Keiris llamó, pero sólo le contestó el silencio…, el silencio y el sollozo airado de su propio aliento. Presionó un nudillo contra los dientes, como si quisiera lastimarse. Había estado tan obsesionado por sus propios asuntos, que ni siquiera se había extrañado de que Ramiri apareciera en aquel apartado y solitario rincón del mar. Ahora, demasiado tarde, advertía que su gemela debía de haberse enterado de que navegaba por un estrecho peligroso y había venido a escoltarlo, como hacían las otras rermadkens cuando escoltaban a las tribus de las Mareas en su migración. Había venido para protegerlo de las voces punzantes del océano.
El joven golpeó con su puño el dorso del mamífero, enfurecido por su atolondramiento y porque ahora estaba desamparado. ¿Qué iba a hacer? ¿Volver a explorar la superficie del agua? Ya lo había hecho. ¿Pronunciar en voz alta el nombre de Ramiri? También lo había hecho. ¿Debía quizá conformarse con espolear al gran blanco para alejarse de aquel lugar y, una vez a salvo, esperar que su hermana se liberara por ella misma?
Pero ¿cuáles habían sido las palabras de su padre? Que, en su etapa de doncella, en su primer viaje, una rermadken era más vulnerable al hechizo de los hiscapeis que más tarde, cuando ya había adquirido experiencia…
Y éste era el primer viaje de Ramiri. «¡Ojalá estuviera aquí mi padre!», pensó Keiris. Pero Evin se hallaba en Missa Hon o en mar abierto, capitaneando a su grupo en la travesía. El joven se mordió el labio. Apresó con una mano, sin apenas darse cuenta, el silbato de Nandyris. Con la otra golpeteó el lomo del mamífero al compás de su frustración. ¿Cuánto rato podía su gemela aguantar bajo el agua? Lo ignoraba.
—¿Lirion?
El joven Keir levantó los hombros para deshacerse de la mano de Nirini, aferrándose un momento más a la grupa del gran blanco. Luego, como siguiendo un impulso, se quitó la caracola y la depositó en la palma de la mano de Nirini.
—Aguárdame aquí —le dijo, y se deslizó por el flanco del animal hasta el mar.
No podía quedarse quieto y esperar como una estatua. Y no podía azuzar al mamífero a partir. Ramiri había cumplido con su deber de rermadken, mas el muchacho recordaba claramente la lividez de su padre, su talante huraño, en los últimos días. Además, su hermana no estaría entre los brazos del hiscapei de haber actuado él como había prometido, permaneciendo en la playa para tomar parte en la asamblea.
El agua estaba gélida, si bien el claro de luna la alfombraba de un brillo satinado. Tras hacer unas brazadas para acostumbrarse a la temperatura, Keiris zambulló la cabeza y descendió hacia las sombrías profundidades.
Pronto se perdió en una masa amorfa. Pasados unos segundos no sabía si sus movimientos lo llevaban a las honduras, o bien si estaba nadando en círculos. Al bramar sus pulmones reclamando aire, se dejó flotar libremente. Traspasó la espumeante superficie de plata, hizo provisión de oxígeno, se orientó y volvió a sumergirse. Nirini dio unos gritos a su espalda, pero eran palabras carentes de significado.
Descendió al fondo cuatro veces más antes de vislumbrar una sombra blanquecina. Y hubo de repetir la operación otras dos para equilibrarse en el agua frente al ente que aprisionaba a su hermana.
No estaba preparado para encontrar hermoso al hiscapei. Sin embargo, su belleza fue lo primero que lo atrajo. Más alto que un humano, se arraigaba con abandono en el lecho del océano, ondulante, pálido, provisto de largos y estilizados tentáculos que se arremolinaban en las corrientes. Unas hojas y filamentos luminiscentes paladeaban el agua de su entorno. Crecía en su base un capullo herméticamente cerrado, cuyos inmaduros apéndices se entrelazaban en un cono truncado. Durante unos momentos, al admirar a la criatura y su retoño aún por formar, Keiris sintió todo lo que Ramiri le había descrito en su canción, sintió el aislamiento y la necesidad del hiscapei. No tenía la prerrogativa de liberarse y nadar en busca de sustento. Se desarrollaba en la soledad, hundidas sus raíces en aquel desierto marino, voceando su hambre, gimiendo sin tregua para que alguien saciara tanto la suya como la de su tierno vástago. Si ningún incauto acudía…
Si ningún incauto acudía, aquellas raíces se consumirían. El capullo se marchitaría sin abrirse. Los enlazados brazos se enrollarían sobre sí mismos en un letal estrangulamiento.
¿Quería el joven que aquello ocurriera? ¿Quería que feneciese tan vaporosa blancura sin nadie que templara su angustia, sin nadie que nutriera a su hijo? ¿Quería que…?
El muchacho se estremeció al advertir el contorno de un cuerpo frágil acurrucado en el nido de flexibles hojas, antes de que sus pulmones, cerca del síncope, lo obligaron a asomarse de nuevo al exterior.
Emergió, y todo su cuerpo se debatió para normalizar el resuello. Ahora el hiscapei no lo llamaba, mas incluso callado conseguía hacerse oír. Keiris se había demorado ante él en una semiasfixia, más preocupado por la subsistencia de aquel ser que por Ramiri, inmovilizada en su abrazo.
¿Cuánto tiempo podría seguir atrapada sin ahogarse? ¿Era muy poderosa la sujeción de aquellos tentáculos blancos y de los filamentos, más rosados? ¿Cuánta fuerza sería necesaria para liberarla?
¿Y, quería su gemela que la rescataran? Keiris empezó a comprender mejor lo que Ramiri le había transmitido en su balada la mañana cuando se bañaron juntos. Las hermanas de la raza ancestral tenían aplacados a los hiscapeis hasta que las gentes de las Mareas pasaban sanas y salvas. Entonces se alejaban también ellas, condenándolos otra vez a la ansiedad… si lograban romper sus ataduras. Pero si se ablandaba su voluntad, si no podían sufrir la idea de abandonar a aquellos entes llorosos, solos, destituidos…
Él se había demorado porque se apiadó del hiscapei, y ahora la criatura ni siquiera lo llamaba.
Flotando en la superficie, un nuevo e ingrato pensamiento asaltó al joven Keir: si arrancaba a Ramiri de los brazos del hiscapei, seguramente éste comenzaría a proferir una nueva retahíla de lamentos. ¿Podría él endurecerse como el acero y desdeñar la penetrante invocación? ¿Podría su hermana, una vez liberada, hacerlo también?
Y si el hiscapei clamaba, ¿cómo evitaría que Nirini fuera seducida y absorbida? Su oído era menos fino que el de él, pero tenía el peligro exactamente debajo. Keiris alzó la vista hacia el lugar donde la muchacha lo esperaba, montada en el mamífero, temblorosa y asustada. Se había apropiado de las serpientes de Ramiri, que reptaban inquietas por su persona y la espiaban con ojos flamígeros. Soshi estaba al lado del gran blanco, más sumergido, como si se refugiara detrás de su voluminoso cuerpo.
Consciente de que transcurrían los minutos, unos minutos preciosos, Keiris trepó a su cabalgadura. Asió los yertos dedos de Nirini, y le ordenó:
—Debes irte. Regresa con Soshi a Missa Hon. —Le era imposible ocuparse de las dos muchachas al mismo tiempo.
Ella lo miró atónita.
—¿Deseas que me vaya? Y tú, ¿qué harás?
—No puedo dejar a Ramiri.
—¿Y crees que yo te dejaré a ti? —replicó la joven, con la frente fruncida por el enfado.
—Debes hacerlo. Debes alejarte enseguida. ¿Qué ayuda me prestarías? Prefiero… —El chico se interrumpió al ver que su amiga, terca, meneaba la cabeza. Agotada de repente su paciencia, le oprimió las manos y exclamó—: ¡Nirini, te he dicho que te vayas! ¡No puedo cuidar de ti y de mí mismo a la vez!
Se arrepintió de su brusquedad antes casi de terminar la frase, pero lo cierto era que el tiempo apremiaba y no debía perderlo discutiendo. La muchacha retrocedió, iluminados sus ojos por unos destellos fríos, duros.
—Si me tratas así es porque no has entendido nada de lo que te he cantado esta noche. Quieres mandarme a casa como se hace con las niñas. Quieres mandarme lejos…
—Nirini, te mando en busca de mi padre —interpuso Keiris a la desesperada. ¿Cómo no lo había pensado antes?—. Corre a su encuentro y dile que necesito su auxilio, que Ramiri lo necesita. Me enviará a alguien. ¿Quién sabe? Tal vez venga él mismo. Hace unos días me explicó que, en ocasiones, los medidores aúnan sus voces para acallar a los hiscapeis.
Estaba seguro de que Nirini se iría si le encomendaba una misión. Y quizá todavía quedaba una posibilidad. Quizá, suponiendo que Evin se presentara en seguida, rescatarían a su gemela.
La muchacha se desprendió de las manos de su compañero y cerró los dedos en torno a su brazo.
—Sí, las aúnan. Y las otras rermadkens también entonan cánticos y súplicas cuando una de las hermanas es atrapada y no logra desenredarse. Mas yo no puedo traerte a tu padre con tanta celeridad. Aunque lo llamaras tú mismo, no llegaría a tiempo. —La muchacha tuvo una vacilación. Ceñuda e indecisa, miró a Keiris antes de agregar, ahora atropelladamente—: Tú eres el único medidor que está lo bastante cerca.
El único medidor… La sangre se retiró del rostro de Keiris. Retiró su brazo para soltarse de los dedos atosigantes de su amiga.
—Yo no soy un medidor.
—Posees su voz, lo que equivale a serlo. Todos cuantos la han oído lo admiten. No está educada, pero es potente. Tan potente como la de Evin.
Keiris agitó, disgustado, la cabeza. De todas las respuestas que podía escuchar de labios de Nirini —que iría el encuentro de su padre, que unidos arrebatarían su víctima al hiscapei—, había de darle justamente la que él más abominaba. Sí, poseía una voz, y había incurrido en el censurable hábito de usarla. Sin embargo, de ahí a afirmar que esa voz estaba capacitada para medir y ahuyentar los riesgos marinos igual que la de su progenitor, había todo un abismo.
No deseaba tener la voz de un medidor. Lo único que deseaba era retornar a la seguridad de la tierra seca, de los muros de palacio ebrios de sol, de su alcoba, de las voces y sonidos familiares.
El gran blanco se movió intranquilo, y el joven se percató de que comprendía sus cábalas y, poco a poco, se encaraba hacia el suroeste.
Avergonzado por su inconsciente traición, Keiris agarró de nuevo los brazos de Nirini.
—Afirmas que no eres una niña. Pues bien, compórtate como una mujer y haz lo que ahora te pido: vete para que pueda libertar a mi hermana. ¡Márchate, Nirini! No hay nada aquí que puedas hacer, ni nada tampoco que pueda hacer yo mientras tú estés.
La joven no claudicó fácilmente, pero al fin bajó por el costado del gran blanco y partió cabalgando sobre Soshi. Tan sólo una vez volvió la mirada atrás, una mirada anegada en lágrimas. El joven Keir, que la contempló mientras se distanciaba, pensó que nunca encontraría una lealtad tan incondicional. Deseó no sentirse tan incómodo.
Se zambulló de nuevo en el mar.
Esta vez estaba preparado para la turbadora emoción que suscitaba el acercarse al hiscapei. Intentó prever el embrujo concentrándose en la pesadez de sus extremidades, en el malestar de sus violentados pulmones. Reinaba en el agua una densa oscuridad, pero pronto vio a la criatura.
Pero el cuerpo de Ramiri lo veía con menor claridad. Estaba arrebujada en el centro de la blanca amalgama, inmóvil, con los párpados entornados. Keiris temió, por unos terribles segundos, haber tardado demasiado, pero cuando palpó su hombro, notó la vibración de la vida. Y cuando un etéreo suspiro mental de la muchacha tocó levemente su pensamiento, supo que ella lo había reconocido.
—Ramiri, ven conmigo. Por favor, ven. —Sus pulmones volvían a estar al borde del síncope, pero buscó en la penumbra la mano de su gemela a fin de estrecharla mientras le imploraba su silenciosa súplica.
—Déjame. Sálvate. —La voz de la rermadken surgió débil.
—Ya estoy salvado. Permití que el hiscapei me hipnotizara la primera vez, pero no volverá a suceder. Me pilló desprevenido. Hoy estoy preparado. Ven.
—Ve tú solo, hermano. Yo nací para esto. Abandonaste la asamblea, fui a reunirme contigo en la orilla y vi cómo emprendías viaje a lomos de tu corcel lunar. Te seguí porque la razón de mi existencia es salvaguardarte, a ti o a otra persona afín. Yo soy portadora de la sangre de antaño, tú de la nueva. Hay que respetar el orden natural de las cosas.
—¡No!
—Sí. El orden…
—No me interesa ese orden, sino el mío. Y el mío me exige que te socorra. Ramiri…
Hubo de subir nuevamente a la superficie, para respirar. Descansó un momento, reclinado en el macizo flanco del mamífero, mareado y dolorido. Si pudiera alcanzar el fondo a mayor velocidad, antes de que se agotara la reserva de aire…
Se agitó en un escalofrío al percibir los dos pares de ojos que lo examinaban, ojos rojos como llamas sin calor. Nirini se había despojado de las serpientes de Ramiri al partir. Los reptiles acechaban a Keiris, fosforescentes sus pupilas, y el joven, instintivamente, se pegó al gran blanco.
Al gran blanco, capaz de sumergirse con una rapidez y energía que él nunca igualaría. Al gran blanco, que le transportaría al mundo submarino en un santiamén si sabía agarrarse a él con fuerza. Al gran blanco, que lo conduciría hasta Ramiri quedándole todavía una buena dosis de aire en sus pulmones.
Escudriñó al coloso, olvidando los siseantes ofidios. De repente le pareció importantísimo poner un nombre a su corcel. Pero ¿cómo le hablaría si todavía no lo tenía? Su mente discurrió a tientas, recordando la primera aparición del animal, recordando su lividez de gigante en el Altar del Sol del templo marino. Recordando asimismo su miedo paralizador, un miedo que no lo habría acosado de valorar el inmenso honor que la criatura le hacía.
Había un vocablo arcaico, caído en desuso, que Sorrys le había enseñado. El muchacho intuía que lo habían descartado después de que los adenyos volvieran la espalda al océano. Porque, traducido a su idioma, chehalli significaba «bendecido por el mar».
—Chehalli —proclamó con voz sonora. Escaló entonces hasta la grupa del mamífero y, apoyadas las manos en su nívea piel, le preguntó en la lengua silenciosa: ¿Serás mi bendición del mar, Chehalli?
¿Sólo lo imaginó, o el gran blanco dio su consentimiento en un acento gutural, cavernoso? ¿Le costaría mucho conocer plenamente las interioridades de aquel enorme ser? Tal vez se precisaban años, un tiempo del que Keiris no disponía ahora. Inclinó la cabeza hasta depositarla en el mullido cuerpo de su montura.
—Hay un sitio al que quiero ir —le susurró—. Está en las profundidades, debajo de nosotros. Hay allí un hiscapei. Tengo que enfrentarme a él.
Subrayó sus indicaciones moldeando imágenes lo mejor que pudo, tratando de esbozar para el mamífero un rumbo aproximado, acorde con lo que él pudo entrever en sus idas y venidas por las acuáticas tinieblas.
El animal tembló y dio una leve sacudida, pero no se sumergió.
El joven Keir tuvo un atisbo de desfallecimiento. ¿Era el nombre inapropiado? ¿Resultaban sus órdenes ininteligibles para su nuevo compañero? O, por el contrario, ¿las entendía demasiado bien? El joven frunció el entrecejo. Sabía que debía regresar junto al hiscapei, pero la confrontación le inspiraba temor. ¿Era sensible el mamífero a su ambivalencia?
Se estremeció, ahora él, en su posición de jinete. ¿Cómo podía convencer al gran blanco de su anhelo, estando ese anhelo empañado por la aprensión?
¿Y si le pedía que lo llevase hasta su hermana?
Estampando la mejilla en el ancho lomo de Chehalli, evocó los rasgos de Ramiri, la fragilidad de su cuerpo, los pozos de negrura que eran sus ojos, su melena rizada.
—Mi hermana, Chehalli, condúceme hasta ella. Me necesita. Me urge ir junto a ella.
El gran blanco se estremeció. Duró unos meros instantes: con una prontitud y regularidad tales que Keiris apenas tuvo tiempo de reaccionar, se precipitó hacia las honduras. De estar bien sentado en el lomo del mamífero, el muchacho pasó a recibir el brutal manotazo del agua que lo catapultó a la cola de Chehalli. Cegado, sus manos palparon la piel del animal a la caza de un asidero. Lo hallaron en la aleta dorsal. Se aferró, valiéndose de las cuatro extremidades, a aquella tabla salvadora, y entornó los ojos para preservarlos de la tromba de agua.
Bajaron hasta el fondo del mar. Tan vertiginoso fue el descenso, que el joven requirió unos segundos preciosos para orientarse. Ahora se dibujaban dos perfiles níveos en el brumoso líquido, los de Chehalli y el hiscapei, este último con Ramiri inerte en sus tentaculares brazos. ¿Vivía aún la muchacha? Aunque tenía el corazón en un puño, Keiris se dio ánimos y se soltó de la cola de su cabalgadura para enfrentarse a aquellas ondulantes hojas blancas. Cuando las alcanzó, palpó con delicadeza el hombro de su hermana.
Tan tenue fue la respuesta de ella, que la alarma cundió en la mente de Keiris.
—Ramiri, ven conmigo. Ven en este mismo momento —la azuzó, temeroso de que no sobreviviera si permanecía allí por más tiempo.
—Hermano, ¿estás aquí de nuevo?
—Aquí estoy. Traigo a mi corcel lunar para que nos facilite la huida. Él nos transportará a lugar seguro, donde ni siquiera oiremos al hiscapei cuando trate de volver a capturarnos con sus lamentos. Cerraremos nuestras mentes. Podemos hacerlo, lo sabes muy bien. ¡Ven, por favor!
—Sí, iré.
La rermadken, sin embargo, no hizo ningún ademán para liberarse. Continuó encogida en aquel nido de hojas. Keiris extendió la mano, rodeando uno de sus brazos, esforzándose en ignorar los succionadores filamentos que se cernían sobre él a fin de probar el sabor de su desnuda piel. Si podía dar un certero tirón, concluiría la pesadilla.
Si daba el tirón, por otro lado, dejaría al hiscapei hambriento, necesitado y solo. Nada habría que nutriese sus tallos, nada que alimentase su capullo. Y el capullo tenía que comer para medrar, para fortalecerse y surcar un día las corrientes oceánicas hasta anclarse en su nueva morada, hasta engendrar su propio retoño.
No podía sentenciar a aquel ser viviente a un destierro de hambre y de marginación. No podía…
El joven, de súbito espantado, exhaló repentinamente. Los filamentos que se habían enroscado en su brazo lo atraían dulcemente hacia el hiscapei, aunque éste tuviera ya una víctima. Sintió los preliminares de una opresiva tristeza. ¡Era todo tan desolado en aquel lugar! Barrían el arenoso suelo gélidos remolinos. Ni aun en las horas más cálidas del día se filtraba la luz solar. Una eterna oscuridad se abatía sobre aquel paraje.
Soledad, negrura, un terreno estéril, y el capullo… Tan abstraído estaba el muchacho que, sin darse cuenta, colmó sus pulmones de agua salada. No lo advirtió hasta que notó las pálidas hojas circundándole el tronco. Entonces sí, entonces el pánico se apoderó de él y retrocedió con un acelerado agitar de pies, quebrando al mismo tiempo las hebras adheridas a sus brazos. Chehalli removió las aguas a fuerza de coletazos y lo condujo al exterior.
Keiris salió escupiendo y tosiendo. Esta vez sabía con una certeza inapelable que no se atrevería a sumergirse de nuevo. Mientras amase la vida no se aventuraría en otro intento. Pero, con aquella misma certeza, se dijo también que no osaría regresar a Hyosis si abandonaba ahora a Ramiri en los brazos del hiscapei.
Ni siquiera se estremeció al aproximarse las serpientes de su hermana, con las negruzcas lenguas en danza. Estaba aterido, un pavor demencial lo tenía petrificado, y le dolía el brazo donde el hiscapei se había enroscado. Mas, por encima de todo, dominaba la rabia.
La criatura necesitaba a su gemela. Él también.
La criatura llevaba una vida solitaria en el fondo de un sombrío mar. El espíritu del muchacho estaba preñado de sombras, y no se sentía menos solo que aquel ser; solo, perdido y lejos de casa. Tenía un pueblo, tenía un lugar, y su apetito por recuperarlos no era inferior al apetito de presas inherente al hiscapei. Sin embargo, sus metas se encontraban fuera de su alcance. Y se mantendrían inaccesibles hasta el fin de los tiempos si no liberaba a Ramiri. Amargo le sabría el pasaje de vuelta a costa de la vida de su hermana.
Chehalli rebulló a su lado y emitió uno de sus graves retumbos. Las serpientes trazaban nerviosos círculos. Las estrellas brillaban distantes, tanto como cualquier signo de ayuda. ¡Si Keiris pudiera llamar a Ramiri desde allí! Si pudiera gritarle, en un llamamiento más punzante aún que el del hiscapei, cuán imprescindible le era, si pudiera motivarla con la angustia que a él lo asolaba…
El joven titubeó, flotando sin dificultad en el mar. Tenía una voz, la de un medidor. Así lo habían aseverado Nirini y su padre, por lo que debía de ser verdad. Debía de serlo aunque a él le repeliese. Si llamaba a Ramiri con toda su ansia y toda su elocuencia…
Los ofidios persistieron en su insinuante aproximación. Sus ojos ardían sin llama. Si llamaba a Ramiri con todas sus fuerzas…
Keiris, descorazonado, se aplicó unos trémulos dedos a la frente. Si llamaba y fracasaba habría malgastado otro puñado de valiosos minutos. A menos que se apresurase, Ramiri expiraría bajo el agua.
Los ofidios levantaron sus cabezas en actitud inquisitiva. Sus ojos parecían ser los únicos baluartes de vida en el océano.
¿Los ofidios?
El joven Keir comprendió entonces cuál era la solución. La alternativa que se le ofreciera más fulminadora que el rayo: o bien recurría a su voz de medidor aún por entrenar y tal vez fallaba, o bien magnificaba esa voz, potenciándola al máximo. No había otro medio para aumentarla que llamar a Ramiri con sus serpientes enroscadas en su cuerpo. Llamarla con todo el poder del mar que dormitaba, repudiado, en su sangre.
Durante unos segundos, no se pudo mover. Se vaciaron sus pulmones y no los llenó. Intentó agitar sus piernas, dar unas brazadas, sin éxito. Debilitado, roto, se dejó ir a la deriva para que la inercia lo arrastrara hasta el costado de Chehalli, como si el gran blanco fuera un escondrijo.
No encontró cobijo en su corcel. Ni lo encontraría en ninguna parte, porque dondequiera que fuese vería a la perfección lo que tenía que hacer. Vería su única salida. Y, recordando lo que ocurrió aquella tarde al escuchar el canto de las rermadkens, adivinó las consecuencias.
Deseaba retrasar el momento. Deseaba tomarse un tiempo para pensar, sopesar, analizar su decisión desde todos los ángulos. Pero no tenía ese tiempo. Y, o mucho se confundía, o no tenía tampoco otra elección honrosa, exenta de remordimientos.
Cerró los párpados e hizo una profunda inspiración, preguntándose qué habría pasado cuando volviera a expulsar el aire. Preguntándose en qué forma se habría transformado él. Preguntándose en qué forma se habría transformado el mundo. Sin más dilaciones, tenso, temblando, extendió los brazos para acoger a las serpientes de su hermana.
Vinieron audaces. Vinieron sinuosas. Vinieron y lo estrecharon en sus anillos. Eran inusitadamente musculosas, su piel fría y correosa. Keiris recibió su contacto como si lo acometiese la zarpa del pavor. No podía moverse. No podía respirar. Sólo podía tiritar sin control, con el cuerpo rígido. No se diferenciaba de una estaca plantada en la arena; tras aposentarse los reptiles en sus hombros, tenía la misma movilidad, el mismo albedrío que un madero.
El fulgor congelado de los ojos de rubí prendió en los de él. El muchacho oyó unos gemidos de procedencia desconocida. Se estremeció al ganar éstos volumen, al incidir en su cerebro.
Poco después no tenía conciencia más que de los gemidos, ahora muy agudos, y de las sensaciones que los acompañaban. Los dedos de sus manos y pies experimentaron primero un hormigueo, luego un entumecimiento. Una ola de calor inundó las vías de su sistema nervioso. Ocupó su paladar un sabor metálico. Y, de un modo arrollador, lo invadió una masiva turbulencia interna, como si la sangre hubiera desviado el rumbo en sus venas. Quizá lo había hecho. ¿Cómo se explicaba sino su cambio de perspectiva, las radicales alteraciones de todos sus pensamientos, de su percepción?
Desfilaron por su mente escenas de un palacio construido junto al mar. Sus piedras de color rosa refulgían al sol. No obstante, el muchacho al mirarlo sintió una especie de aplastamiento, como si la mansión fuera un lugar de reclusión, un lugar donde el aire se viciaba encerrado en los pasillos y los moradores deambulaban igual que sombras fantasmagóricas, misteriosos e inefectivos en sus movimientos. ¿Cómo podían los nethlors vivir en aquel edificio, de espaldas al océano?, ¿qué clase de sol disfrutaban si sus rayos les llegaban atenuados, condensados, a través de aquellos estrechos ventanucos?
En la terraza de tierra tomó cuerpo una forma humana de constitución robusta. Reconoció en el acto a Kristis, si bien nunca antes había reparado en cómo la gravedad entorpecía su andar, ni había reparado tampoco en su tez macilenta, de enferma. Si se bañara en el mar, si flotara a merced de las olas mientras el sol bronceaba su cara y calentaba sus reumáticas articulaciones…
Nunca haría semejante cosa. Ningún nethlor nadaba en las aguas. Siempre que se adentraban en el océano se escudaban en caparazones de madera, en unas embarcaciones que no cumplían el propósito de conjurar sus temores. Y los guiaba una mujer a quien el mar y sus criaturas espantaban tanto como a ellos. Se desplegaban en la inmensidad del agua, organizaban un medroso ataque a sus riquezas y, con el fruto de su pillaje, se retiraban a la estrecha cresta de roca que era su vivencia y su cárcel.
Porque Neth no era más que eso, una cárcel. Peor todavía, una cárcel con las puertas abiertas. ¿Cómo iban sus habitantes a deshacerse de los invisibles grilletes si estaban sordos a las voces del mar, sordos y mudos? ¿Sospechaban siquiera su confinamiento y su disminución?
¿Y su madre? ¿Y Nandyris? Keiris meneó la cabeza. No había tiempo para efectuar tales prácticas. No era el momento de someter sus remembranzas a un penoso examen. Conteniendo aquella marea de imágenes tras un imaginario dique, escaló el dorso de Chehalli. Ya en la cúspide, y pese al agarrotamiento de sus músculos, acarició las serpientes.
Con toda la fuerza de su dolor, invocó a Ramiri y le dijo cuánta falta le hacía. Se lo dijo en una voz que se dispersó en todas direcciones. Le dijo de qué forma tan perentoria necesitaba a una hermana en un mundo ajeno, pavoroso. Necesitaba a alguien que compartiese con él historias y comidas, que le confiase sus intimidades y guardara las suyas, que fuera el puntal de su equilibrio en las perennes mutaciones del universo. Le dijo cómo había querido a Nandyris, tanto que aún lloraba su pérdida. Le dijo lo que supondría para él su pérdida, la de una segunda hermana…
Con toda la fuerza de su pensamiento invocó a Ramiri. Nada le ocultó de su angustia. Nada le ocultó de su desvalimiento. De hecho, más desvalido quedaría él sin la muchacha que el hiscapei. La criatura usaría sus artes y atraparía a otra presa con su punzante lamento. Keiris no podía reemplazar a una gemela. Habían nacido juntos. Si ella moría esta noche morirían también juntos, no física sino espiritualmente. Si Ramiri sucumbía, la existencia del joven sería árida, sería infecunda, a partir de hoy. Su muerte supondría un sacrificio inútil.
Si, por el contrario, su hermana se liberaba de los filamentos que la envolvían, si desechaba los blancos brazos del hiscapei, si venía a él, el joven Keir le cantaría tanto tiempo como ella quisiera. Le cantaría sobre Amelyor, sobre el destellar de su cabello al sol, el timbre de su voz, la blancura de su vestido en contraste con su piel morena. Le cantaría asimismo sobre el palacio y los nethlors que formaban su familia, gentes amables y curtidas. Le cantaría sobre los episodios más emocionantes de su vida, sobre Nandyris y los nexos que la emparentaban con ambos.
Si no venía a él, se convertiría en un ser anodino, desarraigado y solitario para el resto de sus días.
Llamó, chilló. Para mejor rivalizar con el hiscapei, mandó unos aullidos susceptibles incluso de herir el oído de Ramiri. Y no se hizo recriminaciones por ello.
Pero su gemela no emergió.
Suplicó. Dejó ahora que su voz se llenara de lágrimas. Dejó que los ofidios se enrollaran en su cuello y le serpentearan en el rostro. Las lenguas bífidas rozaban sus pómulos. Las viscosas escamas de los dos cuerpos se restregaban por toda su piel.
El agua continuó vacía.
Al fin, amargamente, supo que había fracasado. Inclinó la cabeza y dejó morir su voz. No se quitó las serpientes de los hombros. ¿Para qué? La sangre ancestral ya no estaba aletargada. Había despertado en toda su magnitud y corría a placer por sus venas, coloreando su percepción y su memoria. Jamás volvería a silenciarse.
Ya en aquel instante, a pesar de su abatimiento, empezó a ver algo en el mar, movimientos en los que no había reparado. Percibió corrientes y ritmos, colores y matices inexistentes tan sólo unos minutos atrás. Siempre había ensalzado la estabilidad como el estado perfecto. Ahora el vaivén de las aguas le pareció cargado de promesas, y el horizonte lo llamaba. Si aguzaba suficientemente sus sentidos, sabía que podía descubrir su camino entre las regiones marinas atendiendo simplemente a los más mínimos cambios en la temperatura y la salinidad del agua.
Era lo que deseaba hacer, lo que había de hacer para apaciguar su desazón. Estaba en la época de las migraciones. Las aguas del norte, aquel rincón de horizonte, lo llamaban. Unos desdibujados picos montañosos, los relucientes bancos de peces, los cielos despejados y las brisas refrescantes componían el cuadro del estío. Incluso en su desesperación, tenía apetito de todo aquello. Tenía apetito del viaje que se avecinaba, de sus azares y su belleza. Quería ponerse a prueba en el Cinturón de Fuego. Quería hacer carreras con las ágiles crías de los mamíferos. Quería trepar a escarpadas paredes de roca y echarse al mar desde la cima.
Tenía tales apetitos, y estaba avergonzado.
Se lo reprochó hasta que sintió un primer pellizco de dolor, el que provocaba la llamada del hiscapei. Levantó la cabeza, y con los cinco sentidos alerta, escrutó el océano.
Perplejo, dividido entre una peligrosa esperanza y el desencanto, divisó una indefinida palidez que ascendía a poca distancia en el sereno mar. Aquella abstracción derivó perezosamente por los líquidos estratos, acercándose y delatándose como una figura femenina con brazos, piernas, torso y un rostro: el de Ramiri.
Hubo un breve lapso en que el aliento de Keiris quedó detenido en su pecho. Luego lo soltó en un discordante alarido, y se deslizó hasta el agua. Los quejidos del hiscapei se acrecentaron, angustiados hasta lo irresistible, pero él no hizo caso. Ramiri había oído su súplica. Se había liberado.
¿Era, desgraciadamente, demasiado tarde? Mientras la izaba al lomo de Chehalli, el cuerpo de la muchacha colgaba desfallecido en sus brazos. Sus fláccidas extremidades no respondían a los estímulos. Ningún movimiento abombaba su pecho. Tenía ampollas en la piel, allí donde la habían agarrado los filamentos y las hojas. El joven le auscultó el corazón. No oyó ningún latido.
Sin embargo, estaba viva. Keiris notaba un hálito en ella, una queda presencia que batallaba para recobrar el conocimiento. El joven hizo lo que le dictaba el instinto. Urgió a Chehalli que regresara a Missa Hon, y él acostó boca abajo a su hermana a fin de, golpeándole la espalda, obligarla a expeler el agua que había tragado. Durante la operación, manifestó su gratitud con gran griterío. Así amortiguaría los ecos lastimeros del hiscapei.
Pareció transcurrir una eternidad antes de que Ramiri recobrara el conocimiento. Cuando abrió los ojos y se dio la vuelta, Keiris vio que, los tenía tan negros, tan inmensos como él los recordaba, si bien ya no había extrañeza en ellos. Eran los ojos de su hermana, pura y llanamente. Y lo miraba aturdida, sondeándolo desde su oscuridad. Él suspiró aliviado.
—Temí que nunca regresaras —declaró.
—El peligro de las honduras me tenía atrapada —explicó Ramiri en un murmullo—. Quería soltarme, pero no podía. No pude hasta que oí tu llamada. ¿Oyes los plañidos del peligro, oyes cómo insiste?
—Sí, los oigo —contestó Keiris—. Mas suenan tan difuminados que no han de afectarnos.
Lo cierto era que, durante el intervalo en que devolvió a su gemela al mundo real, habían dejado atrás al hiscapei. Su voz no era más que un hilo agónico.
—No han de afectarnos —repitió Ramiri. Cerró los párpados, débil aún, y permaneció unos momentos acunada en los brazos de su gemelo. Cuando alzó de nuevo la vista, parecía fortalecida—. Has dicho que me necesitabas, hermano.
—Y te necesito —ratificó él, algo ronco. Todo cuanto le había dicho bajo el efecto amplificador de las serpientes era verdad. Habían nacido juntos, y sin ella la vida se le presentaba como una nada infinita—. Te necesito, eres mi hermana.
—También me has hecho promesas.
La muchacha hablaba, una vez más, con su habitual timidez. Sus pestañas aletearon al hacer aquel comentario, como si la asustara confiar sus deseos tan abiertamente ante Keiris.
—Te he hecho promesas —se avino el muchacho.
—Me has prometido complacerme en lo que te pedí la mañana en que nadamos juntos. ¿Fue ayer?
—En efecto.
—Me has prometido contarme todo lo que atañe a nuestra madre. Todo, sin excepciones. Me has prometido, además, contarme algo de tu hogar y tu pueblo. Sé que nunca residiré en tu patria. En tierra sería infeliz. Creo que las personas que la habitan deben de fatigarse mucho al cimentar su vida sobre terrenos pedregosos. No adivino cómo se las ingenian para flotar. Pero, me gustaría conocer tu vida. Me gustaría saber más de ti.
—Y yo quiero que conozcas estas cosas —aseguró el joven Keir.
Eso también era cierto. Su gemela no era como Nandyris. Ella era tímida, no arrojada; era vacilante y no risueña. Pero se trataba de diferencias superficiales en las cuales subyacía idéntico coraje, idéntica promesa.
Cabalgando entrelazados en la grupa de Chehalli, Keiris interpretó para Ramiri baladas de la hermosa tierra de donde procedía, del luminoso palacio donde ambos vieron la luz, de la madre que los habían alumbrado. Interpretó baladas de Nandyris, su hermana sonriente; de los nethlors, recios y gentiles; de amaneceres y ocasos enmarcados por amplios ventanales; de ágapes dispuestos en fuentes delicadas.
Describió todo aquello tal como lo veía antes de ser tocado por las serpientes marinas, antes de que su sangre hirviera en una turbulenta metamorfosis. Lo describió tal como era antes de que comprendiese las estrecheces y limitaciones de la vida sobre la tierra, antes de que asimilara la esterilidad del suelo, su avaricia y cuán parco era en el reparto de bienes que habrían propagado la admiración y el júbilo. Lo describió tal como él lo juzgaba antes de reconocer que sus estimados nethlors se obstinaban en la mudez y la sordera, que la tierra les contagiaba su propia angostura, cerrando sus ojos a los prodigios y la generosidad de un mar que bañaba sus cuatro confines, inspirándoles pánico frente a unas aguas que eran el pilar esencial de su supervivencia. Una tierra que, en suma, los empequeñecía.
Keiris cantó, y de todas las personas que fueron nadando hacia ellos cuando se acercaron a las playas de Missa Hon, solamente su padre supo por qué, además de cantar, lloraba.