Epílogo

Amaneció una mañana marcada por la atonía. Keiris, erguido en el balconcillo de la cabaña que compartía con Talani desde que la tribu había regresado de las aguas septentrionales, no veía color en ningún sitio, ni en el cielo, ni en el mar ni en la tierra. En parte se debía, desde luego, a la hora, ya que el sol todavía no había salido. Se debía asimismo a la estación. Concluía el otoño y se avecinaban las primeras tormentas invernales. Y se debía, sobre todo, a su malhumor.

Iba a dejar a las gentes de las Mareas. Había anunciado su resolución cinco noches atrás, durante la sesión de cánticos, y la víspera le ofrecieron una fiesta de despedida con banquete y baile. Las ceremonias posteriores se prolongaron hasta después de que se pusieran las dos lunas. Ahora su padre se encaminaba a la playa para llamar a Pehoshi y Chehalli, sus cabalgaduras en el viaje. El ruido de sus pisadas le había despertado unos minutos antes.

La mañana era pesadamente gris. Apesadumbrado, a regañadientes, Keiris entró de nuevo en su refugio. Talani yacía con los ojos cerrados, posada una mano en su abultado abdomen. El joven, contemplándola largo rato, dudó. ¿Podía criticarle que se fingiera dormida, que le negara unas últimas frases antes de su partida? ¿Qué quedaba por decir tras tantas conversaciones, tras las lágrimas derramadas, los resentidos silencios y las declaraciones apenas musitadas?

Sabes bien que no deseo irme —susurró mentalmente el muchacho.

¿Era sincero con ella? ¿O trataba quizá de perdonarse a sí mismo? Estaba claro que no era el sentido del deber lo único que lo reclamaba. Se había enfrentado al reto de la migración. Había gozado de las delicias de un verano en el norte. Había probado las cosas que había querido probar y había hecho todo cuanto había querido hacer. Mas, en las postreras semanas, los recuerdos del palacio empezaron de nuevo a tomar consistencia. Pensaba en Amelyor, a la espera de sus noticias. Pensaba en Kristis y Tracador, preocupadas por su larga ausencia. Y pensaba en el mar invernal, en las tripulaciones pesqueras, pensaba en lo valientes que eran al abordar las tempestuosas aguas en sus frágiles cascarones. Se aventuraban para alimentar a sus familias, pues la tierra no les daba sustento.

Sí, el sentido del deber determinaba su decisión. Los pescadores, sus antiguas gentes, lo necesitaban mucho más que cualquiera de sus actuales compañeros. La voz de su madre pronto declinaría. Cuando eso sucediera, los nethlors de Hyosis habrían de designar a alguien para que subiera al estrado y les pasara la información sobre el mar. ¿En quién mejor que en él podía recaer esa tarea?

En nadie. Tal vez, a su regreso, Keiris podría persuadir a los nethlors de que tenían amigos en el mar, humanos y mamíferos, esperando el día de ser descubiertos. Lo intentaría, por supuesto. ¿Cómo iban a aprenderlo si no se lo enseñaba? Estaban, además, en su derecho a saberlo, puesto que sus necesidades fueron el motivo de que el joven partiera en busca de su padre y de las tribus de las Mareas.

Mas, por encima de tantas consideraciones, estaba su nostalgia. Tenía siempre latente aquella hambre de su palacio, de su madre, de sus amigos. Tenía hambre de las imágenes y los sonidos familiares, de los olores caseros.

¿Cómo admitirlo así ante Talani? No podía hacerlo.

Se limitó a añadir un silencioso ahora debo partir. Proyectó también sobre la muchacha una pizca de su pena, de su arrepentimiento, de su aflicción por dejarla a ella, por dejar al niño que venía, y salió de la cabaña precipitadamente. Si se demoraba, si decía algo más, sólo empeoraría la situación.

Vaciló, pese a todo, en el balcón, apresando el labio inferior entre sus dientes. Luego, de nuevo presuroso, antes de que flaqueara su voluntad, descendió la escala y echó a correr por la vereda. La gente de la aldea comenzaba a despertar, se desperezaba en los porches y cuchicheaba con sus vecinos, pero Keiris se obstinó en no ver estas habituales escenas matutinas, se obstinó en no oír sus tibios acentos. Si hacía ahora una pausa, si se detenía en el camino de la playa, quizá no llegaría a su destino.

Ramiri lo aguardaba en el borde del agua. La vio tan pronto asomó entre los árboles. La vio, le abrió su pensamiento y recibió de inmediato su reconfortante respuesta. El joven Keir evocó, en un corto paréntesis, cómo se les habían resistido las palabras la primera mañana en que fueron a nadar. Hoy casi no tenían que hablar, tan sólida, tan indisoluble era la intimidad que habían fraguado durante el estío.

La muchacha le tendió sus brazos, y ambos se fundieron en un fuerte abrazo. Keiris incluso temió haberla lastimado, si bien ella no protestó. Tampoco le dijo que su marcha la entristecía tanto como a él mismo. Habían conspirado para no mencionar aquel tema, ni con la voz silenciosa ni con la otra.

—Me has prometido que visitarías las aguas de Hyosis el próximo otoño, después de que las tribus retornen del norte —recordó el muchacho a su gemela, procurando que su tono fuera liviano.

—Las visitaré —aseguró Ramiri—. ¡Ya lo creo que sí! Y tal vez salga a tierra unas horas para conocer tus lugares favoritos.

—Te los mostraré todos. Pediré a Kristis que prepare comida para los dos, e iremos a bañarnos juntos.

Probablemente Keiris no le revelaría ni siquiera a ella, a Kristis, la identidad de su invitada. Se requería más tiempo para que los nethlors se conciliasen con la idea de las rermadkens.

—Hermano, deja en paz a tu cocinera. Yo buscaré mi propia comida —replicó Ramiri con un pequeño estremecimiento.

El joven se rió. Si su hermana podía ignorar las lágrimas que se agolpaban en sus ojos, él debía ignorar las suyas.

—¿Tan cobarde eres que rehúsas saborear mis platos ni aun una vez?

La muchacha sufría la tradicional repugnancia de los de su raza frente a la degustación de alimentos que no hubieran sido cosechados, o atrapados, en los últimos sesenta minutos.

—¿Comiste tú todo lo que te propuse el pasado verano?

«Naturalmente que no», recapacitó el joven. Algunas viandas eran incomestibles, por mucho que estuvieran recién extraídas del océano.

—Keir, ¿estás dispuesto?

Era la voz de su padre que lo llamaba, que retumbaba dentro de él. El muchacho dio media vuelta y distinguió en garbosa flotación a Pehoshi y Chehalli, más blancos que nunca al destacarse sobre la luz grisácea del amanecer. Rudin montaba al viejo gran blanco. Gesticuló para urgir a su hijo.

—Sólo un momento.

Era preciso más de un momento para decirle a Ramiri todo lo que deseaba. Ambos, él y ella, lo entendieron así, de modo que no se esforzaron. Se estrecharon en un segundo y expresivo abrazo, mientras Keiris, en un impulso, rogaba:

—¿Serás una hermana para Talani?

—En todos los aspectos.

Era la hora del adiós. La hora de dejar atrás fidelidades y obligaciones a fin de asumir otros compromisos y alianzas. El llanto cerró la garganta del joven Keir. Levantó la mano para despedirse de Ramiri y, zambulléndose, nadó hacia donde lo esperaban su padre y los dos mamíferos.

No le sirvió de ayuda que Pehoshi bramara al deslizarse el cuarteto hacia el mar abierto, ni que Chehalli contribuyera con su propio grito. No le sirvió de ayuda que el sol eligiera aquel instante para coronar el horizonte, creando unas cegadoras reverberaciones en la superficie del agua. Menos aún lo ayudó, al volver la cabeza, avistar a Talani en la playa junto a Ramiri. Las dos muchachas tenían las manos unidas. Renuente, sin aquella vivacidad que la caracterizaba, la que había sido su compañera agitó la mano libre.

No lo ayudó que Talani mantuviera el brazo en alto hasta que la línea de la costa se desvaneció enteramente en lontananza.

—He abandonado a mi hijo —dijo finalmente Keiris cuando no se veía más que océano por los cuatro costados.

La superficie del agua relucía ahora con el esplendor del alba, el aire soplaba límpido y gratificante. Sin embargo, el joven no tenía dentro más que desolación. Sabía que el niño que crecía en las entrañas de Talani recibiría grandes cuidados e infinidad de cariño. Los miembros del grupo de su padre se ocuparían de que nada le faltase. Pero dejarlo, irse así, sin haber visto su cara…

Rudin acarició, meditabundo, la blanca piel de Pehoshi.

—Yo también abandoné al mío, Keir, y fue muy duro. Pero al cabo de los años vino a mí, y ahora hemos convivido durante casi tres temporadas. Tú disfrutarás, a su tiempo, de otras temporadas con tu hijo, de igual modo que nosotros dos tendremos otros períodos de convivencia.

—Puede ser —masculló Keiris, aunque no imaginaba cuándo ni cómo.

Desechó toda reflexión sobre el futuro, punzante como era la angustia de la separación. Le parecía imposible tener aquel vacío en su interior y sentirse a la vez tan lleno de sinsabores.

Aquel día, el viaje no fue feliz. Chehalli buceó para alimentarse, pero el muchacho lo esperó en la superficie en lugar de aferrarse a su dorso y exultar en las emociones de la caza. Luego su padre cosechó la comida de ellos dos, comida que el joven rechazó. Y, siempre que Rudin trataba de entablar diálogo, él respondía con remisos monosílabos y rehuía su mirada. Al fin, el hombre desistió de su empeño.

¿Y si arribaba a Hyosis y lo encontraba tan estrecho, tan lóbrego, como se le apareció la noche en que manejó las serpientes? ¿Y si no volvía a hallar gusto y comodidad al reanudar su antigua vida? Cerró los ojos una y otra vez, deseoso de alejar de su mente aquellas preguntas engorrosas. Mas, una y otra vez, las preguntas retornaban.

Tampoco su descanso nocturno fue halagüeño. Recostado en la acolchada piel de Chehalli, soñó con su vástago, soñó que nacía sin facciones, sin más que un óvalo liso e informe, y despertó dando un respingo y reprimiendo a duras penas un alarido. Tras recobrar el control, dio un vistazo a su alrededor y advirtió que su padre lo observaba, silencioso y compungido, desde su mamífero.

Igual de silencioso, Keiris volvió su rostro y se arrellanó en su postura yaciente. Al poco rato dormía de nuevo, aunque no menos ansioso.

La segunda singladura se inició bajo tan desdichados augurios como la anterior. Los resplandores del cielo y el agua, las airosas cabriolas de los peces, la potencia de Chehalli debajo de él, no lograron ejercer en el talante del muchacho una influencia benéfica. Mientras cabalgaba, el joven Keir tuvo una sucesión de ensoñaciones en las que distinguió un país yermo, un palacio rosado que más se asemejaba a un corral, un pueblo incapacitado para ver más allá de las fronteras de su terruño. Fueron retazos casi sin cohesión, fugitivas parcelas de su desesperanza que, incontenibles, saltaron a su ser consciente y más tarde se disiparon, dejando un lastre de plomiza congoja.

Rudin, alerta a los delirios de su hijo, fue al comienzo un mudo espectador. No obstante, alrededor del mediodía azuzó a Pehoshi para que se acercara al otro mamífero y, una vez junto a él, se interfirió en su ensimismamiento:

—Keiris, quizás ahora mismo no te des cuenta, pero eres afortunado. Tienes más que la mayoría de las personas.

—O menos —disintió el muchacho, lamentando su actitud taciturna.

Su padre se encogió de hombros y frotó amorosamente el flanco de su montura.

—Me he sentido como tú un montón de veces, veces en las que me revolvía porque no podía alcanzar un preciado objetivo sin rendir a cambio algo que, para mí, poseía igual valor. Tras múltiples decepciones, aprendí a solventar el dilema preguntándome si debía estar contento por conocer la tierra y el mar, o desventurado por no poder recrearme en ambos a un tiempo. Elegí lo primero, una elección que he renovado en cien oportunidades.

»Llegará el momento en que puedas volver a reunirte con las tribus. Y, antes o después, llegará también el momento en que yo pueda instalarme temporalmente en Neth. El hijo de mi hermano estará en condiciones de medir los peligros del mar dentro de cinco años, seis como máximo. Ahora parece una eternidad, mas entretanto puedo hacer cortas visitas similares a las que proyecta Ramiri. Y, en cuanto delegue mis funciones, pasaré a tu lado estaciones completas, incluso años si tú quieres. En el caso de que conserve la voz, lo que nada tendría de particular, te sustituiré en el estrado para que hagas alguna excursión en compañía de nuestro grupo.

El joven Keir exhaló un suspiro tembloroso, columbrando unas perspectivas que antes no veía e iluminándosele el semblante con ellas. Si su progenitor lo relevaba en el estrado, podría nadar de nuevo junto a Nirini. Podría abrazar a su hijo todavía en la niñez. ¿Y Amelyor…? Levantó los ojos hacia su padre y musitó:

—¿Mi madre…?

Rudin, frunciendo el entrecejo, prendió sus pupilas en un punto remoto del horizonte para eludir los ojos del muchacho.

—¿Le complacería a ella verme de vuelta en Hyosis?

«¿Cómo puede abrigar ninguna duda al respecto?», se extrañó Keiris.

—Sabes que sí. Lo último que dijo antes de enviarme a esta empresa fue que, si no querías desprenderte de Ramiri, podías retornar a Hyosis con ella.

—¿Amelyor dijo eso?

—Así es. Y dijo también otras cosas.

El muchacho no pormenorizó. Era preferible dejar que Amelyor hablara por sí misma.

—De manera que, si yo volviera a palacio, no ahora, no hoy, sino algún otro día…

—Mi madre se alegraría mucho.

Rudin, con expresión ausente y ojos esquivos, se entregó a sus disquisiciones. Al dirigirse de nuevo a su hijo, sus frases brotaron mesuradas, como si hubiera cavilado a fondo antes de despegar los labios.

—Cuando te entrevistes con ella en el palacio, Keiris, averigua hasta qué extremo ella desea volver a verme. Averigua si sería tan dichosa como para internarse en el mar conmigo la primavera que viene y participar en la migración.

El joven observó a su padre asombrado. ¿Quería que Amelyor se sumara a la travesía, nadar con su grupo? Se había quedado sin aliento. ¿Sería su madre capaz de exorcizar sus miedos como había hecho él? Aunque lo intentó, no consiguió visualizarla montada sobre Pehoshi. Y menos aún la visualizó sumergiéndose en las lagunas marinas, o festejando con las tribus de Missa Hon.

Sí la visualizaba, empero, entrando en el mar de la mano de su padre. La visualizaba dando los primeros pasos.

Keiris había dado aquellos pasos. Había afrontado el desafío de las Mareas Mortíferas, y su flujo y reflujo lo habían transportado a las aguas norteñas.

—Lo averiguaré, pierde cuidado —dijo el muchacho—. Aunque, si te detienes lo suficiente en el litoral, tal vez oigas sus confidencias de viva voz, sin intermediarios.

—Lo haré en primavera —prometió el hombre—. Iré hasta vuestras aguas y escucharé. Pero ahora debemos separarnos. Navega una hora más y te encontrarás ante las costas de Hyosis.

—¿Tan pronto?

El muchacho volvió a sentir la punzada del pesar. De haber sabido que el trayecto se cubría en menos de dos jornadas, quizá se habría mostrado más comunicativo con su padre.

No le habría resultado fácil, dado su humor sombrío de entonces. Esta mañana se sentía algo mejor. Había dejado a Talani, y a su hijo, y a Ramiri, y los compañeros de aventuras, mas no definitivamente. Su padre le había infundido un nuevo optimismo.

—Tan pronto —repitió Rudin—. Yo no deseo acercarme más de la cuenta. No deseo oír la voz de Amelyor sin estar preparado para contestar.

Padre e hijo se despidieron, tirándose al agua para abrazarse y agitando luego la mano al trasladarlos sus respectivos mamíferos en direcciones contrarias. Keiris siguió con los ojos a Rudin hasta que se desvaneció en la lejanía. Lo invocó una sola vez, calladamente, sin importarle que su voz temblorosa delatara sus sentimientos.

—Hasta la primavera.

Hasta la primavera —repuso el hombre, dejando traslucir la misma emoción.

El muchacho continuó un rato cabizbajo. Incluso Chehalli parecía apenado, aunque, como uno de los mamíferos que frecuentaban las zonas costeras de Neth, el suyo era un viaje al hogar.

Conversaremos a menudo —le garantizó Keiris a fin de levantarle la moral, a la par que paseaba la mano por su lisa y suave blancura—. Te llamaré todos los días, y tú me darás información de las profundidades para que conduzca a las tripulaciones allí donde sea más abundante la pesca, a salvo de tormentas y depredadores. Además, en las noches tibias me bañaré contigo en el mar. Y ni que decir tiene que, si aparecen en estas latitudes mi padre o mi hermana, tú me anticiparás la nueva de su venida.

Notó un hondo rumor en el cuerpo del animal, su asentimiento. Y en aquel mismo instante, muy lejos, atisbó el perfil arropado en neblina de la línea de la costa. Aguantando la respiración, atenazó con las rodillas el cuerpo del gran blanco.

El contorno se ennegreció y asumió definición a pasmosa velocidad, tanta, en realidad, que a Keiris lo pilló por sorpresa la primera refulgencia de piedras rosas contra el azul del cielo. Fue un impacto que lo dejó sin aliento. Las lágrimas afluyeron a sus ojos, unas lágrimas de gratitud en las que se disolvían sus recelos.

El paisaje era tan hermoso como él lo recordaba. El terreno, oscuro, rugoso, sobrecogedor a su manera, realzaba las losas del palacio, claras y centelleantes bajo el barniz del sol. Había olvidado cuán rosadas eran, cuánto brillaba la luz que despedían. Y vio de nuevo los muelles, los cobertizos y puestecillos, a través de sus ojos de hombre de tierra. Los vio firmes y seguros. Vio el puerto, recoleto y sólidamente construido, a resguardo de las tempestades. Y en los nethlors vería la misma firmeza que en las edificaciones, una firmeza que les permitía enfrentarse con bravura y tenacidad a los peores rigores. Nada le costaría redescubrir su belleza. Jubiloso hasta lo inefable, y a la vez aliviado, Keiris guió a Chehalli hacia la costa.

Unos minutos después, tras descabalgar del mamífero y mientras avanzaba por aguas poco profundas, próximo a la marca de las mareas, volvió la mirada. El mar también le hacía señas. Elevaba altas olas para que volase en su cresta. Lo hechizaba con su hondura, su poderío y sus insondables misterios. Sus voces lo llamaban.

El joven Keir titubeó, a caballo entre dos mundos y sabedor de que siempre lo estaría. Aquellos dos mundos, esplendorosos y retadores, se lo disputarían hasta el fin de sus días. Se lo disputarían dos familias, dos pueblos entrañables. Se lo disputarían el bien y el bien.

No era, pues, un mal destino. No, en absoluto.

Sin embargo, tardó todavía varios minutos en darse la vuelta y enfilar la empinada senda marítima que conducía al palacio.