6
Consejo de guerra
Con el paso de la primavera al verano la tierra es vivificada, la savia fluye en los árboles, las flores dan paso a los frutos, y la Espiral de la Vida surge otra vez del suelo. Ocupaos de los bosques y praderas y burbujeantes arroyos, porque en ellos reside nuestro poder y nuestra fuerza. Un hombre que olvida estoy abandona la naturaleza, se condena a muerte.
De El Calendario de Wulfhir
A finales de la primavera ya no quedaba duda alguna de que estaba creciendo una tormenta del Caos como no había presenciado jamás ningún hombre vivo. A Wolfenburgo habían llegado noticias de que las hordas del Caos estaban abriendo una sangrienta senda a través de Kislev, y ahora las fronteras septentrionales sentían el aguijonazo de las espadas enemigas. Así fue como, cuando la primavera daba paso al verano, Valmir von Raukov, conde elector de Ostland y príncipe de Wolfenburgo, convocó un consejo de guerra.
* * *
Wolfenburgo.
Situada sobre una colina, por encima de un meandro del río, consistía en un sombrío conglomerado de torres y murallas grises que rodeaba una miríada de edificios antiguos. Era una ciudad que había resistido durante siglos los estragos del tiempo y los ejércitos invasores y jamás había caído. Dominando la ciudad antigua había un castillo, una inexpugnable fortaleza gótica con algunas secciones tan antiguas como el propio Imperio.
Un aire de solemnidad flotaba sobre la cámara del consejo del castillo de Wolfenburgo. Reinaba el silencio mientras los dignatarios se reunían en torno a la gran mesa para digerir las noticias que acababan de recibir. El mensajero de semblante pálido, exhausto por la desenfrenada cabalgata, permanecía con ceremoniosa ansiedad junto al conde. Resultaba obvio que estaba deseoso de ser despedido para poder retirarse y entregarse a un muy necesario descanso.
Nadie habló durante largos segundos. Fue el señor chambelán, Baldo Weise, quien finalmente rompió el silencio.
—¿Aachden ha caído? —preguntó el anciano, atónito.
—Eso parece —confirmó Valmir von Raukov, al tiempo que miraba por encima del hombro al mensajero, que asintió rápidamente.
—¿Primero Zhedevka y ahora Aachden? En ese caso, ya nada se interpone entre las hordas bárbaras y nuestra bella ciudad de Wolfenburgo —opinó el capitán Volkgang, de la guardia del palacio.
—Así es.
El inclemente tiempo que había castigado a la población de Ostland durante tantas semanas había dado paso a cielos más limpios y brillantes y días más tibios. Con el final de la primavera, parecía que el verano volvería a abrirse como una madreselva, dorado y dulce.
Y sin embargo, llegaban historias terribles desde el norte: historias de asesinato y pillaje, de desorden y destrucción, del avance de los servidores del mal, del alzamiento del Caos.
Valmir von Raukov observó a los que estaban reunidos en torno a la mesa. Sus consejeros incluían a hombres de acción, pero también a hombres de pensamiento. Entre ellos había tanto comandantes militares como sabios eruditos.
A la izquierda de Valmir estaba Baldo Weise, el señor chambelán del conde elector, cuyos sabios consejos habían resultado indispensables a lo largo de los años. Peinaba el escaso cabello gris hacia atrás, y el severo corte de su barba, combinado con la expresión preocupada de sus rasgos aquilinos, conferían al chambelán un aspecto aún más severo.
Luego estaba Siegfried Herrlich, gran maestre de los caballeros de la orden de la Montaña de Plata, que tenían su templo en la ciudad. Siegfried era un soldado con muchos años de experiencia, además de un estratega consumado. Con su brillante armadura y montado a lomos de su caballo de guerra negro, espada en mano, constituía una figura imponente que en el campo de batalla inspiraba a los hombres que luchaban a su lado. Sin la armadura no resultaba en nada menos imponente: el cabello casi blanco de las sienes hundidas y las arrugas de la edad que recorrían el tenso rostro maduro le conferían un aire de distinción. Era una grandiosa figura de autoridad y nobleza, en nada afectada por los atributos negativos de la vejez.
A su lado, el capitán Franz Fuhrung, comandante de la guarnición de la ciudad. Franz había logrado su puesto sólo a causa de su habilidad, ascendiendo por los diferentes grados del ejército de Wolfenburgo hasta llegar a capitán, momento en que se le entregó la responsabilidad de las unidades del ejército regular de Ostland que guarnecían la ciudad. Si la urbe era puesta bajo asedio, serían los soldados de su guarnición los que conformarían la columna vertebral de las defensas de la ciudad antigua. Su uniforme estaba dividido en cuatro cantones blancos y negros, como el atuendo que sus hombres llevaban en batalla.
Otros miembros del consejo incluían al habitualmente taciturno capitán Volkgang, de la guardia del palacio; el tosco aunque eficaz Udo Bleischrot, oficial de artillería de la ciudad, y a Konrad Kurtz, ingeniero especialista en asedios, cuyos expertos conocimientos contribuirían a defender la ciudad en caso de que Wolfenburgo fuese sitiada.
A la derecha de Valmir se sentaba el consejero de Wolfenburgo en temas de magia, el hechicero de batalla llamado Auswald Strauch, de la orden Jade. El hechicero se destacaba entre todos los demás por su estrafalario atuendo.
En opinión de Valmir, tenía el aspecto de uno de los druidas que se rumoreaba que vivían en la salvaje isla de Albión, allende las peligrosas aguas azotadas por las tormentas del Mar del Caos. Su ropón era del color del musgo húmedo, y estaba decorado con complejas formas de espinas de zarza. Llevaba hojas de árbol prendidas a la capa y atadas con bramante al recio báculo de madera de arce que descansaba contra el respaldo de su silla, siempre al alcance de la mano. El extremo superior del báculo lucía uno de los símbolos de la orden Jade, un muelle de cobre batido en forma de espiral. Otros amuletos pendían del cuello de Auswald mediante tiras de cuero y cadenas de oro.
El hechicero tenía la capucha del ropón echada sobre la cabeza con el fin de mantener bajo control su abundante melena de ingobernable cabello castaño. Al igual que muchos de los que se dedicaban a la práctica de la magia, Auswald tenía una espesa barba larga color nuez con mechones grises.
Desde donde estaba sentado, Valmir podía ver la hoz ceremonial que el hechicero llevaba metida en el cinturón. Aunque la usaba para ciertos hechizos, la hoz era también un arma eficaz. Valmir sabía que Auswald estaba habituado a caminar descalzo, cosa que, según él, le ayudaba a canalizar los vientos de la magia.
Una ausencia notable en el consejo era la del capitán Jurgen Enrich, comandante de la sección de caballeros pertenecientes a la orden de la Sangre de Sigmar. Hacía ya un mes que el capitán Enrich había partido. Resultaba difícil predecir cuánto tiempo necesitarían para concluir el recorrido, pues su avance se vería enlentecido por los bueyes que tiraban de los grandes carros de los cañones. Valmir comenzaba a preguntarse si no se habría precipitado al permitir que los caballeros de la Sangre de Sigmar se marcharan con el antiguo estandarte de guerra de la ciudad.
El conde elector se acarició el largo bigote colgante.
—La época que hemos estado previendo, casi ha llegado ya.
* * *
Tenía la esperanza de que no llegaría, pero si Aachden ha caído, Wolfenburgo muy bien podría ser el siguiente objetivo.
—¿Y aún no hay noticias del capitán Enrich ni de la cabalgata que viene desde Schmiedorf? —preguntó Udo Bleischrot.
—¡Por los huesos de Sigmar, no! —gruñó Valmir.
—Pero llevaban el estandarte de Wolfenburgo con ellos —dijo Baldo.
—Ya lo sé —replicó Valmir, malhumorado.
—La leyenda dice que si la ciudad es atacada sin que el estandarte esté presente, caerá.
—¡Lo sé! —gritó Valmir con voz cortante, al tiempo que descargaba sobre la mesa los puños cerrados.
—Eso no es nada más que una tontería supersticiosa —objetó Siegfried Herrlich.
—¿De verdad? —gruñó Valmir, volviéndose hacia el gran maestre—. El estandarte de Wolfenburgo es una de las más antiguas reliquias de nuestra ciudad y de Ostland. Con independencia de cualquier otro poder protector que pueda conferirles a las torres y murallas de nuestro bastión, es un símbolo de esperanza ante la adversidad.
—En ese caso, si se ha perdido, lo mismo sucederá con la moral de nuestro pueblo. Una población desmoralizada...
—¡Si eso ocurre, será como si Wolfenburgo hubiese caído ya! —Baldo habló como si pensara en voz alta.
—¡Por encima de mi cadáver! —bramó Valmir—. Wolfenburgo se ha alzado durante siglos como bastión de las defensas del Imperio. Hemos contenido la marea del Caos y repelido a quienes quisieron asolar los territorios del Imperio en más ocasiones de las que desearía recordar. ¿Por qué ahora tendría que ser diferente? ¡Nos enfrentaremos con los enemigos y los expulsaremos de nuestras tierras!
La atención de Valmir fue bruscamente atraída por una conmoción que se formó ante la puerta de la cámara del consejo, y por una acalorada discusión en voz baja.
—Estaremos preparados para cualquier cosa que el enemigo lance contra nosotros, eso puedo asegurároslo, mi señor —dijo Konrad Kurtz.
Valmir oyó el taconeo de botas sobre las losas de piedra del piso de la cámara. Sin duda habían dejado entrar a otro mensajero.
—No debemos preocuparnos —dijo con tono tranquilizador Auswald Strauch, hechicero de la orden Jade—. El estandarte protegerá al capitán Enrich y a sus hombres. Regresarán, y con la caravana de cañones. Entonces nuestra ciudad será reforzada y quedará preparada para enfrentarse con el enemigo y repelerlo.
—¿Eso es lo que haríais vos? ¿Sentaros a esperar que acabe el asedio? —dijo una voz malhumorada desde detrás del conde elector.
El consejo se volvió en pleno para mirar a quien había invadido su santuario. Hacia la mesa avanzaba a grandes zancadas un hombre de apariencia desgreñada y sucia que Valmir calculó que acababa de entrar en la mediana edad. Junto al desconocido, e intentando seguirle el paso, había un hombre cuya librea lo distinguía como capitán de la guardia.
En su apariencia general y vestimenta, el desconocido se parecía a Auswald Strauch. Pero mientras que el ropón del hechicero de la orden Jade era verde, el del recién llegado era rojo. Mientras que el báculo de Auswald estaba rematado por un símbolo de cobre batido, el báculo del otro hombre carecía de ornamentos. De hecho, parecía tener la punta quemada. Y mientras que el hechicero de Valmir llevaba una hoz de plata, el recién llegado llevaba una espada envainada a su costado.
El conde elector tendría unas palabras con aquel estúpido capitán de la guardia que había permitido que un desconocido armado entrara en la cámara del consejo. No obstante, por el momento tendría que dejar pasar el asunto. La llegada de este extraño lo intrigaba, y si el hombre de ropón rojo intentaba algo, no tardaría en lamentarlo.
Valmir vio conmoción, sorpresa, indignación y suspicacia en los rostros de todos los consejeros, y observó sus reacciones con interés.
—¿Qué significa esta interrupción? —exigió saber Siegfried—. Éste es un consejo de guerra privado.
Otros de los que se hallaban en torno a la mesa mascullaron frases similares.
—Y el consejo de un hechicero en un momento de guerra puede ser tan decisivo como la espada de un soldado —respondió el desconocido.
—El conde elector ya es bien consciente de eso —intervino Auswald. El hechicero ataviado de rojo se volvió a mirar al hechicero de la orden de Jade, pero su expresión no cambió.
—Como podéis ver —dijo el conde elector, al tiempo que hacía un gesto hacia el hechicero de la orden de Jade que estaba sentado a su derecha.
Valmir vio que Auswald Strauch lanzaba ceñudas miradas asesinas al advenedizo desconocido. Ya percibía la rivalidad existente entre ambos.
—¿Quién sois y cómo habéis entrado aquí? —preguntó Valmir, con una voz tan fría como las estepas kislevitas en invierno y tan cortante como una esquirla de hielo partida.
—Mi nombre es Gerhart Brennend. Soy un mago de fuego de la orden Brillante, portador de las llaves de Azimuth, y logré acceso a este consejo al contarles a los guardias de la puerta lo que estoy a punto de contaros a vosotros —respondió el desconocido con un tono de voz que sugería que estaba habituado a que lo escucharan.
Valmir volvió a atusarse el largo bigote.
—Adelante, entonces —dijo pasado un momento—. Contadnos lo que sospecho que serán noticias calamitosas.
—He viajado muchas leguas y arrostrado muchos riesgos para venir a advertiros del terrible peligro con que se enfrenta vuestra ciudad —dijo el desconocido—. Creo que en el norte se está concentrando una tormenta del Caos como no ha sido vista en el Imperio durante más de trescientos años. Avanza en esta dirección y Wolfenburgo está justo en su trayectoria.
Los augurios hablan de una calamidad inminente para Wolfenburgo, Ostland e incluso el Imperio, a menos que pueda contenerse a tiempo la marea del Caos.
»Muchas ciudades y pueblos han caído ya ante las inmundas maquinaciones de los Poderes Siniestros. Aquí debe presentarse una resistencia decidida y firme, y os ofrezco mi ayuda para rechazar a las hordas enemigas.
—¡Esto es ridículo! ¡No puedo creer lo que oigo! —estalló de repente el hechicero de la orden de Jade, furioso—. Este hechicero de fuego vagabundo es un completo desconocido para nosotros, no tenemos prueba alguna de su identidad, ¿y está intentando decirnos cómo defender nuestra ciudad? Aquí no tiene nada que hacer, ninguna autoridad. Está inmiscuyéndose en una reunión secreta de la naturaleza más delicada, ¿no es así?
Por todos los dioses, podría ser cualquiera. ¡Incluso podría ser un servidor de los Poderes Siniestros! ¡Exijo que sea expulsado de esta reunión antes de que haga algo más para confundirnos!
—He defendido muchos asentamientos contra los enemigos de la humanidad y los servidores de la oscuridad —contestó Gerhart Brennend, con una voz en la que resonaba claramente el enojo—. ¿Cómo os atrevéis a sugerir que yo podría ser uno de esos monstruos de negro corazón que siguen a los poderes malignos?
—Mi señor, por favor. ¡Arrojad fuera a este hombre ahora mismo! —insistió Auswald.
—¡Ya basta! —bramó Valmir, perdiendo la paciencia—. Y vos pretendéis decirle a vuestro conde elector lo que debe hacer ahora, ¿verdad? —preguntó Valmir con tono de desafío al tiempo que alzaba una ceja mirando a su hechicero de corte.
Auswald no dijo nada más, pues sabía que no era conveniente despertar la furia del campeón de Ostland, azote de los Barbasson y matador del Creador de Bestias. Bajó los ojos.
El conde elector había dejado claro que el asunto estaba en sus manos.
—¿Y vos —dijo Valmir al hechicero de fuego—, vos entráis aquí exigiendo que os escuchemos y hagamos lo que nos decís? No nos habéis contado nada que no sepamos ya. Os advierto que aún estáis aquí sólo porque yo lo he permitido. Si tenéis algo que compartir con el consejo, decidlo. Pero recordad cuál es vuestro sitio, hechicero.
El hechicero Gerhart no pareció acobardado, y fijó sus ojos en la intensa mirada del conde elector. Ninguno de los dos apartó la vista mientras el mago de fuego respondía a la regañina de Valmir.
—No hablo basándome sólo en mi propia experiencia y descubrimientos, sino también en las investigaciones de un conocido miembro de la orden Celestial, Kozma Himmlisch. Hablo de plaga, mutación, incursiones de hombres bestia, de la malignidad de Morrslieb y la corrupción de hombres buenos por parte de los poderes de la oscuridad. Hablo de alteraciones en los vientos de la magia como no las he conocido jamás, y que me hielan hasta los tuétanos. A menos que aquí opongamos resistencia a las fuerzas del Caos, el camino quedará abierto para que marchen hacia el centro del Imperio y le arranquen el corazón.
—¿Pensáis que no nos hemos percatado de esas alteraciones en el flujo de los vientos de la magia, estando tan cerca como estamos de las tierras del norte? —le espetó Auswald—. ¡Yo mismo he detectado ya esos trastornos!
—¿Y qué habéis hecho al respecto, entonces?—preguntó Gerhart con una voz peligrosamente calma.
A Valmir le resultó evidente que el hechicero de la orden de Jade había quedado desconcertado por la hábil respuesta del mago de fuego.
—¿Qué queréis decir con eso de qué he hecho al respecto? ¿Qué puede hacer nadie al respecto?
—Yo había pensado que alguien de vuestra posición habría pasado a investigar qué medidas podían tomarse para acabar con esas alteraciones, o al menos para fomentar la concentración de los vientos o almacenar su energía de algún modo —explicó Gerhart con un tono que continuaba siendo totalmente razonable—. Pero no querría enseñarle su oficio a un hechicero de corte.
—Wolfenburgo permanece siempre en estado de alerta —intervino repentinamente Franz Fuhrung—. Mis hombres están entrenados y preparados para cualquier cosa que el enemigo pueda echarnos encima.
—Estamos profundamente preocupados por las noticias que nos llegan diariamente desde el norte —dijo Valmir, reafirmando su autoridad—. Son la razón de esta reunión y el propósito de este consejo de guerra.
—Mi señor, os ruego que tengáis paciencia —pidió Gerhart. Valmir reparó en que el hechicero había recordado, al fin, mostrar una cierta etiqueta cuando le dirigía la palabra—. ¿Pero qué consejo se ha dado ya? ¿Qué tiene que decir sobre el tema vuestro hechicero de corte, por ejemplo?
—¿El hechicero? —dijo Siegfried atropelladamente, incapaz de contenerse—. ¿Por qué iba el príncipe a consultar a un mago sobre estos asuntos?
—Supongo que él, al igual que yo, es un hechicero de batalla, ¿no es cierto? —insistió el hechicero de la orden Brillante—. Alguien formado en las ciencias de la guerra tanto como en las de la magia. ¿Acaso no es así, mi señor?
Valmir volvió a mirar al hechicero de la orden de Jade con una inquisitiva ceja alzada.
—Bien, ¿cuál sería vuestro consejo, Strauch? —preguntó.
—Yo... bueno... —tartamudeó Auswald, con torpeza.
—¿Sí?
—Mi señor, mi consejo sería que aguardemos al enemigo aquí. Llamemos a la población de las inmediaciones para que se reúnan con nosotros en la seguridad de las murallas de nuestra fuerte ciudad, y luego incrementemos las defensas de Wolfenburgo mientras esperamos a la horda del Caos.
Valmir dirigió una inquisitiva mirada hacia Gerhart. El mago de fuego lo intrigaba. Era obvio que hablaba en serio, y tenía algo que sugería que las historias que había contado eran más que simples palabras, que eran una ventana hacia la verdad.
—¿Y qué sugeriríais vos, hechicero? Estáis ansioso por oír lo que otros tienen que decir pero, dadme vuestra opinión, ¿qué nos aconsejaríais hacer?
—Yo saldría a luchar contra el enemigo —respondió el hechicero de la orden Brillante sin dudarlo un momento—. Reuniría las fuerzas dentro de las murallas de la ciudad y saldría al encuentro de la horda que avanza, deteniéndola antes de que tenga la oportunidad de atrincherarse.
—¿Y dónde habéis adquirido vuestros conocimientos de táctica? —preguntó Valmir con calma pero de modo inequívoco.
—He visto batallas en multitud de campos, salvaguardando a nuestro noble Imperio de sus enemigos. Estuve con la hueste de Eberhardt Eisling en la defensa de la Puerta de Gastmaar. Luché junto a los Harnhelms de Averland en la batalla del Campo de Morrfenn —dijo el hechicero con orgullo, al tiempo que erguía la espalda y sacaba pecho—. Cabalgué con el conde Verschalle contra los escamosos pieles verdes en la victoriosa carga de sus caballeros de la Guardia del Reik. ¿Debo continuar?
—¿Y a pesar de todo eso queréis hacernos actuar como impacientes estúpidos impetuosos que se lanzan de cabeza hacia la muerte contra la horda del Caos? —preguntó Franz Fuhrung a bocajarro.
—A pesar de vuestras afirmaciones, da la impresión de que os engañáis un poco en lo que respecta a las cuestiones de la guerra, señor. Cuestiones que no pueden resolverse tan fácilmente —dijo Baldo, con un desprecio evidente en la voz—. Si es que pueden resolverse.
—¿Qué encontráis tan sorprendente en el hecho de enviar a soldados entrenados a luchar para que salven a vuestra ciudad? —contestó Gerhart, con tono desafiante.
—No contamos con todos nuestros efectivos —dijo Franz—. Una de nuestras órdenes de caballería ya ha salido para ayudar a traer refuerzos para nuestras murallas. Pero el que seamos menos no tendrá importancia si luchamos desde las almenas de las poderosas murallas de Wolfenburgo.
—Nuestras defensas de asedio mantendrán a raya al enemigo —declaró Konrad Kurtz, confiado.
—Y nuestros cañones harán un buen trabajo contra cualquier máquina de asedio que el enemigo pueda tener para amenazarnos —añadió Udo Bleischrot, malhumorado.
—Las murallas de Wolfenburgo resistirán.
—Es como ya he dicho —intervino el anciano gran maestre—. Deberíamos salir a enfrentarnos con el enemigo. Mis caballeros están preparados para cabalgar en cuanto se dé la orden. Sólo tenéis que darla, señor Raukov.
—Este asunto está lejos de quedar resuelto —dijo el conde elector, al fin—. Como soldado, una parte de mí piensa que deberíamos salir a enfrentarnos con el enemigo, y sin embargo, como señor y protector de esta antigua ciudad, pienso que deberíamos quedarnos y enfrentar al enemigo desde una posición de fuerza.
—Mi señor... —intervino el hechicero de la orden Brillante, pero fue acallado bruscamente por un gesto de Valmir.
—Ya hemos oído lo que teníais que decir, hechicero. Y debo reconocer que vuestras palabras de advertencia me intrigan. Como resultado de eso, podéis permanecer en este consejo, pero aún queda mucho por debatir.
—Con todo el respeto, mi señor —dijo Auswald, echando humo, con la cara ahora del mismo color que el ropón del piromante—, ¿por qué le estamos otorgando a un total desconocido un lugar en esta reunión? ¡Debería habérsele expulsado en cuanto se abrió camino hasta aquí con sus trucos!
—¡Vigilad vuestra lengua! —le espetó el conde elector con escalofriante vehemencia—. También vos haríais bien recordando cuál es vuestro lugar.
Se oyó un estruendo y la puerta de la cámara se abrió de golpe. Todos se volvieron a mirar quién los molestaba ahora.
—Esto es absurdo —comenzó a decir Siegfried Herrlich.
—¡Mis señores! —jadeó un desesperado mensajero sudoroso que trastabilló al detenerse. Luego recordó hacerle una reverencia al consejo reunido.
—En el nombre de Sigmar, ¿qué es esto, muchacho? —exigió saber Valmir, cuya silla raspó las losas de piedra del suelo cuando la echó atrás para levantarse.
—¡Mi señor, uno de los caballeros ha regresado! —dijo atropelladamente el mensajero.
—¿Uno de los caballeros? ¿Los caballeros de la Sangre de Sigmar?
—Sí, mi señor. Por favor, venid, pronto.
Sin más vacilaciones, Valmir salió a grandes zancadas de la cámara del consejo.
Los observadores que se encontraban en las almenas del castillo de Wolfenburgo y sobre la torre de guardia de la puerta de la ciudad pudieron ver a la figura que galopaba hacia ellos en la brillante luz del sol. El caballo que llevaba a la figura acorazada corría como si lo persiguieran los demonios, como un animal poseso. De sus retraídos labios manaba saliva espumosa. Resultaba evidente que el jinete no tenía un control absoluto del corcel.
Estaba claro que el jinete era un caballero, eso sí. Parecía cabalgar con los brazos extendidos y la cabeza echada hacia atrás.
Cuando el caballero y su aterrorizado corcel se aproximaron a las murallas de Wolfenburgo por el polvoriento camino, los observadores pudieron ver que el paladín había perdido el casco, y que el tabardo que llevaba sobre la armadura estaba empapado en sangre. Tan abundante era ésta, que volvía casi invisible el dibujo bordado del mismo.
No fue hasta que el caballo estuvo casi en la puerta, que los observadores vieron la tosca cruz de madera que había sido atada a la silla de la montura, detrás del caballero. Vieron los clavos que le atravesaban las manos, y las cuerdas empapadas en sangre que le rodeaban muñecas y cuello.
El hombre había sido crucificado y estaba muerto.
Y así, en los días que siguieron, la antigua ciudad de Wolfenburgo se preparó para el asedio. El pueblo se sintió conmocionado por el regreso del caballero crucificado. Muchos de los miembros del consejo de guerra se habían sentido justificados para darle su apoyo al hechicero Auswald Strauch, nombrado por el conde. Al igual que, al final, hizo el propio conde.
Bajo la dirección de Konrad Kurtz, los leñadores comenzaron a despejar grandes extensiones de árboles que lindaban con la ciudad antigua, para gran desazón del hechicero de la orden de Jade. Pero, como le explicaron al encolerizado mago, que temía que aquella limpieza le impidiera canalizar su magia, había que cortar los árboles para eliminar la protección que podrían hallar en ellos las fuerzas atacantes. La madera resultante también era necesaria para llenar las leñeras de Wolfenburgo.
Y se necesitaría combustible adicional para hervir aceite, calentar las forjas y cosas por el estilo. Nada se desperdiciaría.
También se envió un llamamiento a las ciudades circundantes para pedir refuerzos que contribuyeran a defender la ciudad centinela. Incluso salieron mensajeros a las otras provincias, mediante los cuales Valmir von Raukov pedía a sus hermanos condes electores que le enviaran tropas para aumentar la guarnición de la urbe.
Mientras el consejo aguardaba las noticias de auxilio, Udo Bleischrot supervisaba los preparativos de los cañones y bocardas. Con la ayuda de Konrad Kurtz preparaban otras defensas menos técnicas, como aceite hirviendo, piedras sujetas por eslingas para dejarlas caer en el momento oportuno, y catapultas situadas sobre la muralla.
Entre tanto, se despejaba el bosque situado ante las murallas de la ciudad.
Pero a pesar de todas las explicaciones que le habían dado, la pérdida de hectáreas de bosque, con su propensión a atraer el viento de Ghyran, llenaba a Auswald de malos presagios.
Al cabo de una semana, el hechicero de la orden de Jade tuvo la certeza de sentir que su propio poder se debilitaba.
* * *
El capitán Karl Reimann alzó la cabeza para mirar con su único ojo sano hacia las imponentes murallas de la ciudad centinela. Su destacamento de soldados se detuvo en seco detrás de él, sobre el pedregoso camino. Estandartes y pendones flameaban sobre las almenas.
El camino hasta la muralla estaba atestado por masas de campesinos que buscaban refugio. Habían abandonado sus hogares de los poblados exteriores, aunque no estaba claro si lo hacían por temor o porque seguían el consejo de los mensajeros, pero tenían que estar disponibles para luchar en caso necesario.
Detrás del veterano soldado, el camino estaba llenándose de más campesinos y animales. También había una serie de carretas cubiertas, una de las cuales lucía la divisa de la Iglesia de Sigmar sobre la lona. Entre la muchedumbre había jinetes solitarios.
La compañía mercenaria de Reikland, los Campeones de Wallache, habían estado entre los primeros en responder a la súplica de ayuda de la ciudad. La unidad de Karl había sido seleccionada por el general Wallache para encaminarse al norte, mientras el resto de la compañía se dirigía al este para repeler los ataques de los merodeadores pieles verdes.
Karl suponía que sus soldados estarían entre los primeros refuerzos que llegaban a Wolfenburgo. Ciertamente, su presencia en la cola de entrada había provocado una cierta emoción y bastantes discusiones entre la multitud que esperaba y avanzaba lentamente.
Karl era una figura de imponente poder imperial: su armadura estaba pulimentada hasta brillar. En la coraza lucía una cabeza de león rugiente bajo la cual figuraba la palabra «SIGMAR» en letra adornada con volutas. El pelo gris blanquecino muy corto, el fino bigote y la cara surcada de cicatrices le conferían un aire distinguido. La órbita blanca de su ojo ciego parecía clavarse en cada hombre que tenía delante.
De no haber sido un hombre humilde, Karl Reimann habría podido llegar a decir que la llegada de su unidad había colmado de esperanza a aquella gente desesperada y agotada por la preocupación.
A unos cincuenta metros camino abajo, detrás del capitán Reimann y sus hombres, había un hombre alto que se movía torpemente entre la multitud de campesinos que se empujaban unos a otros. Iba envuelto en una pesada capa, aunque el día era caluroso. Sus andares torpes y el arrastrar de los pies sugerían que había sufrido algún tipo de herida. Viajaba solo y no hacía ningún intento por conocer a nadie.
En cambio, mientras avanzaba junto con la multitud hacia las grandes puertas y la seguridad que prometían, acariciaba algo que llevaba bien sujeto bajo la capa, y sonreía para sí.