8 :Las sombras del bosque

8

Las sombras del bosque

Allá en el sombrío bosque, moraba la bestia asesina, viviendo de los saqueados hogares, atracada con sus comilonas...

Y nadie se aventuraba a entrar en los bosques, nadie entre los diestros espadachines y las buenas gentes.

Del Cuento infantil del Imperio, Tomas Wanderer

Al principio pareció que el poblado de Walderand era igual a todos los otros que Wilhelm Faustus y sus seguidores habían encontrado desde que llegaron a los territorios de Wolfenburgo. Un asentamiento como éste, situado como estaba en la linde del bosque, debería estar animado por los sonidos de activos aldeanos, el mugido de las vacas, el balido de las ovejas y las cabras, el golpe de las hachas contra la madera, el sonido del agua desviada del río que pasaba a través de las compuertas, el resonar de piedras de molino y el tañido del martillo del herrero sobre el yunque en la forja del pueblo. Pero no se oía un sólo sonido de civilización.

Lo único que se oía era el lúgubre graznido de las aves carroñeras de negro plumaje que estaban posadas en las copas de los árboles del bosque circundante y el borboteo del arroyuelo del poblado, que para Wilhelm era más un susurro siniestro. Era como si espíritus invisibles observaran el avance del destacamento y comunicaran lo que veían a cualquier cosa que acechara en las profundidades del bosque.

Era pleno verano. No soplaba brisa, el aire estaba en calma.

Sin embargo, el almizcleño olor de la bestia llegaba a los sentidos del sacerdote guerrero. El poblado anidaba entre bajas colinas boscosas, dentro de un valle poco profundo. La exuberante linde del Bosque de las Sombras se alzaba más allá de la ladera situada al este de Walderand, al otro lado de la barrera de estacas afiladas dirigidas hacia el exterior.

El lector Wilhelm Faustus y su creciente séquito habían llegado a Wolfenburgo, pero ya era demasiado tarde, y pronto se dieron cuenta de lo fútil que había sido la empresa. El aterrador enemigo, las huestes de tribus nórdicas, había descendido sobre la ciudad y le había puesto cerco. El número de soldados enemigos asustaba al contemplarlos: expertos arqueros a caballo, bárbaros soldados de infantería, gigantescos campeones ataviados con armaduras provistas de temibles púas, caballos de guerra de vaporoso aliento y también cosas peores.

Habían bajado los ojos hacia la gran extensión gris de la ciudad, encerrada dentro de sus sólidas murallas exteriores de gran antigüedad, y visto a los bárbaros de las tribus nórdicas desfigurar el paisaje con su mera presencia. Donde los bárbaros habían plantado el campamento, los lozanos prados verdes se habían marchitado y adquirido tonalidades negras, marrones y grises debido a la corruptora influencia que seguía al ejército.

A pesar de que su séquito había estado aumentando continuamente desde que salió de Steinbruck, hasta contar con aproximadamente cincuenta almas buenas, Wilhelm no los consideraba preparados para enfrentarse con los salvajes y sanguinarios guerreros del norte. Los seguidores de Wilhelm no eran luchadores entrenados, muchos de ellos no estaban en las mejores condiciones físicas, ya fuera por mala salud o a causa de la edad, y era limitada la cantidad de visiones infernales que un hombre podía arrostrar antes de que su mente se quebrantara bajo el puro horror de las mismas.

En cada poblado, hacienda o aldea que visitaban, con cada victoria que Wilhelm obtenía en nombre de Sigmar, el número de sus seguidores aumentaba. Los desesperados, los angustiados, los desposeídos, los penitentes y los piadosos, todos fueron atraídos hacia su causa hasta que el errabundo destacamento de santos servidores de Sigmar se hizo comparable en número a una compañía mercenaria. Era un pequeño ejército de flagelantes y fanáticos.

Wilhelm percibió otro rastro del almizcleño olor animal.

Pensó que era probable que la población de Walderand hubiese huido o sido masacrada dentro de sus hogares, como había sucedido en unos doce sitios por los que ya había pasado.

Chasqueando la lengua, el sacerdote guerrero reanudó el avance hacia el corazón del poblado.

Fue entonces cuando oyó los lastimeros y suplicantes gritos.

Sólo tuvo que avanzar un poco más para descubrir qué le había sucedido a la gente de Walderand.

Los aldeanos habían sido encerrados dentro de una empalizada de afilados troncos de árbol de cuatro espanes de alto como si fuesen ganado. La gente tenía un aspecto macilento y desgreñado, como si los hubiesen despojado del ímpetu luchador a base de golpes. Y ninguno de ellos parecía estar tampoco lo bastante bien físicamente para tratar de huir. ¿Durante cuánto tiempo los habían tenido encerrados en aquellas condiciones?

En efecto, había una buena razón para que ninguno de ellos hubiese intentado escapar.

De pie en el exterior del corral había dos espantosos brutos inhumanos. Cada uno superaba en al menos una cabeza la estatura del sacerdote guerrero, el cual era considerado alto entre otros hombres. Sus cuerpos estaban cubiertos de un pelaje apelmazado, sucio de fango y excrementos. Tenían pechos anchos como barriles, y sus fuertes brazos estaban hinchados de músculos. Se sostenían sobre unas piernas cuyas articulaciones flexionaban hacia atrás, parecidas a cuartos traseros de venado, y sus pies eran pezuñas hendidas. Llevaban las ijadas cubiertas con trozos de tela y cota de malla desgarrada, y en torno a sus cuellos entrechocaban collares de huesos humanos. Cada criatura tenía un arma de aspecto brutal: una sujetaba un hacha de ancha hoja, y la otra llevaba un gran pallasz destripados Sobre sus gruesos cuellos de toro descansaban las cabezas caprinas de hocico romo provistas de retorcidos cuernos.

Wilhelm Faustus reconoció a aquellos hijos del Caos como lo que eran. En el pasado había dado buena cuenta de los de su clase en muchas ocasiones. Eran hombres bestia, y sabía cómo ocuparse de ellos.

Al ver a los feos brutos deformes desfilando ante él con bestial arrogancia, la razón abandonó por un momento al sacerdote lector.

Al grito de: «¡En el nombre de Sigmar!», lanzó a Kreuz al galope, cargando directamente contra los monstruos. Llevaba bien sujeta la rienda de su corcel en la mano derecha, junto con el vapuleado escudo, y desplazó el martillo de guerra a una posición más cómoda, en la izquierda. Los músculos de su brazo se hincharon, pero el sacerdote ni siquiera notaba la tensión a que eran sometidos. Mantenía su cuerpo muy en forma con el fin de servir al Portador del Martillo.

Al oír el grito de Wilhelm, los dos hombres bestias volvieron de inmediato sus inexpresivos ojos de animal hacia él. Se gruñeron y bufaron con enojo el uno al otro, con sonidos parecidos a los de cerdos o vacas. Alzando sus propias armas, avanzaron para hacer frente a la carga del hombre. No eran criaturas que retrocedieran ante un reto.

A medida que se acercaba más a las bestias, Wilhelm distinguía detalles entre ambas. La de su izquierda tenía una estrella rúnica de ocho puntas formada por cicatrices en su torso. Ahora resaltaba, nudosa y negra. La segunda, a su derecha, tenía cuatro retorcidos cuernos de macho cabrío, que nacían de su cabeza, en lugar de dos como su compañera.

La bestia marcada con la runa del Caos avanzó a la carrera con el hacha alzada, como si quisiera derribar al caballo de Wilhelm con un tajo de su arma de filo curvo. Kreuz relinchó salvajemente y se alzó de manos. El sacerdote se mantuvo sobre la montura con la mano sujetando firmemente las riendas, y ciñendo con fuerza los flancos del corcel con los muslos. Al mismo tiempo, describió un círculo con el martillo cuyo impacto arrebató el hacha de la mano al hombre bestia.

El animal gruñó y se tambaleó, perdiendo el equilibrio a causa del estremecedor golpe del sacerdote. Aulló cuando los cascos herrados de afilado borde de Kreuz cayeron sobre su espalda en el momento en que giraba para intentar recobrar el equilibrio. El marcado por la runa del Caos se alejó un poco más, dando traspiés.

Wilhelm podía oír los ansiosos gritos de su séquito, que, siguiendo su ejemplo, cargaba hacia el interior del poblado.

Dejando a la más intrépida de las bestias en manos de sus seguidores, Wilhelm hizo que su caballo cargara hacia el segundo bruto salvaje.

Puede que «Cuatrocuernos» no fuese tan osado como el marcado por la runa del Caos, pero tampoco era tan torpe.

Cuando el sacerdote galopaba hacia él, el hombre bestia se apartó diestramente a un lado y esperó hasta que Wilhelm ya casi había pasado de largo ante su posición, antes de atacar con el pallasz sujeto en ambas manos. Wilhelm tuvo que protegerse repentinamente con el escudo al tiempo que se preparaba para el impacto. El pesado pallasz resonó sobre el vapuleado metal del escudo, pero Wilhelm se mantuvo sobre la montura.

Antes de que «Cuatrocuernos» pudiera volver a alzar del todo su arma, Wilhelm hizo describir un giro a Kreuz de modo que el hombre bestia quedara a su izquierda. Descargó un poderoso golpe descendente con el martillo de guerra, el borde de cuya cabeza impactó de refilón contra el hombre bestia desgarrándole el músculo de una pantorrilla. «Cuatrocuernos» profirió un ladrido gutural y se lanzó hacia un lado.

El hombre bestia embistió al caballo del sacerdote con un hombro, haciendo que Kreuz diera varios pasos tambaleantes hacia la derecha. Pero el caballo de guerra también era fuerte.

Kreuz respondió golpeando a «Cuatrocuernos» con su cabeza protegida por una barda de malla. Resultó obvio que el hombre bestia no había esperado semejante reacción. Retrocedió con paso tambaleante, quedando desprotegido y nuevamente al alcance del martillo de Wilhelm.

El sacerdote y su caballo formaban un equipo formidable, como habían descubierto a su propia costa muchos enemigos justo antes de morir.

El lector volvió a golpear, y oyó un crujido de huesos partidos cuando su martillo impactó contra un hombro del hombre bestia. La sangre manó en torrente y el enemigo aulló.

Wilhelm volvió a golpear.

Esta vez, el bruto cayó de rodillas. El golpe del sacerdote guerrero le había destrozado los huesos de un tobillo. A través de las heridas de bordes irregulares de su piel podían verse las blancas esquirlas de hueso que la habían atravesado.

El sigmarita vengador volvió a golpear. La plana cabeza del martillo de guerra impactó contra el alzado hocico de la criatura, hundiéndole los huesos del cráneo en el cerebro. El hombre bestia se desplomó y quedó inmóvil, boca abajo, en un creciente charco de su propia sangre oscura.

Seguro de que la bestia había muerto, Wilhelm volvió la mirada hacia el lugar en que un grupo de sus seguidores había caído sobre el marcado por la runa del Caos y hacían pedazos a la agonizante criatura con sus lanzas y espadas.

Ante este espectáculo, el orgullo hinchó el pecho del sacerdote guerrero. Ciertamente, en aquel lugar se había llevado a cabo la obra de Sigmar ese día.

En los pocos minutos que Wilhelm dedicó a luchar contra los bestiales guardias, los quebrantados aldeanos habían permanecido en silencio, demasiado conmocionados y aturdidos para hacer nada más. Sin embargo, ahora que la batalla había concluido y que veían al pequeño ejército que seguía al sacerdote guerrero, los impresionados aldeanos estallaron en emocionados parloteos y muchos elevaron plegarias de agradecimiento a Sigmar y su iracundo profeta.

Entre el clamor, Wilhelm distinguió fragmentos de otras frases que gritaban los aldeanos: palabras que sonaban sospechosamente como «trampa» y «emboscada».

—Ponedlos en libertad —indicó Wilhelm, señalando a la gente encerrada—. Buscadles algo para comer y beber, y que los que sepan curar atiendan a los heridos.

Con la ayuda de los habitantes de Walderand, el séquito del sacerdote se puso a desmantelar la empalizada. Wilhelm desmontó cuando el primero de ellos estuvo libre.

El hombre de extremidades flacas como ramas avanzó tambaleándose hacia él, presa de la ansiedad.

—¡Gracias a Sigmar que nos habéis encontrado a tiempo! —dijo, aferrando con ambas manos la del sacerdote, enfundada en el guantelete, y sacudiéndola vigorosamente.

—También yo doy gracias a Sigmar por eso —tronó la voz del sacerdote.

Wilhelm miró por encima de un hombro del aldeano para ver cómo se encontraban los demás después de las penurias pasadas. Luego se volvió bruscamente hacia el hombre que aún le sacudía la mano.

—¡Debéis salir de aquí!

—¿Qué queréis decir? ¿Y qué habéis querido decir con «a tiempo»?

—Antes de que regresaran los otros. ¡Os habéis metido directamente en su trampa!

—¡Por los huesos de Sigmar! —maldijo el sacerdote, al tiempo que volvía a saltar sobre su corcel. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido?—. ¡Armaos! —ordenó tanto a su séquito como a los aldeanos—. ¡Esto todavía no ha acabado!

Y entonces lo oyó: un entrechocar metálico acompañado de un potente balido y el crujido de la madera partida.

Los hombres bestia habían emergido de la exuberante linde del bosque, golpeando sus armas contra toscos escudos de piel tensada. Wilhelm y su séquito, que formaban filas precipitadamente, podían ver con total claridad a las bestias que removían con sus pezuñas el suelo de lo alto de la ladera.

Wilhelm calculó que en la tribu había tantos hombres bestia como hombres había en su compañía. Cada uno de ellos, incluso las criaturas de apariencia más humana sobre cuyas gruesas y prominentes frentes había sólo pequeñas protuberancias de cuerno, sería superior a uno de los entrenados soldados del emperador, y muchos del séquito de Wilhelm ni siquiera eran soldados entrenados. Simplemente tendría que rezar para que su santa pasión los condujera a la victoria, porque, ¿cómo iban a vencer las mutantes y retorcidas parodias nacidas del Caos, a un ejército del dios guerrero Sigmar?

—¡Preparaos para la batalla! —gritó Wilhelm al ejército reunido detrás de él—. ¡Recurrid al Portador del Martillo en busca de fuerza y valor, y no podremos fracasar!

Wilhelm vio que una criatura con cabeza de cabra que marchaba en primera línea de la horda enemiga se llevaba un largo cuerno retorcido a los deformes labios. La vibrante nota lúgubre que brotó de él resonó por el campo de batalla que ahora quedaba delimitado entre los dos bandos. De la manada se alzó un rugido, y los hombres bestia avanzaron en masa.

Wilhelm entendía ahora por qué los aldeanos habían sido encerrados dentro de Walderand, y la razón de que sólo los vigilaran dos guardias. Su avance había sido observado. Los aldeanos habían sido el cebo, y los guardias una mera distracción. Y Wilhelm se había dejado embaucar. La astucia animal había triunfado sobre la inteligencia humana.

Los hombres bestia se lanzaron hacia Walderand como una marea roja; el pelaje de las criaturas era de color marrón rojizo, y sus cuernos estaban embadurnados de sangre y rojo ocre.

La única criatura que se destacaba de las demás era una colosal monstruosidad de piel oscura. Medía tres espanes de alto, y sus cuernos teñidos con tinta se alzaban otro espán por encima de su cabeza. Resultaba obvio que la criatura era un campeón entre los de su clase, un wargor señalado para la grandeza por los Dioses Oscuros en cuyo impronunciable nombre asesinaba y mutilaba. En las manos llevaba lo que parecía un eje partido de carro, con una larga hoja curva sujeta al cubo de la rueda rota.

El campeón profirió un bramido gutural que pudo sentirse tanto como oírse por encima de los aullidos y balidos de la manada, y que vibró en el vientre de Wilhelm. Los hombres bestia comenzaron a trotar. La vanguardia de la manada llegó a la estacada de defensa en el momento en que las fuerzas de Wilhelm avanzaban. Varias de las criaturas de aspecto más humano saltaron por encima de las defensas y cayeron en medio del sagrado séquito. La batalla había comenzado.

Wilhelm blandió su martillo y partió el cuello de una criatura con hocico de mono que lo atacaba. Mientras continuaba balanceando el arma, preparado para el siguiente ataque, le lanzó un golpe con el filo del escudo a uno de los mutantes.

La criatura retrocedió con un tajo profundo sobre las costillas. La tosca lanza con la que había intentado asestarle una estocada al sacerdote cayó al suelo, y el ungor se desplomó bajo los pataleantes cascos de un gor más grande y de cuernos más largos.

Los hombres bestia cayeron sobre los humanos más débiles que ellos en un frenesí de salvaje sed de sangre.

Los hombres del destacamento del lector, y también algunos de los aldeanos, se defendían admirablemente, pero estaba claro quién tenía la ventaja. Los hombres bestia habían sido criados para la lucha desde su nacimiento. Era lo más importante de su existencia. Si no estaban luchando contra los habitantes del Imperio ni haciendo incursiones desde sus cubiles del bosque, estaban batallando contra otras tribus por los mejores territorios de caza, o incluso peleando entre sí para mantener la estructura jerárquica de su tribu. Y a pesar de que las armas humanas eran, en general, más refinadas y de mejor factura que las blandidas por los miembros de la manada, las bestias no tenían necesidad de valerse sólo de las armas. Usaban sus cuernos, sus garras, sus cascos o sus dientes.

El wargor clavó sus mugrientos dientes en el brazo de un fanático que esgrimía un látigo. El hombre profirió un alarido y dejó caer el arma, apenas segundos antes de que el monstruo le arrancara el brazo de cuajo con una brusca sacudida de su cabeza.

Otra bestia bajó la testa y cargó contra un soldado armado de espadón que se había unido a la cruzada itinerante de Wilhelm en las afueras de Haargen. El soldado lanzó tajos al gor con su arma, pero ésta simplemente arañó las duras puntas de los cuernos de la criatura. A continuación, estos mismos cuernos se le clavaron en el estómago. La bestia sacudió su fuerte cuello, y el vientre del hombre se rajó y por él salieron los purpúreos bucles de sus entrañas que se derramaron en un torrente de sangre.

Gritos de cólera y consternación se alzaron de pronto entre un grupo de flagelantes cuando un tosco carro de guerra traqueteante atravesó el campo de batalla a velocidad vertiginosa.

No parecía más que una serie de grandes trozos de maderos clavados y atados entre sí, y era arrastrado por dos descomunales criaturas que parecían osos mutantes, transformados en enormes monstruos cornudos y colmilludos.

Los tuskgors —que por este nombre eran conocidos dichos animales mutantes— abrieron un paso a través de las filas de sigmaritas, arrastrando tras de sí el carro que se zarandeaba.

Aplastaban a cualquiera que se interpusiera en el camino de sus pesados cascos o de las ruedas de llanta de hierro de la plataforma rodante que remolcaban.

Un hombre fue ensartado por los cuernos de uno de los tuskgors, que luego lo arrojó muy arriba por el aire cuando echó la cabeza atrás. El pobre desgraciado cayó en medio de una manada de voraces ungors enloquecidos por la batalla, que procedieron a descuartizarlo.

Derribando a otra bestial criatura con un demoledor golpe de su martillo de guerra ahora envuelto en llamas, Wilhelm hizo una valoración de la batalla. Lo que a sus hombres les faltaba en el entrenamiento formal con las armas lo compensaban con su absoluta agresividad y determinación apasionadas.

Cerca de él había un hombre que gimoteaba, con la mitad de la cara colgando después de haber recibido el espantoso tajo de un arma de afilada hoja. Los luchadores humanos eran derribados por hachas y enormes cuchillas. La sangre arterial manaba al aire como una fuente de muñones de extremidades y de cuellos semicortados. Una cosa que en otros tiempos podría haber sido un lobo o un perro salvaje derribó a un flagelante provisto de media armadura y le arrancó la cabeza con sus distendidas fauces trituradoras.

El sacerdote sabía que tenía que hacer algo o la batalla se perdería. Lanzó una patada y estrelló el pie contra el rostro de morro chato de uno de los hombres bestia menores, apartándolo a un lado. Hizo girar a Kreuz hacia el campeón de los hombres bestia, que estaba abriendo un sangriento pasillo a través de las filas de los hombres.

La abominación de abundante melena y cabeza de cabra, llevaba el cráneo de curvos cuernos de otro de su especie colgado del cinturón. Sin duda, el cráneo había pertenecido a un rival que ese monstruo había derrotado en combate para convertirse en campeón wargor. No obstante, el cráneo caprino no sólo era un signo de la posición que ocupaba el hombre bestia, sino que también podía ser usado como arma.

En el momento en que Wilhelm avanzaba hacia la bestia, ésta se lanzó hacia un desafortunado alabardero al que le arrancó un ojo y le desgarró media cara. Al mismo tiempo, con la hoja de su eje de carro decapitó al hombre situado detrás del primero.

—¡Contra los hijos del Caos, confiamos en la luz de Sigmar! —exclamó el sacerdote guerrero y, con el sagrado poder del Portador del Martillo fluyendo por cada fibra de su cuerpo, le asestó un resonante golpe al arma del campeón. Lo que quedaba del eje de carro se partió en dos y fue arrancado de la mano del monstruo.

El wargor gruñó, pero antes de que pudiera reaccionar, Wilhelm había vuelto a golpearlo. Al impactar, un destello de luz manó de la cabeza de su martillo, y la bestia bramó de dolor cuando el abrasador resplandor dorado lo cegó. Mientras la criatura manoteaba con sus mugrientas garras ante su rostro, Wilhelm la golpeaba una y otra vez.

Relinchando furiosamente, Kreuz se alzó de manos y estrelló sus cascos contra el gran pecho de barril de la bestia. El wargor retrocedió con paso tambaleante y cayó. Se oyó un crujido espeluznante, como el de una calabaza atravesada por una horca, y las puntas de las afiladas estacas atravesaron la cara y el torso de la criatura.

Wilhelm no se había dado cuenta de hasta qué punto lo había aproximado su carga a la periferia del poblado. El cegado hombre bestia había sido empujado hacia la estacada defensiva erigida en torno a Walderand.

* * *

Entre los hombres bestia más cercanos se alzó un aullido que pronto fue recogido por el resto de la manada. Su campeón había caído, muerto como una bestia en el matadero. Era justo el acontecimiento que convenía al séquito de Wilhelm.

La manada se dispersó, presa del pánico, volviéndole la espalda a la batalla y corriendo de regreso al cobijo del bosque tétricamente sombrío. Al principio, sólo los ungors huyeron de la lucha. Luego, sus primos de mayor tamaño, al ver que su número mermaba ante los ataques cada vez más intensos de los humanos, también dieron media vuelta y echaron a correr.

Al cabo de unos momentos, todos los hombres bestia se habían marchado y sus balidos y aullidos resonaron a través de los árboles hasta llegar a los oídos de los victoriosos sigmaritas.

La victoriosa plebe del lector Wilhelm Faustus no estaba dispuesta a dejar las cosas como estaban.

—Los enemigos se baten en retirada —chilló alguien.

—Esto no habrá terminado hasta que hayamos derribado a la última de esas inmundas bestias —gritó un flagelante.

—¡No debemos dejar con vida ni a uno de esos engendros mutantes! —bramó otro.

Prestando poca atención a los muertos y agonizantes que yacían en el prado empapado de sangre, los que aún se encontraban en condiciones para luchar siguieron los gritos cada vez más lejanos de los hombres bestia hacia el interior del bosque que los rodeaba, lanzados de cabeza hacia el territorio de los monstruos.

—¡Por los dientes de Sigmar! —maldijo Wilhelm, que respiraba con enormes jadeos tras el esfuerzo.

Si quería salvar lo que quedaba de su fanático ejército, el sacerdote guerrero sabía qué tenía que hacer, aunque pensaba que semejante acción era contraria a su juicio. Lanzando a Kreuz al galope una vez más, Wilhelm condujo a su corcel ladera arriba y se adentró en la verde penumbra del bosque, el dominio de los hombres bestia.

Bajo los árboles estaba tan oscuro como al anochecer. Wilhelm Faustus dejó Walderand tras de sí al penetrar en las retorcidas profundidades del primitivo bosque en persecución de su séquito excesivamente entusiasta y de los hombres bestia. Podía oír, retrocediendo en la distancia, los gritos de los hombres que habían jurado seguirlo hacia la batalla contra las hordas del mal.

Sólo por un momento, Wilhelm Faustus se preguntó si no se habría precipitado un poco al perseguir a sus hombres y a la manada en fuga. Tal vez había permitido que su fervor religioso lo impeliera a la temeridad, en su determinación de purgar la tierra de los hijos del Caos. Se había lanzado de cabeza al interior del bosque tras su séquito del mismo modo que ellos habían corrido tras los hombres bestia en fuga. A fin de cuentas, éste era el territorio de las bestias.

Éste era el Bosque de las Sombras, una vasta extensión forestal, antigua y virgen. Abundaban las leyendas y rumores sobre este lugar, que hablaban de lo que supuestamente moraba en sus hechizadas profundidades. Había fábulas de pieles verdes y antiguos leviatanes míticos mutados por el Caos, junto con historias de campamentos de hombres bestia y túmulos funerarios olvidados largo tiempo atrás.

Daba la impresión de que las bestias se habían desvanecido tras entrar en la retorcida maraña de árboles y denso sotobosque. El lector ya no podía oír los gritos de la fugitiva manada que había irrumpido entre la maleza, balando y bramando.

Wilhelm detuvo bruscamente a Kreuz. Oyó un rumor procedente de algún punto del oscuro dosel de lo alto, y alzó la mirada.

Un hombre bestia se lanzó sobre él desde las ramas del árbol. El tremendo peso de la feroz criatura colisionó con el sacerdote y lo descabalgó, arrojándolo al suelo en el que afloraban nudosas raíces. Presa del pánico ante el repentino ataque, Kreuz se alejó al galope entre los árboles.

Wilhelm intentó levantarse mientras el hombre bestia rodaba hacia un lado, pero se encontró rodeado por otras de aquellas degeneradas criaturas ungors y sus más grandes primos de cabeza de cabra. El sacerdote guerrero cogió su sagrada arma.

—¡Por el martillo de Sigmar! —maldijo, y su voz tronó entre los retorcidos árboles por encima de los burlones gruñidos y vítores de las bestias.

* * *

Una vez más, daba la impresión de que la astucia bruta había triunfado sobre la valentía e inteligencia humanas. Estaba rodeado y definitivamente superado en número, en el territorio de la manada y alejado de cualquier tipo de ayuda.

Wilhelm comenzó a rezar una plegaria dirigida a Sigmar para invocar la divina cólera de su señor contra el enemigo.

Alzó su arma consagrada para golpear al animal más cercano.

Antes de perder el conocimiento, oyó el crujido del asta de lanza que le golpeó la parte posterior de la cabeza, y luego no supo nada más.