2: Muerto y enterrado

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Muerto y enterrado

Aquellos que me acusan de nigromancia no saben de qué hablan. Es verdad que el Viento de Shyish es atraído a los lugares de muerte, y que lo sigue la perdición, pero yo no soy un amante de cadáveres. Y si cualquier hombre vuelve a hacer una acusación semejante, aprenderá que no es bueno molestar a un hechicero de la ciencia de la muerte.

Todende Sterbefall, Gran Brujo de la orden Amatista, antes de la purga de Grabmalholz

El sacerdote guerrero bajó la mirada hacia el grupo de edificios de piedra apiñados en torno al viejo puente de piedra que se extendía al pie del valle. Podía ver muy escasos signos que indicaran que existía vida en aquel lugar. No había nadie en las calles. No se veía ningún animal doméstico en los corrales que había fuera de algunas de las viviendas. Delgados jirones de humo ascendían desde unas pocas chimeneas. Bajo el nublado cielo gris de última hora de la tarde, las casas parecían tener el color de las lápidas.

Así que esto era Steinbrucke, pensó el sacerdote. Un pequeño pueblo sin pretensiones situado en el corazón del principado de Ostland, a varias leguas de la ciudad más cercana.

Allí había habido un asentamiento desde que la tribu Unberogen se estableció en aquellas tierras por primera vez.

El pueblo había crecido en torno al formidable entorno del río Wasche. En su momento, se había construido el puente de piedra para proporcionar a los viajeros y carros de comerciantes un medio más práctico de atravesar el río por el camino de Wolfenburgo. La gente de Steinbrucke obtenía su sustento del propio Wasche, así como del comercio de paso que el río atraía hacia ellos. Puede que sólo hubiese un molino en el poblado, pero también había una posada de posta, una herrería, un taller de carros y un carretero.

No obstante, nada de esto hacía de Steinbrucke un lugar insólito. Lo que había atraído al sacerdote hacia allí eran los rumores. Las noticias siniestras tenían la costumbre de propagarse ampliamente y hasta grandes distancias, y no había nadie que tuviera más probabilidades de oírlas que un mártir en busca de una misión. Al menos, así lo definirían algunos: el lector Wilhelm Faustus se consideraba sencillamente un leal servidor de Sigmar que ejecutaba la obra de su santo señor tan bien como podía.

Cuando oyó decir que la congregación de Steinbrucke había perdido su fe en Sigmar, y que en consecuencia los poderes de la oscuridad habían dejado sentir su influencia, supo que tenía que intervenir.

Sentado sobre la silla de su gran corcel gris —un caballo de guerra que podía rivalizar con los de los gallardos caballeros de Bretonia—, nítidamente recortado contra el horizonte sobre la cresta del valle, Wilhelm Faustus constituía una presencia imponente. Vestía una capa con capucha, como la de un monje, sobre el acorazado torso. De cintura para abajo llevaba un faldar de malla, pesados calzones y robustas botas de cuero.

Sus manos iban enfundadas en guanteletes. Con la izquierda sujetaba un martillo de guerra de pesada cabeza y en su brazo descansaba un vapuleado escudo que lucía la divisa del cometa de Sigmar, pero con una calavera de hierro en el centro.

No obstante, la característica más distintiva del hombre era su lustroso cráneo calvo y el libro de la sagrada letanía transcrita del Libro de Sigmar atado a su frente mediante una banda de cuero, porque Wilhelm creía que si lo primero que tenía en la mente era la devoción por su señor Sigmar, nada malo podía acontecerle. También llevaba un ejemplar completo del Libro de Sigmar encuadernado en hierro y adornado con incrustaciones de metales preciosos.

Su rostro estaba marcado por una terrible cicatriz que trazaba un sendero desde su coronilla, pasaba por encima del ojo izquierdo, bajaba por la mejilla y serpenteaba por encima de su boca de finos labios.

Su caballo no era en nada menos imponente. Colgando de su jaez había varios trofeos macabros. El más recientemente cobrado era la aún sangrante y deforme cabeza colmilluda de un orco de piel verde. Los otros tres eran cráneos que habían sido hervidos para despojarlos de la carne y el pelo con el fin de dejar sólo brillante hueso blanco. El más grande de éstos era de forma caprina, con retorcidos cuernos de macho cabrío.

Los otros dos parecían humanos: en uno de ellos habían grabado la palabra «Hereje» con burda letra gótica; el otro lucía el título de «Damnatus», y parecía tener incisivos particularmente largos. Todas estas cosas eran pruebas de la lucha de Wilhelm contra los seguidores del mal, y de sus victorias.

Porque eso significaba ser un sacerdote guerrero de Signar: ser un hombre de acción además de un hombre de palabras, ser experto en las artes marciales del martillo de guerra y otras armas por el estilo, y ser igualmente versado en las sagradas escrituras y devotas plegarias de la orden sigmarita; practicar la abstinencia, mantener el cuerpo fuerte y el espíritu puro en la batalla contra los poderes de la oscuridad; salir al mundo para librarlo de malhechores, blasfemos y adoradores del Caos, aunque a primera vista las probabilidades pareciesen insuperables; ser perseverante en la creencia de que la fe, por sí sola, podía derrotar al mal. Eso significaba ser un sacerdote guerrero.

* * *

Wilhelm Faustus había oído, décadas antes, la primera llamada de Sigmar a la lucha. Pero había vuelto a oírla, renovada, sólo unos meses antes, al inicio del año que en el registro del Imperio figuraba como 2521.

De hecho, si la gente hubiese tenido ojos para verlo, habría sido algo presenciado por todo el Imperio. Había estado presente en todos los oscuros y ominosos portentos que se veían en toda la campiña, y también en las ciudades, desde Hochsleben a Wissenburg, desde Salzenmund a Bechafen. El mensaje no habría podido ser más claro: el Portador del Martillo pedía que aquellos que aún conservaban la fe lucharan contra el resurgimiento del Caos e hicieran retroceder la marea que amenazaba con arrasar sus territorios.

Así pues, el sacerdote guerrero había preparado a su caballo, Kreuz, y dispuesto sus pertrechos para un largo viaje. Se encaminaría hacia los territorios que yacían a la sombra del norte.

El lector Wilhelm Faustus creía que su sagrado destino consistía en emprender la lucha contra el mal en los mismísimos desiertos del Caos.

Por supuesto, a medida que avanzaba hacia el norte a través de las infortunadas baronías y principados del Imperio, vio corrupción y herejía por todas partes. Su propio fervor religioso no le permitía quedarse de brazos cruzados y hacer caso omiso de los servidores de los Poderes Siniestros que obraban su mal en las comunidades de buenas gentes. En consecuencia, su viaje se había visto interrumpido en muchas ocasiones, cuando se detenía para ocuparse de las necesidades espirituales y físicas del pueblo de Sigmar. A veces había trabajado en solitario, y en otras ocasiones había recibido ayuda en su sagrada labor.

Y así había regresado a Steinbrucke y a la maldición que pesaba sobre el poblado. En otros tiempos, puede que sus aldeanos se hubiesen contado entre las buenas gentes del Imperio, pero habían dejado que su fe mermara. En lugar de ver la llamada de su dios para que tomaran las armas contra las visiones y signos que aparecían por todo el territorio, los moradores de Steinbrucke sólo habían visto el colapso de la poca civilización que quedaba en su zona del mundo.

Si se permitía que continuase semejante pérdida de la fe, podría propagarse y crecer como un cáncer hasta corromper el corazón mismo del Imperio. Y podría provocar la caída del gobierno del emperador Karl-Franz y sus nobles y sobresalientes condes electores.

Pero el estilo de Wilhelm no era castigar a los culpables por el método de acabar con los inocentes. La falta de fe de la gente era como una enfermedad de la que había que librarla.

Necesitaban una demostración del poder de Sigmar por toda la pasmosa gloria de su dios-emperador. Llegado el momento, esperaba que dicho sistema tuviera consecuencias satisfactorias para el Imperio y sus leales súbditos.

Y si debían creerse los rumores que lo habían conducido hasta Steinbrucke, dicha demostración no resultaría difícil de poner en escena. Porque se decía que habían sido vistos seres inmundos deambulando por los campos durante la noche, y que gemidos ultraterrenos alteraban la paz del sueño nocturno. En este lugar había poderes antinaturales en acción.

La primera vez que había oído hablar del pueblo había sido en el salón de la taberna Cabeza de Cabra, en Hirschalle. Oyó hablar del miedo y falta de fe de los habitantes, y de los poderes de la oscuridad que se habían instalado allí, atrayendo a esos territorios a entidades amantes de la perdición. En Galgenbaum, había oído decir que el pueblo de Steinbrucke era ahora evitado por todos los que no fuesen los viajeros más implacables o desesperados. Al parecer, en el asentamiento no había habido un sacerdote desde hacía meses. Por la noche, la gente se escondía tras sus robustos muros de piedra, mientras los muertos desalojados de la tierra por los poderes siniestros rondaban por las calles e intentaban recuperar los hogares que una vez habían sido suyos.

Con estos pensamientos, Wilhelm hizo apresurar el paso a Kreuz, que comenzó a bajar por el sendero que conducía al antiguo puente de piedra y al acobardado pueblo situado allende el mismo. Los cascos herrados del caballo resonaban sobre el empedrado camino, y los trofeos entrechocaban colgados del jaez.

Había comenzado a caer una lluvia ligera, y el aire tenía un helor muy impropio de la primavera. Wilhelm se echó la capucha sobre la cabeza, sumiendo en sombras los severos rasgos de su rostro. Presentaba un aspecto siniestro, como un profeta de los Tiempos del Fin.

Al entrar en el poblado, mientras sentía que la lluvia le golpeteaba la calva cabeza a través de la tela de la capucha, Wilhelm fue recibido por una sucesión de puertas y postigos que se cerraban firmemente. ¿Aquel recibimiento sólo era para él, o se debía en parte a que caía la noche y los seres oscuros estaban a punto de aparecer?

El lector se dio cuenta de que, como mínimo, las puertas que se cerraban eran una señal de que no era bienvenido en el pueblo. A fin de cuentas, la gente de Steinbrucke había abandonado hacía mucho cualquier esperanza de que el sacerdocio de Sigmar podía ayudarlos. Había acudido allí sin que lo invitaran y, si tenía un poco de sensatez, pasaría de largo y buscaría cobijo en algún otro lugar antes de la noche. Cualquier cosa que le sucediera si decidía quedarse no era asunto de los aldeanos; él se lo habría buscado.

El asentamiento, que parecía haber sido razonablemente próspero en el pasado, daba la impresión de haber entrado en tiempos más difíciles hacía poco.

Wilhelm ya había visto lo mal cuidados y llenos de hierbas que estaban los campos que rodeaban el pueblo. Muchos de los edificios también comenzaban a mostrar signos de descuido.

Wilhelm reparó en que se habían hecho algunas precipitadas reparaciones donde faltaban tejas en los tejados de las casas; y en muchos de los postigos y puertas ya cerrados vio arañazos que se parecían sospechosamente a marcas dejadas por garras.

Pero eran los establecimientos que antes dependían de los comerciantes ambulantes los que parecían más descuidados y presentaban más desperfectos. La pintura de la fachada de la posada estaba descolorida y con desconchados, y la taberna ni siquiera parecía estar abierta. De todos modos si, como Wilhelm sospechaba ahora, eran ciertos los rumores que había oído acerca de los seres antinaturales que infestaban el pueblo, nadie querría andar por el exterior en una noche cualquiera, con independencia de las condiciones climáticas.

La gran rueda del molino que se alzaba al límite del pueblo chirriaba lúgubremente al girar. No servía para nada, ahora que los granjeros se llevaban a otra parte su preciosa cosecha.

—¡Si queréis salvar vuestro pueblo y vuestras vidas —gritó Wilhelm a las umbrías formas de los edificios que lo rodeaban, como si riñera a sus ocupantes—, rezadle ahora a vuestro salvador, el mismísimo Sigmar!

La lluvia continuaba cayendo sobre Steinbrucke, formando charcos en las huellas de los cascos dejadas por el pesado paso de Kreuz. A través de la llovizna, el pueblo parecía aún más severo y desolado. Wilhelm pensaba que había visto las propiedades y locales más descuidados de Steinbrucke hasta que, guiando a Kreuz entre los hogares y tiendas tapiadas con tablones, vio un edificio más pequeño provisto de una cúpula baja, en el límite del poblado.

Era una capilla cuya obra de piedra estaba resquebrajada y en proceso de desmoronamiento. Hiedras y líquenes cubrían la casi totalidad de la edificación. La cúpula del tejado estaba coronada por la estatua de un noble guerrero que sujetaba un martillo de guerra de piedra en sus fuertes manos; sin duda, pretendía ser una imagen del mismísimo Portador del Martillo.

La puerta de la capilla y los pocos escalones bajos que conducían hasta ella estaban atestados de malas hierbas. Unas esculpidas caras de santos asomaban solitarias, con sus ojos de piedra cargados de tristeza, entre las frondas verdes que amortajaban el sagrado edificio.

Un ardiente enojo virtuoso invadió a Wilhelm. ¿Cómo podía haber permitido nadie que sucediera una cosa semejante?

Por un momento, tuvo ganas de abandonar Steinbrucke a su suerte; tenían que ser ellos mismos quienes habían atraído su propio infortunio.

Luego, el sacerdote inspiró profundamente, cerró los ojos y elevó una plegaria a Sigmar para pedirle perdón. No, había acudido allí para librar al pueblo de lo que fuera que lo infestaba y para impedir que los poderes de la oscuridad lograran establecer un baluarte en los sagrados territorios del Imperio.

Wilhelm desmontó. Tras haber atado firmemente las riendas de Kreuz a la rama de un árbol que sobresalía por encima del muro del cementerio, contempló el ruinoso edificio que tenía ante sí al tiempo que sopesaba el consagrado martillo de guerra con las manos enfundadas en guanteletes.

El martillo de guerra de Wilhelm estaba formado por un mango de madera rodeado de abrazaderas de hierro. Medía cinco espanes de largo y lo remataba una pesada cabeza de hierro. La cara, que en los martillos solía ser plana, tenía brutales púas, y en un lateral había grabada una ondulada «S» dentro de una representación del cometa de dos colas. El otro extremo del martillo de guerra estaba envuelto en cuero y rematado por un eslabón de cadena. Al sentir el tranquilizador peso del arma en sus manos, el sacerdote avanzó con decisión hacia la capilla.

Dado que la última luz se deslizaba del cielo por encima del borde del valle, Wilhelm apenas pudo distinguir las formas de lápidas rotas dentro del camposanto, torcidas siluetas negras apenas más oscuras que la tierra de la que se alzaban. Sus ojos se adaptaban poco a poco a la creciente oscuridad. Los únicos sonidos que oía eran los de la lluvia tamborileando a su alrededor y el inquietante silbido de una brisa suave que pasaba entre las ramas de los tejos que rodeaban el cementerio.

Al llegar a lo alto de los escalones de la capilla, Wilhelm empujó cautelosamente la puerta con la cabeza del martillo. Lo único que halló fue una profunda oscuridad.

Tras cerrar los ojos y concentrar la mente como si se sumiera en un estado de meditación, Wilhelm le rezó a Sigmar para que lo ayudara en la tarea de purgar el mal de Steinbrucke. Luego regresó junto a su corcel, atado junto al muro del cementerio, y sacó un farol de las alforjas del caballo. Una vez encendido el farol, se atrevió a entrar en el santuario. El cálido y dorado resplandor desterró las acechantes sombras del interior de la abandonada capilla.

Entonces lo oyó: un deslizamiento de tierra y piedras sueltas, y el silbido del viento que se parecía más a un gemido.

Wilhelm se volvió de espaldas a la puerta de la capilla y, alzando en alto la resplandeciente cabeza de su martillo de guerra, miró hacia el cementerio situado más allá.

* * *

Al principio no pudo ver nada entre las lápidas partidas y las escasas criptas rajadas por el paso del tiempo. Luego, por el rabillo del ojo, captó un movimiento de tierra. De inmediato enfocó la mirada en aquel sitio y vio que algo salía del suelo removido. Aparecieron cinco redondeadas puntas finas de hueso seguidas por la brillante bóveda de un cráneo.

El sacerdote guerrero podía sentir cómo el corazón le golpeaba contra las costillas, pero mediante la fuerza de voluntad mantuvo la respiración profunda y lenta, canalizando la adrenalina que ahora le inundaba el cuerpo. Estaba preparándose para actuar con calma en lugar de permitir que su enemigo lo impulsara a un acto irreflexivo.

No era la primera vez que veía a los muertos alzarse de sus tumbas. Había presenciado toda clase de fenómenos perturbadores y sobrenaturales en su empresa destinada a llevar la sagrada luz de Sigmar a los más oscuros rincones del Imperio.

El esqueleto humano, cuyos huesos se mantenían unidos mediante fibras de músculo podrido y correosos tendones, logró liberarse de la tumba y se alzó en una postura encorvada.

Tras una pausa, mientras la huesuda silueta se mecía de un lado a otro como si buscara equilibrarse, los animados despojos humanos avanzaron inequívocamente hacia el lector. Sus inquietantes movimientos eran propios de un insecto.

Wilhelm percibía ahora el sonido de otros cuerpos que salían del contaminado suelo. Mientras hacía girar el resplandeciente martillo en torno a sí por encima de su cabeza, Wilhelm captó atisbos de hueso amarilleado por el tiempo, pálida piel manchada de tierra sepulcral, carne verde grisácea, mechones de pelo apelmazado que se desprendían de cueros cabelludos exangües y caras putrefactas distendidas por bocas de mandíbulas flojas que gemían. Todos avanzaban y daban traspiés hacia él.

¡Era el momento de actuar!

Aferrando firmemente el martillo de guerra con ambas manos, Wilhelm sintió que los músculos de sus brazos se tensaban mientras sus piernas lo impulsaban hacia los espectros resucitados. Acortando la distancia que lo separaba de los cadáveres ambulantes, Wilhelm los acometió con su arma. La cabeza del martillo impactó en el cráneo gris del primer esqueleto y lo hizo estallar en esquirlas de hueso al arrancarlo limpiamente de las vértebras del cuello. Lo que quedaba del esqueleto dio unos pocos pasos tambaleantes antes de que el contragolpe de Wilhelm le arrancara literalmente las piernas.

Los huesos repiquetearon sobre una caída lápida manchada de líquenes, y el costillar aterrizó en una mata de cardos.

La noche ya había cerrado del todo y la lluvia comenzó a caer con más fuerza que antes. Imperturbables, los espectros continuaron saliendo del suelo cada vez más mojado y avanzando hacia el sacerdote guerrero, deslizándose como borrachos por el fango.

La adrenalina colmaba a Wilhelm de fervor religioso. Continuaba asestando martillazos en derredor, golpeando a los muertos vivientes antes de que pudieran tenerlo al alcance de sus repugnantes zarpas provistas de garras. El martillo de guerra relumbraba con luz aún más brillante cada vez que impactaba contra un cadáver, haciendo añicos los huesos y pulverizando la carne parcialmente descompuesta.

Pero el número de espectros aumentaba continuamente y, aunque no se movían con rapidez, se acercaron lenta pero inexorablemente a Wilhelm y acabaron por atraparlo entre el apiñamiento de sus cuerpos. Tras propinarle un revés con la mano a un hediondo cadáver que incesantemente chasqueaba sus dientes partidos hacia él, el sacerdote sintió que algo le raspaba las botas. Lanzó una patada y percibió apenas vagamente un húmedo sonido de fractura cuando su pie impactó brutalmente con algo que estaba a nivel del suelo.

Unas astilladas garras huesudas arañaron el metal del peto de Wilhelm y se atascaron en las correas y hebillas que lo sujetaban a su torso. El sacerdote lanzó otra patada que empujó al esqueleto descarnado a la distancia suficiente para asestarle un golpe con el martillo. El arma hizo añicos el costillar y la columna vertebral antes de pulverizar la cara de un zombi color verde que se debatía por salir. Una materia gris en estado de descomposición manó por las fisuras recién abiertas del cráneo.

Eran demasiados y se estaban acercando en exceso. Eran por lo menos veinte, calculó. Los muertos vivientes eran implacables, no se cansaban nunca, y cuando uno caía había tres que ya estaban liberándose de la mohosa tierra para ocupar su lugar. No sentían dolor y continuaban luchando incluso cuando habían sufrido lesiones que habrían derribado a una criatura viviente. De hecho, sus infatigables ataques eran demasiado para cualquier hombre que luchara en solitario.

Pero el lector Wilhelm Faustus no era simplemente un hombre cualquiera. Era un hombre de dios, y con su fe en Sigmar vencería a todos los engendros del mal.

Impulsado a un estado de furioso éxtasis, Wilhelm le rezó a su dios para que volviese a intervenir. Pudo sentir que cada fibra de su cuerpo era transformada por el poder divino del Portador del Martillo. Un cálido resplandor dorado impregnó todo su ser. Se sentía como si lo rodeara un halo de dorada luz.

Se produjo un momento de silencio, y luego un estallido de sonido parecido a un rugido de fuego se tragó todos los demás ruidos que tenía ante sí. La energía manó del sacerdote guerrero en una explosión de flameante luz resplandeciente e iluminó el cementerio con su incandescencia. Las gotas de lluvia siseaban, evaporadas por el estallido de calor.

El sonido del viento en los tejos regresó como un lamento aún más agónico que antes cuando los cuerpos de los muertos estallaron en pedazos a causa del puro poder físico de la fe de Wilhelm. La carne podrida se derritió y resbaló de los huesos ante la explosión. La piel seca como pergamino estalló en llamas. Los mohosos huesos repiqueteaban contra el lateral de la capilla mientras el fuego espiritual asolaba la manada de muertos vivientes.

Los ecos de la explosión de venganza se apagaron, y los sonidos de la noche volvieron a ocupar su lugar. El rostro de Wilhelm era una masa de carne trémula, y le escocían los músculos con el poder que había sido canalizado a través de su cuerpo. Contempló las lápidas rotas del cementerio, que ahora estaban cubiertas por los achicharrados y burbujeantes restos de los muertos vivientes.

Entonces volvió a oírlo: el deslizarse de tierra removida, el hueco golpeteo y el raspado de huesos desnudos contra el granito, el astillarse de madera podrida de ataúd. Ciertamente, los muertos no descansaban en paz en el pueblo de Steinbrucke.

Wilhelm se sentía exhausto, pues la prolongada batalla y la expulsión de energía sagrada habían agotado sus fuerzas. No obstante, a pesar de sentir cansancio, el sacerdote se dispuso a continuar luchando, y murmuró apresuradamente otra plegaria dirigida a Sigmar.

Se enderezó el peto y sacudió la tierra de sepultura de su hábito monacal. Luego volvió a ajustarse la capucha en torno a la cabeza, antes de sopesar el martillo de guerra con ambas manos y avanzar un poco más por el camposanto maldito.

No descansaría hasta que el último de los cadáveres que avanzaban hacia él sobre el empapado suelo estuviese muerto y enterrado para siempre.

* * *

Gottfried Verdammen recorrió con la mirada las humeantes ruinas de la torre, con una expresión de severa resignación en sus acerados ojos. Antes, la Torre del Cielo se alzaba en la cima de este peñasco que dominaba los turbulentos rápidos del afluente sin nombre que corría por el fondo. Había sido el punto más alto en varias leguas a la redonda antes de que las estribaciones de las Montañas Centrales se alzaran varias leguas al oeste. Había sido una torre de treinta metros de altura, aislada y remota: el emplazamiento ideal para que un hechicero como Kozma Himmlisch practicara su misterioso arte.

Y ahora no era más que escombros ennegrecidos.

El fuego había asolado la estructura. La conflagración tenía que haber sido furiosa e intensa: el interior de la torre había sido destruido y las piedras de sus cimientos se habían rajado, de modo que la antigua morada del astromante se había desmoronado completamente.

Bajo la superficie de la mente calculadora de Verdammen, ardía la furia. Daba la impresión de que la creciente marea del Caos estaba decidida a frustrarlos a cada paso. El cazador de brujas pensaba que no eran muchas las probabilidades que tenía de hallar al hechicero celestial con vida.

El resto de los integrantes de la partida del cazador de brujas se pusieron a registrar las piedras derrumbadas, y el mastín tironeaba de la cadena mientras husmeaba entre los escombros en busca de cuerpos. Verdammen vio el retorcido cadáver metálico del colosal telescopio entre las piedras; un paradigma del arte de algún hechicero científico, destruido ahora para siempre.

El destacamento había viajado durante cinco días desde su partida de Keulerdorf. Habían cabalgado bajo implacables vientos y lluvias a través de las tierras salvajes de Ostland, salvando rocosas colinas, pasando entre los troncos enormes como columnas de catedral de los retorcidos y lóbregos bosques, y atravesando los inhóspitos páramos barridos por el viento, hasta llegar a la Torre del Cielo.

Al fin, la lluvia parecía haber cesado. Aquella mañana había sido la primera en una semana que amanecía sin una lluvia torrencial. Pero continuaba sin parecer primavera.

Verdammen fue arrancado de su ensoñación por el estridente ladrido del mastín de guerra.

Verdammen! —lo llamó Gunther, el de la cicatriz en la cara, desde los destrozados restos de una ventana arqueada—. ¡El perro ha encontrado algo!

El cazador de brujas se apresuró a reunirse con su compañero. El mastín tironeaba de la cadena al tiempo que escarbaba y se interesaba por algo que estaba sepultado bajo maderas ennegrecidas y piedras rajadas por el fuego. Gunther hizo retroceder al babeante animal cuando Verdammen levantó una viga carbonizada.

Allí, en el centro de una ennegrecida zona del suelo que la lluvia había convertido en ceniciento fango, había un cadáver calcinado y atravesado por una retorcida y fundida lanza de metal.

—¿Es él? —preguntó Gunther, horrorizado—. ¿Es el astromante?

El cuerpo carbonizado resultaba irreconocible. No quedaba cabello sobre su quemado cráneo, y las ropas se habían consumido completamente o fundido con la carne derretida. No obstante, había una marca identificativa.

En torno al cuello consumido y cubierto de ampollas del cadáver pendían los restos fundidos de una cadena de la que colgaba un medallón. El fuego había alcanzado la temperatura suficiente para comenzar a fundir el símbolo, pero no había bastado para destruirlo por completo. Para cualquier otro, los signos del talismán podrían no haber significado nada, pero para un miembro de la comisión de los colegios de magia eran reconocibles de inmediato. Y el propio Verdammen llevaba un medallón idéntico.

—En efecto. Es Kozma Himmlisch —replicó el cazador de brujas, sin más.

El fanático se contentó con aceptar la palabra de su jefe al respecto, y no le preguntó cómo lo sabía. Bastaba con que el cazador de brujas dijese que así era.

Verdammen contempló el cadáver del hechicero celestial, con meditabundo distanciamiento. Aunque la muerte del astromante constituía un cierto revés para sus investigaciones, Himmlisch no podía haber esperado mucho más, ya que, según la experiencia del cazador de brujas, una muerte violenta era la suerte que aguardaba a quienes hacían de su oficio la brujería. Su afición a este arte acababa por darles alcance antes o después, tanto si el uso que hacían de dicho poder los corrompía más allá de toda redención, como si resultaba ser demasiado formidable para que pudieran controlarlo. Al final, todos se condenaban.

Y hablando de fuego, la devastación del lugar tenía todas las características distintivas que Verdammen había observado en Keulerdorf: un edificio salvajemente destruido por las llamas.

¿Era posible, se preguntó Verdammen, que el brujo del que habían hablado los habitantes de Keulerdorf hubiese estado allí antes que ellos y que durante los últimos días, sin saberlo, la partida del cazador de brujas ya hubiese estado siguiéndole la pista? Lo único que necesitaba ahora era alguna prueba.

Buscando con los ojos en cada resquicio y grieta entre las piedras partidas y quemadas, Verdammen comenzó un frenético registro de las ruinas. Necesitaba algo que le indicara que el hechicero de fuego había estado implicado en la muerte de Kozma Himmlisch y en la destrucción de la Torre del Cielo, además de algún indicio de la identidad del piromante. Y entonces, al cabo de nada, como si hubiese estado destinado a encontrarla, allí estaba la única prueba que necesitaba, tirada en el suelo ante él, medio enterrada en el fango y las cenizas.

Era una llave. Una llave dorada. Sus ojos se habían visto atraídos hacia ella por el destello del amarillo metal entre los restos ennegrecidos.

Tras recoger la llave, la frotó para quitarle el fango y la alzó para que la vieran sus compañeros. Todos los fanáticos se habían apiñado en torno a él cuando descubrió el cuerpo del hechicero.

—Es una llave —declaró uno de ellos, y el tono lento de su voz denotó una bendita falta de inteligencia.

—No es una llave cualquiera —dijo Verdammen mientras estudiaba el objeto con gran detalle—. Apostaría a que esta llave no abría ni una sola puerta de esta torre.

El objeto no era más que la estilizada representación de una llave, y ciertamente no tenía ningún arañazo, como cabría esperar en una llave que se usara como tal. El cazador de brujas ya había visto antes otras llaves parecidas, y tenía la poderosa sospecha de que ésta era de la misma naturaleza que aquéllas: doradas llaves distintivas de los cargos que componían la orden Brillante de los colegios de magia de la lejana Altdorf.

Era la prueba que necesitaba el suspicaz cazador de brujas.

Allí había estado un hechicero de la orden Brillante, el cual ya había causado disturbios en aquellas desamparadas tierras. El piromante había ido demasiado lejos, y sus terribles poderes ya lo controlaban a él. Verdammen había visto suceder lo mismo en demasiadas ocasiones anteriores. Este hombre, este peón de los Poderes Siniestros, había sucumbido al corruptor control del Caos y abrazado los blasfemos poderes del mal. Y aún andaba suelto por ahí. Era un asesino descontrolado, y ya no se podía confiar en que lucharía por la justicia, la probidad y el emperador viviente Karl-Franz. El hechicero se había convertido en homicida, y a Verdammen le correspondía detenerlo.

Así pues, esto se convertiría ahora en la misión del cazador de brujas. En ese instante, Verdammen decidió dar caza al hechicero de fuego llamado Gerhart Brennend y poner fin a su asesino desenfreno.