3: El leproso de Grunhafen

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El leproso de Grunhafen

Cuando los estragos de la edad y la enfermedad se dejan sentir, cuando las cosechas son afectadas por plagas y amenaza la hambruna, es entonces cuando los hombres desesperados —hombres sin esperanza— suplican al Abuelo para que contenga su escabrosa mano. Y es a partir de entonces que son condenados.

Un tratado sobre la naturaleza de los Poderes Destructores por el hermano copista Schreiber

Ya había pasado una semana desde que Gerhart Brennend había escapado de la destrucción de la torre observatorio de Kozma Himmlisch, y aún caminaba por las tierras altas de Ostland bajo un cielo encapotado y permanentemente oscuro.

Tan densamente cubierta estaba la vasta bóveda celeste, que había poca diferencia entre el día y la noche. Y continuaba lloviendo.

Tenía frío y estaba mojado, cansado y hambriento como nunca antes. Presentaba un aspecto desgreñado y enfermo, pues la falta de comida y cobijo adecuados estaban causando efecto en él.

Desde su batalla con el astromante, Gerhart no había visto ni rastro de otra alma humana. Los pantanos de Ostland eran un lugar tan virgen y salvaje como cualquiera de los Reinos Fronterizos del Imperio. Manadas de hombres bestia y tribus goblins acechaban en las sombrías profundidades del Bosque de las Sombras, al igual que en el retorcido corazón estrangulado por las zarzas del más conocido Drakwald, al sur.

Los traicioneros pasos de montaña eran refugio de renegados humanos y seguidores de los cultos proscritos, así como de trolls, gigantes y cosas peores. Gerhart había descubierto esto por sí mismo, en Keulerdorf. Además, había que enfrentarse con las incursiones de los Norse, los merodeadores orcos e incluso, en ocasiones, las sanguinarias correrías de los bandidos kislevitas.

Por supuesto, al hallarse tan cerca de la frontera nororiental del Imperio, los condes electores de Ostland habían luchado hombro con hombro con los curtidos guerreros de la gélida tundra de Kislev en la causa común de evitar que las fuerzas del Caos avanzaran hacia el sur. No obstante, si las especulaciones del astromante eran correctas, daba la impresión de que, dentro de poco, la totalidad del Viejo Mundo sería anfitrión de una invasión como no había sido vista en quinientos años. Todos los ejércitos de Ostland y Kislev tendrían dificultades para contenerla, mucho más para hacerla retroceder.

El emperador, en su trono de Altdorf, o el conde elector de Ostland, Valmir von Raukov, portador de una de las legendarias armas llamadas Colmillos Rúnicos, seguro dentro de su castillo de la capital del gran principado, Wolfenburgo, puede que afirmaran que estos territorios estaban civilizados. Pero ambos, «héroes por derecho propio», habían luchado larga y duramente en defensa de estas tierras septentrionales.

La civilización realmente sólo existía como concepto, en aquellos territorios. Ciertamente, podían reunirse ejércitos entre los súbditos de los muchos estados y ciudades del Imperio para repeler invasores y aplastar rebeliones. Había comercio bastante regular entre las diferentes regiones, con las pérdidas previstas en estos tiempos salvajes y peligrosos. Las gabarras transportaban sus cargamentos por las vías fluviales del Imperio hasta el gran puerto franco de Marienburgo y allende ésta, hasta las caballerescas tierras de Bretonia y las ciudades estado de Tilea, incluso hasta la costa de la polvorienta Arabia. Las ciudades del Imperio eran famosas como grandiosos centros de erudición, donde se sondeaban los secretos de la alquimia y la magia junto con los nuevos avances de la metalurgia, las municiones y la locomoción a vapor.

No obstante, a pesar de todos estos grandiosos logros, la verdad era que una gran parte de la campiña situada allende los patrullados caminos reales y las antiguas ciudades era de hecho un salvaje territorio de lóbregos bosques vírgenes, tierras altas peñascosas y azotadas por el viento, y desolados páramos divididos por torrentosos ríos. La gente se ocultaba dentro de sus grandes o pequeñas ciudades y pueblos, protegida por gruesas murallas de piedra y altas empalizadas, o en sus castillos, y la mayoría jamás en la vida se aventuraba más allá de unos pocos kilómetros de su casa.

Pero se avecinaba una época en la que tal vez ni siquiera las fortificaciones antiguas resultarían seguras ante la tormenta que se estaba formando en el norte.

Fue justamente entonces, cuando descendía de las tierras altas que acababan ascendiendo para unirse a las Montañas Centrales que quedaban detrás de él, cuando Gerhart volvió a ver señales de presencia humana.

En verdad, Gerhart ya había encontrado algunos signos en sus viajes, señales de que estos territorios remotos habían estado habitados en otros tiempos: antiguos túmulos funerarios y círculos de piedras desgastadas por los elementos, no corrompidos por los sellos de los Dioses Oscuros ni de sus seguidores, estructuras de granjas abandonadas reclamadas por la naturaleza y montículos cubiertos de turba que sugerían que una vez había habido allí un asentamiento.

Como mínimo, estas moradas abandonadas le habían proporcionado un cierto cobijo de la incesante lluvia y un sitio donde dormir. Había pasado una noche al abrigo de un decrépito molino de viento, y otra bajo el techo de una choza de pastor vacía, escuchando el diluvio que azotaba la paja medio putrefacta que hacía las veces de tejado.

Durante el resto del tiempo había tenido que conformarse amparándose entre las enormes rocas de lo alto de las colinas, o gateando hasta las sombras de las cuevas tras haber comprobado antes que dentro no había ningún ser vivo. Entonces, a solas e impasible, el hechicero había concentrado su mente.

Veía los vientos de la magia cuyas brisas danzaban por encima de las tierras empapadas de lluvia, y extendía sus sentidos para atrapar una hebra de ardiente poder: la esencia de Aqshy.

Con eso le bastaba para encender un pequeño fuego con el que protegerse del frío, calentar algunas provisiones y secar sus ropas empapadas.

A la luz del fuego, Gerhart había podido leer las notas que había cogido al azar del observatorio de Kozma. Quería darles sentido a los precipitados garrapatos del astromante. Se daba cuenta de que las notas eran los desvaríos de una mente extraviada, pero todas iban a parar a la misma conclusión. Había necesitado algún tiempo pero, gracias a la información que había recogido él mismo antes de encontrarse con Kozma Himmlisch, Gerhart había sido gradualmente capaz de dilucidar la esencia de las observaciones del astromante.

Con su arcano telescopio, el hechicero celestial había pasado meses observando el flujo de los vientos de la magia, así como los cielos que cubrían las tierras que se extendían en el extremo norte. Kozma Himmlisch había sospechado un incremento del poder del Caos al aumentar la extensión de territorio cubierto por la Sombra de disformidad, como si fuese una playa tragada por la pleamar.

Esta disminución y aumento del poder oscuro, como las fases menguante y creciente de la luna, no era algo insólito. Los que sabían de estas cosas se daban cuenta de que era algo que sucedía cada año con el paso de una estación a otra. Pero esa misma gente también se habría dado cuenta, como lo había hecho Gerhart, de que el actual crecimiento de la Sombra no tenía precedentes en la historia reciente. En el mejor de los casos, menguaría lentamente. En el peor, podría tragarse el mundo entero.

A Gerhart todo esto le parecía el conjuro de una mente enferma, pero de una cosa estaba seguro: este aumento de poder en el norte, como una tormenta de Caos que crecía en las fronteras de los territorios de los hombres, podía amenazar a todo el Imperio.

Así que ahora él mismo avanzaba hacia el norte, siguiendo los caminos reales y vías secundarias de Ostland, con la ayuda de su báculo de roble. Porque aun en el caso de que acabara teniendo que enfrentarse en solitario con todas las multitudinarias hordas del norte, tenía que hacer todo lo posible para expiar sus pecados.

Más adelante se hallaba la ciudad centinela de Wolfenburgo, y sin duda el más grandioso reto con el que se había encarado en sus cuarenta y cinco años de vida, si eran dignos de crédito los desvaríos de Kozma.

Las hojas de pergamino que contenían las formidables adivinaciones de Kozma Himmlisch estaban guardadas debajo de su ropón, arrugadas y mojadas, aunque Gerhart había hecho todo lo posible para mantenerlas secas. A fin de cuentas, eran la única prueba que tenía de lo que había visto y de lo que ahora creía sin dudar.

Mientras chapoteaba en la turba que tenía bajo los pies, Gerhart calculó que había cubierto una buena distancia desde que dejó tras de sí la torre en llamas. El cuero de sus botas estaba manchado y decolorado a causa de la permanente lluvia y el fango que le salpicaba. A pesar de que brillaba sólo un rastro de sol tras un débil relampagueo del constante dosel de nubes grises, Gerhart pudo ver que la senda que seguía mostraba signos de mayor tráfico y descendía constantemente hacia un boscoso valle.

Y luego atisbo el humo que se alzaba a través de la niebla y la lluvia, aún a algunos kilómetros de distancia, al límite de su visión en aquel espantoso tiempo. Pero antes de llegar al origen del humo, Gerhart se encontró con el primero de los pueblos abandonados.

La calma resultaba inquietante. Los únicos sonidos que percibió Gerhart mientras avanzaba cautelosamente hacia el cruce de caminos, en torno al cual se apiñaban unos pocos edificios de piedra y madera con tejado de paja, fueron los que hacía él mismo o los del viento y la lluvia despiadados. Una atmósfera de muerte flotaba sobre el poblado como una mortaja. No se veía el más mínimo signo de vida, ni humana ni de otra clase. Aunque eso apenas resultaba sorprendente, dada la aparente suerte corrida por el asentamiento.

En la puerta de cada choza, Gerhart vio una cruz trazada con espesa pintura roja. Era una práctica corriente en los territorios septentrionales del Imperio cuando se producían circunstancias calamitosas. Algunas de estas mismas puertas, junto con las ventanas y cualquier otra entrada de los edificios, habían sido tapiadas con tablones clavados desde el exterior.

Era algo que hablaba de una muerte lenta y prolongada.

Hablaba de la peste.

Allá donde se había pintado una cruz, ésta narraba la trágica historia de familias enteras encerradas en sus hogares, abandonadas por sus vecinos. Aunque un solo miembro de la familia sucumbiera a la enfermedad, hasta el último habitante de la casa quedaba atrapado en el interior con la víctima de la peste, condenado a la infección y a una muerte inevitable, ya fuera por la enfermedad, la inanición o el suicidio destinado a evitar los sufrimientos que sin duda vendrían a continuación.

Las personas que en otro tiempo se habían considerado mutuamente amigas, se evitaban ahora unas a otras. La amistad quedaba olvidada, los lazos familiares eran cercenados, y vecinos de corazón bondadoso se convertían en pragmáticos despiadados que libraban a los infectados a un destino terrible.

Porque no había lugar para la compasión cuando se trataba de la peste. Sencillamente había que contenerla. Un pequeño caserío o pueblo infectado apenas podía esperar sobrevivir si no se atajaba a tiempo la propagación de la enfermedad. Así pues, los aldeanos se autoimponían una cuarentena y rezaban a cualquier dios bondadoso que pudiese estar escuchando, para que los salvara en su hora más desesperada.

Si no hacían esto y los descubría uno de los destacamentos ambulantes de templarios sigmaritas, su suerte quedaba sellada; se enfrentaban a la muerte por la espada y el fuego, posiblemente después de un doloroso e innecesario interrogatorio.

¿Cómo había comenzado, en este caso?, se preguntó Gerhart. ¿Un suministro de aguas contaminadas? ¿Un maleficio lanzado contra el pobre pueblo llano? ¿Una enfermedad transmitida por las ratas, probablemente producto de las inmundas maquinaciones de los hombres rata?

¿Y cómo se había propagado? ¿Mediante un cargamento infectado llevado al pueblo por una carreta? ¿Un buhonero ambulante? ¿De modo intencionado por aquellos que, a causa de la enfermedad, tenían la mente tan corrupta como para servir a los poderes blasfemos que se oponían a la especie humana?

¿Cuánto tiempo había pasado desde que el anónimo poblado había sucumbido a la peste y su nombre había muerto junto con la última persona que lo recordaría jamás?

Gerhart no forzó ninguna de las puertas para descubrir qué había detrás. Ya sabía qué encontraría y, además, probablemente había visto cosas peores cuando luchaba en los ejércitos del Imperio. No había nada que pudiera hacer por la gente que había vivido allí, salvo purgar el lugar con fuego purificador.

Tras concentrarse mentalmente, Gerhart tendió sus pensamientos al exterior e invocó a los vientos de la magia para que acudieran a él. El extremo de su báculo chisporroteó para luego estallar en llamas. Recorrió el poblado encendiendo los tejados de paja de los abandonados hogares, convirtiéndolos en sepulcros de fuego. A despecho de la interminable lluvia, el hechicero descubrió que la paja estaba seca debajo de los aleros, y allí el fuego prendió.

Cuando Gerhart salió de la aldea, dejó tras de sí edificios en llamas. Un espeso humo gris ascendía desde los tejados y las altas llamas lamían los muros, consumiéndolo todo con su insaciable voracidad.

En el siguiente asentamiento, situado a menos de media legua de distancia, la historia era la misma. El mismo miasma de muerte flotaba sobre el poblado rodeado por una empalizada, la misma cruz roja aparecía en muros y puertas, reinaba el silencio en lugar de los cantos de los pájaros. No se veía el más leve rastro de vida. Una vez más, no pudo hacer otra cosa que prender fuego al poblado. Con el poder del Caos aumentando en las fronteras septentrionales del Imperio, él tenía que poner en cuarentena el cáncer de mal que crecía dentro del mismo.

Así pues, continuó. Una aldea tras otra, pueblos enteros habían sido asolados, y las granjas solitarias se alzaban tan silenciosas como tumbas. Forjas, curtidurías e incluso santuarios que lucían la misma cruz condenatoria ascendieron todos en humo, purgados por el mismo fuego purificador.

¿Todos estos asentamientos habían sucumbido a causa de la peste? En muchos de ellos no se veía señal alguna de que hubiese sucedido nada anormal. Gerhart había oído relatos de pueblos enteros condenados a una muerte prematura sólo a causa de la paranoia. Si un hombre enfermaba de una infección de la sangre o un ataque severo de calambres abdominales, la paranoia se encargaba del resto, muy a menudo alimentada por fanáticos religiosos y cazadores de brujas demasiado entusiastas.

Días más tarde, cuando dejaba otro asentamiento librado a su suerte entre las llamas, Gerhart se volvió para mirar el sendero por el que había llegado a través del bosque. Detrás de él se alzaba humo negro de los poblados que había incendiado.

Flotaba sobre los árboles como un palio, y daba la impresión de que el cuervo de muerte del mismísimo Morr había descendido del reino sombrío e irreal allende el velo, para apoderarse de las almas liberadas al fin por las piras funerarias.

No pasó mucho tiempo antes de que quedara claro que Gerhart no era el único que procuraba purificar el territorio.

Dos días más tarde, se encontró con los monjes justicieros de Sigmar.

* * *

Tras haber pasado la noche anterior durmiendo al abrigo de una añosa haya, a unos cuantos kilómetros de la última cabaña forestal que había incendiado, Gerhart se encontraba ahora en un sendero que rodeaba una colina cubierta de sicómoros antes de descender hacia un valle somero situado entre dos lomas bajas. El poblado que anidaba en la depresión ya estaba parcialmente oculto por el espeso humo gris que ascendía de las hogueras que ardían por todas partes.

Entre la humareda que flotaba entre los troncos de los árboles, Gerhart vio que un río atravesaba serpenteando el asentamiento rodeado por una empalizada. Discurría a través de dos esclusas de mimbre, y varias gabarras se encontraban amarradas junto a un embarcadero de la orilla norte, dentro del pueblo.

El hechicero inspiró profundamente y percibió el acre olor a quemado en la brisa que atravesaba el valle y ascendía por los ondulados contornos de la colina. Tanto los médicos como quienes se dedicaban al estudio del cuerpo humano decían que el olfato era el sentido más evocador de todos. Ciertamente, era el efecto que ahora causaba en Gerhart. El perfume de las hogueras le aceleró el corazón, y percibió que el cálido resplandor del esotérico viento de Aqshy pasaba a través de él. En la periferia de su campo visual veía los rojos vapores del etéreo viento que seguía la dirección del humo a través de los árboles.

Pero el viento llevó algo más hasta él, algo que afectó al hechicero casi tan severamente como el olor a quemado: los gritos, alaridos y plegarias de gente desesperada, mezclados con los rugidos e imprecaciones de sus atacantes.

Gerhart apresuró el paso ladera abajo.

Cuando llegó a la periferia del poblado, pudo ver siluetas que se movían entre el humo. Aunque no podía distinguir las apariencias individuales, por sus movimientos desesperados comprendió con total claridad lo que estaba sucediendo. Muchos corrían, presas del pánico, y otros los seguían con lo que parecían ser pasos más medidos.

Gerhart se dio cuenta de que los aterrorizados aldeanos estaban siendo dirigidos hacia el centro del poblado, donde ardía otra hoguera más grande que las demás.

Al principio, el humo que se elevaba de las otras piras había ocultado este fuego. Cuando otra nube de humo se alzó del poblado, Gerhart vio que habían arrancado una parte de la empalizada que rodeaba los edificios para alimentar el fuego junto con la madera y la paja saqueada de un granero ruinoso.

Gerhart supuso que las hogueras más pequeñas que ardían en la periferia de la aldea habían sido encendidas para purificar el aire de la invisible y maligna peste contagiosa. Pero estaba seguro de que esta enorme hoguera que ardía en el centro tenía un propósito mucho más siniestro.

De repente, una mujer atravesó corriendo el espacio que mediaba entre dos casas, con el vestido desgarrado y el pelo aleteando en torno a ella. Era perseguida por un hombre vestido con un hábito monacal, que blandía por encima de la cabeza un látigo con púas en el extremo.

Gerhart pasó bajo un cartel, una plancha de madera colgada mediante cadenas que rechinaban en la suave brisa. Alzó los ojos y leyó el nombre que figuraba en ella con pintura desteñida y descascarillada, en una letra gótica angulosa: Grunhafen.

Dado que no había nadie de guardia ante la puerta sur de Grunhafen, Gerhart pudo entrar sin impedimentos en el poblado. Oía el zumbido de las moscas en el aire. Unas siluetas corrieron hacia él desde el ondulante humo, macilentos rostros distorsionados por alaridos, empapados por lágrimas de terror, u ocultos por profundas capuchas y siniestras máscaras de cuero. Luego volvieron a desaparecer, engullidos por el espeso humo de las hogueras.

Un robusto hombre ataviado con hábito cargó hacia él bramando, pero se detuvo en seco cuando Gerhart le asestó un golpe seco con el báculo en el estómago. Mientras el fanático se desplomaba de rodillas, sin aliento, Gerhart vio con total claridad la angulosa letra «S» que llevaba bordada en la pechera del hábito. Era la misma que lucían todos los otros perseguidores. Eran fanáticos; hombres de Sigmar.

—¿Qué está sucediendo aquí? —murmuró el mago de fuego.

Haciendo caso omiso del juego del gato y el ratón que ocupaba a los aldeanos y sus agresores, Gerhart se adentró en las acres nubes que lo envolvían todo, camino del centro del poblado. Estaba seguro de que sería allí donde sus preguntas obtendrían respuesta.

Las formas de un gris más oscuro de los hastiales se alzaban ante él surgiendo de la oscuridad, aumentando la sensación de claustrofobia que el sofocante humo ya había creado en la aldea. Luego desaparecieron los sombríos fantasmas de las calles, y Gerhart se encontró en el centro de la aldea, donde el calor de la hoguera le aguijoneaba el rostro.

El calor no era tan fuerte como podría haber esperado, ya que en torno a la hoguera había un cordón de fanáticos. Gerhart los abarcó a todos con una mirada de desaprobación. Algunos llevaban hábitos con capucha, mientras que otros vestían ropas de plebeyo. Algunos se habían afeitado la cabeza como solían hacerlo muchos de los que ingresaban en el sacerdocio de Sigmar, pero otros se habían dejado crecer el pelo y la barba en espesas matas descuidadas.

Todos lucían alguna clase de símbolo o icono del Portador del Martillo. Y todos tenían la expresión obsesiva de los hombres desesperados, hombres que habían sufrido tantas penurias y tragedias a lo largo de su vida que ya no les quedaba nada por lo que vivir salvo su fe y la persecución de los pecadores.

Iban todos armados, y un tipo de pelo enmarañado se azotaba con un látigo de nudos que tenía en la mano. Se golpeaba la espalda repetidamente, primero por encima de un hombro y luego del otro, mientras sus ininteligibles murmuraciones eran puntuadas por bruscas inspiraciones o involuntarios gritos ahogados de dolor.

—Flagelantes y fanáticos —gruñó Gerhart—. Locos todos.

—¿Quién es este pecador? —exigió saber una voz, potente y clara como un cañonazo, por encima del crepitar de la hoguera.

Al volverse, Gerhart vio un hombre desgreñado y ataviado con un hábito andrajoso, que lo señalaba. La piel del brazo estirado del hombre era rugosa y tenía una enfermiza coloración gris verdosa. Resultaba obvio que en otros tiempos había ido vestido del mismo modo que los flagelantes, con un ropón que llevaba bordado el cometa de dos colas de Sigmar, pero ahora su hábito estaba desgarrado y sucio y se parecía más a una mortaja.

El hombre estaba rodeado por cuatro corpulentos personajes que, aunque vestidos como hombres santos, tenían la constitución y la actitud de guardaespaldas.

A pesar de ser una cabeza más bajo que los enormes sigmaritas que lo rodeaban, el hombre poseía un aire de autoridad que lo distinguía como jefe.

Cerca del hombre, Gerhart sufrió una arcada a causa del repugnante olor dulzón de podredumbre. ¿Era debido a que se encontraba en el corazón de otro asentamiento condenado que había caído presa de la peste, o el hedor manaba de la figura envuelta en vendas que tenía ante sí?, se preguntó.

El hechicero no podía ver la cara del hombre. Bajo la capucha del hábito que le cubría la cabeza, el jefe de los fanáticos llevaba una máscara de cuero moldeado, teñida de un tono casi negro, que le confería una expresión sonriente casi demoníaca. Metido en el resquebrajado cinturón de cuero que le rodeaba la cintura, había un azote cuyos varios látigos de cuero trenzado llevaban clavadas crueles púas y pinchos.

El hechicero no se molestó en ocultar su repulsión.

Cuando el jefe de los fanáticos volvió a hablar, Gerhart tuvo la certeza de que el hedor vomitivo manaba del hombre enfermo.

—Vuelvo a preguntar, ¿qué pecador es éste que interrumpe nuestra sagrada obra? ¿Por qué no ha sido juzgado? ¡Apresadlo!

—También yo podría preguntar quién sois vos —contestó Gerhart—. ¿Qué estáis haciendo aquí, y qué estáis haciéndole a esta gente?

De repente, Gerhart se encontró rodeado por media docena de fanáticos sigmaritas, algunos de los cuales habían abandonado su puesto en torno al fuego, y otros salidos del ondulante humo salpicado de ceniza.

Alzó el báculo con ambas manos ante sí, pero los fanáticos ya estaban sobre él y apartaron a un lado la vara de roble del hechicero con los golpes de sus mazas rodeadas por bandas de hierro. Gerhart recibió dos potentes golpes del mango de madera de un arma larga. Algo romo y pesado se estrelló desde atrás contra sus costillas. Sobresaltado y jadeando para recuperar el aliento, sintió que unas manos ásperas lo aferraban.

Gerhart pudo sentir que las energías de Aqshy afluían a su interior, atraídas al principio por las hogueras, visibles para sus ojos de mago como fulgurantes cintas de energía escarlata y fluctuante luz roja. Pero se trataba de una fuente de poder que era incapaz de utilizar, ya que le sujetaban firmemente los brazos a los lados, y uno de los matones fanáticos le había arrancado el báculo de la mano. Otro hombre se puso a tirar de la envainada espada de Gerhart y, tras algunos forcejeos, consiguió sacarla.

Sin sus armas ni sus poderes de hechicería, a Gerhart no le quedaba otra cosa que el temperamento.

—¿Sabéis quién soy?

—¿Por qué? ¿Debería saberlo? —se burló el cabecilla.

—¡Soy un famoso hechicero del colegio de magia Brillante, de Altdorf! —declaró Gerhart, al tiempo que se erguía en toda su estatura.

—¡Ah, así que sois uno de esos que querrían atraer la ruina a nuestra grandiosa nación mediante conspiraciones con los poderes de la oscuridad! —No era una pregunta; el hombre ya había formulado su juicio—. Todos los que juegan con fuego, acaban quemándose —dijo, al tiempo que se volvía a medias hacia la hoguera que ardía detrás de él.

¿A qué se refería aquel hombre?, se preguntó Gerhart. Hablaba y se comportaba como un fanático seguidor de Sigmar, pero su apariencia física bastaba para que cualquier hombre racional sospechara que el monje no era todo lo que proclamaba ser.

¿Cómo era posible que el hombre fuese tan ignorante de su propio estado, a menos que no sólo su cuerpo estuviese corrompido, sino también su mente?

—¡Os maldigo por ser un condenado idiota! —gruñó Gerhart—. ¿Creéis que aquí estáis haciendo la obra de Sigmar?

—¿No habéis visto las señales? —gimió el cabecilla—. ¡Los Tiempos del Fin están sobre nosotros! ¡Los servidores del Caos son abundantes en el mundo, y si queremos que la luz de Sigmar brille a través de la oscuridad, tenemos que iluminarle el camino con los cuerpos en llamas de sus enemigos!

Gerhart meditó acerca de los signos maléficos que ya había visto en el territorio, el potro de dos cabezas de la aislada granja de Stosten, el bebé nacido muerto con patas de araña en Avenhoff, la lluvia de peces en Vlatch, la burlona cara verdosa de la segunda luna al transitar por el cielo, y ahora la enfermedad que afligía a los propios fanáticos sigmaritas que querían librar de la peste a Ostland.

¿Tal vez esto era, en efecto, el principio de los profetizados Tiempos del Fin?

Una ceja bruscamente alzada fue el único indicio que dio Gerhart de que consideraba que algo iba mal, pues el resto de su semblante era una máscara inescrutable.

En el aire había un claro miasma de enfermedad y podredumbre. Un fanático empujó a un gimiente aldeano que pasó junto a él. Aunque Gerhart no era médico, vio que la supuesta víctima de la peste no parecía tener síntomas obvios. El hechicero se preguntó si lo mismo sucedería con las otras personas que los fanáticos estaban acorralando y arrojando a las llamas de la creciente pira funeraria.

Al contrario que los aldeanos, estos fanáticos sigmaritas habían contraído inequívocamente la enfermedad en algún momento, posiblemente mientras llevaban a cabo su sagrada obra.

Gordas moscardas peludas zumbaban en torno a los hombres santos, cuya piel se hallaba cubierta de bubas y úlceras supurantes. Sus caras, las que podía ver, estaban demacradas y macilentas, con enormes ojeras negras como el carbón en torno a los ojos ribeteados de rojo. Y estos signos de enfermedad eran aún mayores en el monje flagelante del hábito andrajoso.

Superado en número y a solas, Gerhart sabía que tenía que salvarse por sus propios medios y salir del poblado antes de que él mismo quedara atrapado en aquella locura. Y tenía que hacerlo ya.

—Vosotros habéis estado en contacto con la enfermedad. ¿Es posible que también hayáis sucumbido a ella? —desafió Gerhart al monje.

—¡No! —chilló el cabecilla, claramente ignorante de su propio estado de corrupción—. Nosotros llevamos a cabo una obra santa, la sagrada misión que nos encomendó el propio Sigmar en una visión de gloria.

—¿Y cuál es esa misión?

—¿No podéis verlo? —dijo el jefe de los sigmaritas al tiempo que señalaba al grupo de aterrorizados aldeanos que eran retenidos por otros de sus siniestros seguidores—. ¡Estas criaturas son seguidores de Nurgle! —El estómago de Gerhart se contrajo al oír el auténtico nombre del dios de la plaga—. Llevan el estigma de los elegidos del Señor de la Corrupción. Mientras viven para propagar la inmundicia y corrupción de su amo, el señor de la carroña engorda y se hincha con las almas de los inocentes, y su poder oscuro aumenta en el mundo como un cuerpo que se infla de gases cadavéricos.

Gerhart no podía creer lo que oía. Todo lo que había visto en Grunhafen sugería que eran los aldeanos los inocentes, y que la hueste sigmarita, ciega ante la verdad, era la corrompida por el Señor de la Podredumbre.

«Míralos —pensó el hechicero—. ¡Mira lo enfermos que están todos!»

Como para confirmar las observaciones de Gerhart, uno de los fanáticos sufrió un ataque de tos seca.

—¿Cómo os atrevéis a hacer semejantes acusaciones? ¡Ya basta! ¡Sois vosotros los malignos! ¡Y vosotros sois quienes debéis ser juzgados!

Al decir esto, Gerhart descargó un fuerte pisotón en un pie de uno de los fanáticos que lo sujetaban. Conmocionado y dolorido, el hombre lo soltó y retrocedió un paso, cojeando.

Con un brazo libre, Gerhart le lanzó un golpe al segundo de sus captores. Su puño se estrelló contra el esternón del bruto y lo hizo tambalear, sin aliento. Gerhart se libró de un tirón de la debilitada presa del hombre y recobró su báculo.

En dos saltos, el hechicero ya estaba sobre el jefe. Aunque el pensamiento de acercarse al apestado fanático lo colmaba de repulsión, tenía que hacerlo. Los momentos desesperados hacían que los hombres emprendieran acciones desesperadas.

* * *

Cuando el monje alzó las ulceradas manos para protegerse del hechicero, Gerhart asestó un diestro golpe ascendente con el báculo que impactó contra la máscara de cuero del hombre, arrancándosela de la cara.

Cuando los sigmaritas avanzaron hacia Gerhart para defender una vez más a su jefe, el hechicero gritó:

—¡Mirad a vuestro jefe! ¡Mirad lo que es en realidad!

Tan cargada de autoridad estaba la voz del hechicero, que los fanáticos que se encontraban más cerca volvieron los ojos hacia la ruina que era la cara del cabecilla. Las mejillas y frente del hombre estaban destrozadas y acribilladas de marcas de viruela. Ni siquiera le quedaba nariz, sólo tenía un orificio abierto en la cara, a través del cual podían verse hueso y cartílago en proceso de putrefacción. Tenía los labios descarnados y contraídos y, en el momento en el que el leproso gritó, Gerhart pudo ver que las encías del hombre sangraban y estaban retraídas sobre los partidos dientes marrones. En la sien derecha del hombre había tres grandes bubas supurantes arracimadas de las que manaba un pus amarillo verdoso que se encostraba sobre la piel venosa.

Gerhart no pudo oír ninguna exclamación de repulsión ni horror entre los fanáticos. Sin duda, una visión como aquélla llevaría a los fanáticos a matar a su señor o abandonarlo como jefe, ¿o no?

—¿Estáis todos locos? ¡Mirad a vuestro señor! —volvió a exclamar el hechicero.

Continuaron sin moverse.

Aun gritando histéricamente, el leproso rebuscaba ciegamente entre el polvo para recuperar su máscara.

Gerhart estaba pasmado. A pesar de todo, una parte de la asolada mente del leproso debía de haberse dado cuenta de que su apariencia era aborrecible y tenía que ser ocultada a la vista. Pero sus devotos seguidores continuaban sin poder ver la corrupción que tenían ante sus propios ojos.

De pronto, Gerhart se dio cuenta de que el zumbido de las moscas había aumentado en intensidad, como si los insectos se hubiesen enfurecido. A continuación, se reunieron en torno a él en una gran nube negra.

* * *

Visualizando la llama que ardía dentro de su mente y observando el flujo de magia en torno a la ardiente pira con su visión de mago, Gerhart atrajo del aire un serpenteante zarcillo de energía rojo anaranjado.

Un cono de fuego saltó de la punta de los dedos extendidos de su mano derecha cuando la dirigió hacia el furioso enjambre. El rugido de las llamas acalló el zumbido de las moscas cuando el hechizo de Gerhart inmoló sus diminutos cuerpos negros.

Entonces, los apestados monjes justicieros corrieron hacia él, pertrechados con toda clase de armas, desde horcas y gastadas espadas hasta armas de asta e incluso los látigos que empleaban para mortificar su propia carne.

Las manos de Gerhart comenzaron a trazar los signos de un conjuro, como si pudiera atraer hacia su interior el caliente, seco viento de Aqshy. Rodeado por las hogueras de Grunhafen y colmado del poder de los cuatro elementos primarios, Gerhart apenas podía contener las energías que se acumulaban en su interior como el magma burbujeante en el corazón de un volcán.

Esto no se parecía en nada a la lucha que había librado en el tejado de la Torre del Cielo, batallando contra el astromante Kozma Himmlisch. Ahora los hechizos acudían con facilidad a él, con poca necesidad de concentrar de verdad la mente.

Alzó las manos una vez más y las lanzó hacia el círculo de fanáticos que se aproximaba.

Había estado a punto de perder la paciencia y, ahora que se había librado de sus zarpas, podía descargar la furia contenida en una erupción de llamas. El hechizo salió de sus dedos con un rugido animal. Era como si las llamas estuviesen vivas, furiosas y hambrientas como bestias salvajes.

Media docena de sigmaritas retrocedieron, gritando, cuando sus pesados ropones prendieron. Dos de los hombres que habían logrado conservar la cordura se lanzaron al suelo y rodaron una y otra vez para apagar las llamas. Gerhart vio al flagelante de enmarañado cabello que manoteaba las llamas de su barba con manos encendidas; sus agudos alaridos atravesaban el aire como un lamento agónico.

* * *

Gerhart volvió su furiosa mirada hacia el hombre que aún tenía su espada. Al aterrorizado sigmarita le pareció que los ojos del hechicero estaban en llamas. Gerhart no necesitó hacerle al hombre otra demostración de su poder. El fanático arrojó la espada ante sí, dio media vuelta y huyó.

Armado con su espada, su báculo y sus hechizos, Gerhart podía lanzarse ahora a fondo contra los apestados fanáticos.

A pesar de todo, el hechicero era consciente del ingente número de enemigos con el que tenía que enfrentarse en solitario. Jamás podría derrotarlos a todos, y tenía que decidir si les plantaría cara o intentaría escapar.

Y entonces, como en respuesta a una plegaria no pronunciada, oyó un pataleo de caballos y gritos roncos procedentes del otro lado de la plaza del pueblo. Mientras mantenía a distancia a los fanáticos que tenía más cerca con otro estallido de fuego mágico, Gerhart miró a través de las llamas de candente color blanco y vio seis figuras ataviadas de negro que cargaban contra la multitud de sigmaritas enfermos y los derribaban a golpes de sus espadas ensangrentadas.

Reinaban el caos y la confusión. El leproso chillaba órdenes a sus devotos, exhortándolos a matar a aquellos que les impidieran concluir su santa obra. Los aldeanos huían gritando de sus captores, mientras los sigmaritas luchaban contra los recién llegados. Algunos individuos más valientes intentaban herir al hechicero.

Estaba claro quién era el jefe de la partida de guerra: un hombre, erguido sobre la silla de montar, que llevaba un alto sombrero negro de ala ancha y empuñaba una pistola de platina de sílex bañada en plata. Gerhart ya se había encontrado antes con los de su clase.

El hombre cabalgó hacia él al tiempo que lo apuntaba. Por un momento, la duda destelló en la mente de Gerhart, cuya llama interior chisporroteó. Oyó con claridad la detonación del disparo y vio la nubecilla de humo azul que manaba del cañón. Una fracción de segundo después, oyó un grito ahogado detrás de sí. Al volverse vio a un sigmarita que, con un flagelo de cadena por encima de la cabeza, caía de espaldas a la hoguera con un agujero de bordes desiguales en la garganta.

* * *

Gerhart pensó que debía pronunciar algunas palabras de agradecimiento, cuando oyó la voz del jinete.

—Sorprendido en flagrante delito.

Antes de que pudiera volverse otra vez, algo pesado se estrelló contra la parte trasera de su cabeza, y el mundo de Gerhart se sumió en tinieblas.

Antes de que el hechicero se desplomara inconsciente a causa del golpazo que le había asestado con la culata de la pistola, Gottfried Verdammen le pasó un brazo por las axilas y lo subió al lomo de su jadeante corcel, que apenas aminoró el paso.

Recuperados tras el ataque sorpresa del destacamento de guerra, los enloquecidos fanáticos corrían ahora hacia el cazador de brujas y sus hombres, lanzando golpes a corceles y jinetes. Los hombres de Verdammen asestaban tajos descendentes a los monjes apestados, en un intento de mantenerlos a distancia.

—¡Ya hemos acabado aquí! —gritó Verdammen a su grupo—. Ya tenemos lo que hemos venido a buscar. ¡En marcha!

Golpeando los flancos de la montura con los tacones, Verdammen hizo avanzar a su semental. En ese momento, el animal se alzó de manos y aplastó la calva cabeza ulcerada de un hereje sigmarita bajo los herrados cascos.

Mientras se alejaba hacia la libertad y la seguridad con su prisionero echado de través sobre el lomo del caballo, Verdammen oyó un terrible rugido, el sonido de algo enorme, enojado y hambriento.

Al horrible ruido se unieron pronto los espantados gritos de aquellos que habían quedado atrás. Verdammen no sabía qué estaba sucediendo ni tenía intención de averiguarlo. Con otro grito de aliento dirigido a su corcel, salió al galope de la aldea condenada con su destacamento de guerra, dejando a los habitantes de Grunhafen y sus dementes acusadores librados a su propia suerte. Él tenía asuntos que atender en otra parte.