11
El ojo de la tormenta
Los poderes del piromante son verdaderamente formidables, y cuando desvían sus poderes, la ruina y la destrucción les siguen inexorablemente, con independencia de lo que se haya pretendido.
De Un tratado de las ciencias de la magia por Theodoric Wurstein
Wolfenburgo.
Se alzaba ante la horda del Caos como un símbolo de poder imperial que debía ser vencido. Si podían conquistarla, la totalidad de Ostland sería de Surtha Lenk, y el Imperio sería de Archaon.
A medida que el verano se acercaba a su fin, se ampliaba la sombra proyectada por el fluctuante Reino del Caos, tragándose los territorios de los hombres. Los integrantes de la hueste del Caos percibían cómo su poder les inundaba el cuerpo, palpitaba en sus venas con cada latido del corazón.
* * *
Ahora, en el cuarto mes de asedio, una hueste tan numerosa como la que había atacado la noche en que habían tomado los prisioneros se preparaba para el asalto final contra Wolfenburgo.
Los tambores tocaban un redoble de muerte que era interrumpido por los ultraterrenos alaridos de los cuernos carynx y el chocar de las armas contra armaduras y escudos. De pie ante los nórdicos, se encontraban los prisioneros que habían hecho entre los valientes defensores de la resistente ciudad.
Habían sido atados a bárbaros símbolos construidos con una amalgama de madera podrida, enormes huesos y metal oxidado. Se hallaban a la sombra de las descomunales máquinas de asedio de la horda.
Algunos de los prisioneros de los nórdicos se mostraban orgullosos y resueltos, sin manifestar miedo a pesar del despreciable tratamiento que habían sufrido a manos de los bárbaros. Otros, sin embargo, eran sollozantes recuerdos de los hombres que habían sido, y gritaban súplicas de misericordia hacia los indiferentes cielos; estaban quebrantados por las atrocidades que habían sufrido y que les habían obligado a presenciar en el campamento de los adoradores de demonios.
Algunos ya ni siquiera se daban cuenta de qué les ocurría; o estaban inconscientes o habían perdido la cordura debido a lo terrible de la experiencia.
Los nórdicos sabían que quienes observaban desde las murallas de Wolfenburgo podrían ver a los prisioneros y entender el final que les estaba reservado.
Por encima de las Montañas Centrales, en el horizonte, estaban reuniéndose nubes oscuras que avanzaban desde el norte para anegar la marca de Ostland como lo habían hecho durante la primavera de ese mismo año. También el viento estaba arreciando.
Detrás de las líneas formadas por las hordas del Caos, Vendhal Deformacráneos se encontraba sentado, con las piernas cruzadas, dentro del contorno de otro símbolo blasfemo que había sido grabado a fuego en la turba del suelo.
Cualquiera que pudiera soportar mirarlo, vería que el sigilo era el de la estrella de ocho puntas, de cuatro espanes de radio, que se fundía con un dibujo pisciforme situado dentro de un corrupto círculo. Donde se había trazado el sigilo, la hierba siseaba y humeaba, y un humo acre ascendía del suelo del que se había apoderado la corruptora influencia del Caos.
Otros símbolos esotéricos habían sido también situados en diversos puntos de estas imágenes. En torno al exterior del anillo se habían clavado en el suelo nueve estacas a intervalos regulares, cada una rematada por un cráneo que había sido empapado en alquitrán y encendido. A pesar del viento, estas antorchas ardían con brillante luz.
Vendhal Deformacráneos estudió las agitadas corrientes de cambiantes colores que ondulaban y saltaban alrededor del círculo de poder, por encima y por dentro de éste. Inspiró profundamente. El viento llevaba hasta él un olor a muerte y podredumbre, así como el aroma de futuras posibilidades. El momento ya casi había llegado. Podía sentir la fuerza de la Sombra en sus huesos; verla arrastrándose desde los desiertos del Caos hacia donde él estaba, hacia el momento en que acabarían todas las futuras posibilidades. Crecería como un cáncer maligno que acabaría por envolver todo el mundo.
—Ha llegado la hora —dijo el brujo con voz cargada de la perdición que se acercaba a Wolfenburgo.
Al oír estas palabras, uno de los chamanes de batalla del zar supremo, que no llevaba encima nada más que la piel y los cuernos de un venado, además de pintura desordenadamente aplicada sobre el cuerpo, salió de un salto del sitio donde aguardaba entre las filas de las hordas reunidas. Se agitaba nerviosamente.
—Ha llegado la hora.
—Ha llegado la hora.
—Ya es la hora.
—Ha llegado la hora.
El decreto del brujo se propagó como un incendio por las filas de nórdicos. Entonces, inquietantemente, cesó todo ruido. Durante varios segundos, los únicos sonidos que se oyeron fueron los gemidos y delirios de los prisioneros, plegarias junto con balbuceos incoherentes, mientras algunos hombres le encomendaban su alma a Sigmar y otros le sollozaban sus sufrimientos al indiferente aire.
De cada una de las hordas avanzaron guerreros con las armas desenvainadas. Los bárbaros se prepararon, con las espadas a punto. Una enorme criatura jorobada alzó una corneta de latón con la boca en forma de cabeza de jabalí y tocó una sola nota sonora que resonó lúgubremente sobre el terreno que mediaba entre las dos fuerzas enemigas. Casi como un solo hombre, los guerreros escogidos alzaron sus espadas y hachas y ejecutaron a los prisioneros. Fue tanta la sangre que bañó los odiosos símbolos a los que estaban atados los hombres, que el olor metálico del fluido vital fue llevado por la brisa hasta la propia ciudad.
El derramamiento de sangre arrastró a la impaciente horda a un estado de frenesí. Ahora, sólo los satisfaría la total destrucción del enemigo.
El asesinato ritual de los caballeros y hombres de armas tendría tanto efecto sobre la moral de los horrorizados defensores, como en contra de las defensas de Wolfenburgo. El ritual ya podía comenzar en serio.
El brujo podía sentir que las fuerzas que necesitaba estaban reuniéndose en el éter que lo rodeaba, atraídas por el derramamiento de sangre y los símbolos de poder. Quedó unido a antiguos pactos y atraído por las emociones primitivas. Se sentía como si se encontrara en el centro mismo de una agitada tormenta de energía mágica.
El brujo sentía el insidioso avance del Caos por todo su cuerpo, hasta que fue el reino que existía allende la realidad el que le pareció más real. La realidad se transformó en sólo un eco fantasmal.
El pataleo de cascos, el entrechocar de arneses y el bufido de caballos lo llevó brevemente de vuelta a la realidad. Veinte jinetes se habían detenido en el límite de los sigilos mágicos.
La intromisión irritó al brujo, pero su llegada era necesaria para concluir el ritual que Vendhal había comenzado. Era preciso que atrajeran la cólera de los Dioses Oscuros sobre las piedras y el mortero de Wolfenburgo.
Los jinetes pertenecían sin excepción a la guardia personal del zar supremo. Los mandaba un hombre gigantesco a quien le crecían obscenamente unos cuernos de toro en la deforme cabeza. El corpulento hombre desmontó y se detuvo al borde del círculo.
—¿Lo tenéis? —preguntó Vendhal.
—Lo tengo —replicó el jinete.
—¿Y ha sido bendecido por el elegido de la horda del zar Uldin?
—Lo ha sido.
—Entonces, dádmelo —ordenó el brujo.
El cornudo gigante arrojó algo frío, duro y redondeado al interior del círculo. Vendhal lo atrapó con destreza y lo miró.
Era un cráneo humano que había sido pulimentado hasta darle un acabado de perla. El brujo vio un rielar de colores irisados que se deslizaba sobre la suave superficie al hacerlo girar en su mano. En efecto, había sido bendecido por el toque de Tchar. Tzeen miraba con agrado la empresa de la horda.
Ahora, Vendhal tenía en las manos la última pieza del rompecabezas. Puede que fuese sólo un cráneo humano, pero alguien que conociera el origen de dicho cráneo y el poder de que había sido imbuido también sabría que no existía instrumento de guerra más grandioso.
Y así, Vendhal Deformacráneos dio comienzo a su oscuro ritual. El sigilo del Caos comenzó a relumbrar y la hierba se quemó hasta quedar negra.
La ciudad caería ante las bárbaras legiones del zar supremo, y caería esa misma noche.
* * *
Gerhart Brennend miró al otro lado del meandro del río, hacia la ladera que ascendía hasta la ciudad. Un viento cortante soplaba a su alrededor, azotándole el nervudo cuerpo con su propio ropón. Sin embargo, se mantuvo firme, báculo en mano. Sabía que el creciente viento no era de origen totalmente natural. Él tormentoso tiempo reflejaba el torbellino que se había apoderado de los vientos de la magia que llegaban desde el norte tras la incursión del Caos.
Gerhart podía ver alteraciones por todas partes. Zarcillos de colores translúcidos se agitaban en lo alto o se precipitaban desde el turbulento cielo para enroscarse en torno a él en nudos y espirales de brillante energía multicolor. Matices de chisporroteante azur, rojo encendido, bruñido dorado, destellante esmeralda, deslumbrante blanco cegador, púrpura oscuro, gris apagado y marrón terroso pasaban o giraban en rachas en torno a él. Era como si una tempestad hubiese atacado a los vientos de la magia, y cuantas más alteraciones había en el flujo de la energía mágica, mayor era el efecto sobre la tormenta circundante que crecía sobre Wolfenburgo.
Mientras el huracán zarandeaba las hebras de poder a su alrededor, Gerhart también podía ver los zarcillos que eran atraídos hacia las hirvientes nubes negras que había sobre la ciudad centinela. Sus grandiosas murallas grises parecían ahora casi negras al declinar el día hacia la noche. Era como si los cumulonimbos estuviesen atrayendo las energías mágicas hacia sí, por alguna atroz razón.
Ésta no era una tormenta eléctrica de verano, sino un disparatado vendaval que estaba aumentando hasta proporciones casi ciclónicas. Era como si el verano mismo agonizara. Tan poderosa era la invasión del Caos y tan descomunal la destrucción que causaba —ejércitos enteros masacrados y ciudades completas arrasadas—, que el mundo natural mismo parecía haber sufrido una herida mortal.
Gerhart y el regimiento del capitán Reimann contemplaban todo esto desde el abrigo de la arboleda situada en lo alto de la colina. Debajo de ellos estaba la cueva que conducía al túnel secreto y a las mazmorras del castillo de Wolfenburgo.
Habían llegado a tiempo de ver a los kurgans abandonar sus campamentos y prepararse para derrotar por fin a Wolfenburgo. Gerhart sabía que iban a tener que regresar al interior de la ciudad. Uno de los hombres de Reimann se había adelantado para explorar, arrastrándose por el fango y suciedad del túnel una vez más, sólo para hallarlo bloqueado a menos de ochocientos metros. Tal como había predicho Gerhart, una vez que ellos habían salido de la ciudad, los que se habían quedado habían derrumbado el techo, sin duda con la bendición de Auswald Strauch.
* * *
—Llegamos demasiado tarde. No hay modo de volver a entrar en la ciudad, y el ataque ya ha comenzado —dijo con desánimo uno de los hombres de Reikland.
—No llegamos demasiado tarde —replicó el capitán con tono de reproche—. Aún podemos cambiar en algo las cosas.
—Pero sólo quedamos diez de nosotros —señaló otro cansado hombre. Los alabarderos habían pagado un elevado precio por la destrucción del ingenio demoníaco y el astado brujo de la horda.
—¡Eso no importa! —dijo Gerhart, incapaz de creer lo que oía—. Mientras aún respiremos, podremos luchar. Y mientras podamos luchar, podremos cobrar un elevado número de víctimas entre quienes desean atraer la perdición sobre nuestra ciudad antigua.
—¡Estamos cansados, exhaustos! —protestó amargamente otro.
—¡Ya basta! —exclamó el veterano capitán—. Descansad todos mientras podáis —dijo, y muchos de los alabarderos se sentaron, agradecidos, sobre las piedras y la turba de la colina—. Pero estad preparados para avanzar cuando lo ordene. Hechicero, ¿podemos hablar?
Gerhart entendió qué quería Reimann. Los dos se alejaron del resto del grupo, pero sin perder de vista la ciudad ni la horda que avanzaba hacia ella.
Cuando estuvieron fuera del alcance auditivo de los soldados agotados por la batalla, Gerhart preguntó:
—¿Qué sucede?
—Creo que tenéis algunos conocimientos de estrategia de batalla —dijo el capitán, casi de mala gana.
—En efecto, así es —declaró Gerhart—. Pensaba que eso lo habríais comprobado por vos mismo, a estas alturas.
—En ese caso, me gustaría oír qué sugerís que hagamos ahora —dijo Reimann, al tiempo que se pasaba una mano por el corto pelo gris—. Sé lo que haría yo, pero me gustaría ver si coincidimos.
—¿Acaso no es obvio? Seguiremos con esto hasta el final —declaró Gerhart osadamente—. Acometemos al enemigo, lo acosamos por la retaguardia y hacemos todo lo posible para impedir que tenga éxito en lo que se propone, o morimos en el intento.
—Mis hombres están agotados. Han sido llevados a los límites de su resistencia.
Gerhart se daba cuenta de que Karl Reimann era un buen hombre y un capitán digno. Pensaba en el bienestar de sus hombres, pero jamás daba muestras de debilidad delante de ellos.
—Con sólo un empujón en la dirección correcta, hasta el más lento de los soldados puede hallar el camino hacia la grandeza —respondió el hechicero, malhumorado.
—Para un soldado, la única cosa más traicionera que la batalla en sí es la extensión de terreno abierto que aún no se ha conquistado —contraatacó Reimann.
Era obvio que el propio capitán estaba cansado tras los recientes esfuerzos. También Gerhart lo sentía, y más agudamente a medida que empeoraba el tiempo, pero no podían permitir que eso los venciera. No ahora.
El hechicero de la orden Brillante volvió los ojos hacia la ciudad. Los oscilantes rayos y haces de las luces boreales se habían intensificado, exudando una maligna fosforescencia que no era distinta de la proyectada por la repulsiva luna del Caos, Morrslieb. La fantástica luminiscencia alumbraba la noche en varios kilómetros a la redonda.
Se oyó un retumbar distante que recorrió las colinas y el dosel del bosque, pero no se parecía al trueno. Era como si la tormenta tuviese voz, una voz tronante que hablara de los inminentes Tiempos del Fin, la perdición de las naciones y la aniquilación de las razas mortales. Y hacía cada vez más frío, mucho más frío.
La tormenta del Caos estaba sobre ellos.
* * *
Vendhal gritó las palabras del encantamiento en idioma oscuro, y atravesaron el vendaval y el rugido del viento con su timbre cruel.
El brujo del Caos era consciente sólo a medias de lo que decía. Era como si estuviera saturado de poder y hubiese trascendido ya su cuerpo mortal, y ahora mirara la escena desde lo alto al aproximarse al momento culminante del ritual.
Las runas del suelo destellaban y se retorcían. Él se encontraba en el corazón de todo, con la brillante calavera alzada por encima de la cabeza y los vientos de la magia arremolinados a su alrededor en girante tumulto. Había clavado el báculo en el suelo, a su lado. Las piedras engarzadas en las cuencas de los ojos de la calavera de hierro que lo remataba brillaban con malevolente luz roja, como sus propios ojos. La vara mágica rematada por un orbe que llevaba metida en el cinturón latía con una fría luz azul. El poder aumentaba en su interior.
En lo alto, las nubes de tormenta relumbraban con rayos apenas contenidos. Se agitaban y retorcían como si las que las energías mágicas que saturaban el ambiente les hubiesen conferido una vida antinatural. El aire mismo parecía volverse más denso en torno a él.
Por un momento se sintió como si el poder de la creciente tormenta fuese más de lo que podía soportar, como si estuviese a punto de liberar sobre el mundo una fuerza tan devastadora que no podía ser controlada por un mero mortal.
Pero Vendhal Deformacráneos no era un mero chamán nórdico. Se sentía como si ya no fuese sólo un brujo del Caos.
Era algo mucho más grande. Era el canal escogido por el poder de los Dioses Oscuros del Caos que moraban allende el espacio, el tiempo y la comprensión de las primitivas mentes mortales.
Vendhal echó atrás la cabeza y alzó los ojos hacia el interior del vórtice de poder que se agitaba por encima de él. Se deleitó con la vigorizante esencia de las fuerzas mágicas que allí se reunían.
—¡El poder del Caos es mío! —les chilló el brujo a los torturados cielos.
Con un aullido como de cien manadas de lobos hambrientos, la tormenta invernal se precipitó, y el poder de disformidad del Caos desgarró la noche veraniega. El alarido de la tempestad ahogó los entusiasmados vítores de los kurgans cuando el poder del norte puso sitio a la ciudad.
Más que caer, la nieve barrió la campiña en una arremolinada muralla blanca. Al cabo de nada, una espesa escarcha cubría el paisaje en varios kilómetros en todas direcciones, y el hielo que se acumuló en pocos minutos en las agitadas ramas cargó con su peso los árboles de las zonas boscosas circundantes.
Luego, la noche estalló.
Bifurcados rayos arañaban el cielo, azotando las murallas de la ciudad como repetitivos golpes de martillo asestados por un vigoroso gigante. De las piedras saltaban trozos allá donde el rayo hería la muralla exterior con destellantes zarpas de energía blanca violácea.
Era el poder de los Dioses Oscuros en toda su aterrorizadora gloria. Nada podía resistir ante la descomunal fuerza y supremacía del Caos puro.
Con un rugido como el estruendo ensordecedor de una avalancha, el antiguo cuerpo de guardia de lo alto de la muralla, que había resistido ataques durante dos mil años, se derrumbó en una avalancha de rocas y piedras. Los hombres se precipitaron entre gritos hacia su muerte, aplastados por las mismísimas almenas que habían jurado defender.
Se había abierto una brecha en la ciudad.
Entre mofas y alaridos, los nórdicos no necesitaban que ninguna orden los animara. Bramando sus gritos de guerra, los bárbaros galoparon y corrieron hacia las rotas murallas de la ciudad. En una grandiosa marea negra, la salvaje horda de Surtha Lenk irrumpió en Wolfenburgo y comenzó a pasar por la espada a todos los que estaban dentro. Impusieron su venganza sedienta de sangre sobre aquellos que les habían negado su trofeo y la gloria de la batalla durante tanto tiempo.
Con fulgurantes zarcillos de magia girando aún a su alrededor, Vendhal Deformacráneos salió del círculo de runas y se unió al avance. Dondequiera que pisaba, el suelo lloraba lágrimas de sangre como reacción al poder del Caos que impregnaba cada fibra de su ser.
Siguiendo a la enloquecida horda del Caos, el brujo entró en la asolada ciudad. De los aleros de los edificios colgaban carámbanos, y sus tejados estaban cargados de pesadas capas de nieve. El hielo crujía bajo sus pies, y se derretía con un siseo dondequiera que él pisaba.
Los invernales vientos comenzaban ahora a dar paso a algo mucho más caótico. Tal era el poder de disformidad del gran mutador; nada quedaba libre de los efectos del cambio durante mucho tiempo. Casi tan bruscamente como había comenzado, la ventisca cesó, pero la tormenta no amainaba.
Zarcillos de poder del Caos comenzaron a descender de las hirvientes nubes, precipitándose como rayos. Pero, a diferencia de la caricia del rayo, estos extraños zarcillos tenían un efecto completamente distinto.
Con un placer puro, Vendhal observó cómo una espiral de nubes onduló a través de todos los colores del espectro visible al precipitarse desde el hirviente cielo. El zarcillo de disformidad impactó contra el costado de un edificio. Donde lo tocó, la piedra dejó de ser piedra para transformarse en algo más parecido a carne de color púrpura oscuro que burbujeó y se cubrió de ampollas.
Cayó otro zarcillo que aterrizó en los adoquines de la calle.
Al descargarse el poder, unos bulbosos ojos brillantes parpadearon con terror desde las piedras y hendiduras, y bocas como de sanguijuela se abrieron y cerraron espasmódicamente sobre la calle.
Una mujer huyó gritando de las ruinas de una casa que se derrumbaba tras ser tocada por un rayo. Vendhal observó cómo uno de sus pies se metía en una de las bocas de sanguijuela y la mujer caía sobre manos y rodillas. Otro retorcido zarcillo de energía salió de la tormenta y cayó sobre la mujer.
Sus gritos se transformaron en roncos lamentos rebuznantes cuando todo su cuerpo sufrió una aterrorizadora transformación.
Las piernas de la mujer mutaron en flexibles tentáculos desprovistos de huesos. Uno de sus brazos mudó la piel y se convirtió en una protuberancia serpentina, con la mano ahora transformada en una boca provista de colmillos. En el otro brazo le crecieron plumas iridiscentes y se convirtió en una ala. Enormes mechones de cabello cayeron de su cuero cabelludo al hinchársele la cabeza para luego volver a contraerse.
Era como si dentro de su cráneo se retorciera algo que intentaba abrirse camino a zarpazos hasta el exterior.
Con una sonrisa demente en los labios, Vendhal pasó ante la mujer. Se deleitaba con los gloriosos cambios forjados por Tzeentch en Wolfenburgo. Afortunadamente, la cosa que quedó tras esa terrible transformación no sobrevivió mucho tiempo.
El brujo conocía bien las historias de lo que le había sucedido a la ciudad de Praag, en Kislev, después del ataque de Asavar Kul. Una vez que él hubiese acabado con Wolfenburgo, Praag parecería un simple experimento. La ciudad centinela se convertiría en la nueva famosa obra maestra del Caos.
Al otro lado de la calle, las casas ardían en medio de los últimos copos de nieve que caían. Vendhal alzó su báculo rematado por la calavera y lo apuntó hacia un hombre que huía de los saqueadores del Caos. Aún tenía el cráneo nacarado en la otra mano. Otro rayo de energía de disformidad descendió de las ardientes nubes y derribó a la víctima del brujo. El hombre dio traspiés hasta detenerse contra la pared de un edificio, donde parpadeaban unos ojos llorosos. Ahora, el hombre tenía un aspecto más parecido al de un sapo, con una larga lengua bifurcada, barbas de gallo y veloces patas de cangrejo.
Verdaderamente, él, Vendhal Deformacráneos, era el elegido de Tzeentch. Estaba complaciéndose con la materia pura del Caos que envolvía su cuerpo, le agudizaba los sentidos y elevaba su mente hasta inigualables niveles de conciencia.
Surtha Lenk no era nada comparado con él. El zar supremo ni siquiera era digno de lamerle la suciedad de la suela de las botas.
Cuando la maldición de los Dioses Oscuros acabase su obra sobre Wolfenburgo, Vendhal Deformacráneos le enseñaría a la horda kurgan quién controlaba las tormentas de disformidad del Caos. Entonces todos verían quién era el verdadero mesías del gran brujo.
* * *
La ventisca había amainado tan rápidamente como había surgido. Una vez pasada, los maltrechos supervivientes del regimiento de Karl, junto con el ceñudo hechicero, habían llegado hasta la ciudad, y ahora seguían a la horda del Caos e intentaban encontrar un camino de entrada en Wolfenburgo.
Ante el grupo de Karl, los últimos bárbaros penetraban en la ciudad a través de una brecha abierta en la muralla exterior por un rayo. Para aquellos soldados de toda la vida estaba claro que se trataba de los redrojos de la horda bárbara; los que habían seguido a las tribus cuando avanzaron hacia el sur con la esperanza de compartir su gloria de conquista pero que, por sí mismos, tenían poco que ofrecer. Eran los más débiles, canijos y viejos entre los seguidores del campamento.
Las luces boreales aún destellaban por encima de los tejados en llamas de Wolfenburgo, y bañaban con su espectral luminiscencia el paisaje nevado a varios kilómetros a la redonda.
Cuando remolinos como tornados de nubes descendieron de la ardiente masa multicolor de los nubarrones, Karl tuvo la impresión de que el propio tiempo atmosférico había sido poseído por algún poder del Caos.
Un estruendo como de trueno resonó por toda la ciudad, pero al veterano de Reikland le resultó más parecido al gruñido de alguna bestia feroz. Nervioso a causa de lo que estaba sucediendo, Karl miró al hechicero de ropón rojo.
Había fuego en los ojos del mago. El hechicero de la orden Brillante se detuvo en la brecha de la muralla exterior cuando el acre hedor de la carne quemada envolvió al grupo. El mago inhaló profundamente, con los ojos cerrados, casi en estado de éxtasis. Gerhart sujetaba con fuerza el báculo de roble con la mano izquierda. En la derecha tenía una espada que le había dado uno de los soldados imperiales. Había pertenecido a uno de sus compañeros, caído durante la batalla contra los protectores del ingenio demoníaco. El largo cabello gris del hechicero se agitaba y ondulaba en los antinaturales vientos que entraban a través de la brecha de la muralla. Se parecía en todo al vengador héroe de la antigüedad. Tal vez aún quedaba esperanza para todos ellos.
Luego, comenzó el griterío.
Al principio, los aterrorizados habitantes de la ciudad pensaron que los demoníacos aullidos eran un efecto de la antinatural tormenta que azotaba Wolfenburgo. Pero los siniestros y espectrales gritos continuaron, y ojos cargados de pánico se alzaron hacia el cielo.
* * *
Látigos de fluctuante energía añil, azul y amarilla, descendían en espiral desde las tormentosas nubes, haciendo que la tempestad pareciese un antiguo kraken de leyenda nacido del cielo. También otras cosas escapaban de las hirvientes nubes: criaturas nacidas de las pesadillas, todas dientes y garras, sustentadas por alas de murciélago que parecían mortajas andrajosas.
Las criaturas descendieron en pendenciera bandada, cayendo sobre los habitantes de la ciudad que huían. Eran las furias. Sus fluctuantes sombras barrían las calles en llamas cubiertas de nieve.
Los angustiados defensores hacían todo lo posible para responder al ataque de las furias, pero los superaban terriblemente en número. Los hombres eran alzados del suelo, gritando, en las zarpas de las bestias voladoras. Mientras forcejeaban, los llevaban hasta muy alto por encima de los tejados, para luego dejarlos caer. Antes de llegar al suelo, muchos de los desdichados eran atrapados por otras furias que se lanzaban en picado, y eran descuartizados en el aire por las salvajes criaturas infernales.
Los que lograban escapar a las zarpas de los demonios de correosas alas, se encontraban con otras cosas igualmente horripilantes que salían del humo y los incendios. Donde habían caído los rayos de disformidad, habían crecido grandes wyrms que escupían fuego y cuyos cuerpos se alargaban a medida que absorbían las energías mágicas que saturaban el aire de la ciudad. Seres de desgarbadas extremidades cabriolaban y danzaban en el hirviente mar de extraña energía, y sus formas, cubiertas de piel rosada y azul, no eran nunca constantes a causa de la energía mística que borboteaba dentro de sus cuerpos.
Eran el Caos en libertad, que había adquirido forma física.
Lo que muchos vieron dentro de esta creación del infierno, los arrastró a la locura.
Un personaje alto se movía torpemente entre el populacho que corría. Iba envuelto en una gruesa capa negra y su rostro quedaba oculto por la pesada capucha. Mientras observaba el caos que se desplegaba en torno a él, farfullaba y profería risillas para sí, aparentemente despreocupado ante el infernal espectáculo. En cambio, de vez en cuando daba unas palmaditas a algo que llevaba oculto bajo la capa ceñida.
El desconocido se había vuelto loco mucho antes de que el Reino del Caos descendiera sobre Wolfenburgo y convirtiera la ciudad en un dominio de demonios.
* * *
Los alabarderos, su comandante y el mago de fuego se abrieron paso adentrándose más en la locura que era Wolfenburgo, matando a cada paso bárbaros enloquecidos por la sangre y maníacos de ojos dementes.
La ciudad atacada era como una visión viviente y vibrante de uno de los cuadros del artista hereje Beronymous Hosch.
Los edificios ardían hombres y mujeres, viejos y jóvenes eran asesinados, y los alaridos desgarraban el grasiento aire.
Por todas partes, los nórdicos pasaban a la gente por la espada, mientras entidades demoníacas que no tenían ningún derecho de existir en el reino mortal se alimentaban de los cuerpos y almas de inocentes y pecadores por igual. Los soldados apenas podía evitar perder también ellos la cordura, pero su capitán era veterano de incontables batallas, muchas de ellas contra los antinaturales esclavos servidores de los poderes del Caos. Mientras él se mantuviera firme ante el enemigo, lo mismo harían sus hombres.
En la hirviente multitud de bárbaros nórdicos, defensores trabados en combate y habitantes que huían, se abrió una brecha, y Gerhart y los demás se encontraron de repente en un área de calma relativa. Estaban en una plaza. Era como si hubiesen llegado al ojo de la tormenta, de esta tormenta del Caos.
No se encontraban solos. Al otro lado de la plaza había una figura silueteada contra el telón de fondo de edificios en llamas. El personaje iba envuelto en una larga capa con capucha que era casi del mismo color que el ropón del mago de fuego. De inmediato, Gerhart pudo ver que no se trataba de un piromante de la orden Brillante. El hombre también llevaba una armadura de latón adornada con rostros de gárgolas de burlona sonrisa y runas que relumbraban con horripilante luz interior. No dejaban duda ninguna de cuáles eran las lealtades del hombre.
Al instante, Gerhart pudo ver que el desconocido estaba animado por el poder puro de la magia del Caos. Manaba de él en palpitantes oleadas, suficientes, para hacer que el mundo a su alrededor rielara en una calina recalentada. Gerhart podía verlo en los relumbrantes ojos de gemas rojas de la calavera de hierro que remataba el báculo del brujo, en la propia mirada ardiente del hombre y en las refulgentes cuencas de los ojos de la pulimentada calavera humana que sujetaba en la otra mano de uñas largas como garras. Cuando más atentamente miraba Gerhart, más parecía que los ojos del nacarado cráneo destellaban al ritmo de la tormenta que se debatía en el cielo.
Y había algo más. A Gerhart, dotado de visión mágica, le parecía que el brujo del Caos estaba alimentándose de las esencias de los vientos de la magia.
Gerhart tenía la convicción de que era aquel brujo el responsable de la tormenta del Caos. Cintas de arremolinada energía mágica unían al hombre con el torbellino de lo alto, y el cráneo encantado era la clave del hechizo.
Gerhart sabía qué había que hacer.
Dentro de su mente, y en presencia de las voraces llamas y el creciente poder de Aqshy que era atraído hacia la ciudad incendiada, ya no había una llama de vela. Había sido sustituida por una tea que ardía con ferocidad. Gerhart podía sentir la calidez que se propagaba a través de su cuerpo, así como el calor de los incendios que lo rodeaban por todas partes, impregnándolo de su poder, majestad y grandeza.
Viendo lo que había sido de la antigua ciudad centinela, frustrado porque el consejo no hubiese hecho caso de su recomendación, y enfurecido por el hecho de que lo hubiesen enviado fuera de Wolfenburgo en el momento en que más lo necesitaba la ciudad, Gerhart había alimentado el fuego de su furia y odio. Esto, a su vez, alimentaba los fuegos que ardían en su interior, y la llama de Aqshy.
La furia que el piromante lanzaría contra el brujo del Caos no se parecería a nada que el villano satisfecho de sí mismo hubiese conocido jamás, ni jamás conocería.
Entretanto, el atroz brujo alzó el cráneo de trémulo brillo por encima de su cabeza y comenzó a pronunciar algún vil encantamiento en el condenado idioma de aquellas blasfemas deidades que existían más allá de los límites del reino de los mortales.
Los dos hechiceros se encararon entre sí desde lados opuestos de la plaza. Al brujo del Caos no parecían preocuparle los diez alabarderos. Estaba completamente concentrado en el hechicero de la orden Brillante que permanecía con los pies bien afianzados sobre el suelo, el báculo tendido ante sí, espada en mano y dispuesto para el duelo.
Pero los hombres de Reimann tenían sus propias batallas que librar. Como atraídos hacia el corazón del Caos, los engendros disformes se arrastraban y deslizaban por los corredores de llamas en que se habían transformado las calles de Wolfenburgo.
El brujo del Caos rió sin alegría al presenciar su apurada situación.
Al oír un sonido de raspado detrás de sí, como una coraza arrastrada sobre adoquines, Karl se volvió. Reptando por la plaza hacia él, avanzaba algo que obviamente había sido un hombre en otros tiempos. Del pecho hacia arriba aún era un ser humano que sollozaba y gemía a causa del sufrimiento y el horror; de cintura para abajo, el pobre desdichado había sufrido una mutación absoluta. La parte inferior de su cuerpo había desarrollado una concha que tenía el aspecto de placas de coraza. Las piernas se le habían convertido en hinchados brazos carnosos surcados de venas, y sus pies eran ahora manos con tres dedos provistos de garras. Con independencia de la voluntad que pudiera tener su quebrantada mente, la mitad inferior de su cuerpo reaccionaba según el deseo de alguna otra conciencia que lo empujaba hacia adelante.
Y también había otras cosas que se arrastraban, corrían y se deslizaban hacia ellos. Seres con plumas, garras y cuerpos fungiformes. Cosas que tenían demasiadas extremidades huesudas y una excesiva cantidad de bocas. Había algo que parecía dos personas fundidas una con la otra, pero estaban unidas de tal modo que ya no era posible distinguir qué extremidad había pertenecido a quién. La piel que recubría a los siameses del Caos parecía cera derretida, y estaba surcada por grandes verdugones rojos, como si la hubiesen azotado con un látigo.
Los hombres de Reikland se apartaron del hechicero para ocupar posiciones más defensivas. Ahora el mago de fuego estaba solo, y Karl rezó para pedir que los recursos de Gerhart fuesen equiparables a los del corrupto brujo.
Una abominación aracnoide, hinchada y cubierta de pelo apelmazado pero con una colmilluda cara humana de ojos ofídicos situada en el centro del cuerpo, descendió a toda velocidad por el lateral de un edificio todavía intacto. Dio un salto de varios metros para aproximarse más a los soldados de infantería.
Karl se daba cuenta de que ésta podría muy bien ser la última batalla que librara en su vida. Estaba decidido a hacer que valiera la pena, y vender su vida a un alto precio, al igual que todos sus hombres. Para esto habían nacido, la vida del soldado era la única que habían conocido. Karl no podía imaginar ningún otro fin para su existencia.
—¡Vamos, muchachos! —gritó el viejo capitán de Reikland con severidad, por encima del estruendo de la tormenta de disformidad—. Ya está. Ésta podría ser nuestra última batalla. ¡Hagamos que valga la pena!
Bramando el grito de guerra de los ejércitos del Reik, los alabarderos se dispusieron a vender sus vidas a un precio verdaderamente elevado.
Los hechizos salían rugiendo de las manos y los báculos de los dos magos, como aullantes cometas con cara de calavera.
Atravesaban el torturado aire mientras el brujo del Caos y el hechicero imperial intentaban causar la perdición del otro.
Gestos arcanos y barridos de sus instrumentos mágicos reducían los impactos.
Un furioso infierno giraba en torno a ellos, remolinos de poder salían disparados de la tormenta mágica y estallaban en al aire como cohetes. Las llamas se avivaban y crecían, como en respuesta al duelo mágico que se libraba en la plaza. Ahora ardían todos los edificios que los rodeaban, como una barricada ardiente que mantenía a distancia a los otros combatientes.
Mientras batallaban en su irreal ultramundo de hechicería, la luz antinatural de la espectral tormenta de lo alto se combinaba con las explosiones de sus hechizos para iluminar a ambos combatientes.
El brujo del Caos estaba tan impregnado de poder mágico que nada de lo que hacía Gerhart parecía alcanzarlo. Continuarían luchando hasta que el agotamiento acabara por reclamar la vida de uno de ellos. Gerhart temía que él sería el primero en cansarse. Porque mientras el brujo tuviese el temible cráneo en su poder, los vientos de la magia serían atraídos directamente hacia él, cosa que alimentaría sus hechizos a la vez que sus defensas mágicas. Debido a la andanada de brujería lanzada contra él por el brujo de disformidad, Gerhart no podía acercarse a su oponente lo bastante para desbaratar su proceso de creación de embrujos.
Gerhart estaba a punto de perder la paciencia, pero de algún modo logró enfocar su mente y mantener un dominio férreo sobre sus poderes. Temía —y sabía— que si ahora perdía el control, con la tormenta del Caos bramando en lo alto, también él podría ir demasiado lejos con su magia y no hallar nunca el camino de retorno. Se transformaría en un ser tan feroz como la criatura con la que se había encontrado en las colinas que dominaban Keulerdorf. Y si eso sucedía, el Caos se apoderaría de su alma y de lo que quedara de su condición humana. Su individualidad y personalidad serían tragadas por una niebla de locura destructora de almas. Gerhart Brennend no permitiría que ése fuera su destino.
El heroico esfuerzo que hacía para conservar el control estaba cobrándose un alto precio. A pesar del viento de Aqshy que afluía a su interior, sentía que se debilitaba con cada hechizo que lanzaba. Gerhart no sabía durante cuánto tiempo más podría continuar con estos esfuerzos.
Era sólo vagamente consciente de los hombres de Reikland que batallaban contra los engendros del Caos en torno a él.
Sentía cada vez más el dolor de huesos debido al agotamiento que amenazaba con derrotarlo. Entonces, ya debilitado y con la guardia baja, el brujo del Caos entraría a matar, sin duda saboreando el momento de victoria.
La ardiente tea de su mente comenzó a oscilar y chisporrotear convulsamente. Gerhart sintió que sólo podría canalizar un hechizo más antes de quedar agotado.
Entonces acudió a él, como la lucidez acude a un anciano en su lecho de muerte, cuando ya no queda nada más que decir o hacer.
Gerhart retrocedió con paso tambaleante, apoyándose en el báculo para no caer. La llama del extremo de la rama de roble crepitó y se apagó. Una perversa satisfacción destelló en la mirada de ojos fijos del brujo del Caos. El hechicero de la orden Brillante se dejó caer de rodillas sobre los calientes adoquines de la plaza. Su némesis avanzó un paso hacia él.
—Antes de que os mate, lo correcto es que sepáis el nombre de quien os ha despojado de vuestra fuerza, vuestro arte y vuestra vida, de modo que cuando vuestra alma se haya convertido en juguete de demonios, seáis atormentado por ese conocimiento durante toda la eternidad —declaró el brujo del Caos con crueldad—. ¡Soy Vendhal Deformacráneos, y las tormentas de disformidad del Caos están bajo mi control! —anunció el brujo, cuya voz se elevó por encima del aullido de la tormenta y los vástagos que había engendrado con el Caos.
—Y yo —gruñó Gerhart, bañado en sudor—, soy Gerhart Brennend, piromante de la orden Brillante y portador de las llaves de Azimuth. ¡Y ahora, arde en el infierno, bastardo! —Y, diciendo esto, el mago de fuego dejó en libertad el hechizo que había estado conteniendo, un último ataque mágico que ardía con el intenso calor de un volcán.
La monstruosa bola de fuego, un cometa en forma de aullante calavera envuelta en llamas, salió disparada hacia el brujo al que golpeó con toda la fuerza de un meteorito que se precipita hacia la tierra. Poseído por la suprema arrogancia de sus capacidades, el prepotente brujo se había dejado engañar por la teatral actuación de Gerhart, quedando expuesto a un ataque desde corta distancia.
Vendhal Deformacráneos salió volando por el arremolinado aire, a causa del impacto de la bola de fuego, y atravesó los ardientes ladrillos y mortero de un edificio. Con un rugido voraz, la abrasada madera del tejado de la estructura cedió, desplomándose sobre el brujo en una gran nube de danzantes chispas.
Por un momento, Gerhart creyó que había acabado con el señor de la tormenta del Caos, pero las ruinas del edificio incendiado fueron apartadas a un lado y el brujo salió caminando de entre ellas, con el cuerpo aparentemente ileso. Estaba rodeado por un aura de ondulante energía multicolor, cuyos siempre cambiantes colores se parecían al tornasolado espectro del aceite sobre el agua.
Tan cargado de magia estaba Vendhal Deformacráneos, que el último y más potente hechizo de Gerhart no le había causado el más mínimo daño.
No obstante, había logrado que dejara caer el brillante cráneo.
* * *
Karl presenció el ataque que el hechicero imperial lanzó contra el brujo, y vio cómo el servidor del Caos atravesaba el muro del edificio incendiado al tiempo que el maligno cráneo salía volando de su mano. Luego, horrorizado, contempló al hechicero alzarse de las cenizas aparentemente ileso.
El lustroso cráneo cayó, repiqueteando, entre las calientes piedras, y dispersó trozos de material en llamas. Sin entender muy bien por qué, Karl sabía que debía apoderarse del cráneo antes de que lo hiciera el brujo del Caos.
Con una brusca estocada de su alabarda cubierta de sangre, el veterano soldado despachó al ser medio pez que saltaba hacia él siseando como una serpiente, y lo destripó con un diestro giro de su arma. Algo parecido a caldo hediondo manó de la herida. En aquel líquido no parecía haber ningún órgano sólido. Karl obligó a los cansados músculos de sus piernas a correr, mientras la desesperación y la adrenalina le prestaban fuerzas.
Llegó al sitio en que yacía el cráneo justo a tiempo de apartarlo de un puntapié del alcance de un ser con tentáculos que exudaba babas. Con un golpe seco descargó la pesada asta del arma sobre el objeto de hueso tornasolado.
Se oyó un crujido fuerte como el trueno cuando el cráneo explotó. Karl fue lanzado al aire y cayó al suelo a varios metros de distancia, mientras la tormenta de disformidad se descontrolaba completamente.
Con la destrucción del potente talismán del brujo del Caos, no fue sólo la tormenta de disformidad la que cambió al romperse el eslabón que lo mantenía todo unido.
El brujo estaba gritando, y sus agudos y potentes alaridos atravesaban la voz de la tormenta como una campana. La capa volaba a su espalda, y se convirtió en foco de la furia de la tempestad.
Al brujo también estaba sucediéndole algo más.
Gerhart lo vio más claramente en las hinchadas facciones grises del hombre. La carne del rostro ondulaba como la superficie de un lago rizada por el viento. El fuego se apagó en los ojos del brujo, que ahora se hinchaba y contraía al buscar una vía de escape el poder de disformidad que inundaba su cuerpo.
Incapaz de contener las energías de disformidad que lo inundaban, el cuerpo de Vendhal Deformacráneos llegó al punto de ruptura y comenzó a mutar. Brazos y piernas se torcieron en ángulos antinaturales, y otros huesos y articulaciones se doblaron, atravesando la carne deformada del hombre desde el interior. El báculo le fue arrancado de la mano y se alejó girando por el aire.
Mientras aún gritaba, el mutante brujo del Caos fue alzado hacia el vórtice por vientos de fuerza huracanada. Fue absorbido hacia el corazón de la tormenta mientras su cuerpo se retorcía perdiendo la forma en atroces estertores hasta convertirse en sólo una mota oscura contra las parpadeantes y agitadas nubes antinaturales.
Gradualmente, Gerhart tomó conciencia de un grito que procedía de los soldados que aún batallaban en torno a ellos.
Era el capitán de Reikland.
—¡Tenemos que salir de aquí ahora mismo! —estaba vociferando el veterano soldado.
El hechicero de la orden Brillante alzó los ojos hacia las hirvientes nubes de lo alto. Los cumulonimbos se habían oscurecido hasta adquirir el tono púrpura de un verdugón que se propagara por el cielo, y las nubes se ondulaban como leche vertida en agua. El brujo del Caos había desaparecido, Wolfenburgo había sido arrasada, y ya no quedaba nada que pudieran hacer.
Al recibir la orden, los supervivientes del regimiento de alabarderos, varios de ellos con heridas abiertas por afiladas garras y brutales colmillos y contusiones causadas por constrictores tentáculos o seudópodos, se replegaron. Reimann se dispuso a conducir a sus hombres de vuelta al exterior de la ciudad. El aullante huracán había apagado muchas de las llamas, así que ahora había un camino transitable entre los edificios incendiados. Gerhart, a quien el agotamiento amenazaba con atenazar, apoyándose pesadamente sobre el báculo para mantenerse en pie, se volvió para seguirlos.
Un sonido nuevo llegó hasta sus oídos por encima del gemido del viento y el crepitar de las llamas. Al oír unas risillas dementes, el hechicero se dio la vuelta. Detrás, al otro lado de la plaza, de pie entre los ardientes edificios, había un personaje que llevaba una capa que lo cubría completamente.
—¡Gerhart Brennend! —llamó el desconocido. En su voz había algo que le resultó familiar—. Volvemos a encontrarnos.
Un brazo salió de entre los pliegues de la pesada capa, y el personaje apuntó al mago de fuego con una pistola de platina de sílex. Con un chasquido rechinante, amartilló la pistola.
El piromante ya había visto antes esa arma. En una ocasión anterior, se había hallado en una posición similar.
El embozado desconocido echó atrás la capucha de su capa para dejar a la vista el desfigurado rostro cubierto de cicatrices causadas por el fuego. A despecho de los terribles cambios que se habían operado en el cuerpo del personaje, le quedaba lo suficiente para que Gerhart lo reconociera como el hombre que una vez había actuado como su juez, jurado y aspirante a verdugo: el cazador de brujas Gottfried Verdammen.
Los modales de Verdammen no conservaban nada de su antigua compostura. Para Gerhart era evidente que las terribles quemaduras que el cazador de brujas había sufrido a manos del hechicero de fuego, sumadas a todo lo que había visto a partir de entonces desde el interior de Wolfenburgo, lo habían vuelto loco. ¿Cómo habría logrado sobrevivir al hechizo de la bola de fuego?, se preguntó Gerhart.
Verdammen profirió otra risilla, un desconcertante sonido infantil.
—Esta vez no fallaré —dijo, y disparó.
No había manera de esquivar el disparo, y la bala dio en el blanco. Gerhart giró sobre sí mismo debido a la fuerza del impacto, y cayó entre las ruinas de una casa en llamas.
La histérica risa del cazador de brujas cesó bruscamente cuando el mago de fuego se alzó de entre las llamas como la legendaria ave fénix del mito árabe, renacida de los fuegos de su propia destrucción.
Las llamas habían prendido en el ropón de Gerhart. Sus ojos ardían, y bolas de chisporroteante fuego rodeaban sus puños cerrados. Las llamas del edificio incendiado oscilaban y ondulaban, formando un rugiente vórtice en cuyo centro se encontraba el piromante. Sangre oscura goteaba del agujero de bala del hombro del hechicero.
Al principio, la cara terriblemente desfigurada del cazador de brujas se puso seria, pero luego volvió la risa histérica. Verdammen aún reía a carcajadas como un paciente de manicomio cuando el enfurecido mago de fuego lanzó su hechizo.
Ondulantes llamas salieron disparadas de los dedos extendidos del hechicero, devorando la distancia que separaba al mago del cazador de brujas. Cuando el conjuro llegó hasta Verdammen, se había transformado ya en una hirviente bola de fuego que estalló en torno a él en un líquido torrente. La ropa, el pelo y la piel se achicharraron, sisearon y se cubrieron de ampollas cuando Gerhart aniquiló a su némesis en una ardiente deflagración que lo calcinó hasta los huesos.
En cuestión de segundos, el abrasador ataque redujo al cazador de brujas a un esqueleto ennegrecido y una nube de cenizas que fueron arrastradas hacia el cielo por las térmicas ascendentes. Cuando el furioso rugido de las llamas se apagó, lo mismo pareció suceder, por fin, con la histérica risa demente del hombre.
Y con eso, el temperamento que Gerhart tanto había luchado por controlar estalló como una presa agrietada. El punzante dolor de la herida de bala fue la gota que colmó el vaso.
Precisamente aquello que él había intentado impedir se produjo. Perdió el control de la furibunda magia que corría por sus venas como magma líquido.
Los fuegos arreciaron.
Wolfenburgo ardió.
Y el infierno volvió a desatarse cuando el piromante enloquecido por el dolor se entregó al desenfreno como un poseso.