1
La Torre del Cielo
Y el nombre de la Cuarta Ciencia de la Magia es el Viento de Azyr. Es mediante las energías mágicas de Azyr que el Astromante puede discernir los acontecimientos por venir en el movimiento de los Cuerpos Celestes que se desplazan por los cielos. Así, la Cuarta Ciencia de la Magia es también conocida como Ciencia de los Cielos.
Extraído del Líber Artes Magicae
El trueno se abrió paso a través de los torturados cielos y pareció hacer añicos la bóveda celeste. Fue como si el martillo de Sigmar hubiese golpeado el firmamento y, al retumbar, la tormenta estallase. La lluvia cayó de las nubes oscuras en una precipitación torrencial. Los rayos destellaban en los hirvientes nubarrones que cubrían la bóveda celeste de horizonte a horizonte: de norte a sur, de este a oeste. Aunque apenas era la media tarde de un primaveral día de Jahrdrung, las nubes eran tan densas que reinaba una oscuridad casi nocturna.
La lluvia azotaba la achaparrada vegetación de estos páramos despoblados que se extendían a la sombra de las Montañas Centrales, con Hergin situada a seis buenas leguas hacia el sur.
El vendaval lanzaba las gruesas gotas de agua a través del dosel del bosque tenebrosamente meditabundo y arrancaba hojas de las ramas. El diluvio azotaba el suelo convirtiendo la turba en un pantano y batiendo los senderos que hacían las veces de caminos hasta transformarlos en tremedales. En las tierras altas se formaban arroyuelos, corrientes recién nacidas del aguacero, que bajaban por las laderas. Estas corrientes alimentadas por la lluvia aumentaban a su vez el caudal de torrentosos afluentes, y todos ellos convergían para convertirse en un violento caudal de aguas blancas que se precipitaba por encima de las afiladas rocas de los rápidos a través de la garganta situada al pie de una escabrosa colina erosionada por las tempestades, el terreno más elevado en varias leguas a la redonda.
Recortada contra el horizonte, en la cumbre de la escarpada colina, una solitaria torre negra hendía el tormentoso cielo como un dedo acusador dirigido hacia la bóveda celeste, furioso porque la tempestad le ocultaba el firmamento al observatorio que había en lo más alto.
La tormenta restallaba en torno a la torre, como si ésta fuese el foco de su cólera. El rayo volvió a hender el cielo, bañando la cumbre de la colina con una luz momentáneamente cegadora. El relámpago destelló en cada cristal emplomado de la cúpula de vidrio de la torre.
La lluvia tamborileaba en el tejado del observatorio y sobre el plano techo de la torre que tenía a su lado. Había estado lloviendo violentamente durante los últimos cinco días y no parecía que fuese a amainar.
Se produjo otro destello de vivida luz, aunque esta vez procedía de lo alto de la propia torre, de su brillante cúpula, que convirtió el observatorio en un faro encendido en medio del oscuro y despoblado territorio.
Con un estruendo de cristales rotos, una parte de la cúpula destinada a la observación de estrellas estalló hacia fuera cuando una figura irrumpió a través de ella y resbaló hasta detenerse sobre las planas losas de piedra del techo llano de la torre. La lluvia caía tan torrencialmente como un diluvio monzónico, y empapó el chamuscado ropón rojo del hombre de revueltos cabellos antes de que éste pudiese alzarse con movimientos aturdidos.
—¡Maldición! —murmuró el hombre. Gerhart Brennend odiaba la lluvia.
* * *
Al volver la mirada hacia la cúpula de vidrio, vio la figura de su rival claramente enmarcada en los restos de cristales rotos.
Ante aquélla, las esquirlas de vidrio brillaban sobre el tejado como un millar de chispeantes diamantes.
Gerhart hizo una rápida valoración de la situación en que se hallaba. Aún tenía el cinturón de la espada bien sujeto en torno a la cintura, y el arma se encontraba dentro de la funda, a su lado. Su báculo había caído cerca de él. Tras apoderarse de la retorcida y nudosa vara de roble, se puso de pie y se dispuso a enfrentarse a la fuerza de la cólera del hechicero celestial. El astromante, Kozma Himmlisch, salía en ese momento a la tormenta para encararse con él.
Los años de experiencia en los campos de batalla de todo el Imperio lo ayudaron a concentrarse a despecho de la lluvia que lo distraía al caerle en la cara y de las heridas que ya había sufrido. Los vientos tempestuosos aullaban en torno a él, pero ahora sentía otros vientos que soplaban siguiendo un curso independiente alrededor de su cuerpo. Muchos seguían el bramante sendero de la tempestad, pero algunos iban en la dirección contraria, arremolinándose y batallando contra los torbellinos de la tormenta.
A pesar del constante avance a largas zancadas de su oponente, Gerhart cerró los ojos.
Formó un negro vacío en su mente y allí, en el corazón de las tinieblas, una llama surgió a la vida. La lengua amarilla y anaranjada, blanca en el centro, osciló y creció. Gerhart sentía su calor en las palmas de las manos que aferraban el báculo.
Volvió a abrir los ojos y, al bajarlos hacia el dorso de las manos, vio que el vello comenzaba a secarse.
Kozma Himmlisch se detuvo. Gerhart se encorvó, preparado para defenderse, y apoyó el peso en la pierna derecha porque se había lesionado la rodilla izquierda cuando salió volando a través de la cúpula del observatorio. El hechicero celestial estaba erguido en una postura arrogante que sugería una inamovible confianza en sus propias capacidades.
Mientras que el ropón de Gerhart era rojo oscuro, el atuendo de brillante color azul de su rival, salpicado de doradas estrellas bordadas y lunas crecientes de hilo de plata, parecía relumbrar y destellar en la lluvia, que le confería una apariencia más regia y lujosa.
Mientras que Gerhart tenía un aspecto descuidado, con el largo pelo entrecano pegado a los lados del rostro, Kozma parecía vigorizado por la energía de la tormenta, como si hubiese extraído poder de ella. Su rizada barba blanca estaba inmaculadamente recortada, sin un solo pelo fuera de sitio. El bigote casi blanco de puntas largas de Gerhart y su barba estaban caídos bajo el peso del agua.
La parte frontal del sombrero en forma de corona del hechicero celestial, también azul y ribeteado de oro, estaba adornado con una cimera del cometa de poder. El tocado descansaba firmemente sobre su cabeza a pesar de la lucha que acababa de tener lugar dentro del observatorio. La mollera de Gerhart estaba calva salvo por un último mechón terco de pelo negro y relucía bajo la lluvia. El agua penetraba en las espesas cejas rizadas y desde allí le entraba en los ojos.
El astromante avanzó un paso y miró a Gerhart con ferocidad, una mirada tan penetrante como las titilantes estrellas contra el manto de la noche. Gerhart miró a su oponente a los ojos y alzó el báculo para situarlo defensivamente atravesado ante su cuerpo.
—¡Ya basta de juegos! —dijo el hechicero celestial con voz clara y cortante que llegó hasta Gerhart a través del gemido del viento y el ominoso retumbar del trueno—. Ahora batallaremos hasta la muerte.
—Es tu elección —gruñó Gerhart, mientras la oscilante llama de su mente aumentaba en tamaño e intensidad.
—¿O debería decir, hasta tu muerte? —prosiguió Kozma, como si no hubiese oído a su contrincante.
Con la rapidez del rayo, Kozma Himmlisch apuntó a Gerhart con los dedos. Cegadores rayos de luz manaron de las puntas y avanzaron zigzagueando en medio de la torrencial lluvia. Varios rayos impactaron contra el tejado ante él, haciendo estallar tejas y arrancando esquirlas de piedra de la torre. El resto de los rayos se estrellaron contra el cuerpo de Gerhart y lo lanzaron hacia atrás.
La llama de su mente osciló en las tinieblas, pero no se apagó.
—Te toca a ti, según creo —se burló Kozma por encima del tamborileo de la lluvia.
Ascendía vapor de su empapado ropón allí donde había impactado el hechizo del brujo. Gerhart rodó de lado y se puso de pie una vez más. Le dolía todo el cuerpo. Había sufrido algunos cortes leves cuando había salido disparado a través de la cúpula, y le escocían a causa de la lluvia. La rodilla izquierda le dolía con violencia cada vez que descargaba su peso en ella. La sensación del hombro izquierdo le daba a entender que podría habérselo fracturado o contusionado gravemente en el mejor de los casos.
Tenía la sensación de que cada centímetro de su cuerpo había sido golpeado con una maza de herrero. Sin embargo, el dolor no lo incapacitaba para pelear. Había sufrido heridas peores durante los años pasados como hechicero de batalla en los ejércitos del Imperio, antes de ser definitivamente expulsado de la orden Brillante. Y además, otra emoción lo ayudaba a olvidar el dolor de las heridas: sentía que empezaba a perder la paciencia. Y, en Gerhart Brennend, la pérdida de la paciencia era algo realmente peligroso.
—Kozma, vas demasiado lejos —le dijo al hechicero celestial apretando los dientes. Comenzó a hacer girar el báculo en torno a la cabeza—. Te lo advierto, no me provoques.
Mientras el báculo de ennegrecido roble describía círculos en torno a él a través de la lluvia, Gerhart se concentró en la llama que oscilaba en su mente al tiempo que la alimentaba con el combustible de su creciente furia. Una chispa siseó y murió en el extremo del girante báculo.
Kozma había estado observando los esfuerzos de Gerhart con una expresión ligeramente divertida. En ese momento, soltó una carcajada.
—¿Qué sucede, viejo amigo? —se burló—. ¿Acaso la lluvia afecta a tu capacidad para lanzar hechizos?
Una ira apenas contenida burbujeó tras el macilento rostro ceñudo de Gerhart. Dirigió a Kozma una mirada feroz e hizo girar su báculo con mayor fuerza y rapidez.
Con un fuerte susurro, el extremo del báculo estalló en llamas. Gerhart continuó moviendo la vara y, en lugar de apagarse la llama a causa del viento y la lluvia, comenzó a dejar una estela de fuego tras de sí. La atmósfera de lo alto de la torre estaba, a fin de cuentas, saturada de energía mágica. No era más que una cuestión de aislar la corriente que necesitaba y alimentarse de ella. Su propensión natural a manipular el fuego podía hacer el resto.
Gerhart sentía el viento de Aqshy soplando suavemente contra su rostro, cálido como un hogar encendido. Estaba secándole los mechones de cabello de las sienes. Tenía que admitir que el rastro de llamas dejado por el ardiente extremo del báculo no era tan grande como había deseado, pero conjurar una llama como ésa en medio de una tormenta requería gran destreza.
Con un último esfuerzo descomunal, Gerhart lanzó el ardiente extremo del báculo hacia el hechicero celestial. Un torrente de fuego anaranjado salió rugiendo y consumiendo el oxígeno del aire que separaba a ambos hechiceros e iluminando con su resplandor la parte superior de la torre. El furioso fuego impactó contra el ropón brillante de lluvia del hechicero celestial y momentáneamente ocultó a Kozma Himmlisch a los ojos de Gerhart.
El fuego de su mente ardió brillantemente durante unos pocos segundos, y luego volvió a disminuir hasta convertirse en una oscilante llama de vela. Con un siseo, la lluvia extinguió la ardiente tea del báculo del hechicero. Los reflejos anaranjados sobre el tejado bañado por la lluvia se desvanecieron para ser reemplazados por la oscuridad nocturna de la feroz tormenta puntuada por estallidos de ardiente luz blanca en el horizonte. El viento cálido que acariciaba el rostro de Gerhart fue enfriándose hasta que quedó sólo el helor del aire húmedo.
* * *
Gerhart alzó la mirada hacia el hechicero celestial, sin saber qué esperar. La pequeña esperanza que pudiera haber abrigado de que su oponente hubiese muerto se desvaneció al ver que Kozma Himmlisch le sonreía, aparentemente ileso. El hechizo de Gerhart no había tenido el más mínimo efecto; ¿cómo podía haber sido tan estúpido para esperar otra cosa, con un tiempo semejante? Sus poderes como mago de fuego se veían severamente debilitados por culpa de la lluvia.
El enojo de Gerhart ante su propia candidez alimentó las llamas de su furia. Pero antes de que pudiese darles un buen uso, se produjo otra cegadora explosión de luz y Gerhart salió de nuevo disparado hacia atrás. El estallido era el más potente que el hechicero celestial había producido hasta entonces. Los brazos de Gerhart se abrieron de par en par en un espasmo involuntario cuando la tremenda descarga de energía eléctrica le recorrió el cuerpo y el báculo salió volando de su mano.
Una pequeña parte de Gerhart que aún era consciente de lo que sucedía le dijo que había llegado el fin. Los ataques de Kozma lo habían ido empujando hacia el borde de las almenas de la torre. Esta última descarga lo lanzaría por encima de ellas hacia su muerte sobre la áspera cima rocosa que estaba situada cien metros más abajo.
Se produjo un sonido de mortero resquebrajado, y Gerhart se detuvo en seco al estrellarse contra algo frío y duro.
* * *
En su mente, la llama se extinguía lentamente.
Debilitado por los implacables ataques de Kozma, el fuego del hechicero casi se había apagado. Un dolor que ni siquiera su furioso temperamento podía calmar le recorría la columna.
Desplomado al borde del tejado, con la espalda apoyada en una postura extraña contra algo que tenía detrás, inclinó la cabeza sobre el pecho.
Gerhart alzó la mirada, y la cabeza osciló torpemente sobre el cuello al echarse atrás. Mientras parpadeaba para quitarse el agua de los ojos, intentó enfocar aquello que tan bruscamente había impedido que se precipitara al vacío. Vio una varilla de cobre que sobresalía de un lado de la torre, destellando en la parpadeante luz epiléptica de la tempestad. Un pararrayos con la punta en forma de flecha.
La vara de metal se sacudía violentamente con el viento.
La colisión de Gerhart casi la había arrancado de su soporte.
Junto a él, una vapuleada veleta giraba como loca en la tempestad.
—¿Tenías que venir aquí —estaba diciendo Kozma, cuyo timbre de voz iba en aumento—, a mi torre, mi casa, e intentar matarme? ¡En ese caso, eres un idiota además de un traidor! ¿Dónde iba a tener más capacidad para protegerme que aquí, rodeado de la fuente misma de mí poder?
Mientras sacudía la cabeza para recuperar los sentidos, Gerhart se volvió hacia el astromante. El hechicero avanzaba hacia él por el tejado, con la chispeante cúpula del observatorio a sus espaldas. Una cruda energía blanquiazul crepitaba en la punta de sus dedos y chisporroteaba en las órbitas negras como el carbón de sus ojos. Las esquirlas de vidrio esparcidas sobre el tejado reflejaban el rayo como una miríada de diminutos espejos, cegando a Gerhart.
Éste podía ver los vientos mágicos que giraban en torno a él en un vórtice de poder, como cintas de una sustancia multicolor. Dentro de los remolinos atisbo imágenes arrastradas por las corrientes, como rostros brevemente captados en nubarrones o esotéricas runas de poder místico.
—¡Ahora pagarás por tu insolencia! —le espetó Kozma—. Es hora de morir, viejo amigo.
Había llegado el fin, comprendió Gerhart. El siguiente ataque del hechicero celestial significaría sin duda la muerte del mago de fuego a menos que hiciera algo con rapidez. Era ahora o nunca.
Consciente de la lenta salmodia que entonaba Kozma, Gerhart se puso de pie, usando la barra metálica del pararrayos como apoyo. Le rezó desesperadamente a cualquier deidad que pudiera estar escuchando, para que, a despecho de la tormenta que rugía en torno, ningún rayo inesperado cayera en el pararrayos mientras él se mantenía aferrado al mismo. La barra metálica se balanceó cuando el sufriente hechicero descargó todo su peso contra ella.
A través de la espesa lluvia, Gerhart veía que el asta que se alzaba por encima del tejado era solamente el extremo del pararrayos, cuya superficie estaba recubierta por una pátina verde grisácea. El resto de la barra metálica estaba sujeta al exterior de la torre y descendía hasta llegar al suelo, donde conducía todas las descargas de los rayos. Una armella de hierro clavada en la piedra del tejado conectaba las dos partes. El extremo del pararrayos rematado por la punta de flecha también estaba sujeto con mortero al almenado parapeto.
Ahora, apenas consciente de la salmodiante voz del hechicero celestial, y recurriendo a las últimas reservas de fuerza, Gerhart se abrazó al pararrayos y dejó que su cansado cuerpo cayera sobre él. Con un rechinante sonido metálico, la vara se dobló por la base. Gerhart sintió que el vello de la nuca comenzaba a erizársele al formarse a su alrededor una tremenda carga de electricidad estática. Era obvio que Kozma Himmlisch estaba decidido a no permitir que el hechicero de fuego saliera con bien de aquel último y fatal ataque.
Gerhart le propinó una tremenda patada al mortero que había en torno a la base de la vara y el tacón de su bota de cuero redujo a polvo la envejecida argamasa. Tiró con brusquedad de la vara del pararrayos, con lo cual logró provocarse renovadas punzadas de dolor en la columna y arrancar el asta metálica, que quedó en sus manos.
Con el pelo erizado a los lados de la cabeza, Gerhart se volvió para enfrentarse con el astromante. Kozma estaba cargado con el poder de los cielos y también tenía el cabello erizado. El brujo chilló las últimas palabras del encantamiento por encima del doliente rugido de la tormenta y echó los brazos atrás, preparado para lanzar el hechizo con todas sus fuerzas.
Con el pararrayos aferrado firmemente en la mano derecha, Gerhart echó el brazo atrás antes de arrojarlo hacia adelante con un movimiento decidido. Justo entonces, Kozma lanzó contra él toda la furia de la tempestad. Sintió un terrible dolor en el hombro, pero la puntería de Gerhart fue certera.
La vara metálica rotó por el aire, destellando en la luz de la energía que manaba de las manos del brujo celestial. Un zigzagueante rayo descendió del atormentado cielo.
La punta de flecha del pararrayos penetró en el pecho del hechicero por debajo del esternón y salió por su espalda con un chorro de sangre negra. En el rostro de Kozma apareció una breve expresión de horror que le desorbitó los ojos antes de que toda la furia de la tormenta fuese inexorablemente atraída hacia el pararrayos.
Kozma Himmlisch fue destruido en un destello de cegadora luz blanca que bañó toda la torre con su fría brillantez abrasadora. También grabó en el fondo de los ojos de Gerhart la imagen del hechicero celestial que ardía hasta convertirse en un despojo calcinado, con un destello tal que fue lo único que pudo ver hasta que la deslumbradora luz se amorteció hasta desaparecer.
Los rayos continuaban descendiendo desde las hirvientes nubes de lo alto atraídos por el metal conductor. Ahora, el hechizo de Kozma se había descontrolado terriblemente. Todo un flanco de la torre fue destruido por una explosión. Con un estallido que Gerhart sintió a través de los pies, las piedras cayeron de las almenas y se estrellaron contra el empapado suelo. El viento y la lluvia irrumpieron como animales hambrientos en las salas del interior de la torre que quedaron abiertas. Asolaron con furia las estanterías de libros y pergaminos de la biblioteca del astromante, lanzando al exterior pilas de papeles que aleteaban en un salvaje torbellino de aire y agua.
Gerhart observaba la devastación mientras oscilaba al borde de un precipicio que se desmoronaba. Su cuerpo temblaba violentamente, y el dolor parecía partirlo en dos desde dentro hacia fuera y desde fuera hacia dentro. No había salido ileso de la devastación que lo rodeaba. Le corría sangre por la cara y las manos, donde varias esquirlas de piedra habían herido su piel desnuda.
Además del daño estructural sufrido por la torre, el observatorio se había incendiado, aunque esto era a causa de los rayos más que de cualquier encantamiento lanzado por el hechicero de fuego. El incendio ardía con fuerza a despecho de la tremenda ferocidad de la tormenta. La lluvia, que ahora entraba en torrentes a través de la destrozada cúpula, aún no había logrado amortecer las voraces llamas.
El cuerpo de Kozma yacía a pocos pasos de Gerhart, un irreconocible cadáver consumido por el fuego, con la retorcida y fundida lanza del pararrayos aun atravesándolo.
El hechicero de fuego avanzó con pasos tambaleantes por el tejado que se estremecía bajo él. Recogió su báculo caído y se apresuró a llegar a la seguridad relativa del observatorio incendiado. Oyó que una serie de piedras se deslizaban por un lado de la torre tras desprenderse del lugar en que él había estado de pie apenas momentos antes.
Las llamas lamían la destrozada cúpula de cristal de la madriguera del astromante, pues los rayos habían prendido fuego a las alfombras y a los resecos libros polvorientos que atestaban las librerías situadas contra la pared de piedra de la sala. Esta pared constituía la vía de escape de Gerhart. Una modesta arcada situada en el centro conducía a una escalera de caracol hecha de piedra que descendía por todos los niveles de la torre hasta llegar al suelo.
El aire caliente soplaba en torno a él llevando ascuas de anaranjado resplandor hacia la tormenta que aún bramaba fuera.
La conflagración proporcionó una cierta comodidad al hechicero de fuego, pero continuaba sintiéndose agotado tras haber gastado tantísima energía mágica. Tenía el cuerpo destrozado de dolor.
No obstante, como alguien educado en los famosos colegios de magia de Altdorf, la destrucción del observatorio afligía a Gerhart hasta el fondo del alma. Ver cómo las llamas consumían libros y rollos de pergamino tan preciosos y raros, reunidos por Kozma Himmlisch a lo largo de muchas décadas, por no hablar del conocimiento que contenían, no hacía más que alimentar el enojo de Gerhart.
Un enorme telescopio barroco dominaba el observatorio.
Combinación de lentes, espejos, medidas calibradas y brillantes tubos pulidos, el telescopio era tan grande como los legendarios tanques de vapor de la escuela de artillería imperial, y su objetivo principal era aún más impresionante que las bocas de los cañones de aquellas increíbles máquinas de guerra.
La totalidad del aparato había sido cuidadosamente contrapesada para poder maniobrarla sobre una serie de engranajes.
Atrapada en el corazón del incendio que consumía la cúpula del observatorio, la delicada obra de diestros ingenieros y artesanos estaba perdiéndose en el fuego. Delicados oculares de latón se fundían y retorcían en medio de las llamas, y las lentes finamente pulimentadas se rajaban por el intenso calor.
No había mucho que Gerhart pudiese hacer por el telescopio, pero había otros premios mucho más grandiosos que lo esperaban en medio de los papeles que cubrían el gran escritorio que dominaba la sala. Avanzó con paso tambaleante hacia él y se puso a rebuscar entre los libros abiertos y los rollos de pergamino que cubrían la superficie hasta entonces apenas tocada por las llamas. Entre los tomos referentes a los movimientos de los cuerpos celestes y los mapas del cielo había trozos de pergamino sobre los que se veía la presurosa letra de una mano desesperada. Contenían peculiares diagramas e imágenes que parecían ser las de un cometa de dos colas, así como mapas del Viejo Mundo trazados precipitadamente, con flechas que descendían desde el norte.
Mientras buscaba, en torno a él giraban chispas del creciente fuego que amenazaban con prender en los inflamables materiales que cubrían el escritorio. Gerhart manoteaba las ascuas que volaban hacia los preciosos papeles, apagándolas con las mangas de su ropón empapadas de la lluvia. La tinta de los trozos de pergamino comenzó a emborronarse, pero el hechicero de fuego no parecía preocupado por ello.
Tras una presurosa inspección de la sala de la torre, descubrió un vapuleado estuche de cuero para rollos de pergamino.
Gerhart se apoderó de todas las notas manuscritas que pudo encontrar y las fue metiendo apresuradamente dentro del estuche, hasta que las llamas comenzaron a lamer las patas del escritorio.
Entonces, dando traspiés entre las llamas, mientras el fuego siseaba como si se sintiera frustrado al entrar en contacto con su empapado ropón, Gerhart huyó del observatorio. Se lanzó por los desgastados escalones de piedra de la escalera de caracol y salió al viento y la lluvia de la implacable tormenta.
Detrás del hechicero que huía, el observatorio parecía un faro encendido en los desolados páramos.
* * *
—¿Y dices que todo esto lo provocó un solo hombre? —preguntó el cazador de brujas clavando desde debajo del ala de su alto sombrero negro una mirada acerada en el autodesignado cacique de la aldea, Gustav Rothaarig.
—Ya lo creo —replicó el corpulento hombre de barba color jengibre—. La bestia causó algunos de los daños, pero fue el hechicero quien provocó el incendio. —El hombre masculló la palabra «hechicero» como si fuese veneno.
El cazador de brujas llamado Gottfried Verdammen recorrió con los ojos las ruinas de la aldea de Keulerdorf, ennegrecidas por el fuego. La lobreguez del nublado cielo de lo alto se sumaba a la de los habitantes de la aldea. El incendio que habían sufrido la semana anterior había dañado al menos la mitad de los edificios. En el mejor de los casos, los muros y los tejados de paja habían quedado calcinados y ennegrecidos; en los casos peores, los edificios habían sido arrasados hasta los cimientos, como había sucedido con el ayuntamiento.
Mientras contemplaban la destrucción, el cazador de brujas y su destacamento permanecieron en silencio. El cazador de brujas iba ataviado con prácticas ropas negras y botas de viaje.
Su sombrero, también negro, estaba rodeado por una banda de cuero y lucía una brillante hebilla de plata por encima del ala. La única pieza de su atuendo que se apartaba del negro era el acolchado justillo de cuero, dentro del cual, entre las capas de acolchado, había placas de hierro. A la cintura, colgados del cinturón, llevaba un sable y una pistola de platina de sílex bañada en plata, dentro de su funda. Sus grandes manos enguantadas en cuero descansaban firmemente sobre las caderas, con los puños apretados.
Los cinco hombres que conformaban su destacamento iban vestidos de modo similar. Gustav Rothaarig y los demás aldeanos los habrían descrito como fanáticos. Las gentes de Keulerdorf depositaban su confianza en Sigmar, patrón del Imperio, pero sólo en la misma medida que recordaban a otros dioses más antiguos, como Taal, dios de la naturaleza, o Ulric, el feroz y batallador dios del invierno, porque tanto su entorno natural como las estaciones del año tenían sobre los aldeanos de la boscosa y montañosa Ostland una influencia inmediata mucho mayor que el Portador del Martillo.
Los hombres eran personajes de aspecto tosco, sin afeitar y de cabellos ingobernables, y constituían todo un contraste comparados con Verdammen, ataviado con su negro atuendo.
* * *
En conjunto, los cazadores de brujas parecían tan fuertemente armados como una unidad de mercenarios, con dagas en bandolera, espadas y ballestas prestas a ser usadas. Todos los hombres llevaban algún símbolo votivo de Sigmar, ya fuese un dorado amuleto del martillo de guerra colgado del cuello, o el distintivo de un cometa de dos colas cosido a la pechera de la camisa. Otros amuletos menos convencionales pendían de brazaletes y prendas de vestir, y un hombre incluso llevaba lo que parecía ser una garra desecada colgando de un aro que le atravesaba lo que le quedaba de una oreja.
Un mastín babeante que luchaba contra la cadena que lo retenía y cuyo manto era tan negro como la ropa de su señor, era controlado por un fanático muy musculoso que tenía una cicatriz en la cara. El hombre sujetaba una cadena que estaba unida al collar provisto de púas del mastín de guerra. Detrás del perro y su guardián había otro hombre cuya nariz, obviamente, había sufrido más de una fractura a lo largo de su aventurera vida, y que cogía las riendas de los caballos del destacamento.
A primera vista, era evidente qué caballo pertenecía a Verdammen; se trataba de la montura más grande del grupo, un semental negro con una estrella blanca que le adornaba la frente. Sobre el lomo llevaba una silla ricamente acolchada y cosida.
El habitualmente más hablador Gustav comenzaba a sentirse evidentemente incómodo con el silencio y la formidable presencia del cazador de brujas.
—Las vigas del techo del granero del diezmo todavía humeaban hace unos días, y eso fue varios días después de que se marchara el maníaco —dijo.
—Vaya —fue la fría respuesta de Verdammen, al tiempo que tironeaba de los faldones de su acolchado justillo de cuero, pues se daba cuenta de que el hombre esperaba algún tipo de reacción ante su comentario.
* * *
Hacia el este, el rayo estalló por encima de las lejanas colinas del horizonte. Más allá de las Montañas Centrales coronadas de nieve, a cuya sombra yacía Keulerdorf, una tormenta había estallado con toda la violencia de una guerra a gran escala, a juzgar por los ecos del trueno que avanzaban hacia ellos por encima de los oscuros bosques de la altiplanicie.
Aquel tiempo espectacular y atípico había ido empeorando a lo largo de los meses pasados desde el comienzo del año. De hecho, Verdammen recordaba que había comenzado cuando en muchos de los territorios del Imperio se presenciaron presagios y portentos. El más aterrorizador y formidable de todos, no obstante, había sido el cometa de dos colas que recorrió los cielos. Los rumores de que toda clase de horrores habían tenido lugar tras su paso se propagaron como el fuego.
Fue entonces cuando Gottfried Verdammen fue convocado por sus maestros secretos de la Iglesia de Sigmar, para participar en la misión más secreta e inusual. Sería uno de los enviados de la Iglesia a los colegios imperiales de magia para formar parte de una comisión clandestina que investigaría los incidentes que tenían lugar en el norte. Su contacto y homólogo en la comunidad mágica era un hechicero celestial cuyos estudios habían detectado alteraciones en lo que vulgarmente se denominaban vientos de la magia. Era Kozma Himmlisch.
Al mismo tiempo, la comisión debía investigar el surgimiento de incidencias aleatorias de la influencia de las oscuras fuerzas del Caos. Los superiores habían puesto a Verdammen al corriente de muchos ejemplos de mutaciones del Caos entre la población general. Esto había ido acompañado por un incremento de los ataques de hombres bestia en las zonas más vírgenes del Imperio. Así pues, durante los últimos meses, Verdammen y Himmlisch habían seguido sus propias líneas de acción para averiguar si existía alguna conexión entre estos acontecimientos. Otros grupos desconocidos hacían lo mismo por todo el Imperio.
Verdammen sentía una suspicacia natural ante cualquier clase de magia. De hecho, abrigaba una intensa repugnancia hacia ella, pues sabía cuántos eran los integrantes de la disparatada población del Imperio que no pensaban de igual modo.
* * *
Lo había sabido desde que era niño, cuando su padre lo había sentado sobre su regazo y le había contado todo lo que necesitaba saber un cazador de brujas. El camino de Verdammen había estado claro desde muy temprana edad: seguiría los pasos de su padre y de todas las generaciones que lo precedieron.
Desde su nacimiento se había decretado que sería un templario que lucharía bajo el estandarte de Sigmar el Portador del Martillo, para imponer el divino castigo del dios-emperador sobre todos aquellos que deshonraran su sagrado nombre con prácticas impías.
Toda la magia procedía del Caos y, antes o después, conduciría al Caos.
Gottfried desconfiaba y odiaba a todos los practicantes de la magia, pero no era ningún estúpido. Comprendía que la magia era un poder que, como cualquier otro, podía ser usado para el bien tanto como para el mal, y que, en la lucha contra el Caos, un servidor de las fuerzas del orden necesitaba usar todas las armas que tuviera a su disposición.
Así pues, estaba dispuesto a tratar con hechiceros y gente de ese jaez. Su partida iba camino de encontrarse una vez más con el contacto de Verdammen, Himmlisch. Este último había investigado los curiosos nacimientos que habían plagado la aldea agrícola de Bauerzinnt aquella primavera. Él, no obstante, siempre se valdría de su fe en Sigmar y de su pistola de platina de sílex para luchar contra el mal.
Por lo que a Verdammen respectaba, el surgimiento del poder del Caos en el mundo era en gran medida debido a las prácticas de hechiceros «canallas», individuos sin escrúpulos que no estaban adecuadamente regulados por los colegios de magia de Altdorf y que deambulaban libremente por el Imperio. En sus tiempos de Templario de Sigmar había dado caza a un buen número de tejedores de hechizos: en general, se trataba de inmundos adoradores del Caos y mórbidos nigromantes profanadores de sepulturas, así que les había dado muerte. Eran una mancha en la faz del mundo, que debía limpiarse.
—¿Estáis seguro de que esto fue obra de un solo hombre? —insistió Verdammen.
—Lo vi con mis propios ojos —replicó Gustav, profundamente vejado.
—Pero aún hay cosas que no me han quedado claras —prosiguió el cazador de brujas—. Tengo algunas preguntas más.
Tras casi media hora de interrogatorio, el hablador aldeano guardó silencio.
—Schultz —dijo Verdammen al fin, mientras le hacía un gesto al hombre que sujetaba los caballos—. Aquí ya hemos visto todo lo que necesitábamos ver.
La partida del cazador de brujas comenzó a montar mientras Schultz conducía el semental hasta donde estaba Verdammen, aún incrédulo ante la devastación que podía causar un hechicero ingobernable.
—¿Os marcháis? —preguntó Gustav, con alivio apenas reprimido.
—¿Quién le ha hecho esto a vuestra aldea? —inquirió el cazador de brujas mientras ponía un pie en un estribo y se instalaba sobre la silla.
—¡Ya os lo he dicho! —le espetó el cacique del pueblo—. Era un hechicero. Medía tres metros y tenía ojos ardientes como carbones. Un demonio de las profundidades del infierno.
Gustav carraspeó y escupió una flema al suelo, para luego murmurar casi para sí.
—Asqueroso mago vagabundo. Engendros de los Poderes Siniestros, todos ellos.
—Pero no me habéis dicho su nombre. ¿Sabéis cómo se llama? —preguntó Verdammen, con la voz contenida y calma de un hombre que está a punto de perder la paciencia.
—No, no sé cómo se llama —replicó el cacique del poblado con acritud, temeroso de que estuviese a punto de recomenzar el interminable interrogatorio. Gustav miró al cazador de brujas a los ojos—. De todos modos, su nombre probablemente es algo que sólo puede pronunciarse en la retorcida lengua de los Poderes Siniestros.
El cazador de brujas tiró de las riendas de su caballo para dirigirlo hacia el este.
—¿Qué haréis ahora? ¿Iréis tras el hechicero? —preguntó Gustav con voz cansada y tensa.
—En su momento, cuando esté preparado —confirmó Verdammen y, clavando los tacones en los flancos del semental, condujo a su grupo de fanáticos fuera del pueblo.
Gottfried Verdammen perseguiría, en efecto, al mago responsable de la destrucción de Keulerdorf, pero antes tenía que cumplir con una cita previa. Sin duda, Kozma Himmlisch estaría esperándolo, ansioso por contarle qué más había visto en los movimientos de las estrellas y los vientos de la magia que soplaban en torno a su torre solitaria.
Por el momento, el pirómano mago de fuego tendría que esperar.