo les presentaban un espectáculo muy común y mal organizado, empezaron a marcharse, pues no valía la pena quedarse más tiempo. Uno de los exorcistas se queja de ello en un folleto relativo a este suceso.
«Muchas personas —dice el padre—, vinieron para ver los milagros de Loudun, y viendo que los diablos no daban las señales que ellos querían, se volvieron descontentos, aumentando el número de los incrédulos».
Así pues, para combatir esta deserción, resolvieron presentar algún gran espectáculo que provocase la curiosidad y reanimase la fe. Por consiguiente, el padre Lactance anunció que el 20 de mayo saldrían tres demonios de los siete que poseían a la superiora, causándole tres heridas en el lado izquierdo, y otros tantos agujeros en la camisa y vestido: los tres diablos eran Asmodeo, Gresil de los Tronos, y Aman de los Poderes. Advirtiendo que la superiora tendría las manos atadas en el momento de ser herida.
Llegó el día señalado, y una multitud de curiosos cuajaba la iglesia de Santa Cruz; todos deseaban ver si los diablos cumplirían mejor su palabra que las otras veces. Invitados los médicos para acercarse a la superiora y examinar su costado, camisa y vestido, presentóse también Duncan, a quien no se atrevieron a rechazar, no obstante el odio que le tenían, y que hubiese advertido sin la protección del mariscal Brézé. La presencia de ese hombre evitaría cualquier engaño que se hubiese maquinado.
Verificando el reconocimiento, declararon que no habían encontrado herida alguna en su costado, ni rotura en los vestidos, ni instrumento cortante. En seguida el padre Lactance le interrogó cerca de dos horas en francés, respondiendo ella en la misma lengua. Después comenzó los conjuros, adelantándose al mismo tiempo Duncan, para recordarle su promesa de atar las manos de la superiora para evitar sospechas de fraude y engaño. Reconoció el padre la justicia de tal reclamación, pero manifestó al mismo tiempo que, habiendo algunos circunstantes que no habían visto las convulsiones de las poseídas, era muy justo, para su satisfacción, conjurar a la superiora antes de atarla; por consiguiente, renováronse los exorcismos, causándole tales convulsiones que, después de algunos minutos de lucha, quedó en una completa postración. Entonces la poseída cayó boca abajo, torciéndose hacia el lado izquierdo y quedando inmóvil en esta posición por algunos instantes, hasta que dio un grito, seguido de un gemido. Adelantáronse los médicos, y viendo Duncan que ella retiraba la mano derecha, la cogió del brazo, y vio que tenía sangre en la punta de los dedos; le registró el cuerpo y vestidos, y encontró el vestido agujereado en dos partes, y su camisa en tres: los agujeros eran de un dedo de longitud; tenía tres heridas debajo de la tetilla izquierda, pero tan ligeras que apenas traspasaban la piel; la del medio era larga como un grano de cebada, sin embargo, habían hecho brotar sangre para teñir la camisa.
Era tan burdo el engaño que el mismo Laubardemont parecía avergonzado a la vista de tantos espectadores; por eso no quiso permitir a los médicos que uniesen a sus certificaciones el juicio de las causas eficientes e instrumentales de las tres heridas. Pero Grandier protestó en un alegato que redactó por la noche, y que fue distribuido al día siguiente. Decía así:
«Si la superiora no hubiese suspirado, los médicos no la habrían registrado, dejándola maniatar en seguida, sin presumirse siquiera que las heridas ya estaban hechas; entonces el exorcista habría mandado salir a los demonios, dejando las señales prometidas, y poniendo en planta las extrañas contorsiones que tan fácilmente fingía la religiosa, habría quedado libre después de una fuerte convulsión, mostrando las heridas en el cuerpo. Pero sus gemidos la vendieron, sus gemidos rompieron, por orden de Dios, las infames tramas que los hombres y el infierno estaban proyectando. ¿Por qué escogieron por señal heridas semejantes a las que causa un hierro cortante, siendo costumbre infernal causar unas llagas como de quemadura? ¿Sería acaso por serle más fácil ocultar un hierro y herir levemente que guardar un ascua para quemarse? ¿Por qué prefirieron el costado izquierdo en vez de la nariz o la frente, sino para herirse sin que nadie lo viese? ¿Por qué estaba echada de aquel lado, sino para ocultar mejor el instrumento de su perfidia? Aquel suspiro, que se le escapó, a pesar de su constancia, ¿quién lo producía sino el dolor que la mísera estaba sufriendo, pues hasta el más animoso se estremece al sentir la picadura de una sangría? Si sus dedos no hubiesen manejado el hierro que causó las heridas, ¿cómo podrían estar ensangrentados? La pequenez del instrumento que tenía en la mano fue sin duda la causa de que sus dedos se manchasen. Y finalmente, ¿por qué fueron las heridas tan leves que apenas traspasaron la piel, cuando normalmente los diablos acostumbran a romper y desgarrar a los endemoniados al retirarse, sino porque la superiora no se estimaba tan poco como para hacerse heridas profundas y peligrosas?».
A pesar de esta lógica protesta de Grandier y de la visible estafa de los exorcistas, M. de Laubardemont anotó en el proceso la expulsión de los tres demonios, Asmodeo, Gresil y Aman, del cuerpo de sor Juana de los Ángeles, y este proceso fue presentado contra Grandier, conservándose aún su minuta, no como un monumento de credulidad y superstición, sino como una memoria de odio y de venganza. Para disipar las sospechas que este milagro había producido entre los espectadores, el padre Lactance preguntó al día siguiente a Balaam, uno de los cuatro demonios que permanecían en el cuerpo de la superiora, por qué Asmodeo y sus dos compañeros habían faltado a su promesa, saliendo mientras la cara y las manos de la religiosa estaban ocultas a las miradas del pueblo.
—Para fomentar la incredulidad de muchos —respondió Balaam.
El padre Tranquille hace burla de los descontentos con toda la ligereza de un capuchino en un folleto que publicó sobre este asunto:
«Ciertamente —dice—, tenían motivos para quejarse de la poca finura y cortesía de esos demonios, que no hacían caso de su mérito ni de su categoría. Pero si la mayor parte de aquellas gentes hubiesen examinado su conciencia, tal vez se habrían percatado de que ella era el origen de su descontento, y que más bien debían irritarse contra sí mismos por medio de una buena penitencia, que no ir con ávida y viciosa conciencia para volver sumidos en la incredulidad».
Nada notable acaeció desde el 20 de mayo hasta el 13 de junio, día célebre por haber vomitado la superiora un cañón de pluma de un dedo de largo. Sin duda este nuevo milagro fue la causa de la venida del obispo de Poitiers a Loudun, no, según dijo a los que le visitaron, para cerciorarse de la verdad de la posesión, sino para convencer a los incrédulos y descubrir las escuelas de magia, tanto de hombres como de mujeres, que Urbano había establecido. Corrió luego la voz entre el pueblo de que era menester creer en la posesión, pues, convencidos de ella el rey, el cardenal duque y el obispo, la menor duda hacía criminal de lesa majestad divina y humana, exponiéndose también, en calidad de cómplices de Grandier, a los golpes de la sangrienta justicia de Laubardemont. «Estamos seguros, decía el padre Tranquille, de que esta empresa es obra de Dios, puesto que es obra del rey».
La llegada del obispo motivó una nueva sesión, de la cual expondremos una curiosa relación que nos ha dejado manuscrita un testigo ocular, buen católico y creyente en la posesión, y que será preferible a cuantas pudiéramos redactar. He aquí su exacto contenido:
El viernes 23 de junio de 1634, víspera de San Juan, a las tres de la tarde, estando monseñor de Poiticrs y M. Laubardemont en la iglesia de Santa Cruz de Loudun para continuar los conjuros de las religiosas ursulinas, mandaron venir al cura Urbano Grandier, acusado de magia por las citadas monjas. Presentóle el comisario cuatro pactos[10] mencionados ya en los anteriores exorcismos, que los diablos confesaban haber hecho varias veces con el acusado, pero en particular el dado por Leviathán el sábado 17 del presente, compuesto por carne de un corazón de niño, cogida en un sábado de Orleans en 1631, cenizas de una hostia quemada y sangre… del mismo[11).
Grandier, por el cual dice Leviathán haber entrado en el cuerpo de la superiora sor Juana de los Ángeles, poseyéndola con sus adjuntos Beherit, Eazas y Balaam, el 8 de diciembre de 1632. El otro, compuesto por semillas de naranjas, dadas por Asmodeo, que poseía a sor Inés, el jueves 22 del presente, verificado entre Grandier, Asmodeo y otros diablos, para neutralizar las promesas de Beherit, que se había comprometido a levantar el solideo del señor comisario por espacio de un Miserere, en señal de su salida. Presentados todos estos pactos a Grandier, dijo, sin admiración alguna, pero con ademán constante, que no tenía noticia de tales pactos, pues no los había hecho, ni sabía ningún arte capaz de tales cosas. Aseguró que jamás había tenido relaciones con los diablos, ignorando enteramente cuanto le manifestaban. De todo lo cual se formó acta que el acusado firmó.
Entraron luego en el coro once o doce poseídas, incluidas tres jóvenes seglares, acompañadas todas de varios carmelitas, capuchinos y franciscanos, junto con tres médicos y un cirujano. Al presentarse empezaron todas a hacer monadas, llamando a Grandier su dueño, y manifestando gran placer al verle. En seguida el padre Lactance y el franciscano Gabriel exhortaron al auditorio a que elevase su corazón a Dios con un fervor extraordinario, que hiciese actos de contrición a su divina majestad, pidiendo que tantas culpas y pecados no fuesen un obstáculo para sus gloriosos designios, y concluyendo con un Confíteor para recibir la bendición del obispo de Poitiers. Concluida esta ceremonia, anunciaron que era de tanto peso y tan interesante para las verdades de la Iglesia católica el asunto en cuestión, que debiera bastar esto solo para excitar la devoción de todos, y que además era tan extraño el mal de estas pobres que la caridad obligaba a cuantos tuviesen facultad para ello a emplear todo su saber, por medio de los conjuros que la Iglesia prescribe a los pastores. Y, dirigiéndose a Grandier, le dijo que, siendo de este número, en calidad de sacerdote, debía contribuir con todo su poder y celo, si así se lo permitía monseñor el obispo de Poitiers. Concedido por este, el franciscano presentó una estola a Urbano, quien volviéndose hacia el obispo le pidió permiso para tomarla. Habiéndoselo concedido, se puso la estola, y entonces el franciscano le entregó un Ritual, previa autorización del prelado. Recibida la bendición, se prosternó a sus pies para besarlos, entonando al mismo tiempo el Veni Creator Spiritus, levantóse luego, dirigiendo la palabra al obispo, y le dijo:
—¿A quién debo conjurar, Monseñor?
—A estas jóvenes —contestó.
—¿Qué jóvenes? —respuso Urbano.
—Las poseídas.
—Monseñor, me veo en la necesidad de creer en la posesión. La Iglesia lo cree, y yo debo creerlo, aunque supongo que un mago no puede hechizar a ningún cristiano sin su consentimiento.
Entonces algunos gritaron que esta suposición era una herejía; que esa verdad no admitía dudas, siendo recibida en toda la Iglesia y aprobada por la Sorbona. A lo que respondió que no tenía opinión determinada sobre el particular, y que esto era tan sólo su pensamiento; pues en todo caso se sometía a la opinión general, añadiendo que nadie era hereje por haber dudado, sino por haber perseverado en sus dudas, y que cuanto había propuesto al obispo era por asegurarse de que no abusaría de la autoridad de la Iglesia. Habiéndole presentado a sor Catalina, la más ignorante de todas, y la que menos sospechas infundía de saber latín, empezó el exorcismo en la forma que el ritual prescribe. Pero no pudo continuar el interrogatorio, porque al mismo tiempo las demás religiosas comenzaron a ser atormentadas por los demonios, dando extravagantes y horribles alaridos. Adelantóse sor Clara, echándole en cara su ceguera y obstinación, obligándole a dejar a la primera poseída, para alternar con esta, que mientras la estaba conjurando charló por los codos, sin atender a las palabras de Grandier, interrumpidas también por la madre superiora, que al dejar a sor Clara le tomó por su cuenta. Pero es de advertir que antes de conjurarla le dijo en latín, como lo había hecho hasta entonces, que sabiendo por ella misma que comprendía esta lengua, le preguntaría en griego. A lo que respondió el diablo por boca de la religiosa:
—¡Ah!, eres un truhán, ya sabes que una de las condiciones del pacto que hicimos los dos es no responder en griego.
—¡O pulchra illusio, egregia evasio! ¡Hermosa ilusión, excelente efugio! —exclamó Urbano.
Y entonces le permitieron conjurar en griego, con tal que escribiese primero las preguntas. Ofrecióse la poseída a responder en la lengua que quisiese, pero esto no tuvo lugar, porque luego volvieron las religiosas a sus gritos con una desesperación sin igual, en medio de terribles convulsiones y acusándole de la magia y hechizos que les atormentaban, ofreciendo romperle la cabeza si se lo permitían, y haciendo los mayores esfuerzos para insultarle. Pero los sacerdotes que trabajaban asiduamente para calmar el furor que las agilaba evitaron tales excesos. Sin embargo, Urbano permanecía tranquilo, mirando fijamente a las supuestas poseídas, protestando de su inocencia y rotundo a Dios que fuese su protector. Se dirigió a monseñor obispo y a Laubardemont, implorando a la autoridad eclesiástica y real de que eran ministros para que ordenasen a los demonios que le retorciesen el cuello o le marcasen la frente en caso de ser el autor del crimen de que le acusaban, por cuyo medio brillaría la gloria de Dios, exaltándose la autoridad de la Iglesia y quedando él confundido, todo con la condición de que las jóvenes no le tocasen. Esta demanda fue desoída con la excusa de que no querían ser causa del mal que podría sucederle, ni exponer a la autoridad de la Iglesia a los engaños del demonio, que podía tener algún pacto con él, relativo a esto mismo. Entonces los exorcistas, ordenando a los diablos que cesasen tanto desorden, trajeron un calentador lleno de fuego, donde fueron arrojados todos los pactos. Redobláronse las violencias, la confusión espantosa acompañada de los horribles chillidos y los locos ademanes de aquellas furias, que daban a esta reunión el aspecto de un sabbat, prescindiendo de la santidad del lugar y de la clase de personas que la componían, viéndose a Grandier con apariencia más tranquila, a pesar de ser el más interesado. Continuaban los demonios citándole los lugares, los días y las horas de sus relaciones con él, sus primeros hechizos, sus escándalos, su insensibilidad y sus protestas contra la fe de Dios. Rechazaba el acusado tales calumnias, tanto más injustas cuanto que se apartaban de su profesión. Dijo que renunciaba a Satanás y a todos los demonios, a quienes no conocía ni tenía temor alguno. Que a pesar suyo era cristiano y además persona sagrada, y que confiando en la bondad de Dios y Jesucristo, a pesar de sus pecados, retaba al primero que le probase auténticamente los crímenes de que le acusaban.
No hay palabras para pintar la terrible escena que sucedió a estas palabras: los ojos, los oídos fueron afectados por tan extrañas sensaciones que sólo pueden formarse una idea los que están acostumbrados a semejantes espectáculos. Ningún alma es capaz de librarse del horror y admiración que esta escena causaba. Sólo Grandier, en medio de todo esto, permanecía impasible, es decir, insensible a tantos prodigios, cantando himnos al Señor junto con el pueblo, seguro como si una legión de ángeles le protegiese. En efecto, uno de los diablos gritó que Beelzebub estaba entre él y el capuchino Tranquille. A lo que respondió:
—Obmutescas, silencio.
Entonces el diablo empezó a jurar que esta era su seña, pero que debían hablar, porque Dios era mucho más fuerte que todo el infierno. De modo que todos querían tirarse sobre él, ofreciéndose para despedazarle y mostrar sus señales aunque fuese su dueño. A lo que respondió que no era su amo ni su criado, y que parecía imposible que al tiempo que le proclamaban su dueño, prometiesen despedazarle. Entonces las frenéticas religiosas le tiraron los zapatos a la cabeza.
—Vamos —dijo sonriendo—, estos diablos se deshierran por sí solos.
Finalmente, llegó a tal punto la rabia, que sin el auxilio del gentío que estaba en el coro el autor de ese espectáculo lo habría pagado con la vida. Pero lo más que pudieron hacer fue sacarle de la iglesia para librarle de las furias que le amenazaban, acompañándole a la cárcel a las seis de la tarde, y empleando el resto del día en tranquilizar a las poseídas, lo cual pudo lograrse con mucho trabajo.
No todos juzgaron a las poseídas con la misma indulgencia que el autor de esta relación que hemos citado, pues muchos vieron esa escena de gritos y convulsiones como una infame y sacrílega orgía de venganza: se hablaba tan diversamente de este suceso que el 2 de julio siguiente se publicó el siguiente bando:
Queda prohibido a todas las personas, sin excepción de clases ni condiciones, hablar contra las religiosas y demás de Loudun atormentadas por los espíritus malignos, sus exorcistas y demás que las asisten, sea en el lugar que fuere, so pena de diez mil libras de multa o mayor suma y castigo corporal si fuere necesario; y para que nadie pueda alegar ignorancia, la presente será publicada en el día de hoy en todas las iglesias parroquiales de esta ciudad, y en los parajes de costumbre.
Loudun, 2 de julio de 1634.
Fue tanto el poder de esta orden, que desde su publicación, si bien los incrédulos no mudaron sus ideas, al menos no osaban manifestar su incredulidad. Pero luego, para vergüenza de los jueces, las mismas religiosas se arrepintieron: al día siguiente de la terrible escena que hemos explicado, en el instante de empezar el padre Lactance sus conjuros con sor Clara en la iglesia del Castillo, se levantó esta llorosa, y dirigiéndose al público para que todos la oyeran, empezó, tomando al cielo por testigo de la verdad de sus palabras, y confesó que cuanto había dicho de quince días a esta parte contra el infeliz Grandier era sólo una calumnia e impostura sugerida por Mignon, los carmelitas y el franciscano. Pero el padre Lactance no se espantó por tan poca cosa y le respondió que cuanto decía era un ardid del demonio para salvar a su amo Grandier. Entonces la religiosa apeló enérgicamente a Laubardemont y al obispo de Poitiers, pidiendo ser secuestrada y puesta en manos de otros religiosos diferentes de aquellos que habían perdido su alma haciéndola servir de falso testimonio contra un inocente. Riéronse los dos de la astucia del demonio, ordenando que fuese conducida a la casa que ocupaba. Al oír esta orden, sor Clara se lanzó fuera del coro para escaparse por la puerta de la iglesia, implorando el socorro de los que estaban presentes para que la salvasen de su condenación eterna. Pero nadie osó dar un paso, pues tal era el temor que la orden había producido. Sor Clara fue apresada, a pesar de sus gritos, y conducida a la casa en que estaba secuestrada, para no volver a salir jamás.
Al día siguiente tuvo lugar una escena más extraña. Mientras Laubardemont estaba interrogando a una religiosa, bajó la superiora al patio, en camisa, descalza y con la cuerda al cuello, y en medio de una terrible tempestad, permaneció allí dos horas, sin temer a rayos, lluvia ni truenos, y esperando que saliesen Laubardemont y los demás jueces. Se abrió por fin la puerta del locutorio, dando paso al comisario real, y sor Ana de los Ángeles se arrojó a sus pies, declarando que no tenía valor para seguir representando por más tiempo tan horrible papel y que juraba en presencia de Dios y de los hombres que Grandier era inocente, manifestando que el odio que ella y sus compañeras le tenían provenía de los deseos sensuales que su belleza les había inspirado y que la reclusión del claustro hacía más ardientes. Laubardemont le amenazó con su cólera, pero ella respondió entre sollozos que su falta era lo único que temía, puesto que se imaginaba que la gran misericordia del Señor no podría perdonarle tamaño crimen.
Entonces Laubardemont exclamó que el demonio hablaba por su boca, pero ella contestó que jamás la había poseído otro demonio que el de la venganza, y que este no era ningún pacto que tuviese en el cuerpo, sino sus malos pensamientos.
Se retiró llorosa al pronunciar estas palabras y se dirigió al jardín con paso lento. Entonces ató la cuerda que llevaba a la rama de un árbol y se colgó. Pero llegaron a tiempo dos religiosas que la habían seguido y la levantaron antes de haberse estrangulado.
Aquel mismo día dieron orden para que ella y sor Clara permaneciesen en la más severa reclusión, pues era tan importante su crimen que no le valió su parentesco con Laubardemont para dulcificar su castigo.
Había llegado el momento de no poder seguir con los conjuros. Las otras religiosas podrían seguir el ejemplo de la superiora y sor Clara, y entonces todo estaría perdido. Por otra parte, convencido Urbano de su crimen, declararon que estando concluida la instrucción, los jueces iban a dar la sentencia. Tantos procedimientos irregulares y violentos, tantas faltas de justicia, las continuas negativas a escuchar a los testigos y defensas, convencieron a Grandier de que su perdición estaba resuelta, pues las cosas habían llegado a tal estado que si no le castigaban a él como hechicero y mago, quedaban sujetos a las penas que se aplican a los calumniadores un comisario real, un obispo, todo un convento de monjas, sacerdotes de varias órdenes, algunos jueces y particulares de ilustre cuna. Pero este convencimiento aumentó su resignación, sin quitarle el valor, y creyendo su deber, como hombre y cristiano, defender su honor y vida hasta el último momento, publicó un alegato cuyo título era Observaciones sobre los pareceres fiscales, que mandó entregar a sus jueces. Era un resumen grave e imparcial de todo lo ocurrido, como podía hacerlo un extraño al asunto, y que empezaba con estas palabras:
Suplico a vosotros, con la mayor humildad, que consideréis atentamente y con madurez lo que dice el profeta en el salmo LXXXII, cuyas palabras os convidan santamente a ejercer con justicia vuestros cargos, puesto que siendo mortales, deberéis comparecer ante Dios, soberano juez del mundo, para darle cuenta de vuestra administración. Con vosotros está hablando este aviso de Dios, a vosotros, que estáis sentados para juzgar, a vosotros os dice: Dios asiste a la asamblea del Dios fuerte; es juez en medio de los jueces; ¿hasta cuando protegeréis al malvado? Haced justicia al débil y al huérfano, al pobre y al afligido; socorred al inválido y al miserable, y libertadle del poder de los malos: vosotros sois dioses e hijos del soberano; pero, al morir, sois hombres; sois los principales, pero caeréis como los demás.
Esta defensa llena de dignidad y lógica no tuvo influencia alguna entre los comisarios, que el 18 de agosto por la mañana dieron el siguiente decreto:
Declaramos a Urbano Grandier probado y convicto del crimen de magia, maleficios y posesiones por él causadas en las personas de algunas religiosas ursulinas y otras seculares de esta ciudad, junto con otros casos criminales que resultan contra el acusado, y consecuentemente, condenamos al citado Grandier a ir a cabeza desnuda y con la cuerda al cuello, delante de la portada principal de San Pedro del Mercado, y de Santa Úrsula, de la presente ciudad, para hacer pública retractación, con una vela de cera del peso de dos libras en la mano, y a pedir perdón a Dios, al rey y a la justicia; a ser desde allí conducido a la plaza de Santa Cruz, para ser colocado sobre una hoguera preparada al efecto, y a ser quemado vivo, junto con los pactos, caracteres mágicos y el libro manuscrito en contra del celibato de los sacerdotes, siendo aventadas sus cenizas. Declaramos todos sus bienes propiedad real, excepto ciento cincuenta libras para comprar una lámina de cobre, en que será grabado un extracto del presente decreto, y que será expuesta en un lugar visible de la iglesia de las Ursulinas, para perpetua memoria; y antes de ejecutarse la presente sentencia, mandamos que el acusado sea puesto al tormento ordinario y extraordinario.
Dado en Loudun el 18 de agosto de 1634.
Por la mañana del día en que se expidió esta sentencia, Laubardemont mandó prender al cirujano Francisco Fourneau, aunque estaba dispuesto a obedecer voluntariamente, y le hizo conducir a la cárcel de Grandier. Al llegar a la habitación inmediata, oyó la voz del acusado que decía:
—¿Qué quieres de mí, infame verdugo? ¿Has venido para asesinarme? Ya sabes la crueldad que has usado conmigo. ¡Pues bien, prosigue! Estoy dispuesto a morir.
Entró y vio que aquellas palabras iban dirigidas al cirujano Mannouri.
Uno de los exentos del gran preboste de palacio, nombrado por Laubardemont exento de guardias del rey, le mandó en seguida afeitar a Grandier todo el cuerpo: formalidad usada en los asuntos de magia para no dejar al diablo ningún lugar de refugio, pues se imaginaban que un solo pelo bastaba para hacer al paciente insensible a la tortura. Comprendió entonces Urbano que le habían condenado.
Después de haber saludado a Grandier, Fourneau se puso a ejecutar lo que le habían mandado. Pero un juez dijo que no bastaba afeitarle, sino que era menester arrancarle las uñas, para que el diablo no se ocultase debajo de ellas. Miróle Grandier con una expresión de caridad indefinible, y tendió las manos al cirujano, pero este se las apartó con dulzura, diciéndole que aun cuando se lo ordenase el cardenal duque, no obedecería. Al mismo tiempo le pidió perdón por ponerle las manos encima para afeitarle. A estas palabras, Grandier, que hacía tiempo estaba acostumbrado al trato inhumano, le miró con los ojos arrasados de lágrimas, diciéndole:
—¿Seréis vos el único que os compadecéis de mí?
—¡Oh Señor! —repuso Fourneau—, vos no veis a los demás.
Afeitóle luego, pero no le encontró más que dos lunares, conservando aún el dolor de las heridas que le había hecho Mannouri. Probado esto por Fourneau, entregaron a Grandier una ropa vieja que sin duda había servido ya para otro condenado. Aunque su sentencia había sido pronunciada en el convento de las carmelitas, fue acompañado por el exento del gran preboste de palacio con dos archeros, el preboste de Loudun y su teniente, y el de Chinon, en un carro tapado, a la casa de la ciudad, donde se encontraban varias señoras, entre ellas la de Laubardemont, con curiosidad por asistir a la lectura de la sentencia. Estaba el consejero en el lugar del escribano y este en pie a su lado. Varios guardias y soldados guardaban las avenidas.
Antes de entrar el acusado, el padre Lactance y otros franciscanos que le acompañaban conjuraron al condenado para librarle de los demonios. Luego entraron en la sala y exorcizaron el aire, la tierra y demás elementos; y en seguida fue conducido Grandier.
Detuviéronle un momento en el extremo de la sala para dar tiempo a que los conjuros produjeran su efecto. Luego le condujeron a la barra, mandándole arrodillar. Obedeció Grandier, sin quitarse el sombrero ni el solideo, con las manos atadas detrás de la espalda, y le quitó el escribano lo uno y el exento lo otro, arrojándolo a los pies de Laubardemont. Entonces, viendo el escribano que tenía la vista fija en el consejero, como esperando lo que iba a hacer, le dijo:
—Vuélvete, infeliz, y adora el crucifijo que está sobre el asiento del juez.
En seguida se volvió el acusado sin murmurar y, levantando los ojos al cielo con la mayor humildad, estuvo cerca de seis minutos en oración mental, tomando en seguida su primera posición.
Comenzó el escribano a leerle con voz trémula su sentencia, al tiempo que Grandier le escuchaba con suma constancia y admirable serenidad, aunque dicha sentencia era de las más crueles que pueden darse, mandando morir al acusado en el mismo día después de haber sufrido el tormento ordinario y extraordinario. Concluida la lectura:
—Señores —dijo Grandier con la misma voz con que acostumbraba a hablar en otras ocasiones—, pongo por testigo a Dios Padre, al Hijo, al Espíritu Santo y a la Virgen, mi única esperanza, que jamás he sido mago ni cometido sacrilegio alguno, ni conozco más magia que la de la sagrada escritura, que siempre he predicado, no teniendo otra creencia que la de nuestra Iglesia católica, apostólica y romana; renuncio al demonio y a todas sus pompas; reconozco a mi Salvador, rogando que la sangre que derramó en la Cruz me sea meritoria; y a vosotros, señores, os ruego que dulcifiquéis el dolor de mi suplicio, libertando mi alma de la desesperación.
A estas palabras, creyendo Laubardemont que con amenazas de tormento sacaría algo del acusado, mandó salir a las mujeres y curiosos que estaban allí, quedándose solo con maese Houmain, teniente criminal de Orleans, y los franciscanos. En tono severo le dijo que el único medio de moderar su sentencia era declarar sus cómplices y firmar la declaración: a lo que respondió Grandier que no habiendo cometido ningún crimen, no podía tener cómplices. Entonces mandó el consejero que llevasen al paciente al cuarto del tormento, contiguo a la sala de audiencias, cuya orden se ejecutó al momento.
El doloroso tormento de los borceguíes era el que se usaba en Loudun. Para aplicarlo se colocaban las piernas del paciente entre cuatro planchas atadas con cuerdas, y se introducían cuñas entre las dos del medio a golpes de mazo. Cuatro cuñas constituían el tormento ordinario y ocho el extraordinario, pero este último no se aplicaba más que a los condenados a muerte, pues era casi imposible sobrevivir a él, saliendo por lo común de las manos del verdugo con los huesos de las piernas triturados. A pesar de que nunca se hacía, Laubardemont añadió por su autoridad privada dos cuñas al tormento extraordinario. De manera que en vez de ocho fueron diez.
Además, el comisario real y los recoletos se constituyeron en verdugos.
Laubardemont hizo colocar a Grandier del modo que se acostumbraba. Le ataron las piernas entre las cuatro planchas, y, concluido esto, ordenó al ejecutor y sus criados que se retirasen. Después dijo al guardián de los instrumentos que trajera algunas cuñas, las cuales le parecieron demasiado pequeñas; pero desgraciadamente no había otras, y a pesar de las amenazas que le hizo, no pudieron procurárselas mayores. Preguntó entonces cuánto tiempo se necesitaba para hacerlas, pero como pidió dos horas, y era demasiado tiempo, fue preciso contentarse con las que encontraron.
Comenzó luego el suplicio: el padre Lactance, después de conjurados los instrumentos de tortura, cogió el mazo y metió la primera cuña. Pero ni una sola queja pudo sacar de Grandier, que estaba orando a media voz. Cogió otra y, a pesar de su constancia, el paciente no pudo menos de interrumpir sus plegarias con dos suspiros. Cada vez el padre golpeaba más fuerte, gritando: Dicas, dicas. —¡Confiesa, confiesa!…— palabras que repitió con tanta rabia durante el tormento que le quedó ese nombre, y después el pueblo le llamaba el padre Dicas.
Metida la segunda cuña, presentó Laubardemont al sentenciado un manuscrito contra el celibato de los sacerdotes, preguntándole si reconocía su letra: Grandier respondió que sí. Preguntando con qué fin lo había escrito, dijo que para devolver la tranquilidad a una pobre joven que le había amado, como lo probaban estas últimas palabras: Si tu ingenio comprende esta ciencia, tu conciencia se tranquilizará.
Preguntó entonces Laubardemont el nombre de esa joven, pero Grandier contestó que sólo Dios y él podían saberlo, y que jamás saldría de su boca.
El padre Lactance tomó la tercera cuña.
Mientras iba entrando bajo los golpes del padre, acompañados de la palabra dicas, Grandier exclamó:
—¡Dios mío! Me matáis, y yo no soy mago ni sacrílego. A la cuarta cuña, Grandier se desmayó, diciendo:
—¡Oh! ¡Padre Lactance! ¿Es eso tener caridad?
Pero el padre continuó sus horribles golpes. De modo que el mismo dolor que le había hecho perder los sentidos, le volvió en sí.
Aprovechó Laubardemont este momento para gritarle que confesase sus crímenes, pero el acusado le dijo:
—Señor, he cometido, sí, algunas faltas, pero crímenes jamás. Como hombre, he abusado de las voluptuosidades de la carne, pero me he confesado, he hecho penitencia y espero haber obtenido el perdón con mis plegarias; y aun cuando no lo hubiese logrado, creo que merced a lo que estoy sufriendo, Dios me lo concederá.
Al meterle la quinta cuña, volvió a desmayarse. Hiciéronle volver en sí tirándole agua a la cara; entonces, dirigiéndose al consejero, le dijo:
—Por piedad, hacedme morir pronto: ¡Ay de mí! Soy hombre, y si continuáis torturándome de esta manera, temo entregarme a la desesperación.
—Pues entonces, firmad, y se acabará el tormento —respondió el comisario presentándole un papel.
—¿Creéis, padre mío —repuso Urbano, volviéndose al recoleto—, creéis, en conciencia, que para librarse del tormento le sea lícito a un hombre confesar un crimen que no ha cometido?
—No —contestó el religioso—; porque si muere después de una mentira, muere en pecado mortal.
—Pues continuad —dijo Grandier—; después de que mi cuerpo ha sufrido tanto, quiero salvar el alma —dijo, y se desmayó.
El padre Lactance le metía la sexta cuña.
Al volver en sí, Laubardemont le instó de nuevo para que confesase haber conocido carnalmente a Isabel Blanchard, tal y como ella le había acusado. Pero declaró que no solamente ninguna relación había tenido con ella, sino que el día de su careo la vio por primera vez.
A la séptima cuña rompiéronse las piernas del infeliz y la sangre salpicó la cara del padre Lactance, que se enjugó con la manga de su vestido. Entonces Grandier exclamó:
—¡Señor! ¡Dios mío! Tened compasión de mí, me muero.
Y se desmayó por tercera vez. Aprovechó el padre este momento para descansar y sentarse.
Al volver en sí, empezó una plegaria tan patética y hermosa que el teniente del preboste la escribió, lo cual advirtió Laubardemont y le prohibió que le enseñara a nadie.
Al aplicarle la octava cuña, la médula de los huesos brotaba por las heridas. Era ya imposible aplicar más, pues las piernas estaban tan aplanadas como las planchas que las oprimían, y además las fuerzas del padre estaban ya agotadas.
Desataron al infeliz Urbano y le tendieron en el suelo. Brillaban sus ojos de fiebre y de dolor; improvisó una oración, una verdadera plegaria de mártir, llena de entusiasmo y de fe; pero al acabarla le faltaron las fuerzas y se desmayó. El teniente del preboste le dio un poco de vino y volvió en sí. Entonces hizo un acto de contrición, renunciando a Satanás, a sus pompas y a sus obras, entregando su alma a Dios.
Entraron cuatro hombres y le desataron las piernas. Pero al momento de quitar las planchas, cayeron todas quebradas, pues no se sostenían sino con los nervios. Lleváronle luego al cuarto del consejo y lo pusieron sobre paja enfrente del fuego.
En el rincón de la chimenea había un agustino, que Urbano pidió por confesor. Pero Laubardemont se lo negó, presentándole de nuevo el papel para firmar. Grandier le contestó:
—Si las torturas no han bastado para hacérmelo firmar, menos firmaré ahora que sólo me queda la muerte.
—En efecto —replicó el consejero—, pero tu muerte será rápida o lenta, dulce o cruel, según queramos. Vamos, firma este papel.
Apartólo Grandier dulcemente con la mano, haciendo con la cabeza una señal de negación. Laubardemont se retiró furioso y dio orden de hacer entrar al padre Tranquille y al padre Claudio, confesores que había escogido para Urbano. Se acercaron para cumplir su misión, pero al verles este y reconociendo a dos de sus verdugos, respondió que hacía cuatro días que se había confesado con el padre Grillau, y que en tan poco tiempo no creía haber cometido ningún pecado que pudiese comprometer la salud de su alma. En vano los padres le trataron de hereje e impío, pues nada pudo determinarle a confesarse con ellos.
Serían las cuatro cuando vinieron los criados del verdugo a buscarle y, colocándole en unas angarillas, se lo llevaron de esta manera. Al salir, se encontró con el teniente criminal de Orleans, que trató de hacerle confesar sus crímenes, pero él respondió:
—Señor, todos los he confesado, nada me remuerde la conciencia.
—¿Queréis —dijo el juez— que haga rogar a Dios por vos?
—Me haréis mucho favor —repuso Grandier.
Entonces le pusieron una antorcha en la mano, que besó al bajar del palacio, mirando a todo el mundo con aire modesto y firme, y pidiendo a los conocidos que rogasen a Dios por él.
Leyéronle la sentencia en el umbral de la puerta, y le colocaron en un carro, que le condujo ante la iglesia de San Pedro del Mercado. Al llegar allí, mandó Laubardemont que le hiciesen bajar, y echáronle fuera del carro. Pero como sus piernas estaban rotas, cayó primero de rodillas y luego boca abajo. Permaneció en esta postura, esperando con paciencia a que le levantasen. Le llevaron al atrio, en donde le volvieron a leer la sentencia, y cuando el escribano iba a concluir, su confesor Grillau, a quien no dejaban acercarse desde hacía cuatro días, atravesó la multitud, y arrojándose en sus brazos, le abrazó llorando, sin poder articular una palabra. Pero recobrando sus fuerzas, le dijo:
—Señor, acordaos de que Jesucristo subió al cielo por medio de los tormentos y la Cruz, no os perdáis. Os traigo la bendición de vuestra madre, la cual junto conmigo ruega a Dios que tenga misericordia de vos y os reciba en el paraíso.
Estas palabras dieron nueva fuerza al acusado, levantó su cabeza, abatida por el dolor, y con los ojos fijos en el cielo, rogó un momento. Y volviéndose después al digno sacerdote le dijo:
—Servid de hijo a mi madre, rogad a Dios por mí, y encomendad mi alma a las oraciones de los buenos religiosos. Tengo el consuelo de morir inocente, y confío en la misericordia de Dios, que espero que me recibirá en el paraíso.
—¿Nada más tenéis que mandarme? —continuó el padre.
—¡Ay de mí! —repuso Grandier—, estoy sentenciado a una muerte muy cruel; os ruego, padre mío, que preguntéis al verdugo si habría algún medio para dulcificarla.
—Voy al móntenlo —dijo el audre.
Y dándole la absolución, in articulo mortis, bajó del atrio, y mientras Grandier hacía pública retractación, preguntó al verdugo si poniéndole una camisa azufrada se podría evitar al paciente su terrible agonía. Respondió el verdugo que como el decreto mandaba que fuese quemado vivo, no podía emplear un medio tan visible, pero que mediante la suma de treinta escudos se obligaba a ahogarle en el instante de poner fuego a la hoguera. El padre le dio esta cantidad, y el verdugo preparó su cuerda. Aguardó el franciscano a que pasase el acusado, y abrazándole por última vez, le dijo al oído su pacto con el ejecutor. Volvióse Grandier a este último, y con una voz llena de gratitud le dijo:
—Gracias, hermano.
En aquel instante, echado el padre Grillau por los archeros, la comitiva continuó su marcha para repetir la ceremonia delante de la iglesia de las Ursulinas, y desde allí a la plaza de Santa Cruz. Por el camino reconoció Urbano a Moussant y su mujer, y dirigiéndose a ellos les dijo:
—Muero servidor vuestro, y pido vuestro perdón si alguna palabra ofensiva se me ha escapado contra vosotros.
Llegado al lugar de la ejecución, el teniente del preboste se acercó para pedirle perdón.
—En nada me habéis ofendido —le respondió—, vos no habéis cumplido más que vuestro deber.
Entonces el verdugo se acercó a Grandier y llamó a sus criados, que llevaron al condenado sobre la hoguera. Como no podía sostenerse con las piernas, se tenía con el pilar por medio de un cerco de hierro que le sujetaba en mitad del cuerpo. En aquel momento una bandada de palomas pareció bajar del cielo, y sin asustarse del inmenso gentío, que, a pesar de los golpes de alabardas que daban los archeros, no dejaba paso para los magistrados, empezó a revolotear en derredor de la hoguera, al tiempo que una blanca como la nieve y sin una sola mancha, se detuvo en el extremo de la columna en que estaba atado Grandier. Los partidarios de la posesión gritaron que era una legión de diablos que venían a buscarle, pero la mayor parte de ellos aseguraban que los demonios no acostumbraban a tomar semejante forma, sosteniendo que esas palomas venían, a falta de hombres, a dar testimonio de la inocencia del acusado. Para combatir esta opinión, un fraile sostuvo al día siguiente haber visto un zángano que volaba alrededor de la cabeza de Urbano, y como, decía, Beelzebub quiere decir en hebreo dios de las moscas, es evidente que era el mismo demonio que bajo la forma de un súbdito suyo venía a buscar el alma del hechicero. Cuando Grandier estuvo atado y el verdugo le hubo pasado la cuerda al cuello que debía servir para ahogarle, los padres conjuraron la tierra, el aire y los leños, preguntando luego al paciente si quería confesar públicamente sus crímenes, pero Urbano contestó que nada tenía que decir, esperando, gracias al martirio que sufría, reunirse con Dios aquel mismo día.
Le leyó entonces el escribano su sentencia por cuarta vez, y le preguntó si se atenía a lo dicho en el tormento.
—Sin ninguna duda —replicó Urbano—, pues cuanto he dicho es la pura verdad.
Retiróse el escribano, diciendo que si tenía algo que decir al pueblo, podía hablar.
Pero no era esto lo que deseaban los exorcistas, pues conocían la elocuencia y valor de Grandier, y una constante y firme negativa en la hora de la muerte podía perjudicar sus intereses. Así pues, al momento de abrir la boca, le arrojaron tanta agua bendita a la cara que perdió la respiración. Pero, reponiéndose al cabo de un instante y dispuesto a hablar, un fraile le dio un beso en la boca para ahogar sus palabras. Grandier comprendió la intención y dijo en alta voz para que los que rodeaban la hoguera pudiesen oírle:
—He aquí el beso de Judas.
A estas palabras, subió a su cumbre la rabia de los frailes, de modo que uno de ellos le dio tres golpes en la cara con un crucifijo, en ademán de hacérselo besar, de lo cual se apercibieron las gentes con la sangre que brotaba de su nariz y labios. El infeliz no tuvo más recurso que gritar al pueblo, pidiéndole una Salve Regina y un Ave María, que muchos entonaron al momento, mientras él, con las manos juntas y los ojos al cielo, se encomendaba a Dios y a la Virgen. Los exorcistas volvieron a la carga y le preguntaron si quería confesarse…
—Todo lo he dicho, padres, todo —exclamó—, confío en Dios y en su misericordia.
El furor de los exorcistas llegó a su colmo al oír esta negativa, y cogiendo el padre Lactance un manojo de paja, la impregnó de resina que había cerca la hoguera, encendiéndola:
—Desgraciado —dijo, dirigiéndose a Grandier y quemándole el rostro—, ¿no quieres confesarte, declarar tus crímenes y renunciar al diablo?
—No pertenezco al diablo —respondió Grandier apañando la paja con las manos—; he renunciado a él y a sus pompas, y sólo ruego a Dios que tenga misericordia de mí.
Entonces, sin esperar orden del teniente del preboste, el padre Lactance echó la resina en un ángulo de la hoguera y prendió fuego. Al verlo Grandier, llamó al verdugo en su socorro. Corrió este para ahogarle, pero como no podía verificarlo y el fuego iba ganando terreno, exclamó Urbano:
—¡Ah hermano, era esto lo que me habíais prometido!
—No tengo yo la culpa —respondió el verdugo—, los padres han hecho nudos en la cuerda y no quiere correr.
—¡Oh padre Lactance, padre Lactance! —exclamó Grandier—. ¿Qué se ha hecho de la caridad?
Como el fuego avanzaba y el verdugo estaba atrapado casi por las llamas y acababa de saltar de la hoguera, tendió la mano entre las llamas y dijo:
—Escucha, hay un Dios en el cielo que nos debe juzgar a los dos. Padre Lactance, dentro de treinta días te cito en su presencia.
Entonces se le vio en medio del humo y de las llamas tratando de ahogarse él mismo. Pero en seguida, viendo que era imposible, o tal vez pensando que no le era lícito matarse, juntó las manos y dijo en alta voz:
—Deus meus, ad te vigilo, miserere mei.
Pero un capuchino, temiendo que tuviese tiempo para decir más cosas, se acercó a la hoguera por el lado en que no estaba aún encendida y le arrojó toda el agua bendita que quedaba. Levantóse un humo que le ocultó a las miradas de los espectadores, y cuando se disipó, el fuego se había ya apoderado de sus vestidos. Entonces se le oyó rogar en alta voz, en medio de las llamas, y finalmente nombró tres veces a Jesús, y cada vez se le apagaba más la voz. Después de la última, dio un gemido, y dejó caer la cabeza sobre el pecho.
En aquel momento echaron a volar las palomas que rodeaban la hoguera y desaparecieron por las nubes.
Urbano Grandier ya no existía.
* * *
Esta vez el crimen no estaba de la parte del acusado, sino de los jueces y verdugos; por esto suponemos que el lector estará ansioso de saber lo que les sucedió.
El padre Lactance murió el 18 de septiembre, un mes justo después de Grandier, en medio de terribles dolores, atribuyéndolo los frailes a una venganza de Satanás, al tiempo que acordándose otros de la cita de Grandier, atribuyeron esta muerte a la justicia de Dios. Precediéronla extrañas circunstancias, contribuyendo a dar pábulo a estas voces. Citaremos una que certifica el autor de la Historia de los diablos de Loudun.
Algunos días después del suplicio de Grandier, atacado el padre Lactance por la enfermedad que debía conducirle a la tumba, y suponiendo que la movía una causa sobrenatural, resolvió hacer una peregrinación a Nuestra Señora de Saumur, que pasaba por milagrosa, y en la cual todo el país tenía mucha fe. Para hacer este viaje tomó un asiento en el coche del señor Canaye, que junto con varios compañeros, personas todas de buen humor, iba a divertirse a su hacienda de Gran-Fonds, y que, contando con divertirse a expensas del miedo del padre Lactance, a quien según decían, las últimas palabras de Grandier habían trastornado, le ofreció este lugar. En efecto, estaban burlándose del digno fraile cuando de repente, en medio de un camino magnífico y sin ninguna causa aparente, el coche volcó sin sufrir ninguna avería, y sin que nadie se lastimase. Este extraño suceso sorprendió a los convidados y detuvo los sarcasmos de los más atrevidos. El padre Lactance estaba triste y confuso, y por la noche no pudo comer nada durante la cena, repitiendo continuamente:
—Hice mal en negar a Grandier el confesor que me pedía: Dios me castiga, Dios me castiga.
Al día siguiente prosiguieron el viaje, y preocupados todos por el estado deplorable del padre, no tenían humor para reír ni bromear, cuando de repente, en las afueras de Femet, en medio de un excelente camino, sin encontrar ningún obstáculo, el coche volvió a volcar, como la primera vez, sin causar daño a nadie. Pero, como se veía claramente que la mano de Dios pesaba sobre alguno de los viajeros, y que según sospecha era este el padre Lactance, cada uno se marchó por su lado, arrepintiéndose de los dos o tres días que habían pasado en tan mala compañía.
Continuó el fraile su camino hacia Nuestra Señora, que, a pesar de sus milagros, no pudo lograr que Dios revocase la sentencia del mártir, y el 18 de septiembre, a las seis y cuarto de la tarde, un mes justo después del suplicio de Grandier, expiró el padre Lactance en medio de la más atroz agonía.
En cuanto al padre Tranquille, acabó sus días cuatro años después. Fue tan extraña su enfermedad que los médicos no pudieron comprenderla, y temiendo sus hermanos de la orden de San Francisco que sus gritos y blasfemias, que se oían desde la calle, produjeran mal electo para su memoria, sobre todo en aquellos que vieron a Urbano morir rogando, hicieron correr la voz de que los diablos expulsados del cuerpo de las religiosas habían entrado en el suyo. Así, expiró a la edad de cuarenta y tres años, gritando:
—¡Cuánto sufro, Dios mío! ¡Oh! ¡Padezco mucho! Todos los diablos y condenados juntos no sufren tanto como yo.
«En verdad, dice el panegirista de este religioso, que hace redundar en bien de la religión los detalles de tan horrible muerte, la lucha que debían tener con un alma tan generosa era un infierno muy cruel para los demonios».
Este epitafio, que grabaron en su tumba, fue, para unos testimonio de su santidad, y para otros de su castigo, según eran o no partidarios de la posesión:
«Aquí descansa el humilde padre Tranquille, de Saint Temi, predicador capuchino: los demonios, que no pudieron sufrir su valor de exorcista, le hicieron morir víctima de sus tormentos el último día de mayo de 1638».
Pero la muerte que convenció a todo el mundo fue la del cirujano Mannouri, que, según hemos manifestado, torturó a Grandier. Volviendo una noche, a las diez, de hacer algunas visitas en un extremo de la ciudad, acompañado de un cofrade suyo, y precedido por su mancebo, que llevaba una linterna, al llegar al centro de la ciudad, en una calle llamada el Grand Pavé, se detuvo de repente y, fijando los ojos en un objeto invisible para los demás, exclamó sobresaltado:
—Mirad a Grandier, ¡ah!
Y preguntándole: ¿Dónde está?, señalaba con el dedo el lugar en que creía verle, temblando de pies a cabeza, y diciendo:
—¿Qué quieres de mí, Grandier? ¿Qué quieres? Sí… sí, allí voy.
Desapareció en aquel momento la visión, pero el golpe ya estaba dado: conducido a su casa, veía continuamente a Grandier a los pies de la cama, y ni las luces ni el día fueron bastantes para disipar su terror. Durante ocho días sufrió esta agonía a la vista de toda la ciudad. Por fin, el noveno, pensó el moribundo que el espectro mudaba de lugar y avanzaba insensiblemente hacia él; y el infeliz gritaba sin cesar: ¡Ya se acerca, ya se acerca!, haciendo movimientos con la mano como para detenerle. Hasta que, al fin, expiró aquella noche, a la hora misma en que murió Grandier.
Sólo nos falta Laubardemont: he aquí lo que dicen relativo a él las cartas de M. Palin:
«El 9 de este mes, a las nueve de la noche, fue atacado un coche por una cuadrilla de ladrones: el ruido obligó a los vecinos a salir de sus casas, tanto, tal vez, por curiosidad como por caridad. Disparáronse algunos tiros por ambas partes, resultando un ladrón herido y otro prisionero. Los demás se escaparon. El herido murió al día siguiente por la mañana, sin decir nada ni declarar quien era; pero al final fue conocido: se ha sabido que era hijo de un tal Laubardemont, que en 1634 condenó al pobre cura de Loudun, Urbano Grandier, haciéndole quemar vivo, so pretexto de haber endemoniado a las religiosas de Loudun, a las cuales enseñaba a bailar, para hacer ver a los ignorantes que estaban hechizadas. ¿No es esto un castigo divino a la familia de aquel malhadado juez, en justa expiación de la infame y atroz muerte del cura Grandier, cuya sangre está gritando venganza?