5
La prueba de fuego
La Espada del Juicio pende ahora sobre mí, y todo cuando veo a mi alrededor es una tenebrosa red de secretos y mentiras. Secretos y mentiras.
Osrus Fogweaver antes de su ejecución como hereje a manos del Concilio de Siedlung
Gerhart abrió los ojos. No había luz alguna en la celda. A través de la diminuta arcada enrejada de un ventanuco situado a cuatro metros y medio por encima de él, lo único que podía ver eran las estrellas como alfilerazos abiertos en un arco del más oscuro azul. Podía sentir la húmeda frialdad de las piedras contra la espalda que lo dejaba entumecido de frío.
Se sentía como si la húmeda y oscura celda le hubiese sorbido el calor del tuétano de todos los huesos y, al hacerlo, lo hubiese despojado de su fuerza. Se encontraba medio sentado en un rincón de la habitación. A medida que su visión se adaptaba a la oscuridad, comenzó a distinguir objetos entre los amorfos contornos negros que tenía ante los ojos.
Delante de él, al otro lado de la celda, había unos cuantos escalones de piedra bajos que conducían hasta una sólida puerta de roble provista de bandas de hierro, con pesados goznes y una pequeña rejilla de barrotes a la altura de la cabeza. Los escalones estaban húmedos y pulimentados por años de uso.
En su prisión no había nada más que desnudas paredes de piedra, escalones y una puerta de madera. Del techo abovedado pendían oxidadas cadenas y grilletes. Quienquiera que se ocupara del mantenimiento de la celda, se tomaba el castigo muy en serio.
Podía recordar muy poco a partir del momento en que lo dejaron sin sentido de un golpe. Había habido breves períodos en los que lo habían sacudido para despertarlo a un terrible dolor de cabeza, sólo para que su mundo volviera a un uniforme tono gris momentos más tarde.
Recordaba que lo habían tendido sobre el lomo de un caballo, que lo había zarandeado hasta hacerle perder el conocimiento otra vez al alejarse al galope de la demencia del pueblo de Grunhafen. Y había sido consciente de la cabalgata a través de la oscuridad de un bosque que lo rodeaba, y del sonido de unos mastines que ladraban a lo lejos. Estaba despierto sólo a medias cuando el destacamento llegó a este poblado sin nombre donde ahora estaba prisionero. Recordaba vagamente el ruido de llaves en una cerradura, las malhumoradas protestas de toscos hombres que olían a sudor, y luego el frío entumecedor de la celda.
Un pensamiento asaltó repentinamente a Gerhart, que palpó en busca del cinturón de la espada. Había desaparecido, al igual que su báculo, aunque sus captores le habían dejado los numerosos amuletos y tótems que llevaba.
Le dolía la cabeza. No sabía durante cuánto tiempo había estado sin sentido, pero pensaba que era improbable que hubiese transcurrido mucho más de un día, ya que de lo contrario podría no haber recuperado jamás el sentido.
Hasta donde podía determinar, estaba al menos parcialmente por debajo del nivel del suelo, y por eso el lugar era húmedo y frío. De hecho, era tan gélido como una cámara frigorífica. Allí tendido, inconsciente e inactivo, los dioses sabían durante cuánto tiempo, el frío lo había despojado de una gran cantidad de su poder.
Cerró los ojos y luego volvió a abrirlos para usar su visión de hechicero. Podía ver las corrientes color azul hielo y verde escarcha de otras energías mágicas que atravesaban la oscuridad de la celda como fuegos de pantano. Los zarcillos del poder que buscaba no eran atraídos hacia los lugares oscuros, húmedos y fríos: de hecho, los entornos como aquél los repelían.
Dentro de su mente no ardía llama ninguna.
Un cálido resplandor naranja amarillento apareció de repente tras los barrotes de la rejilla de la puerta de la celda. Gerhart oyó el entrechocar de las llaves acompañado de voces bajas y susurrantes. No podía entender lo que estaban diciendo, aunque le pareció que una de las voces le resultaba familiar.
Con un chirrido de goznes oxidados, la puerta se abrió y un hombre entró en la celda, silueteado por la brillante luz de un farol que llevaba otro.
Dentro de la mente del hechicero, una lucecilla surgió en la oscuridad.
Gerhart alzó una mano para protegerse los ojos cuando el cazador de brujas se le aproximó. Además del sigmarita vestido de negro y del portador del farol, Gerhart vio otros dos personajes que se movían entre la oscilante luz y las sombras. Estos últimos siguieron al cazador de brujas al interior de la celda.
—¿Dónde estoy? —preguntó Gerhart, malhumorado.
El cazador de brujas hizo caso omiso de la pregunta.
—Atadlo —ordenó.
Gerhart se esforzó para ponerse de pie cuando los dos fornidos hombres se le acercaron, pero, en su dolorido estado de debilidad, el delgado hechicero poco pudo hacer para detener a dos hombres más fuertes que él. Lo aferraron y le sujetaron los brazos a la espalda. Le ataron una cuerda en torno a las muñecas, y la tensaron tanto que se le cortó la piel. Los lacayos del cazador de brujas levantaron a Gerhart para ponerlo de pie.
—¿Adónde me lleváis? —exigió saber el hechicero.
El cazador de brujas le devolvió una mirada de desinterés, pero no le contestó.
—¡Respondedme! —exigió Gerhart, sintiendo que la furia aumentaba en su interior.
—Llevadlo a la cámara —fue cuanto dijo el cazador de brujas, dirigiéndose a los escoltas.
Con un vigilante a cada lado, Gerhart fue sacado medio a rastras de la celda.
* * *
La celda se abrió una vez más, y Gerhart fue empujado al interior. Bajó los resbaladizos escalones dando traspiés hacia las tinieblas, y cayó de rodillas sobre el gélido piso de piedra.
La puerta se cerró de golpe detrás de él y volvieron a echar la llave. Gerhart rodó hasta quedar de lado y se contorsionó de dolor al apoyarse sobre los verdugones y magulladuras que ahora le cubrían la espalda, los brazos y las piernas.
Su cuerpo era un mapa de dolor. El sádico cazador de brujas sabía lo que hacía. Cuando otros torturadores menos expertos habrían usado carbones encendidos, hurgones al rojo y llamas para arrancarle una confesión, el cazador de brujas le había ordenado a su torturador que empleara una combinación de instrumentos romos y agua helada.
Dio un respingo al apoyar la magullada mejilla sobre las frías piedras mojadas del suelo de la celda. El tormento había durado horas mientras el cazador de brujas le formulaba calmosamente, una y otra vez, las mismas preguntas. Repetía las mismas acusaciones y Gerhart las negaba todas enérgicamente.
Las palabras del cazador de brujas resonaban en la mente de Gerhart tan claramente como los sufrimientos que el fofo torturador encapuchado de cuero le había infligido.
—¿Quién es vuestro señor? ¿A cuál de los Poderes Malignos le habéis vendido el alma?
»¿Cuándo comenzasteis a adorar a los Dioses Oscuros?
»Sois un devoto del Caos, ¿no es así?
»¿Qué hizo que le volvierais la espalda al Imperio y a Sigmar?
»¡Confesad! Sois el perro faldero de vuestros señores del Caos. ¡Confesad! ¡Confesadlo todo!
Los alaridos de sus negaciones resonaban junto con las acusaciones.
No había podido hacer nada más. Había estado atado a la mesa manchada de sangre del torturador, así que no había tenido modo de usar su magia. La cólera hervía en su interior, lo bastante ardiente para fundir metal.
Pero su resolución había sido enorme y, antes de que se quebrantara, el cazador de brujas había puesto fin al doloroso procedimiento.
Gerhart sabía cuál sería su suerte, y mientras ésta estuviese en manos del cazador de brujas de frío corazón, no podía hacer más que esperar. No obstante, si el cazador de brujas pensaba que su presa moriría en silencio, estaba lamentablemente equivocado. El sigmarita lamentaría el día en que se había ganado la enemistad de Gerhart Brennend.
Gerhart durmió con sueño inquieto y, al despertar, la gris media luz del atardecer descendía al otro lado del diminuto ventanuco enrejado.
Le dolía todo el cuerpo, tenía hambre y frío, y la cuerda que lo maniataba le irritaba la piel. La furia apenas contenida burbujeaba justo debajo de la superficie, aguardando una oportunidad para descargarse en un furioso estallido de venganza.
Al oír un entrechocar de llaves en la cerradura, Gerhart alzó el cuello con cuidado y, al otro lado de la puerta, vio el mismo resplandor anaranjado de la vez anterior.
En esta ocasión, los dos hombres entraron en la celda sin su señor. Gerhart no habló ni luchó cuando lo alzaron bruscamente para ponerlo de pie y lo sacaron de la celda de las mazmorras.
En lugar de llevarlo a la cámara de torturas, los dos guardias lo condujeron por unos pasadizos diferentes y ascendieron por el sólido edificio de piedra. Reparó en que las antorchas colocadas en abrazaderas y tederos a lo largo de los túneles estaban apagadas. La luz del crepúsculo, que entraba por las ventanas estrechas como troneras, bastaba para que pudieran ver.
Antes de que se diera cuenta, ya estaban fuera del torreón de la puerta del poblado que hacía las veces de presidio y avanzaban por las silenciosas calles hacia un molino. Su enorme rueda gimiente rechinaba al girar en el flujo regular del arroyo que había sido desviado para moverla.
Reunida al borde de la alcubilla del molino estaba toda la población, aguardando con expectación ansiosa.
Gerhart estudió el círculo de protecciones que lo rodeaba.
Tres anillos concéntricos de sigilos esotéricos aparecían trazados en la tierra compactada, donde runas y marcas habían sido resaltadas con polvo de colores. Eran muy hermosas de contemplar, y quienquiera que las había trazado sabía lo que hacía. Gerhart sentía los poderes mágicos que manaban de ellas en palpitantes oleadas. Podía ver los irisados zarcillos de colores con su sensible visión de mago, y comprendía la finalidad que tenían.
Una vez más, tuvo que admitir que el cazador de brujas le inspiraba un resentido respeto. No era un mero paranoico fanático. No, era un hombre educado e inteligente que aplicaba a su trabajo tanto conocimiento y erudición como entusiasmo al castigo que imponía.
Sus protecciones no sólo aislaban a Gerhart de los vientos de la magia, sino que también le impedían atravesar la barrera que conformaban. Los hombres del cazador de brujas lo habían situado dentro de las protecciones, pero él sabía que no le resultaría fácil salir del encierro.
Aunque, de algún modo, lograse atravesarlas, el hecho de estar maniatado significaba que no podría escapar. Los hombres del cazador de brujas lo atravesarían con sus armas antes de que pudiera alejarse cinco metros. Ahora se encontraban de pie entre los pobladores y el círculo que lo aprisionaba.
Gerhart tendría que esperar su momento y aguardar a que se presentara una oportunidad. Mientras esperaba, de espaldas a la alcubilla del molino, comenzó a manipular los nudos que le ataban las manos con sus largos y diestros dedos.
—Ante vosotros tenéis al perpetrador de crímenes contra las buenas gentes de Ostland. Tiene las manos manchadas de sangre de inocentes, y ha causado devastación en sus desenfrenos por todo el Imperio —declaró el cazador de brujas, dirigiéndose a la multitud. Señalaba a Gerhart, como si pudiera quedar alguna duda sobre a quién se refería.
—¿Desenfrenos? —intervino Gerhart, incapaz de contenerse por más tiempo—. ¡Jamás he oído un disparate semejante!
—A mis pies podéis ver las herramientas que usó a lo largo de su senda de muerte y destrucción —prosiguió el cazador de brujas, que continuaba sin hacer caso de Gerhart—. Su cruel espada y su báculo de brujo.
De la multitud se alzaron exclamaciones de conmoción y espantado enojo. Gerhart veía su espada envainada, tirada a los pies de su acusador, junto con la nudosa vara de su báculo de roble.
El cazador de brujas había llegado al punto culminante de su «juicio» del hechicero. La frustrada cólera hervía y burbujeaba bajo la severa expresión de Gerhart. La multitud, que había estado en silencio cuando llegó, ahora no era más que una aullante chusma sedienta de sangre; su sangre.
El cazador de brujas dejó que la multitud manifestara su resentimiento contra todas las cosas mágicas. Cuando opinó que ya habían dispuesto del tiempo suficiente para expresar su disconformidad, alzó las manos y habló con palabras que se oían por encima de los gritos de la gente.
—Buenas gentes de Hochmoor, Sigmar os mirará con ojos favorables, tanto en esta vida como en la siguiente, por participar en la persecución de este hereje. Yo he visto la gratuita destrucción causada por este brujo. Ésta noche podréis dormir plácidamente sabiendo que habéis salvado vuestros hogares de la suerte que este mago homicida infligió a Keulerdorf y a Grunhafen. ¡Yo, Gottfried Verdammen, cazador de brujas, os lo juro!
—¡Esto es ridículo! —gritó Gerhart—. Soy un hechicero licenciado por los colegios de la magia, un renombrado mago de fuego de la orden Brillante. ¡Y no me someteré a ningún veredicto de esta mascarada de juicio! Debéis mostrarme respeto. No me exasperéis. ¡Soy un hombre peligroso cuando me enfado!
* * *
—¡Ahogadlo! —bramó una voz áspera, y otros recogieron el grito.
Muerte por ahogamiento. Eso era lo que el cazador de brujas tenía en mente para él. A Gerhart no se le ocurría un final peor para un hechicero de fuego.
—¡Este hombre es malvado! Es un practicante de las artes de la brujería, y ha ido demasiado lejos. Ya no hay vuelta atrás para él. Hay que detenerlo. Si se le permitiera vivir, su mera existencia fomentaría el crecimiento y la propagación del Caos.
La multitud profirió una exclamación ahogada.
—¡Demostradlo! —bramó Gerhart—. ¿Dónde están vuestras pruebas? Vuestras palabras no son más que habladurías.
Entonces, por vez primera, Verdammen, autodesignado juez, jurado y aspirante a verdugo, se dirigió directamente al hechicero. Se volvió contra él como una serpiente que ataca.
La expresión de sus acerados ojos era lo bastante fría para clavarse en el alma misma de Gerhart.
—¡Bien, decidme qué sucedió en Keulerdorf!
—Eso fue... una desgracia —replicó Gerhart, con voz repentinamente queda, y bajó los ojos al suelo.
—¿Una desgracia?
—No sabéis nada de lo que sucedió al pie de las Montañas Centrales.
—Entonces, ¿por qué no me lo contáis?
—¿Qué, que os hable de la bestia que había aterrorizado a ese pueblo durante tanto tiempo? ¿Cómo libré a la gente de su maldición y estuve a punto de perder la vida? ¿Cómo, después de todo lo que había hecho por ellos, fui perseguido y expulsado de la aldea por su desagradecida población? ¿En qué cambiará las cosas? Vos ya habéis decidido que soy culpable.
—¿Y cómo explicáis lo que le sucedió a Kozma Himmlisch y la destrucción de la torre observatorio del hechicero celestial?
—¿Oiréis mi historia? ¿Escucharéis lo que tengo que decir?
—¡No puede tener nada que decir que nosotros queramos escuchar! —gritó alguien desde la multitud—. ¡Ahogadlo!
—Otros secundaron el grito.
—Si creéis que tenéis algo que decir que pueda exoneraros, hablad. Es vuestra oportunidad para limpiar vuestro nombre —dijo el cazador de brujas por encima de las protestas.
Gerhart dirigió una mirada ceñuda al hombre que había estado tan dispuesto a creer que él era un servidor del Caos y lo había torturado para confirmar sus sospechas.
—Os contaré mi historia, pero no para que podáis juzgarme, sino para que estas buenas gentes de Hochmoor puedan oírla antes de pronunciar su sentencia.
Tan efectiva era la retórica del cazador de brujas, que la multitud se mofó y bramó con repugnancia.
Verdammen los calmó con un gesto de las manos.
—Adelante, pues, brujo —dijo al tiempo que clavaba en Gerhart su acerada mirada y sonreía fríamente—, contad vuestra historia.
—Hasta que le sobrevino su desgraciado destino, yo había considerado a Kozma Himmlisch como un amigo.
—¿Un amigo, decís?—lo interrumpió el cazador de brujas—. ¿Qué hay del destino que le aconteció?
—¡Escuchad y os lo contaré! —le espetó Gerhart, con enojo.
»Al igual que vos, también yo he notado un aumento del poder del Caos dentro del territorio, y una alteración en el flujo de los vientos de la magia. Como ya he dicho, Kozma era un viejo amigo mío, y pensé que tal vez podría confirmar mis sospechas. Quería saber qué había descubierto él en sus observaciones de los cielos.
»Cuando llegué a la torre, Kozma me hizo entrar y me condujo hasta el observatorio de lo alto. Un enorme conglomerado arcano de tubos de latón y lentes de cristal pulimentado dominaban la cámara con cúpula de vidrio. Advertí que el telescopio apuntaba al norte. También vi que la mesa que había allí estaba cubierta de mapas celestes, libros abiertos y rollos de pergamino, así como montones de notas que había tomado Himmlisch. Éstas, según resultó, estaban relacionadas con la apariencia del cometa, así como con las observaciones que Kozma realizaba del flujo de las corrientes de energía mágica procedentes del norte.
—¿Cómo sabéis eso? —preguntó Verdammen al hechicero.
—Porque me llevé las notas de la torre y las estudié más tarde.
Un destello de deleite apareció en los acerados ojos del cazador de brujas.
—¡Así que tengo que añadir el delito de robo a la lista de vuestros cargos! —dijo al tiempo que volvía su sonrisa hacia los aldeanos reunidos.
—¡No soy ningún ladrón! —gruñó Gerhart, como un oso enjaulado.
—¡Pero si vuestras propias palabras os condenan!
—¡Dejadme acabar y lo veréis!
El cazador de brujas volvió la vista hacia el hechicero y le indicó que podía continuar.
—Como estaba diciendo —prosiguió Gerhart—, el magnífico telescopio de Kozma estaba dirigido hacia el norte. Ésa era la razón de su impropio comportamiento.
—¿Qué «impropio» comportamiento? —volvió a intervenir el cazador de brujas.
—Si dejarais de interrumpirme, podría llegar a esa parte de la historia —contestó Gerhart con enfado, cada vez más molesto por las constantes interrupciones del cazador de brujas.
»Cuanto más tiempo pasaba en compañía de Kozma, más inquieto me sentía a causa de su peculiar comportamiento.
»Parecía agitado, hablaba constantemente consigo mismo y mascullaba en voz baja. Mientras Kozma estaba distraído rebuscando entre las cartas celestes que tenía sobre el escritorio, eché una mirada a través del telescopio. Quedé horrorizado al ver la cara burlonamente sonriente de la luna del Caos, Morrslieb, y aparté la vista de inmediato.
Se oyeron murmullos ansiosos entre la multitud cuando mencionó a la luna del Caos, y muchas personas se persignaron con el signo del martillo. Resultaba evidente que aquellos campesinos simples no entendían del todo los detalles de la historia que estaba narrando. Simplemente se acobardaban con miedo y horror ante las palabras cargadas de malevolencia.
Esta vez, no obstante, Verdammen no hizo nada para interrumpir a Gerhart. El hechicero debía de haber despertado el interés del cazador de brujas, porque pareció contentarse con dejarlo que continuara la historia.
—Mientras seguía parloteando, Kozma empezó a hablar de una época de gran cambio que se avecinaba para el Imperio, pero evitaba las preguntas que yo le formulaba. ¡En cambio, no dejaba de despotricar como un demente profeta de los Tiempos del Fin!
La multitud profirió otra exclamación ahogada y algunos comenzaron a retroceder, como si la historia de Gerhart pudiese condenarlos.
Gerhart se sentía aliviado por poder, finalmente, relatar su versión de los acontecimientos.
—Detecté una conexión entre el alterado comportamiento de Kozma y la incesante lluvia del exterior. Cuanto más torrencial era, más loco se volvía él. Finalmente, la severidad de la tormenta aumentó hasta dar paso a una tempestad eléctrica que parecía desgarrar el cielo.
El cazador de brujas ya no pudo contener la lengua.
—¿Acusaréis de locura a un miembro de una comisión imperial? —susurró en voz baja.
—¿Una comisión imperial? Eso no constituye diferencia alguna. ¡Era como un poseso!
Se oyeron más exclamaciones ahogadas entre la multitud.
—Entonces, mi viejo amigo perdió la cordura que aún le quedaba y comenzó a bramar acerca de la creciente tormenta del Caos que se tragaría al Viejo Mundo. Luego me atacó.
—¿Os atacó? —dijo el cazador de brujas, incrédulo.
—Eso he dicho —contestó Gerhart.
—¡Entonces sois un mentiroso, además de un ladrón y un asesino! —lo acusó Verdammen.
—¿Qué? ¡Esto es absurdo!
—¿Cómo pudo un hechicero de fuego vencer a un brujo de la orden Celestial en medio de una tormenta eléctrica? Sé algo acerca de los hechiceros. Las tormentas y los truenos son un anatema para los magos de fuego como vos, mientras que son la fuente misma del poder de un astromante.
—¡Todo lo que os he contado es verdad! —estalló Gerhart, a quien lo consumía la cólera.
La gente que se apiñaba al borde de la alcubilla del molino profirió una exclamación ahogada y retrocedió un poco más.
Incluso los hombres de Verdammen parecieron algo perturbados al ver semejante estallido de furia. La única persona que pareció indiferente fue el propio cazador de brujas.
—Es exactamente como sospechaba —dijo Verdammen con calma.
—¿Qué es exactamente como sospechabais? —preguntó Gerhart con enojo.
—Habéis ido demasiado lejos con vuestra magia. Habéis sido corrompido por el mismísimo poder que intentáis controlar. El Caos se ha apoderado de vuestra alma.
—Verdammen —prosiguió—. ¿No fue un estadista tileano quien dijo que todo poder corrompe, y que el poder absoluto corrompe de modo absoluto? ¿No es eso lo que vuestros poderes os otorgan por encima de nosotros, meros mortales? ¿Poder absoluto?
—¿Qué? ¡Vaya tontería!
—Entonces, respondedme a esto: el Caos está en la raíz de toda magia, ¿no es cierto? Los vientos místicos que salen por la puerta rota del cielo situada en el corazón de los desiertos del norte corrompidos por el Caos os proporcionan el poder necesario para crear vuestros hechizos.
Un pesado silencio descendió sobre la chusma al sonar estas palabras. Estaban ansiosos por oír cómo respondería el hechicero.
Gerhart, con la cara roja de furia y una vena latiéndole en la frente, inspiró larga y profundamente. Retuvo el aire durante un momento, y luego lo dejó escapar en una ronca exhalación.
—Los vientos de la magia llegan, en efecto, desde el norte, pero lo que yo empleo en mi magia no es la materia pura del Caos —explicó, manteniendo la voz tan calma y uniforme como pudo.
—Pero estáis de acuerdo en que la fuente de toda magia es el Caos, ¿verdad? —insistió el cazador de brujas.
—Cuando los vientos místicos viajan hacia el sur, se separan en los colores que los componen. Éstos, a su vez, son atraídos hacia las zonas del entorno físico que comparten una parte de su naturaleza —explicó Gerhart, como un impaciente maestro de escuela templaría—. Así sucede que el viento de Aqshy, la fuente de mi hechicería, es atraída con mayor facilidad hacia los lugares más cálidos del mundo: las montañas ardientes envueltas en humo, los desiertos de Arabia o los campos de batalla azotados por el sol en medio de un verano de sequía. Pero un hombre de vuestra obvia erudición y experiencia en las ciencias de los hechiceros, seguramente ya lo sabe, ¿verdad?
—Pero ¿no estáis de acuerdo en que todos los poderes mágicos tienen la capacidad de corromper a aquellos que se sumergen demasiado profundamente en las corrientes del mar de los sueños?
Gerhart volvió a guardar silencio durante un momento.
—Sí, es algo que he visto suceder —admitió, dejando caer los hombros.
—¡En vos mismo!
—¡No! En otros, demasiados últimamente. ¡Y uno de ellos fue Kozma Himmlisch!
—¿Condenaréis a un hombre muerto? ¿A un hombre al que vos asesinasteis? —rugió Verdammen, obviamente encolerizado por las palabras de Gerhart.
—Un hombre al que maté en defensa propia.
—¡Eso decís vos!
El cazador de brujas había recobrado la fría calma, y esto enfureció aún más a Gerhart.
—Era el astromante quien había sido corrompido por la maligna influencia de Morrslieb. Sus constantes observaciones de su paso a través del cielo lo habían vuelto loco.
Mientras hablaba, Gerhart continuaba manipulando los nudos a su espalda. Los músculos contorsionados, debilitados por la tortura, estaban ahora colmados de dolorosos calambres. Intentaba desesperadamente concentrarse y apartar de su mente el dolor, de modo que pudiera hallar una forma de escapar de su calamitosa situación.
Recordó la reacción del cazador de brujas ante su acusación referente al estado mental de Kozma. ¿Se trataba de algo que podría usar para su propio beneficio? Tal vez él y el cazador de brujas tenían algo en común. Sabía que su propio temperamento era malo, pero juzgando por el estallido de Verdammen, tal vez su tendencia irascible era también su debilidad.
Lo único que tenía que hacer era provocar al cazador de brujas para que rompiera el círculo de protecciones. Gerhart podría entonces hacer el resto.
Podía ver las oscilantes energías naranja-rojizo que azotaban la invisible barrera que lo rodeaba.
Entonces recordó qué más había dicho el cazador de brujas.
—No me había dado cuenta de que conocierais tan bien a Kozma Himmlisch... de que habíais estado trabajando con él. Así que habéis trabajado con un practicante de las mismísimas artes por las que ahora me condenáis.
Gerhart desplazó la mirada desde el cazador de brujas hacia la multitud y otra vez hacia Verdammen para calibrar el efecto de su declaración. En la creciente oscuridad del anochecer, apenas pudo distinguir las miradas de desconcierto que algunos de los miembros de la muchedumbre le lanzaban a Verdammen.
—Sí, trabajé junto al astromante —contestó el cazador de brujas al percibir la incomodidad de la gente—, como parte de una comisión imperial formada entre los colegios de magia de Altdorf y la santa Iglesia de Sigmar para batallar contra un enemigo común. El enemigo de toda persona honrada: el Caos.
Gerhart sintió que la cuerda se aflojaba.
—Pero el Kozma contra el que yo luché no era el mismo hombre: se había vuelto loco. ¿Qué nos asegura que la corrupción que él sufría no contagió a aquellos con los que había estado trabajando? —preguntó Gerhart con tono inocente.
Se oyeron murmullos entre los aldeanos. Aquellos campesinos supersticiosos creerían casi cualquier cosa con el planteamiento adecuado. Temían a los cazadores de brujas casi tanto como a los practicantes de las artes mágicas.
—¡Vigila tu lengua, hechicero —estalló Verdammen, al tiempo que avanzaba un paso y agitaba un dedo acusador hacia Gerhart—, o te la haré cortar!
El hechicero bajó la mirada y vio que la punta de la bota del cazador de brujas había estado muy cerca de rozar el borde del círculo de protecciones. Bastaría con que su pie rompiera el círculo...
—En vuestro caso está obrando la locura —continuó, rabioso, Verdammen—. He visto signos de ello en todos los lugares donde habéis estado.
Los dedos de Gerhart tironearon del extremo colgante de la cuerda de cáñamo, y el nudo se movió otra vez.
—¡También yo he visto demencia en toda esta provincia, pero nada más demencial que esta parodia de juicio!
Fue entonces cuando Gerhart obtuvo la reacción que había estado deseando. Pero llegó con mucha mayor facilidad de lo que había pensado, y por parte de alguien totalmente inesperado.
De repente, el mago de fuego se dio cuenta de que un hombre corría hacia él.
—¡Demostrad respeto! —bramó el secuaz del cazador de brujas al lanzarse hacia el maniatado hechicero y darle un puñetazo en la cara. Sus pies se arrastraron por el suelo y borraron algunos símbolos de las protecciones que tan cuidadosamente habían sido trazadas en la tierra.
El temperamento había sido, en efecto, la llave que libertaría a Gerhart.
El hechicero se encontró en el centro de un vórtice de arremolinada energía. Los vientos de la magia afluyeron como un torrente a su interior justo en el momento en que liberaba una mano de las ataduras. Más que cualquier otro, sintió que la caliente ráfaga de Aqshy lo colmaba, devolviendo la fuerza a sus doloridas extremidades y maltratado cuerpo. Había hallado una llama afín en la hirviente cólera de Gerhart.
El cazador de brujas supo que estaba en apuros. Al tiempo que se disponía a coger su pistola de platina de sílex, gritó toda clase de maldiciones a su secuaz.
El hechicero se lanzó al suelo cuando el desesperado cazador de brujas apuntó y disparó. Gerhart oyó el chasquido de la pistola, vio la nubecilla de humo y sintió que algo pasaba silbando a un pelo de su cráneo. Verdammen había fallado el tiro.
Acuclillado, Gerhart apenas podía contener la energía que afluía a su interior. No había tiempo para dirigir y canalizar adecuadamente el poder. Era ahora o nunca.
Los fuegos de Aqshy manaron de Gerhart en una explosión. Eran las abrasadoras llamas de un hechizo apenas controlado.
Poseído por el poder del temperamento del mago, el hechizo aumentó hasta ser una enorme bola de fuego que salió lanzada hacia la multitud, envolviendo todo lo que tenía por delante.
De pie, justo en medio de la trayectoria del hechizo, estaba el cazador de brujas. Verdammen ni siquiera tuvo tiempo de gritar antes de que la ardiente deflagración lo inmolara.
La multitud dio media vuelta y huyó en todas direcciones, corriendo y gritando de pánico. El molino se incendió cuando la bola de fuego pasó junto a él a gran velocidad.
La llameante antorcha que apenas momentos antes había sido Gottfried Verdammen se alejó dando traspiés. Sus ropas y cabello estaban encendidos. Profería agudos alaridos en medio de las furiosas llamas, y agitaba los brazos sin sentido ni razón hacia cualquier aldeano aterrorizado que se le pusiera al alcance.
Al ver lo que le había sucedido a su señor, los demás miembros del destacamento dieron media vuelta y huyeron.
Gerhart no se quedó a ver qué sucedía a continuación. Sabía qué repercusiones habría. A los ojos de los habitantes de Hochmoor, todo lo que les había dicho el cazador de brujas había resultado ser cierto.
Tras recoger su espada y su báculo, que yacían en el suelo fuera del círculo mágico, el hechicero de fuego huyó hacia la noche que caía. La pira en que se había convertido el molino iluminaba la oscuridad detrás de él con la oscilante luz anaranjada y roja de su destrucción.
Era la repetición del Gran Incendio de Wollestadt.