9
Caos «ex machina»
Cuando te pregunten, ¿cuál es el nombre del más noble de los metales?
Debes responder: «El oro».
De La formación del alquimista por Balthasar Gelt
El grupo había viajado durante varios días y dejado atrás el cordón enemigo que rodeaba Wolfenburgo. Tal como les había prometido Konrad Kurtz, el túnel secreto que partía de las mazmorras del castillo desembocaba al sur de la ciudad, al pie de una colina boscosa. El campamento nórdico más próximo estaba a menos de un kilómetro de distancia.
Cuando los soldados salieron por la estrecha boca de la cueva al crepúsculo de una noche veraniega, vieron el oscilante resplandor de los fuegos de campamento y oyeron la bestial jarana de las fuerzas del Caos que preparaban sus armas de guerra o rendían homenaje a su inmundo panteón de Dioses Oseuros. Hasta donde podían determinar los soldados imperiales y el hechicero, nadie de la hueste enemiga los había visto.
Se habían movido tan rápida y silenciosamente como podían, manteniéndose al abrigo de herbosos montículos y dispersos árboles que crecían sobre el terreno desigual. Tras unos tres kilómetros de viajar campo a través, el capitán Reimann había conducido al destacamento hasta el camino, y la velocidad de avance mejoró. Justo antes del alba habían descansado en las profundidades de un denso soto, con al menos dos hombres de guardia en todo momento.
En la medida de lo posible, querían evitar cualquier encuentro con el enemigo en esta temprana etapa. Al fin y al cabo, eran sólo un regimiento apoyado por un solo hechicero, y no tenían ni idea de la distancia que deberían recorrer antes de encontrar a la perdida caravana de cañones. E incluso entonces, no tenían ni la más remota idea de con qué deberían enfrentarse cuando la encontraran... si la encontraban.
Viajaban con rumbo suroeste hacia Schmiedorf, situada a una distancia de siete leguas de Wolfenburgo. Dos batidores iban delante para advertirlos de cualquier cosa que se aproximara por el camino. Sin embargo, ninguno había visto el más mínimo rastro de la caravana de cañones ni de los caballeros templarios enviados para escoltar las armas hasta Wolfenburgo. Había pasado demasiado tiempo para que quedara alguna huella visible en el camino.
El viaje había sido silencioso. Los hombres de Karl Reimann mantenían conversaciones susurradas, pero éstas nunca incluían al hechicero. El mago sabía que desconfiaban de él y que se sentían intranquilos por tenerlo en el destacamento. Las únicas ocasiones en que el capitán le hablaba era cuando deseaba conocer la opinión de Gerhart acerca de una posible línea de acción, o si quería que el hechicero interpretara el flujo de los vientos de la magia para advertirlos de peligros inminentes, cosa que no sucedía a menudo.
Mientras avanzaban trabajosamente, Gerhart se puso a considerar qué sucedería cuando regresaran a Wolfenburgo. Si lograban concluir su misión y volver a la ciudad sitiada, dudaba mucho que el túnel por el que habían salido continuara estando abierto para ellos. Con toda seguridad se encontraría bloqueado, por si acaso su salida había sido observada por algún soldado del Caos.
Además, pensaba Gerhart con un asomo de optimismo impropio en él, si concluían con éxito la misión no tendrían necesidad de usar el túnel para regresar al interior de la ciudad.
Podrían simplemente abrirse camino a cañonazos a través de las líneas enemigas.
—Capitán, mirad esto —dijo uno de los alabarderos.
El oficial avanzó hasta donde el soldado se encontraba detenido. En ese momento seguían el camino de Schmiedorf a través de un desfiladero rocoso. Riscos de piedra caliza coronados de hierba se alzaban hasta diez metros de altura a ambos lados. La negra tierra del camino que discurría por el fondo de la garganta estaba removida por huellas de cascos y surcos paralelos que parecían dejados por ruedas. Aunque probablemente había llovido desde que las huellas fueron dejadas allí, aún eran muy profundas.
—Bueno, al menos sabemos qué sucedió con la caravana de cañones —dijo Gerhart con voz malhumorada desde detrás de los hombres reunidos.
—¿Pensáis que estas huellas son suyas? —preguntó Reimann, mientras pinchaba y sondeaba el suelo removido.
—Lo creo muy probable.
—¿Fue una emboscada, entonces?
—Yo diría que sí. En el resto del camino no había huellas como éstas. Supongo que quienquiera que los atacara lo hizo desde lo alto de esta garganta, cerrándoles el paso y acometiendo luego la retaguardia —replicó Gerhart mientras estudiaba las laderas del desfiladero—. No habrán tenido manera de apuntar los cañones para disparar, y es obvio que los escoltas, caballeros o no, fueron derrotados.
—Habéis dicho «quienquiera que los atacara» —señaló Karl, recogiendo las palabras precisas empleadas por el hechicero—. Fue el enemigo, con total seguridad.
—Es muy probable, pero aún no podemos estar seguros de eso —replicó Gerhart.
—Si estáis seguro de que se trataba de la caravana de cañones, ¿cómo podéis no estar seguro de que fue una emboscada enemiga? —insistió el veterano de infantería.
—He dicho que era probable que fuese la caravana de cañones la que fue atacada en este lugar. —El hechicero clavó en el capitán una ceñuda mirada funesta—. Haríais bien en recordar que por estos territorios hay otras cosas que hacen presa en los viajeros.
—Muy bien —concluyó Karl—, pero ¿dónde están ahora los cañones de Schmiedorf?
—Eso es lo que necesitamos averiguar —replicó Gerhart.
—¿Y dónde están los cadáveres? —añadió Karl, como si acabara de ocurrírsele—. ¿Por qué los atacantes iban a llevárselos?
—Bueno, capitán, ésa sí es una buena pregunta —dijo el hechicero, meditabundo. «¿Cómo era posible que no se hubiese dado cuenta antes?»
Había habido tan poco tráfico en aquel camino que parecía improbable que nadie más hubiese podido trasladar los cadáveres, en caso de encontrarlos. Ciertamente, no habría sido obra de los carroñeros: los animales se habrían alimentado de los cuerpos allí donde los encontraran. Habrían dejado restos de cadáveres y ropa, armas o armaduras. Aunque hubiesen sido saqueados, habrían quedado evidencias de que allí había muerto alguien. Y en caso de haber habido algún superviviente, sin duda su destacamento ya lo habría encontrado.
El hecho de que se hubiesen llevado a la totalidad de la escolta de la caravana de cañones, a los muertos y a los vivos, le sugería a Gerhart que aquello podría haber sido, en efecto, obra de las hordas del Caos. Posiblemente pieles verdes, pero todo parecía demasiado bien organizado.
—La caravana de cañones fue atacada, sus defensores derrotados, y luego se lo llevaron todo y a todos —dijo.
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó uno de los alabarderos.
—Los cañones muy bien podrían estar aún intactos, en cuyo caso podríamos recuperarlos —declaró Reimann, confiado—. El propio Raukov puso en nuestras manos la responsabilidad de esta misión. Nos ordenó que buscáramos los refuerzos perdidos. Puede que hayamos encontrado rastros de ellos, pero hasta ahora no hemos dado con la caravana de cañones en sí. Nuestra misión no concluirá hasta que hayamos determinado qué le sucedió, y hecho todo lo posible por rectificar la situación. Así pues, seguiremos estas huellas para ver adonde nos conducen.
Los alabarderos de Karl continuaron como hasta ese momento, con el hechicero de la orden Brillante a remolque, siguiendo el rastro dejado por la caravana de cañones que serpenteaba ascendiendo hacia las colinas circundantes. Se mantenían agazapados al avanzar por el terreno, siempre precavidos contra el enemigo. Estas elevaciones no eran más que las estribaciones de las Montañas Centrales, cuyos imponentes picos continuaban coronados de nieve incluso en pleno verano.
Fue el hechicero quien primero reparó en el humo a lo lejos. De hecho, pareció percibirlo antes que el resto. Karl supuso que los sentidos agudizados de Gerhart estaban conectados con los extraños poderes que dominaba.
Al principio, el humo que ascendía era una línea color carbón apenas visible sobre el cerúleo azul del límpido cielo estival. Tras medio día de viaje, todos los soldados del destacamento de Karl pudieron verlo con claridad: una columna gris que se disipaba en la atmósfera, imperturbable en el aire quieto.
A la mañana siguiente, cuando coronaron un pico cretáceo situado entre las peñascosas colinas, se hizo evidente que las nubes de humo cada vez más denso se alzaban de un punto situado a poca distancia. Karl tuvo la certeza de que, al fin, la presa se encontraba a su alcance.
Sin embargo, aún no habían visto ni rastro de nadie, amigo o enemigo. El viejo veterano estaba seguro de que este estado de cosas cambiaría al cabo de muy poco.
—Allí está —dijo el capitán de alabarderos con un ronco susurro, mientras el destacamento se asomaba por encima del borde del precipicio.
Gerhart Brennend, tumbado boca abajo junto al veterano soldado, se asomó por el borde del risco hacia la cantera. Karl Reimann había estado en lo cierto cuando supuso quién había atacado a la caravana de cañones. El campamento del Caos parecía haber sido plantado dentro de la abierta cicatriz cretácea de una abandonada cantera situada en el corazón de las colinas. Por supuesto, Gerhart no tenía modo de saber si había sido abandonada cuando había llegado la horda con sus prisioneros.
Este campamento era muy diferente de los plantados por la hueste Kurgans en torno a Wolfenburgo. Para empezar, Gerhart no creía que estos seguidores de los Dioses Oscuros fuesen bárbaros nórdicos. La horda era muy diferente de la reunión de tribus de los bárbaros. Gerhart sabía que había partidas vagabundas de guerreros que se habían consagrado al servicio de aquellas entidades malignas que querían ver la creación desbaratada bajo su influencia, y que nunca habían ido más allá de los territorios del Imperio. Había luchado contra hordas semejantes en sus tiempos de hechicero de batalla.
Entre los oscilantes fuegos que proyectaban un resplandor rojizo sobre las paredes de la cantera se movían figuras ataviadas con armaduras provistas de púas. Los guerreros del Caos llevaban armaduras negras adornadas con latón y acero pulido. Las placas de las mismas estaban ornamentadas con afiladas puntas de flecha, sonrientes calaveras de hierro con fauces colmilludas, púas y hojas de dagas. Sus viseras de estrecha rendija estaban decoradas con cuernos curvos como los que solían llevar los bárbaros nórdicos. Las armas de los guerreros del Caos eran de calidad superior, con hojas enormes, pesadas y mortíferamente afiladas. Muchos poseían escudos largos, también adornados con los símbolos de sus blasfemos dioses.
Algunos de los guerreros del Caos trabajaban con sus descomunales hachas de hoja curva para hacer pedazos la madera de carros, cureñas y carruajes con el fin de alimentar las hogueras encendidas en torno al campamento.
El destacamento del hechicero había llegado a las proximidades del campamento del Caos cuando caía la noche, y de pronto todas sus preguntas obtuvieron respuesta. Los restos de la caravana de cañones estaban en el centro de la abandonada cantera. Gerhart se sintió espantado al ver que varias de las poderosas piezas de artillería habían sido destruidas, desmanteladas o voladas en pedazos, probablemente con los barriles de pólvora que habían transportado junto con los cañones. Enormes trozos de hierro ennegrecido, retorcido y fundido, yacían por todo el campamento. También se había construido una improvisada forja, probablemente utilizando el equipo que llevaba consigo la caravana de Schmiedorf.
El hechicero estaba seguro de que si los potentes cañones hubiesen logrado llegar a Wolfenburgo, habrían acabado con el sitio puesto a la ciudad por los nórdicos.
Sin embargo, los dementes adoradores de demonios no habían destruido todas las armas. En el centro de la cantera se alzaba un monstruoso cañón sobre su estructura de madera provista de ruedas. Medía al menos cinco espanes de largo y era tan alto como un hombre. Tenía que haber sido el más grande de los cañones de Schmiedorf, pero ahora se parecía poco a la poderosa arma imperial que había sido en otros tiempos. En el cuerpo del cañón habían clavado enormes púas metálicas, lo habían rodeado con bandas de latón rojizo, y habían grabado en el metal extraños caracteres, posiblemente letras.
Gerhart apartó la mirada porque le escocían los ojos y sentía náuseas.
Runas del Caos, pensó. Sus formas blasfemas deformaban el tejido mismo de la realidad que los rodeaba y hacían que resultase intolerable contemplarlas.
A poca distancia de donde él yacía, Gerhart oyó que uno de los soldados perdía el contenido del estómago. También él debía de haber mirado durante demasiado tiempo las infernales inscripciones grabadas en la enorme pieza de artillería.
Esto no era lo único que los guerreros del Caos habían hecho para transformar el cañón. Los últimos supervivientes que quedaban del destacamento que había partido de Schmiedorf habían sido encadenados al cuerpo del inmundo artilugio. Los hombres estaban ensangrentados y magullados, pero seguían vivos. El hechicero de la orden Brillante abrigaba la horrible sospecha de que los guerreros del Caos tenían intención de usar a los hombres como víctimas de un sacrificio.
Entre los que estaban sujetos al gigantesco cañón había uno que se destacaba por su atuendo. Gerhart podía ver los zarcillos de poder que ondulaban a su alrededor. El hombre tenía un hermoso cabello rubio y una barba de rizos dorados. Su ropón, ahora en jirones, estaba hecho de una tela que chispeaba y rielaba al reflejar el incandescente resplandor de las hogueras. Los sigilos y runas bordados en la tela reflejaban la luz hacia Gerhart.
Aquel pobre desdichado sólo podía ser un hombre: el hechicero metalúrgico de la orden Dorada que viajaba con la caravana de cañones, Eisen Zauber.
Controlando la obra, estaba el supervisor de aquel grupo de bárbaros. La criatura se encontraba de pie sobre un afloramiento rocoso, con los ojos posados sobre la mutilada forma del grandioso cañón. Era alto y delgado, tan alto como los guerreros ataviados con armadura. Todo su cuerpo estaba cubierto por un ropón de extraña tela que cambiaba de color y cuya capucha le ocultaba completamente el rostro. Gerhart pudo ver dos cuernos rojos como los de un venado que salían por sendos agujeros de la capucha, y tuvo la repulsiva sensación de que no eran simplemente parte de algún casco u otro ornamento de su cabeza.
Una mano del bárbaro, enfundada en un guantelete de latón, sujetaba una vara de marfil rematada por una gema negra tallada, de una sustancia desconocida para el hechicero de fuego.
A los pies de la figura, Gerhart vio moverse algo que se parecía horriblemente a una cabeza humana totalmente lampiña unida a un cuerpo de carne rosada parecido al de un gusano.
Era uno de los blasfemos magos de disformidad que habían dedicado su vida, sus servicios, su mismísimas almas, a los inmortales dioses del desorden y la destrucción. Era un brujo del Caos y, retorciéndose lánguidamente a sus pies, estaba su acompañante, una criatura formada con la materia misma de la magia.
* * *
El mago de fuego se estremeció ante el espectáculo. Ahora todo estaba aclarándose para él.
La horda no tenía ningún gran cañón propio, así que sin duda el brujo del Caos tenía intención de recurrir a sus propios diabólicos poderes para convertir la pieza de artillería en alguna clase de monstruoso cañón infernal. Una transformación semejante exigía rituales triplemente malditos.
—Tenemos que impedir esto —le susurró Gerhart al capitán Reimann.
—Estoy de acuerdo —replicó Karl en voz baja—, pero ¿cómo sugerís que logremos algo semejante?
—Vuestros hombres superan en número a la horda del brujo.
—Sí, es verdad, y son hombres valientes. No soy de los que rebajan a sus propios hombres, pero un alabardero de Reikland no puede aspirar a vencer a un guerrero acorazado servidor de los Dioses Oscuros.
—Pero debemos interrumpir el ritual —gruñó Gerhart.
De pronto, el hechicero percibió la salmodia gutural que ascendía desde la cantera. Las palabras que estaba pronunciando el brujo del Caos no eran de un idioma que pudiera pronunciar ninguna lengua humana.
Mientras el brujo entonaba los demoníacos encantamientos, Gerhart pudo sentir que el aire se volvía más denso a su alrededor, y que una presión incómoda comenzaba a aumentar en sus oídos. Bajó su vista de mago hacia la cantera. Empezaron a llorarle los ojos y vio las palpitantes ondas de poder oscuro que manaban del brujo del Caos y del cañón impregnado de magia.
Mientras el brujo continuaba su salmodia, los guerreros del Caos recogieron las armas que habían estado calentándose en los carbones al rojo blanco de la forja, y formaron un círculo en torno al cañón.
Cuando el tono de la corrupta salmodia del brujo alcanzó el climax, los guerreros del Caos avanzaron y clavaron sus relumbrantes armas en el cuerpo de los hombres sujetos al cañón. Varios despertaron con un estremecimiento, sólo para proferir un grito agónico hacia la noche mientras la sangre manaba de sus cuerpos y se derramaba sobre el cañón.
* * *
De los cuerpos de los hombres se alzó vapor, al enfriarse las espadas en la sangre de las víctimas. Finalmente, la nube de vapor lo ocultó todo a la vista de Gerhart.
Mientras sacudía la cabeza como si intentara librarse de la opresiva sensación que lo aplastaba, se puso de pie y se dispuso a avanzar hacia el barranco que descendía hasta la cantera.
—¡Se ha acabado el tiempo de hablar! —gruñó el hechicero—. Si vosotros no queréis actuar, tendré que hacerlo yo. Solo, si es necesario. ¡Hay que hacer algo!
Entonces, el cielo estalló y Gerhart fue derribado.
Un cegador rayo rojo desgarró el cielo por la mitad al salir del nocturno firmamento y alcanzar el cuerpo del alquimista que se encontraba sujeto sobre el cañón. El cadáver del hechicero dorado se contorsionó al penetrar en él las infernales energías, luchando contra las pesadas cadenas de hierro que lo retenían.
—Han invocado algo —dijo el capitán Reimann con su voz ronca. El hechicero se había levantado y volvía a estar junto al comandante.
—La destellante alma del hechicero dorado debe de haber sido el sabroso bocado que el brujo tenía intención de usar para atraer al demonio del Caos hacia la blasfema creación metalúrgica. —El hechicero parecía ansioso por compartir sus conocimientos con el alabardero.
Karl parecía incapaz de apartar los ojos de la escena que se desarrollaba en la cantera. En todos sus años de servicio como soldado, jamás había presenciado un acontecimiento tan horrendo.
Incluso un hombre con una resolución tan fuerte como la suya necesitaría un momento para recobrar la compostura antes de poder actuar. Mientras recuperaba el juicio, Karl percibió un viento cada vez más fuerte que azotaba la cima de la colina y la cantera. El cañón bañado en sangre y el cadáver que se contorsionaba sujeto a él estaban ocultos a la vista por oleadas de repulsivo humo negro y vapor. El viento continuaba aumentando, y agitaba las ropas, cabellos y cascos de los alabarderos que seguían tumbados al borde del risco de la cantera.
—¿Qué está sucediendo? —gritó Karl por encima del rugido del arremolinado viento.
—Como ya he dicho, han invocado algo —gritó el hechicero de la orden Brillante a modo de respuesta, mientras el ventarrón le azotaba el rostro con sus propios cabellos canosos—. El brujo ha concluido su ritual. Esperemos poder derrotar al espíritu demoníaco que ha traído a este mundo mientras aún sea vulnerable.
El hechicero se levantó con piernas inseguras, báculo en mano, y el rojo ropón flameando en torno al cuerpo.
Karl sabía que Gerhart tenía razón.
—¡Esperad! —le gritó al hechicero—. Lo que necesitáis es una maniobra de distracción.
* * *
Con una detonación apocalíptica, los barriles de pólvora negra estallaron al otro lado de la cantera. El carro que los había transportado quedó hecho pedazos por la explosión, lanzando hacia el cielo nocturno barriles que dejaban estelas de chispas detrás de sí, como gigantescos fuegos de artificio. Una ondulante nube de ardiente humo rodó hasta el otro extremo del campamento del Caos.
Se alzaron gritos entre los guerreros del Caos que corrían a recuperar sus armas. Gerhart pudo oír los chillidos del brujo del Caos mientras se adentraba en la cantera, en medio del desorden y la confusión. Luego captó otro sonido: los belicosos gritos de los hombres del capitán Reimann, que se lanzaban sobre el campamento del Caos para enfrentarse con el enemigo.
Gerhart vio a dos alabarderos derribar a uno de los guerreros de negra armadura justo cuando el adorador del Caos sacaba una maza de un soporte para armas. Uno de los hombres lo derribó. Clavó la alabarda en las corvas del guerrero donde había una brecha entre las grebas de la armadura, mientras el segundo le clavaba la suya por debajo del gorjal del peto y luego degollaba al inmundo ser con una torsión de la larga hoja.
La maniobra de distracción había funcionado: un par de soldados imperiales habían entrado arrastrándose en el campamento del Caos sin ser vistos y hecho uso de la yesca, los pedernales y los barriles de pólvora que aún quedaban sin usar.
El hechicero de fuego habría encendido personalmente los barriles, pero la maléfica atmósfera que impregnaba la cantera hacía que le resultase difícil enfocar su poder. Todos tenían un papel que desempeñar. El capitán Reimann había dejado claro que él y sus hombres se trabarían en combate con los guerreros del Caos mientras Gerhart intentaba llegar hasta la infernal máquina y usaba su magia para destruir el ingenio poseído por el demonio.
El propio comandante de Reikland estaba metido en pleno combate. Gerhart lo vio acertarle a la rendija de la visera del casco de un guerrero. Se oyó un gorgoteante ladrido y el guerrero salió despedido hacia atrás. Reimann arrancó el casco, que tenía trabado con su arma, de la cabeza del oponente.
Por un momento, Gerhart captó un atisbo de la horrible cara de perro que quedó a la vista. Luego, el capitán sacudió su arma para que el casco se soltara de la hoja y, cuando el guerrero del Caos alzaba su espadón de filo dentado, volvió a asestarle una estocada que hundió la hoja en el cuello del guerrero y la hizo salir por el otro lado. Sujetando a la distancia de un brazo al mutante del Caos que se retorcía ensartado en el extremo de la alabarda, Reimann desenvainó la espada y, adelantándose, la clavó de abajo arriba en un costado del guerrero, donde encontró una abertura en la armadura, a la altura de la axila. El mutante de cara de perro se desplomó de rodillas, jadeando su último aliento, con la sangre manando a borbotones por el tajo de la garganta.
Avanzando a través de la sofocante niebla, Gerhart atrajo hacia sí los zarcillos de rojas energías de Aqshy, mientras la llama de su mente se transformaba en una furibunda deflagración. Las ondulantes nubes de humo salpicado de chispas se separaron, y Gerhart se encontró ante el blasfemo cañón infernal.
Al arma que se hallaba delante de él ya no le quedaba nada de cañón imperial: se había transformado en una espantosa amalgama de metal y carne viviente. Su largo cañón era de negro hierro fajado de latón, con púas oseometálicas que sobresalían a todo lo largo. La boca del artefacto parecía ahora unas deformes fauces provistas de colmillos y, mientras el hechicero observaba, una lengua púrpura salió disparada de su interior como un látigo.
También el carro había sido transformado por el ritual. El eje y las ruedas posteriores tenían el mismo aspecto que antes, con la diferencia de que ahora presentaban dientes aguzados en torno al borde. Las ruedas delanteras habían desaparecido, transformadas en patas provistas de zarpas que se aferraban al suelo con escamosas garras de hierro.
Lo más horripilante de la transformación era lo que había sucedido con las pobres almas sacrificadas a los poderes del Caos para lograr la monstruosa metamorfosis. Poco se veía ya de los artilleros y de Eisen Zauber. Los hombres se habían fundido con el cañón, y Gerhart vio sus agónicos rostros suplicantes en medio del palpitante metal surcado de venas de la monstruosa arma. Brazos escaldados se retorcían y contorsionaban desde la superficie de la infernal arma arañando el aire.
Gerhart oyó un sonido, como un eructo, procedente de algún lugar del interior del artefacto, y vio que los flancos del cañón se expandían momentáneamente. Lo que debería haber sido carne y sangre se había transformado en piel acorazada, y lo que debería haber sido hierro sólido se había convertido en carne palpitante.
El hechicero de fuego sabía qué tenía que hacer. Aquel vil engendro debía ser destruido de algún modo mientras el demoníaco espíritu que estaba impregnando al cañón con su esencia de disformidad se encontraba indefenso. Antes de poder acercarse siquiera al ingenio demoníaco que despertaba, tenía que enfrentarse con el brujo del Caos.
Gerhart vio que aquél bajaba el extremo de su báculo de marfil. La negra gema comenzó a latir de forma ominosa al empezar a formarse un retorcido hechizo, pero el hechicero de la orden Brillante estaba preparado. Gerhart tenía ventaja: el brujo del Caos no esperaba la llegada de otro hechicero al campamento del Caos.
Un cono de fuego manó del extremo del báculo que Gerhart extendió ante sí. Las furiosas llamas envolvieron al astado brujo y parecieron consumirlo. El poder brilló durante varios segundos antes de que el hechicero anulara el conjuro, pues sabía que más tarde volvería a necesitar sus poderes.
Se sentía agotado tras haber vertido fuera de sí la energía mágica. La magia tenía su precio, y se lo cobraba sin consideración para con el hechicero. Sentía las mejillas hundidas, y ahora tenía un aspecto macilento y ojos vacuos.
Allí, frente a él, se erguía el brujo, aparentemente ileso. Se sacudió las últimas agonizantes llamas de la capa como si fuesen agua.
Hechizo de disipación, pensó Gerhart, y gruñó con enojo.
Al aumentar su cólera, lo mismo hizo el feroz poder que ardía en su interior.
El extremo del báculo del hechicero se encendió con una pequeña detonación. Sujetando la vara de roble en la mano derecha como si fuera una jabalina, Gerhart echó atrás el brazo y lo lanzó hacia adelante con todas sus fuerzas. El ardiente báculo salió volando de su mano, dejando una estela de fuego, hasta encontrar su objetivo. El brujo gritó cuando la ardiente tea lo golpeó de lleno en el rostro. La capucha del ropón del brujo estalló en llamas, y al cabo de poco su cabeza quedó envuelta en fuego. Los gritos se apagaron y el brujo cayó hacia adelante, precipitándose desde la roca al suelo, donde quedó inmóvil.
Gerhart recuperó su báculo y volvió el extremo aún ardiente hacia el monstruoso engendro que tenía ante sí. Cortinas de fuego manaron del ardiente roble, bañando el cañón en abrasador fuego purificador. No obstante, contra aquel ingenio infernal, el hechizo de Gerhart parecía tener poco efecto.
El cañón había sido forjado en fuegos más calientes que éste, y para el demonio que ahora lo poseía, el fuego no tenía la más mínima importancia. A fin de cuentas, los fuegos del infierno eran aún más intensos.
De pronto, Gerhart percibió un siseante sonido cerca de sus pies y sintió que algo le rozaba una pierna. Al bajar los ojos vio los reptantes bucles del acompañante del brujo que se le enroscaban en la pierna. Lanzó una patada justo en el momento en que la calva cabeza humana abría unas letales mandíbulas viperinas y clavaba sus colmillos de dos centímetros y medio de largo en su tobillo. Lanzado lejos de su presa, el engendro aterrizó sobre las ardientes ascuas de una relumbrante hoguera. Allí murió, consumido hasta convertirse en apenas una envoltura ennegrecida por el fuego.
La mordedura le escocía, pero no tenía la sensación de que le hubiese sido inyectado en la sangre ningún ponzoñoso veneno, cosa que Gerhart agradecía profundamente. Habiéndose ocupado del acompañante del brujo, el hechicero de la orden Brillante devolvió su atención al cañón infernal.
Se oyó un eructo ronco, y por la boca llena de colmillos del cañón salió disparada una bala envuelta en llamas. Por los orificios posteriores del cañón, de los que goteaba aceite, manaron nubes de negro humo pútrido. Gerhart inhaló aquella hedionda emanación y se puso a toser violentamente. Los ojos comenzaron a llorarle otra vez.
Al parpadear para librarse de las lágrimas, Gerhart vio los despojos de un hombre de Reikland que yacían junto a los restos de un carro. Tenía los huesos partidos y su cuerpo había sido reventado por el impacto de la bala de cañón que ahora se encontraba alojada en la pared de la cantera. Se produjo un segundo eructo explosivo, y el cañón disparó hacia el lugar donde los soldados imperiales aún mantenían a raya a los guerreros del Caos. La máquina había girado sobre sí misma por sus propios medios con el fin de hallar su blanco.
Gerhart no sabía cómo había sido cargado el cañón, y ahora se preguntó si no estaría creando él mismo la munición en su propio interior. ¡Había que detenerlo!
Corrió hacia él al tiempo que desenvainaba el templado acero de su espada. Dejó caer el precioso báculo para poder sujetar el arma firmemente con ambas manos. El hechicero no era un espadachín inexperto. Creyó ver una hendidura en el abultado flanco del cañón. Se trataba de un posible punto vulnerable, un punto débil en su estructura. Describió con la espada un amplio arco y la lanzó contra el ingenio. La hoja impactó contra su objetivo y, para consternación de Gerhart, se partió. Arrojando a un lado la inútil empuñadura del arma, cerró los ojos y se adentró en su mente.
* * *
Allí, en el oscuro vacío, brillaba el poder del hechicero de fuego, sólo que ahora las llamas se ahusaron y contorsionaron al arder, adoptando una forma nueva; algo parecido a una espada.
Gerhart abrió los ojos. En sus manos había una espada de llamas. El arma mística le calentaba las manos pero no lo quemaba. Se preparó para golpear con su arma ardiente el mismo punto de aparente debilidad del jadeante cañón.
Y entonces, éste lo golpeó a él.
Fue como una oleada de repulsiva náusea respaldada por una siniestra conciencia de sí misma. De repente, lo único en lo que Gerhart pudo concentrarse fue en el bombeo de la sangre del cañón y el retorcerse de sus pervertidas extremidades de metal y carne. Cualquiera que fuese la cosa que residía dentro de la disforme arma, no permitiría que el brujo la echara de allí tan fácilmente.
Gerhart podía sentir cómo la bilis ascendía por su garganta mientras unas garras de aceradas puntas le arañaban el interior del cráneo. Se sentía abrumado. Las visiones, los sonidos y los olores de la batalla en curso a su alrededor desbarataban aún más su concentración. Los gritos de los hombres de Reikland que caían bajo las armas del Caos. La obscena monstruosidad que era el cañón infernal ocupando su campo visual. El olor del humo y el crepitar de las llamas.
Llamas.
Fuego.
El arremolinado viento de Aqshy. La esencia misma de su poder.
Con un grandioso esfuerzo físico y un rugido nacido de la cólera, el dolor y el miedo, el hechicero de la orden Brillante blandió su ardiente espada.
Cuando la espada envuelta en llamas impactó contra el gimiente metal del cuerpo del demoníaco ingenio, su punta perforó la piel de hierro. Del cañón metálico emergieron manos humanas que intentaron arañar al hechicero. Daba la impresión de que la hoja penetraba en palpitante carne y sangre caliente. El cuerpo de la pieza de artillería se hinchó, y Gerhart empujó la ardiente espada más profundamente, al tiempo que la retorcía con todas sus fuerzas, físicas y mágicas.
* * *
Un alarido agónico brotó de la boca del infernal cañón, y las manos que emergían de sus flancos se transformaron en paralizadas garras retorcidas. Gerhart tenía una idea bastante exacta de lo que sucedería a continuación. Arrancó el arma mágica del vientre del demoníaco cañón y echó a correr mientras la espada flameante se evaporaba en el aire.
La explosión ahogó el estruendo de la batalla que se libraba en la cantera, y su fuerza lanzó al suelo a alabarderos y guerreros del Caos. El demonio aprisionado dentro del cañón había sido devuelto al Reino del Caos que lo había engendrado, pues la infernal creación alquímica ya no podía contener las ondulantes energías de disformidad. Por todo el campamento llovieron trozos de humeante metal y fragmentos de carne medio cocida. Un humo rojo recorrió el suelo de la cantera, como si de sangrienta niebla se tratara.
Gerhart se incorporó, al igual que los supervivientes de los alabarderos del capitán Reimann y los últimos de la horda del Caos. Les silbaban los oídos a causa del ensordecedor rugido que había señalado el apocalíptico fin del demoníaco ingenio.
Ahora que ya conocían la suerte corrida por los artilleros, lo único que podía hacer el destacamento de Gerhart era regresar a Wolfenburgo con toda la rapidez posible e informar de lo que habían descubierto. Sin embargo, lo más inquietante era que continuaban sin haber averiguado nada más sobre qué les había acontecido a los caballeros.
Incluso con el brujo del Caos muerto y el demoníaco ingenio destruido, el hechicero podía sentir aún el poder del Caos que latía bajo la superficie de la realidad. La tormenta del Caos que se avecinaba estaría casi a las puertas de la antigua Wolfenburgo y, desde donde ahora se hallaba, el mago de fuego no podía hacer nada para desbaratarla.
En primer lugar, había que hacer que los supervivientes de la horda adoradora de demonios pagaran por sus infernales pecados. Con el báculo otra vez en la mano y la punta del mismo encendida de nuevo, Gerhart corrió hacia el combate al tiempo que maldecía a los guerreros del Caos con todos los juramentos que conocía. Y la cólera de un hechicero de la orden Brillante era verdaderamente terrible.