12: Vientos de cambio

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Vientos de cambio

Y vi ante mí una llanura yerma bajo un cielo abrasador bañado por arremolinadas y agitadas energías. Supe que ésta era la fuente de todas las energías empleadas por los practicantes de las artes de hechicería, el lugar que es tan vulgarmente conocido como el Reino del Caos. Había alteraciones en las fuerzas, y un zarcillo de energía salió disparado de las hirvientes corrientes y se derramó por la deforme llanura.

Sentí que yo volaba sobre la superficie del mundo en seguimiento del ondulante zarcillo, pero en mi mente ahora se parecía más a un viento, sólo que hecho de colores imposibles que escogían su propia ruta al pasar sobre montañas coronadas de nieve, mares tormentosos y lóbregos bosques.

Y al fin, me encontré descendiendo con los vientos mágicos hacia los lugares donde descansaban los muertos, y mi corazón se entristeció porque entonces comprendí la verdad de la suerte que aguarda a todos los que practican el arte de la magia.

De Líber Hereticus, capítulo LVIII, «Visión de Galdrath»

El otoño había llegado por fin, y el viento imperante dejó de soplar desde el norte y comenzó a llegar desde el sur para llevarse los últimos calores del verano. Las hojas de los árboles se enroscaron, cambiando de verde a dorado.

Habían pasado muchos días desde el saqueo de Wolfenburgo por parte de la horda del Caos comandada por Surtha Lenk. Los nórdicos habían corrido por las calles pasando por la espada a todos los que encontraban, para gloria de sus oscuros señores, y prendiendo fuego a todos los edificios que dejaban atrás. Una gran parte de la antigua ciudad centinela había sido arrasada hasta los cimientos a causa de las maquinaciones de los bárbaros, la intervención de siniestras entidades de terrorífico poder y el subsiguiente incendio que se había propagado rápidamente por las estrechas calles y edificios, de los cuales la mitad estaba construida con madera.

A la mañana siguiente, las hordas habían erigido sus pilas de cráneos en el exterior de la quebrantada muralla exterior, sobre las praderas revueltas y enfangadas del meandro del río.

Las bautizaron con sangre de más sacrificios humanos, almas asesinadas en una segunda masacre casi tan horrenda como la acontecida la noche anterior. Pasaron el resto del día celebrando la caída de aquel monumento del Imperio que habían conquistado, cantando blasfemos himnos a sus viles dioses y alabando a los poderes malignos.

Los que habían sobrevivido a la caída de la ciudad huyeron hacia el noroeste para alejarse de la desenfrenada horda del Caos. Estos refugiados —principalmente soldados de unidades deshechas y derrotadas— sabían que, para repeler a los invasores, ya no podían hacer nada más que reagruparse y planificar su siguiente línea de acción. Algunos habitantes de la ciudad se les unieron en la huida, deteniéndose únicamente cuando la ciudad y los gritos y alaridos de las hordas kurgans fueron sólo un recuerdo que resonaba en sus oídos. Cuando llegaron al pie de las grandes estribaciones envueltas en niebla de las Montañas Centrales, plantaron allí su campamento.

Los soldados supervivientes, bajo el mando del veterano Karl Reimann, capitán de Reikland, se habían turnado para vigilar, organizando un perímetro de guardia en torno al campamento provisional establecido dentro de las ruinas de una granja de ovejas destruida. Se habían organizado para observar, desde su aventajado punto amurallado de la ladera de la colina, y miraban por encima del dosel del lóbrego bosque hacia la humeante devastación que en otros tiempos había sido la más poderosa de las plazas fuertes de la marca septentrional: las derribadas torres y esqueletos de ladrillo destripados por el fuego que en el pasado podían verse muy claramente, incluso desde casi una legua de distancia. Corrientes de humo gris blancuzco, el color de la carne muerta, recorrían las calcinadas ruinas y salían por las brechas abiertas en la muralla exterior ennegrecida por los rayos. El castillo del conde elector de Ostland no era ahora más que un esqueleto. Dentro del mismo aún ardían algunos incendios. Ninguno de los supervivientes procedía del personal de la casa de Valmir von Raukov, y ninguno sabía qué suerte había corrido el conde elector.

La huracanada tormenta poseída por el Caos se había consumido finalmente, apagándose por sí misma al desaparecer el brujo del Caos que la había conjurado. Con la primera luz del alba, el invierno había sido nuevamente desterrado. El cambio de estación y el calor generado por la ciudad en llamas habían hecho que la nieve y el hielo se fundieran formando fango. A última hora de la tarde, apenas si quedaba un jirón de nube en el cielo de Nachgeheim.

Ahora, días después, la mayor parte del fuego que había asolado la ciudad también se había apagado. No había nada que nadie pudiese hacer, con la horda del Caos en posesión de las tierras que rodeaban Wolfenburgo, salvo dejar que el fuego siguiera su curso. Algunos edificios aún se consumían sin llama y humeaban incluso ahora. La antigua ciudad centinela había sido arrasada hasta los cimientos.

* * *

Gerhart olió el aire. El suave y decadente toque del otoño se evidenciaba en el paisaje circundante, en especial en las hojas que cambiaban de color en los doseles boscosos. El aire comenzaba a ser más frío, y transportaba el olor a humo de las hogueras. La tierra estaba cubierta por las hojas caídas.

También él se había agotado, y se había desplomado al fin entre las ruinas de una cofradía asolada por el fuego, con los poderes agotados y el cuerpo exhausto. Al menos, aquello que tanto temía —adentrarse tanto en la fuerza de su hechicería que no pudiese hallar el camino de retorno—, no había sucedido. No obstante, cuando despertó y recobró la sensatez, lo mismo ocurrió con las abrumadoras sensaciones de vergüenza y culpabilidad por haber perdido el control de su temperamento.

Había salido de Wolfenburgo tras los muchos que ahora se reunían en el campamento de refugiados, y había sido uno de los últimos en llegar a él. Había ascendido trabajosamente hasta el cordón de centinelas formado por los alabarderos del capitán Reimann, que tardaron un poco en reconocerlo porque su cara, pelo y ropón estaban cubiertos de hollín. Parecía un famélico flagelante del Culto de Sigmar, más que un distinguido hechicero de batalla de los colegios de magia. Nadie más se había unido al refugio durante los dos últimos días y ya no se esperaban nuevas llegadas.

El capitán Reimann se acercó a Gerhart. El hechicero de fuego no habría afirmado ni por un segundo que el capitán de alabarderos se alegraba de verlo, pero al menos acusaba recibo de su presencia después de todo lo que habían pasado juntos. No obstante, Gerhart sentía aún que el hombre de Reikland no confiaba realmente en él.

Incluso ahora, dentro del campamento, Gerhart se sentaba aparte de los otros refugiados, que estaban sumidos en un ensimismado silencio.

Al bajar los ojos hacia las lejanas ruinas humeantes, Gerhart evocó Wollestadt, con una punzada de culpabilidad que le contrajo el estómago. Había sido el hogar de su familia durante generaciones. Al hermano de Gerhart lo habían preparado para que se hiciera cargo del negocio de lana de la familia que dirigía el padre de ambos, natural de Averland. Gerhart, el segundo hijo, había sido enviado a Altdorf para que estudiara en los colegios de magia cuando manifestó algunas aptitudes para la erudición y la magia. Llegado el momento, el padre se retiró y el hermano de Gerhart se hizo cargo del negocio. Gerhart perdió gradualmente contacto con su familia mientras ascendía en las filas de la orden Brillante, desde aprendiz a respetado hechicero de batalla.

No obstante, cuando Wollestadt se vio amenazada por la raza de alimañas skavens, Gerhart estuvo en primera línea del ejército imperial enviado para enfrentarse con los viles hombres rata. Cuando llegaron los soldados imperiales y vieron hasta qué punto la pequeña ciudad había sido profanada por los skavens, Gerhart perdió los nervios. En su precipitación y cólera, lanzó la ardiente ira de Aqshy contra los hijos de la rata cornuda. Ese día, los vientos de la magia soplaron con fuerza sobre las onduladas praderas de Averland, y avivaron el fuego que quedó tras los ataques mágicos de Gerhart, hasta el punto de que los apiñados edificios de la ciudad quedaron calcinados.

A los skavens se les negó la victoria, pero el incendio creció hasta consumir todo el poblado. El desastre fue conocido como el Gran Incendio de Wollestadt. Los rescatadores imperiales y los habitantes del pueblo que pudieron escapar se retiraron. El precio fue verdaderamente elevado, pero Gerhart creía que el fin había justificado los medios. Se había servido al bien mayor y los skavens habían sido destruidos.

Fue más tarde cuando Gerhart descubrió que toda su familia había muerto calcinada entre las llamas, incluidos su padre, su hermano y la familia de este último. El linaje Brennend había sido completamente borrado del mapa. Había acabado con las vidas de las mismas personas a las que debería haber salvado.

La gente había quedado conmocionada y horrorizada por lo que había hecho el hechicero de fuego. A partir de entonces, él había vivido con la carga de saber que había sido el causante de la muerte de su familia, así como de muchos de los habitantes de Wollestadt, por no mencionar la destrucción de la ciudad en sí.

Había sido vilipendiado por lo que había hecho, y expulsado de las filas de los hechiceros de batalla del Imperio. Había abandonado el colegio Brillante para adoptar la vida de un hechicero itinerante, e intentado enmendar lo ocurrido luchando contra los enemigos del Imperio allá donde los hallaba. Al principio había considerado seriamente renunciar a su profesión y no volver a usar la magia nunca más, pero había sido incapaz de abstenerse; era algo que llevaba metido en cada fibra de su ser, y así había sido durante muchos años.

Pero Gerhart siempre había temido que un día pudiera perder otra vez el control de sus poderes, y con razón, como se había demostrado.

En el campamento surgieron habladurías y rumores, al intentar los supervivientes darle sentido a todo lo sucedido.

Comenzaban a reunir información actualizada sobre el despliegue del enemigo. También estaban ansiosos por tener noticias de otras fuerzas imperiales que aún pudieran acudir en su auxilio, a pesar de haber transcurrido tanto tiempo. No podían creer que la noticia de lo acontecido a Wolfenburgo no hubiese llegado a oídos de otros comandantes imperiales, y que éstos no enviaran a sus soldados a socorrerlos.

Algunos decían que las otras grandes ciudades del Imperio también habían sido sitiadas por los ejércitos invasores del Caos. También se hablaba de que los kislevitas estaban movilizándose para cumplir antiguos votos jurados a Ostland. Algunos decían que el Gran Teogonista Volkmar había sido asesinado cuando encabezaba una cruzada al interior de las inhóspitas tierras del territorio troll. Incluso se rumoreaba que el propio emperador Karl Franz había muerto en batalla.

Así fue que los supervivientes enviaron a sus propios exploradores para que averiguaran qué estaba sucediendo.

Y esa mañana, dos exploradores —ataviados con la librea del ejército regular del conde elector, y que llevaban con orgullo sus distintivas heridas como si fuesen medallas— habían regresaron al campamento e informado sobre lo que habían averiguado. Soldados y civiles se reunieron en torno a ellos mientras explicaban lo acontecido al capitán Reimann.

—Están retirándose —dijo el más fornido de los dos al desmontar del caballo, con la cara convertida en una masa de cardenales hinchados y morados.

—¿Se están marchando? —preguntó Karl.

—Sí —confirmó el segundo explorador, que era más delgado y bajo que su compañero—. Han abandonado el osario en que han convertido Wolfenburgo y se encaminan directamente de vuelta al norte, hacia Kislev. Toda la horda, y se llevan consigo sus infernales máquinas de asedio, los seguidores de su campamento, sus bestias y todo lo demás.

—¿Se están marchando todos? —repitió Karl.

—Todos. Todos se dirigen al norte.

—Había sólo un grupo al que vimos dirigirse hacia el sur, desde la linde del Bosque de las Sombras en dirección a Wolfenburgo —señaló el segundo explorador.

—¿Qué? ¿Quiénes eran?

—No pudimos distinguirlo, capitán.

—¿Iban a caballo? —preguntó Karl.

—Uno de ellos, sí, señor.

—¿Pertenecen a la horda principal del Caos?

—Es improbable. Me dio la impresión de que parecían más bien hombres santos.

—¿Podrían ser adoradores del Caos?

—Es posible —asintió el explorador fornido.

—Pero, sean lo que sean, vienen hacia aquí.

—Y llevan el estandarte de Wolfenburgo.

* * *

La muralla exterior de la ciudad en otros tiempos grandiosa se alzó ante el grupo del sacerdote guerrero como los ennegrecidos y partidos dientes de un gigante. Al otro lado de las resquebrajadas fortificaciones, el humo continuaba ascendiendo hacia el cielo. Su séquito, que contaba sólo con seis miembros, se detuvo detrás de él.

El sacerdote no dijo nada mientras recorría las ruinas de la ciudad con su único ojo sano. Sus facciones tenían una expresión tan severa como la que mostraba la imagen esculpida de una de las estatuas del Portador del Martillo que había en el grandioso templo de Sigmar de Altdorf. El estandarte de Wolfenburgo flameaba en vano en la brisa otoñal.

El lector había estado en lo cierto. La perdición predicha por él había caído, efectivamente, sobre Wolfenburgo. A despecho de todo lo que ellos habían logrado al recuperar el legendario estandarte de guerra de las zarpas de la ingobernable manada de hombres bestia, llegaban demasiado tarde para salvar la ciudad.

Las leyendas habían tenido razón desde el principio; el estandarte se había perdido, y la ciudad había caído.

Por primera vez en mucho tiempo, el cansado corazón del sacerdote se colmó de desesperación. Un hombre menos devoto y temeroso de dios podría haber comenzado a durar del poder de Sigmar. Verdaderamente, parecía que los Tiempos del Fin habían llegado. Pero esto no había acabado, ni de lejos.

—Santidad —dijo uno de los fanáticos que se atrevió a romper el silencio—. La ciudad ha caído. ¿Qué debemos hacer ahora?

—Éste es el aspecto que debe presentar la infame ciudad de los condenados —dijo Wilhelm con tono distante, como si no hubiese oído la pregunta del hombre.

—¿Perdonad, vuestra gracia?

—Después de que el Martillo de Sigmar, el cometa, cayera sobre Mordheim.

—¡Lector! —gritó otro de los seguidores del sacerdote, irrumpiendo en su ensoñación—. ¡Jinetes!

Percibió el tamborileante sonido. Descendiendo al galope por la colina situada al oeste de la ciudad se aproximaba un grupo de jinetes equiparable en número al séquito del sacerdote guerrero. Desde tanta distancia, aún no podía distinguir rostros ni uniformes, pero por lo que Wilhelm había visto del repulsivo comportamiento de la horda del Caos, dudaba de que fuesen a mostrar simpatía para con su causa.

Wilhelm se preparó para librar una última batalla. Dudaba de que sus guerreros, agotados por el viaje y la lucha, pudieran vencer ahora. Ya habían tenido que batallar muy duramente y durante demasiado tiempo.

Los jinetes estaban acortando rápidamente la distancia que los separaba, lanzados hacia el desaliñado grupo del hombre santo y sus soldados. Wilhelm alzó su martillo hasta la posición de ataque y clavó los tacones en los flancos de Kreuz para lanzarlo al galope. Con la otra mano enarbolaba el estandarte de Wolfenburgo. Dio gracias a Sigmar porque su caballo hubiese escapado a la depredación de los hombres bestia, y por haber podido reunirse con el noble Kreuz tras su huida del claro.

—¡Por Sigmar! —bramó Wilhelm, y su grito de guerra viajó a través del destrozado prado hasta los desconocidos que se aproximaban—. ¡Y por Wolfenburgo!

Saciaría su cólera por la atrocidad que le habían hecho al pueblo de Sigmar, y haría que aquellos jinetes pagaran con sangre y dolor los pecados que habían cometido contra dioses y hombres. La cólera divina se había apoderado ahora de él.

No se detendría hasta que todos los jinetes estuviesen muertos o su propio cadáver fuese pisoteado en el fango del prado por los salvajes y demoníacos corceles.

También los cascos de Kreuz aporreaban el suelo y lanzaban al aire grandes nubes de tierra, acortando más rápidamente aún la distancia entre el encolerizado sacerdote y los jinetes desconocidos. Wilhelm oyó un débil grito que fue rápidamente arrastrado lejos de él por el viento que le soplaba en los oídos.

Luego volvió a oírlo.

—¡Lector Faustus! —gritó la voz—. ¡Esos hombres son soldados imperiales!

* * *

—Había comenzado a pensar que se había perdido todo con la caída de Wolfenburgo, que los invasores arrasarían Ostland, quemándolo todo a su paso —estaba diciendo un anciano erudito—, hasta llamar a las puertas del palacio del emperador, en Altdorf.

—Algunos dicen que el oscuro mesías de los amantes del Caos ha puesto sus ojos en Middenheim —comentó un ballestero con tristeza.

—¿Archaon? —se mofó el erudito. Los reunidos en torno al fuego de campamento profirieron una exclamación ahogada e hicieron el signo del martillo o tocaron hierro para protegerse del mal—. El temido señor de los Tiempos del Fin no es más que un coco, un fantasma para asustar a los niños. No hay ningún señor de la guerra único que dirija la invasión del Caos. Es meramente un grupo de señores de la guerra oportunistas animados por los mismos objetivos, cuyos ataques sincronizados obran en mutuo beneficio. Caerán unos sobre otros antes de que acabe el año, y entonces el Imperio quedará a salvo de sus rapiñas durante otros cien años.

—¿Cómo podéis estar ahí, diciendo eso —gruñó el sacerdote guerrero, avanzando un paso y posando una mano revestida de hierro sobre el mango del martillo de guerra que llevaba colgado—, después de todo lo que habéis visto?

El erudito retrocedió un paso con nerviosismo y tragó ruidosamente.

—Yo sólo estaba diciendo que no es posible que haya un solo hombre mortal detrás...

—La mente directora que hay detrás de esta invasión no pertenece a un único hombre —lo interrumpió el sacerdote—. De eso estoy seguro. Si hubierais presenciado lo que he visto yo, pensaríais de otro modo.

El erudito abrió la boca como para volver a hablar, pero, acobardado por la feroz mirada que vio en el semblante del lector y en los ojos de sus guerreros, se retiró junto al grupo reunido en torno a la hoguera.

La atmósfera del campamento era de conmoción, incredulidad y negación. La gente reunida allí, pensó Gerhart, habían pasado por la destrucción de Wolfenburgo y continuaban sin aceptar del todo el hecho de que estaban vivos, ni sabían adonde se suponía que tenían que ir a partir de este punto. Habían atisbado el infierno y vivido para contarlo.

Los exploradores habían regresado al campamento de la granja arrasada con los sigmaritas a remolque. La llegada del sacerdote y su partida había provocado reacciones encontradas. Para muchos residentes del campamento llevaba un débil destello de esperanza de que aún pudiese haber por los alrededores otros aliados de su causa que buscasen librar al territorio de la maldición del Caos. Si habían aparecido estos guerreros santos, también podía haber otros.

En cuanto a los sigmaritas, sin embargo, daba la impresión de que la llegada al campamento refugio los había puesto de un humor aún más sombrío, porque su existencia misma le recordaba al sacerdote guerrero la destrucción de uno de los más antiguos bastiones del Imperio y lo mucho que ya se había perdido en esta nueva guerra contra el Caos. Pero al menos, ahora estaban todos juntos y podrían discutir la estrategia que seguirían a continuación.

—¿Permiso para hablar con libertad? —preguntó uno de los hombres de Reikland, perteneciente al regimiento del capitán Reimann.

—Permiso concedido —respondió Reimann.

—Si los nórdicos están regresando a las impías tierras que los engendraron, tiene que ser porque la desaparición del brujo logrado por vos y por el mago ha desbaratado la horda del Caos. Sin la magia del brujo de disformidad, no son nada —dijo el alabardero. Sus ojos cansados estaban hundidos en las sombreadas cuencas, pero ahora brillaban de emoción.

—Es cierto —convino otra persona—. ¿Por qué otra razón iban a dar media vuelta ahora, después de una victoria semejante? ¿Qué podría impedirles continuar adelante, hacia el corazón del Imperio, y arrancárselo?

—Y con el regreso del estandarte de Wolfenburgo, aún queda esperanza —intervino un soldado armado con espadón.

—Sí, Wolfenburgo se alzará de entre las cenizas una vez más —proclamó un fanático.

—Entonces, se acabó —dijo un joven que llevaba el atuendo de un aprendiz de herrero. Las lágrimas de alivio abrían surcos en la suciedad que le cubría el rostro—. Podemos comenzar a rehacer nuestras vidas.

—No, no se ha acabado —intervino el hechicero de la orden Brillante, contradiciendo las palabras del joven herrero—. No, apenas está comenzando. Aún puedo sentir las alteraciones presentes en los vientos de la magia. Recordad mis palabras.

Casi como un solo hombre, la gente reunida en torno a la hoguera se volvió a mirar al hechicero que se encontraba sentado en la periferia del círculo. Nadie habló nada, pero las expresiones lo decían todo: desesperación, enojo, congoja, odio.

Les había arrebatado del corazón el último rastro de esperanza, y por eso lo odiaban casi tanto como a las hordas del Caos que les habían arrebatado sus hogares, su sustento y sus seres queridos. En algún lugar, un niño se echó a llorar.

Gerhart supo que ya no era bien recibido allí. La gente no se fiaba de él. Incluso Reimann parecía evitarlo porque había visto de primera mano, con sus propios ojos, qué podía suceder cuando el mago de fuego perdía el control de su temperamento; y el temperamento del hechicero era terrible, una bestia feroz que parecía imposible de domesticar.

No había sido pequeño el papel que había desempeñado en la desaparición del brujo del Caos. Estas mismas personas habían afirmado que sus acciones habían contribuido a salvar la situación. Pero ahora que la batalla había concluido, estaba claro que nadie quería que permaneciese allí por más tiempo.

La única razón por la que nadie se lo había dicho era porque le tenían miedo y temían lo que pudiese hacer. Ese hecho contrajo el estómago de Gerhart en un nudo de dolor indescriptible que nada podía calmar.

Murmurando en voz baja para sí, el desaliñado hechicero se levantó del tronco sobre el que estaba sentado, apoyándose en el báculo. Se sentía viejo y cansado. El cuerpo no le había dolido tanto desde la paliza que había sufrido a manos del esbirro del cazador de brujas. Gerhart dio media vuelta y abandonó, en dirección oeste, la reunión que se celebraba en torno a la hoguera.

Nadie lo llamó para preguntarle adónde iba ni pedirle que se quedara. Al cabo de nada descendía por la ladera de la colina hacia el cobijo de los árboles del neblinoso bosque que cubría densamente las estribaciones de las Montañas Centrales y las tierras de más allá, hasta donde alcanzaba la vista.

Se levantaba una suave brisa que le agitó la exuberante maraña de cabello y la barba e hizo ondular el ruedo de su ropón.

Soplaban los vientos del cambio, pensó Gerhart, y él iría adondequiera que lo llevaran. En alguna parte, habría otros que necesitarían el consejo de un hechicero.

¿Quién sabía qué podía traer el futuro y adonde podría llevarlo?

Y, adondequiera que fuese, Gerhart sabía que, al final, las reacciones de la gente serían las mismas. Nunca dejaría los problemas muy lejos.

Era como tenía que ser ahora. Era como sería por siempre jamás.