Keiris fue un maestro insuperable en el arte del desenfado. Lo averiguó al derivar la tarde en velada, y ésta en noche. Por la tarde los asistentes jugaban y soltaban risotadas. Pero el ocaso, al llegar, se cernió como un nubarrón procedente del mar, cargado de brumas y de helor. Los hijos de las Mareas empezaron entonces a comer con demasiada voracidad, a beber en exceso. Las risas se hicieron laboriosas, los juegos provocaron magulladuras. Al empezar la velada, los niños habían servido zumos de fruta en enormes jarras. Ahora Keiris no podía identificar lo que contenían los mismos recipientes, salvo que era amargo, que le quemaba la garganta y le daba tos. Sin embargo, cada vez que vaciaba su cuenco alguien lo volvía a llenar y él tragaba una nueva dosis de aquel brebaje. Ignoraba por qué lo hacía, como no fuera para combatir el frío que a todos oprimía.
Sea como fuere, se mantuvo tan despreocupado que ni siquiera supo cuándo comenzó a tambalearse y a hablar en adenyo, con la lengua pastosa, a personas que no entendían una palabra. En aquellos momentos a nadie le pareció un comportamiento irregular, puesto que todos estaban en similar estado, tambaleándose a su alrededor. Muchos de ellos hablaban con idéntica pastosidad, a la vez que le aporreaban la espalda con desmedidas palmadas, lo abrazaban y volvían a llenar su cuenco.
Tampoco supo cuándo, ni dónde, se durmió. Sólo era consciente de que sus pensamientos se fueron tornando inconexos, hasta que lo asaltó la rara sensación de que iba a desplomarse. Despertó, mucho más tarde, en el refugio de su padre, mareado, nauseabundo y con todo el cuerpo dolorido. Se sentó, muy rígido, e intentó orientarse.
Era de día y lo habían dejado solo. Exceptuando el suyo, los jergones se apilaban ordenados en un rincón. El collar de flores que Talani le había hecho la víspera seguía, aunque aplastado y marchito, en su cuello. Se lo quitó por la cabeza con dedos torpes, y lo tiró al suelo. Aturdido, se incorporó.
Salió del cobertizo con paso inseguro y más débil de lo que había supuesto. No coincidió con nadie en el sendero que descendía la colina. Tropezó y cayó dos veces. Finalmente vomitó entre los matojos. Así aligerado, se sintió mejor.
Se sintió mejor hasta que llegó al pie del sendero y a la playa. Hizo allí un alto, haciendo una profunda inspiración para tratar de controlar una nueva basca en el estómago.
Las tribus de las Mareas estaban sentadas sobre la arena, en filas desiguales y silenciosas. Algunas de sus gentes se habían instalado por familias, otros en corros más amplios. Incluso había semicírculos que congregaban a la totalidad de un grupo, más de un centenar de individuos apretujados codo con codo y rodilla con rodilla. No había hoy vestimentas abigarradas. No había guirnaldas. No había risas, ni cantos, ni celebraciones. No había comida ni bebida.
Había solamente gente muy callada y, en la franja del rompiente, allí donde alcanzaban las mareas, unas altas estacas plantadas en la arena. Keiris se pasó por los labios una lengua de pronto reseca. Había amasijos de contorsionantes serpientes enroscadas en los palos, y cada ola arrojaba más y más. Los animales se deslizaban sobre las blancas capas de espuma, delgados y tortuosos sus cuerpos como otros tantos látigos, y se encaramaban a los tallados postes. De vez en cuando, una cabeza aplanada se destacaba en aquella masa y miraba a la concurrencia con ojos incandescentes.
Respirando hondo, Keiris miró hacia el sol y vio que era mediodía.
Era mediodía, y la luz del astro brillaba intensa e inclemente. Con un escalofrío, tratando de no mirar las serpenteantes estacas, el muchacho examinó el panorama de la playa. La multitud estaba quieta y concentrada. Fruncido el entrecejo, desazonado, se dirigió hacia el dosel bajo el que se encontraba su padre.
Había allí una docena de hombres y mujeres sentados. Tenían los rostros macilentos. Evin se encontraba en la misma postura que los otros, con las piernas cruzadas y la cabeza hundida en el pecho; no obstante, se mantenía al margen. Un músculo palpitaba en su sien, otro se abultaba acompasadamente sobre el maxilar.
—¿Y Talani? —preguntó Keiris, mientras, vacilante, se arrodillaba y daba un vistazo. La muchacha no estaba bajo el dosel.
—Hoy ha ido con la gente de su grupo.
Evin tocó la rodilla de su hijo, pero no lo miró. No parecía mirar nada ni a nadie, pese a que tenía los ojos entornados y sus pupilas contraídas eran dos diminutas y agudas motas negras.
—¿Debo…?
—No —lo interrumpió su padre—. Debes quedarte aquí conmigo, salvo que cambies de parecer y aguardes en la colina a que ella vaya en tu busca.
—Ni hablar.
Keiris no acababa de comprender lo que iba a ocurrir, pero estaba decidido en un punto: si había de participar en la migración, participaría también en todo cuanto la precediera.
—En tal caso, siéntate con el resto de nosotros y escucha con atención. No tardarás en oírlas.
El joven se estremeció con un frío falaz, surgido de sus entrañas. Sus aprensiones lo aguijoneaban más allá de la resolución que había adoptado.
—¿A quién oiré?
Su padre se volvió hacia él. Lo hizo con distanciamiento.
—Oirás a las rermadkens de regreso de su asamblea, cantando las más ancestrales melodías del mar. Todos tomamos nuestros nombres marinos al traspasar las hermanas más veteranas la línea de las mareas. Los portamos durante la tarde y la ulterior velada, hasta que crecen esas mareas a sus más altas cotas y emprendemos la migración. Es la única ocasión en que tomamos en tierra nuestros apelativos del océano. —Arrugada la frente, lejano su pensamiento, Evin contempló las aguas—. La noche en que naciste, elegí un nombre de mar para ti. No tuve oportunidad de imponértelo.
Keiris se agitó, azorado tanto por el tono de su padre como por su ceñuda abstracción.
—¿Vas a dármelo ahora?
—¿Quieres tú usarlo?
—Sí.
El muchacho quería aquello y algo más, quería alejar por unos minutos del pensamiento de Evin la figura de Ramiri.
—Dime, pues, si te gusta. Escogí Lirion, un nombre que aparece en una de nuestras más viejas leyendas.
—¿Por qué no me la cuentas? —solicitó el joven Keir, mientras daba vueltas en su cabeza a las musicales sílabas. Para él no significaban nada.
Por unos instantes su padre pareció regresar de su alejado ensimismamiento, y volcó en el muchacho una penetrante mirada.
—Si lo deseas, no tengo inconveniente. Lirion nació en el grupo Soli-niki de la tribu Kirltika. Alcanzó la hombría en la época en que las rermadkens se separaron de nuestro pueblo. Las hermanas habían convivido y procreado con nosotros a lo largo de nueve generaciones, mas, cuando la más anciana prescribió la ruptura, todas aquellas en quienes predominaba la sangre ancestral acataron el mandato y partieron. Nadie ha sabido jamás qué motivó su determinación. Lirion vivió, por consiguiente, tiempos de incertidumbre y alteraciones, tiempos revueltos en los que todavía no habíamos establecido nuevas reglas. Y a él lo trastornaron todavía más, ya que su amada hubo de irse con las hermanas. Se llamaba Damira, y el joven lloró su ausencia durante varias temporadas. Pero, en una noche como la de hoy, se adentró en el mar, levantó la vista y reconoció, con gran sorpresa, la luz de Damira en una estrella pequeña y brillante que rutilaba en el cielo. Reconoció su luz cuando empezaba a convencerse de que la había perdido sin remisión. Tal fue su regocijo, que siguió la estrella hasta el amanecer. La siguió cantándole, invocándola, confiándole los secretos de su corazón. En el instante en que cedía a la fatiga, en que se sentía incapaz de nadar una sola brazada más, un gran blanco, Rikahashi, percibió su apuro y acudió en su ayuda a fin de transportarlo en su búsqueda, convirtiéndose así en su corcel lunar. Lirion y Rikahashi continúan en la actualidad su odisea por el océano, donde navegan incansablemente, siempre alertas a las transformaciones celestes. A veces, en las noches muy luminosas, los divisamos. A veces, en las noches muy oscuras, oímos cómo Lirion llama a la estrella de Damira para que le ilumine el camino. Y también a veces, en las noches nubladas en las que no se atisban las estrellas a través de las espesas nubes, escuchamos el llanto del enamorado.
—No es una historia feliz —concluyó Keiris, sintiendo un gélido escalofrío en la espalda.
—No. Keiris será tu nombre alegre, Lirion el triste. Después de todo, ¿cómo puede madurar un niño, teniendo dos apelativos dichosos? Es indispensable equilibrar las fuerzas —sentenció Evin. Su voz se apagó, y de nuevo se ensimismó. Al reanudar el discurso, su acento era susurrante—. Keiris, aún no es tarde para que regreses a la ladera.
Algo en el tono de su voz hizo que el muchacho se estremeciera.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—Quiero decir que, si te incorporas a la asamblea, te sucederá lo mismo que a mí. Vivirás a caballo entre dos mundos. ¡Oh, no me cabe duda que retornarás a Neth! Pero nosotros nos habremos infiltrado en tu sangre, en tu sentir y en tu mente, y allí anidaremos de hoy en adelante. Nunca nos dejarás completamente. Nunca dejarás las tribus, igual que yo nunca me he desligado del todo de Amelyor ni de Hyosis.
Un nuevo escalofrío, éste más abrupto que los precedentes, sacudió al joven.
—La mejor cura para tu añoranza es que vuelvas conmigo.
—¡Qué desatino! ¿Cómo voy a volver en mis circunstancias? ¿Cómo, siendo el único con suficiente voz, con suficiente vigor para conservar unido a mi grupo en los océanos embravecidos?
—¿Y Nestrin?
—Sus facultades declinan. Puede sustituirme con la medición en lapsos cortos y en aguas calmas. Sería inconcebible en condiciones más difíciles.
—¿No hay nadie más?
—Dos niños, los hijos de mi hermano. Un varón y una hembra. Ahora deben estar junto a su madre. Dentro de cinco años, seis a lo sumo, estarán preparados para actuar como medidores, pero no antes. Mientras tanto no puede contarse sino con personas que realicen la tarea en mar tranquilo, lo mismo que Nestrin. Aunque nuestros dones son superiores a los de los adenyos, también tienen que servirnos durante las travesías largas y en aguas más rugientes. Yo no sólo alcanzo a los componentes de mi grupo, sino que me comunico con los más adelantados en la ruta del norte y transmito información a los que están más al sur. En ocasiones, cuando las rermadkens se hallan bajo grave acoso, conjugamos nuestras voces a fin de sofocar las invocaciones de los hiscapeis. Claro que…
Keiris lo miró, expectante, deseoso de que prosiguiera.
—Claro que de poco vale estando los hiscapeis en plena sazón, sobre todo si han echado sus raíces en gran número y en canales donde no esperábamos encontrarlos. Siempre resulta más complicado que te sorprendan sin haber tomado las debidas precauciones.
El muchacho, con una punzada de temor, mudó de postura.
—¿Por qué emigráis cuando alcanzan ese auge? ¿No hay estaciones en las que estén más pacíficos?
—En invierno se aletargan, así como en los días muy calurosos del estío —dijo Evin, encogiéndose de hombros—. Pero no somos nosotros quienes fijamos las fechas de los desplazamientos. Seguimos a los mamíferos. En verano nuestros animales tienen que alimentarse en el norte, donde las aguas son más ricas. En los mares septentrionales se abastecen de tal suerte que luego pueden sobrevivir una serie de meses en zonas menos propicias. Al término de la estación estival nacen las crías, y todos viajamos al sur para pasar el invierno en aguas templadas. La migración de vuelta es menos aventurada, porque los hiscapeis ya han completado su ciclo reproductor. Además, las doncellas rermadken, las que se han estrenado este año nadando frente a nosotros han ganado experiencia. Se desembarazan mejor de los hiscapeis después de franquear el paso a las tribus. Supongo que ya imaginabas algo de esto que te explico, ¿verdad, Keir?
El muchacho asintió con reserva, reviviendo imágenes de la canción de Pehoshi. Imágenes de «un otoño en que, al debilitarse los rayos solares, el agua se ensombrecía. Un otoño en el que concluía el crecimiento, en que los retoños de blancos brazos eran arrastrados por la corriente hasta enraizarse, para empezar a llamar, titubeantes, a sus propias presas. Un otoño en el que las voces de los progenitores se iban debilitando hacia su sueño invernal».
Su padre lo agarró por el brazo, y cortó la afluencia de escenas.
—Keiris, si quieres aguardar en la colina debes irte inmediatamente.
La opresión de aquellos dedos, el apremio de la voz, hicieron reaccionar al joven. Levantó los ojos y observó que en la playa la congregación rebullía, que múltiples miradas confluían en el océano. Las serpientes se ensortijaron en las estacas con renovada agitación.
Hubo unas perturbaciones en la mar. La primera impresión de Keiris fue que unas interferencias interrumpían el regular flujo del rompiente, haciendo que las olas se derramaran sobre la arena a un ritmo entrecortado. Distinguió luego unas figuras en el agua, figuras femeninas que se perfilaban en las espumosas crestas. A unas el líquido elemento las cubría hasta el pecho o el talle, a otras hasta los muslos. Eran mujeres menudas y frágiles, agobiadas por el peso de sus empapadas y onduladas cabelleras, y con los ojos rezumantes de negrura.
—Ahora, Keiris; vete ahora si tienes esa intención.
¿Partir porque llegaban las rermadkens? El muchacho atrapó el labio inferior entre sus dientes, sin hincarlos.
—No —rehusó, pese a que en aquel instante nada ansiaba más que huir de aquella playa, de aquella enmudecida espera de los hijos de las Mareas, de aquellas mujeres que venían de las profundidades.
Su padre tuvo que darse por vencido. Atenazándole aún más el brazo, musitó:
—Quédate pues con nosotros si ése es tu gusto, Lirion.
Era Lirion, sí, porque la primera de las rermadkens había emergido y su cuerpo se destacaba por encima del oleaje. Lirion porque la segunda siguió a su predecesora, y a continuación la tercera. Keiris retuvo el aliento, con el corazón latiendo desgobernado.
Eran tan menudas como Ramiri, de extremidades delicadamente cinceladas y rostros frágiles. Algunas llevaban tan larga la crespa cabellera, que las vestía hasta las rodillas. Otras mostraban su desnudez. El hermanamiento que las unía se hacía ostensible en la densa oscuridad de sus pupilas, la curva de sus bocas y la profundidad de sus semblantes. El muchacho no atisbó en ellas, no mientras emergían juntas del agua, ningún ápice de humanidad. Estaba camuflada, sumergida, quizá absolutamente extraviada para siempre. Sus ojos desencajados se iban posando en aquellas apariciones. No vio a Ramiri, aunque no sabía si este hecho le causaba alivio o decepción.
Las primeras hermanas que cruzaron la línea tenían mechones plateados en el pelo y los rasgos dulcificados por un fino óvalo. Su avance provocó que de nuevo la gente de las Mareas enmudeciera y renovó el alboroto entre los ofidios marinos. Los animales fustigaron los postes en su nervioso reptar y estiraron sus aplastados hocicos, cabeceando, meciéndolos y probando el sabor del aire con sus flexibles lenguas negras. Keiris creyó oír un quejido. Se tapó las orejas, mas el lamento persistió.
No remitió hasta que las mujeres se acercaron a las estacas y ofrecieron sus brazos a las serpientes. Las criaturas se abalanzaron sin pérdida de tiempo, enroscándose en sus cuellos, sus torsos, sus extremidades. Eran una carga viscosa, agobiante.
Keiris escuchó la canción de las rermadkens. La escuchó junto con los demás. Era como si una única, argéntea y siseante voz cobrase vida, retorciéndose alrededor de los atentos espectadores de igual forma que las serpientes lo hacían en las rermadkens. Era volátil, elástica, hechicera. Apresaba la conciencia y se adueñaba de ella. En un momento el joven Keir estaba sentado en la playa preñada de sol, rodeado por los acompañantes de azares de su padre; en el siguiente nadaba solo en un antiguo mar.
«Debería haberse ido. Debería haberse refugiado en la colina»…
Estaba en un mar viejo de cien centurias, nadando solo entre peces de ojos como fanales y seres armados de placas iridiscentes. En aquella soledad suya vibraba el cantar de las rermadkens, descompuesto en exquisitas hebras de plata que a la vez lo angustiaban y excitaban. Era un cantar de amor, de placeres y goces. Era un cantar de terror. Era un cantar de desgarradoras desgracias y de simas a las que el astro solar no tenía acceso. Era un cantar, dentro de su estilo, tan extraño como el que le había obsequiado Pehoshi. Tan extraño y mucho más pavoroso.
Era un cantar de eras, el cantar de siempre y de nunca jamás. Un cantar de apogeos y decadencias, de hermanamientos y separaciones. Un cantar de extrañeza, congénita e irresistible.
Jamás tenía que haberse quedado para escuchar aquellas canciones. Le hablaban de algo que no quería oír. Hablaban a su sangre, a ese remedo de mar que su cuerpo contenía. Hablaban, y las mareas se hinchaban y arremetían contra su mente, mareas venidas de un universo ajeno que amenazaban con erosionar las postreras certidumbres de su existencia.
Jamás tenía que haberse quedado.
Sin embargo, allí estaba y allí, petrificado, escuchó todas las canciones del mar. El hilo de plata lo ataba, se lo ordenaba.
Allí estuvo, y no volvió a tomar conciencia de su entorno, estremeciéndose, hasta que las mujeres restituyeron las serpientes a las estacas y se arrodillaron en la espuma de la orilla. Se agacharon, con las cabezas inclinadas y las manos unidas y proyectadas hacia adelante, como si hicieran una colectiva súplica. Por una fracción de segundo Keiris volvió a oír los quejidos, agudos pero casi inaudibles. En seguida se desvanecieron. No había en la playa más sonido que el del mar al languidecer sobre la arena.
Estaba anocheciendo. Hacía frío. El muchacho miró, boquiabierto, a la gente, a aquellos centenares de personas que parecían aprisionadas en la mortecina y glacial semipenumbra. Su padre lo zarandeó ligeramente.
—¿Estás bien?
—Sí —respondió, aunque se sentía demasiado perplejo para estar seguro. Se preguntó si tenía el mismo aspecto que sus vecinos, extenuado y demacrado—. ¿Qué… qué ocurrirá ahora?
—Ahora viene el traspaso de las serpientes.
A Keiris se le helaron los labios, su lengua se secó.
—¿E-el traspaso?
—Las rermadkens pasearán los animales entre nosotros y dejarán que los toquemos. Te acuerdas de mis explicaciones de ayer, ¿no?
El joven sufrió un estremecimiento convulsivo. Se acordaba. El acto de traspasar los ofidios era lo que confería legitimidad a la asamblea. Y lo era porque, al traspasarlos, aquellos cuyas voces no se oirían de otro modo podrían cantar. Podrían cantar en conjunción con los otros miembros de la tribu. Y, cuando finalizase la asamblea, a él le sería ya imposible desertar del todo. Quizá regresaría a Neth, quizá recorrería su espinosa superficie hasta Hyosis, pero una parte de sí mismo se quedaría anclada entre aquellas gentes. El mar viviría en él.
Contempló los reptiles, sus cuerpos retorciéndose en los labrados pilares.
—¿Tú los…, tú los tocas?
—Todos nosotros los palpamos. Y ellos se nos arriman, pues les gusta la tibieza de nuestra piel. Aquéllos que más necesitan hacer audibles sus voces danzan con los animales. Con los animales y con las hermanas.
Así pues, pasarían las serpientes de mano en mano y él se vería obligado a tocarlas como sus compañeros.
Notó primero el temblor interno. Eran semejantes al que flageló su piel casi en el mismo momento, irracionales, anquilosantes, avasalladores. Exhaló su aliento entrecortado y posó los ojos en sus manos. Estaban ateridas y pálidas, como si fueran de piedra, tal era su solidez, su inmovilidad. Por dentro, empero, lo sacudían unos espasmos brutales, como si la sangre se estrellara contra sus tímpanos.
La sangre se estrellaba en sus tímpanos y parecía latir contra su piel, palpitaba en cadencias análogas a las del océano al verter sus mareas en la costa. Su sangre era agua marina encarnada, agua poseedora de una colección de secretos y misterios que difundía por las células independientes de su ser sin su autorización, hasta ahora casi sin su conocimiento.
¿Cuántos más secretos engrosarían aquella colección si tomaba parte en el traspaso de las serpientes? ¿Cuántos misterios? ¿En que grado aumentaría la semejanza de su savia con el agua del mar?
Tal era la sangre que regaba cada uno de sus órganos. ¿Podría vivir de nuevo como un adenyo una vez despertara en ella el ingente poder del océano?
Sólo había una respuesta, un «no» inapelable.
Se puso en pie sin apenas apercibirse de ello. Se puso en pie y observó los retorcidos ofidios, los chisporroteos de las antorchas, a las rermadkens postradas entre la mar y la tierra. Era consciente de que su padre lo miraba, de que la gente de su grupo lo miraba con asombro.
—No puedo más —confesó a todos. No podía quedarse más, ni debería haberse quedado tanto tiempo.
Se dio la vuelta y huyó de allí. Huyó de los hijos de las Mareas. Huyó de la playa.
Huyó de sí mismo tanto como pudo.
Corrió. Subió de manera atropellada, sin rumbo, la cuesta en la oscuridad, guiándose por su imperfecta memoria, dando traspiés, ora perdiéndose y ora volviendo a hallar el sendero. No tuvo noción de cuál era su destino hasta oír el murmullo del agua.
Era el enclave donde se había bañado con Talani, con el bullicioso torrente, la fría cascada y la laguna misma recogidos en una umbría cañada. Se tiró al suelo, sin aliento. Era como si su corazón fuera a detenerse. Se llevó una mano al pecho, y pudo sentir cada latido, aislado, contra su palma.
Su corazón estaba atrapado e intentaba huir.
Él estaba atrapado e intentaba huir del mar, del antiguo mar que había crecido en él con el cantar de las rermadkens. Se arrebujó en sí mismo, rechinantes los dientes, y lo inundó una repentina y desesperada nostalgia del hogar. Sus pies anhelaban pisar la tierra de Neth. Anhelaban las colinas rocosas de detrás del palacio, anhelaban la gruesa arena de la senda junto al mar, anhelaban el borde del escabroso acantilado donde solía jugar con Nandyris. Y anhelaban también los lustrosos suelos del palacio, la alfombra de piel de los aposentos de su madre o aquélla otra, la de fibras marinas, que colocaba en invierno en su propio dormitorio.
Y su cuerpo anhelaba el abrazo de sus seres queridos: Kristis, Tracador, Norrid y Tardis. Estaba ávido de rostros conocidos, de comida conocida, de lugares conocidos.
Tan ávido estaba, que todo él era dolor. Se arrebujó aún más fuerte en sus brazos preguntándose qué debía hacer. ¿Ir con las gentes de las Mares como dijo que haría? Todo en él se rebelaba ante tal perspectiva. ¿Esperar en la isla? ¿Esperar aquí el advenimiento del otoño hasta que su padre pudiera guiarlo de regreso a Neth?
Ninguna de las alternativas lo seducía. Quería estar en su hogar ahora. Quería acunarse en la seguridad de su país, en la seguridad del palacio y de su habitación. Entre sus cuatro paredes no podía ser más que él mismo. No podía tener otra identidad que la que siempre se había atribuido.
Pero no podía regresar. Ignoraba el camino en el inmenso océano.
Entonces se sentó con la frente incrustada en las rodillas, rodeándose con sus brazos, hasta que dejó de temblar. Exhausto, levantó la cabeza y miró a su alrededor. Las lunas habían coronado su escalada sobre el horizonte. Sus ribetes plateados centelleaban entre los árboles. Sus haces ponían una pincelada luminosa en la superficie del remanso. Keiris miró el agua, perdiéndose en aquel esplendor insustancial.
No encontró soluciones en aquel espejo. Lo que sí encontró, tras un período de ensueños sin tiempo, fue el rostro de Talani. El reflejo de sus facciones se estremecía, vivo, en la superficie del agua. De momento, el joven no se inmutó. Al fin, lentamente, levantó la cabeza.
Talani —no, esta noche era Nirini— lo vigilaba en postura solemne. Ceñían sus hombros unas cimbreantes serpientes, dos ejemplares, con las lenguas en perenne actividad.
—Lirion —susurró la muchacha, dando un paso al frente y arrodillándose a su lado.
Él retrocedió, en un gesto involuntario.
—Mi nombre es Keiris —corrigió.
Lirion, soy Nirini, del grupo del medidor Kadiri. Kadiri es primo de Rudin, tu padre, y un pariente lejano mío. Mi madre, que se llama Medra, vio la luz en el seno del grupo de Parsedri, y mi padre, Nicolo, es originario del grupo con el que nadamos ahora. Ya me he presentado. Antes no era capaz de contártelo.
Keiris comprendió, pasada la estupefacción inicial, que su amiga no había aprendido a expresarse en adenyo así, de pronto. Le hablaba a través de su voz silenciosa, una voz tan endeble que jamás había alcanzado a oírla. Hablaba a través de los reptiles.
—No podía decirte quién soy, y tú me tomaste por una niña —continuó ella—. Crees que en mí sólo hay risas en lugar de cerebro. Crees que en vez de alma tengo un espíritu que divaga, que discurre tan ruidoso e inefectivo como el agua. Nada hay más falso. Tengo un cerebro y tengo un alma. Si tuviera además las palabras de tu lengua, te lo habría demostrado.
»Esta noche se me permite demostrarlo pese a carecer de ese léxico.
»Esta noche puedo demostrarte, si tú te avienes, que soy una mujer. ¿Me escucharás esta noche, Lirion?
El joven Keir exhaló un suspiro prolongado, entrecortado. Le había prometido a Evin que lo haría. La víspera, había aceptado lucir la guirnalda de flores de la muchacha, adquiriendo así con ella el compromiso para el verano. Y unas noches atrás, en la laguna volcánica…
El recuerdo vino acompañado por la implacable garra del pánico. Aquella noche había visto fugazmente la femineidad de Nirini. Hoy no deseaba verla de nuevo. No lo deseaba porque, en la confusión de la noche, era imprescindible que perseverara algo constante, imperturbable. Ese algo era ella. Lo que deseaba era que la muchacha siguiera siendo una niña pícara, jovial, extrovertida. Deseaba que fuera lo que acababa de negar, un espíritu que fluía ruidoso e inefectivo como el agua.
La primera vez que había tratado de ensartar flores para él la había rechazado, arguyendo que era una criatura y no una mujer. Ahora quería convertirla en esa criatura. Ahora sólo quería, y lo quería fervientemente, una niña sencilla y risueña. Sobre todo sencilla, puesto que nada más lo era en aquella noche que estaba viviendo. Nada más lo era.
Se presionó las sienes con las yemas de los dedos, buscando meticulosamente unas palabras que la aquietasen, que paliaran su desencanto.
—Te escucharé más tarde. Por ahora, te propongo que juguemos juntos en el remanso. —Había usado, él también, su voz interior.
La muchacha retrocedió. En su frente se marcaron unos surcos.
—Lirion…
—Aparta unos minutos las serpientes y juega conmigo. Vamos, te lo suplico.
—No tengo mucho tiempo.
—Inventaremos un juego que dure poco. ¿Se te autoriza a retener los ofidios después de que empiece la migración?
—No más de uno o dos días. Se irán en cuanto tengan apetito.
—En ese caso, prescinde ahora de ellos. Hazles un nido entre la hojarasca. Compláceme, juega conmigo.
»Juega conmigo porque no deseo oír tu canción. No deseo enterarme de que eres una mujer en toda tu plenitud y complejidad, con tus enigmas, con tus problemas. No deseo sino la compañía de una niña que no perturbe mi paz. Me basto y me sobro para perturbarla yo solo.
Nirini, aunque contrariada, abrió un hueco entre las hojas para las serpientes. Los reptiles se enroscaron uno con otro, crispados, con una singular comezón, como si la tierra fuera un lugar extraño para ellas. Sus ojos lanzaron fosforescencias en las sombras mientras Keiris y Nirini se aproximaban a la laguna.
Los jóvenes se salpicaron con el agua de plata, que estaba tan glacial como la tarde anterior. Pero él no chilló igual que hizo entonces, así que nadie rió. La muchacha lo secundó en todos los movimientos de sus juegos, mas sin espontaneidad, sin alegría. Miraba demasiado a menudo las lunas, aquilatando su progresar en el cielo. Acechaba demasiado a menudo los fosforescentes ojos de rubí de los ofidios. Keiris tiritaba en el remanso. Ella, desdichada, tiritaba contra él.
Se acurrucaron más tarde en la margen, con la ropa mojada pegada a su piel, Nirini desahogando su desengaño en un llanto silencioso. El joven Keir le acarició el cabello, y ella lo miró esperanzada. Lo miró y pronunció unas lacónicas frases en su lengua mientras buscaba las serpientes que se habían alejado de donde las había dejado.
—No —declaró Keiris en un nuevo diálogo callado—. Esta noche no puedo escuchar tu canción. Esta noche…
—Eso es porque no me quieres como yo a ti.
La muchacha había desoído su demanda. Los reptiles, como una segunda piel de sus brazos, lo escudriñaban.
—¡Claro que sí! —protestó éste, con el ánimo hecho trizas—. Te profeso una gran estima. Pero hoy…
Tomó aire y volvió a apretarse las sienes, comunicando a su compañera el estado caótico de su talante.
Ella se apartó, demudada la faz. Durante unos momentos no lo tocó. No le envió ningún mensaje. Se quedó sentada donde estaba, evitando mirarlo y con los labios comprimidos. Finalmente, se aferró de su brazo.
—Lirion, déjame hablarte por lo menos unos minutos. Me has mostrado cómo te sientes. Me has mostrado tu dilema, el motivo de tu actitud hiriente. Quiero reiterarte lo que ya sabes, que si te quedas en Missa Hon yo estaré contigo, y que si viajas al norte con tu padre iremos en el mismo grupo. Lo que quizá ignoras es que, cuando regreses a Neth, yo iré contigo.
Ahora fue Keiris quien se apartó. Examinó atónito a la muchacha.
—No podrías vivir allí.
—Me adaptaré a vivir donde tú elijas.
—Pero lo nuestro es transi… Yo pensaba que nuestro compromiso sólo era para este verano.
—Y así es, mas nada me cuesta recoger otras flores para ti. Las recogeré tantas veces como, juntos, veamos los capullos y aspiremos su fragancia. Y haré en tu honor todo cuanto me pidas que haga. Todo, sin excepciones, Lirion.
El muchacho, cabizbajo e impotente, afrontó el temible zarpazo de la culpabilidad. Nirini estaba en lo cierto instantes antes al acusarlo de que no correspondía a sus sentimientos. La apreciaba, la deseaba moderadamente, e incluso se había sobrecogido al redescubrirla bajo una nueva luz en la laguna de los volcanes. No obstante, nunca podría corresponderle con lo que ella le había ofrecido: seguirla dondequiera que lo arrastrara, llevar la existencia que le dictase.
No podía ofrecerle un amor tan abnegado y, de pronto, se sentía coaccionado por el ofrecimiento de Nirini. Lo horrorizaba que se sacrificara por él, que abandonara a su familia, sus amigos y el mundo que conocía. Lo horrorizaba asumir la responsabilidad de su felicidad o desventura. Y sus razones eran exclusivamente egoístas. En estas horas angustiosas en que se tambaleaban los cánones y términos de su propia vida, sólo le faltaba tener que detenerse también para considerar los de Nirini.
—Dentro de unos meses habrás olvidado tus propósitos de hoy —replicó, deshaciéndose de la mano con que la muchacha lo sujetaba—. No estoy muy al corriente de vuestros hábitos, pero mi padre se encargó de aclararme uno. Me aclaró que tu pueblo concede a lo permanente menor importancia que el mío.
—¿Por qué crees que te hago este ofrecimiento? —se enojó la muchacha—. Te lo diré: porque, según me informó Rudin, así es como obra tu gente. Queréis que vuestras mujeres lo sean hasta la muerte. Yo soy una mujer, y te perteneceré mientras se sucedan las estaciones. Te he puesto en antecedentes de mis genealogías. Te he hecho saber los nombres de mis progenitores y el de las tribus a las que pertenecen. ¿No es lo que deseas? Te hallas sumergido en un torbellino de infortunios, y no me gusta verte tan deprimido. Por lo tanto, te he ofrecido… te ofrezco… ¿No te ofrezco lo que deseas?
Keiris meneó la cabeza, con una sensación de impotencia todavía mayor que unos momentos antes.
—Lo que yo quiero…
No podía manifestar lo que deseaba sin herir a Nirini. No podía, ya que lo único que deseaba era quedarse solo.
Además, ¿estaba ella de verdad dispuesta a consagrarle su vida entera? ¿No se arrepentiría más adelante de su noble e impulsivo gesto? ¿Hasta qué punto conocía ella sus propios sentimientos?
Los ojos de las serpientes fluctuaron ante él en una especie de guiño, en una burla. El joven cerró los suyos para no verlos.
—Nirini —dijo finalmente—, tengo que meditar. Tengo que meditar sobre lo que me has dicho. Por favor, baja a la playa y aguárdame con mi padre. Yo iré sin tardanza.
—¡No! No te dejaré, no permitiré…
—Pues es eso lo que ahora mismo deseo. Es lo que necesito. Vamos, me reuniré con vosotros muy pronto.
La muchacha porfió un poco más, pero al fin se levantó y alejó por el sendero. Antes de desaparecer echó atrás una mirada insistente, una mirada de ansiedad.
Se alejó, y el joven Keir se quedó solo en la colina. Solo con las lunas que seguían su lento curso en el cielo. Solo con las argentinas aguas. Solo con un caos que no podía desentrañar.
Permaneció sentado durante un rato; luego, enfiló el camino ladera abajo. No se dirigió a la playa donde se celebraba la asamblea, sino a la otra, a la cala donde había ido con Ramiri el día anterior. Acaso allí encontraría la claridad que tanto precisaba.
Encontró tan sólo arena oscura, un mar bañado de luz y, encima de él, un cielo vivo con su enjambre de estrellas. Erguido en la estrecha franja arenosa, examinó aquellas estrellas, preguntándose cuántas había, preguntándose si su madre estaba en la galería exterior de su palacio observando las mismas que él. Preguntándose si Kristis también las veía desde el ala del servicio. Preguntándose si Tardis navegaba orientado por las constelaciones que formaban. Preguntándose, erguido en aquel paraje, cuándo y cómo regresaría al hogar.
Erguido en aquel paraje, añoró Hyosis.