En una hermosa tarde de otoño, a finales del año 1665, se había agolpado un gentío considerable en la parte del puente nuevo que da a la calle Delfina. El objeto que se hallaba en el centro de aquella reunión y que llamaba la atención pública era un coche enteramente cerrado, y cuya portezuela se empeñaba en abrir un celador, mientras que de los cuatro alguaciles que formaban su comitiva, dos detenían los caballos al mismo tiempo que los otros dos sujetaban al cochero, quien no había contestado de otro modo a las intimidaciones que se le habían hecho más que intentando poner los caballos al galope. Hacía rato que duraba aquella especie de lucha, cuando abriéndose de repente —y con violencia— una de las portezuelas, salta del coche un oficial joven, con uniforme de capitán de caballería, y vuelve a cerrar acto seguido la portezuela, pero no con tanta presteza como para que los que estaban más cerca no hubiesen tenido tiempo de distinguir en el fondo del coche a una mujer envuelta en un manto y cubierta con un velo, quien, por las precauciones que había tomado para ocultar su rostro, parecía tener mucho interés en no ser reconocida.
—Caballero —dijo el joven dirigiéndose al celador con tono altivo e imperioso—, como presumo que, a menos que os equivoquéis, es sólo conmigo con quien tenéis que ver, os ruego que me enseñéis la orden que sin duda tendréis para detener mi coche; y ahora que ya no estoy dentro, os requiero que deis orden a vuestras gentes para que le dejen proseguir su camino.
—Ante todo —respondió el celador, sin intimidarse por aquel tono de importancia y haciendo seña a los alguaciles de no soltar al cochero ni a los caballos—, tened la bondad de contestar a mis preguntas.
—Ya escucho —respondió el joven, esforzándose visiblemente por aparentar serenidad.
—¿Sois vos el caballero Gaudin de Saint Croix?
—El mismo.
—¿Capitán del regimiento de Tracy?
—Sí, señor.
—Entonces quedáis preso en nombre del rey.
—¿En virtud de qué orden?
—En virtud de esta orden de arresto.
Pasó el caballero una rápida ojeada sobre aquel papel que le presentaban, y reconociendo la firma del jefe de seguridad pública, ya no se ocupó sino de la mujer que había quedado dentro del carruaje. Insistió, pues, en su primera demanda:
—Está bien, caballero —dijo al celador—, pero en esta orden sólo de ni nombre se hace mención, y os lo repito, no os autoriza para exponer a la curiosidad pública, como lo hacéis, a la persona que yo acompañaba cuando me habéis detenido. Vuelvo a rogaros, pues, que deis orden a vuestros dependientes para que dejen proseguir libremente su camino al coche, y luego quedo a vuestra disposición.
Es de suponer que aquella petición pareciera muy justa al dependiente de seguridad pública, cuando inmediatamente indicó por señas a sus gentes que dejaran partir al cochero y a los caballos. Y, como si estos no aguardaran más que la señal para marchar, atravesaron la muchedumbre, que se apartó para dejar paso, llevándose precipitadamente a la señora por la cual tanto interés acababa de manifestar el detenido.
Este, como lo había prometido, no opuso la menor resistencia. Siguió a su conductor durante algunos instantes por entre el gentío —cuya atención llamaba ya él sólo—, y al llegar a una esquina del malecón del Reloj, a cierta señal del celador, se acercó un coche simón que estaba allí oculto. Subió Saint Croix en él, con la misma altivez y desdén que había manifestado durante la escena que acabamos de describir, colocóse a su lado el celador, dos dependientes subieron a la trasera y los otros dos, en virtud seguramente de una orden que antes recibieran, se retiraron, diciendo al cochero:
—¡A la Bastilla!
Permítannos ahora nuestros lectores que les hagamos entrar en mayor conocimiento del personaje que primero presentamos en la escena de esta historia.
El caballero Gaudin de Saint Croix, de origen desconocido, era, según decían unos, hijo bastardo de un gran señor; otros, por el contrario, afirmaban que era hijo de padres pobres y que, no pudiendo soportar la humildad de su nacimiento, pretería una brillante deshonra, aparentando lo que no era en realidad. Todo lo que se sabía de positivo era que nació en Montoban; y en cuanto a su estado social, que era capitán del regimiento de Tracy.
En la época en que empieza esta historia, esto es, finales del año 1665, Saint Croix contaba de unos veintiocho a treinta años. Era un joven de muy buena figura, de fisonomía atractiva y llena de expresión, compañero alegre, de broma, y valiente capitán, cuyo placer consistía en el placer de los demás. Tenía un carácter tan voluble que participaba tanto en un proyecto piadoso como en una francachela[1]; fácil en enamorarse, celoso hasta el extremo, aun de mujer de mala nota con tal que esta le hubiese caído en gracia; pródigo como un príncipe, sin que renta alguna sostuviera aquella prodigalidad; en fin, sensible a la injuria, como todos los que colocados en una posición excepcional se figuran que todo el mundo tiene intención de ofenderles aludiendo a su origen.
Veamos ahora la serie de circunstancias que habían conducido a Saint Croix hasta el punto en que lo hemos encontrado al principio.
En el año de 1660, hallándose Saint Croix en el ejército, contrajo relaciones con el marqués de Brinvilliers, coronel del regimiento de Normandía. Ambos de la misma edad, de una misma carrera, con prendas y defectos casi comunes, bien pronto un sencillo conocimiento se trocó en una sincera amistad; de manera que al dejar el ejército el marqués de Brinvilliers, no sólo presentó a Saint Croix a su esposa, sino que le hospedó en su misma casa.
Una amistad tan indiscretamente contraída no podía menos de producir los resultados de siempre. La marquesa de Brinvilliers rayaba entonces en los veintiocho años, y hacia nueve, esto es, en 1651, que se había casado con el marqués, dueño de una renta de treinta mil libras, y al que le llevó en dote doscientas mil libras, sin contar con lo que debía heredar. Llamábase María Magdalena, y tenía dos hermanos y una hermana; su padre, el caballero de Dreux d’Aubray, era lugarteniente civil del Chatelet de París.
Hallábase entonces la marquesa en el apogeo de su hermosura; aunque de estatura algo baja, era muy bien proporcionada; en su fisonomía se veían reunidas todas las gracias, y sus facciones eran tanto más regulares cuanto que ninguna sensación interior era capaz de alterarlas: hubierase dicho que eran las de una estatua que por un poder mágico recibieran momentáneamente la vida. Pero, lo que aparentemente se consideraría la imagen de la tranquilidad de un alma pura, no era más que una máscara con que encubría sus remordimientos.
Saint Croix y la marquesa simpatizaron desde el instante en que se vieron y poco tardaron en ser amantes, en cuanto al marqués, ya sea porque estuviese dotado de aquella filosofía conyugal que constituía el buen gusto de aquella época, o porque los placeres a que se entregaba sin reserva no le dejasen el tiempo suficiente para advertir lo que pasaba casi a su vista, lo cierto es que sus celos no perturbaron en lo más mínimo aquella intimidad, continuando en el despilfarro que había ya cercenado considerablemente su fortuna. Y el desarreglo de sus negocios llegó a tal extremo que la marquesa, que ya no le amaba, y que en el delirio de un amor nuevo deseaba tener más libertad, pidió y alcanzó su divorcio. Desde luego abandonó la casa conyugal, y no guardando ya ningún miramiento, no reparaba en presentarse en público y en todas partes con Saint Croix.
Autorizado por otra parte aquel trato con el ejemplo de los más elevados personajes, ninguna impresión causaba esto en el marqués de Brinvilliers, quien prosiguió arruinándose alegremente, sin cuidarse de lo que hacía su mujer. No sucedió otro tanto con Monsieur Dreux d’Aubray, quien conservaba todavía los escrúpulos de la nobleza del foro: escandalizado por los desórdenes de su hija, y temeroso de que manchasen la reputación de la familia, obtuvo una orden para arrestar a Saint Croix en cualquier parte donde le encontrase el portador. Hemos visto ya cómo se verificó el arresto de Saint Croix cuando iba en el coche de la marquesa de Brinvilliers, a quien sin duda habrán ya reconocido nuestros lectores en la mujer que con tanto cuidado se ocultaba.
Fácil es suponer, conociendo el carácter de Saint Croix, la violencia que se haría a sí mismo para no dejarse arrebatar por su cólera cuando se vio arrestado de aquel modo, en medio de la calle. Y si bien no pronunció ni una sola palabra en todo el tránsito, fácil era suponer que no tardaría en estallar la terrible borrasca que se agitaba en su interior. Sin embargo, conservó aquella impasibilidad que había mostrado hasta entonces, no sólo cuando vio abrir y cerrar las fatales puertas que, semejantes a las del infierno, obligaban muchas veces a los que engullían a que dejasen toda esperanza en el umbral, sino también al responder a las preguntas de estilo que le dirigió el gobernador. No se le alteró la voz y firmó con mano segura el libro de registro que le presentaron. En seguida, después de haber tomado las órdenes del gobernador, lo llamó un carcelero, el cual, después de dar varios rodeos por aquellos fríos y húmedos corredores donde la luz penetraba algunas veces, pero donde jamás lo hacía el aire, abrió la puerta de un aposento, en donde, apenas había entrado Saint Croix, oyó que se cerraba otra vez detrás de él.
Volvióse Saint Croix al ruido de los cerrojos y vio que le había dejado el carcelero sin más luz que la de la luna, cuyos rayos, deslizándose por entre las barras de hierro de una reja situada a unos tres metros de altura, iba a dar en un catre, dejando el resto de la estancia en la más completa oscuridad. El prisionero se detuvo un momento en pie a escuchar, y cuando oyó que los pasos de su guía se perdían a lo lejos, seguro en fin de estar solo, y habiendo llegado ya a aquel grado de cólera en que es preciso que el corazón se desahogue o se rompa, se echó sobre la cama dando rugidos más propios de una fiera que de una criatura humana, maldiciendo de los hombres que le privaban de la libertad encerrándole en un calabozo: maldiciendo de Dios que lo permitía, e invocando en su auxilio un poder sobrenatural, cualquiera que fuese, para que le trajera la venganza y la libertad.
En el mismo instante entró con lentitud en el círculo de amarillenta luz que penetraba por la ventana un hombre macilento, pálido, de larga cabellera y vestido de negro, como si aquellas palabras le hubiesen sacado del seno de la tierra, y se acercó al pie de la cama en que Saint Croix estaba echado. A pesar del valor natural del preso, aquella aparición respondía tan perfectamente a sus palabras que, en aquella época en que todavía se creía en los misterios de encantos y de magia, ya no dudó un solo instante de que el enemigo del género humano, que ronda sin cesar al hombre, le había oído y acudido a su voz. Se incorporó pues, en la cama, buscando maquinalmente el puño de su espada en el sitio en que la tenía dos horas antes, erizándosele los cabellos y bañándosele el rostro en sudor frío a cada paso que aquel ser misterioso y fantástico daba hacia él. Por fin, la visión se detuvo, y el fantasma y el preso permanecieron por un instante mirándose uno a otro, hasta que el ser misterioso tomó la palabra con voz sombría.
—Joven —le dijo—, acabas de pedir al infierno el medio de vengarte de los hombres que te han proscrito y de poder luchar con Dios que te abandona; yo poseo ese medio y vengo a ofrecértelo. ¿Tienes valor para aceptarlo?
—Pero ante todo —preguntó Saint Croix—, ¿quién eres tú?
—¿Para qué necesitas saber quién soy —replicó el desconocido—, después que vengo a tu llamamiento y te traigo lo que pides?
—No importa —respondió Saint Croix, creyendo siempre que trataba con un ser sobrenatural—; siempre es bueno saber con quién se trata cuando se hacen semejantes pactos.
—Pues bien, supuesto que lo quieres —respondió el extranjero—, soy el italiano Exili.
Saint Croix se estremeció de nuevo, porque pasaba de una visión infernal a una terrible realidad. En efecto, el nombre que acababa de oír era entonces horriblemente célebre, no sólo en Francia, sino también en Italia. Exili, después de haber sido desterrado de Roma por sospechas de numerosos envenenamientos que no se habían podido probar, había pasado a París, en donde no tardó —como en su país natal— en llamar la atención de la autoridad. Pero sucedió en París como en Roma, que no pudieron probarse los delitos del discípulo de Renes y de la Trofana. Con todo, a falta de pruebas, había una convicción moral bastante fuerte para que sin vacilar se decretase su arresto. Una orden del rey fue expedida contra él, y Exili había sido arrestado y conducido a la Bastilla. Seis meses hacía que se hallaba en ella cuando Saint Croix, a su vez, fue conducido allí. Y como a la sazón se hallasen en la Bastilla muchos presos, el gobernador había dispuesto alojar al nuevo huésped en el cuarto del otro, reuniendo así a Exili con Saint Croix, bien ajeno de pensar que juntaba dos demonios. Ahora nuestros lectores ya comprenden lo demás. El carcelero había dejado a oscuras en el cuarto a Saint Croix, y, por consiguiente, no había podido este distinguir a su compañero de celda; y, desahogando entonces su cólera con imprecaciones y blasfemias, había revelado a Exili el odio de que se hallaba poseído. Aprovechó este la ocasión de hacerse con un discípulo poderoso y adicto que, al salir, o le hiciese abrir las puertas, o le vengase cuando menos, si tuviese que quedar perpetuamente encerrado.
Poco tiempo duró la antipatía que Saint Croix sintiera en el primer momento hacia su compañero de prisión; muy en breve halló aquel hábil maestro un discípulo digno de él. Saint Croix, con su extraño carácter, compuesto de bien y de mal, conjunto de defectos y de buenas cualidades, mezcla de vicios y virtudes, había llegado a aquel punto supremo de su vida en que los unos debían ceder a los otros. Si en aquel instante le hubiese inspirado un ángel, quizá le habría conducido a Dios; pero tropezó con un demonio, y este le condujo a Satanás.
No se crea que Exili era un envenenador vulgar; era un gran profesor en el arte de los venenos, como lo habían sido los Médicis y los Borgia. El homicidio era para él un arte que había sometido a reglas fijas y positivas, de suerte que había llegado a un punto tal en que no era ya el interés lo que le movía, sino un deseo irresistible de hacer experimentos. Dios se ha reservado la creación para su poder divino, y ha abandonado la destrucción al poder humano: de ahí que el hombre cree hacerse igual a Dios destruyendo. Tul era el orgullo de Exili, sombrío y pálido alquimista de la nada, que dejando a los otros el cuidado de buscar el secreto de la vida, había encontrado el de la muerte.
Saint Croix vaciló por algún tiempo, pero por fin cedió a los sarcasmos de su compañero, quien, acusando a los franceses de proceder de buena fe hasta en sus crímenes, le hizo ver cómo casi siempre se envolvían en su propia venganza y sucumbían con su enemigo, mientras que habrían podido sobrevivirle y gozarse en su exterminio. En vez de aquel aparato que muchas veces acarrea al asesino una muerte mucho más cruel que la que él causa, le enseñó la astucia florentina, con su boca risueña y su implacable veneno. Le nombró aquellos polvos y licores de los cuales unos sordamente consumen con tanta lenta languidez que el enfermo muere después de una larga dolencia; y otros obran con tal rapidez y violencia que matan como el rayo, sin dejar tiempo de arrojar un solo ¡ah!, a los que hieren. Saint Croix fue aficionándose poco a poco a este juego terrible que pone las vidas de todos entre las manos de uno solo. Empezó por tomar parte en los experimentos de Exili; luego ya era bastante hábil para practicarlos por sí mismo; y cuando al cabo de un año salió de la Bastilla, el discípulo casi había alcanzado la destreza del maestro.
Saint Croix volvió por fin a entrar en la sociedad que le había desterrado por una temporada, armado con un funesto secreto, con el cual podía devolverle todo el mal que de ella había recibido. Al poco tiempo salió también Exili, no se sabe por qué medios, y fue a encontrar a Saint Croix, quien le alquiló un cuarto en nombre de su mayordomo Martín de Brenille. Este cuarto estaba situado en la callejuela sin salida de los mercaderes de caballos de la plaza Maubert, y pertenecía a una tal señora Brunet.
Se ignora si durante la permanencia de Saint Croix en la Bastilla tuvo ocasión la marquesa de Brinvilliers de verle; pero no cabe duda de que tan pronto como el preso se vio libre, los dos amantes aparecieron más enamorados que nunca. Sin embargo, la experiencia les había enseñado lo que tenían que temer, y así resolvieron ensayar la ciencia que Saint Croix había aprendido, y Monsieur d’Aubray fue la primera víctima escogida por su propia hija. De este modo, al tiempo que se desembarazaba de un rígido censor de sus placeres, restauraba con la herencia de su padre la fortuna que su marido había casi totalmente disipado.
Pero antes de descargar tamaño golpe, era preciso asegurarse de que sería decisivo, y la marquesa creyó conveniente ensayar antes los venenos de Saint Croix con otro que no fuese su padre. Para ello, un día que su camarera Francisca Roussel entraba en su cuarto después del desayuno, le dio una tajada de jamón y dulce de grosellas para que almorzase. No recelando nada la muchacha, comió lo que su señora le había dado, y casi al mismo tiempo se sintió indispuesta «experimentando fuertes dolores en el estómago y sintiéndose como si le hubiesen pinchado el corazón con alfileres»[2]. A pesar de esto no murió, y la marquesa vio que el veneno debía adquirir mayor grado de intensidad: por consiguiente, lo devolvió a Saint Croix, quien le llevó otro al cabo de algunos días.
La ocasión de emplearlo había llegado. Monsieur d’Aubray, cansado de las fatigas de su destino, se proponía ir a pasar el tiempo de las vacaciones en su quinta de Offemont. La marquesa de Brinvilliers se ofreció a acompañarle, y Monsieur d’Aubray, creyendo rotas enteramente sus relaciones con Saint Croix, acepta con satisfacción.
Casualmente, Offemont se hallaba en un paraje retirado, como convenía para ejecutar semejante crimen. Situado en medio del bosque de l’Aign, tres o cuatro leguas distante de Compiegne, el veneno podría haber hecho progresos bastante rápidos, para que cuando llegasen los socorros fuesen ya inútiles.
Monsieur d’Aubray partió con su hija y un solo criado. La marquesa nunca había manifestado hacia su padre el sumo cuidado y las atenciones delicadas que le prodigó durante este viaje. Por su parte, Monsieur d’Aubray, semejante a Jesús, la quería más después de este arrepentimiento que si nunca hubiese pecado.
Entonces fue cuando la marquesa se armó con aquella terrible impasibilidad de que ya hemos hablado, no apartándose ni un instante de su padre, durmiendo en un cuarto contiguo al suyo, comiendo con él, y abrumándole con su esmero, sus caricias y agasajos, hasta el punto de no querer que nadie más que ella le sirviese. Era necesario, en medio de sus infames proyectos, presentar un rostro risueño, franco y abierto, en el que el ojo más suspicaz no pudiese leer más que ternura y amor o respeto. Con esta máscara presentó una noche un caldo envenenado a Monsieur d’Aubray. Este lo cogió de sus manos, y ella vio cómo se lo acercaba a la boca, siguió al veneno con los ojos hasta su pecho, y ningún gesto hizo patente en aquel rostro de bronce la terrible ansiedad que debía oprimirle el corazón. Y luego, cuando Monsieur d’Aubray hubo tomado toda la bebida, recibió sin temblar la taza en el plato que le presentaba, retirándose a su cuarto para aguardar y escuchar.
El brebaje hizo pronto su efecto: la marquesa oyó que su padre se quejaba, que pasaba de las quejas a los gemidos, y que, en fin, no pudiendo ya resistir los dolores que experimentaba, llamaba a su hija a voz en grito. La marquesa entró entonces.
Pero esta vez se veía impresa en su fisonomía la más viva inquietud, de modo que Monsieur d’Aubray se vio precisado a tranquilizarla sobre su propio estado, y no creyendo él mismo que esto fuese más que una leve indisposición, no quiso que se incomodase al médico. Por fin, le dieron unos vómitos tan terribles, seguidos de tan insoportables dolores de estómago, que cedió a las instancias de su hija y mandó llamar al médico. Llegó este a las ocho de la mañana, pero todo cuanto podía ilustrar las investigaciones de la ciencia había ya desaparecido. El doctor no vio en la relación de Monsieur d’Aubray más que los síntomas de una indigestión, le recetó como si lo fuese y se volvió a Compiegne.
En todo aquel día la marquesa no se apartó un momento del enfermo, y por la noche se hizo armar una cama en el mismo cuarto, y declaró que le velaría ella sola: así pudo observar todos los progresos del mal, y seguir con la vista la lucha que la muerte y la vida sostenían en el pecho de su padre.
El doctor volvió al día siguiente. Monsieur d’Aubray estaba peor: los vómitos habían cesado, pero los dolores de estómago eran más agudos y un insólito ardor le abrasaba las entrañas. El doctor ordenó por consiguiente un tratamiento que exigía la vuelta del enfermo a París. Pero se hallaba este tan débil que quiso hacerse conducir simplemente a Compiegne. La marquesa insistió de tal modo sobre la necesidad que había de una asistencia más completa e inteligente de la que podía recibir fuera de su casa, que Monsieur d’Aubray se decidió a volver a ella.
Hizo el camino echado en su carruaje y con la cabeza apoyada en los hombros de su hija. Ni por un momento durante el viaje desmintió la marquesa las apariencias, siempre fue la misma. Finalmente, Monsieur d’Aubray llegó a París. Todo había ido como la marquesa deseaba: se había trocado el teatro de la escena y el médico que había visto los síntomas no vería la agonía. Y, al estudiar los progresos del mal, ningún ojo podría descubrir sus causas. El hilo de la investigación estaba roto por la mitad, y las dos partes se hallaban ahora demasiado separadas para que ningún acaso pudiese volverlas a anudar.
A pesar de los más solícitos cuidados, Monsieur d’Aubray continuaba empeorando. La marquesa, fiel a su misión, no le dejó ni un instante: en fin, al cabo de cuatro días de agonía expiró en los brazos de su hija, bendiciendo a la que le había asesinado.
El dolor de la marquesa estalló entonces con sentimientos tan vivos y con tan profundos sollozos, que el de sus hermanos pareció frío en comparación con el suyo. Por lo demás, como nadie sospechaba el crimen, no se procedió a la autopsia, y la tumba se cerró sin que la menor sospecha recayera sobre ella.
No obstante, la marquesa no había llegado más que a la mitad de su propósito: es verdad que había conseguido un grado mayor de libertad en sus amores, pero el legado de su padre no le había sido tan ventajoso como esperaba, pues la mayor parle de los bienes y el empleo habían recaído en su hermano primogénito, y en su segundo hermano, que era consejero del parlamento. Así, la posición de la marquesa mejoró sólo medianamente en cuanto a su fortuna.
Por lo que toca a Saint Croix, se daba una vida holgada y alegre, aunque a nadie constase su fortuna. Tenía un mayordomo llamado Martín, tres lacayos llamados Jorge, Lapierre y Lachaussee, y además de su carroza y tren, tenía mozos para llevar su silla de mano en sus excursiones nocturnas. Por lo demás, como era joven y buen mozo, nadie se preocupaba de inquirir de dónde le venía aquel lujo. Por una costumbre de aquella época, nunca faltaba nada a los caballeros bien parecidos, y se decía entonces de Saint Croix que había encontrado la piedra filosofal.
Entre las muchísimas relaciones que tenía, había trabado amistad con varios personajes, notorios ya por su nobleza, ya por su fortuna. Entre estos últimos se contaba a un tal Reich de Penautier, recaudador general del clero y tesorero de los estados del Languedoc. Este, como millonario, era de aquellos hombres que todo lo consiguen, y que con su dinero parece que dictan leyes a las cosas que sólo las reciben de Dios.
En efecto, Reich de Penautier se había asociado en intereses y negocios con un tal Alibert, su primer dependiente, quien murió de repente de una apoplejía. Penautier tiene noticia de esta apoplejía mucho antes que su familia; los papeles que establecen la sociedad desaparecen sin saber cómo y la esposa e hijo de Alibert quedan arruinados.
El señor de la Magdalena, cuñado de Alibert, concibe algunas sospechas, aunque vagas, sobre aquella muerte, y quiere cerciorarse de la verdad. Por consiguiente, empieza a hacer investigaciones; pero al poco muere súbitamente.
Sólo en un punto parecía que la fortuna había abandonado a su favorito. Penautier tenía grandes deseos de suceder al señor de Mennevillette, recaudador del clero. Este empleo valía unas sesenta mil libras, y sabiendo que Monsieur de Mennevillette quería desprenderse de él en favor de su primer dependiente, Pedro Hannyvel, señor de Saint-Laurent, Penautier había dado todos los pasos necesarios para comprarlo, en menoscabo de este último. Pero el señor de Saint-Laurent, apoyado perfectamente por las jerarquías del clero, había obtenido gratis la futura titularidad, cosa que nunca se había hecho. Penautier le había ofrecido entonces cuarenta mil escudos para que le dejase entrar por mitad en aquel empleo, pero Saint-Laurent se excusó. Sus relaciones, sin embargo, no se habían interrumpido y continuaban visitándose. Por lo demás, Penautier pasaba por ser un hombre tan afortunado que no se dudaba que un día u otro conseguiría por un medio cualquiera aquel empleo que tanto había deseado.
Los que ninguna fe tenían en los misterios de la alquimia decían que Saint Croix hacía negocios con Penautier.
Durante este tiempo había concluido el luto de la marquesa, y sus relaciones con Saint Croix habían vuelto a adquirir su antigua publicidad. Los señores d’Aubray hicieron advertir esto a la señora de Brinvilliers por una hermana menor que tenía en un convento de las carmelitas, y la marquesa supo que Monsieur d’Aubray había encargado al morir a sus hermanos que vigilasen su conducta.
De este modo el primer crimen de la marquesa venía a ser casi inútil, y en vano había querido desembarazarse de las reconvenciones de su padre y heredar su fortuna, pues esta fortuna había llegado a ella tan disminuida con la parte que tocara a sus hermanos mayores que apenas bastó para pagar sus deudas, y las reconvenciones se reproducían en boca de sus hermanos, uno de los cuales podía, por su calidad de lugarteniente civil, separarla de su amante por segunda vez.
Era preciso solucionar estos casos. Lachaussee dejó el servicio de Saint Croix, y tres meses después entró, por mediación de la marquesa, al servicio del consejero del parlamento, quien vivía con su hermano, el lugarteniente civil.
Esta vez no podía emplearse un veneno tan activo como el que había servido para Monsieur d’Aubray, porque estas muertes tan prontamente repetidas en una misma familia habrían podido infundir sospechas. Se empezaron de nuevos los experimentos, no ya en animales, porque las diferencias anatómicas que existen entre las diversas especies pudieran frustrar los efectos de la ciencia, sino que, como la primera vez, se ensayó en individuos humanos in anima vili.
La marquesa gozaba la fama de ser una mujer religiosa y bienhechora. Pocas veces acudía a ella la miseria sin ser socorrida; más todavía: se asociaba a las santas jóvenes que se dedicaban al servicio de los enfermos, y recorría de vez en cuando los hospitales a donde enviaba vino y medicamentos. No causó por lo tanto ninguna extrañeza el verla, como de costumbre, presentarse en el Hotel-Dieu. Esta vez trajo bizcochos y dulces para los convalecientes, dádivas que como siempre fueron recibidas con agradecimiento. Al cabo de un mes volvió al hospital y preguntó por algunos enfermos, por cuya salud manifestaba tener el mayor interés. Desde su visita habían tenido una recaída, y la enfermedad, cambiando de carácter, había adquirido mayor gravedad. Era una languidez mortal, que les llevaba a la muerte, deteriorándolos de una manera extraña. Ella interrogó a los médicos, que nada pudieron decirle: esta enfermedad les era desconocida y dejaba burlados todos los recursos del arte.
Quince días después volvió allí. Algunos de los enfermos habían muerto, otros estaban vivos todavía, pero en una agonía desesperada: eran unos esqueletos animados que no tenían otra existencia que la voz, la vista y el aliento.
Pasados dos meses todos habían muerto, y la medicina había quedado tan a ciegas en la autopsia del cadáver como lo había estado en el tratamiento del moribundo.
El éxito de estos ensayos inspiraba confianza, así que Lachaussee recibió orden de llevar a efecto las instrucciones que tenía.
Un día en que el lugarteniente civil había llamado con la campanilla, Lachaussee, quien, como ya se ha dicho, estaba al servicio del consejero, entró para ver lo que se ofrecía, y le halló trabajando con su secretario, llamado Cousté. Monsieur d’Aubray quería un vaso de agua con vino, y un momento después volvió a entrar Lachaussee con el vaso que le habían pedido.
El lugarteniente civil llevó el vaso a sus labios, mas, al primer sorbo, lo rechazó exclamando:
—¿Qué me has dado, miserable? Creo que quieres envenenarme. Y luego, alargando el vaso a su secretario, le dijo:
—Mirad esto, Cousté, ¿qué hay aquí dentro?
El secretario tomó algunas golas de licor con una cuchara de café, y acercándosela a su boca y nariz, observó que tenía el olor y amargor del vitriolo. Entonces Lachaussee se dirigió al secretario, diciendo que ya se figuraba qué había ocurrido: que un ayuda de cámara del consejero había tomado medicina aquella mañana, y que distraídamente sin duda habría empleado el vaso de que se sirviera su compañero. Y, tomando el vaso de las manos del secretario, lo acercó a sus labios y, fingiendo probarlo a su vez, dijo: «En efecto, no es otra cosa, harto lo reconozco», y arrojó el licor a la chimenea.
Como la cantidad de brebaje que el lugarteniente había sorbido no era suficiente para que pudiera causarle la menor indisposición, no tardó en olvidar este suceso, y se borró enteramente la sospecha que por instinto había asomado en su imaginación. En cuanto a Saint Croix y la marquesa, vieron que el golpe había fallado, y con riesgo de envolver en su venganza a muchas personas, resolvieron emplear otro medio.
Tres meses transcurrieron sin que se presentase ninguna otra ocasión favorable, pero al fin, en los primeros días del mes de abril de 1670, el lugarteniente civil se llevó a su hermano el consejero a su posesión de Villequoij, en Beauce, para pasar las fiestas de Pascua, y Lachaussee siguió a su amo después de haber recibido nuevas instrucciones en el momento de su partida.
Al día siguiente de haberse instalado en el campo, se sirvió en la comida una empanada de pichones: siete personas que comieron de ella se sintieron indispuestas después de comer, y otras tres que no la habían probado no experimentaron ninguna desazón.
Los que más habían sufrido por la acción de la sustancia venenosa fueron el lugarteniente civil, el consejero y el capitán de la ronda. El lugarteniente civil, sea que hubiese comido mayor cantidad, sea que el ensayo que ya había hecho del veneno le hubiese predispuesto a recibir su impresión, fue el primero que se vio atacado por terribles vómitos. Dos horas después, sintió el consejero los mismos síntomas, y el caballero de la ronda y las demás personas padecieron durante algunos días unos dolores de estómago espantosos. Pero su estado no presentó por de pronto el mismo carácter de gravedad que el de ambos hermanos.
Esta vez los socorros de la medicina fueron, como siempre, impotentes. El día 12 de abril, es decir, cinco días después del envenenamiento, el lugarteniente y el consejero volvieron a París tan mudados que se hubiera dicho que acababan de salir de una larga y cruel enfermedad. La señora de Brinvilliers se hallaba entonces en el campo, y allí permaneció todo el tiempo que duró la indisposición de sus hermanos. Los médicos, desde la primera consulta que hicieron al lugarteniente civil, no dieron ya ninguna esperanza. Los síntomas eran los mismos que los de la enfermedad que había hecho sucumbir a Monsieur d’Aubray padre. Se creyó que esta enfermedad desconocida era hereditaria, y el enfermo quedó desahuciado.
En efecto, su estado iba siempre de mal en peor: sentía una insuperable aversión a toda especie de comida, y sus vómitos eran continuos. En los tres últimos días de su vida se quejaba de que en el pecho sentía como un horno ardiendo; y, en efecto, parecía que la llama interior que le devoraba le salía por los ojos, única parte de su cuerpo que todavía daba señales de vida cuando lo restante era ya cadáver. En fin, el 17 de junio de 1670, expiró después de setenta y dos días desde que tomase el veneno.
Las sospechas empezaron ya a despuntar: el lugarteniente fue abierto y se hizo un proceso verbal de la autopsia. Monsieur Bachot, médico de cabecera de ambos hermanos, ejecutó la operación en presencia de los señores Dupré y Durant, cirujanos, y de Gavart, boticario, quienes encontraron el estómago y el duodeno negros y casi hechos pedazos, y el hígado gangrenado y quemado. Reconocieron que estos síntomas manifestaban la acción de un veneno. Pero, como la presencia de ciertos humores da lugar algunas veces a los mismos fenómenos, no se atrevieron a aseverar que la muerte del lugarteniente no fuese natural, y le enterraron sin que se hiciese ninguna investigación ulterior.
El señor Bachot había reclamado que se hiciese la autopsia del cadáver, con tanto más motivo cuanto que era el médico del hermano consejero, quien, al parecer, era víctima de la misma enfermedad, y el doctor esperaba sacar armas de la misma muerte para defender la vida. Estaba el consejero con una ardiente calentura, y sufría agitaciones de espíritu y de cuerpo, cuya virulencia era extremada y continua: no encontraba ninguna posición en la que pudiese permanecer cinco minutos. La cama era para él un suplicio; y, sin embargo, en el momento que la abandonaba, volvía a pedirla para cambiar al menos de dolores. En fin, al cabo de tres meses expiró. Tenía el estómago, el duodeno y el hígado en el mismo estado de descomposición que habían presentado los de su hermano, y además el cuerpo estaba quemado exteriormente, «lo cual era —dijeron los médicos— una señal inequívoca del veneno; aunque —añadieron— una cacoquimia podía producir los mismos efectos». En cuanto a Lachaussee, tan lejos estuvo de que nadie sospechase de él que el consejero, agradecido por el esmero con que le había cuidado en su última enfermedad, le dejó en su testamento un legado de cien escudos. Por otro lado, Saint Croix y la marquesa le dieron mil francos.
Tanta destrucción en una misma casa no sólo afligía el corazón, sino que sobresaltaba el espíritu. Porque, como la muerte borra indistintamente los seres del libro de la vida, era muy de extrañar su perseverancia en destruir a los miembros de una misma familia. Con todo, las miradas se perdieron, las investigaciones se extraviaron y nadie dio con los verdaderos delincuentes. La marquesa se vistió de luto por sus hermanos, Saint Croix continuó derrochando y todo fue como de costumbre.
Mientras esto pasaba, Saint Croix había trabado conocimiento y entrado en relaciones con el señor de Saint-Laurent, aquel cuyo empleo había solicitado Penautier sin poderlo obtener. Aunque en este intervalo Penautier había heredado al señor Lesecg, su suegro, que había muerto cuando menos se esperaba, dejándole el segundo empleo de la bolsa del Languedoc y unos bienes inmensos, no había por esto cesado de aspirar a la plaza de recaudador del clero. La casualidad le favoreció también en esta circunstancia: el señor de Saint-Laurent, después de algunos días de haber tomado a su servicio un nuevo criado que le mandó Saint Croix, llamado Jorge, se puso malo, y su enfermedad presentó muy pronto el mismo carácter de gravedad que se había notado en la de los señores d’Aubray padre e hijos: con la diferencia de que fue más aguda, porque no duró más que veinticuatro horas. El señor de Saint-Laurent murió como ellos, sufriendo los más crueles dolores. Aquel mismo día fue a verle un oficial de la corte, a quien refirieron todas las circunstancias de la muerte de su amigo, y, oída la relación de los síntomas y de los accidentes, dijo en presencia de los criados al notario Sainfray que era preciso abrir el cadáver. Una hora después había desaparecido Jorge, sin decir nada a nadie ni pedir su salario. Las sospechas se agravaron, pero tampoco esta vez pudieron comprobarse. La autopsia presentó unos fenómenos generales y que no eran precisamente peculiares al veneno: sólo los intestinos, a los cuales la mortal bebida no había tenido tiempo de quemar, como había sucedido con los señores d’Aubray, estaban salpicados de puntos rojizos, semejantes a picaduras de pulga.
En junio de 1669 consiguió Penautier el empleo del señor de Saint-Laurent.
La viuda, empero, había concebido algunas sospechas que se convirtieron casi en convicción con la huida de Jorge. Cierta casualidad vino a aumentar su perplejidad. Un abate, que había sido amigo del difunto y que estaba enterado de la desaparición de Jorge, encontró a este algunos días después en la calle de los Masones, cerca de la Sorbona. Iban ambos por una misma acera, y un carro de heno que pasaba por la calle les impide de improviso el paso. Jorge levanta la cabeza, divisa al abate, le reconoce como a un amigo de su antiguo amo, se desliza por debajo del carro, pasa al otro lado y, con riesgo de ser aplastado, se salva de la vista de un hombre cuyo solo aspecto le recuerda su crimen y le hace temer el castigo.
La señora de Saint-Laurent puso una demanda contra Jorge, pero por más diligencias que se practicaron no pudo darse con tal individuo.
El rumor de tantas muertes extrañas y repentinas se difundía entretanto por París, que empezaba ya a alarmarse. Saint Croix, siempre elegante y festivo, oyó estos rumores en los salones que frecuentaba y se sobresaltó. Es verdad que ninguna sospecha recaía sobre él; sin embargo, era prudente tomar precauciones: se propuso, pues, elevarse a una posición que le pusiese fuera del alcance de este temor. En palacio iba a quedar vacante un empleo, y para obtenerlo debían gastarse cien mil escudos. Saint Croix no tenía, como hemos dicho, ningún recurso aparente, y, con todo, no tardó en murmurarse que iba a comprar aquel destino.
Para tratar de este negocio con Penautier, se dirigió a Belleguise, quien no dejó de encontrar alguna dificultad de parte de Penautier. La suma era exorbitante, y Penautier, que para nada necesitaba ya a Saint Croix, pues había adquirido cuantas herencias ambicionara, trató de hacerle renunciar a su proyecto.
He aquí lo que entonces escribió Saint Croix a Belleguise: «¿Es posible, querido amigo, que me vea precisado a dirigiros nuevas amonestaciones para un negocio tan seguro, tan importante y tan grande como sabéis que es el que traigo entre manos, y que puede darnos a ambos el sosiego para toda la vida? En cuanto a mí, yo creo que el diablo lo enreda, o que vos no queréis poneros a la razón. Os pido, pues, amigo mío, que seáis razonable; dad mil vueltas a mi proposición, tomadla por el peor sesgo y siempre encontraréis que, del modo en que para vuestra seguridad trato de establecer las cosas, me quedáis todavía deudor, ya que todos nuestros intereses se consolidan en esta coyuntura. En fin, querido amigo, ayudadme, os lo suplico; y estad seguro de una perfecta gratitud y de que jamás habréis hecho en el mundo una cosa que tan agradable pueda seros a vos mismo y a mí. Harto lo sabéis, puesto que os hablo con más franqueza que si fuerais mi propio hermano. Si podéis, pues, venid esta tarde al paraje consabido; o bien aguardaré mañana por la mañana, o iré a buscaros según sea vuestra respuesta».
Saint Croix tenía su habitación en la calle de Bernardinos, y el paraje en que debía aguardar a Belleguise era aquel cuarto que había alquilado en casa de la viuda de Brunet, en la callejuela sin salida de la plaza Monbert.
En este cuarto y en casa del boticario Glazer era donde Saint Croix hacía sus experimentos. Pero, por una justa compensación, aquella manipulación de venenos era fatal a los mismos que los preparaban. El boticario enfermó y murió; unos vómitos terribles atacaron a Martín y le llevaron a la agonía; y el mismo Saint Croix, que se hallaba indispuesto, sin conocer la causa, no pudiendo apenas salir por su gran debilidad, se hizo traer un hornillo de casa de Glazer para continuar sus experimentos, no obstante su enfermedad. Saint Croix lo hizo así porque estaba buscando un veneno tan sutil, cuya sola emanación pudiese causar la muerte. Había oído hablar de aquella servilleta envenenada con la cual el joven Delfín, hermano mayor de Carlos VII, se había enjugado en el juego de la pelota, cuyo solo contacto le había dado la muerte. Y tradiciones casi vivas todavía, le habrían contado la historia de los guantes de Juana de Albret. Estos secretos se habían perdido y Saint Croix esperaba volverlos a encontrar.
En aquella época fue cuando sucedió uno de esos extraños acontecimientos que parecen más bien un castigo del cielo que un accidente casual. En el momento en que Saint Croix, inclinado sobre su hornillo, contemplaba cómo aquella fatal preparación llegaba al más alto grado de intensidad, la mascarilla de vidrio con que se cubría el rostro para resguardarse de las mortíferas exhalaciones que se desprendían del licor en ebullición, se le suelta de repente y Saint Croix cae herido como de un rayo.
Su mujer, viendo que había llegado la hora de cenar y que todavía no había salido del gabinete donde estaba encerrado, llamó a la puerta y nadie respondió. Y, como sabía que su marido se ocupaba en unos trabajos sombríos y misteriosos, temió que le hubiese sucedido alguna desgracia. Llamó a los criados, que derribaron la puerta, y se encontró a Saint Croix tendido al lado del hornillo, y junto a él la mascarilla de vidrio hecha pedazos.
Las circunstancias de esta muerte extraña y repentina no podían ocultarse al público: los criados habían visto el cadáver y podían hablar[3]. El comisario Picard fue requerido para que pusiese los sellos, y la viuda de Saint Croix sólo pudo esconder el hornillo y los restos de la mascarilla.
Bien pronto se esparció por todo París el rumor de este suceso. Saint Croix era muy conocido, y la noticia de que iba a comprar un empleo en la corte había extendido aún más la reputación de su nombre. Lachaussee fue uno de los primeros que tuvieron noticia de la muerte de su señor, y, habiendo sabido que habían sellado la puerta de su gabinete, se apresuró a presentar un acto de oposición concebido en estos términos: «Oposición de Lachaussee, manifestando que hace siete años se hallaba al servicio del difunto, a quien había entregado, hace dos años, para que se los guardara, cien doblones de oro y cien escudos de plata, que deben estar en un saquito de tela detrás de la ventana del gabinete, y en el cual hay un billete que justifica pertenecerle dicha cantidad, con un traspaso de una suma de trescientas libras del difunto consejero Monsieur d’Aubray, traspaso que este había hecho a favor de Laserre, y tres cartas de pago de su maestro de aprendizaje, de cien libras cada una, cuyas cantidades y papeles reclama».
Se respondió a Lachaussee que esperase el día en que se quitaran los sellos, y que si todo estaba como él decía, se le entregaría cuanto fuese suyo.
No fue sólo a Lachaussee a quien causó inquietud la muerte de Saint Croix: la marquesa, a quien eran familiares los secretos de aquel fatal gabinete, en cuanto supo lo acaecido, corrió a casa del comisario, y aunque eran las diez de la noche, dijo que tenía que hablarle sobre un asunto urgente. Pero el primer escribiente, llamado Pedro Frater, le respondió que su amo estaba en la cama. La marquesa insistió entonces, suplicándole que le despertaran, y reclamando una arquilla que le importaba muchísimo tener en su poder antes que nadie la abriese. En vista de esto, el escribiente subió al cuarto del señor Picard, pero luego volvió a bajar manifestando que lo que la marquesa pedía era imposible en aquel momento, porque el comisario dormía. Viendo la señora de Brinvilliers que sus instancias eran inútiles, se retiró diciendo que al día siguiente mandaría un hombre a buscar la arquilla. En efecto, presentóse el hombre muy de mañana, ofreciendo de parte de la marquesa cincuenta luises al comisario si accedía a entregarle la arquilla. Este contestó que la arquilla estaba embargada, que se abriría cuando se quitaran los sellos, y que si los objetos que reclamaba la marquesa eran efectivamente suyos, le serían fielmente devueltos.
Aterrada quedó la marquesa con esta respuesta. No había tiempo que perder; desde la calle Neuve-Saint-Paul, donde tenía su casa en la ciudad, se fue corriendo a su casa de campo en Picpus, y aquella misma noche salió en posta para Lieja, donde llegó dos días después, y se retiró a un convento.
El 31 de julio de 1672 se habían puesto los sellos en casa de Saint Croix, y no se quitaron hasta el 8 de agosto siguiente. Al ir a empezar el procedimiento, se presentó un procurador con plenos poderes de la marquesa e hizo insertar en el proceso verbal la declaración siguiente:
«Se ha presentado Alejandro Delamarre, procurador de la señora de Brinvilliers, quien ha declarado que si en la arquilla reclamada por su mandataria se encuentra un vale firmado por ella de la cantidad de treinta mil libras, es un documento que se le arrancó por sorpresa, y contra el cual, en caso de que su firma sea verdadera, se reserva instaurar una instancia para hacerlo declarar nulo».
Cumplida esta formalidad, se procedió a la apertura del gabinete de Saint Croix, cuya llave fue presentada al comisario Picard por un carmelita llamado fray Victorin. El comisario abrió la puerta. Las partes interesadas, los oficiales y la viuda, entraron en él, y se empezó poniendo aparte los papeles corrientes, a fin de repasarlos por orden unos después de otros. Mientras se estaban ocupando en estos pormenores, cayó un pequeño rollo de papel, en el que había escritas estas dos palabras: Mi confesión. Todos los que se hallaban presentes, que no tenían ningún motivo para pensar que Saint Croix fuese un malvado, decidieron entonces que aquel papel no debía leerse. Consultóse al efecto al sustituto del procurador general, y la confesión de Saint Croix fue quemada.
Cumplido este acto de conciencia, se procedió al inventario. Uno de los primeros objetos que se presentaron a la vista de los ministros de justicia fue la arquilla reclamada por la señora de Brinvilliers. Sus instancias habían despertado de tal suerte la curiosidad que se empezó por ella. Todos se agolparon para saber lo que contenía, y se procedió a la apertura. Dejaremos ahora que hable el proceso verbal: nada es más poderoso y terrible en semejantes casos que el propio documento oficial.
«En el gabinete de Saint Croix se ha encontrado una pequeña arquilla de treinta centímetros cuadrados, al abrir la cual se ha presentado medio pliego de papel titulado Mi testamento, que estaba escrito por una sola cara y contenía estas palabras:
»Suplico encarecidamente a aquellos o aquellas en cuyas manos caiga esta arquilla que me hagan el favor de entregarla en mano a la señora marquesa de Brinvilliers, que habita en la calle Neuve-Saint-Paul, en atención a que todo cuanto contiene incumbe y pertenece a ella sola, y que por otra parte no hay nada que pueda ser útil a nadie más, excepto a dicha señora; y, caso de que ella muriese antes que yo, suplico se queme con todo cuanto contiene sin abrirla ni tocar cosa alguna. Y, a fin de que nadie pueda alegar ignorancia, juro por el Dios que adoro y por todo lo que hay de más sagrado que cuanto aquí digo es la pura verdad. Si a pesar de esto hay quien contravenga a mis justas y razonables intenciones, lo cargo en este mundo y en el otro sobre su conciencia para descargo de la mía, protestando que esta es mi última voluntad.
»Hecho en París hoy 25 de mayo de 1672. Firmado: de Saint Croix». Y más abajo hay escritas estas palabras:
»Un solo paquete va dirigido a Monsieur Penautier, a quien deberá entregarse».
Ya se deja ver que semejante preludio no haría más que aumentar el interés de aquella escena: un murmullo de curiosidad se dejó oír. Pero, restablecido ya el silencio, continuó el inventario de este modo:
«Se ha encontrado un paquete cerrado con ocho sellos grandes de diferentes armas, y sobre el cual estaba escrito: “Papeles que deben quemarse en caso de muerte, y que no tienen ninguna relación con nadie. Ruego encarecidamente a aquellos en cuyas manos caigan estos papeles que los quemen sin abrir el paquete, y aun les hago de ello un cargo de conciencia”. En este paquete se han encontrado dos porciones de sublimado.
»ítem, otro paquete cerrado con seis sellos de diferentes armas, que tenía una inscripción semejante, y en el cual se ha encontrado más sublimado, hasta el peso de media libra.
»ítem, otro paquete cerrado con seis sellos de varias armas que tenía igual inscripción, y en el cual se han encontrado tres paquetes que contenían, el uno media onza de sublimado, el otro dos onzas y un cuarto de vitriolo romano, y el tercero vitriolo calcinado y preparado.
»En la arquilla se ha encontrado un gran frasco cuadrado, de un cuartillo de capacidad, lleno de agua clara, la cual, habiendo sido examinada por el médico Monsieur Moreau, ha dicho este que no podía determinar su calidad hasta que se hiciese el análisis.
Ȓtem, otro frasco de un medio sextario de agua clara, en cuyo fondo hay un sedimento blanquecino. Moreau ha dicho de este lo mismo que del precedente.
»Un bote de loza, que contenía dos o tres dracmas de opio preparado.
»ítem, un papel doblado que contenía dos dracmas de sublimado corrosivo en polvo.
»Más una cajita, en la cual se ha encontrado una especie de piedra llamada piedra infernal.
»Más un papel que contenía una onza de opio.
»Un pedazo de regula de antimonio del peso de tres onzas.
»Más un paquete de polvos con este sobrescrito: “Para detener el flujo de sangre en las mujeres”. Moreau ha dicho que estos polvos eran la flor y el capullo del membrillo seco.
»ítem, se ha encontrado un paquete cerrado con seis sellos, en el cual estaba escrito: “Papeles para quemar en caso de muerte”. En el cual se han encontrado treinta y cuatro cartas, que se ha dicho eran escritas por la señora de Brinvilliers.
»ítem, otro paquete cerrado con seis sellos, en el que había una inscripción como la susodicha, y que contenía veintisiete pedazos de papel, en cada uno de los cuales estaba escrito: “Varios secretos curiosos”.
»ítem, otro paquete que contenía también seis sellos, y en el que estaba escrito un sobre como los antedichos, en el cual se han encontrado setenta y cinco libras dirigidas a diferentes personas».
Además de estos objetos, se encontraron en la arquilla dos obligaciones: una de la marquesa de Brinvilliers y otra de Penautier. La primera de treinta mil francos y la segunda de diez mil; aquella correspondía a la época de la muerte de Monsieur d’Aubray, padre, y la segunda a la del señor de Saint-Laurent. La diferencia de estas cantidades hace ver que Saint Croix había establecido una tarifa, y que el parricidio era más caro que el asesinato.
Pero Saint Croix, al morir, legaba sus venenos a su querida y a su amigo: no siendo bastantes los crímenes pasados, quería ser cómplice hasta de los futuros.
Lo primero que hicieron los ministros de justicia fue someter al análisis aquellas diversas sustancias y hacer con ellas experimentos en diferentes animales. He aquí la relación de Huy Simón, farmacéutico, que fue el encargado de aquel examen y de aquellas pruebas:
«Este artificioso veneno burla todas las investigaciones, se disfraza de tal suerte que no puede reconocerse, es tan sutil que engaña el arte, y tan penetrante que frustra la sabiduría de los médicos. En este veneno los experimentos son falsos, las reglas defectuosas y ridículos los aforismos.
»Los experimentos más seguros y más comunes se hacen con los animales, o por medio de los elementos.
»En el agua, el peso del veneno ordinario lo precipita al fondo: aquella queda superior, y este obedece, desciende y va a ocupar la parte inferior.
»La prueba del fuego no es menos segura: el fuego evapora, disipa, consume todo lo que es inocente y puro, sólo deja una materia acre y picante que resiste a su acción.
»Más sensibles son todavía los efectos que el veneno produce en los animales: lleva su malignidad a todas las partes en donde se distribuye e infecta todo lo que toca; quema y tuesta todas las entrañas con un fuego extraño y violento.
»He sometido el veneno de Saint Croix a todas las pruebas, y se burla de todos los experimentos: este veneno sobrenada en el agua, queda superior, y es él quien supedita a este elemento; escapa a la acción del fuego, tras el cual no deja más que una materia dulce e inocente; en los animales se esconde con tal arte y destreza que no se le puede descubrir; todas las partes del animal quedan sanas y vivas: al mismo tiempo que difunde por sus venas un manantial de muerte, este veneno artificioso deja subsistente la imagen y las señales de vida.
»Se han practicado toda suerte de ensayos: el primero vertiendo algunas gotas de un licor que se ha encontrado en uno de los frascos en aceite tártaro y en agua marina, y nada se ha precipitado en el fondo de las vasijas en que se ha vertido el licor; el segundo, introduciendo el mismo licor en una vasija con arena, y no se ha encontrado en el fondo de este vaso ninguna materia árida, ni acre a la lengua, y casi nada de sal fija; el tercero, administrándoselo a un pavipollo, un pichón, un perro y otros animales, los cuales, habiendo muerto algún tiempo después, han sido abiertos al día siguiente, y no se ha encontrado más que un poco de sangre cuajada en el ventrículo del corazón.
»Habiendo hecho otra prueba con unos polvos blancos que se dieron a un gato en una asadura de carnero, estuvo media hora vomitando, y, habiéndolo encontrado muerto al día siguiente, lo abrieron sin que se le encontrase ninguna parte alterada por el veneno.
»Habiendo hecho un segundo ensayo de los mismos polvos en un pichón, murió poco tiempo después, fue abierto y no se encontró nada de particular, excepto un poco de agua roja en el estómago».
Estos ensayos, al mismo tiempo que probaron que Saint Croix era un químico profundo, hicieron creer que no se dedicaba a este arte gratuitamente: aquellas muertes repentinas e inesperadas se presentaron a la memoria de lodo el mundo, y aquellas obligaciones de la marquesa y de Penautier parecían ser el precio de la sangre. Y, como la una estaba ausente y el otro era demasiado rico y poderoso para que se atreviesen a arrestarlo sin pruebas, se acordaron de la oposición de Lachaussee.
Se decía en aquella ocasión que Lachaussee había estado al servicio de Saint Croix hacía siete años. Por consiguiente, Lachaussee no miraba como una interrupción de este servicio el tiempo que había pasado en casa de los señores d’Aubray. El saco que contenía los mil doblones y las tres obligaciones de cien libras fue hallado efectivamente en el lugar indicado. Por tanto, Lachaussee tenía un perfecto conocimiento de la localización de aquel gabinete. Si conocía el gabinete, debía conocer la arquilla, y si conocía la arquilla, no podía ser inocente.
Estos indicios bastaron para que la señora Mangot de Villarceaux, viuda del lugarteniente Monsieur d’Aubray, hijo, formulara demanda contra él: en cuya virtud se decretó la captura de Lachaussee, que fue arrestado, encontrándole en el acto del arresto un veneno que llevaba consigo.
La causa se llevó al Chatelet[4]. Lachaussee negó obstinadamente, y los jueces, creyendo tener bastantes pruebas contra él, le condenaron al tormento preparatorio[5]. La señora Mangot de Villarceaux apeló esta sentencia, que probablemente habría salvado al culpable si hubiese tenido la fuerza de resistir los tormentos sin confesar nada. Y una sentencia de la Tournelle, fechada el 4 de marzo de 1673, declaró en virtud de aquella apelación, que «Juan Amelin, llamado Lachaussee, estaba convicto de haber envenenado al lugarteniente civil y al consejero; en reparación de lo cual se le condenaba a ser descoyuntado vivo y a expirar en la rueda, después de haberle aplicado el tormento ordinario y extraordinario, para que diese a conocer a sus cómplices».
En el mismo auto se condenaba por contumacia a la marquesa de Brinvilliers a ser decapitada.
Lachaussee sufrió el tormento de los borceguíes, que consistía en colocar cada pierna del reo entre dos planchas, aproximando luego ambas piernas por medio de una argolla de hierro, y en introducir unas cuñas entre las planchas del medio; en el tormento ordinario se ponían cuatro cuñas, y ocho en el tormento extraordinario.
A la tercera cuña, dijo Lachaussee que estaba dispuesto a declarar: en consecuencia se suspendió el tormento y se le transportó con un colchón a la capilla. Allí, como estaba muy débil y apenas podía hablar, pidió media hora de tiempo para repararse: he aquí el extracto del mismo proceso verbal del tormento y ejecución de la muerte.
«Lachaussee, quitado del tormento y tendido en el colchón, ha hecho pedir al señor relator, cosa de media hora después de retirarse, que hiciese el favor de volver. Dijo que era culpable; que Saint Croix le había dicho que recibiera de la marquesa de Brinvilliers los tósigos[6] para envenenar a sus hermanos; que él los envenenó con agua y con caldo, poniendo agua rojiza en el vaso del lugarteniente, en París, y agua clara en la empanada de Villegnoy; que Saint Croix le había prometido cien doblones y que le tendría siempre a su lado; que él iba a darle cuenta del resultado de los venenos; que Saint Croix le había entregado dichas aguas muy a menudo; que Saint Croix le había dicho que la señora de Brinvilliers nada sabía de los otros envenenamientos que había hecho, pero que él cree que lo sabía, porque ella le hablaba siempre de sus venenos, y quería obligarle a huir dándole dos escudos para que se fuese; que le había preguntado dónde estaba la arquilla y lo que contenía, que si Saint Croix hubiese podido colocar alguno de los suyos en casa de la señora d’Aubray, esposa del lugarteniente civil, también la habría hecho envenenar; finalmente, que Saint Croix odiaba sobremanera a la señorita d’Aubray».
Esta declaración, que no dejaba duda alguna, dio lugar al decreto siguiente, que extractamos de los registros del Parlamento: «Visto por el tribunal el proceso verbal del tormento y ejecución de muerte del 24 del presente mes de marzo de 1673, que contiene las declaraciones y confesiones de Juan Amelin, por otro nombre Lachaussee, el tribunal ordena que los nombrados Belleguise, Martín, Poitevin, Polivier, el padre Veron y la mujer del peluquero llamado Quesdon, sean citados y emplazados para que comparezcan ante el ministro relator del presente auto, para ser oídos e interrogados sobre los casos que resultan del proceso; ordenamos además que se ejecute el auto de captura contra el llamado Lapierre y la orden de emplazamiento contra Penautier para ser oído. Dado en el Parlamento, a 27 de marzo de 1673».
En virtud de este decreto fueron interrogados Penautier, Martín y Belleguise, en los días, 21, 22 y 24 de abril.
El 26 de julio Penautier quedó exonerado de su emplazamiento, mandándose que se procediese con más amplio informe contra Belleguise y se expidió un decreto de captura contra Martín.
Lachaussee había sido enrodado en la Greve[7] el 24 de marzo.
En cuanto a Exili, causa principal de todo el daño, había desaparecido como Mefistófeles después de la muerte de Fausto, y nadie supo más de él.
A fines de aquel año, Martín fue puesto en libertad por falta de cargos suficientes.
Entretanto, la marquesa de Brinvilliers permanecía siempre en Lieja, retirada en un convento. No había por esto renunciado a uno de los puntos más mundanos de la vida: pronto se había consolado de la muerte de Saint Croix, a quien sin embargo había amado hasta el extremo de quererse matar por él, dándole por sucesor a un tal Theria, del cual no hemos hallado más indicios que su nombre, frecuentemente repetido en este proceso.
Todos los cargos de la acusación habían recaído, pues, como se ha visto, sobre ella, y así se resolvió perseguirla en el retiro donde creía estar segura. Esta misión era de suyo muy difícil y delicada, y Desgrais, uno de los más hábiles oficiales de la gendarmería, se ofreció a realizarla. Era este un buen mozo, de unos treinta y seis a treinta y ocho años, que en nada se parecía a un miembro de la policía, que llevaba con igual soltura todos los trajes y en cuyos disfraces recorría todos los grados de la escala social, desde el de mendigo hasta el de gran personaje. Era el hombre que se necesitaba, y, por lo tanto, fue aceptado.
Partió hacia Lieja con una escolta de muchos alguaciles y provisto de una carta del rey dirigida al consejo de los Setenta que gobernaba la ciudad, por la cual Luis XIV reclamaba a la delincuente para hacerla castigar. El consejo, después de haber examinado los autos —que Desgrais había tenido la precaución de llevar consigo—, autorizó la prisión de la marquesa.
Esto ya era mucho, pero no era bastante. La marquesa, como ya se ha dicho, había buscado asilo en un convento, donde Desgrais no se atrevía a prenderla a la fuerza, por dos razones: la primera, porque podía ser prevenida con tiempo y esconderse en alguno de aquellos retiros claustrales, cuyo secreto poseen sólo las superioras; la segunda, porque, en una ciudad tan religiosa como la de Lieja, el estrépito que causaría sin duda semejante acontecimiento podría ser mirado como una profanación y producir algún tumulto popular, en medio del cual pudiera suceder que se le escapase la marquesa.
Desgrais pasó revista a su equipaje, y creyendo que un vestido de abate era el más a propósito para ponerle a cubierto de toda sospecha, se presentó a las puertas del convento como un compatricio que llegaba de Roma, y que no había querido pasar por Lieja sin ponerse a los pies de una mujer tan célebre por su belleza y por sus desgracias, como era la marquesa. Desgrais poseía todos los modales de un segundón de buena familia, siendo adulador como un cortesano y emprendedor como un mosquetero. En su primera visita estuvo tan amable, ya con sus agudezas, ya con sus majaderías, que obtuvo más fácilmente de lo que esperaba el permiso de repetirla.
No retardó Desgrais la segunda visita, puesto que se presentó al día siguiente. Con tanto celo lisonjeaba a la marquesa, que la acogida que recibió Desgrais fue aún mejor que la de la víspera. La marquesa, como mujer de talento y categoría, que se hallaba privada hacía casi un año de toda comunicación con las gentes de tono, encontraba en Desgrais sus costumbres parisienses. Por desgracia, el hechicero abate tenía que irse de Lieja dentro de pocos días, por lo cual se hizo más solícito, y pidió y obtuvo para el día siguiente otra visita que tenía todos los visos de una cita.
Desgrais fue puntual. La marquesa le aguardaba con impaciencia, pero, por una reunión de circunstancias que el mismo Desgrais había sin duda preparado, tuvieron que interrumpir dos o tres veces su plática amorosa, en el momento mismo en que, haciéndose más íntima, más importunaban los testigos. Desgrais se quejó de aquella incomodidad, que por otra parte comprometía a la marquesa, y aun a él mismo, que tenía que guardar ciertos miramientos al hábito que llevaba. Por lo tanto, suplicó a la marquesa que le concediera una cita fuera de la ciudad, en cierto paraje del paseo muy poco concurrido, y en el cual no era de temer que nadie les conociese ni les siguiese. La marquesa no se excusó más que el tiempo necesario para dar más precio al favor que concedía, y la cita quedó convenida para aquella misma noche.
Llegó esta por fin. Ambos la esperaban con igual impaciencia, pero con diferentes esperanzas. La marquesa encontró a Desgrais en el lugar convenido, quien le ofreció el brazo. Y, en cuanto tuvo su mano entre las suyas, a una señal acudieron los alguaciles. El amante, quitándose la máscara, dio a conocer a Desgrais y la marquesa quedó presa.
Desgrais dejó a la marquesa de Brinvilliers en manos de los alguaciles y corrió hacia el convenio, Sólo entonces exhibió la orden de los Setenta, con la cual se hizo abrir el cuarto de la marquesa. Entró en él, se apoderó de una arquilla que encontró debajo de la cama y la selló. En seguida, volvió donde había dejado a la marquesa y dio la orden de marchar.
Cuando la marquesa vio la arquilla en manos de Desgrais, quedó petrificada. Después se recobró, reclamó un papel que estaba encerrado en ella y que contenía su confesión. Desgrais se lo negó, y al volverse para hacer adelantar el carruaje, la marquesa trató de ahogarse tragando un alfiler. Pero uno de los corchetes, llamado Claudio Rolla, advirtió su intención y consiguió quitarle el alfiler de la boca. Desgrais mandó que se redoblase la vigilancia.
Se detuvieron para cenar, y un alguacil, llamado Antonio Barbrier, asistía a la cena para cuidar de que no se pusiese sobre la mesa ningún cuchillo ni tenedor, ni otro instrumento con el cual pudiese la marquesa matarse o herirse. La señora de Brinvilliers llevó su vaso a la boca haciendo como que quería beber, y rompió un pedazo entre los dientes. Al advertirlo, el alguacil la obligó a echarlo otra vez en el plato. Díjole ella entonces que si quería salvarla le haría su fortuna, y él le preguntó qué tenía que hacer para eso. La marquesa le propuso que degollase a Desgrais, pero él se excusó, diciéndole que para cualquier otra cosa que no fuese esto estaba a su disposición. En vista de lo cual, le pidió pluma y papel y escribió esta carta:
«Querido Theria: me encuentro en manos de Desgrais, quien me conduce a París por el camino de Lieja. Apresuraos a libertarme de él».
Antonio Barbrier tomó la carta y prometió remitirla a su destino. Pero, en lugar de ello, la puso en manos de Desgrais.
Al día siguiente, pensando la marquesa que esta carta no apremiaba lo bastante, escribió otra al mismo Theria, diciéndole que la escolta sólo constaba de ocho hombres, que fácilmente podían ser derrotados por cuatro o cinco hombres decididos, y que contaba con él para este golpe de mano.
En fin, recelosa al ver que no tenía respuesta, y que sus cartas no producían efecto, expidió a Theria una tercera misiva. En esta le pedía por Dios que, si no se sentía con bastante ánimo para atacar la escolta y libertarla de ella, matase a lo menos dos de los cuatro caballos que la conducían y aprovechase el momento de confusión que debía producir aquel accidente para apoderarse de la arquilla y arrojarla al fuego; si no —decía ella—, estoy perdida.
Aunque Theria no había recibido ninguna de aquellas tres cartas que sucesivamente habían sido entregadas a Desgrais, no por eso dejó de hallarse de motu propio, en Maestrich, por donde tenía que pasar la marquesa. Allí probó a sobornar a los alguaciles, ofreciéndoles hasta diez mil libras; pero los alguaciles fueron incorruptibles.
La comitiva encontró en Rocroy al señor consejero Palluau, a quien había enviado el Parlamento para que se le entregase a la marquesa y para interrogarla cuando menos lo esperase, no dejándola así tiempo para meditar sus respuestas. Desgrais le informó de todo cuanto había pasado y le encomendó con eficacia la famosa arquilla, objeto de tantos recelos y de tan vivas súplicas. El señor de Palluau la abrió y encontró en ella, entre otras cosas, un papel titulado: Mi confesión.
Esta confesión era una prueba singular de la necesidad que tienen los delincuentes de deponer sus crímenes en el seno de los hombres o en la misericordia de Dios. Ya se ha visto que Saint Croix había escrito también una confesión que fue quemada, y ahora la marquesa comete a su vez la misma imprudencia. Por lo demás, esta confesión, que contenía siete artículos y que empezaba con estas palabras: «Me confieso a Dios y a vos, padre mío», era una declaración completa de todos los crímenes que había cometido.
En el primer artículo se acusaba de haber sido incendiaria.
En el segundo, de haber perdido la virginidad a la edad de siete años.
En el tercero, de haber envenenado a su padre.
En el cuarto, de haber envenenado a sus dos hermanos.
En el quinto, de haber intentado envenenar a su hermana, religiosa del convento de las carmelitas.
Los otros dos artículos estaban consagrados a la narración de desórdenes extraños y monstruosos. Esta mujer, que participaba a la vez de las calidades de Locusta y de Mesalina, sobrepujaba todo lo que la antigüedad nos presenta en este género.
El señor Palluau, seguro con el conocimiento de este importante documento, dio principio desde luego al interrogatorio que trasladaremos textualmente, teniéndonos por afortunados siempre que podamos aportar documentos oficiales a nuestra propia relación.
Habiéndole preguntado por qué se había escapado a Lieja:
—Ha dicho que había tenido que irse de Francia para arreglar unos asuntos que tenía pendientes con su cuñada.
Preguntándole si tenía conocimiento de los papeles que la arquilla contenía:
—Ha dicho que en su arquilla hay varios papeles de familia, y entre ellos, una confesión general que quería hacer, pero que, cuando la escribió, estaba desesperada; que no sabía lo que había puesto en ella porque en aquel momento, viéndose en un país extranjero, sin ningún socorro de su familia y reducida a pedir prestado un escudo, tenía el espíritu enajenado y no sabía lo que se hacía.
Habiéndole preguntado, conforme al primer artículo de su confesión, cuál era la casa que había incendiado:
—Ha dicho que no lo había hecho, y que cuando escribió semejante cosa no estaba en sí.
Interrogada sobre los otros seis artículos de su confesión:
—Ha dicho que no sabía de qué le hablaban y que no se acordaba de tal cosa.
Habiéndole interrogado si había envenenado a su padre y a sus hermanos:
—Ha dicho que ignora todo esto.
Interrogada si era Lachaussee quien envenenó a sus hermanos:
—Ha dicho que no lo sabía.
Interrogada si sabía que su hermana no podía vivir mucho tiempo porque había sido envenenada:
—Ha dicho que lo había previsto, porque su hermana estaba sujeta a las mismas desazones que sus hermanos; que no se acuerda del tiempo en que escribió su confesión; y confiesa haber salido de Francia por consejo de sus parientes.
Interrogada por qué la habían dado sus parientes aquel consejo:
—Ha dicho que era a causa del asunto de sus hermanos; y confiesa haber visto a Saint Croix desde su salida de la Bastilla.
Interrogada si era Saint Croix quien la había incitado a deshacerse de su padre:
—Ha dicho que no se acordaba, como tampoco de si Saint Croix le había dado polvos u otras drogas, ni si Saint Croix le había dicho que sabía el medio de hacerla rica.
Se le han mostrado ocho cartas, y requerida que declarase a quién las escribía:
—Ha dicho que no lo tenía presente.
Interrogada por qué había firmado un vale de treinta mil libras a favor de Saint Croix:
Ha dicho que para tener esta cantidad a salvo de sus acreedores y poder disponer de ella siempre que la necesitase; que al efecto poseía unecibo de Saint Croix, que había perdido en su viaje, y que su marido nada sabía de este vale.
Interrogada si había firmado el vale antes o después de la muerte de sus hermanos:
—Ha dicho que no lo tenía presente, y que esto importaba muy poco.
Interrogada si conocía a un boticario llamado Glazer:
—Ha dicho que había estado tres veces en su casa a causa de sus fluxiones[8].
Interrogada por qué había escrito a Theria que se apoderase de la arquilla:
—Ha dicho que no sabía lo que querían decir.
Interrogada por qué escribiendo a Theria, le decía que estaba perdida si no se apoderaba de la arquilla y del proceso:
—Ha dicho que no se acordaba.
Interrogada si durante su viaje a Offemont había advertido los primeros síntomas de la enfermedad de su padre:
—Ha dicho que en su viaje a Offemont en 1666 no había reparado que su padre estuviera enfermo, ni a la ida ni a la vuelta.
Interrogada si había tenido algún comercio con Penautier:
—Ha dicho que no había más comercio con Penautier que el de treinta mil libras que este le debía.
Interrogada cómo y cuándo Penautier le era deudor de estas treinta mil libras:
—Ha dicho que su marido y ella habían prestado diez mil escudos a Penautier, que este les había devuelto aquella cantidad y que después del reembolso no habían tenido más relaciones con él.
La marquesa se atrincheraba, como se ve, en un sistema completo de denegación. Trasladada a París y continuando su nombre en el registro de los presos de la Consejería, perseveró en el mismo sistema, pero poco se tardó en añadir nuevos cargos a los ya terribles que la abrumaban.
El alguacil Cluet declaró:
«Que viendo que Lachaussee servía de lacayo al consejero d’Aubray, y que habiéndole visto también al servicio de Saint Croix, dijo a la señora de Brinvilliers que si el lugarteniente civil supiera que Lachaussee había servido a Saint Croix, era seguro que no lo hubiese admitido; y que entonces dicha señora de Brinvilliers exclamó:
»No se lo digáis, por Dios, a mis hermanos, porque le harían apalear y vale más que lo que ha de ganar otro lo gane él.
»Por consiguiente, que nada dijo a los dichos señores d’Aubray, aunque veía cómo Lachaussee iba todos los días a casa de Saint Croix y a casa de la susodicha señora de Brinvilliers, quien halagaba a Saint Croix para obtener su arquilla y para que le devolviese su billete de dos o tres mil doblones; en otro caso, ella le hubiese hecho dar de puñaladas; que había dicho que por el mundo entero no quisiera que se viese lo que la arquilla contenía, pues eran cosas de suma importancia y que sólo a ella interesaban. El testigo añadió que, después de haber sido abierta la arquilla, había ido a decir a la expresada señora que el comisario Picard había dicho a Lachaussee que se habían encontrado cosas extraordinarias; que entonces la señora de Brinvilliers, poniéndose colorada, varió de conversación. Él le preguntó si era cómplice, a lo cual respondió: “¿Yo, y por qué?”. Y luego añadió, como si hablase para sí: “Es preciso que Lachaussee marche a Picardía”. Dice también el declarante que desde hacía mucho tiempo iba ella detrás de Saint Croix para conseguir la arquilla, y que de haberlo conseguido le habría hecho asesinar. Añade además el testigo que, habiendo dicho a Briancourt que Lachaussee estaba preso y que sin duda diría cuanto sabía, Briancourt había respondido, aludiendo a la señora de Brinvilliers: “Esa mujer está perdida”. Que habiendo dicho la señorita d’Aubray que Briancourt era un bribón, había este respondido que la señorita d’Aubray aún no sabía cuánto le debía, pues él había impedido que la envenenasen a ella y a la esposa del lugarteniente civil. También ha oído decir a Briancourt que la señora de Brinvilliers decía a menudo que no faltaban medios para deshacerse de las gentes que nos desagradan, y que con un caldo se les podía disparar un pistoletazo». La muchacha Edma Huet, por otro nombre Briscien, declaró: «Que Saint Croix iba todos los días a casa de la marquesa de Brinvilliers, y que en una arquilla que pertenecía a aquella señora, había visto dos cajitas que contenían sublimado en polvo y en pasta, lo cual había conocido muy bien porque era hija de un boticario. Añade que un día en que la señora de Brinvilliers había comido en reunión y estaba alegre, le enseñó una cajita, diciéndole: “Con esta caja puede uno vengarse de sus enemigos; es pequeña, pero está rebosando herencias”. Que entonces le había dejado la caja entre las manos, pero que muy pronto, disipándose aquella alegría, exclamó: “¡Ay de mí, qué te he dicho!, no se lo cuentes a nadie”. Que Lambert, capellán de la casa, le había dicho que él había llevado las dos cajitas a la señora de Brinvilliers, de parte de Saint Croix; que Lachaussee iba a menudo a su casa; y que no habiéndole pagado a ella diez doblones que la marquesa de Brinvilliers le estaba debiendo, fue a quejarse a Saint Croix y le amenazó con que diría lo que había visto al lugarteniente civil, en vista de lo cual le dieron los diez doblones; que Saint Croix y dicha señora de Brinvilliers llevaban siempre consigo un veneno, para servirse de él en caso de que fueran capturados».
Lorenzo Perrete, que habitaba en casa del boticario Glazer, declaró:
«Que a menudo veía llegar a una señora, acompañada de Saint Croix, a casa de su amo; que el lacayo le había contado que esta señora era la marquesa de Brinvilliers; que creía que era veneno lo que mandaban fabricar a Glazer; que cuando llegaban dejaban su carroza en la feria de Saint-Germain».
María de Villeray, doncella de confianza de dicha señora de Brinvilliers, declaró:
«Que después de la muerte del consejero d’Aubray, Lachaussee llegó al encuentro de la señora de Brinvilliers y le habló aparte; que Briancourt le había contado que dicha señora había asesinado a gentes honestas; que el mismo Briancourt tomaba todos los días un contraveneno por temor de ser envenenado, y que sin duda gracias a esta precaución estaba aún con vida; pero que temía ser apuñalado, porque ella le había confesado el secreto de los envenenamientos, que era necesario advertir a la señorita d’Aubray que se la quería envenenar; que existe idéntico proyecto con el preceptor de los hijos del señor de Brinvilliers. María de Villeray añade que dos días después de la muerte del consejero, estando Lachaussee en los aposentos de la señora de Brinvilliers, y como se anunciase a Cousté, secretario que fue del lugarteniente civil, ella ocultó a Lachaussee entre la pared y su cama. Lachaussee era portador de una carta de Saint Croix para la marquesa».
Francisco Desgrais, antiguo oficial, declaró:
«Que habiendo sido encargado por orden real, arrestó en Lieja a la señora de Brinvilliers, encontrando bajo su cama una arquilla que él selló; que dicha señora le pidió un escrito que allí había y que era su confesión, a lo cual él rehusó; que por los caminos que ellos siguieron juntos hasta llegar a París, la señora de Brinvilliers le confesó que ella creía que era Glazer quien fabricaba los venenos de Saint Croix; que Saint Croix, habiéndola citado un día junto a la cruz de San Honorato, le mostró cuatro botellitas diciéndole: “He aquí lo que Glazer me ha enviado”; que, como ella lo pidiese una, Saint Croix le había respondido que antes quisiera morir que dársela. Añade que el alguacil Antonio Harbier le había entregado tres curtas que la señora Brinvilliers escribió a Theria.
»Que en la primera apremiaba a este para que sin demora acudiese a libertarla de las manos de los soldados que la escoltaban.
»En la segunda le decía que la escolta sólo se componía de ocho personas en grupo, que podían ser derrotadas por cinco hombres decididos.
»En la tercera, que si no podía ir a sacarla de las manos de los que la conducían, se dirigiese a lo menos al comisario, que matase el caballo de su ayuda de cámara y dos de los cuatro caballos del coche que la conducía; que tomase la arquilla y el proceso y lo arrojase todo al fuego; que de no hacerlo así estaba perdida sin remedio».
El alguacil Laviolette declaró:
«Que en la misma noche de su arresto la señora de Brinvilliers había intentado tragarse un largo alfiler; que él se lo impidió, diciéndole que esto era muy ruin, que ya veía que todo cuanto decían de ella era verdad, y que había envenenado efectivamente a toda su familia; a lo cual contestó que si lo había hecho era sólo porque la habían aconsejado, y que por otra parte no son buenos todos los momentos».
Antonio Barbrier, alguacil, declaró:
«Que estando la señora de Brinvilliers en la mesa, intentó tragarse un pedazo del vaso en que bebía, y que, como él se lo impidiese, le dijo ella que si quería salvarla le haría su fortuna; que ella había escrito varias cartas a Theria; que durante el viaje había hecho todo lo posible para tragar vidrio, tierra o alfileres; que le había propuesto degollar a Desgrais, y matar al ayuda de cámara del señor comisario; igualmente que se apoderase de la arquilla y la quemase; que había escrito a Penautier de la Consejería, cuya carta le entregó, y que él fingió llevársela».
Finalmente, Francisca Roussel declaró:
«Que estando al servicio de la señora de Brinvilliers, cierto día esta señora le dio a comer dulce de grosellas, de cuyas resultas se sintió indispuesta inmediatamente. Que le dio además una rebanada de jamón húmedo, que comió, padeciendo desde entonces crueles dolores en el estómago, que a poco de haberlo comido se sintió como si le hubiesen pinchado el corazón con alfileres y había estado tres años de este modo, creyendo que la había envenenado».
Difícil era continuar en el mismo sistema de absoluta denegación contra tales pruebas. Con todo, la marquesa de Brinvilliers persistió en sostener que era inocente, y monsieur Nivelle, uno de los mejores abogados de aquella época, consintió en encargarse de su causa. Con un talento admirable rebatió uno por uno todos los cargos de la acusación; confesando, empero, los adúlteros amores de la marquesa con Saint Croix, negaba que tuviese parte alguna en los asesinatos de los señores d’Aubray padre e hijos, que él atribuía enteramente a la venganza que Saint Croix había querido hacer en ellos. En cuanto a la confesión, que era el más fuerte y, según él, el único cargo que podía oponerse a la señora de Brinvilliers, rechazó la validez de semejante testimonio con hechos sacados de otros casos parecidos, en los cuales el testimonio que los reos emitían contra sí mismos no había sido admitido en virtud de este axioma de legislación: Non auditusperire volens[9].
Citó tres ejemplos, y como no dejan de tener interés, los copiamos textualmente de su memoria.
EJEMPLO PRIMERO.
Domingo Soto, famoso canonista y célebre teólogo, que era confesor de Carlos V y había asistido a las primeras sesiones del Concilio de Trento bajo el pontificado de Pablo III, propone la cuestión de un hombre que había perdido un papel en el cual había escrito sus pecados. Sucedió que un juez eclesiástico encontró aquel papel, y habiendo querido con este documento informar contra el que lo había escrito, fue justamente castigado por su superior, en razón a que la confesión es una cosa tan sagrada, que aun la materia que se destina para hacerla, debe quedar sepultada en un eterno silencio.
El siguiente fallo, sacado del Tratado de los confesores, de Rodrigo Acuño, célebre arzobispo portugués, fue pronunciado en virtud de esta proposición. Un catalán, natural de la ciudad de Barcelona, condenado a muerte por un homicidio del que estaba confeso y convicto, no quiso confesarse cuando llegó la hora del suplicio. Por más instancias que le hicieron se resistió con tanta obstinación, sin dar razón alguna de sus repulsas, que todo el mundo se persuadió de que aquella conducta, atribuida a la turbación de su espíritu, era causada por el temor de la muerte.
Refiriéndose aquella obstinación a Santo Tomás de Villanueva, arzobispo de Valencia, en cuya capital debía verificarse la ejecución, el digno prelado tuvo entonces la caridad de ir él mismo para persuadir al reo a que se confesase. Pero quedó muy sorprendido cuando habiendo preguntado al reo qué motivos tenía para no querer confesarse, contestó este que porque detestaba a los confesores, ya que había sido condenado a consecuencia de la denuncia que el suyo había hecho del homicidio que le revelara en confesión, y del cual nadie tenía conocimiento; pues confesándose había declarado su delito e indicado el paraje donde había enterrado a su víctima, con todos los demás pormenores del crimen, y su confesor reveló luego todas las circunstancias, que no pudo negar, siendo de resultas condenado. Que sólo en su última hora había sabido lo que ignoraba cuando se confesó, es decir, que su confesor era hermano del muerto, y que el deseo de venganza había inducido a este mal sacerdote a revelar su confesión.
Santo Tomás de Villanueva vio en esta declaración un incidente de mucha más importancia que el proceso mismo, en el que sólo se trataba de la vida de un particular, al paso que se comprometía el del honor de la religión, cuyas consecuencias eran infinitamente más interesantes. Creyó que era preciso informarse de la verdad de esta declaración: hizo llamar al confesor, y habiéndole convencido de este crimen de revelación, obligó a los jueces que habían condenado al acusado a revocar su sentencia absolviéndole; lo cual se efectuó con admiración y aplausos del público.
En cuanto al confesor, fue condenado a un castigo ejemplar, que Santo Tomás de Villanueva suavizó en consideración a la pronta confesión que de su crimen había hecho, y sobre todo a la ocasión que había dado de patentizar el respeto que los jueces mismos deben tener a las confesiones.
EJEMPLO SEGUNDO.
En 1579, un tabernero de Tolosa mató él solo, sin saberlo nadie de la casa, a un extranjero que había hospedado en ella, enterrándolo secretamente en la bodega. Este miserable, perseguido por sus remordimientos, confesó este asesinato, declarando todas las circunstancias, y aun indicó a su confesor el paraje donde había enterrado el cadáver. Los parientes del difunto, después de haber practicado todas las pesquisas posibles para saber de él, hicieron publicar por la ciudad que darían una recompensa considerable a la persona que les descubriese su paradero. El confesor, tentado por el cebo de la cantidad prometida, avisó secretamente que no había más que buscar en la bodega del tabernero y que allí se encontraría el cadáver. Se encontró, en electo, en el paraje indicado, el tabernero encarcelado y aplicado al tormento, confesó su crimen. Pero después de esta confesión sostuvo siempre que su confesor era el único que podía haberle vendido. Entonces, el Parlamento, indignado del conducto de que se habían valido para descubrir la verdad, declaró inocente al acusado mientras no se presentasen otras pruebas que dejasen de fundarse en la denuncia del confesor.
En cuanto a este, fue condenado a ser ahorcado y arrojado después al fuego, tanto era lo que el tribunal había reconocido en su sabiduría la importancia de dejar ileso un sacramento indispensable a la salvación.
EJEMPLO TERCERO.
Una mujer armenia había inspirado una violenta pasión a un joven turco, pero la honestidad de la mujer opuso por mucho tiempo un obstáculo insuperable a los deseos del amante. En fin, no guardando ya ningún miramiento, la amenazó que la mataría a ella y a su marido si no condescendía con sus deseos. Temerosa ella de esta amenaza, de cuya pronta ejecución estaba más que segura, fingió rendirse, y dio al turco una cita en su casa en un momento en que le dijo que su marido estaría ausente. Pero en el instante convenido apareció el marido, y aunque el turco iba armado con un sable y dos pistolas, las cosas se pusieron de tal modo que los esposos tuvieron la fortuna de matar a su enemigo, y lo enterraron en su casa sin que nadie lo supiese.
Algunos días después de este suceso, fueron a confesarse con un sacerdote de su comunión y le revelaron aquella trágica historia con todos sus detalles. Aquel indigno ministro del Señor, creyendo que en un país sometido a las leyes mahometanas, donde el carácter del sacerdocio y las funciones del confesor son ignorados o proscritos, no se indagaría el origen de las revelaciones que él hiciese a la justicia, y que su testimonio tendría el mismo peso que el de cualquier otro delator, resolvió, pues, sacar partido de las circunstancias en provecho de su avaricia. Desde entonces visitó frecuentemente al marido y a la mujer, haciéndose prestar cada vez sumas considerables, amenazándoles con que descubriría su crimen si no le daban cuanto les pedía. En un principio, aquellos desgraciados tuvieron que ceder a las exigencias del sacerdote, pero al fin, despojados de todo lo que poseían, se vieron obligados a rehusarle la cantidad que les exigía. Fiel el sacerdote a la amenaza que había hecho, fue al momento a denunciarlos al padre del difunto para sacar más dinero. Este, que adoraba a su hijo, se presentó al visir. Le dijo que él conocía a los asesinos de su hijo por la denuncia del sacerdote con quien se habían confesado, y le pidió justicia. Pero esta denuncia no produjo el efecto que esperaba, antes bien el visir se sintió tan compadecido de los desgraciados armenios como indignado contra el sacerdote que los había vendido.
Entonces, haciendo pasar al acusador a un aposento que daba al diván, llamó al obispo armenio para preguntarle en qué consistía la confesión, qué castigo merecía el sacerdote que la revelase y cuáles imponían a aquellos cuyos crímenes se hubiesen descubierto por este medio. El obispo respondió que el secreto de la confesión era inviolable, que la justicia de los cristianos mandaba quemar a cualquier sacerdote que la revelase y absolvía a los acusados, porque la confesión que el delincuente hacía al sacerdote era un precepto de religión, so pena de eterna condenación.
Satisfecho el visir con esta respuesta, le hizo retirar a otro aposento y llamó a los acusados para saber de su boca las circunstancias del caso. Aquellos infelices se arrojaron casi muertos a los pies del visir, y la mujer, tomando entonces la palabra, hizo presente que sólo la necesidad de defender su honor y su vida les había puesto las armas en las manos y había dirigido los golpes que derribarían a su común enemigo. Añadió que sólo Dios había sido testigo de su crimen, el cual estaría todavía oculto, de no estar obligados por la ley de este mismo Dios a depositar su secreto en el seno de uno de sus ministros para obtener su remisión, pero que la insaciable avaricia del sacerdote los había denunciado, después de haberles reducido a la mayor miseria.
El visir hizo que pasasen a otro tercer aposento, y mandó llamar al sacerdote denunciador, en cuya presencia hizo que el obispo repitiese lo que antes había dicho. Luego, aplicando una de las penas al delincuente, le condenó a ser quemado vivo en la plaza pública, mientras llegaba el tiempo —añadió— de ser quemado en el infierno, en donde no podía dejar de recibir el castigo de sus perfidias y de sus crímenes.
La sentencia fue ejecutada sin demora.
A pesar del efecto que el abogado se prometía causar con estos tres ejemplos, sea que los jueces los recusasen, sea que, prescindiendo de la confesión, estimasen suficientes las otras pruebas, lo cierto es que al observar el giro que tomaba el proceso, todo el mundo opinó que la marquesa sería condenada. En efecto, el jueves por la mañana, el 16 de julio de 1676, aun antes de que se pronunciase la sentencia, vio la marquesa entrar en su prisión a monsieur Pirot, doctor de la Sorbona, enviado por el primer presidente. Este digno magistrado, previendo el fallo que iba a pronunciarse y creyendo que no debía esperarse a última hora para enviar a alguien que asistiese a una mujer tan delincuente, había llamado a este digno sacerdote. Y, aunque este le observó que en la Consejería había dos capellanes destinados para estos casos, añadiendo que él se sentía harto débil para tan penosa tarea, pues no podía ver ni siquiera sangrar a una persona sin sentirse indispuesto, el primer presidente había insistido tanto, repitiendo que tenía necesidad en esta ocasión de un hombre en quien pudiera depositar toda su confianza, que finalmente aceptó tan triste misión.
En efecto, el mismo primer presidente confesó que, a pesar de lo familiarizado que estaba a ver delincuentes, la señora de Brinvilliers estaba dotada de una fortaleza tan extraordinaria que le imponía. La víspera del día en que llamara a Monsieur Pirot, había trabajado en este proceso desde la mañana hasta la noche, por el espacio de trece horas, y la acusada había sido careada con Briancourt, uno de los testigos que más la culpaban. En el mismo día, tuvo lugar otro careo de cinco horas, y ella había soportado ambos careos con tanto respeto hacia los jueces como altivez al testigo, echándole en cara que era un miserable criado, entregado a la embriaguez, y que, habiendo sido despedido de su casa por su mala conducta, no podía ser válido su testimonio. No le quedaba pues al primer presidente otra esperanza para doblegar aquella alma inflexible que valerse de un ministro de la religión, porque no bastaba ajusticiarla en la Greve, era preciso que sus venenos muriesen con ella; de lo contrario, ningún alivio conseguía la sociedad con su muerte.
El doctor Pirot se presentó a la marquesa con una carta de su hermana, que, como hemos dicho, era una religiosa del convento de San Jaime, llamada María, quien exhortaba en esta carta a la señora de Brinvilliers del modo más tierno y afectuoso a tener confianza en este digno prelado, y a mirarlo no sólo como un apoyo, sino también como un amigo.
Cuando Monsieur Pirot se presentó a la acusada, acababa esta de dejar el banquillo donde había permanecido tres horas sin haber confesado nada, y sin inmutarse. Por ello, el primer presidente, después de haber cumplido con los deberes de juez, le había hablado como cristiano, manifestándole lo deplorable de su situación, puesto que se presentaba por última vez ante los hombres, y debía comparecer muy en breve ante Dios. Tales cosas le dijo para enternecerla, que las lágrimas le embargaron la voz, y hasta los jueces más inflexibles lloraron al escucharle. Apenas la marquesa divisó al doctor, sospechando que su proceso se encaminaba a la muerte, se adelantó hacia él, diciéndole:
—Conque es el señor quien viene para…
Interrumpiéndola, el padre Chavigny, que acompañaba a Monsieur Pirot, dijo:
—Señora, empecemos por orar.
Se arrodillaron los tres y dirigieron una invocación al Espíritu Santo. La marquesa de Brinvilliers pidió entonces a los asistentes otra para la Virgen, y, concluida esta, se acercó al doctor y, volviendo a su frase, le dijo:
—Sois vos seguramente, señor, el que me envía el primer presidente para consolarme. Con vos debo pasar los pocos instantes que me quedan de vida. Hace rato que estaba impaciente por veros.
—Señora —respondió el doctor—, vengo a prestaros todos los servicios que caben en lo espiritual. Ciertamente habría deseado conoceros en ocasión más favorable.
—Señor —replicó la marquesa sonriéndose—, es preciso resignarse a todo.
Y luego, dirigiéndose al padre Chavigny:
—Padre mío —continuó—, os quedo sumamente obligada por haberme presentado al señor y por cuantas visitas habéis tenido la bondad de hacerme; os suplico que roguéis a Dios por mí. En adelante ya no hablaré sino con el señor, pues tengo que tratar con él asuntos que sólo se discuten mano a mano. Adiós, pues, padre mío, él recompensará los cuidados que habéis tenido la bondad de prestarme.
A estas palabras se retiró el padre, y dejó a la marquesa sola con el doctor y con los dos hombres y la mujer que la habían custodiado todo el tiempo.
Sucedía esto en un vasto aposento situado en la torre de Montgommery, y que cogía todo su frente. Había en el fondo una cama con cortinas de un color pardo para la señora, y otra de correas para la asistenta. Este aposento era el mismo en que había estado encerrado en otro tiempo, según decían, el poeta Theófilo, y todavía se veían junto a la puerta unos versos suyos escritos de su puño.
Apenas conocieron los dos hombres y la mujer el objeto de la visita del doctor, se retiraron al fondo del aposento y dejaron a la marquesa en libertad para pedir y recibir los consuelos que le llevaba el hombre de Dios. La marquesa y el doctor se sentaron entonces enfrente uno de otro. La marquesa, que se creía ya condenada, entabló conversación siguiendo aquella idea, pero el doctor le dijo que no estaba juzgada todavía, que no sabía con exactitud cuándo se pronunciaría el fallo, y aún menos cuál sería. Pero la marquesa, interrumpiéndole, dijo:
—Señor, no me da cuidado el porvenir: si no se ha fallado mi sentencia pronto se fallará. Creo que recibiré esta mañana la noticia de ello, y no me prometo otra cosa que la muerte. La sola gracia que espero del señor primer presidente es una dilación entre la sentencia y la ejecución. Porque, en fin, si me ajusticiasen hoy mismo, poco tiempo tendría para prepararme, y bien sé, señor, que tengo necesidad de ello.
El doctor, que no esperaba oír estas palabras, se alegró infinito de verla poseída de tan resignados sentimientos. En efecto, además de cuanto el primer presidente le había dicho, el padre Chavigny le había insinuado el domingo precedente que era probable que fuese condenada a la pena capital, y que si debían creerse los rumores que corrían por la ciudad, podía comenzar a recogerse. Ante estas palabras había quedado de pronto muy sobrecogida, y le había dicho asustadísima:
—¿Y qué, padre mío, habré de morir quizá de resultas de este negocio?
Como él intentase sosegarla con algunas palabras de consuelo, ella se levantó al momento, y meneando la cabeza, contestó con aire altivo:
—No, no, padre mío, no hay necesidad de que me tranquilicéis, voy a tomar mi partido ahora mismo y sabré morir con fortaleza.
Y habiéndole dicho el padre que la muerte no era cosa a la que pudiese uno disponerse tan pronto ni con tanta facilidad, y que era menester, al contrario, prevenirla de lejos, para que no pudiese sorprendernos, le había respondido que ella no necesitaba más que un cuarto de hora para confesarse, y un segundo para morir. El doctor quedó, pues, agradablemente sorprendido, cuando vio el cambio que del domingo al jueves se había producido en sus sentimientos.
—Sí —continuó, después de un momento de pausa—, cuanto más lo reflexiono, más me voy convenciendo de que no tendría bastante con un día para hallarme en estado de presentarme ante el tribunal de Dios, para ser juzgada por él después de haberlo sido por los hombres.
—Señora —respondió el doctor—, ignoro cuál será vuestra sentencia, ni cuándo se pronunciará, pero aun cuando fuese una sentencia de muerte y que se diese hoy mismo, me atrevo a responderos que no será ejecutada hasta mañana. Pero, por incierta que sea la sentencia de muerte, apruebo mucho que estéis preparada para todo lo que pueda acontecer.
—¡Oh!, en cuanto a mi muerte, es harto segura —repuso ella— y no puedo animarme con una esperanza inútil. Sé que debo haceros una confesión absoluta de toda mi vida. Pero antes de abriros mi pecho permitidme, padre mío, que os pregunte qué idea os habéis formado de mí y cuál es vuestro parecer acerca de lo que debo ejecutar en el estado en que me encuentro.
—Os habéis adelantado a mi pensamiento —respondió el doctor— y habéis prevenido lo que quería deciros. Antes de entrar en el secreto de vuestra conciencia, y de establecer la discusión de vuestros asuntos con Dios, me alegro, señora, de poderos indicar algunas reglas por las cuales podréis regiros. Yo no sé todavía si sois culpable, y suspendo mi juicio sobre todos los crímenes que se os imputan, porque nada puedo saber sino por vuestra confesión. Por lo tanto, debo dudar todavía si sois o no criminal, pero no puedo ignorar de lo que se os acusa: esta acusación es pública y ha llegado a mi conocimiento. Porque —continuó el doctor— ya podéis figuraros, señora, que vuestro asunto ha hecho mucho ruido, y que son muy pocas las personas que ignoren algo de él.
—Sí, sí —contestó sonriéndose—, ya sé que se habla mucho de mí y que soy la comidilla del pueblo.
—Por consiguiente —replicó el doctor—, el crimen que se os imputa es el de envenenamiento, y debo deciros que si efectivamente lo habéis cometido, como se cree, no podéis esperar perdón delante de Dios, si no declaráis a vuestros jueces cuál es vuestro veneno, cuál su composición, cuál su antídoto y cuáles vuestros cómplices. Es preciso, señora, pasar a cuchillo a todos estos malvados, sin que escape uno solo, porque si los perdonarais, podrían continuar sirviéndose de vuestro veneno y entonces seríais culpable de cuantos asesinatos se cometiesen después de vuestra muerte, por no haberlos denunciado a los jueces durante vuestra vida, de modo que pudiera decirse que sobrevivís a vos misma, puesto que vuestro crimen os sobreviviría. Además, ya sabéis, señora, que si el pecado acompaña a la muerte, jamás obtiene perdón, y que para conseguir la remisión de vuestro crimen, si sois criminal, es preciso que este muera antes que vos, porque si no lo matáis, señora, pensadlo bien, él será quien os mate.
—Sí, señor, convengo en ello —dijo la marquesa después de un momento de silencio y de reflexión—, y sin confesar por esto que yo sea culpable, os prometo, si lo soy, que pesaré bien vuestras máximas. Con todo, señor, quisiera proponeros una cuestión y atended que su resolución me es muy necesaria. ¿Hay algún crimen, señor, que no sea irremisible en esta vida? ¿Hay acaso pecados que por su enormidad y por su número infinito no se atreve la Iglesia a redimirlos, pues, aunque la justicia de Dios pueda contarlos, no puede absolverlos su misericordia? No toméis a mal, señor, que empiece por esta pregunta, porque sería inútil que me confesase si no tuviera esperanzas.
—Me complazco en creer, señora —respondió el doctor, contemplando a pesar suyo a la marquesa como espantada—, que vuestra pregunta no pasa de una tesis general que me proponéis, y que ninguna relación tiene con el estado de vuestra conciencia. Por lo tanto responderé a vuestra cuestión sin aplicárosla de ningún modo. No, señora, no hay pecados por enormes que sean, y por infinito que sea su número, que no puedan perdonarse en esta vida. Esto es un artículo de fe, hasta el punto de que no moriríais católica si de ello dudaseis. Es verdad que algunos doctores han sostenido en otro tiempo lo contrario, pero han sido condenados como herejes. No hay más pecados irremisibles que la desesperación y la impenitencia final, pero estos pecados son pecados de muerte y no de vida.
—Señor —respondió la marquesa—, Dios me hace la gracia de estar convencida de cuanto me decís, pues creo que puede perdonar todos mis pecados, y creo también que ha ejercido muchas veces este poder conmigo. Ahora todo mi temor consiste en que quiera aplicar su bondad a un ser tan miserable como yo, y a una criatura que tan indigna se ha hecho de las mercedes que le ha concedido.
El doctor la tranquilizó del mejor modo que pudo, y al mismo tiempo que hablaba con ella se puso a examinarla con detenimiento. «Era una mujer» —dice— «naturalmente intrépida y de gran ánimo, y parecía haber nacido con una imaginación bastante dulce y muy honrada. Con cierto aire de indiferencia para todo, su carácter era vivo y penetrante, concibiendo las cosas con facilidad y expresándolas con precisión, en pocas palabras y con exactitud. Siempre encontraba un expediente para evadirse de un paso intrincado, y tomaba al instante su partido sobre las cosas más enredadas. Por lo demás, inconstante, sin apego a nada, y de un carácter desigual y poco sostenido, se impacientaba si se le hablaba muchas veces de una misma cosa, y esto fue lo que me obligó» —continúa el doctor— «a variar de vez en cuando de objeto para no tenerla ocupada mucho tiempo sobre un mismo asunto, al cual volvía, sin embargo, fácilmente dándole un nuevo giro y proponiéndolo bajo otro aspecto. Hablaba poco y bastante bien, pero sin estudio ni afectación. Se dominaba perfectamente y no decía más de lo que quería: a juzgar por su semblante y por su conversación nadie la habría creído una persona tan malvada como parecía serlo por la confesión pública de su parricidio. Sorprendente es en verdad, y por ello se deben adorar los juicios de Dios».
Cuando abandona al hombre a sí mismo, ver un alma que, teniendo en su naturaleza algo de grande, mucha sangre fría en los más imprevistos accidentes, una firmeza inalterable y una resolución capaz de arrostrar la muerte y de sufrirla si hubiese sido necesario, fuera capaz de cometer tan atroces delitos como los que se deducen del atentado parricida que confesó ante los jueces. Nada en su rostro se descubría que indicase tanta maldad: tenía el cabello castaño y muy espeso, la cara redonda y bastante regular; ojos azules, benignos y muy hermosos; su piel era de una extraordinaria blancura y tenía la nariz apolínea. Todas sus facciones eran agradables, aunque su semblante no era de los más seductores: ya había en él algunas arrugas y manifestaba más años de los que realmente tenía. Desde nuestra primera conversación tuve ocasión de preguntarle qué edad tenía: «Señor —me contestó—, si viviese hasta el día de Santa Magdalena, tendría cuarenta y seis años. En este día vine al mundo y me pusieron el nombre de aquella santa, bautizándome con el de María Magdalena. Pero aunque este día dista poco, no viviré hasta entonces. Es preciso que esto se acabe de hoy a mañana a más tardar, y me harían una gracia si quisieran diferirlo un día, gracia que espero, contando con la palabra que me habéis dado». Habríase creído, al verla, que tenía cuarenta y ocho años, y a pesar de la dulzura que naturalmente respiraba su semblante, cuando le pasaba algún disgusto por la imaginación, lo manifestaba con un gesto que daba miedo de mirar, y de vez en cuando observaba en ella unas convulsiones que denotaban la indignación, el desdén y el despecho. Se me olvidaba decir que su estatura era muy pequeña y diminuta.
»Esta es poco más o menos la descripción de su cuerpo y de su espíritu, que me pude formar en muy poco tiempo, habiéndome puesto a observarla, desde luego, para orientar en seguida mi conducta, según lo que hubiese notado».
La marquesa, en medio del primer bosquejo de su vida que trazaba a su confesor, se acordó de que él no había dicho misa todavía y ella misma aconsejó que ya era hora de hacerlo, indicándole la capilla de la Consejería, y pidiéndole que la dijese por ella y en honor de Nuestra Señora, a fin de obtener que la Virgen, a quien ella había tomado siempre por patrona y a quien en medio de sus crímenes y de sus excesos había tenido siempre una devoción particular, intercediera ante Dios por ella. Y, como no podía bajar con el sacerdote, le prometió que asistiría a la misa con el pensamiento.
Serían las diez, y media de la mañana cuando el sacerdote la dejó, y en cuatro horas solamente que habían convesado juntos, había logrado, con la ayuda de su tierna piedad y moral persuasiva, que la marquesa le hiciese ciertas confesiones, que ni las amenazas de los jueces ni el temor del tormento habían podido arrancarle. Así, dijo la misa muy santa y devotamente, rogando al Señor sostuviese con la misma fortaleza al confesor y a la pecadora.
Después de la misa entró en la Consejería, y al tomar un poco de vino, supo por un librero de palacio, llamado Seney, que se encontraba allí por casualidad, que la señora de Brinvilliers había sido sentenciada y que debían guillotinarla. Este rigor del parecer fiscal, que se mitigó más adelante en la sentencia, le inspiró un interés más vivo hacia su penitente y volvió a subir al momento para reunirse con ella.
Tan pronto como vio la marquesa que la puerta se abría, se adelantó hacia él con serenidad y le preguntó si había rogado por ella. Y cuando el sacerdote se lo hubo asegurado, le dijo:
—Padre mío, ¿no tendré el consuelo de recibir el viático antes de morir?
—Señora —respondió el doctor—, si sois condenada a muerte moriréis seguramente sin recibirlo, y os engañaría si os hiciese esperar esta gracia. En la historia se ha visto morir al condestable de San Pablo sin poder obtener este favor, por más instancias que hizo para que no le privaran de él. Fue ejecutado en la Greve a la vista de los campanarios de Notre Dame, e hizo allí su oración, como vos podréis hacer la vuestra, si os aguarda la misma muerte. No hubo más, y Dios, en su bondad, permite que esto baste.
—Pero me parece, padre mío —dijo la marquesa—, que los señores de Saint-Mars y de Thou comulgaron antes de morir.
—No lo creo —respondió el doctor—. Ese dato no lo refieren ni las Memorias de Montresor, ni ningún otro de los libros que hablan de su ejecución.
—¿Y el señor de Montmorency? —dijo ella.
—¿Y el señor de Marillac? —replicó el doctor.
Efectivamente, si se había concedido esta gracia al primero, se le rehusó al segundo, y el ejemplo impresionó tanto más a la marquesa, pues el señor de Marillac pertenecía a su propia familia, teniendo ella a mucho honor este parentesco. Sin duda ignoraba que el señor de Rohan hubiese comulgado en la misa que dijo de noche el padre Bordaloue para la salvación de su alma, porque no habló de ello, y se contenió con la respuesta del doctor, suspirando.
—Por otra parte —continuó este—, aunque me citéis, señora, algún ejemplo, no podéis fundaros en él, pues las excepciones no son leyes. Os engañaría si os prometiese un pnvilegio especial: las cosas seguirían el curso ordinario y se procederá con vos como se acostumbra con los demás sentenciados. ¿Qué diríais, pues, si hubierais nacido y muerto en el tiempo de Carlos VI? Entonces los delincuentes morían sin confesión, y hasta después del reinado de este monarca no cesó tamaño rigor. Por lo demás, señora, no es absolutamente preciso comulgar para salvarse, aunque se puede comulgar espiritualmente leyendo la palabra, que es como el cuerpo que se une a la Iglesia, que es la sustancia mística de Jesucristo, y sufriendo con él y para él. Esta última comunión del suplicio que sufrís, es, para vos, señora, la más perfecta de todas. Si detestáis vuestro crimen de todo corazón, si amáis a Dios con toda vuestra alma, si tenéis fe y caridad, vuestra muerte será un martirio y como un segundo bautismo.
—¡Ay de mí! —exclamó la marquesa—. Según eso, señor, ya que para salvarme era precisa la mano del verdugo, ¡qué habría sido de mi alma de haber muerto en Lieja! Y aun cuando me hubiera escapado y vivido veinte años fuera de Francia, ¡cuál habría sido mi muerte si para santificarla se necesitaba nada menos que el cadalso! Ahora reconozco, señor, todos mis yerros y considero como el último y mayor de todos el descaro con que contesté a los jueces. Pero, a Dios gracias, nada se ha perdido todavía, pues si tengo que sufrir otro interrogatorio, prometo hacer en él una entera confesión de toda mi vida. En cuanto a vos, señor —continuó—, os ruego que en mi nombre pidáis encarecidamente perdón al primer presidente: ayer, estando yo en el banquillo, me dijo unas cosas tan patéticas que me enternecieron, pero me esforcé en ocultar la conmoción que sentía, creyendo que mientras faltase mi confesión, no habría pruebas suficientes para condenarme. No ha sucedido así y mis jueces se escandalizarían seguramente por la osadía que manifesté en aquella ocasión. Pero confieso mi falta y la repararé. Añadid, os lo suplico, que, lejos de tener resentimiento alguno contra el primer presidente por la sentencia que debe pronunciar hoy contra mí, ni de quejarme del promotor-fiscal que la ha pedido, doy humildemente las gracias a ambos, puesto que mi salvación dependía de ella.
El doctor iba a responder para alentarla en este sentido cuando se abrió la puerta: era la una y media y traían la comida. La marquesa, interrumpiéndose, hizo sus preparativos con tanta tranquilidad como si estuviera haciendo los honores en su casa de campo. Luego hizo que se sentaran a la mesa los dos hombres y la mujer que la custodiaban, y, volviéndose al doctor, le dijo:
—Perdonad, señor, si os tratamos sin ceremonia; estas buenas gentes comen siempre conmigo para acompañarme, y lo mismo haremos hoy si lo permitís. Es la última comida —añadió— que debo hacer con ellos.
Y dirigiéndose a la mujer:
—Mi buena señora Rus —dijo—, hace tiempo que os estoy incomodando, pero tened un poco de paciencia y pronto dejaré de incomodaros. Mañana seguramente podréis ir ya a Dravet, para lo cual tendréis bastante tiempo, pues de aquí a siete u ocho horas ya no tendréis que ocuparos de mí, porque estaré en manos del Señor, y no os será permitido acercaros donde yo esté. Desde ese instante podréis marcharos para no volver, pues no creo que tengáis valor para verme ajusticiar.
Todo esto lo decía ella con voz sosegada y sin asomo de arrogancia. Y luego, como de vez en cuando aquellas gentes volvían el rostro para ocultar sus lágrimas, hacía un ademán de compasión hacia ellas. Viendo entonces que los manjares quedaban sobre la mesa y que nadie comía, convidó al doctor a que tomase la sopa, pidiéndole que disimulase si el conserje, por haber puesto berzas en ella, había hecho una sopa común e indigna de serle ofrecida. En cuanto a ella, tomó un caldo y dos huevos pasados por agua, pidiendo a los convidados que la excusasen si no les servía, pues no podía tener a su alcance ningún cuchillo ni tenedor.
A la mitad de la comida suplicó al doctor que le permitiese beber a su salud. El doctor correspondió a esta delicadeza bebiendo a la suya, de cuya condescendencia quedó ella muy satisfecha.
—Mañana —dijo, dejando el vaso en la mesa— es vigilia, y, aunque para mí será un día de mucha fatiga, pues tendré que sufrir el tormento y la muerte, no quiero quebrantar los mandamientos de la Iglesia comiendo carne.
—Señora —respondió el doctor—, si necesitáis un poco de caldo para alentaros, podréis tomarlo sin escrúpulo, porque entonces no lo habréis tomado por capricho sino por necesidad, y la ley de la Iglesia no es obligatoria en este caso.
—Si lo necesito y me dais vuestro permiso —replicó la marquesa—, lo tomaré; mas no creo que sea necesario. No obstante, hoy, a la hora de cenar, bien tomaría un caldo más sustancioso que el de costumbre, y otro a media noche. Listo, y dos huevos frescos pasados por agua que tomaré después del tormento, me bastará para pasar el día de mañana.
«Ciertamente —dice el sacerdote en la relación de donde sacamos todos estos pormenores—, me sobrecogí, estremeciéndome interiormente al ver cómo ordenaba al conserje con tanta sangre fría que el caldo fuese más sustancioso que el de costumbre, y que le tuviesen preparadas dos tazas para media noche. Acabada la comida —prosigue Monsieur Pirot—, le dieron el papel y tinta que había pedido, y me dijo que antes de hacerme tomar la pluma y suplicarme que escribiese lo que ella me dictase, tenía que escribir una carta».
Esta carta, que la embarazaba sumamente —decía ella—, y después de la cual estaría más despejada, era para su marido. En aquel momento manifestó tanta ternura para con él, que el doctor, considerando cuanto había pasado, quedó muy sorprendido, y, queriendo probarla, le dijo que aquella ternura que demostraba no era recíproca, puesto que su marido la había abandonado durante todo el proceso. Pero la marquesa le interrumpió, diciendo:
—Padre mío, es preciso no juzgar las cosas por las apariencias. Brinvilliers ha velado siempre por mis intereses, y no me ha fallado sino cuando ya nada podía hacer. Nuestra correspondencia siguió sin interrupción durante todo el tiempo que estuve fuera del reino, y no dudéis que hubiese venido a París en cuanto se enteró de mi prisión, si sus negocios le hubiesen permitido hacerlo con seguridad. Pero sabed que está abrumado de deudas, y que no puede dejarse ver aquí sin que sus acreedores le hagan prender. No, no: creed que no es insensible a mi desgracia.
Dicho esto se puso a escribir la carta, y cuando la hubo concluido, la presentó al doctor, diciéndole:
—Señor, hasta la hora de mi muerte, sois vos el dueño absoluto de mis sentimientos. Leed esta carta y si encontráis algo en ella que deba mudarse, decídmelo.
He aquí la carta, tal como la escribió:
«Ha llegado el momento en que voy a entregar mi alma a Dios, y he querido antes aseguraros de la amistad que os profeso, y que será toda vuestra hasta el último momento de mi vida. Os pido perdón por todo lo que he hecho contra vos. Muero con la muerte ignominiosa que me han reservado mis enemigos. Yo los perdono de todo corazón, y os ruego que los perdonéis también. Espero igualmente que me perdonaréis la infamia que va a recaer sobre vuestro apellido, pero pensad que es corto el tiempo que permanecemos en la tierra, y que dentro de poco, tal vez, tendréis que comparecer ante Dios a darle estrecha cuenta de todas vuestras acciones, hasta de las palabras ociosas, cual yo voy a hacerlo ahora. Cuidad de vuestros negocios temporales y de nuestros hijos, dándoles vos mismo el ejemplo: consultad para eso a madame Marillac y a madame Cousté.
»Haced rezar por mi alma tantas misas como os sea posible, y estad seguro de que muero enteramente vuestra.
D’AUBRAY
El doctor, después de haber leído atentamente esta carta, hizo observar a la marquesa la inoportunidad de una de las frases que contenía, la que se refería a sus enemigos.
—Señora —le dijo—, no tenéis otros enemigos que vuestros crímenes; aquellos a quienes designáis bajo este nombre, son los que aprecian la memoria de vuestro padre y hermanos, y que por lo mismo deberíais estimar.
—Pero señor —respondió la marquesa—, ¿los que han precipitado mi muerte dejan acaso de ser mis enemigos? ¿Y no es un sentimiento cristiano perdonarles su persecución?
—Señora —replicó el doctor—, ellos no son enemigos vuestros. Vos sois el enemigo del género humano, y nadie lo es vuestro, porque no puede pensarse en vuestro crimen sin horror.
—Por eso, padre mío —dijo ella—, no conservo ningún resentimiento contra ellos, y quisiera ver en el paraíso a las personas que más contribuyeron a prenderme y a conducirme aquí.
—¿Qué queréis decir con eso, señora? —respondió el doctor—. Esto es lo que comúnmente suele decirse cuando se desea la muerte a alguien. Explicaos pues, os lo suplico.
—Dios me libre, padre mío, de entenderlo así —replicó la marquesa—. Dios les dé, al contrario, larga prosperidad en esta vida y dicha y gloria infinitas en la otra. Servíos dictarme, pues, otra carta, y la escribiré como gustéis.
Después de escrita la nueva carta, la marquesa ya no quiso pensar en otra cosa más que en su confesión. Para ello, rogó al doctor que tomase la pluma, porque —le dijo—, he cometido tantos pecados y tantos crímenes que con una simple confesión verbal no estaría segura de la exactitud de la cuenta.
Entonces se arrodillaron ambos para implorar al Espíritu Santo, y después de haber rezado un Veni Creator y una Salve Regina, el doctor se levantó y se sentó enfrente de una mesa, mientras la marquesa arrodillada rezaba un Confíteor y empezaba su confesión.
El padre Chavigny, que era el que había acompañado por la mañana al doctor Pirot, se presentó a las nueve de la noche; y, aunque esta visita incomodó un tanto a la marquesa, le recibió esta, sin embargo, con el semblante risueño.
—Padre mío —le dijo—, no esperaba veros tan tarde. Perdonad si os suplico que me dejéis todavía algunos instantes con el señor —el padre se retiró—. ¿A qué ha venido? —preguntó entonces la marquesa, volviéndose al doctor.
—Para que no estéis sola.
—¡Cómo!, ¿qué vais a dejarme? —respondió la marquesa con un sentimiento que indicaba hasta terror.
—Haré lo que gustéis, señora —respondió el doctor—, pero si me permitieseis retirarme a mi casa por algunas horas, os lo agradecería; entre tanto el padre Chavigny os acompañará.
—¡Ah, señor! —exclamó ella—, así que os vais después de haberme prometido que no me dejaríais hasta el último instante. Esta mañana os he visto por primera vez, y desde luego habéis logrado más influencia en mi corazón que ninguno de mis antiguos amigos.
—Señora —respondió el doctor—, haré lo que queráis. Si os pedía un momento de reposo, era sólo para volver a emprender mañana con más vigor la misión de que estoy encargado, y prestaros un servicio mucho más eficaz de lo que pudiera en otro caso. Sin tomarme ningún descanso, todo cuanto pueda deciros será lánguido. Vos suponéis que mañana sobrevendrá vuestra muerte. Quizá acertéis, en cuyo caso mañana ha de ser vuestro gran día, vuestro día decisivo, y vos y yo tendremos necesidad de todas nuestras fuerzas. Hace ya trece o catorce horas que estamos trabajando juntos para vuestra salvación. Mi complexión es bastante débil, y mucho me temo, señora, que si no me concedéis un poco de descanso, me falte mañana la fortaleza necesaria para asistiros hasta el fin.
—Lo que acabáis de manifestarme, señor —dijo la marquesa—, me convence. En efecto, el día de mañana será para mí mucho más importante que el de hoy, y ciertamente no soy razonable. Es preciso que descanséis esta noche. Concluyamos tan sólo este artículo y repasemos lo escrito.
Iba a retirarse el doctor, cuando trajeron la cena, y la marquesa no permitió que se fuera sin tomar un bocado. Mientras tanto, dijo ella al conserje que pidiese un coche y lo pusiese en su cuenta. En cuanto a ella, tomó un caldo y dos huevos. Un instante después, volvió a entrar el conserje, diciendo que el coche estaba dispuesto, la marquesa se despidió entonces del doctor, haciéndole prometer que rogaría por ella, y que a las seis del día siguiente estaría en la conserjería. El doctor le dio palabra de que así lo haría.
Al día siguiente, al entrar en la torre, encontró al padre Chavigny, que le había reemplazado durante la noche, junto a la marquesa, arrodillado con ella y rezando una oración. El sacerdote lloraba, pero la marquesa conservaba su entereza, y le recibió con un semblante igual al que tenía cuando la dejó. El padre Chavigny, tan pronto como vio al doctor, se retiró. La marquesa se encomendó a sus oraciones, y quiso hacerle prometer que volvería, aunque el padre no se comprometió a ello. La marquesa, dirigiéndose entonces al doctor, le dijo:
—Señor, veo que sois puntual y en verdad que no puedo quejarme de vuestra puntualidad; pero, sabe Dios, cuánto os he echado de menos, y cuánto han tardado hoy en dar las seis.
—Pues aquí me tenéis, señora —respondió el doctor—. Pero, ante todo, decidme, ¿cómo habéis pasado la noche?
—He escrito tres cartas —respondió la marquesa—, que, aunque cortas, me han ocupado mucho tiempo: una para mi hermano, otra para la señora de Marillac, y la tercera para el señor Cousté. Habría deseado enseñároslas, pero el padre Chavigny se ha ofrecido a encargarse de ellas, y como las ha hallado corrientes, no me he atrevido a hablarle de mi escrúpulo. Después —continuó la marquesa—, hemos hablado un rato, y hemos orado. Luego, sintiéndome cansada, he pedido al padre que me permitiera echarme un poco sobre la cama. Así que he descansado dos horas largas sin sueño ni inquietud. Cuando he despertado, hemos rezado algunas oraciones que concluíamos cuando habéis entrado.
—Y bien, señora —dijo el doctor—, si os parece podremos continuarlas: arrodillaos y recemos el Veni Sancte Spiritus.
La marquesa obedeció al momento y rezó aquella oración con mucho fervor. Luego, acabada la oración, M. Pirot tomó la pluma y se preparó para continuar escribiendo la confesión. Pero antes, la marquesa le dijo:
—Señor, permitid que antes de proseguir os exponga una duda que me inquieta. Ayer me infundisteis grandes esperanzas en la misericordia de Dios; sin embargo, no tengo la presunción de creer que pueda salvarme sin permanecer antes muchísimo tiempo en el purgatorio: mi crimen es demasiado atroz para que pueda esperar su perdón sin esta condición. Y, aunque sintiese hacia Dios un amor infinitamente mayor del que puedo sentir, no podría aspirar a ser recibida en el Cielo sin pasar por el fuego que debe purificar mis manchas, y sin sufrir las penas merecidas por mis pecados.
Pero he oído decir, señor, que la llama de aquel lugar donde las almas no arden sino por un tiempo determinado es en todo parecida a la del infierno, en donde los condenados deben arder por toda una eternidad. Decidme, pues, os suplico, de qué modo puede un alma que entra en el purgatorio en el mismo instante de la separación de su cuerpo saber si el fuego que la devora sin consumirla acabará algún día, ya que el tormento que padece en nada se diferencia del de los condenados, y dado que las llamas que la queman son de la misma calidad que las del infierno. Quisiera, señor, que me explicaseis esto para no tener dudas en aquel terrible trance, y saber desde luego si debo esperar o desesperar.
—Habéis acertado, señora —respondió el doctor—: Dios es demasiado justo para añadir la pena de la duda a la que impone. En el instante en que el alma se separa del cuerpo se efectúa un juicio entre Dios y ella; oye la sentencia que la condena o la palabra que la absuelve; sabe si está en gracia o en pecado mortal; ve si Dios debe arrojarla al infierno para siempre jamás, o si la confina al purgatorio por un tiempo indeterminado. En el momento en que la cuchilla del verdugo os toque, oiréis, señora, esta sentencia, a menos que, ya enteramente purificada en esta vida por el fuego de la caridad, vayáis en el acto, sin pasar por el purgatorio, a recibir la recompensa de vuestro martirio entre los bienaventurados que rodean el trono del Altísimo.
—Es tal, señor, la fe que tengo en vuestras palabras, que ya me parece estar oyendo todo esto: quedo satisfecha.
El doctor y la marquesa volvieron entonces a emprender la confesión que interrumpieran la víspera. La marquesa durante la noche había traído a la memoria algunos artículos que hizo añadir a los anteriores, y continuaron así, deteniéndose el doctor cuando los pecados eran muy grandes para hacerle decir un acto de contrición.
Al cabo de hora y media vinieron a decirle que bajase, porque el escribano de cámara la esperaba para leerle la sentencia. Recibió esta noticia con mucha calma, permaneciendo arrodillada como estaba. Se limitó a volver la cabeza para decir, sin alteración alguna en su voz:
—Al momento. Permitidme una palabra con el señor, y luego estoy a vuestras órdenes.
Continuó, efectivamente, dictando al doctor el fin de su confesión con suma tranquilidad, y cuando creyó haber acabado, le suplicó que la acompañase a rezar una breve oración, para que Dios le concediese delante de los jueces, a quienes había escandalizado, un arrepentimiento igual a su pasada osadía. Cuando hubieron concluido, cogió su velo y un libro de oraciones que el padre Chavigny le había dejado, y siguió al conserje, que la condujo hasta el cuarto del tormento, donde se le debía leer la sentencia.
Se empezó por el interrogatorio acostumbrado, que duró cinco horas, y en el cual dijo la marquesa todo cuanto había prometido decir, negando que tuviese cómplices y afirmando que desconocía tanto la composición de los venenos que administraba como su antídoto. Concluido el interrogatorio, viendo los jueces que no podrían sacar otra cosa, indicaron al escribano que leyese la sentencia. Ella la escuchó en pie. Estaba concebida en estos términos: «Visto por el tribunal, salas primeras de Alcaldes, etc., a consecuencia de la sentencia requerida por dicha d’Aubray de Brinvilliers, el parecer del fiscal de S. M., interrogada la susodicha d’Aubray sobre los casos que resultan del proceso, el tribunal ha declarado y declara a la mencionada d’Aubray de Brinvilliers confesa y convicta de haber envenenado a su padre el señor Dreux d’Aubray, y hecho envenenar a sus hermanos los señores d’Aubray, lugarteniente civil el primero, y consejero en el Parlamento el segundo, y atentado contra la vida de su hermana Teresa d’Aubray; en reparación de lo cual ha condenado y condena a la antedicha d’Aubray de Brinvilliers a dar una pública satisfacción delante de la puerta principal de la iglesia de París, donde será conducida en un carretón, con los pies descalzos, una soga al cuello y sosteniendo en sus manos un hacha encendida de dos libras de peso, y allí, arrodillada, dirá y declarará que ha envenenado a su padre, hecho envenenar a sus dos hermanos y maquinado contra la vida de su hermana, por maldad, por venganza y para apoderarse de sus bienes, de lo cual debe decir que se arrepiente, pidiendo perdón a Dios, al Rey, y a la Justicia. Y hecho esto, será llevada y conducida en el mencionado carretón a la plaza de la Greve de esta ciudad, para ser allí decapitada sobre un cadalso, que se erigirá al efecto en dicha plaza. Su cuerpo será quemado y aventadas sus cenizas. Previamente se le aplicará el tormento ordinario y extraordinario para que revele sus cómplices. Por otra parte, la declara privada de las sucesiones de los dichos su padre, hermanos y hermana, desde el día en que los dichos crímenes fueron por ella cometidos, y además confiscados todos sus bienes adquiridos a favor de quien corresponda en justicia, después de haberse satisfecho de sus dichos bienes y demás no comprendidos en la confiscación, una multa de cuatro mil libras para el rey; cuatrocientas libras para decir misas en sufragio de las almas de los referidos padre y hermanos, en la capilla de la consejería; diez mil libras de indemnización a la señora Mangot, y las costas del proceso, incluyendo las causadas por el del susodicho Amelin, llamado Lachaussee.
»Dado en el Parlamento a 16 de julio de 1676».
La marquesa escuchó su sentencia hasta el fin sin manifestar pavor ni debilidad.
—Caballero —dijo dirigiéndose al escribano de cámara—, tened la bondad de volver a leer la sentencia. El carretón, que ciertamente no esperaba, me ha sorprendido de tal suerte que no he oído nada de lo demás.
El escribano volvió a leer la sentencia, y como desde aquel instante la marquesa pertenecía al ejecutor, se presentó este. Reconociólo la marquesa al ver que traía una cuerda en las manos, y le alargó al momento las suyas, mirándole impasible de pies a cabeza sin decir una palabra. Entonces se retiraron los jueces unos tras otros y se trajeron los diferentes aparatos del tormento. La marquesa paseó la vista sin alterarse sobre aquellos caballetes y aquellas terribles argollas que habían dislocado tantos miembros y arrancado tantos gritos, y divisando los tres cubos de agua preparada para ella, se dirigió al escribano, porque no quería hablar con el verdugo, diciéndole con una sonrisa:
—¿Para qué tanta agua, caballero, pretendéis ahogarme? Porque a la vista de mi estatura no es probable que pueda engullirla toda.
El verdugo, sin responderle, empezó por quitarle su chal y sucesivamente las demás piezas del vestido, hasta desnudarla enteramente. Luego la condujo junto a la pared y la hizo sentar en el caballete del tormento ordinario, que tenía poco más de medio metro de alto.
Allí preguntaron de nuevo a la marquesa por el nombre de sus cómplices, cuál era la composición del veneno y cuál el antídoto para combatirlo, pero respondió lo mismo que al doctor Pirtos, añadiendo solamente:
—Si no me creéis bajo mi palabra, mi cuerpo está en vuestras manos y podéis torturarlo.
Con esta respuesta, el escribano hizo seña al verdugo para que prosiguiera con su cometido.
Este empezó por atar los pies de la marquesa a dos anillos colocados enfrente de ella, el uno junto al otro, fijados en el suelo. Luego, echándole el cuerpo hacia atrás, le ató ambas manos a dos fuertes anillos fijados en la pared, que distaban un metro aproximadamente. De este modo, la cabeza se hallaba a la misma altura que los pies, mientras que el cuerpo, sostenido por un caballete, describía una inédita curva, como si estuviese echado sobre una rueda. Para aumentar más la tirantez de los miembros, el verdugo dio dos vueltas a un manubrio que obligó a los pies, que estaban como a treinta centímetros de los anillos, a aproximarse hasta la mitad.
Aquí también abandonaremos nuestra relación para reproducir el proceso verbal. «Colocada sobre el caballete, y durante el estrujón, ha dicho muchas veces»:
—¡Oh, Dios mío, me matáis! Pero he dicho la verdad.
»Se le ha echado agua, se la ha agitado y removido, y ha dicho estas palabras:
—¡Me matáis!
»Amonestada entonces para declarar a sus cómplices, ha dicho que sólo un hombre le había pedido, hacía unos diez años, un veneno para deshacerse de su mujer, pero que aquel hombre había muerto.
»Se le ha echado agua, se ha meneado y removido un poco, pero no ha querido hablar.
»Se le ha echado agua, se ha meneado un poco y tampoco ha querido hablar.
»Amonestada de nuevo, diciéndole que si no tenía cómplices, por qué había escrito desde la consejería a Penautier, instándole a que hiciese por ella todo cuanto pudiese, atendido a que en este negocio los intereses de ambos eran comunes:
»Ha dicho que nunca había sabido que Penautier estuviese en inteligencia con Saint Croix para sus venenos; y que si decía lo contrario mentiría a su conciencia. Pero que como en la arquilla de Saint Croix se había encontrado un billete dirigido a Penautier, a quien ella había visto frecuentemente con Saint Croix, creyó que la amistad que reinaba entre ambos podía extenderse hasta el comercio de venenos; que, en esta duda, se había arriesgado a escribirle como si fuera cierto, persuadida de que este paso en nada podría perjudicarle; porque, o Penautier era cómplice de Saint Croix, o no lo era: si lo primero, debía creer que ella podía comprometerle, y por consiguiente haría todo lo imaginable para librarla de manos de la justicia; y si lo segundo, su carta no sería más que una carta perdida.
»Se le ha echado agua otra vez, se le ha meneado y removido mucho, pero ha repetido que sobre este punto nada más podía añadir a lo que ya había dicho, porque si otra cosa decía, cargaría su conciencia».
Concluido el tormento ordinario, la marquesa había ya engullido la mitad de aquella agua que le pareciera suficiente para ahogarla. El verdugo descansó para proceder al tormento extraordinario. En consecuencia, sustituyó el caballete sobre el cual estaba tendida por otro de un metro, que hizo pasar por debajo de los riñones, dando al cuerpo mayor combadura. Y como esta operación se hizo sin aflojar la cuerda, los miembros tuvieron que dilatarse de nuevo, y las ataduras, estrechándose alrededor de las muñecas y de los tobillos, penetraron en las carnes hasta el punto de hacer manar la sangre. El tormento, que había sido interrumpido por las preguntas del escribano y las respuestas de la paciente, volvió a empezar. Y en cuanto a sus gritos, parecía que ni los oían siquiera.
«Puesta sobre el gran caballete, y durante el estirón, ha dicho muchas veces:
»—¡Oh, Dios mío!, ¡me desmembráis! ¡Perdón, Señor! ¡Tened compasión de mí!
»Requerida si tenía otra cosa que decir sobre sus cómplices:
»Ha contestado que podían matarla, pero que no diría una mentira, que sería la perdición de su alma.
»Por lo cual se le ha echado agua, se le ha meneado y se ha doblado un poco, pero no ha querido hablar.
»Amonestada para que revelase la composición de sus venenos y el antídoto que les era propio:
»Ha dicho que ignoraba las sustancias de que se formaban; que sólo se acordaba de que entraban sapos en su composición; que Saint Croix nunca le había revelado el secreto, aunque opinaba que el boticario Glazer, y no Saint Croix, era quien los preparaba; que se acordaba de que algunos de ellos no eran otra cosa que arsénico enrarecido; que en cuanto al contraveneno, no conocía otro que la leche; que Saint Croix le había dicho que con tal que se hubiese bebido de ella por la mañana, y se tomase una taza a los primeros síntomas que se experimentasen, nada había que temer.
»Requerida a que dijese si tenía alguna cosa que añadir:
»Ha dicho que había confesado todo cuanto sabía, que ahora podían matarla, pero que ya no diría nada más.
»Por lo que se le ha echado agua, se la ha agitado un poco y ha dicho que se moría, pero no ha querido hablar.
»Se le ha echado agua y se le ha meneado y removido, mas inútilmente.
»Al echarle otra vez, agua, sin tocarla ni removerla, ha exclamado:
»—¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ¡Soy muerta!
»Pero no ha querido hablar más.
»Por lo cual, dejando de atormentarla, se la ha desatado, bajado y conducido cerca del luego, del modo acostumbrado».
Junto a aquel fuego, que ardía en la chimenea del conserje, y tendida sobre el colchón del tormento, fue como la volvió a encontrar el doctor, quien no sintiéndose con bastantes fuerzas para presenciar semejante espectáculo, le había pedido el permiso de dejarla para decir en su auxilio una misa, a fin de que Dios le concediese paciencia y fortaleza.
Ya se ha visto que el digno sacerdote no había orado en vano.
—¡Ah!, señor —le dijo la marquesa apenas le vio—, hace mucho tiempo que deseaba volveros a ver para consolarme con vos. ¡Qué largo y doloroso ha sido el tormento! Pero es la última vez que he de tratar con los hombres, y ahora ya sólo debo ocuparme de Dios. Mirad mis manos, señor, mirad mis pies, ¿no es verdad que están desgarrados y magullados, y que el verdugo me ha herido en los mismos lugares del cuerpo en dónde lo fue Jesucristo?
—De este modo, señora —respondió el sacerdote—, estos dolores son en este momento una felicidad para vos: cada tormento es un grado que os aproxima al cielo. Así, pues, es menester, como vos decís, no ocuparos sino de Dios; es preciso dirigirle todos vuestros pensamientos y todas vuestras esperanzas. Debéis pedirle, como el rey penitente, que os conceda un lugar en el cielo entre sus elegidos; y como nada impuro puede penetrar allí, trabajemos, señora, para quitar de vos todas las manchas que pudieran impediros la entrada.
Entonces la marquesa se levantó ayudada del doctor, pues apenas podía sostenerse, y se adelantó bamboleando entre él y el verdugo, pues este último, que se había apoderado de ella luego de haberle leído la sentencia, ya no debía dejarla hasta después de ajusticiada. Entraron los tres en la capilla, y penetrando en el recinto del coro, el doctor y la marquesa se arrodillaron para adorar al Santo Sacramento. En aquel instante, algunas personas curiosas se presentaron en la nave de la capilla, y como distrajeran a la marquesa, el verdugo cerró la reja del coro e hizo pasar a la penitente detrás del altar. Allí se sentó en una silla, y el doctor se sentó en un banco situado al lado opuesto, enfrente de ella. Sólo entonces fue cuando, al mirarla a la luz de la ventana de la capilla, notó el cambio que se había efectuado en ella. Su semblante, que regularmente era pálido, estaba inflamado, sus ojos ardientes y calenturientos, y todo su cuerpo tiritaba con inusitados estremecimientos. El doctor quiso decirle algunas palabras para consolarla, pero ella, sin escucharle:
¿Sabéis, señor —le dijo—, que mi sentencia es muy ignominioso e infamante? ¿Sabéis que hay fuego en ella?
El doctor no le contestó; pero, ocurriéndosele que tendría necesidad de tomar algo, dijo al verdugo que trajera un poco de vino. En breve se presentó el carcelero con una taza en la mano. El doctor la ofreció a la marquesa, que humedeció en ella sus labios y se la devolvió al instante. Luego, advirtiendo que tenía el seno descubierto, tomó su pañuelo para cubrirse y pidió al carcelero un alfiler para prenderlo. Como este tardase en dárselo, mirando si lo tenía, creyó ella que quizá temiera que se lo pedía para tragárselo. Moviendo la cabeza con una triste sonrisa, dijo:
—¡Ah!, nada tenéis que temer ahora, y aquí está el señor que os saldrá garante de que no quiero hacerme ningún daño.
—Señora —le dijo el carcelero entregándole lo que pedía—, perdonadme si os he hecho aguardar. No ha sido porque desconfiase de vos, os lo juro.
Entonces, arrodillándose delante de ella, le pidió que le diera su mano a besar. Ella se la dio al momento, diciéndole que rogase a Dios por ella.
—¡Oh!, sí —exclamó él sollozando—, lo haré con todo mi corazón.
Entonces ella se prendió el alfiler del mejor modo que pudo, teniendo las manos atadas. Cuando se hubo retirado el carcelero, y encontrándose sola con el doctor, le dijo por segunda vez:
—¿No lo habéis oído, doctor? Os he dicho que había fuego en mi sentencia. ¡Fuego!… ¿Lo comprendéis? Y aunque en ella se dice que mi cuerpo no será quemado sino después de mi muerte, siempre será una gran infamia para mi memoria. Me evitan el dolor de ser quemada viva, y me salvan así, tal vez, de una muerte desesperada; pero siempre queda la afrenta, y en la afrenta es en lo que pienso.
—Señora —le dijo el doctor—, a vos os debe ser indiferente que vuestro cuerpo sea arrojado al fuego y reducido a cenizas, o puesto en la tierra y devorado por los gusanos; que lo arrastren y lo arrojen en un muladar, o que lo embalsamen con los perfumes del Oriente, y que lo depongan en un rico sepulcro. De cualquier modo que acaba, resucitará el día señalado, y si está destinado para ir al cielo, saldrá de sus cenizas más glorioso que muchos regios cadáveres que duermen en este momento en féretros dorados. Las exequias son para los que sobreviven, señora, y no para los que mueren.
En este momento se oyó algún rumor en la puerta del coro. El doctor fue a ver lo que era, y vio que un hombre pugnaba por entrar, luchando casi con el verdugo. Se acercó entonces, y preguntó qué sucedía: era un sillero a quien la señora de Brinvilliers había comprado un coche antes de su partida de Francia y le había pagado una gran parte, quedándole a deber unas mil doscientas libras. Traía el vale que la marquesa le había firmado, y en el cual estaban fielmente anotadas las diferentes partidas que de ella había recibido a cuenta. Entonces la marquesa, no sabiendo lo que pasaba, llamó; el doctor y el verdugo acudieron al punto.
—¿Vienen ya a buscarme? —les dijo—, no me hallo todavía bastante preparada; pero no importa, estoy dispuesta.
El doctor la tranquilizó y le refirió lo que sucedía.
—Tiene razón ese hombre —respondió ella—. Decidle —continuó, dirigiéndose al verdugo—, que daré mis órdenes en cuanto pueda para que sea satisfecho.
Luego viendo que el verdugo se alejaba:
—Señor —dijo al doctor—, ¿ha llegado ya la hora de marchar? Mucho favor me harían en darme un poco más de tiempo. Porque si bien estoy dispuesta, como os decía, no estoy del todo preparada. Perdonadme, padre mío —añadió—, pero este tormento y esta sentencia me han trastornado enteramente: ese fuego brilla siempre ante mis ojos como el del infierno. Mucho mejor habría sido para mi salvación que durante todo este tiempo me hubiesen dejado sola con vos.
—Señora —respondió el doctor—, probablemente tendréis tiempo, a Dios gracias, hasta la noche para recobraros y pensar en lo que falta por hacer.
—¡Oh!, no creáis esto, señor —dijo ella con una sonrisa—; no tendrán tantas consideraciones con una infeliz condenada al fuego; no depende eso de nosotros. Cuanto todo esté dispuesto, vendrán a avisarnos que ya es hora, y tendremos que marchar.
—Puedo responderos, señora —replicó el doctor—, que se os concederá el tiempo necesario.
—No, no —dijo ella con un acento comprimido y febril—, no quiero que me esperen; cuando el carretón esté en la puerta, bastará indicármelo, y bajaré.
—Señora —respondió el doctor—, yo no os detendría si os viese bastante dispuesta a comparecer ante Dios, porque en vuestra situación es un acto de piedad no pedir tiempo y partir cuando llegue la hora. Pero no están todos tan bien preparados que puedan hacer como Jesucristo, que dejó su oración y despertó a sus apóstoles para salir del jardín y marchar al encuentro de sus enemigos. Vos estáis débil en este momento, y aunque viniesen a buscaros, yo me opondría a vuestra partida.
—Tninquilizaos, señora, el momento no ha llenado todavía —dijo el verdugo, sacando la cabeza junto al altar, que había oído la conversación y, creyendo su testimonio irrecusable, quería, en cuanto pudiese, infundir ánimo a la marquesa—. No corre prisa, y todavía os quedan de dos a tres horas.
Esta seguridad sosegó un poco a la marquesa de Brinvilliers. Después de dar las gracias al verdugo, se volvió al doctor, diciéndole:
—Aquí tengo, doctor, un rosario que no quisiera que cayese en manos de ese hombre. No porque crea que no puede hacer buen uso de él, pues a pesar del oficio que ejercen creo que esas gentes son cristianas como nosotros, ¿no es verdad? Pero no importa, preferiría dejarlo a otro cualquiera.
—Señora —respondió el doctor—, decidme a quién deseáis que lo entregue.
—No tengo, ¡ay de mí!, a nadie más que una hermana a quien pueda dejarlo. Pero temo que al acordarse del crimen que medité contra ella, se horrorice de tocar cuanto me haya pertenecido. Con todo, si esto no la incomodase, sería para mí un gran consuelo la idea de que lo llevara después de mi muerte, y que su vista le recordara que debe rogar por mí… Pero después de lo que ha pasado entre nosotras, este rosario no será para ella sino el emblema de una memoria odiosa. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Cuan criminal soy! ¿Os dignaréis perdonarme?
—Creo que os engañáis, señora —respondió el doctor—, en lo tocante a la señorita d’Aubray: ya habéis podido conocer por la carta que os ha escrito cuáles son sus sentimientos respecto a vos. Rezad pues con este rosario hasta vuestra última hora. Rezad sin descanso y sin distraeros, como conviene a una criminal que se arrepiente, y os respondo, señora, que el rosario lo entregaré yo mismo, y que será bien recibido.
Y la marquesa, que después del interrogatorio había estado constantemente distraída, se puso de nuevo, gracias a la paciente caridad del doctor, a rezar con tanto fervor como antes.
Estuvo rezando hasta las siete, y en ese preciso momento vino el verdugo y se puso delante sin decir nada. Ella comprendió que había llegado la hora, y asiendo del brazo al doctor:
—Un momento todavía —dijo—, un instante os suplico.
—Señora —respondió el doctor, levantándose—, vamos a adorar la divina sangre en el sacramento, y a rogarle que os purifique de todo lo que sea mancha y pecado, y así conseguiréis el plazo que deseáis.
El verdugo le apretó entonces las cuerdas de las manos que antes había dejado flojas y casi fluctuantes, y ella fue con paso firme a arrodillarse delante del altar entre el capellán de la consejería y el doctor. El capellán, vestido con un sobrepelliz, entonó en alta voz el Veni Creator, el Salve Regina y Tantum ergo. Concluidas estas preces le dio la bendición del Santísimo Sacramento, que recibió de rodillas y con el rostro pegado en el suelo. Después, salió de la capilla, apoyada del lado izquierdo por el doctor y del derecho por el criado del verdugo. En esta salida fue cuando experimentó su primera confusión. Diez o doce personas la aguardaban; y como se encontró de repente frente de ellas, dio un paso atrás, y con las manos atadas procuró taparse la cara con la toca que le cubría la cabeza, y lo consiguió en parte. En seguida pasó por un portillo que se cerró detrás de ella, de manera que se encontró sola entre dos rejillas, con el doctor y el criado del verdugo. Entonces, de resultas de la violencia que había tenido que hacer para taparse la cara, se desenebró el rosario, y algunas cuentas rodaron por el suelo. Sin embargo, continuó adelantándose sin prestar atención; pero el doctor la detuvo y se puso a recoger las cuentas con el criado del verdugo, quien reuniéndolas en su mano, las puso en las de la marquesa, la cual le dio las gracias con humildad por su atención:
—Señor —le dijo—, ya sé que nada poseo en este mundo, que cuanto traigo encima os pertenece, y que nada puedo dar sin vuestro permiso, pero os suplico que no toméis a mal que antes de morir dé este rosario al señor: no perderéis mucho en ello, porque es de poco valor y sólo se lo doy para que lo ponga en manos de mi hermana. Permitidme, pues, os suplico, que así lo haga.
—Señora —respondió el criado—, aunque los vestidos de los sentenciados nos pertenecen de costumbre, sois dueña de disponer de cuanto lleváis, y aun cuando este rosario fuese de más valor, podríais hacer de él lo que gustaseis.
El doctor, que le daba el brazo, sintió que se estremecía al oír esta fineza de parte del criado del verdugo, la cual, teniendo en cuenta el carácter altanero de la marquesa, temía que fuera para ella la cosa más humillante que se pueda imaginar; pero, con todo, este sentimiento, si lo experimentó, fue interior, y su semblante nada reveló. En ese momento se encontró en el vestíbulo de la consejería, entre el patio y el primer portillo, en donde la hicieron sentar para ponerla en el estado en que debía presentarse para la pública satisfacción.
Como a cada paso que daba se acercaba al cadalso, cada acontecimiento le causaba la más viva inquietud. Volvióse con angustia, y vio al verdugo con una camisa en la mano, en aquel momento se abrió la puerta del vestíbulo, y entraron en él como cincuenta personas, entre las cuales estaban la señora condesa de Soissons, la señora del Refugio, la señorita de Sandery, M. de Roquelaure y el señor abate de Chimay. Al verlos, la marquesa se puso colorada de vergüenza, e inclinándose hacia el doctor:
—Señor —le dijo—, ¿este hombre va a desnudarme por segunda vez, como lo hizo en el cuarto del tormento? Todos estos preparativos son harto crueles, y a pesar mío me desvían de Dios.
Oyóla el verdugo, y aunque había hablado muy bajo, la tranquilizó, diciéndole que nada le quitarían, y que le pondrían la camisa sobre sus vestidos. Entonces se acercó a ella, y como él estaba a un lado y su criado en el otro, la marquesa, que no podía hablar con el doctor, le expresaba con sus miradas cuan profundamente sentía toda la ignominia de su situación. En seguida, cuando el verdugo le puso la camisa, en cuya operación tuvo que desatarle las manos, le levantó su tocado, que ella había hecho caer, como ya hemos dicho, se lo anudó al cuello, le ató nuevamente las manos, y le pasó una cuerda por la cintura y una soga alrededor del cuello. Luego arrodillándose delante de ella, le quitó los chapines y las medias. Entonces, alargando las manos hacia el doctor:
—¡Oh, señor! —exclamó—, ya veis como soy tratada. ¡Por Dios, acercaos y consoladme!
El doctor se le reunió al punto, y probó a alentarla, sosteniéndole la cabeza sobre su pecho.
—¡Oh, señor! —dijo ella, echando una mirada sobre toda aquella gente que la devoraba con los ojos—, ¿no es demasiado bárbara y extraña esta curiosidad?
—Señora —le respondió el doctor, con lágrimas en los ojos—, no atribuyáis el conato de estas gentes por el lado de la barbarie y de la curiosidad, aunque tal vez sea su lado verdadero: tomadlo más bien como una afrenta que Dios os envía en expiación de vuestros crímenes. Dios, siendo inocente, tuvo que pasar por aprobios mucho mayores, y sin embargo los sufrió con alegría, porque, como dice Tertuliano, «fue una víctima que se engordó en el deleite de los dolores».
Apenas el doctor hubo concluido estas palabras, el verdugo puso el hacha encendida en manos de la marquesa, para que la llevase hasta Notre Dame, en donde tenía que dar la pública satisfacción. Como era muy pesada, el doctor la sostuvo con la mano derecha, mientras el escribano le leía la Sentencia por segunda vez, y el doctor hacía cuanto podía para que no la oyese, hablándole de Dios sin cesar. Sin embargo, se puso tan sumamente pálida cuando el escribano le volvió a leer estas palabras: «Hecho esto será llevada y conducida en un carretón, con los pies descalzos, una soga al cuello, y llevando en sus manos un hacha encendida de dos libras de peso», que el doctor no pudo dudar de que las había oído, no obstante sus esfuerzos. Mucho peor fue todavía cuando llegó al umbral del vestíbulo y vio el gran tropel de gente que la esperaba en el patio. Entonces se paró de improviso con el rostro convulsivo, apoyándose en sí misma, como si hubiese querido hundir sus pies en la tierra:
—Señor —dijo al doctor con un acento fiero y lamentable a la vez—; señor, ¿sería posible que después de lo que está pasando, el marqués de Brinvilliers tuviese la cobardía de quedar en este mundo?
—Señora —respondió el doctor—, cuando Nuestro Señor tuvo que dejar a sus apóstoles, no rogó a Dios que los quitase de la tierra, sino que los preservase de caer en el vicio. «Padre mío, dijo, no os pido que los quitéis del mundo, sino que los preservéis de mal»; por consiguiente, señora, si queréis pedir alguna cosa a Dios para el marqués de Brinvilliers, sea tan solo para que lo mantenga en su gracia, si está en ella, o se la conceda en caso contrario.
Pero estas palabras eran inútiles. En aquel instante la infamia era demasiado pública: arrugóse su rostro, frunciéronsele las cejas, echó llamas por los ojos, torciósele la boca, todo su ademán era terrible, y el demonio apareció un instante bajo la cubierta que lo envolvía. Durante este paroxismo, que duró como un cuarto de hora, fue cuando Lebrun, que estaba junto a ella, se impresionó de su fisonomía, conservando de ella un recuerdo tal, que la noche siguiente, no pudiendo dormir y teniendo sin cesar aquella figura ante los ojos, hizo el bello dibujo que está en el Louvre, y en frente de este dibujo, una cabeza de tigre, para manifestar que los lineamientos principales eran idénticos.
Este retraso en la marcha había sido ocasionado por la extraordinaria multitud que ocupaba el patio, y que no abrió paso hasta que se presentaron los alguaciles a caballo para despejar. Entonces pudo salir la marquesa, y para que su vista no se extraviase más en aquel gentío, el doctor le puso un crucifijo en las manos, mandándole que no apartase los ojos de él. Esto fue lo que hizo hasta llegar a la puerta de la calle, en donde le aguardaba el carretón. Y allí se vio precisada a poner los ojos en el objeto infame que tenía delante.
Este carretón era cabalmente uno de los más pequeños que pueden verse, sin asiento, con un poco de puja echada en el fondo, y conservando todavía los rastros del lodo y de las piedras que había transportado. Y el pésimo rocín de que iba tirado, completaba maravillosamente la ignominia de aquel equipaje.
El verdugo la hizo subir primero, lo cual ella ejecutó con bastante fuerza y rapidez, como para huir de las miradas de los que la rodeaban, y se acurrucó, como un animal montés, en el ángulo izquierdo, sentada sobre la paja y vuelta hacia atrás. El doctor subió en seguida y se sentó junto a ella en el ángulo derecho; luego subió el verdugo, cerró la tabla de detrás y se sentó encima, entrelazando sus piernas con las del doctor. En cuanto al criado, que estaba encargado de guiar el caballo, se sentó en el travesaño de delante, dando la espalda a la marquesa y al doctor, con los pies separados y apoyados en las dos varas. En esta posición, que explica por qué madame de Sevigné, que estaba sobre el puente de Notre Dame con la Buena Descars, no vio más que un gorro, fue como la marquesa emprendió la marcha para Notre Dame.
No bien hubo dado la comitiva algunos pasos, cuando el semblante de la marquesa, que había recobrado un poco de tranquilidad, se trastornó de nuevo; sus ojos, que estaban constantemente fijos en el crucifijo, lanzaban fuera del carretón miradas de fuego, y pronto volvieron a tomar un carácter de turbación y extravío que espantó al doctor, quien, reconociendo que algo le habría impresionado, y queriendo mantener la calma en su espíritu, le preguntó qué había visto.
—Nada, señor, nada —respondió ella con viveza y volviendo sus miradas hacia al doctor—, no es nada.
—Pero señora —le dijo él—, os desmienten vuestros ojos, pues se ve en ellos desde hace un momento un fuego muy distinto del de la caridad, que sólo la vista de algún objeto molesto puede haberlo causado. ¿Cuál puede ser? Hacedme el favor de decírmelo, porque me habéis prometido que me advertiríais de cualquier tentación que os viniese.
—Así lo haré, señor —respondió la marquesa—, pero esto no es nada.
Y luego, dirigiendo de repente la vista al verdugo, que, como hemos dicho, estaba enfrente del doctor:
—Señor —le dijo con precipitación—, señor, colocaos delante de mí, os suplico, y tapadme a aquel hombre.
Y ella extendió sus dos manos atadas hacia un hombre a caballo que seguía el carretón, empujando con aquel movimiento el hacha, que el doctor sostuvo, y el crucifijo, que cayó en el suelo. El verdugo, después de mirar en torno a sí, se puso de lado, como ella lo había pedido, haciéndole señal de inteligencia con la cabeza, y murmurando en voz baja:
—Sí, sí, ya sé lo que es.
Y como el doctor insistiese:
—Señor —le dijo ella—, no es nada que merezca contarse. Ciertamente es una debilidad mía que no pueda ahora soportar la vista de una persona que me ha maltratado. Ese hombre que habéis visto tocar casi con el carretón, es Desgrais, quien me arrestó en Lieja. Y tanto me maltrató durante todo el camino que no he podido, al verle, dominar el sentimiento que habéis advertido.
—Señora —respondió el doctor—, he oído hablar de él, y vos misma me lo habéis citado alguna vez en vuestra confesión, pero considerad que este hombre fue enviado con órdenes severas para prenderos y responder de vos, y, por consiguiente, tenía razón de vigilaros de cerca y de velar con rigor. Aun cuando hubiese empleado más severidad, no habría hecho sino cumplir con su deber. Jesucristo, señora, debía considerar a sus verdugos como ministros de iniquidad que servían a la injusticia, y que además se excedían en crueldad a las órdenes que recibieran, y no obstante sufrió su presencia con mansedumbre y alegría durante todo el camino, y rogó por ellos al morir.
Entonces se suscitó en el ánimo de la marquesa un recio combate, que se reflejó en su rostro, pero que no duró más que un instante, volviendo luego a tomar su semblante un aspecto tranquilo y sereno. Después, dijo:
—Ciertamente, señor, me daña mucho esa susceptibilidad: pido por ello perdón a Dios, y os ruego que os acordéis de ello en el cadalso, cuando me deis la absolución, según me lo habéis prometido, para recibirla así sobre esto como sobre todo lo demás.
Luego, volviéndose al verdugo:
—Amigo —continuó—, ocupad otra vez vuestro puesto y dejad que vea a Desgrais.
El verdugo titubeó en obedecer, pero a una señal que le hizo el doctor, volvió a colocarse como antes. La marquesa fijó la vista durante algunos segundos en Desgrais con sosegado ademán, rezando en voz baja una plegaria por él; y volviendo en seguida los ojos al crucifijo, púsose de nuevo a orar por sí misma: esto sucedió delante de la iglesia de Santa Genoveva de los Ardenes.
Entretanto el carretón, aunque con mucha lentitud, continuaba siempre avanzando, y acabó por entrar en la plaza de Notre Dame. Los alguaciles apartaron entonces al gentío que la llenaba, y el carretón avanzó hasta las escaleras, donde se detuvo. Allí bajó el verdugo, quitó la tabla de detrás, cogió en sus brazos a la marquesa y la puso en el suelo. El doctor bajó tras ella, con los pies entumecidos por la posición forzada en que se había mantenido desde la consejería, subió los escalones de la iglesia, y fue a colocarse a la espalda de la marquesa, que estaba de pie en el atrio delante de la puerta, teniendo un escribano a su derecha y el verdugo a la izquierda; y detrás de ella un inmenso gentío que ocupaba la iglesia, cuyas puertas estaban abiertas de par en par. Después de haberla hecho arrodillar, le entregaron el hacha encendida, que hasta entonces el doctor había llevado casi siempre, y el escribano leyó la pública satisfacción, que llevaba escrita en un papel, y que ella empezó a repetir, pero tan quedo que el verdugo tuvo que decirle en alta voz:
—Repetid lo que os dice el señor, repetidlo todo. ¡Más alto! ¡Más alto!
Entonces, levantando la voz, con no menos entereza que contrición, repitió la declaración siguiente:
«Confieso que por maldad y por venganza envenené a mi padre y he hecho envenenar a mis hermanos, y atentado a la vida de mi hermana para apoderarme de sus bienes, de lo cual pido perdón a Dios, al Rey y a la Justicia».
Concluida la pública satisfacción, el verdugo volvió a tomarla en sus brazos y la transportó al carretón, dejado ya el hacha. El doctor subió después de ella, y cada uno volvió a ocupar el puesto de antes. El carretón prosiguió su camino hacia la Greve: desde ese momento hasta que llegó al cadalso, no apartó jamás la vista del crucifijo que el doctor sostenía con la mano izquierda y que le presentaba incesantemente, exhortándola siempre con piadosas palabras, y probando si podía distraerla de los terribles murmullos que se oían alrededor del carretón, y entre los cuales se distinguían fácilmente no pocas imprecaciones.
Al llegar a la plaza de la Greve, se detuvo el carretón a alguna distancia del cadalso. Entonces el escribano, que se llamaba Drouet, se adelantó a caballo, y dirigiéndose a la marquesa:
—Señora —le dijo—, ¿no tenéis nada más que añadir o que no hayáis manifestado? Porque si tenéis alguna declaración que hacer, los señores comisarios están reunidos en las casas consistoriales dispuestos a recibirla.
—Ya lo oís, señora —dijo entonces el doctor—, estamos en el término del viaje, y, gracias a Dios, no os han abandonado las fuerzas en el camino: no perdáis el fruto de todo lo que ya habéis sufrido y de todo cuanto os queda todavía que sufrir, callando lo que sabéis, si acaso sabéis más de lo que habéis manifestado.
—He dicho cuanto sabía —respondió la marquesa—, y nada más puedo añadir.
—Repetidlo, pues, en alta voz —replicó el doctor—, y haced que todo el mundo lo oiga.
Entonces, la marquesa, levantando la voz tanto como pudo, repitió:
—He dicho cuanto sabía, señor, y nada más puedo añadir.
Concluida esta declaración, el carretón se aproximó al cadalso. Pero la muchedumbre estaba tan apiñada que el criado del verdugo no podía abrirse paso, a pesar de los latigazos que distribuía, y fue preciso detenerse a alguna distancia. En cuanto al verdugo, había ya bajado y estaba acomodando la escalera.
Durante aquel momento de horrible expectación, la marquesa miraba al doctor con aire tranquilo y agradecido, y como se apercibiese de que el carretón se detenía:
—Señor —le dijo—, no es aquí donde debemos separarnos, pues me habéis dado palabra de no dejarme hasta que todo haya concluido: espero que me la cumpliréis.
—Sí —respondió el doctor—, os la cumpliré, señora, y sólo el instante de vuestra muerte será el de nuestra separación: tranquilizaos, pues no os abandonaré.
—Así lo esperaba —respondió la marquesa—, porque vuestra promesa era harto solemne para que ni remotamente imaginase que faltaseis a ella. Hacedme, pues, el favor de subir al cadalso conmigo y a mi lado. Y ahora, siendo ya preciso que os dé el último adiós, antes de que lo olvide con tanto como hay que hacer, permitidme que os dé las gracias desde luego, porque, si estoy dispuesta a sufrir la sentencia de los jueces de la tierra y a escuchar la del juez del cielo, lo debo todo a vuestra piadosa solicitud, lo confieso ingenuamente, y sólo me resta ya suplicaros que me perdonéis las molestias que os he ocasionado: ¿no es verdad que me perdonáis? —añadió.
Al oír estas palabras, el doctor intentó tranquilizarla; pero sabiendo que si abría la boca prorrumpiría en sollozos, se calló. Entonces la marquesa le repitió por tercera vez:
—Os suplico, señor, que me perdonéis, y que no echéis a menos el tiempo que habéis pasado conmigo: decid en el cadalso un De profundis en el instante de mi muerte, y mañana una misa de perdón: me lo prometéis, ¿no es verdad?
—Sí, señora —dijo el doctor con voz bulbuciente—; sí, sí, perded cuidado, haré cuanto me mandáis.
En aquel momento, el verdugo quitó la tabla y sacó a la marquesa del Carretón. Y como dio con ella algunos pasos hacia el cadalso, todas las miradas se fijaron en ellos, y el doctor tuvo un instante para enjugarse sus lágrimas mal reprimidas sin que nadie lo notase; al enjugarse los ojos, el criado del verdugo le alargó la mano para ayudarle a bajar. Entretanto la marquesa subía la escalera, acompañada del verdugo, y al llegar a la plataforma, hizo este que se arrodillara enfrente de un madero colocado a través. Entonces, el doctor, con paso menos firme que ella, fue a arrodillarse a su lado, pero colocado de otra manera a fin de poderle hablar al oído, de manera que la marquesa miraba hacia el río y el doctor a la casa del ayuntamiento. Pasado un instante, el verdugo despeinó a la reo y le cortó los cabellos por detrás y por los lados, haciéndole volver y revolver la cabeza, con bastante brutalidad algunas veces. Y, aunque esta horrible operación duró cerca de media hora, no se la oyó ninguna queja, ni dio otra muestra de dolor que las gruesas y silenciosas lágrimas que dejaba escapar. Cuando hubo cortado los cabellos, el verdugo le rasgó, para descubrirle las espaldas, la parte superior de la camisa que le había puesto por encima de sus vestidos al salir de la consejería. Finalmente le vendó los ojos, y, alzándole la barbilla con la mano, le ordenó que mantuviese la cabeza derecha. Ella obedeció sin resistencia, escuchando siempre lo que le decía el doctor y repitiendo de vez en cuando las palabras más análogas a su situación. Mientras tanto el verdugo examinaba frecuentemente su capa, que había dejado en la parte posterior del cadalso, cabe a la hoguera, y entre cuyos pliegues se veía brillar el puño de un largo sable, que había tenido la precaución de esconder para que no lo viese la marquesa de Brinvilliers al subir al cadalso. Y como, después de haber dado la absolución a la marquesa, viera el doctor que el verdugo todavía no estaba armado, le dijo las siguientes palabras en forma de oración, que ella repitió: «Jesús, hijo de David y de María, tened compasión de mí; María, hija de David y madre de Jesús, rogad por mí; Dios mío, abandono mi cuerpo, que no es más que polvo, y lo dejo a los hombres para que lo quemen, lo reduzcan a cenizas y hagan de él lo que les plazca, con una entera fe de que lo haréis resucitar un día, y que lo reuniréis con mi alma: sólo por ella temo. Tened a bien. Dios mío, que os la entregue, haced que entre en vuestro reposo y recibidla en vuestro seno, a fin de que vuelva al origen de donde ha salido. Viene de vos, que vuelva a vos; ha salido de vos, que vuelva a entrar en vos. Vos sois su origen y su principio, sed, ¡oh. Dios mío!, su centro y su fin».
Acababa estas palabras la marquesa, cuando el doctor oyó un golpe sordo, como el que produce una cuchilla cuando se corta carne sobre un tajo: en el mismo instante cesó la voz. El cuchillo había pasado tan rápidamente que el doctor no la había visto siquiera brillar, y se detuvo también, con los cabellos erizados y con la frente bañada en sudor, porque, como no vio caer la cabeza, creyó que el verdugo había errado el golpe y que le sería preciso repetirlo. Pero duró poco este temor, porque casi en el mismo instante la cabeza se inclinó del lado izquierdo, resbaló sobre la espalda, y de la espalda rodó hacia atrás, mientras que el cuerpo caía hacia adelante sobre el madero que estaba colocado al través, y dispuesto de manera que los espectadores viesen el cuello cortado y sangriento. En el mismo instante el doctor dijo un De profundis, como lo había prometido.
Así que el doctor hubo acabado su plegaria, alzó la cabeza y vio delante de sí al verdugo, que enjugándose el rostro, le decía:
—¡Y bien!, señor doctor, ¿qué os ha parecido? ¿No es un golpe maestro el que acabo de dar? En estas ocasiones nunca he dejado de encomendarme a Dios, y siempre me ha asistido: hace muchos días que esta señora me tenía en cuidado, pero he hecho decir seis misas y he sentido firmes el corazón y la mano.
A estas palabras buscó debajo de su capa una botella que había llevado al cadalso, bebió un trago, y luego, cogiendo debajo de un brazo el tronco de la marquesa vestido como estaba, y con la mano del otro la cabeza, cuyos ojos habían quedado vendados, arrojó lo uno y lo otro sobre la hoguera, a la cual pegó fuego su criado.
«Al día siguiente, dice madame de Sevigné, se buscaban los huesos de la marquesa de Brinvilliers, porque el pueblo decía que era Santa».
* * *
En 1814, M. d’Offemont, padre del actual propietario del castillo en que la marquesa de Brinvilliers envenenó a M. d’Aubray, alarmado por la aproximación de las tropas aliadas, practicó en uno de los torreoncillos varios escondrijos, en los cuales ocultó la vajilla y los demás objetos preciosos que se encontraban en aquella casa de campo aislada, en medio del bosque de Luigne. Las tropas extranjeras pasaron y volvieron a pasar por Offemont, y, después de tres meses de ocupación, se retiraron a la otra parte de la frontera.
Entonces se arriesgaron a sacar de sus escondrijos los diferentes objetos que se habían ocultado en ellos, y al sondear las paredes a fin de no dejarse nada, una de ellas produjo un sonido hueco, que indicaba una cavidad desconocida hasta entonces. Derribóse aquel lienzo de pared por medio de palancas y azadones, y, habiendo caído muchas piedras, apareció un gabinete en forma de laboratorio, en el cual se encontraron hornillos, instrumentos de química, muchos frascos herméticamente tapados que contenían un agua desconocida, y cuatro paquetes de polvos de diferentes colores. Desgraciadamente, los que hicieron este descubrimiento le dieron demasiada o muy poca importancia, porque, en lugar de someter aquellos varios ingredientes a la investigación de la ciencia moderna, hicieron desaparecer con gran cuidado paquetes y botellas, asustados por las sustancias mortales que probablemente contenían.
Así se perdió aquella rara y probablemente última ocasión de reconocer y analizar las sustancias de que se componían los venenos de Saint Croix y de la marquesa de Brinvilliers.