10
El capricho de los Dioses Oscuros
Nuestras insignificantes vidas están gobernadas sólo por las indiferentes estaciones del año y el capricho de los Dioses Oscuros.
De Los escritos de Mandrus el Hereje
—Así que aquí estamos otra vez, Vendhal Deformacráneos —dijo el zar supremo con voz cargada de fastidio.
—Sí, señor —replicó el brujo del Caos al tiempo que apartaba los ojos del monstruoso semblante del señor de la horda kurgan.
Surtha Lenk había llamado a Vendhal a su espantoso pabellón al amanecer, y él sabía por qué. Había descontento en las filas. Los zares y sus guerreros estaban sedientos de sangre y victoria y, tras la facilidad con que habían tomado Aachden, comenzaban a sentirse frustrados. Buscaban a alguien a quien culpar por aquella paralización, y muchos acusaban a Surtha Lenk de haberlos llevado a aquella situación de estancamiento.
El brujo se había acercado con inquietud a la tienda plantada detrás de la formación de la masa kurgan. Se trataba de una creación tan blasfema y corrupta como el propio señor de la guerra de la hueste nórdica. La lona del pabellón era en realidad piel humana curtida, los vientos estaban hechos con tendones trenzados, y los montantes con columnas vertebrales calcificadas. Cuando Vendhal hubo atravesado las cortinas de la entrada agitadas por el viento, lo bañó el conocido hedor de putrefacción y empalagoso perfume.
Dentro de la tienda reinaba la oscuridad. Una acre niebla de incienso manaba de lámparas colgantes de latón, de modo que el brujo no podía ver el suelo. Sin embargo, percibió un sordo sonido susurrante, como de resecos rollos de serpentinas que se retorcieran y contorsionaran sobre el suelo de la tienda.
—Aquí estamos otra vez, y Wolfenburgo continúa sin ser derrotada. Estoy... disgustado, Vendhal Deformacráneos —barboteó el zar supremo.
El brujo no dijo nada. Hubo cosas que le rozaron la capa en la oscuridad, con un tacto como de plumas provistas de voces que parecían chilliditos inhumanos.
—¿Por qué no has usado aún tus prestigiosos poderes mágicos para acabar con el asedio?
También Surtha Lenk estaba buscando a alguien a quien culpar, y había escogido al jefe de los brujos.
—Como ya os he dicho, nos encontramos lejos de la Sombra del norte y de su influencia.
—¿Vas a darme una conferencia? —gruñó el zar supremo—. ¿Acaso no es cierto que allá donde marchamos bajo los estandartes de Tzeen la influencia de la Sombra también aumenta? El mundo cambia a nuestro paso.
—Eso es cierto, señor —reconoció el brujo—, pero con el sol alto en el cielo durante un período tan largo del día, el Ojo de Tzeen no puede soportar su brillo. Así que permanece cerrado durante la mayor parte del tiempo.
—En ese caso, no debe permitirse que el sol pueda cegar por más tiempo a Tzeen. Encárgate de eso, Vendhal Deformacráneos, o tu alma será ofrecida en sacrificio al más grandioso de los brujos.
El brujo del Caos inspiró profundamente. Continuaba sin poder mirar directamente al gigante de armadura roja ni al grotesco bebé que llevaba sujeto al pecho.
—Mis poderes han sido debilitados por este entorno —explicó el brujo con enojo, admitiendo la verdad de la situación—. Si quiero reunir el poder necesario, señor, se necesitará una atrocidad en gran escala...
—Si eso es lo que se necesita —respondió Surtha Lenk, al tiempo que profería unas risillas ante la perspectiva de una masacre aún mayor en el nombre del Caos—, entonces, eso debe suceder.
—Sí, señor —dijo Vendhal, al tiempo que se inclinaba. En ningún momento había posado los ojos en el señor de la guerra. Se retiró de la presencia de Surtha Lenk caminando hacia atrás.
—Ah, una cosa más, brujo —dijo Lenk con su voz chillona y aguda en el momento en que Vendhal llegaba a la entrada de la tienda—. Si continúas... disgustándome, te destriparé yo mismo y arrancaré tu alma de tu cuerpo agonizante.
* * *
La gran acometida llegó al día siguiente, cuando el anochecer extendía su velo crepuscular sobre Ostland. Esa noche, los guerreros de las tribus reunidas bajo el estandarte de Surtha Lenk asaltaron las murallas de Wolfenburgo mientras las máquinas de guerra nórdicas renovaban sus ataques de proyectiles contra la ciudad centinela, lanzando una lluvia de muerte hacia sus antiguas murallas.
Al principio, los defensores de la ciudad y su guarnición repelieron los ataques, pero al avanzar la noche y comenzar el segundo turno de guardia, la dimensión del ataque aumentó.
Tan descomunal era el número de bárbaros que asaltaban las murallas, que los muertos de los nórdicos se apilaban hasta una altura de diez cadáveres al pie de las mismas. Esta acumulación de cuerpos proporcionaba a los otros bárbaros, enloquecidos por la batalla, un medio para trepar más arriba de las murallas y atacar a los defensores de la ciudad.
A los defensores imperiales no les quedó otra alternativa que salir a enfrentarse con los nórdicos. La mitad del ejército regular de Wolfenburgo, los caballeros de la orden de la Montaña de Plata, y una milicia ciudadana apresuradamente reclutada, cargaron al exterior de la urbe cuando las grandiosas puertas volvieron a abrirse.
Aún quedaban cosas peores en reserva para los nobles campeones de la ciudad.
En cuanto los valientes defensores abandonaron la seguridad relativa de su bastión, los guerreros de la horda del Caos se apartaron de las murallas, dejando atrás a sus muertos sin dedicarles más pensamiento, y fueron a enfrentarse con los defensores de Wolfenburgo. Los que quedaron dentro de la urbe no tuvieron más alternativa que cerrar y barrar las puertas tras los abrumados soldados: no podían arriesgarse a perderlo todo y permitir que los nórdicos entraran en la ciudad. Pero hay que reconocer que ninguno de los valientes defensores imperiales, ni siquiera los reclutados entre la milicia urbana, intentó en ningún momento volver a entrar en la ciudad. Contra unas fuerzas tan abrumadoras, no obstante, los soldados imperiales no podían hacer nada.
Esa noche, la horda de Surtha Lenk capturó más prisioneros vivos que nunca antes. Los defensores de Wolfenburgo observaron cómo sus compañeros eran arrastrados hacia el campamento kurgan. Lo que inquietaba a los hombres era que, hasta ese momento, los nórdicos no habían hecho prácticamente ningún prisionero. ¿Qué podían tener en mente para los pobres desdichados que ahora se llevaban? ¿Por qué necesitaban tantas almas vivientes?
Los guardias de la muralla y sus comandantes se persignaron con el signo del martillo sagrado, pero no se atrevieron a pensar más en sus condenados hermanos. Ya no podían ayudarlos. Era igual que si estuviesen ya muertos... o algo peor.
Entre los kurgans hubo grandes celebraciones y festejos.
Muchos de los bárbaros, frustrados por semanas de inactividad, sentían que se estaba haciendo algo para tomar la ciudad.
La esperanza colmó una vez más sus corazones. Estaban exaltados por haber hecho tantos prisioneros.
La esperanza también renació con el rumor de que un guerrero solitario que se hallaba entre las hordas del ejército del zar supremo había sido escogido por el poder que aquellos hombres salvajes conocían como Tchar o Tzeen. Él había llevado la suerte de aquella atroz deidad a la empresa de Surtha Lenk.
Se avecinaba un tiempo de grandes cambios; todos podían sentirlo, tanto los leales servidores del Imperio como los hijos del norte.
* * *
Contuso y aporreado, el lector Wilhelm Faustus fue echado al suelo cubierto de hojas de árbol, en un claro rodeado por nudosos y retorcidos robles. A su alrededor sonaban gemidos cuando los supervivientes del destacamento que había perseguido a la fugitiva manada de guerra al interior del Bosque de las Sombras eran arrojados al suelo junto a él.
Los hombres bestia los habían pillado a todos por sorpresa desde el abrigo de los árboles. Resultó fácil cuando se hubieron adentrado excesivamente en la penumbra verdosa del bosque, donde los hombres habían acabado por separarse. Al despertar, Wilhelm se había encontrado atado a una rama de árbol partida y suspendida entre dos hombres bestia. Otra de las criaturas llevaba su pesado martillo de guerra echado sobre un hombro.
El grupo avanzó con rapidez a través del bosque. Los que habían capturado al sacerdote se habían reunido al cabo de poco con aquellos que habían capturado a otros miembros del séquito de Wilhelm. No sabía qué había sucedido con su leal corcel, Kreuz.
Los habían transportado a través del Bosque de las Sombras atados a ramas desnudas, con el caliente hedor de los hombres bestia en la nariz, y los sonidos de gruñidos y ladridos guturales resonando en sus oídos. El idioma de los hombres bestia era tan ininteligible como el mugido de las vacas o el balido de las ovejas.
El sacerdote calculaba que habían estado viajando durante todo un día, adentrándose cada vez más en el oscuro bosque virgen. Aquí los árboles crecían muy juntos, pero eran oscuras y retorcidas parodias de la vida natural. Los hombres bestia atravesaban trabajosamente matojos de escaramujo y zarza y lechos de ordga sin pensárselo dos veces: sus duras pieles animales los protegían. No obstante, los sigmaritas no eran tan afortunados. En comparación, su piel era tan delicada como la de una damisela bretoniana. Wilhelm sentía un fuerte escozor cuando las espinas se le clavaban en la carne y las irritantes ortigas le rozaban el rostro y la piel descubierta de los brazos.
Los hombres bestia no habían intentado siquiera quitarle la armadura, aunque se habían apoderado de su arma sagrada. El peso adicional no los incomodaba en lo más mínimo. Eran criaturas esbeltas, de músculos fuertes, gracias a su salvaje forma de vida.
Y así, tras un viaje desagradablemente incómodo, el lector y sus seguidores se encontraban ahora en el corazón mismo del territorio de los hombres bestia, dentro del campamento de las criaturas.
Los prisioneros de las bestias fueron liberados de las ramas por el sistema de cortar el bramante que los sujetaba, o simplemente destrozar los nudos con mordiscos de sus afdados dientes. Los ungors, dirigidos por sus primos más grandes y armados con látigos, pincharon y empujaron a los humanos con toscas lanzas hasta hacerlos entrar en una rústica jaula que había en el claro. Estaba construida de un modo bastante chapucero con ramas de árbol atadas entre sí con bramante y tripas secas de animales. Pero la jaula cumplía su cometido. Una vez que todos los hombres fueron empujados al interior, deslizaron un pesado tronco a través de dos lazos de cuerda para mantener la puerta cerrada. No era la más complicada de las cerraduras, pero cumplía su cometido. Con toda una manada de hombres bestia acuclillados a poca distancia, la huida era improbable. De hecho, era imposible.
Pero para Wilhelm Faustus, un fiel servidor de Sigmar, no había nada que fuese imposible mientras conservara su fe en el Portador del Martillo. Y la luz de Sigmar nunca había sido tan necesaria como en aquel bosque abandonado, consagrado a los más oscuros y malignos poderes.
Todo el campamento de hombres bestia hedía como un estercolero. La jaula olía a porquería y a carne podrida, sin duda el hedor residual de sus últimos desdichados ocupantes.
El sacerdote percibía el hedor de una pila de excrementos que tenían cerca, y por todas partes flotaba el penetrante olor almizcleño de la manada.
Wilhelm reparó en que el hombre bestia de rojo pelaje y enormes músculos que había dirigido la expedición ejercía ahora su autoridad sobre los otros. Su pelaje rojo lo diferenciaba del resto, y sin duda significaba que había sido escogido para la grandeza por los oscuros dioses a los que adoraba. Entre los hombres bestia, la fortaleza era algo determinante, y los fuertes dominaban a los débiles. La vida dentro de la manada era una cuestión de supervivencia de los mejor dotados físicamente.
Allí había también otros hombres bestia. A los siempre observadores ojos del sacerdote, parecían estar organizados en pequeños grupos guerreros, como si formaran las unidades de una más numerosa manada de guerra.
Atrapado dentro de la hedionda jaula, Wilhelm dedicó un momento a estudiar la disposición del campamento. El claro medía aproximadamente ochocientos metros de largo por cuatrocientos de ancho, y estaba completamente rodeado de bosque denso. Wilhelm se había dado cuenta de que el terreno había estado ascendiendo constantemente desde la mañana, y ahora que se encontraba en la jaula le resultaba más evidente que estaban sobre un punto elevado. Puntiagudos dientes de granito atravesaban la turba y la tierra del claro, y Wilhelm no veía ninguna elevación por encima de las copas de los árboles.
Los hombres bestia habían plantado su campamento cerca de un tosco círculo de piedra que se alzaba dentro del claro, cerca de su linde norte. En el centro del círculo de monolitos desgastados por los elementos, había una piedra solitaria que era el doble de alta que las demás y parecía haber caído de los cielos y aterrizado en posición vertical. Wilhelm sólo podía suponer quién, o incluso qué, había erigido estos menhires de granito. Sentía que su propósito no era digno. El hombre santo, psíquicamente sensible, percibía que un tremendo mal flotaba sobre el campamento, como una maligna entidad hambrienta de almas de hombres mortales. La enorme piedra a cuya sombra se encontraban parecía latir con su propio poder maligno.
La piedra estaba adornada con los cadáveres de varios caballeros acorazados que colgaban de cadenas incrustadas de sangre y enormes ganchos de carnicero y que habían sido horriblemente desfigurados por las heridas sufridas. A varios les faltaban extremidades, otros parecían haber sido parcialmente devorados, y a uno lo habían destripado: las vísceras del guerrero estaban enredadas en las cadenas que lo sujetaban a la roca. Los descuartizados cadáveres se hallaban cubiertos de sangre seca que les velaba el rostro. Parecía que las capas de los caballeros podrían haber sido blancas en otros tiempos. En la superficie del monolito habían pintado con sangre varios sigilos y runas, pero Wilhelm no podía mirarlos durante mucho tiempo porque le hacían lagrimear los ojos y sentía que detrás de éstos comenzaba a formarse un dolor de cabeza.
Tirados al pie de la enorme piedra erecta estaban los muchos trofeos que la manada había cobrado en batallas y en incursiones contra la gente cuyas moradas se hallaban en las proximidades del Bosque de las Sombras. Había de todo, desde armas y armaduras de los enemigos vencidos por la manada, hasta cráneos, humanos y de otro tipo, y estandartes de batalla. Algunos parecían muy viejos y no eran más que desgarrados harapos enmohecidos.
Uno de los estandartes, a pesar de ser de diseño antiguo, parecía haberse hallado en buen estado de mantenimiento antes de que los hombres bestia pusieran sus inmundas zarpas sobre él. Estaba manchado de sangre y sucio de fango y excrementos como todo el resto de los estandartes capturados. Wilhelm no podía evitar pensar que el timbre del estandarte tenía algo que le resultaba familiar.
Mientras Wilhelm observaba, un gor le arrebató su sagrado martillo de guerra al ungor que lo había transportado y lo arrojó sobre el montón de trofeos. También las armas que les habían quitado a los otros miembros del destacamento de Wilhelm fueron añadidas a la pila donde acumularían óxido.
—Yo conozco ese estandarte —susurró una voz vehemente al oído de Wilhelm.
* * *
Volvió la cabeza. Un espadachín de cabello gris, medio calvo, que se había unido a sus seguidores en Haracre, se encontraba allí y miraba hacia el monolito con una mezcla de horror y emoción nerviosa. El sacerdote guerrero supo a qué estandarte se refería.
—¿Cómo es eso? —preguntó Wilhelm.
—Una vez luché bajo ese mismo estandarte —replicó el hombre. Era uno de los pocos entre los fanáticos sigmaritas de Wilhelm que habían sido soldados profesionales alguna vez—. En mi juventud. Cuando luché en el ejército regular del conde elector de Ostland para limpiar las tierras de cultivo del sur de Kosterun de una incursión de pieles verdes.
Es el pabellón de batalla de la antigua ciudad centinela del norte. ¡Es el estandarte de Wolfenburgo!
—¿Él estandarte de Wolfenburgo, decís? —repitió Wilhelm, en parte para sí mismo.
—Sí, santidad.
—Entonces esa ciudad antigua se encuentra, como suponíamos, en un terrible peligro. —Wilhelm conocía las leyendas: si la ciudad era atacada mientras el antiguo pabellón de guerra estaba ausente, caería con total seguridad—. Debemos recuperar el estandarte y devolverlo a su legítimo hogar —dijo, con clara determinación.
—¿Qué será de nosotros? —preguntó un acobardado guardabosques que tenía el ojo derecho hinchado y contuso a causa del tratamiento sufrido a manos de los bestiales atacantes.
—¿Acaso no ves lo que tienes ante tu chata narizota? —le espetó un flagelante de ropón harapiento—. ¡Vamos a ser sacrificados a los inmundos dioses de esos seres bestiales! ¿Por qué otro motivo iban a mantenernos con vida y traernos hasta aquí? ¿No tengo razón? —preguntó el flagelante al tiempo que se volvía hacia Wilhelm.
—Cuando llegue el momento adecuado —tronó la voz del sacerdote guerrero.
—Tal vez cuando las adecuadas constelaciones sean visibles en el cielo —sugirió otro sacerdote mucho mayor.
—¿Y qué hacemos hasta entonces? —insistió el guardabosques con tono sombrío.
—Conservar nuestra fe en Sigmar y esperar —replicó el sacerdote guerrero.
Esta no era la muerte, el martirio, que él buscaba. El lector Wilhelm Faustus aún tenía mucho trabajo por delante. No iba a esperar a que lo convirtieran en víctima de un sacrificio dedicado a los inmundos dioses que moraban allende el velo de la realidad. Ahora tenía un nuevo propósito. No sólo debía escapar de las garras de estos hijos del Caos, sino que él y sus hombres tenían la obligación de recuperar el estandarte de Wolfenburgo y devolverlo a la ciudad antigua.
Wilhelm volvió a observar a los hombres bestia, alerta ante una oportunidad para que él y sus hombres pudiesen actuar contra los captores e imponerles, al fin, su venganza.
Fue varios días después cuando a Wilhelm se le presentó la oportunidad que había estado esperando pacientemente. Había estado observando sin descanso a los hombres bestia, y estudiando la organización de la manada y su quisquilloso orden jerárquico.
Las condiciones dentro de la atestada jaula empeoraban con rapidez, cosa que no resultaba sorprendente. Ahora, el séquito prisionero olía tanto a su propia porquería como al penetrante hedor de los hombres bestia. Sus captores les habían dado a comer trozos de carne cruda. A fin de cuentas, no podían permitir que los cautivos muriesen antes de ser sacrificados. El sacerdote había devorado de inmediato cualquier cosa que le habían echado. Necesitaba conservar las fuerzas.
El alba rompió fría y húmeda a pesar de ser un día de verano. Cuando el sacerdote guerrero despertó en medio de la porquería y detritus que había en el suelo de la jaula, sintió que le dolía el cuerpo, como cada mañana, debido a la superficie desigual y pedregosa. En el campamento reinaba un gran alboroto, y más tarde se hizo evidente su causa.
Un grupo que Wilhelm no había visto antes acababa de entrar en el claro. Al principio, el sacerdote se preguntó si serían miembros de una horda rival que acudían a reclamar como propio el sitio del campamento, pero al cabo de poco quedó claro que formaban parte de la tribu. El pequeño destacamento de hombres bestia estaba liderado por una criatura monstruosa cuya forma era diferente del resto. Ésta y las tres disformes criaturas que formaban su séquito eran monstruosidades con cabeza de toro, casi el doble de altas que un hombre y mucho más corpulentas, pero el jefe era, con mucho, el más voluminoso.
El minotauro, obviamente un campeón entre los suyos, era una criatura descomunal de hinchado vientre y brazos de abultados músculos. Su fea cabeza provista de hocico estaba rodeada por una abundante melena oscura. La distancia que mediaba desde una afilada punta de cuerno hasta la otra estaba en torno a dos espanes, supuso Wilhelm. Alrededor del cuello, el minotauro llevaba un collar de púas. Vestía poco más que le sirviera de armadura, pero sus hombros estaban protegidos por planchas de acero provistas de pinchos. Cruzado sobre el pecho llevaba un arnés tachonado, en el centro del cual había un disco de bronce que tenía grabada la estrella de ocho puntas del Caos. La cabeza de prominente mandíbula de un orco colgaba del cinturón de su taparrabos, y llevaba dos pesadas hachas que sujetaba con cada una de sus enormes manos humanas. Por su aspecto, una de las armas podría haber pertenecido a un enano antes de que los intrincados grabados de la hoja fuesen desfigurados y cubiertos por signos mucho más malignos.
El minotauro era una criatura que inspiraba pasmo y terror, tanto en sus aliados como en sus enemigos. Era un toro infernal, nombre por el que eran conocidos los hombres toro.
La horda del minotauro arrastraba un trineo de tosca construcción, cargado con más trofeos de batalla que no parecían ser de origen humano. Era obvio que el grupo acababa de regresar de su propia expedición incursora y, hasta donde Wilhelm podía determinar por el brutal aspecto de los artefactos, había sido contra los pieles verdes.
Hasta ese momento, Wilhelm consideraba que habían visto a todos los integrantes de la bestial tribu. No obstante, ahora estaba claro que las fuerzas con las que su séquito se había enfrentado en Walderand eran sólo una parte de la manada.
El lector observó la reacción del resto de la horda ante la llegada del toro infernal. Los hombres bestia se escabullían ante el minotauro, los gors inclinaban un poco la cabeza, y algunos de los ungors incluso orinaban o defecaban como gesto de deferencia para con su jefe.
Pero no todos los integrantes de la manada se comportaban del mismo modo. Cuando el toro infernal se aproximó al círculo de piedra, Wilhelm vio que el bestigor de rojo pelaje y sus seguidores no ejecutaban reverencia alguna ante el monstruo con cabeza de toro.
Al principio, el minotauro pareció no darse cuenta o no hacer caso de la salvaje arrogancia. El resto del grupo del toro infernal añadió las armas y corazas cobradas a los pieles verdes a la pila herrumbrosa y fétida acumulada al pie de la piedra erecta. Sólo cuando esto estuvo hecho, el monstruoso minotauro volvió su atención hacia el desvergonzado wargor.
Alzando ambas hachas en el aire, el minotauro bufó y bramó en dirección al bestigor, con sus ojos de toro encendidos. En respuesta, el wargor de rojo pelaje alzó con ambas zarpas su cimitarra parecida a una cuchilla de carnicero y, echando atrás la cabeza, bramó su desafío hacia los cielos con un grito ululante.
La escena que se desarrollaba ante sus ojos dejó pasmados a todos los presentes en el campamento, tanto hombres como bestias. Wilhelm dudaba de que alguno de sus compañeros de prisión comprendiera del todo lo que sucedía. El sacerdote guerrero, no obstante, había estudiado varios textos permitidos que versaban sobre los enemigos de la luz de Sigmar y sus prácticas. Era capaz de deducir qué sucedía. El rebelde wargor estaba lanzando un reto para competir por la posición de macho dominante de la tribu. El wargor había capturado un gran trofeo: almas para ser sacrificadas a los bestiales dioses de la manada. Se creía digno del título de Bestia Letal.
Luego, ya no quedó nada por decir.
El minotauro y el wargor intercambiaron golpe tras golpe.
Luchaban con la ferocidad de perros rabiosos, gruñéndose y bramándose el uno al otro. Al principio, parecían igualados en términos de tamaño, fuerza y astucia animal. Cuando el hacha de enano del toro infernal descendió hacia el cuello del wargor, éste la paró con un golpe de su cimitarra. Cuando el retador de rojo pelaje lanzó una estocada con su arma, el minotauro le golpeó el filo con el gancho de su hacha de guerra forjada por el Caos. Las dos bestias también intentaban patearse, morderse y cornearse la una a la otra. Nada era demasiado vil para estas degeneradas criaturas.
Luego, de modo repentino, mientras contorsionaba el cuerpo para apartarlo de la trayectoria de la hoja de la cimitarra del wargor que descendía hacia él, el minotauro ensartó un hombro de su contrincante con la afilada punta de uno de sus cuernos. El toro infernal había demostrado por qué era el jefe de la tribu. Con los grandiosos músculos de su cuello de toro hinchados, el minotauro alzó al hombre bestia del suelo, ensartado en el extremo del cuerno.
Mientras el wargor lanzaba patadas hacia los ijares del minotauro con los afilados cascos de sus patas, el jefe de la manada describió un arco con ambas hachas por delante de su cuerpo, descargando dos salvajes tajos que abrieron el estómago del gor. El hombre bestia de rojo pelaje profirió un penetrante grito cuando sus entrañas salieron en un torrente de sangre negra a través del tajo. El toro infernal se quitó al hombre bestia del cuerno con una sacudida de la cabeza, y éste cayó al suelo gimoteando como un ternero recién nacido.
Pero el toro infernal no se detuvo. Ahora se había apoderado de él un frenesí sanguinario. El jefe se lanzó sobre el agonizante hombre bestia destripado y arrancó un bocado de su pecho que subía y bajaba respirando trabajosamente. El toro infernal echó la cabeza atrás, con sangre goteándole del mentón, y se tragó el pedazo de sangrante carne.
Al presenciar tal brutalidad, la sed de sangre se apoderó de la tribu. El aroma de la sangre llegaba hasta sus hocicos, y la suya propia era bombeada con fuerza en las venas. ¡Ahora, era lo único que podía satisfacerlos!
La muerte del wargor no había disuadido a los hombres bestia; los embriagaba el olor de la carnicería y no querían otra cosa que saciar sus ansias en la batalla. Se dividieron en dos bandos: los que deseaban vengar al advenedizo que había dado muerte a su wargor, y aquellos leales al toro infernal.
Los dos bandos se trabaron inmediatamente en lucha en medio del claro. Olvidados los prisioneros, los hombres bestia luchaban entre sí en un orgiástico derramamiento de sangre. Mientras algunos de los seguidores de Wilhelm observaban la confusión de la batalla, vigilantes por si alguna hacha o combatiente descarriado se dirigía hacia ellos, el sacerdote guerrero y los soldados más fuertes se pusieron a forcejear con el pesado tronco que mantenía la jaula cerrada. Se esforzaban por soltar las cuerdas en las que estaba metido, luchando para llegar hasta él a través de los improvisados barrotes.
Uno de los hombres gritó al ver que algo volaba hacia los prisioneros. Con gran estrépito, un corpulento gor se estrelló contra un lado de la jaula y atravesó los barrotes partidos.
Cuando el herido hombre bestia se esforzaba por levantarse, Wilhelm cogió una estaca partida y la clavó en la blanda carne del cuello de la criatura. El gor murió ahogado con su propia sangre.
La confusión reinaba en el claro. Los gritos de los hombres bestia que batallaban resonaban en torno a las columnas del círculo de piedra. El metal tañía contra el metal y la piedra.
Pero Wilhelm Faustus y los cruzados sigmaritas estaban libres.
—No tenemos tiempo que perder —dijo el sacerdote a sus hombres—. Tenemos que recuperar nuestras armas y salir de aquí.
Ninguno de los seguidores del sacerdote se opuso a esta decisión. Estaban débiles tras días de encierro, y sabían que los hombres bestia los superaban en número. Por fortuna, la manada estaba causándose a sí misma más daño del que jamás podría esperar infligirle el santo séquito de Wilhelm.
Porque ésa era, precisamente, la más grande debilidad del Caos, como bien sabía el lector. Al final, siempre se volvería contra sí mismo y se autodestruiría.
Tenía que haber hecho falta un individuo aterrorizadoramente poderoso para unir a todas las hordas nórdicas y atacar al Imperio con un propósito común. Y estaban respaldadas por la totalidad de los cuatro poderes malignos del Caos.
Wilhelm se agachaba y esquivaba al atravesar la refriega, evitando barridos de hachas de guerra, cascos pisoteantes y terribles cuernos mientras avanzaba hacia la gran piedra erecta central. Los más valerosos de sus hombres lo siguieron. Furiosos hombres bestia pasaban a toda velocidad junto a ellos, forcejeando unos con otros. Para algunos, un acto semejante habría parecido una locura. Pero él, como sacerdote guerrero de Sigmar, no tenía opción, ya que, ¿cómo podía abandonar su arma consagrada? Un lector de Sigmar no era nada sin su sagrado martillo de guerra, la herramienta con la que imponía la justicia del dios-emperador.
Un hombre bestia que llevaba espirales y volutas tatuadas en la piel se volvió de repente hacia Wilhelm y gruñó. Fue derribado cuando otro gor, cuyo pelaje era del mismo color que el del wargor que había desafiado al minotauro, se lanzó contra él y le golpeó el estómago con sus curvos cuernos de carnero. Wilhelm atravesó a la carrera el borde exterior del círculo de piedra y en tres zancadas llegó a la pila de trofeos. Un momento después, ya tenía su martillo de guerra en las manos. Aferrando con fuerza el mango entre las manos enfundadas en guanteletes, dejó que el virtuoso poder de Sigmar inundara su cuerpo.
Detrás de él, a poca distancia, se oyó un choque y un grito.
Se volvió con el martillo de guerra preparado. De repente, el casi depuesto toro infernal estaba sobre Wilhelm, a cuyo rostro lanzaba su aliento animal. El sacerdote quedó mojado de saliva y mucosidad. De uno de los grandes brazos extendidos del minotauro, un ungor colgaba sujeto con los dientes. El minotauro intentaba sacudírselo, al tiempo que trataba de arrancar el hacha de enano del cadáver de un hombre bestia con cabeza de jabalí que tenía en la otra mano. A pesar de estos estorbos, el minotauro intentó morder al sacerdote con sus dientes romos, mientras sus ojos ardían con negro fuego malevolente.
En presencia de la cruel bestia, la cabeza del recuperado martillo de Wilhelm estalló en doradas llamas. Reaccionando de modo instintivo, con el corazón acelerado, Wilhelm describió un amplio arco con el arma y descargó la roma cabeza del martillo sobre la coronilla del desprotegido cráneo del minotauro.
Se oyó una detonación sonora como el trueno, y el enorme y duro cráneo se fracturó. El toro infernal bramó de sorpresa y dolor y se tambaleó, sacudiéndose al ungor del brazo y arrancando el hacha de enano del cadáver en un mismo espasmo brutal. Antes de que pudiera enfocar la vista a través de la niebla de la conmoción, Wilhelm había vuelto a golpearlo, esta vez estrellando de lleno la cabeza del martillo contra un lado de la cabeza del monstruo. La cara del toro infernal se hundió, con los astillados huesos metidos hacia dentro. Esquirlas de hueso se clavaron en la machacada materia gris que tenían debajo, la cual a su vez se derramó por otras grietas del destrozado cráneo del minotauro.
Cayendo como un grandioso roble herido por el rayo, el minotauro se estrelló contra el suelo. Su lengua salió de la boca laxa y lamió las botas del sacerdote guerrero. El toro infernal, en otros tiempos tan favorecido por los Dioses Oscuros, había claramente perdido ese favor junto con su malhadada vida.
Con el monstruoso minotauro derrotado, el resto del destacamento de Wilhelm corrió a recoger sus armas de la pila acumulada en la base del monolito. Wilhelm se apoderó del estandarte de Wolfenburgo y encabezó la huida del odioso campamento.
Armados una vez más, y con los hombres bestia ocupados en la batalla que se libraba en el claro, los sigmaritas no tardaron en abrirse paso con las armas a través del tumulto y correr hacia la linde del bosque y la protección que proporcionaban los árboles. El bosque volvió a cerrarse en torno a ellos, y los bramidos, aullidos y balidos de los hombres bestia se apagaron en la distancia.
Wilhelm y sus hombres habían recobrado la libertad. Tanto si había sido gracias a las bendiciones de Sigmar, como al sacerdote le gustaba creer, o simplemente debido a las extravagancias del destino, o incluso al capricho de los Dioses Oscuros, la cuestión era que Wilhelm Faustus y su destacamento habían escapado a la suerte que les tenían reservada los hombres bestia.
El sacerdote guerrero creía que la voluntad de Sigmar había sido, desde el principio, que él y sus hombres fuesen llevados al campamento de los hombres bestia para recuperar el estandarte de Wolfenburgo. Porque la devolución del antiguo pabellón de batalla podría muy bien ser lo único que cambiara la relación de fuerzas del asedio, para favorecer a la ciudad centinela. .. siempre y cuando Wilhelm y su grupo pudieran llegar a tiempo hasta ella.