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Banquete de cuervos
La hambruna es una encarnación del éxtasis que los servidores del Príncipe del Caos buscan cuando todas las otras sensaciones han perdido su significado para ellos. Es algo extremo, perverso, insano y sólo puede acabar en muerte.
De Los sermones de San Hildegardo el Casto
A finales de la primavera del año 2521, hacía ya algún tiempo que se propagaban las noticias de una inminente invasión procedente del norte. Al principio habían sido meros rumores y superstición, provocados por los extraños augurios y calamitosos portentos que habían plagado el territorio, como la aparición del cometa de gemelas colas ardientes en los cielos del Imperio. Las reacciones de aquellos que gobernaban y protegían al pueblo del poderoso reino fueron variadas y contradictorias.
Muchos de los que temían la inestabilidad política, social o comercial que podían provocar los rumores por sí solos, les quitaron importancia calificándolos de charlatanerías funestas de herejes que querían ver caer al Imperio. Se detuvo a sospechosos de agitación, se los sometió a juicio y se los ejecutó.
Sólo en la ciudad lanera de Feuerpfahl, ciento treinta propagadores de pánico fueron llevados ante los tribunales y quemados en la hoguera en una serie de ejecuciones en masa. Se decía que el aire que rodeaba Feuerpfahl aún olía a grasa quemada varias semanas después de aquello.
Otros, ante las historias de que los Tiempos del Fin estaban próximos, reaccionaron aislándose del resto del mundo, ya fuera con la vana esperanza de escapar tal vez al desastre inminente, o simplemente de enfrentarse con el fin, cuando llegara, recluidos con sus seres queridos.
Otros consideraron que su deber era ir a luchar contra el enemigo antes de que éste llegara hasta ellos. En todo el Imperio se reunieron compañías mercenarias, desde Ostermark hasta lugares tan remotos como Wissenland. Hombres que una vez habían luchado en los ejércitos regulares de los condes electores abandonaron los hogares que habían comprado con su pensión militar y se presentaron una vez más a filas. Pueblos y ciudades se prepararon para defenderse. Grandiosas cabalgatas de fanáticos hombres santos y sus no menos fanáticos seguidores deambulaban por el territorio imperial, llevando a cabo lo que consideraban que era la obra de Sigmar.
Las catedrales, templos y santuarios de Sigmar jamás habían visto congregaciones tan numerosas, ni sus platillos de limosna tan llenos. Y sin embargo, daba la impresión de que nunca había habido tantos cultos y herejes que le volvían públicamente la espalda a la fe de Sigmar. Los idólatras llegaron incluso a saquear una iglesia de Turmstadt y arrasarla hasta los cimientos.
Grupos de balbuceantes herejes recorrían las tierras en hordas, y atacaban a los fieles incluso cuando estaban rezando.
Llevaban a cabo sus propios blasfemos juicios contra famosos personajes religiosos a los que acusaban de fallarle al pueblo llano, forrarse los bolsillos mientras el pueblo pasaba hambre, y esconderse en sus amuralladas catedrales mientras la población se enfrentaba a las depredaciones de seres más oscuros.
Hombres bestia, seguidores del Caos e incluso los viles skavens, emergían de las entrañas de la tierra para devorar el agonizante cadáver del Imperio.
La gente hablaba del resurgimiento de los hombres rata, de la propagación de la peste y del incremento de nacimientos monstruosos y deformes como signos de que los Tiempos del Fin estaban próximos. Adivinos, hechiceros y videntes aldeanas habían visto augurios en bolas de cristal y en la trayectoria descrita por las estrellas, así como en las mutaciones de los afligidos. ¿Cómo podía alguien dudarlo?
Algunos decían que las regulares correrías de las manadas de hombres bestia que salían de los bosques de Drakwald y del Bosque de las Sombras demostraban que el poder del Caos estaba aumentando. Otros decían que esas incursiones no eran nada insólito y que sólo demostraban que la vida continuaba como siempre.
Los eruditos que habían leído sobre cosas semejantes en los secretos libros de historia de los archivos imperiales decían que el Imperio estaba en el mismo estado en que se hallaba antes de la destrucción de Mordheim, aquella depravada ciudad de los malditos, o antes de la gran incursión del Caos que había tenido lugar hacía más de trescientos años, finalmente repelida por Magnus el Piadoso.
Algunos comenzaron a desacreditar el estado de la nación, diciendo que ya no quedaban héroes como los de la antigüedad. Los más valientes, o más estúpidos que el resto, llegaron al extremo de acusar al mismísimo emperador Karl Franz de no hacer lo suficiente para detener el avance del Caos. El pueblo comenzó a buscar nuevos héroes que los salvaran, y en Reikland corrió el rumor de que dicho héroe había sido hallado.
Con la inicial incursión de las hordas bárbaras del norte al interior del territorio de Kislev, lo que muchos habían sospechado durante largo tiempo ya no pudo ser desmentido. La ya poderosa sensación de perdición y pánico que impregnaba el Imperio se hizo aún más fuerte.
No obstante, ésta fue también una época de gran optimismo. Las diferencias entre nobles rivales fueron dejadas a un lado, el engrandecimiento personal fue olvidado por parte de algunos líderes políticos, y las necesidades de la mayoría fueron antepuestas a las de la minoría. Los templos vaciaron sus cofres para contribuir a los preparativos de las batallas que se avecinaban.
Fue una época de contradicciones; una época de Caos.
Mientras continuaba llegando un torrente de noticias desde Kislev y la frontera nororiental del Imperio, se hizo público el llamamiento oficial a filas y el reclutamiento de ejércitos comenzó en serio. Cada provincia y ciudad estado se preparó para defenderse contra el ataque de los demoníacos ejércitos del norte.
En el extremo septentrional del Imperio, a la sombra de las Montañas Centrales, la ciudad centinela de Wolfenburgo, dominio del conde elector Valmir von Raukov, también hizo preparativos. Mientras el ejército regular se disponía a contener la marea del mal que, según los exploradores, se encaminaba hacia ellos, a Yalmir le llegó la noticia de que se aproximaban soldados que venían a auxiliar a su ciudad. No importaba si los movía un noble sentido del deber o un intento de evitar que la marea del Caos avanzara hacia el sur. Lo que importaba era que los refuerzos iban de camino.
La ciudad de Wolfenburgo estaba lejos de ser un objetivo indefenso. En el pasado, sus antiguas murallas la habían protegido de incontables asedios, y su ejército regular era orgulloso y fuerte. A menudo había encabezado la ofensiva contra el enemigo en los problemáticos territorios fronterizos o en las cumbres montañosas donde se reunían renegados y rebeldes, además de bandidos y otros adversarios inhumanos. Las fuerzas de la ciudad se combinaban con varias órdenes templarias que consideraban un deber sagrado proteger este bastión limítrofe del Imperio y salvaguardar la seguridad del resto de la nación que se extendía allende los salvajes territorios de Ostland.
El conde elector, de severo rostro, expresó alivio al enterarse de que habían despachado una columna de cañones desde la fundición de Schmiedorf para reforzar las defensas de la ciudad centinela.
* * *
Mientras los guardias vigilaban y Wolfenburgo esperaba, continuaban llegando informes del imparable avance de las hordas del Caos que invadían los territorios de los mortales. Se oía a los propaladores de infortunios susurrar un nombre que helaba el corazón de los hombres. La mención del mismo hacía que trazaran el símbolo del martillo, tocaran hierro o se bendijeran a sí mismos.
Y el nombre era Archaon, el mismísimo temible señor de los Tiempos del Fin.
Era una incursión del Caos sin parangón en la historia del Imperio, y el pueblo de Sigmar estaba paralizado por el miedo.
Mientras afilaban sus espadas en las armerías o atendían a sus corceles en los establos, ciertos caballeros templarios oyeron el nombre, el rumor y el terror en las voces que lo pronunciaban. Entonces decidieron que había llegado el momento de hacer honor a los sagrados votos que habían pronunciado.
En el decimocuarto día de Pflugzeit, el alba rompió fría y seca. A despecho del helor improcedente, daba la impresión de que había pasado el severo tiempo atmosférico que había estado castigando a Ostland durante el último mes, pues esa mañana brillaba el sol, al que ya no ocultaban las nubes.
Una hora después del alba, el vago disco blanco amarillento del sol trazó un sendero por el firmamento, y de las praderas de fuera de las murallas de la ciudad comenzó levantarse la niebla. Las grandes puertas de Wolfenburgo se abrieron para dejar salir una hueste de caballeros que pasaron entre las torres que las flanqueaban.
El atronar de los cascos de los caballos resonó cuando los veinte jinetes, de dos en fondo y con el capitán y el portaestandarte en cabeza, salieron de la urbe. Eran caballeros de la orden templaría de la Sangre de Sigmar.
Constituían un espectáculo verdaderamente digno de contemplarse: lustrosos yelmos, destellantes avambrazos y corazas relucientes, rutilantes, a la luz matinal; llevaban las lanzas en alto, y un bosque de afiladas puntas titilaba bajo los rayos del sol. Los cascos de los caballos tocaban un redoble de guerra sobre el suelo. Pendones y estandartes de tela blanca con bordados rojos y dorados flameaban por encima de las cabezas de los jinetes.
Un estandarte situado en cabeza del destacamento acorazado era más grande e impresionante que los otros. La tela era vieja y se le veía la trama, y los colores de las sedas estaban decolorados y gastados. Las abrazaderas metálicas de la oscurecida asta del estandarte estaban manchadas por la pátina del tiempo y deformadas por abolladuras. Comparado con los otros estandartes y pendones que llevaba la hueste, éste era poco vistoso, oscuro y polvoriento, una reliquia de otros tiempos.
Se trataba un estandarte que había pasado por la guerra; que había sido llevado a la batalla en cabeza de muchos ejércitos victoriosos. Este estandarte jamás había sido capturado y siempre había regresado a su venerado lugar de reposo, dentro de la capilla de Sigmar que había en el castillo del conde elector de Ostland. La mera presencia del estandarte colmaba a los caballeros de una resolución tan fuerte como el acero. En su misión, cumplirían su cometido y derrotarían a cualquier enemigo.
Los caballeros de la Sangre de Sigmar partían para reunirse con una columna de artillería que viajaba hacia Wolfenburgo desde Schmiedorf, con los cañones que contribuirían a defender la ciudad de cualquier ataque. Los caballeros se asegurarían de que nada malo les sucediera a quienes acudían en auxilio de la ciudad centinela, y harían todo lo que estuviese en su mano para proteger la preciosa artillería.
El capitán Jurgen Enrich miró por encima del hombro a su hueste de templarios. El caballo jadeaba bajo su peso acorazado, y el caballero podía sentir cómo los poderosos músculos del animal se hinchaban bajo la silla. Su corazón se llenó de orgullo ante la visión de su hueste, que avanzaba a trote ligero detrás de él. Tanta práctica tenían los jinetes, que se movían como si fueran un solo hombre. En tiempos de discordia y desorden, la visión de veinte de los más diestros y devotos caballeros colmaría a cualquier persona honrada con la esperanza de que la creciente tormenta del Caos sería vencida.
* * *
Cada uno de los templarios constituía una fuerza formidable por derecho propio. Diestros con la lanza, la espada, el hacha y el martillo, cada uno de los caballeros de la Sangre de Sigmar podía enfrentarse con doce atacantes y vencerlos.
Montados sobre sus poderosos caballos de guerra, eran unos enemigos aún más mortíferos. Se necesitaría un oponente poderoso para derrotar en batalla a uno de estos caballeros. Por lo que al capitán Jurgen Enrich respectaba, tal cosa no sucedería jamás. Los caballeros paladines regresarían con la columna de cañones, para ser recibidos por los jubilosos vítores de los ciudadanos de Wolfenburgo. Expulsarían a las huestes enemigas de su territorio y las devolverían a los áridos desiertos del Caos derrotadas y fragmentadas en insignificantes grupos. Los caballeros hundirían sus armas en los cuerpos de los degenerados seguidores del señor de los Tiempos del Fin, y convertirían sus ejércitos en un banquete de cuervos.
Enrich clavó las espuelas en los flancos del corcel para lanzarlo al galope. El resto de la acorazada hueste lo imitó, manteniendo una ordenada distancia y sin romper la formación ni por un instante. Nubes de turba volaban de los cascos de los caballos que descendían la ladera de la colina alejándose de la ciudad antigua.
Al girar para adentrarse en una estribación boscosa, los caballeros desaparecieron debajo de los árboles y los guardias de la puerta de la ciudad los perdieron de vista. Un último pendón flameó brevemente en el viento, con la punta del asta destellando a la luz matinal, y luego desapareció también.
* * *
Lo primero que el lector Wilhelm Faustus advirtió en aquel lugar, tras haber atravesado las nubes de humo, fue el hedor a enfermedad y putrefacción que flotaba en aire. Lo segundo fue la antinatural quietud: lo único que se oía, aparte de los ruidos que hacían los miembros de su pequeño séquito —el entrechocar de arneses, el arrastrar de las botas sobre el suelo y el roce de las armas al salir de las vainas—, era el crepitar de las ascuas que se iban apagando y el suave gemido del viento que les lanzaba a la cara nubecillas de polvorientas cenizas que les irritaban las vías respiratorias. Los hombres lo habían seguido después del «milagro» que había llevado a cabo en Steinbrucke.
Grunhafen, decía el cartel. Así que era ése el nombre del poblado.
La aldea aún estaba parcialmente rodeada por una empalizada de postes hechos con troncos de árbol afilados. El grupo del sacerdote guerrero no había tardado mucho en averiguar por qué. Una serie de hogueras habían sido erigidas en torno a la periferia del poblado.
Grunhafen parecía haber corrido la misma suerte que los otros asentamientos por los que habían pasado. Al principio, Wilhelm pensó que los fuegos habían sido encendidos para purificar el aire de la peste que afligía a esta región.
Pero a este poblado, que aparentemente había sido próspero en otros tiempos, le había sucedido algo más. No sólo habían ardido hogueras. ¿Qué había sucedido allí y dónde estaban los habitantes de Grunhafen?
Entonces, el sacerdote vio el primero de los cuerpos.
Era el cadáver de un hombre que estaba tendido boca abajo sobre la calle por la que avanzaban precavidamente hacia el corazón del poblado. Apareció a la vista cuando un penacho de humo fue desplazado por el inquieto aire. El hombre vestía un hábito monacal de pesada tela de saco.
El séquito del sacerdote guerrero se quedó atrás, pues no se sentía tan cómodo como el lector con los cadáveres. Wilhelm se aproximó a la figura tumbada al tiempo que, de modo semiinconsciente, trazaba el signo del martillo sobre su corazón.
Tras posar su fuerte mano callosa sobre un hombro del caído, el lector le dio la vuelta. Los ojos del muerto estaban en blanco, y su rostro había sido desfigurado por la enfermedad.
La pechera de su hábito, sucia y manchada de sangre, tenía bordado un cometa de dos colas. El hombre presentaba una enorme herida a la altura del diafragma por la que salían bucles de intestinos de color gris purpúreo.
El hedor era horrendo, y Wilhelm se vio forzado a taparse la nariz y la boca con una mano. Detrás de sí oyó que un miembro del grupo sufría arcadas y devolvía el desayuno.
—En el nombre de Sigmar, ¿qué ha sucedido aquí? —preguntó uno de sus hombres con voz débil y vacilante.
—Por todo lo sagrado, que tengo intención de averiguarlo —gruñó Wilhelm al tiempo que volvía a incorporarse—. Vamos, por aquí —indicó, mientras miraba por encima del hombro a la variopinta colección de hombres que ahora lo seguía.
Y con esto, el grupo continuó adentrándose en Grunhafen.
Mientras el sacerdote guerrero pasaba por encima de los cadáveres que sembraban las calles, entre los que había mujeres y niños, intentó no pararse a pensar en la carnicería que lo rodeaba y evocó, en cambio, el modo en que aquel séquito había acudido a reunirse con él.
Había sido tras la funesta noche pasada en Steinbrucke, cuando había batallado contra los muertos vivientes. Las probabilidades podrían haber parecido insuperables para un hombre que no tuviera la fe de Wilhelm, pero para este sacerdote guerrero de Sigmar el resultado jamás había sido dudoso.
Al amanecer, los espectros habían sido devueltos a la sepultura, y sus inquietas almas, enviadas al descanso eterno. Había cortado el oscuro sendero de los nigromantes.
Antes de marcharse del poblado, Wilhelm se había puesto a trabajar en la restauración de la abandonada capilla para convertirla una vez más en santuario sagrado. Mientras trabajaba enderezando bancos y barriendo hojas de árbol de las losas de creta del suelo, el primero de los penitentes había acudido a él, cargado de expectación y remordimiento, en busca de absolución.
El lector había señalado que la absolución había que ganarla mediante actos de arrepentimiento. Aunque algunos habían regresado a sus impíos hogares, otros habían jurado luchar junto a Wilhelm, en el nombre de Sigmar, hasta borrar completamente la lista de sus pecados.
Wilhelm salió de entre las esqueléticas estructuras de dos calcinados edificios, al centro del poblado.
—¡Por el martillo de Sigmar! —exclamó al tiempo que sopesaba su gran martillo de guerra con las manos enfundadas en guanteletes, preparado para la lucha.
No había mucho que justificara una reacción semejante por parte del sacerdote guerrero, pero lo que había visto lo había conmocionado hasta los tuétanos. Wilhelm inspiró profundamente y pronunció la plegaria del humilde penitente. Al cabo de un momento, recobró su acerada resolución y su rostro se transformó en una máscara de firme determinación.
Ante él se alzaban los restos de una hoguera gigantesca, de unos tres metros y medio de diámetro. En medio de la ceniza y las ascuas, Wilhelm pudo ver claramente los huesos y cráneos parcialmente calcinados y ennegrecidos de seres humanos. Tendidos por toda la plaza del pueblo, al borde del blanco círculo, había más cadáveres de aldeanos y hombres vestidos con ropones. Cuervos de afilado pico y otras aves de oscuro plumaje picoteaban los blandos cadáveres en busca de los bocados más apetitosos.
Lo que horrorizaba más a Wilhelm era que veía símbolos de la hermandad sigmarita: cometas de dos colas, martillos justicieros y la angulosa «S» de Sigmar entre aquella carnicería. Era evidente que le habían causado un daño terrible a su propia orden.
Wilhelm sintió que el enojo crecía en su interior; la apasionada cólera de los justos. Oyó que sus hombres murmuraban y retrocedían algunos pasos arrastrando los pies. La cabeza de su martillo de guerra se había iluminado de repente con una oscilante llama.
Profirió un alarido y las famélicas aves carroñeras alzaron el vuelo entre ásperos graznidos que resonaron dentro de los edificios que quedaban en pie alrededor de la plaza del pueblo.
Wilhelm cerró los ojos —el que veía y el ciego— y respiró profundamente al tiempo que entonaba la plegaria de protección de san Asmodius. Abrió los ojos, y con el sano recorrió las ruinas del poblado. Vio las humeantes hogueras y los calcinados cadáveres, pero ahora la escena aparecía bañada por algo que estaba fuera de la percepción de la mirada corriente. Era como si hubiese colores que podía oler, olores que podía oír, sonidos que podía saborear, sabores que podía tocar y vibraciones que podía ver.
El sacerdote era sensible a poderes que se movían paralelamente al plano terrenal y lo atravesaban. Este sentido adicional procedía de su concentración en el divino poder de Signar, que obraba a través de las almas de los hombres. Había percibido lo... incorrecto —era el único modo en que podía pensar en ello— que había en estas corrientes. Era como si energías oscuras fuesen atraídas hacia este lugar, de un modo muy parecido al de un remolino que arrastrara las aguas de las profundidades.
El lector comenzó a pasearse en torno a la pira funeraria.
¿Qué crimen podían haber cometido aquellas gentes para merecer una muerte tan terrible? ¿O simplemente eran víctimas de una peste que nadie tenía el poder de curar?
De las ardientes ascuas continuaba ascendiendo humo. El calor latente distorsionaba el aire de encima hasta transformarlo en una niebla rielante propia de un día veraniego.
Los cuervos seguían acosando al séquito del sacerdote con sus graznidos. Los frágiles restos de leña calcinada crujían bajo las botas de Wilhelm, y el viento gemía suavemente. Luego, el sacerdote percibió otro sonido y se detuvo.
Era el sonido de un ser viviente, pero resultaba tan horripilante que habría revuelto el estómago de un hombre más débil que él. Se trataba el sonido de algo que comía, el desgarrarse de la carne y el crujido de huesos al partirse.
El espeluznante ruido procedía de los consumidos restos de una casa devorada por las llamas. Tan deforme era el grotesco cuerpo descomunal, que al principio Wilhelm no pudo darle sentido a lo que veía a través de las ennegrecidas vigas y muros medio derrumbados del edificio. Luego, la criatura desplazó su obsceno corpachón con un bufido de placer y una tremenda expulsión de aire.
Los seguidores que caminaban junto a él también vieron al ser.
—¡Por los huesos de Sigmar! —gritó uno. Otro se puso a rezar con la urgencia de un penitente en su lecho de muerte.
Wilhelm también oyó llantos.
La abominación también los había oído.
Alzando su enorme cabeza sin ojos, la bestia la volvió en dirección a ellos como si los mirara directamente. De las fauces, estrambóticamente situadas en su cuerpo, colgaban laxos trozos de intestinos.
Wilhelm oyó que, detrás de él, alguien más vomitaba.
La abominación era de tamaño monstruoso, tan grande como las ruinas de la casa dentro de la que ahora se entregaba a sus repulsivas actividades, y la giba de su espalda era tan alta como un hombre. La masa del gigantesco corpachón deforme de la criatura se parecía a una descomunal babosa segmentada.
Su húmeda carne gris ondulaba obscenamente cada vez que se movía. Del cuerpo sobresalían, de modo incongruente, delgados miembros largos de múltiples articulaciones que acababan en una única garra curvada o en correosos tentáculos que se retorcían.
A pesar de su forma de babosa, las vértebras de una columna deforme podían verse a través de la tirante piel gris del lomo del monstruo. A lo largo de estas protuberancias óseas, gruesas placas de hueso proporcionaban a la criatura algo de protección, mientras que las curvadas garras, tentáculos y seudópodos le servían para defenderse.
La criatura presentaba signos de enfermedad, pues la superficie de su repulsiva piel estaba cubierta por zonas de enormes ampollas que estallaban y exudaban regularmente su porquería.
Tras haber observado al horrorizado destacamento de guerra, la criatura volvió a dejarse caer entre las ruinas y prosiguió con su comida de cadáveres medio calcinados y podridos, dentro del esqueleto de la casa quemada.
Wilhelm sabía con qué se enfrentaban. Había visto una cosa como aquélla en una ocasión anterior, cuando luchaba en un campo de batalla bajo un cielo sangriento contra los degenerados seguidores de los Poderes Malignos. También la reconoció por las inoportunas pesadillas que acudían a él durante las más oscuras guardias nocturnas.
Era una monstruosa parodia de un ser vivo. Era muy posible que en otros tiempos hubiese sido humano, pero ya no lo era. Se trataba un ser estúpido, un engendro del Caos cuya única motivación consistía en alimentarse de los cadáveres podridos de los muertos, y matar. A juzgar por su tamaño, tenía que haber consumido una buena cantidad de carne.
—¡Hombres de Sigmar! —declaró Wilhelm al tiempo que avanzaba un paso—. ¡No puede permitirse que viva una abominación como ésta! ¡En el nombre del Portador del Martillo, atacad!
Chillando como un maníaco, el sacerdote guerrero cargó hacia la casa en ruinas y el engendro que se ocultaba en su interior, alzando el relumbrante martillo por encima de la cabeza.
Saltando por encima de un trozo de muro roto, Wilhelm irrumpió en el interior de la ennegrecida ruina y descargó un tremendo golpe sobre la cabeza de la abominación con su arma bendecida.
La pálida carne onduló bajo el golpe, y la criatura se echó instintivamente hacia atrás. Un horrible gemido maullante escapó de sus fauces mientras intentaba esconder la cabeza dentro del cuerpo.
Una garra ósea salió disparada hacia Wilhelm, pero el sacerdote era demasiado rápido. Con los músculos tensos, volvió a blandir el martillo de guerra y golpeó la flaca y larga extremidad de cangrejo con un resonante crujido, partiéndola al echarla hacia atrás. La criatura volvió a gemir.
El pequeño séquito se unió a la batalla, luchando con la pasión de los conversos y descargando una lluvia de golpes sobre la abominación. No obstante, resultaba obvio que aquellos hombres no eran luchadores entrenados. Habían sido hombres corrientes, granjeros, molineros, pastores y demás, atraídos a su causa por el valor y la fe que él había demostrado en la batalla. Uno de ellos, un hombre de pelo gris que respondía al nombre de Kuhlbert, había luchado como alabardero en el ejército de Ostland veinte años antes, pero ahora lo vencía la edad.
Con poco conocimiento del manejo de la espada, los cómplices de Wilhelm no herían eficazmente con sus armas los puntos vulnerables del engendro. Sus golpes eran desviados a un lado por correosos tentáculos y acorazadas escamas. Así que, mientras los demás hacían poco más que irritar al engendro, matarlo dependía del sacerdote guerrero.
* * *
Wilhelm hizo un barrido con el martillo, describiendo un arco de derecha a izquierda. La sólida cabeza de hierro impactó contra la mandíbula del monstruo, dejándole los dientes hechos astillas y haciendo manar un surtidor de inmunda sangre al aire.
Lanzando un gutural bramido desde las profundidades del pecho, la abominación se irguió sobre la musculosa cola. Del vientre que había descansado blandamente sobre el suelo chorrearon hilos de baba. Su enorme cabeza quedó a unos tres metros y medio del suelo.
Wilhelm reparó en la característica más horrenda de la monstruosidad. En medio del tórax de la criatura había las facciones horriblemente estiradas y distorsionadas de un rostro humano. El sacerdote tuvo la certeza de oír un débil sonido maullante que salía de los temblorosos labios de aquella cara, y creyó ver lágrimas que corrían desde las rendijas de los ojos a través de la baba. Pero por muy humana y sufriente que pareciese la cara, el engendro no era nada más que una estúpida bestia.
La criatura lanzó todo su cuerpo hacia adelante para aplastar a su agresor. Wilhelm se puso fuera de su alcance de un salto, pero el hombre menos experimentado que estaba detrás de él, confundido por el caos de la batalla, no fue lo bastante rápido.
El engendro se desplomó sobre el hombre y lo cubrió por completo. La horrenda criatura deslizó la cola hacia adelante, reptó sobre su baboso rastro a través de los escombros, y luego volvió a erguirse sobre la poderosa cola para repetir la maniobra. Wilhelm retrocedió con paso tambaleante, intentando conservar el equilibrio y evitar que lo matara.
Cuando la bestia se alzó, el hombre aplastado quedó a la vista. Se debatía débilmente y sufría arcadas a causa de la pegajosa porquería que le colmaba la boca. El monstruo se dejó caer una vez más, haciendo volar por el aire nubes de ceniza.
Los atacantes tosieron.
Al tenerla más cerca, Wilhelm percibió el hedor pútrido que despedía la criatura: una acre mezcla de bilis, vapor amoniacal de cloaca y repugnante hedor dulzón de carne podrida.
El engendro abrió las fauces y Wilhelm pudo ver con total claridad las hileras de dientes de tiburón que desaparecían al adentrarse en el oscuro agujero de su garganta.
Al captar un movimiento por el rabillo del ojo, se volvió y alzó instintivamente el martillo de guerra para parar el ataque de que era objeto. La criatura le había lanzado un golpe con una extremidad recubierta de piel jaspeada que se extendía elásticamente desde un lateral de su abominable cuerpo. Lanzando dentelladas desde el extremo de este tentáculo había otra boca provista de colmillos, lo bastante grande para arrancarle la cabeza a un hombre. El tentáculo volvió a atacar como una oscilante cobra.
Wilhelm metió la cabeza del martillo dentro de la boca y, con una torsión de muñeca, la trabó y la lanzó contra el suelo. El impacto inicial desgarró un lateral de la boca. La cabeza del arma quedó recubierta de trocitos de carne y la boca se contrajo espasmódicamente. Wilhelm volvió a descargar el martillo y redujo el extremo del tentáculo a pulpa sanguinolenta.
El sacerdote guerrero descargó golpe tras golpe sobre el engendro, rajando su horrenda carne, reventando ampollas llenas de pus y fracturando los huesos que hubiera dentro de su cuerpo de molusco. El monstruo respondía lanzándole golpes con los tentáculos, dentelladas con sus mandíbulas horriblemente distendidas, y zarpazos con sus desgarbados apéndices articulados y provistos de garras. Arañaban el hierro de su peto y abrían tajos en la pesada tela de su ropón, causándole heridas sangrantes. Estaba recubierto por la porquería y la baba que exudaba el engendro, y la oscura sangre de la bestia le manchaba la capa con capucha.
Sus implacables golpes parecían surtir poco efecto; el grotesco corpachón de la bestia absorbía las heridas. No lograba nada más que provocar en la criatura un estado de furia animal que no daba muestras de decrecer.
Wilhelm sentía que sus músculos comenzaban a cansarse.
Era necesario probar un método diferente. Se necesitaría algo más que armas para destruir a este monstruo.
Si pudiera reavivar una de las hogueras, estaba seguro de que las llamas resultarían ser un arma eficaz. Pero en el tiempo que necesitaría para lograr eso, era probable que la abominación acabara con él y con quienes luchaban a su lado. El simple acto de echar a correr y huir sería un descuido de su deber y constituiría una blasfemia contra la voluntad de Sigmar.
—¡Mantenedlo ocupado! —ordenó a sus hombres, y retrocedió un paso.
Si Wilhelm comenzaba a sentir que lo ganaba el agotamiento, no era nada comparado con lo que debían de estar sintiendo los otros. Sin embargo, sus jadeantes y resollantes seguidores redoblaron los ataques contra el engendro, golpeándolo desde todos lados.
Wilhelm admiraba el valor de sus hombres para enfrentarse con un horror como aquél. Pero debía tener en cuenta que ya habían visto su buena parte de horrores caminando por las calles de Steinbrucke. Sus ataques estaban surtiendo muy poco efecto real en el engendro, pero al menos lo mantenían ocupado para que Wilhelm pudiera prepararse.
El sacerdote cerró los ojos y comenzó a rezar. Al sumirse en un estado de semitrance, apenas percibió el grito lanzado por uno de sus hombres.
El alarido quedó bruscamente interrumpido por un crujido repugnante, y fue seguido por las aterrorizadas protestas del resto del grupo. Cuando el sacerdote guerrero volvió a abrir los ojos, éstos eran orbes de fuego.
A medida que se colmaba de la gloriosa luz de Sigmar y de legítima furia por el hecho de que una abominación semejante profanara la faz del mundo, lo rodeó un oscilante resplandor dorado.
Como si entendiera que no le quedaba mucho tiempo de vida, el engendro del Caos se lanzó hacia el sacerdote guerrero en un último ataque desesperado. Wilhelm se mantuvo firme.
La criatura se encontraba a un metro de Wilhelm cuando fulguró una luz de blanco puro y consumió el aire por encima de él. Fue como si la abominación se hubiese estrellado contra un escudo invisible creado por la fe del sacerdote.
El engendro retrocedió con grandes verdugones y ampollas negras en la quemada parte inferior del cuerpo y sobre el estirado rostro humano. Antes de que pudiera recuperarse, Wilhelm avanzó trazando en el aire un molinete con la ardiente cabeza de su martillo de guerra.
Golpeó una vez, dos, tres, y de cada herida manaban chorros de sangre medio coagulada y podredumbre. El engendro se desplomó de espaldas, con el espinazo arqueado hacia atrás, y luego se colapsó sobre sí mismo.
Wilhelm esperó, con el martillo de guerra preparado, por si se producía otro impulsivo ataque.
Y esperó.
No hubo más ataques.
Oyó un desagradable sonido siseante, gorgoteante, mientras el cuerpo del monstruoso engendro del Caos se iba encogiendo. La pálida carne del ser parecido a una babosa comenzó a burbujear y ondular, como si por debajo de la piel se arrastraran gusanos. La forma cambió de dentro hacia afuera.
Wilhelm apretó con más fuerza el mango del martillo de guerra cuando la criatura saltó al aire una vez más. Un aullido agónico salió por las fauces del monstruo, al tiempo que la ahora quemada cara humana profería un alarido que heló la sangre de todos los que lo oyeron.
Los flancos de la criatura sufrieron un espasmo, y ésta comenzó a vomitar un torrente de sangre. Al cabo de poco, los observadores vieron con claridad que la criatura estaba regurgitando sus propios órganos, volviéndose efectivamente del revés. Los músculos y los gruesos intestinos se contorsionaban y sufrían espasmos, y el lector vio que dentro de la masa se formaban nuevas extremidades huesudas que, al crecer, tensaban la ondulante y burbujeante carne.
Wilhelm podía percibir las olas de energía que serpenteaban en torno al monstruo, alimentando su metamorfosis.
El engendro del Caos sufrió un último espasmo y, desde algún punto del interior de la ensangrentada carne del despojo, manó un grito gorgoteante y agónico que no podía ser otra cosa que un alarido de muerte.
Las convulsiones cesaron y la pila de carne se hundió y disolvió. No podía quedar duda ninguna de que la abominación estaba muerta al fin.
* * *
—¿Hacia dónde vamos ahora, santidad? —preguntó Kuhlbert, cuando se disponían a abandonar el destruido poblado.
Habían sufrido dos bajas en la lucha contra el engendro del Caos.
Tras subir a la silla de Kreuz, el lector hizo una pausa. Se encontraban reunidos ante los destrozados restos de la puerta norte de Grunhafen. Mientras que había habido pocas señales de tráfico procedente del sur, allí la tierra había sido batida por el paso de hombres y caballos. Quienquiera que hubiese estado allí y presenciado o participado en la carnicería, se había marchado en esa dirección.
—Hacia el norte —declaró Wilhelm con su resonante voz grave.
—En esa dirección se encuentra la ciudad de Wolfenburgo —comentó Kuhlbert.
—En este territorio se están tramando cosas oscuras —dijo Wilhelm con tono ominoso al tiempo que volvía la mirada hacia sus seguidores—, y me temo que la ciudad podría estar en peligro. Percibo que se avecina una época de grandes males, un tiempo en el que todos tendremos nuestro cometido.
Tras dirigir a Kreuz hacia el norte, Wilhelm taconeó los flancos del corcel y abrió la marcha saliendo de la aldea en ruinas.