15

Mientras Keiris se ensimismaba en su nostalgia, las lunas surcaron las alturas. Se ensimismó en su nostalgia y las aguas se inflaron. Se ensimismó y llegaron las Mareas Mortíferas, las mareas en su apogeo, la hora en que el mar alcanzaba su mayor bravura.

Se ensimismó en su nostalgia, en sus preguntas, vacío y asustado, sin tener la más remota idea de qué iba a hacer. ¿Dar un penoso rodeo a la isla y reunirse con la gente de su padre? ¿Emigrar con ellos hacia las aguas más septentrionales? ¿Quedarse aquí, solo, hasta que regresaran en otoño?

Lo único que él quería era volver a Hyosis.

La nostalgia, el hambre de hogar que se había adueñado del muchacho, se hizo más aguda y punzante que la que había sentido en la colina.

Cerró los ojos, y resplandecieron ante él vívidas imágenes de Hyosis: los muros palaciegos, los interminables y claros pasillos, los ventanales que se abrían al sol saliente o poniente. Impregnaban el aire los aromas cotidianos de la mansión. Aguzando el oído, Keiris percibió las voces de las personas que conocía: Kristis, Tracador, Tardis e inclusive la de su madre. Percibió también el océano, no la arremetida de las Mareas Mortíferas sino uno más apacible, más distante.

Tan real fue la ilusión, que incluso oyó la profunda llamada de la caracola desde la terraza marítima.

Oyó sus notas tres veces, antes de reparar en que no provenía de Hyosis, en que no se trataba del instrumento de Amelyor. Su llamada tenía una cualidad más profunda, sonaba más próxima. No era tanto un lamento como un retumbo.

Reticente, abrió los ojos.

Al comienzo no comprendió lo que estaba viendo. Se trataba de una blancura resplandeciente, una refulgencia. Y un majestuoso vapor de plata, tocado de luna, se alzaba sobre ella como un géiser.

Reconoció al gran blanco. El animal se recortaba sobre las aguas detrás del rompiente. Se repitió el estruendo, y unas altas columnas escaparon por el orificio respiratorio disipándose en el aire.

—Pehoshi.

Keiris, sorprendido, pronunció en voz alta el nombre del mamífero. Y también estaba Soshi, yendo y viniendo entre las crestas de espuma, balanceando su brillante cuerpo.

Soshi lo estaba llamando, se dio cuenta enseguida. Y en el mismo momento, se percató con desamparo, que ya no tenía que preocuparse más por lo que debía hacer. Estaba a punto de iniciarse el viaje, y su padre había mandado a Soshi y a Pehoshi en su busca. No podía rehusar.

No tenía otro remedio que ir. Evin reclamaba su compañía. Aun así, dudó unos momentos antes de adentrarse en el agua.

Ya había llegado hasta Soshi, se había encaramado a su lomo, cuando escuchó la voz de Nirini imponiéndose sobre la del encrespado mar.

—¡Lirion, Lirion! —vociferó, y luego añadió un ruego en su idioma particular.

Sobresaltado, Keiris echó la vista atrás y vio a la muchacha que corría por la angosta playa. Instantes después, estaba en el agua. Las serpientes, de nuevo ensortijadas en sus brazos y cuello, daban excitados latigazos. Su oscuro cabello se movía en libertad. Keiris, irritado, se deslizó por el costado de Soshi.

—Nirini, te dije que… —empezó a regañarla con acento imperioso.

Se acordó entonces de que la muchacha no entendía el adenyo, que debía abordarla en la otra lengua.

Te dije que fueras junto a mi padre y me aguardases —la reprendió.

—Y yo te dije que no te dejaría. Me oculté entre los árboles, esperé, y te seguí hasta aquí. Lirion…

El joven Keir frunció el entrecejo ante la histeria casi desbocada que festoneaba aquellas frases.

De acuerdo, ven conmigo —se rindió. ¿Pensaba Nirini que iba a plantarla en aquel pedazo de tierra?

Ella, extrañamente, titubeó. Con el agua azotando sus muslos, se giró para contemplar el macizo contorno de Missa Hon.

—Lirion…

Keiris la miró desconcertado. La expresión de la muchacha, el tono de sus pensamientos, desprendía prevención e incluso miedo. ¿Qué podía temer? ¿Al océano? Era su casa. ¿A los mamíferos? ¿Por qué iba a temer a Soshi y Pehoshi?

Ven conmigo —repitió—. Yo nadaré al encuentro de Pehoshi. Tu puedes acompañarme cabalgando sobre Soshi.

Ella clavó sus ojos en los suyos y, olvidándose de usar su voz silenciosa, le contestó en su dialecto isleño. Las palabras eran interrogativas, el ritmo entrecortado.

Keiris levantó una mano impaciente.

En cuanto a las serpientes… —Si habían de cubrir juntos una distancia en la grupa del gran blanco, aunque fuera corta, no toleraría la presencia de los ofidios—. En cuanto a las serpientes, deshazte de ellas.

El rostro de la muchacha se contrajo en una mueca acongojada. Expelió un largo y sollozante suspiro.

—No me has oído cantar todavía.

No transigiré en lo de las serpientes —persistió el muchacho—. Te escucharé más tarde, allí donde puedas conseguir otros reptiles.

Probablemente todavía los había enrollados por centenares en las estacas de la playa. Y Keiris era sincero, la escucharía cuando se reunieran con los hijos de las Mareas. Cumpliría su promesa.

Nirini seguía vacilando, y miraba la sombra de la isla. Parecía dividida, incapaz de decidirse. Unos inexplicables lagrimones hacían destellar sus pupilas. Al fin, con visible esfuerzo, se despojó de las serpientes, se inclinó hacia adelante y se zambulló en el mar. Nadó hacia su compañero, con brazadas desiguales.

Al aproximarse, él advirtió que su rostro estaba exangüe, sus facciones aparecían desfiguradas, los ojos trastocados por el espanto. Se aferró a Keiris con manos frías y temblorosas.

¿Tanto la trastornaba que le hubiera ordenado deshacerse de las serpientes? ¿Que le hubiera anunciado que no escucharía su balada hasta más tarde? No, ella ya estaba pálida y asustada antes de sus palabras.

—Deja que te ayude.

Nirini no habría necesitado ayuda en otras circunstancias, pero esta noche parecía desvalida. Y espiaba a Pehoshi con una especie de aprensión.

La figura del gran blanco se esbozaba en las tinieblas como la imagen fantasmal que sobrevive a un sueño. Con la luz del sol, mil arañazos y cicatrices plagaban el cuerpo del mamífero, si bien ahora las lunas disfrazaban toda irregularidad. Ahora el mamífero era una criatura de leyenda y de luz. Impresionado, Keiris cesó de elucubrar sobre Nirini y sus miserias mientras, al lado de Soshi, avanzaba a nado hacia la mole blanca.

Ayudó a la muchacha para que subiera sobre Pehoshi, otra vez perplejo y preocupado por los violentos temblores que sacudían su delicado cuerpo. También él, sin embargo, estaba agitado. Su padre nunca lo había invitado a montar al gran blanco. Su piel era mucho más sedosa, más resbaladiza, de lo que había supuesto. Le costó trabajo subirse, palmo a palmo, al dorso del animal sin arañarle la piel.

Se acomodó donde había observado que lo hacía Evin, muy lejos de las aguas.

El animal empezó a nadar en una cadencia suave, deslizante. El joven Keir oteó el horizonte desde su atalaya, preguntándose si su padre también quedó tan maravillado, tan embrujado, la primera vez que se desplazó sobre aquella cabalgadura. Atenazando aquel cuerpo flexible entre sus rodillas, apoyando las palmas en aquella piel de terciopelo, le pareció que podía sentir el vigoroso circular de la sangre del gran blanco, el profundo susurro de su aliento. Gradualmente, casi sin darse cuenta, sus propios latidos aminoraron a fin de ajustarse con los de Pehoshi, un cambio que vivió como una grata relajación. Mas, cuando miró a Nirini, vio que tenía las pupilas desorbitadas por el pavor. Confundido, arrugó la frente.

—Cuéntame, por favor, qué es lo que te asusta tanto.

Naturalmente, la muchacha no podía responder. Las serpientes se habían ido, se habían desvanecido bajo el agua. Nirini hizo lo único que cabía esperar en su actual estado. Clavó sus ojos en los de su amigo, sepultó la cabeza en el pecho y dio rienda suelta al llanto.

Desconcertado ante aquella explosión, Keiris se esforzó en no hacerle caso mientras el mamífero evolucionaba, con pasmosa facilidad, por las aguas plateadas. Pronto atisbó las antorchas de la playa. Pronto atisbó las siluetas de los hijos de las Mareas dibujadas contra las altas hogueras, y captó fragmentos de calladas melodías. Se agarró más obstinadamente aún al cuerpo del mamífero, en un afán de conjurar las indefinidas estrofas que se entremezclaban en su mente. Pehoshi contestó con uno de sus bramidos, en el que le vibraron todas sus vísceras y se elevaron los vapores en un surtidor casi compacto.

Anonadado como estaba por tantos sucesos, el joven tardó un tiempo en darse cuenta de que el mamífero no se aproximaba a la costa. Las teas y fogatas que tenían delante parecieron retroceder en cuestión de segundos. Keiris se dio la vuelta intrigado, ceñudo, y comprobó con un vuelco del corazón que el gran blanco no los llevaba a la playa, no los conducía hasta su padre. Ni se dirigía hacia la ruta de la migración. ¿Se equivocaban las estrellas, o era cierto que el gigantesco animal los alejaba de Missa Hon en un rumbo suroeste en lugar de dirigirse al norte?

Preso de un creciente estupor, el chico consultó a Nirini con la mirada. Ella se la devolvió, y las argénteas lágrimas que se agolpaban en sus ojos surcaron sus mejillas.

El joven Keir aspiró una abundante y fortalecedora cantidad de aire, intentando reprimir la afluencia masiva del pánico a sus entrañas. El cuerpo del mamífero era auténtico. Cedía al tacto cuando lo presionaba. Tenía sustancia y textura. No obstante, lo que estaba sucediendo rebasaba su comprensión, rebasaba su control tanto como sus sueños. Pehoshi había ido a buscarlo, y ahora lo transportaba en silencio hacia un destino ignorado.

Pehoshi lo conducía hacia donde la tierra se perdía de vista. Las antorchas y los fuegos se extinguían a su espalda tras un creciente manto de oscuridad. Delante no había más que océano. Un océano vacuo.

Y Nirini no podía esclarecerle nada. La había obligado a despedir a las serpientes.

Transcurridos unos minutos en los que no pudo ni siquiera pensar, Keiris columbró una posibilidad. ¿Y Pehoshi? ¿No le diría el mamífero por qué iban mar adentro? Acarició aquella piel nívea, dando vueltas a su ocurrencia. Había escuchado la canción de Pehoshi. Había extraído de ella remembranzas, imágenes, impresiones y hasta fantásticas historias relatadas en un lenguaje simbólico, muy distinto del suyo. ¿Podía formular al animal una pregunta concreta? ¿Entendería la contestación si el otro se la daba?

¿Tenía acaso una opción mejor? No se divisaban ya las hogueras. El terror que había sofocado antes amenazaba con volver a irrumpir.

Echando la cabeza hacia adelante, aplicó todos sus dedos sobre el flexible cuerpo del coloso. Y en silencio imploró su pregunta.

—¿Dónde nos llevas, Pehoshi? ¿No te envió mi padre para que nos condujeras a su presencia? ¿Adónde vamos?

Pehoshi pareció estremecerse. Hubo un breve instante, una milésima de segundo, en que el muchacho creyó oír una voz cavernosa, mas no pudo comprender lo que decía.

Hincó con más fuerza aún sus dedos en la alba superficie, vagamente consciente de que Nirini lo había soltado y gateaba hacia la cola del mamífero.

Pehoshi, ¿comprendes lo que te digo? ¿Dónde nos llevas? Mi padre —aquí Keiris se concentró para crear una semblanza de Evin—. ¿Dónde te ha dicho mi padre que nos conduzcas? ¿Dónde, Pehoshi?

No hubo reacción por parte de la criatura. Pero sí la hubo a los pies de los viajeros, en el mar.

—Éste no es Pehoshi —dijo una voz.

El joven dio un respingo y miró hacia las aguas. Ramiri nadaba cerca de él, en el mar de plata, arropada por sus inseparables serpientes.

—Éste no es Pehoshi, hermano —reiteró.

Su voz no era tan fina ni titubeante como Keiris recordaba. De todas formas, continuaba siendo queda.

El muchacho no podía discernir qué lo desconcertaba más, si la insospechada aparición de su hermana o lo que ésta le revelaba. Confundido, la miró de nuevo. En el líquido elemento su figura se empequeñecía. Su rostro era un óvalo blanquecino, sus ojos, densos y sombríos como dos minúsculos mares, dos mares cautivos. Flotaba en ellos la usual melancolía.

—¿Que no es…?

El joven Keir se interrumpió al acordarse de la sensación que tuvo al ver al mamífero, que la luna había borrado los rasguños y cicatrices de los flancos de Pehoshi. Y había notado además otras diferencias. Las había notado y las había desestimado.

Pero si no era Pehoshi, el animal de su padre, ¿a quién pertenecía? ¿Para qué había venido? ¿Adónde lo conducía? Tras un debate interior, se deslizó por el costado del animal y se arrojó al agua, dejando sola a Nirini sobre el blanco. Se puso en guardia frente a los ofidios de Ramiri, que culebreaban a pocos metros, con las ágiles lenguas vibrando ante él.

—Ramiri, si no se trata de Pehoshi, ¿quién lo manda?

Las pestañas de su gemela se agitaron por la sorpresa.

—Nadie manda a un corcel lunar. Un corcel lunar se presenta por las buenas.

Keiris examinó el espectral mamífero con la mente en blanco, sin aprehender, de momento, el significado de las palabras de su gemela. ¿Qué había querido decir?

—¿Ha venido por iniciativa propia? ¿Con qué objeto, servirme a mí? —preguntó tembloroso.

Keiris no daba crédito a lo que estaba sucediendo. ¿Era de verdad un corcel lunar? ¿Venía a él de igual manera que Pehoshi había ido hasta su padre? ¿De igual manera que Rikahashi había acudido a socorrer a un Lirion anterior?

—¿Por qué? ¿Y cuál es su nombre?

Ramiri ladeó la cabeza, de nuevo extrañada por la ignorancia del muchacho.

—¿Quién sabe por qué viene un corcel lunar, hermano? La mayoría de los medidores tienen el suyo, y las personas corrientes suelen carecer de ellos.

—Pero yo no soy un medidor.

La rermadken recibió la protesta de su gemelo frunciendo la nariz, antes de proceder con la segunda réplica.

—Y tiene un nombre, en efecto, aunque no puede comunicártelo. Debes darle otro, que será el que siempre utilizaréis en vuestros intercambios.

—¿Valdrá cualquiera que escoja?

—Valdrá cualquiera que él reconozca. Si lo bautizas con un apelativo que no sea de su agrado, se limitará a no contestar.

—Si lo llamara… Si lo llamara… —Fue inútil, a Keiris no se le ocurría nada. Mientras se devanaba los sesos, al mirar los ojos del gran blanco, hizo una curiosa asociación de ideas. Turbado, se humedeció los labios—. Cuando aún no soñaba con visitar este lugar, apareció en mi vida un ejemplar como éste. Lo llamé sin saber que poseía una voz. Lo llamé sin proponérmelo.

Evocó, con cegadora vivacidad, la palidez de un cuerpo blanco en el Santuario de las Aguas. Evocó su pavor y su sobrecogimiento de entonces. Evocó la cólera de Tardis.

—No era como éste —rectificó Ramiri—, sino el mismo.

¿Lo había seguido en toda su odisea? ¿Durante todos los días pasados? «Pero nunca hasta hoy se ha acercado a mí», meditó el joven Keir. No se le había acercado hasta esta noche en que, en la playa, se había abandonado a una desoladora añoranza de Hyosis. Hasta esta noche en que había invocado escenas del hogar, memorias de gentes y lugares por los que penaba, preguntándose si volvería a ver a su madre, si volvería alguna vez a dormir en su propio lecho, si algún día comería de nuevo los manjares de la cocina de Kristis.

Se estremeció, porque de pronto comprendía por qué había acudido el gran blanco. De pronto comprendía por qué navegaban fuera de los confines de Missa Hon, hacia el suroeste.

—Me lleva a casa —susurró—. A Hyosis.

Los negros ojos de Ramiri relampaguearon.

—¿Quieres regresar allí?

—Sí.

—Pues allí es donde te conduce. Una vez se entregan, los corceles lunares conducen a sus amos dondequiera que necesiten ir.

Y Nirini… De repente Keiris comprendió también el otro misterio que lo inquietaba: el miedo de Nirini, sus sollozos. Ella había sido más intuitiva y había adivinado que el gran mamífero venía para restituirlo a Neth. Y leal a su pacto, la muchacha se disponía a acompañarlo en su viaje de regreso. Lo acompañaría aunque hubiera de renunciar a todo lo que estimaba. Aunque trémula y llorosa, lo acompañaría.

El muchacho no la quería así, no a aquel precio. No había un motivo que lo justificase. Fueran cuales fueran sus ligaduras afectivas respecto a él, en ningún caso podían pesar más que una familia, una tribu y los modos y costumbres de toda una existencia. Gesticulando en el agua para mantenerse a flote, procurando interponer una barrera ante las serpientes de Ramiri, lo vio todo con perfecta lucidez.

—Ramiri, hazme el favor de avisar a Nirini de que, en lo que a mí concierne, aquí termina su travesía. Soshi anda cerca, presta a reunirla con su gente tan pronto como se lo ordenemos.

Aun cuando la migración se hubiera iniciado, la hembra alcanzaría a los demás. Hacía poco rato que habían dejado atrás las teas y las fogatas de Missa Hon.

—¿Pretendes que le diga que la repudias? —inquirió su hermana. Lo hizo dubitativa, mirando a Nirini de reojo y con pesar.

—Pretendo que le digas… —Keiris hurgó en su cerebro hasta que sus pensamientos se aclararon por completo—. Dile que lamento separarme de ella. Es la primera pareja que he tenido, y siempre le reservaré un puesto de honor en mi corazón. Sin embargo, sería desgraciada viviendo entre los adenyos, y a mí me amargaría más esa desdicha que a ella misma. Y me amargaría porque, si ahora aceptase que viniera, yo sería el único culpable. Y prefiero ser el responsable de su ventura. Prefiero ser aquél que la manda junto a los suyos.

Sólo un reproche enturbiaba el tono de resolución que presidió aquel discurso: ¿por qué no puso orden en sus sentimientos un poco antes, cuando podría haberlos expresado directamente a la interesada?

Ramiri, con una abismal penumbra en los ojos, reflexionó unos momentos y al final, con una voz llena de duda, dijo a Keiris:

—De acuerdo, le diré todo eso a tu amiga.

Desplegó los brazos en una inconfundible señal para sus serpientes. En cuanto los reptiles se enroscaron en su persona, trepó hasta el lomo del gran blanco y rodeó a Nirini con uno de aquellos brazos, un brazo reconfortante.

La primera reacción de la muchacha fue de protesta. Pero, desde el lugar algo alejado donde sus pies se agitaban en el agua para mantenerse a flote, Keiris percibió en ella un subyacente e inmenso alivio. Pese a su posición que denodadamente expresaba con su cabeza, pese a sus vociferantes objeciones, el gesto de dolor fue desapareciendo de sus labios y el color regresó a sus mejillas.

No obstante, en el instante en que Ramiri se disponía a zambullirse, Nirini la retuvo. Le habló con animación, tocando las serpientes que reptaban por los delicados hombros de la rermadken.

—Volverá porque tú así lo decides. Esa decisión, en los términos en que la has expuesto, tiene la suficiente contundencia como para anular el compromiso que ha contraído contigo —expuso Ramiri a su hermano—. Pero tú le prometiste algo, y debes cumplirlo. Prometiste oír su canción.

El joven se puso tenso.

—No hay tiempo. La migración…

—Lo hay de sobra para lo que ella desea.

Keiris estaba atrapado. Era verdad que se lo había prometido, no podía ahora desdecirse.

—¿Le prestarás tus serpientes? —preguntó, remiso, a su gemela.

—Sí, permitiré que las use.

Ceremoniosamente, Ramiri dejó que los ofidios se deslizaran desde sus hombros hasta los de Nirini. Les prodigó caricias tranquilizadoras mientras lo hacían. Acto seguido dirigió unas palabras a la muchacha también tranquilizándola, y se metió en el agua.

Keiris levantó la vista. Nirini lo esperaba, a la vez entristecida y satisfecha. Salió, todavía reticente, del mar y se instaló a su lado en la grupa del mamífero, aunque guardándose en todo momento de las serpientes que se retorcían sin descanso en la mitad superior del cuerpo de Nirini.

La muchacha empezó a hablar de inmediato, paseando su mano sobre los reptiles, con una voz cristalina y melodiosa.

—¿Recuerdas el día en que nos conocimos, Lirion? Yo era una niña, tal como tú pensaste. Sólo abrigaba los anhelos comunes a las chiquillas: jugar y divertirme. Mas, a raíz de nuestro encuentro, aprendí que una mujer dormía dentro de mí. Aprendí cuáles son las querencias y aspiraciones de una mujer, cómo ríe y cómo enamora. Todo aquello yacía aletargado en mi interior, aguardando que alguien lo avivase. Tú lo hiciste, pero te acobardaste frente a sus implicaciones y te empeñaste en no verlo.

No me empeñé. No lo vi, eso es todo —se defendió Keiris. Lo azoraban sus ojos encendidos, su rostro abrumadoramente radiante.

Quizás —admitió Nirini—. Pero ahora lo has visto, no puedes negarlo. Era una niña, una niña feliz, hasta que tu llegada despertó a la mujer que había en mí. Mi madre me explicó una vez que así somos las personas. Unas esencias intrínsecas dormitan en nosotros, y la vida constituye simplemente el largo despertar de esas esencias. ¿Crees tú lo mismo?

N-no lo sé —tartamudeó el joven.

Pero mentía. Debía de saberlo, de lo contrario no hallaría tan embarazosas las palabras de la muchacha.

—Yo sí lo creo. Y te lo cuento para que entiendas por qué te canto la balada de una mujer. Aún puedo reír y jugar como una chiquilla, mas ésta es la voz que rebulle hoy en mi ser. Ésta es mi canción.

Keiris retrocedió entonces, sin querer, pero no pudo escapar a los acentos exaltados de Nirini ni a lo que de ellos se desprendía: las alegrías, los placeres, los triunfos y las ocasionales, superfluas derrotas. Palpando las enredadas serpientes, mimándolas, Nirini ofreció a su amigo todas cuantas remembranzas, imágenes y sensaciones había recopilado en la vida. Le ofreció los materiales, dimensiones y detalles del tapiz tejido en su alma a lo largo de los años. Le ofreció luminosidad, colorido, movimiento y la brillantez inconmensurable de su espíritu.

Le ofreció además el mar, con sus variables humores y las estaciones que los inducían; el mar espléndido y soleado o adusto y tempestuoso. Le ofreció a sus hermanos de raza, y él constató también sus humores y estaciones. Constató que su simplicidad se hacía a veces compleja, que su paz era conflicto, que podían volverse tan hoscos, tan proclives a la tormenta, como el océano.

Pero eso sucedía sólo a veces, muy esporádicamente.

Constató, sin que estuviera en su ánimo tal análisis, las ventajas de pertenecer a las tribus de las Mareas. Constató las ventajas que suponía, casi siempre, ser Talani de Tierra y Nirini de Mar.

Constató cuán sabia había sido su determinación de que la muchacha se quedara con su comunidad.

Y constató, también, lo difícil que iba a resultarle dejarla.

Al principio atribuyó su imprevista congoja a aquella causa, al hecho de que esta noche iba a decir adiós a Nirini. Atribuyó a aquella causa el asomo de dolor que hizo erupción en su pecho mientras la muchacha cantaba. Atribuyó a tal motivo la angustia que todo lo permeaba.

Duraron estas tribulaciones hasta que la voz de la joven se quebró y calló. Se derritieron las imágenes de la tonada, y ella miró a su compañero con una pesadumbre insondable en las pupilas, con el rostro opaco, perdidos su coloración y su aspecto exultante. Keiris le devolvió la mirada, tratando de averiguar el porqué de su abrupto silencio, de su lividez, el porqué de que el blanco se estremeciera debajo de ellos en terribles espasmos.

El dolor fue en aumento. Se intensificó. Era incisivo. Penetraba, punzante, hasta lo más sensible. Absorbía su atención.

El joven Keir supo finalmente dónde se originaba.

Debía bajar, hundirse hasta el fondo. El hiscapei lo llamaba. Unos brazos blancos, unos tentáculos fríos y ávidos

Forcejeó para resistir el dolor, para desoír la llamada. Ahora, al menos, sabía quién intentaba atraerlo. Sabía qué quería de él. Quería una presa. Pero había vivido una ardua epopeya y no iba a acabar así. No se daría por vencido.

No se daría por vencido, pero comenzaba a notar los efectos embrutecedores de aquellas lanzas, de aquellas incisiones en su cerebro. Se apartó de Nirini, se liberó de sus manos atenazantes, y prendió su mirada en las aguas. Lo único que vio fue a Ramiri observándolo, con los ojos no ya melancólicos, sino despavoridos.

Era la angustia de la criatura lo que impelía a Keiris, a Lirion. ¿Quién podía oír al hiscapei, sus punzadas y aullidos, y quedarse impertérrito? Lo único que precisaba era consuelo. Lo que precisaba era que calmaran su sufrimiento. Y hacerlo estaba en su mano. Era fácil.

No tenía más que bajar. Ir hasta el fondo.

Estaba ya en el mar. Impulsó las piernas, dio tumbos y volteretas, cayó hacia las simas. Poco importaba que la oscuridad lo cegase. Poco importaba que el peso del agua lo aplastara. Poco importaba que no se hubiera molestado en hacer acopio de oxígeno antes de zambullirse desde el dorso del gran blanco. La invocación del hiscapei era imperiosa, estridente, insoportable.

Ni siquiera tenía que trazarse una ruta en la fluida negrura. El azuzante alarido lo guiaba sin margen de error. Y no se desazonó al tragar la primera bocanada de agua salada. Para entonces, el ansia del hiscapei había tomado plena posesión de él.

Un resplandor níveo se grabó en las retinas de Keiris, persuadiéndolo de que había encontrado su objetivo. Pero se trataba de Nirini. La muchacha era una mancha lívida suspendida frente a él, con los ojos muy abiertos y como extraviados, una mancha que se precipitó hacia el lecho oceánico en un desmañado ajetreo de miembros.

Algo iba mal. Aunque su juicio se nublaba por momentos, el joven Keir no dejó de observarlo. Nirini en el agua era como un pez, rítmica, grácil, segura. No se debatía torpemente ni se precipitaba con los ojos llenos de terror.

Keiris vaciló, inmerso en un dilema. La voz angustiosa del hiscapei había alcanzado su clímax, un clímax flagelante. Le abrasaba los circuitos nerviosos. Lo llamaba. Por otra parte, su amiga estaba en un serio aprieto.

Pudo más la preocupación por Nirini que la subyugante llamada del hiscapei. Con unas extremidades que apenas colaboraban, el joven se esforzó en avanzar en la misma dirección que su compañera. Se esforzó en seguir la tenue palidez de su cuerpo. En un instante determinado estiró la mano, y le pareció que tocaba la de ella. Era una carne glacial, laxa. Antes de que pudiera agarrarla, empero, se le escabulló. Y antes de que pudiera intentarlo de nuevo, el hiscapei enmudeció.

El dolor se desvaneció. Murió la angustia. Keiris quedó sumergido en las tinieblas, súbitamente consciente de la quemazón del salitre en su garganta y nariz, consciente de la asfixiante pesadez que le oprimía los pulmones. Dio una ojeada a su entorno, pero no divisó a Nirini. Refrenando el impulso reflejo de inhalar y llenar más aún sus pulmones de agua, cobró un débil ímpetu con los pies y se dejó llevar por las aguas.

Llegó a la superficie tosiendo y al límite de su resistencia. Entre arcadas y jadeos, se restableció, en una lucha denodada para que el aire entrara nuevamente. Halló, sin saber cómo, a Nirini arrebujada en sus brazos, aterida, sacudida por incesantes escalofríos. Pasaron largo rato abrazados antes de encaramarse de nuevo a la grupa del gran blanco. El joven Keir se dobló sobre el ancho dorso del mamífero, temblando convulsivamente, casi sin darse cuenta que Nirini lloraba con voz queda.

Cuando, finalmente, Keiris recuperó el dominio y miró a su alrededor el mar estaba desierto. No se apreciaban vestigios de lo acontecido. No…

¿Por qué lo alteraba tanto la vaciedad del océano? Nada tenía de raro que no hubiera nadie en el agua.

Lo alteraba porque, al acometer Nirini su canción, Ramiri nadaba en las proximidades.

Ahora su gemela no estaba, ni en las proximidades ni en ningún otro sitio.

No estaba en ningún sitio, y el hiscapei había sido acallado. De pronto, Keiris no sentía frío sino que su cuerpo estaba paralizado. Contempló a Nirini y musitó:

—Mi hermana… —Su boca entumecida apenas pudo formar los dos vocablos.

Nirini no respondió. Se alisó el enmarañado cabello y exhaló un suspiro inarticulado. Clavó la mirada en el agua vacía. Luego, miró a Keiris, se mordisqueó el labio y abrió los ojos en un acceso de horror equiparable sólo al que él sentía.

Horror porque no se oían las llamadas del hiscapei, ni aun en murmullos. Horror, también, porque la punzante ansiedad se había aplacado. Sólo había silencio, un silencio vacuo y espantoso. Keiris supo, con una aflicción rayana en la locura, que únicamente existía una razón para aquella quietud. Muy por debajo de ellos, el hiscapei había cerrado sus ondulantes tentáculos blancos en torno a una presa.

—¡Ramiri! —Su alarido se perdió en el indiferente mar. El aliento se detuvo en su garganta y no pudo añadir nada más. No pudo sino repetir—: ¡Ramiri!

Las sílabas de aquel nombre le salieron tan descarnadas como su propia consternación.

Le contestó, una vez más, el silencio.