7: El asedio de Wolfenburgo

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El asedio de Wolfenburgo

Y conoceréis al que Transforma las Cosas, el Gran Intrigante,Tchar, el Señor de la Fortuna, El Gran Conspirador, Tzeen, el Arquitecto del Destino, Chen, Shunch, el Gran Hechicero, el Gran Mutador. Porque el cambio nos rodea por todas partes y sus intrigas y conspiraciones son innumerables pero todas nos llevan a una eternidad de condenación.

Del Líber Maleficium

La horda del zar supremo se agitaba sobre la tierra en una enfurecida marea de muerte. Guerreros bárbaros cubiertos de cicatrices, con los brazos guarnecidos por brazaletes que daban fe de batallas ganadas en el pasado, avanzaban tanto a pie como a lomos de caballo. Armados con arcos, pallasz y lanzas, los hombres de las tribus conformaban el grueso del ejército.

Encabezando a los bárbaros iban gigantes con armaduras erizadas de púas, los campeones de aquella fuerza monstruosa.

El gran ejército estaba compuesto por muchas partidas más pequeñas, cada una de las cuales rivalizaba por el favor del zar supremo y de los propios Dioses Oscuros. Los cuernos carynx sonaban en el páramo junto a los gritos animales de los bárbaros y los ladridos de los salvajes mastines de guerra apenas entrenados.

Aachden quedaba atrás, destripada como un cadáver sobre la mesa del cirujano, con el perímetro de la destruida ciudad rodeado de pilas de cráneos y humeantes piras. El ejército del Reik con el que la horda del zar supremo se había enfrentado en Aachden no sólo había sido derrotado, sino también exterminado. Una victoria realmente notable. Habían hecho muchos prisioneros que le entregaron al señor de esclavos Skarkeetah. Todas las hordas del zar supremo habían compartido un gran banquete libertino de victoria y se habían repartido los despojos de guerra.

Pero la horda bárbara no había dedicado mucho tiempo a regocijarse en la gloria de la batalla que había ganado para Tchar. Los salvajes tenían la sangre encendida. Se sentían fuertes e imparables después de Aachden, y la antigua ciudad de Wolfenburgo estaba a pocos días de distancia. ¡Ésa sí que sería una conquista aún más digna del zar supremo y del temible Archaon! Tomar la antigua ciudad centinela sería arrancarle las entrañas al Imperio. Sus lastimosos gobernantes y señores feudales sabrían qué era el verdadero poder temporal cuando estuvieran suplicando de rodillas por sus vidas ante Surtha Lenk, bendito de Tzeentch.

—Así que ésta es Wolfenburgo —barboteó Surtha Lenk, mirando desde donde en otros tiempos se había alzado un bosque hacia las grandiosas murallas grises de la ciudad cerrada.

—Lo es, señor —confirmó Vendhal Deformacráneos.

—Hmm. Había esperado algo más grandioso —dijo el zar supremo con su voz chillona—. No es tan diferente de Aachden.

—No, señor —respondió el brujo del Caos, mirando al otro lado de las despejadas laderas para mantener los ojos apartados del zar supremo.

—No parece que los hombres del Imperio quieran luchar hoy. No importa, nosotros les presentaremos batalla, ¿verdad?

—Por supuesto, señor.

—Mientras hablamos, mis nórdicos están preparando las máquinas que pondrán cerco a este lugar. Aún queda madera suficiente para hacer eso —dijo Surtha Lenk. No estaba diciéndole al brujo nada que éste no supiera ya. Simplemente, le gustaba el sonido de su propia voz distorsionada—. Haremos caer a la ciudad en cuestión de semanas.

—Tal vez —comentó Yendhal, precavido.

Al oír estas palabras, el rojo gigante acorazado se volvió a mirar al brujo del Caos. Vendhal percibió a medias la cosa deforme que se retorcía sujeta al arnés del pecho del gigante.

—Mírame, brujo —dijo Lenk, de cuya voz había desaparecido todo rastro de frivolidad.

Vendhal se volvió. Ahora no había manera de ocultarse del pleno terror que inspiraba su señor.

El zar supremo era un gigante enorme, de tres varas de alto, revestido de latón y hierro, con un enorme casco astado sin visera. Sujeto contra el peto había una deforme parodia de un niño humano de rostro hinchado, verrugoso y cubierto de ampollas, con vestigios de extremidades que se agitaban espasmódicamente.

Incluso para alguien tan habituado a todo tipo de mutaciones como Vendhal Deformacráneos, la apariencia del zar supremo resultaba vomitiva. Era precisamente el tipo de mutación que él esperaba evitar mediante el dominio de los poderes de disformidad del Caos.

Surtha Lenk clavó en él un ojo pardo muy humano y otro saltón y cubierto de un azul lechoso que giraba y se contraía en su acuosa órbita deforme. Estaba estudiando al hechicero del Caos.

Vendhal Deformacráneos iba ataviado con su capa roja y armadura de latón, parecidas a las del zar supremo. La capucha de la capa mantenía casi oculto el pálido rostro del hechicero, de modo que la estrella que tenía tatuada por encima del ojo derecho apenas podía verse. En sus orejas destellaban ornamentos dorados, y ricos amuletos le colgaban del cuello.

El torso del hechicero estaba protegido por una armadura forjada por el Caos. Llevaba brazaletes de latón blasonados con la runa de ocho puntas del Caos, y otros signos blasfemos; todos ellos poderosos objetos destinados a atraer hacia el hechicero el poder puro del cambio. Calaveras de hierro provistas de púas le sujetaban la capa al peto, y del cinturón le pendían más calaveras y sonrientes bocas de demonios hechas de oro. En una mano de uñas engarfiadas, Vendhal tenía un báculo de poder, y en la otra, una vara mágica rematada por una garra de águila que aferraba un orbe opaco de cristal blanco azulado.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el zar supremo con una voz que rezumaba peligro.

—El flujo de magia es... impredecible aquí, señor —replicó Vendhal, escogiendo cuidadosamente las palabras.

—Pero ¿cómo podemos fracasar? Wolfenburgo será nuestra. Me aseguraste que tu arte lo lograría. —El horrendo gigante cambió la postura de sus manos, que descansaban sobre la aterradora espada—. El toque de Tzeen está en ti, ¿no es cierto?

—Así he sido bendecido —replicó Vendhal—, pero ahora estamos lejos de la Sombra, y el calor de pleno verano hace retroceder su influencia.

—Nuestras huestes harán retroceder a las huestes de los hombres, y la Sombra proyectará su oscura magnificencia sobre nuestra empresa.

Lenk se inclinó para acercársele más, y el aliento del marchito ser parecido a un bebé acarició el rostro del hechicero.

Vendhal aferró el báculo con más fuerza.

—¿Acaso las tormentas de disformidad del Caos no están bajo vuestro control?

—Lo están.

—En ese caso, el Ojo de Tzeen continuará mirando favorablemente nuestra empresa. Mis chamanes de batalla ejecutarán los ritos de sangre que despertarán su poder en este lugar.

—Por supuesto, señor. Así será.

—Bien, en ese caso, comencemos. Wolfenburgo espera.

* * *

Konrad Kurtz se encontraba de pie sobre las almenas de la puerta de la ciudad de Wolfenburgo, mirando al otro lado de la zona de bosque talado, hacia la distante línea de árboles del horizonte. Allí estaba el enemigo.

Los había a centenares: bárbaros, nórdicos, kurgans y más.

Éstos eran los infantes de los ejércitos del Caos, los primitivos salvajes fieles a los Dioses Oscuros, que violaban, saqueaban y asesinaban en sus impronunciables nombres. Ya habían pasado por la espada a las gélidas tierras de Kislev, y ahora estaban construyendo un camino a través de los pantanos del norte del Imperio, pavimentado con los cráneos de aquellos a quienes habían asesinado.

Konrad podía ver que los melenudos guerreros semidesnudos estaban reunidos bajo una multitud de pabellones diferentes. Los valientes soldados que se disponían a defender la antigua ciudad centinela se hallaban orgullosamente formados y dispuestos bajo sus propios estandartes de batalla. Sus atuendos de deslumbrantes colores se volvían brillantes y festivos en el ardiente sol de pleno verano. Una fuerte brisa que agitaba las banderas contra las astas hacía que las bestias heráldicas danzaran sobre sus campos de tela y los bordados de oro y plata destellaran y chispearan.

Los pabellones de los bárbaros eran tan salvajes y envilecidos como ellos. Los estandartes de guerra ondeaban al viento como mortajas andrajosas, ensangrentadas y corrompidas creaciones de tela enmohecida, pieles de animales plagadas de pulgas y pieles humanas cubiertas de porquería.

A Konrad, el espectáculo que ofrecían le provocaba repulsión. Sentía una profunda repugnancia por los nórdicos. Querían ver a la antigua ciudad centinela saqueada, y hacer zozobrar a la civilización en favor de su atrasada cultura. Konrad se mantendría firme contra el enemigo y cumpliría su deber en la batalla que se avecinaba, pues no debía permitirse que algo semejante sucediera jamás.

Se necesitaría un ejército de fuerza terrible para conquistar esta urbe legendaria. Wolfenburgo era una ciudad fortificada de construcción antigua. Ocupaba una alta ladera por encima de un meandro del río, y estaba bien fortificada. Altas y sólidas murallas exteriores puntuadas a intervalos regulares por poderosas torres constituían su primera línea de defensa. Detrás de éstas, había otras murallas y torres mucho más sólidas que las primeras. La ciudad había sido bien cerrada al saber que la horda del Caos avanzaba hacia allí, y haría falta el enemigo más determinado e implacablemente poderoso para abrirla. Este solo hecho debería haber colmado de esperanza a los defensores, pero el recuerdo de Aachden aún estaba fresco en sus mentes.

El silencio se había apoderado de los arqueros, piqueros y alabarderos que guarnecían las murallas a derecha e izquierda de Konrad. Arqueros y artilleros se hallaban en sus puestos, preparados para hacer frente a un asedio. Los hombres del capitán Fuhrung, ataviados con sus uniformes de cantones blancos y negros, también estaban preparados, como él había dicho que estarían. Parecían impasibles, y Konrad sabía que la elegancia de sus uniformes no era nada comparada con el modo en que lucharían.

Tras recibir la noticia de que al cabo de dos días la horda del Caos estaría a la vista de la ciudad, se había doblado el número de hombres que hacían guardia en la muralla exterior. De día o de noche, el enemigo jamás lograría pillar por sorpresa a Wolfenburgo. Desde aquel aventajado punto de observación, el humo de los asentamientos exteriores nublaba el horizonte allende los árboles y les servía como advertencia.

Cinco días antes, mientras Konrad y sus ingenieros hacían una inspección de las defensas de las almenas, los primeros grupos avanzados de la horda habían surgido de la lejana línea de árboles. Y si aquello era sólo la vanguardia, como sospechaban, el conde elector había hecho bien en preparar a la ciudad antigua para un largo asedio. Por muy poderosos que pudiesen ser los ejércitos del Imperio, la horda que se aproximaba a Wolfenburgo era tres veces más numerosa que la guarnición de la ciudad centinela.

—Están tramando algo —dijo la malhumorada voz del robusto Udo Bleischrot que, manchado de hollín, se acercó al más joven y delgado Konrad. El jefe de artillería de la ciudad se limpiaba las manos sucias con un trozo de hule aún más mugriento.

* * *

—Estoy seguro de que no se trata de otro mal calculado ataque como el de la última vez —respondió Konrad, recordando el primer asalto que los nórdicos habían hecho contra Wolfenburgo.

Había sido el mismo día en que los guardias de la muralla vieron los primeros flameantes pabellones que anunciaban la llegada de la horda del Caos. Al anochecer, una avanzadilla, ansiosa por derramar sangre, emprendió un precipitado ataque contra el cuerpo de guardia, donde Konrad y Udo se encontraban ahora, y contra la muralla sur.

Antes de que los nórdicos pudieran siquiera alzar escalerillas para subir a lo alto de la muralla, fueron repelidos y sufrieron numerosas bajas. La bocarda de Udo había resultado brutalmente efectiva, mientras descargas cerradas de flechas disparadas por los arqueros de las almenas llovían sobre los atacantes como mortíferas gotas de punta acerada. Aquellos aullantes bárbaros que llegaron a las enormes puertas barradas por dentro con un tronco de árbol se hallaron empapados y escaldados por un torrente de hirviente aceite.

Los pocos supervivientes de este primer ataque huyeron de regreso a la protección del bosque, dándole tiempo a la gente de Wolfenburgo para renovar las defensas.

Ahora, los nórdicos aguardaban; el humo de sus fuegos de campamento era visible durante el día, y las llamas de los mismos se veían con claridad por la noche. Pero su número aumentaba cada día, al reunirse en torno a ellos el resto de la horda. Se estimaba que el número de bárbaros que ahora rodeaba la ciudad era, como mínimo, cinco veces superior: infantes de torso desnudo, jinetes con cascos astados, chamanes tocados con cuernos de ciervo que cabriolaban de aquí para allá, músicos dementes, un estruendo de cuernos e incesantes tambores.

Ésa era una de las cosas que a los defensores les estaba resultando más difícil de soportar. Los tambores sonaban continuamente, día y noche, y el monótono aporreo comenzaba a agotar a algunos de los soldados de la ciudad. El incesante redoble les impedía dormir bien. Algunos de los soldados que hacían guardia sobre la muralla ya parecían a punto de quebrantarse, y apenas si había empezado la batalla.

Sobre las murallas de Wolfenburgo también hacía un calor incómodo, pero los hombres se mostraban reacios a quitarse piezas de la armadura por si acaso se producía un ataque. Si un hombre estaba cerrándose las hebillas de la coraza en torno al cuerpo, podía perderse un tiempo precioso. Así pues, chiquillos de rostro serio transportaban una constante línea de cubos de agua hasta los hombres que estaban de guardia. Cada hombre, mujer y niño tendría que desempeñar un papel durante el asedio.

—Sí, decididamente, los asquerosos amantes de demonios están tramando algo —dijo Udo, con los ojos semicerrados mientras pensaba.

—¿.Así que piensas que se avecina otro ataque? —preguntó Konrad.

—Algo se avecina. Puedo olerlo en el viento. No van a quedarse sentados durante todo el asedio. No es su estilo. Si quieren Wolfenburgo, van a tener que intentar tomarla.

* * *

El grueso del ejército de Surtha Lenk plantó el campamento en torno a la ciudad. Se cortaron más árboles, pero esta vez lo hicieron los kurgans para alimentar sus fuegos de cocina y construir escudos móviles. Estos mismos escudos fueron luego empujados por delante de los arqueros de la horda. De este modo pudieron acercarse hasta tener a tiro los parapetos de la ciudad y cobrarse la deuda de sangre que les debían los arqueros sitiados.

Los nórdicos habían añadido algo más a su hueste. Habían construido unos armatostes gigantescos de madera, hierro y cáñamo embreado. Colocadas en hilera ante la línea de árboles, las descomunales armas de asedio parecían monstruosas bestias de leyenda. Cuando lanzaron su mortal descarga, fue como si dragones y monstruos legendarios vomitaran muerte sobre las altas murallas de Wolfenburgo.

Robustas balistas antiguas, enormes onagros y catapultas de tensadas cuerdas fueron dirigidas hacia las paredes de la ciudad. Sudorosos grupos de nórdicos trabajaban incansablemente para asegurar que las letales andanadas no cesaran.

Las balistas, que en realidad eran ballestas de enormes proporciones, lanzaban contra las sólidas murallas de Wolfenburgo pesados proyectiles de madera dura, de dos varas de largo, rematados por letales puntas de lanza. Al mismo tiempo, los onagros y catapultas arrojaban piedras, encendidos proyectiles de balas de paja y grandes garrafas de aceite hervido en sus propias hogueras.

Pero lo que resultaba más horripilante para los defensores de las murallas de la ciudad eran las putrefactas cabezas humanas. Los salvajes nórdicos debían de haberlas recogido tras la caída de Aachden, y ahora las usaban para desmoralizar a los soldados del Imperio. Nada transmite un mensaje con mayor claridad que la caída de cabezas humanas cortadas sobre las almenas, en medio de una línea de arqueros. Los carnosos cráneos rodaban hasta detenerse a los pies de algún desdichado, y sus muertos ojos en proceso de descomposición se quedaban mirándolo desde el piso como si dijeran: «Mi destino será el tuyo».

Ahora, el asedio comenzaba en serio. Las máquinas de guerra de la horda lanzaban sus terribles proyectiles hacia las murallas de Wolfenburgo, y las bocardas, catapultas y cañones de la ciudad efectuaban disparos de respuesta. Los decididos defensores incluso se pusieron a devolverles a los atacantes sus propios proyectiles. Durante días pudo oírse el crujir, restallar y silbar de las máquinas de asedio que lanzaban sus mortíferas descargas. Los golpes sordos y el estrépito de los impactos resonaban poco después.

En respuesta, los tambores enemigos batían despiadadamente.

El asedio continuó día tras día, semana tras semana durante las sofocantes jornadas del más espantoso verano que habían sufrido las gentes de Wolfenburgo.

La artillería y refuerzos esperados, así como los caballeros de la Sangre de Sigmar que habían salido a encontrarse con ellos, aún no habían llegado.

Cuando ya llevaban unas cuantas semanas de asedio, Siegfried Herrlich, gran maestre de la orden de la Montaña de Plata, condujo a la totalidad de los soldados de su orden a través de las puertas de Wolfenburgo, en una salida contra las bandas guerreras del Caos. Acompañado por soldados armados con espadones pertenecientes a la guarnición del capitán Fuhrung, los dos bandos se trabaron en lucha sobre el pisoteado terreno situado al pie de las murallas.

Los caballeros y soldados de infantería salieron bajo los pabellones de la Montaña de Plata, cuyo emblema era un pico coronado de nieve.

La batalla no transcurrió sin que ambos bandos sufrieran bajas y, en un momento posterior de ese día, cuando Siegfried Herrlich regresó a la protección de la ciudad, se le oyó declarar:

—¡Sienta bien salir a luchar con el enemigo!

Continuaron efectuando salidas de vez en cuando, con un elevado número de bajas para ambos bandos. Pero al menos estaba haciéndose algo, cosa que elevó la moral de quienes, dentro de la ciudad, veían regresar a los caballeros y soldados de la guarnición con heridas de batalla y heroicos relatos de cómo las habían sufrido.

No sólo los defensores se sentían frustrados por la ausencia de un conflicto breve e intenso. La horda kurgan también buscaba satisfacción en la batalla, así que también ellos corrían a enfrentarse con el enemigo.

Los guerreros de las diferentes tribus participaban en asaltos de infantería contra las sólidas murallas de Wolfenburgo, que se alzaban sobre el lecho de roca de la colina. Atacaban al anochecer o al amanecer, momento en que la traicionera media luz les permitía aproximarse lo bastante para acosar las murallas de la urbe sin que los vieran.

Cuando estaban a tiro, los arqueros kurgans mantenían ocupados a los guardias de la muralla con andanadas de sibilantes flechas de negras plumas que caían sobre las almenas como un mortífero enjambre. Mientras lo hacían, otros bárbaros acometían contra las murallas, protegidos por los incesantes disparos de cobertura de los arqueros. Una vez al pie de las almenas, los nórdicos alzaban las escalerillas para colocarlas en posición, y luego avanzaban con el ariete.

* * *

El ariete era un arma toscamente simple pero monstruosa y potencialmente poderosa. Requería varios grupos de esforzados nórdicos para hacerla rodar hasta el sitio correcto sobre el carro de pesadas ruedas que retronaban al desmenuzar las piedras del camino sobre las que pasaban. Una vez situado, protegidos por el escudo del carro hecho con pieles de animales tensadas, los nórdicos empujaban el enorme tronco del ariete para que se balanceara.

No obstante, estos ataques eran costosos para los sitiadores. En ocasiones, el toldo protector del carro resultaba quemado por flechas encendidas o por teas ardientes arrojadas desde las almenas antes de que pudiera llegar siquiera a las puertas. Entonces tenían que retirarlo y apagar las llamas.

Construir otro ingenio semejante tendría un alto coste para los atacantes en términos de tiempo, hombres y recursos. Si perdían el ariete, el ataque fracasaría y los nórdicos tendrían que retirarse.

Cuando el ariete llegaba a la entrada de la ciudad sin sufrir percances, no lograba hacer más que alguna abolladura en los paneles de las colosales puertas. La lluvia de flechas, rocas y pez descargada sobre ellos por los protectores de Wolfenburgo diezmaba a los nórdicos que escalaban las murallas. Otros morían a causa de fracturas óseas y espaldas rotas, cuando la escalera por la que ascendían era empujada hacia atrás desde las murallas.

Estos fracasos no le sentaban bien al ejército de asedio. Habían abierto un sangriento sendero a través de Kislev hacia el interior de los confines septentrionales del Imperio. Ciudades pequeñas y aldeas habían sido arrasadas, y su avance era ahora detenido por esta antigua ciudad centinela. Los descontentos comenzaron a buscar a alguien a quien culpar. No se estaba haciendo lo suficiente para poner fin al cerco.

Había discordancia en la horda de Surtha Lenk.

La duración del asedio ya no se contaba en semanas sino en meses cuando Valmir von Raukov, conde elector de Ostland, convocó una nueva reunión de su consejo de guerra. Sus comandantes se habían reunido regularmente cada día, pero esta convocatoria era algo especial.

* * *

Había caído la noche y, con la guardia de las murallas doblada una vez más, no fueron molestados. Unas cuantas antorchas encendidas adornaban las paredes, y se habían encendido velas en las enormes arañas de luces de hierro forjado.

Un olor a cera impregnaba el rancio aire de la cámara del consejo.

En torno a la mesa había más hombres que en la noche en la cual la llegada de Gerhart Brennend había interrumpido las conversaciones. El hechicero de fuego reconoció muchos de los rostros. No le sorprendió encontrarse excluido de la mesa; pero al menos le habían permitido asistir a la reunión del consejo.

Esa noche, el hechicero de fuego no era el único observador presente. De pie en el contorno de la sala había hombres de varios de los grupos de refuerzo que habían oído la súplica de Wolfenburgo y respondido a la misma. En esta ocasión también habían sido invitados los clérigos de las casas religiosas que había en la ciudad: había sacerdotes de Morr, de negro hábito, junto a los adoradores de Ulric, ataviados de pieles.

Una vez que todos estuvieron reunidos y el conde elector Valmir les hubo dirigido la palabra, se abordó la actual situación amenazadora de Wolfenburgo. Al cabo de poco, surgió un acalorado debate y las frustraciones de los diversos miembros del consejo se transformaron en críticas personales.

Y fue Gerhart Brennend quien pronto se convirtió en objetivo de una serie de acusaciones hechas por los consejeros.

—¿Cómo van las defensas de las murallas? —preguntó el conde elector a sus capitanes.

Fue el capitán Volkgang, de la guardia del palacio, quien respondió, y quien parecía actuar de modo más interesado.

—Podría ir mejor. Las defensas de asedio de maese Kurtz y maese Bleischrot han funcionado bien, pero algunos de los presentes se han mostrado lentos a la hora de unirse a la batalla en defensa de la ciudad, a pesar de que afirman que para eso han venido hasta aquí.

Gerhart profirió un sonoro bufido. Ya se había enfrentado con Volkgang en varias ocasiones durante las últimas semanas y sabía lo que el capitán pensaba de él. No obstante, no había esperado que Volkgang fuera con cuentos, como un balbuceante escolar quejicoso.

—¿A quién os referís? —preguntó Valmir con aire severo—. Esto es un consejo de guerra. No puede operar de modo efectivo si nos ocultamos tras el anonimato y las habladurías.

El rubio Volkgang desvió la mirada hacia Gerhart.

—El hechicero de la orden Brillante, Gerhart Brennend —dijo. Varios de los comandantes sentados en torno a la mesa murmuraron su asentimiento.

—Gerhart Brennend, acercaos —ordenó Valmir.

Con expresión reacia, el hechicero se adelantó.

—También yo he estado trabajando bajo la errónea impresión de que habíais acudido a Wolfenburgo para contribuir a la salvación de nuestra ciudad —dijo el elector—. ¿Acaso no es así?

Había muchas cosas que el hechicero de la orden Brillante tenía ganas de decir acerca de los comandantes de la ciudad.

—En absoluto, mi señor —replicó en cambio—. He ocupado mi lugar sobre las almenas durante los ataques. Pero como ya he explicado al capitán Volkgang y a sus colegas comandantes —Gerhart lanzó una venenosa mirada a su crítico—, el flujo de los vientos de la magia no ha sido favorable para mí.

—Pero en pleno verano —señaló Baldo Weise—, yo habría creído que vuestra magia estaría en su época de mayor potencia.

—Y así debería ser —admitió Gerhart—, pero han aumentado las alteraciones de las que hablé a mi llegada y, en cualquier caso, el epicentro de sus efectos absorbentes se ha acercado más a Wolfenburgo. Eso está dificultando el uso de la magia. Existe el peligro de que cualquier hechizo que se haga sea algo... errático y tenga efectos desafortunados para nuestro propio bando.

—¡Excusas! —graznó Franz Fuhrung.

—No espero que un mero soldado entienda cómo funcionan las Artes Magicae —se mofó Gerhart, cuyo enojo iba en aumento.

—Hemos visto escasa demostración de ese grandioso poder que vos supuestamente manejáis —volvió a intervenir Volkgang—, y habéis tenido el descaro de criticar las tácticas que nosotros hemos elegido y condenar la línea de acción decidida por este consejo. ¡De hecho, deberíais estar batallando a nuestro lado para hacerla funcionar!

—¡Caballeros, ya basta! —dijo el conde elector, que intervino antes de que la reunión se transformara en una batalla de gritos.

Se volvió a mirar a Baldo Weise que, como antes, se hallaba sentado a la derecha de su señor.

—Señor chambelán —dijo Valmir, cuya voz había recuperado un tono sosegado—, ¿ha habido alguna otra noticia de los refuerzos que esperamos?

—Me temo que no, mi señor —replicó Baldo, con semblante tan severo como siempre—. Al parecer, los Vengadores del barón Gruber fueron los últimos que lograron pasar antes de que el enemigo le cerrara el paso a cualquier otra ayuda que pudiera llegarnos.

—¿Aún no hay noticias de Kislev?

—No, mi señor. Parece que tienen sus propias batallas que librar.

—¿Y qué hay de la caravana de cañones de Schmiedorf? —insistió Valmir—. Había abrigado la esperanza de que algunos de los caballeros de la Sangre de Sigmar habrían sobrevivido, con independencia de lo que le hubiese acontecido a su compañía. Había un hechicero que viajaba con la caravana de cañones, ¿no es verdad?

—Sí, mi señor —confirmó el chambelán, mientras consultaba un rollo de vitela que tenía sobre la mesa, ante sí—, de la orden Dorada: un alquimista metalúrgico llamado Eisen Zauber.

—Si la caravana de Schmiedorf pudiera llegar hasta las líneas de la retaguardia enemiga, lograría abrirse paso desde detrás, pillando a los bárbaros por sorpresa y debilitándolos al mismo tiempo —sugirió Udo Bleischrot, como si pensara en voz alta—. Una acción como ésa incluso podría poner fin al cerco.

—En ese caso, es imperativo enviar una partida de exploradores para que localicen a los refuerzos que esperamos —dijo Valmir, con un ligerísimo asomo de emoción en la voz—. Un reducido destacamento de penetración que pueda eludir al enemigo que se halla ante nuestras puertas y viajar subrepticiamente hasta su objetivo.

—¿Puedo hablar libremente, mi señor?

—Por supuesto, capitán Fuhrung, adelante. Hablad con toda la libertad que deseéis.

—La idea es buena en principio, pero no puedo prescindir de ninguno de los hombres de mi guarnición. Su número ha sido severamente mermado por los ataques enemigos, y muchos yacen en la enfermería, recuperándose de las heridas e infecciones.

—Ya veo —dijo Valmir, al tiempo que apoyaba los codos sobre la mesa y unía las puntas de los dedos ante el rostro—. Capitán Fuhrung, ¿qué me decís de la guardia del palacio?

—Está en la misma situación, mi señor.

—Mis caballeros son necesarios aquí, mi señor Valmir —dijo Siegfried Herrlich bruscamente, antes de que se lo preguntaran siquiera.

—En ese caso, parece que tendremos que pedirles ayuda a nuestros amigos una vez más —concluyó el conde elector, dirigiéndose a los hombres que se encontraban de pie en torno a la sala y escuchaban atentamente.

Un hombre que tenía todo el aspecto de un veterano imperial avanzó un paso saliendo del grupo que se alineaba contra las paredes de la cámara del consejo. Tenía el pelo cano aunque, a juzgar por su estado físico, le quedaban unos cuantos buenos años de lucha activa. Las cinceladas facciones de su rostro llevaban con orgullo las cicatrices de la batalla. La imagen de una rugiente cabeza de león destelló en la luz de las velas y antorchas colocadas en las paredes al salir el guerrero de las sombras donde había permanecido.

—Ofrezco voluntariamente a mis hombres para esa misión —dijo con tono de seguridad, al tiempo que se inclinaba respetuosamente ante el conde elector. Ése era un hombre habituado a la política de la guerra y la etiqueta cortesana, así como a sus aspectos prácticos—. Mis hombres son veintidós, y no encontraréis en todas las provincias del Imperio un regimiento de alabarderos más efectivo, mi señor.

—Gracias... eh...

—Reimann, señor. Capitán Karl Reimann, de la compañía mercenaria de Reikland, los Campeones de Wallache, señor.

—Gracias, capitán Reimann. Me complace aceptar vuestra noble oferta.

—Mis hombres no os fallarán, mi señor —dijo el soldado al tiempo que ejecutaba un saludo militar.

Entonces habló otro que había permanecido antinaturalmente callado durante la reunión. Era el hechicero de la corte de Valmir, Auswald Strauch.

—Mi señor Valmir, ¿puedo sugerir un añadido a la partida de exploración del capitán Reimann? —preguntó el hechicero de jade.

—Por favor, hacedlo —replicó el conde elector.

—Considerando que el capitán Reimann y sus hombres se enfrentarán fuerzas malignas a quienes sus innombrables patrones han concedido una fortaleza antinatural... —En este punto los sacerdotes ejecutaron todos los gestos protectores y las bendiciones de sus respectivas órdenes—, sería prudente enviar con ellos a alguien versado en las artes mágicas para que los protegiera de los viles poderes de disformidad de los amantes de demonios.

Gerhart sintió que un gélido escalofrío le recorría la columna vertebral y le hacía un nudo en el estómago. Sabía qué se avecinaba antes incluso de que el elector le preguntara a Auswald Strauch a quién tenía en mente.

—Pues, a nuestro honrado huésped, Gerhart Brennend, quien tan apasionadamente desea ver nuestra ciudad a salvo de la destrucción a manos de la horda que aguarda ante nuestras puertas.

—Una excelente sugerencia —declaró Valmir, al tiempo que daba una palmada sobre la mesa. Un esbozo de sonrisa arrugó sus labios—. ¿Qué decís vos, hechicero?

—Mi señor, mi lugar está dentro de la ciudad —protestó Gerhart—. Es aquí donde puedo hacer mayor bien.

—Pero antes nos aconsejasteis que saliéramos a luchar con el enemigo —le recordó Valmir.

—Eso fue entonces, mi señor. Las cosas han cambiado desde que se decidió el curso de esta guerra. ¡Realmente, debo protestar!

—¡Brennend! —gruñó el conde elector con tono tenebrosamente amenazador—. Os recordaré lo que dije en la reunión anterior. Sólo permaneceréis aquí mientras yo lo permita. Acompañaréis al capitán Reimann y a sus hombres en la misión que van a emprender, porque están obrando, en efecto, poderes siniestros, y es posible que lleguen a necesitar alguna forma de protección mágica durante su viaje. ¿Aceptáis, o tendré que acusaros de traición y trataros en consecuencia?

Gerhart sabía cuándo había sido derrotado. La cólera hacia el mago de la orden de Jade hervía bajo su sereno exterior.

¿Qué estaba haciendo Strauch? Los hombres como ellos deberían trabajar juntos para apoyarse entre sí. ¿Acaso no se daba cuenta? Era obvio que el hechicero del conde Valmir jamás se había encontrado con un hombre como Gottfried Verdammen.

—Acepto, mi señor.

—Bien. En ese caso, no veo razón para más demoras. Capitán Reimann, os prepararéis para partir de inmediato.

—Sólo una pregunta, mi señor —volvió a intervenir Gerhart.

—¿De qué se trata?

—¿Cómo saldremos de la ciudad sin que nos vea el enemigo?

—No os preocupéis —dijo Konrad Kurtz, el especialista en asedios de Wolfenburgo—. Eso dejádmelo a mí.

* * *

—Aquí está —dijo Konrad al tiempo que señalaba la alcantarilla y el arco de piedra enlucida de no más de una vara de altura situado en el muro de la cámara de la mazmorra.

El estrecho túnel parecía un desagüe. Las baldosas que lo recubrían estaban revestidas de algas mojadas, y en el interior había un constante goteo de agua. A la oscilante luz de antorcha, Gerhart no veía más que oscuridad.

—¿Es esto? —preguntó el hechicero, pasmado.

—Esto es —confirmó Konrad—. No os preocupéis. En cuanto el túnel comienza a descender, el techo asciende. Podréis hacer la mayor parte del recorrido caminando y erguidos.

—¿Y el túnel nos llevará directamente al exterior de la ciudad? —preguntó Karl Reimann. Sus hombres estaban preparados y aguardaban detrás de él, en apretada fila.

—Tiene unos tres kilómetros de largo. Desemboca en una cueva natural que hay en la base de una colina boscosa situada al sur. Nuestros observadores de las murallas dicen que los árboles de esa zona han quedado intactos. El campamento nórdico más próximo parece estar situado a casi un kilómetro de distancia, entre Wolfenburgo y la salida del túnel. Deberíais poder evitar a las fuerzas del Caos sin mucha dificultad.

—Gracias, amigo mío —dijo Karl, al tiempo que estrechaba firmemente la mano del ingeniero de asedios.

—Tomad, necesitaréis esto —declaró Konrad, y le entregó al soldado una linterna ciega.

Karl entró en la boca de alcantarilla.

—Buena suerte.

—Por las barbas de Thyrus Gormann, algo me dice que vamos a necesitarla —comentó Gerhart mientras se metía por el desagüe y desaparecía en la oscuridad.