13

Había algo que debía hacer. Keiris lo supo con una dolorosa certeza mientras corría playa adelante y trepaba por la cuesta de la ladera. Y ese algo, debía hacerlo imperativamente.

Tenía que emparedar la voz traicionera en el más lóbrego rincón de su mente. Tenía que construir allí una cárcel hasta que muriera de lenta asfixia. Y tenía que volver a Neth, volver sin tardanza.

Tenía que viajar, en silencio, al palacio de su madre y vivir así el resto de sus días. Tenía que encerrarse y no hacerse nunca más a la mar, ni con el cuerpo ni con el pensamiento.

Lo decidió mientras corría por la playa, mientras subía la vertiente dando traspiés, hacia el refugio de su padre, mientras se arrojaba de bruces en el suelo. Respiraba laboriosamente. Le ardía el pecho. Pero, al menos, sabía lo que debía hacer.

Se hallaba allí postrado, cavilando cómo encontrar a Soshi, cómo trazarse un rumbo de vuelta a Neth, cuando Talani entró con sigilo en la cabaña, lo examinó unos instantes y se arrodilló a su lado. Tocó su brazo sin zarandearlo, murmurándole unas palabras en su propia lengua. El joven Keir comprendió, aún trastornado, que la muchacha se apercibía de su mal talante y le brindaba apoyo.

Su padre se les unió poco después. Keiris reconoció el ruido de sus pisadas en el sendero. Evin cruzó el umbral y se detuvo sin abrir la boca, pálido, con una nube empañando sus facciones, la nube de una tormenta interior.

—Así que te propones regresar a Hyosis sin tu hermana —dijo al fin el hombre. Su tono era distante, mesuradamente neutro.

Keiris lo miró atónito.

—¿Cómo lo sabes?

—No podías decidir otra cosa, y leo en tu cara que has decidido algo. Has llegado a la conclusión de que el pueblo de Hyosis no está más preparado para aceptar a Ramiri que tú mismo. Y tú no lo estás en absoluto. ¿Me equivoco?

—No, no lo estoy —admitió el muchacho, entristecido.

Por mucho que su madre, los ayudantes de ésta y los moradores del palacio dispensaran a Ramiri un cortés recibimiento si la invitaba a visitar sus dominios, la suspicacia, la tirantez flotarían en el ambiente, y su hermana no dejaría de acusarlas. Y, desde luego, no estaba dispuesto a llevarla a la academia para que los eruditos como Harridys la ridiculizaran o escarnecieran. Los nethlors, la gente común, quizá la aceptarían. Los adenyos no, porque su gemela era un testimonio palpable del hecho que las tribus de las Mareas y los rermadkens —cuando menos las mujeres— todavía vivían, no sólo en el mar sino en el seno mismo de su comunidad.

Ramiri había nacido, después de todo, de una madre adenyo. Había nacido en una mansión adenyo, como tantos otros niños de familias afines.

En efecto, los hijos de Aden no estaban más preparados que Keiris para tamaño golpe.

—Entonces, tu misión ha fracasado. Una vez abdique tu madre no habrá nadie que la sustituya en el estrado. Nadie, salvo tú.

—¿Yo? —preguntó Keiris, levantando bruscamente la cabeza.

—¿A quién si no quieres ofrecérselo?

Unos golpes martilleaban las sienes del muchacho, insistentes hasta el punto de marearlo.

—A nadie, tienes razón.

Lamentaba que fuera de aquel modo. Los habitantes de Hyosis merecían pescar en el océano libres de peligro, mas lo atemorizaba la idea de que él tuviera que subir al estrado.

Evin se puso de rodillas.

—Has aprendido a escuchar, ¿no es verdad? El don se ha desarrollado en ti con rapidez y fuerza. Creo que, si superas tus miedos, descubrirás que también tú tienes una voz, la de un medidor. Y conoces el mar mucho mejor que ninguna otra persona de Neth.

Keiris miró a su padre, admitiendo con pesar que sus afirmaciones eran ciertas. Nadie en Neth había ido tan lejos como él, nadie había visto lo que él. Nadie sabía lo que él.

Y tenía una voz. Tal vez no la de un medidor, pero una voz al fin y al cabo.

Tenía una voz, y la había condenado a fenecer antes de sacarle ningún provecho. Palpó la pequeña caracola de su cuello con dedos trémulos.

—No tengo voz —mintió— y quiero partir sin dilación hacia mi hogar. Hoy mismo.

Su padre se puso de nuevo en pie y lo observó ceñudo, con unos ojos escrutadores que veían demasiado.

—No puede ser. La ruta hasta Neth es larga. Con los hiscapeis en plena sazón es impensable que viajes solo, y no tengo a nadie disponible para acompañarte.

Por primera vez, el joven notó el aguijón de la cólera. ¿O era sólo pánico?

—Acompáñame tú. Me trajiste hasta aquí, ¿no? Yo nunca habría venido si me hubieras explicado…, si me hubieras explicado lo de Ramiri.

Evin enarcó una ceja.

—¿En serio?

—En serio. No habría venido.

—Y si no hubieras venido, ¿con qué noticias te habrías presentado en Hyosis?

Keiris hizo una penosa inspiración antes de contestar.

—Con las mismas que tengo ahora.

Que su búsqueda había fracasado. Que, cuando Amelyor fuera definitivamente cesada, las tripulaciones se aventurarían en las aguas desprotegidas. Que habrían de arriesgar sus vidas para alimentar a sus familias o que deberían dispersarse aunque eso les partiera el corazón. El joven meneó la cabeza, sufriendo en su garganta el amargo sabor de las lágrimas.

Su padre lo examinó, con mirada pesarosa.

—No puedo guiarte de regreso a Neth, Keiris, no puedo hacerte regresar. Si lo deseas, puedes ir con nosotros a las tierras generosas. Puedes hacer una migración. También puedes aguardarme en esta isla. En el otoño pasaré a recogerte y te escoltaré hasta Cabo Negro.

—Ramiri… —empezó a decir, de forma involuntaria, el muchacho.

¿Qué elección le restaba si Ramiri realizaba con ellos el viaje hacia el norte? ¿Si había de verla cada día, si había de estar siempre en guardia para no volver a herirla como aquella mañana?

Evin se dio la vuelta, arrugada la frente, mirando la frondosa ladera que se extendía más allá del refugio.

—Ella hará la migración con sus hermanas de especie.

—¿No irá contigo?

El hombre continuó con la mirada prendida de la montaña. En una de sus mejillas temblaba un músculo.

—Las hermanas nadan delante de nosotros en el Cinturón de Fuego, para…

Su voz se quebró con el rostro no ya lívido sino ceniciento. Alguna preocupación indecible lo corroía.

A Keiris le asombró la repentina contracción de sus labios, la tonalidad que asumió su tez. Parecía el color del miedo. De todas maneras, aquello no lo afectó tanto como para olvidar su propia inquietud.

—Te esperaré —determinó. Si las rermadkens se desplazaban con la tribu, él no iría.

Evin se encaró con su hijo, reflejado en su rostro un furibundo destello.

—Hay ciertas cosas que te niegas a aprender. Tus prejuicios tienen la culpa —denunció.

—¿Acaso sois vosotros mejores? —replicó, ofendido, el joven Keir—. ¿Lo es alguien en el mundo? Me di perfecta cuenta de la actitud de tus amigos ante Ramiri. Me di cuenta de la tuya. Todos reíais y parloteabais, pero apenas nadie se dirigió a mi gemela. Y la infeliz muchacha sabe cuáles son tus sentimientos. Sabe que todavía seguirías con Amelyor de no haber nacido ella, de no ser cómo y quién es. Lo ve escrito en tu rostro cada vez que te mira. Además…

Se interrumpió, sorprendido de haberse convertido en tan fervoroso abogado de su hermana. Y también arrepentido por haber hablado tan impulsivamente, por haberse extralimitado.

Su padre lo miraba con una expresión de dureza, con los puños apretados.

—No deberías pontificar sobre lo que no entiendes. Tu hermana…

—Ella sabe que te duele que sea una…

—No. No me duele que sea una de las hermanas, igual que no me duele que tú seas un adenyo de Neth —añadió, terminando la frase iniciada por Keiris—. No me duele de la forma que tú insinúas. Ramiri es tan hermosa a mis ojos como lo fue Amelyor, como lo eres tú. Yo le di el ser y no me inspira sino amor, orgullo y preocupación. Lo que me duele, lo que me asusta, y sin duda ella lo sabe, si se ha parado a meditarlo…

El muchacho contuvo el aliento, esperando que le hiciera una revelación.

No la hubo. Evin frunció el entrecejo, cerró las mandíbulas con fuerza.

—Seguramente, tú también lo sabes —masculló.

—Te aseguro que no —respondió el joven, en un mar de confusión.

Su padre lo miró largamente, mientras en su semblante aparecían la rabia, la pesadumbre e incluso el remordimiento.

—No, es probable que no lo imagines. Y, ya que discutimos de lo que sabes y de lo que no, quizá nunca llegues a estar preparado para saberlo. Quizá sea innecesario que lo sepas. —De nuevo, Evin se dio la vuelta y prendió sus pupilas de la vegetación que medraba más allá de la cabaña. Cuando volvió a mirar a su hijo, había lavado su rostro de cualquier expresión—. No te desprecies a ti mismo —le aconsejó enigmáticamente. Tomó unos momentos las manos de Keiris entre las suyas, y las apretó con fuerza. Luego dio media vuelta y salió de la cabaña.

El muchacho lo miró mientras se alejaba, con la mente en blanco y aferrando el silbato de Nandyris. ¿Que quizá nunca lo sabría, que era innecesario que lo supiera?

¿Saber qué? Y, fuera lo que fuese, ¿a qué venía recomendarle que no se despreciase por no saberlo? Su padre se había marchado de un modo abrupto, como si temiera que, de quedarse, acabaría diciendo algo que más tarde tendría que lamentar. Algo, sí, pero ¿qué? El joven se frotó los nervios que se le habían agarrotado en la base de la nuca.

Keiris era parcialmente consciente de que Talani se había puesto en pie y había corrido tras Evin. Solo en el refugio, se retiró a un rincón para concentrarse en las palabras de su progenitor, para desgranarlas una por una, junto con las respuestas que él le había dado. No estaba satisfecho con las cosas que había dicho, ni con la manera cómo lo había hecho.

Tampoco estaba satisfecho de cómo se sentía. No había venido a tan lejanos confines para sentirse como un niño. No había recorrido las angosturas de Neth, el cuello de la serpiente, no se había zambullido en el océano ni había seguido a su padre tan lejos para sentirse como un ignorante, un idiota y un ser mezquino.

De una manera paulatina, se fue imbuyendo de la quietud de su entorno. No había nadie en los caminos. Se habían congregado todos en la playa, pero los ecos de su celebración no alcanzaban tan arriba. Ni tampoco los del rompiente.

Había calma hoy y la habría durante los meses posteriores, mientras aguardaba el retorno de su padre en Missa Hon.

Habría quietud salvo por el rompiente sobre la arena. O salvo por la brisa entre los árboles. O, tal vez, salvo por los esporádicos temblores de tierra.

Habría quietud salvo por las preguntas que se formularía cada día. Y por la nostalgia, y por las remembranzas. Remembranzas de la voz de Ramiri, una voz que había sonado argéntea como las lunas la primera noche que la oyó, remembranzas de su timidez y reserva bajo las aguas…, remembranzas de aquella mañana, de la dolorosa comprensión de la muchacha cuando, en la línea de las mareas, lo buscaba

De pronto desazonado, Keiris se levantó de un brinco y abandonó la cabaña. Vaciló en el exterior, examinando la vereda en ambas direcciones y optando por escalar la escarpada vertiente. La senda era angosta y estaba llena de matojos. Árboles y trepadoras crecían con profusión, exuberantes y floridos.

Era notorio el contraste del radiante paisaje con las tinieblas de su humor. Había vivido muchas peripecias tratando de encontrar a Ramiri. Y no la había buscado sólo porque su madre se lo hubiera mandado, sino que abrigaba la esperanza de que la joven colmara el lugar vacante que había dejado Nandyris. Abrigaba la esperanza de que fuera una compañera, una amiga, alguien que quisiera participar de sus ágapes y sus historias. Ella, a la recíproca, aspiraba a lo mismo, o así se lo había demostrado.

¿Cómo podía perjudicarlo pasar unas horas a su lado? ¿Cómo podía perjudicarlo pedir a su gemela que fuera con él a la playa, sentarse fuera del radio de acción de las arremolinadas serpientes y contarle todo cuanto ansiaba saber? Ramiri penaba por oír su canción. ¿Y si, en su lugar, le daba palabras? ¿No las absorbería ella a falta de algo mejor?

Y, en realidad, ¿qué mal había en que le cantase? La voz estaba latente. ¿Qué daño le causaría usarla una vez, tan sólo una? ¿Qué daño le causaría, siempre que no se metiera en el mar mientras merodeaban los ofidios?

¿Qué daño le causaría bajar ahora mismo a la cala?

Lo sobresaltó un ruido entre la vegetación, y se dio la vuelta. Talani se acercaba. La muchacha se detuvo y lo examinó con inusitado comedimiento, insegura de la acogida que iba a depararle. Su expresión era tan lacerantemente parecida a la de Ramiri, que Keiris le tendió las manos.

Ella las asió entusiasmada, con ojos chispeantes.

—Keiris, me quedo contigo —declaró. Le ofreció estas palabras triunfante, como un obsequio.

A su pesar, Keiris se rió.

—¿Te ha enseñado mi padre a decir eso?

Talani, sonriente, ladeó la cabeza.

—Contigo —repitió como un eco.

—¿Ha sido Evin? ¿Te ha aleccionado mi padre?

—Evin —ratificó la muchacha.

—¿Conoces más palabras? ¿Sabes decir algo más?

Su sonrisa seguía allí, sin más que un imperceptible quiebro.

—Keiris, me quedo contigo —reiteró.

Su acervo se reducía a tres vocablos. No obstante, ¿cuántos regalos le había hecho en su corta relación? Le había dado comida, información, camaradería…

—¡Quédate pues! —se avino el joven Keir.

¡Ojalá permaneciera callada! Ojalá no comenzara a cotorrear, a jugar, a agobiarlo.

Talani pareció comprender. Estuvo un rato en silencio, ora sentada y atenta a su semblante, ora tumbándose para admirar el cielo a través de los ramajes. Como quiera que él se obstinaba en no hacer nada, en aislarse en su decaimiento, la muchacha se levantó y vagó por las cercanías.

«¿Qué daño me causaría cantar?».

Keiris analizó su situación, recostado en el duro suelo, con los párpados entornados y la mano arropando la caracola.

«¿Qué daño?».

Deliberadamente, expelió una larga bocanada para relajar la tensión de sus músculos, para liberarse de sus extraños pensamientos.

Se liberó asimismo del crujir de árboles, de los murmullos de la naturaleza, hasta volar sin haberlo planeado a un estado de duermevela, entre la vigilia y la ensoñación.

La balada brotó tan discretamente que, en un primer momento, no la reconoció como suya. Brotó en forma de evocaciones e impresiones que no le eran familiares, que se le antojaron ajenas. Poco después identificó en ellas vivencias de su infancia, cálidas, brumosas, repletas de apetitos fáciles de saciar y de sueños plácidos, concebidos en la cuna. Discurrieron raudos los primeros días de su existencia y poblaron su mente alturas espeluznantes, la fascinación de lo ordinario cuando aún era extraordinario.

Desfilaron por su conciencia Amelyor, Nandyris, Lylis, Pendirys y Pinador. Más adelante aprendió de qué eran capaces sus manos, y las alargó hacia las personas que se inclinaban sobre él. De vez en cuando, con gran esfuerzo, se enderezaba para seguir a quienes más le gustaban.

Se enderezó, y los años se sucedieron a una velocidad de vértigo. Caminó, jugueteó, aprendió. Paseó con Nandyris al borde del mar. Se agazaparon ambos detrás de las trampillas en las tardes de sol, y corretearon por la terraza durante las tormentas. Aguantó el resuello al desafiar un peligro tras otro. Una mañana, agotada ya la niñez, apurada casi la adolescencia, Nandyris zarpó y nunca volvió.

La canción adquirió todavía mayor premura. Su madre le llamó a sus aposentos y, obediente a sus designios, él se enfrentó a las angosturas. Se enfrentó al océano. Se enfrentó a lo desconocido, y apareció Ramiri. Vislumbró, en el ensueño de su cantar, que no le era tan extraña como había pensado. Era de la misma carne que él. Sentía las mismas cosas: amor, sufrimiento, aprensiones, anhelo.

Y de este modo, tomó la decisión, no en el pensamiento sino en la balada. Proporcionaría a su hermana lo que quería. No emparedaría su incipiente voz en una sentencia de muerte hasta que Ramiri supiera todo cuanto ansiaba.

¿De qué otro modo podía actuar, tratándose de su gemela? Sin darse opción a reflexionar, se levantó y enfiló el sendero pendiente abajo. No se encaminó a la playa donde la gente de su padre bullía en fiestas, sino a la tranquila cala donde había visto a Ramiri por última vez. Talani fue tras él, muy silenciosa, en algunas ocasiones tirándole inquisitivamente del brazo y en otras, casi siempre, contentándose con andar tras sus talones sin abordarlo.

«Se queda conmigo», parafraseó Keiris para sus adentros.

Se quedó, sí, con una creciente preocupación, pero él apenas se dio cuenta. Ramiri acaparaba todas sus cavilaciones, Ramiri y lo que iban a compartir.

Cuando llegaron a la cala la marea había retrocedido, dejando al descubierto un trecho de reluciente arena negra. La playa estaba desierta. No había pechinas ni haces de algas. No había rastro de Ramiri.

Nada tenía de particular. La muchacha se había ido, Keiris tendría que llamarla. Sin desanimarse, tomó asiento —imitado al instante por Talani—, encogió las piernas, las abrazó, posó la cabeza en las rodillas y se concentró.

Oyó su voz, la voz que llevaba dentro, esta vez con tanta claridad como si estuviera hablando en voz alta. Era distinta y distintiva, suya y de nadie más. Y no sólo la empleó para llamar a su hermana, la empleó también para transmitirle cantarines retazos de su memoria.

Eran aquellos retazos en los que su madre iba y venía por su dormitorio, con el albo vestido centelleando llamativo sobre su cetrina piel, desnudos los pies en la mullida alfombra.

Retazos en los que Amelyor dialogaba con los mamíferos desde el estrado, tan absorta en sus obligaciones que casi no reparaba en los paseantes del camino que bordeaba la cenefa litoral.

Luego, Nandyris brincó entre las dispersas floraciones de las huertas primaverales; en fin de cuentas, también ella era hermana de Ramiri.

No faltó la visión de los acantilados que dominaban los muelles pesqueros, con los árboles que allí arraigaban maltratados por los vientos. No faltaron los cuencos de elegante factura que solía disponer Kristis en la mesa, translúcidos de tan finos, ni el ventanal de levante de la sala de audiencias del palacio.

Le transmitió estas imágenes y otras muchas. Las recopiló en su cerebro y las envió, concretas y vívidas, a Ramiri. Le envió los sonidos de la mansión, el timbre de la voz de Amelyor al requerir a sus ayudantes, los graznidos de las aves costeras al pescar entre el oleaje. Y le envió, inevitablemente, sus emociones personales, su cariño por Kristis, Tracador y Norrid, su temor reverente por Amelyor, su quebranto cuando los picos de plata le entregaron el silbato de Nandyris.

Todo aquello envió a Ramiri, pero ella no acudió. Ni vibró tampoco en el interior de Keiris una voz femenina dando constancia de haberle escuchado. Transcurrido un rato, el muchacho levantó la cabeza y miró las aguas. Si su gemela lo había oído, seguro que había comprendido. Y si había comprendido, estaba seguro también de que le perdonaría lo acaecido unas horas antes.

Quizá no podía hacerlo. Quizá perdonar ni siquiera era la cuestión. Quizá, simplemente, se retraía ante la posibilidad de aproximársele y resultar de nuevo herida.

Lentamente, se dio cuenta de que Talani continuaba sentada junto a él. La miró distraído, y se apresuró a desviar los ojos. Fluían por las mejillas de la muchacha sendos ríos de lágrimas, ríos que creaban húmedos surcos y que no se molestaba en secar. Mas, al notar que su compañero la observaba, la muchacha se mordió el labio y le atenazó el brazo con una mezcla de urgencia y de súplica. Acto seguido se levantó y emprendió la fuga, una fuga casi tan rápida como la que él había protagonizado por la mañana.

También Keiris, al verla partir, se levantó. No entendía aquel arranque.

—Talani, ¿qué sucede?

La muchacha no se detuvo ni volvió la vista atrás. Corrió desenfrenada, dando ligeros traspiés y con las piernas emitiendo fulgores bajo la luz diurna.

—¡Talani! ¡Talani!

No sirvió de nada vocear su nombre. No se detuvo ni contestó.

Keiris volvió a mirar el mar, en un dilema que no duró mucho. Puesto que Ramiri no daba señales de vida, persiguió a Talani. Estaba desorientado y angustiado.

Oyó el bullicio de las celebraciones mucho antes de avistar las mesas de los banquetes. Las canciones eran sonoras, vocingleras, acompañadas por un griterío ensordecedor y clamores de caracolas. Al acercarse, el joven Keir vio que los hijos de las Mareas bailaban al son de las tonadas. Unas largas hileras de personas estampaban las huellas de su vaivén en la arenosa playa, unas frente a otras. Se empujaban y retrocedían. Cuando se rompía una de las hileras, los dos segmentos seguían danzando en direcciones opuestas, agarrados sus miembros entre sí y riendo a mandíbula batiente. Algunos individuos de hileras que ya se habían deshecho embestían a diestro y siniestro, empeñados en separar los brazos enlazados de los que aún resistían.

Keiris, tras un titubeo, se adentró en la concurrida playa en busca de su padre.

Evin estaba bajo un dosel de bálago, sumido en un hosco silencio junto a algunos de sus acompañantes de costumbre. La fiesta parecía no afectarlo, ni a él ni a los que se sentaban con él; Talani se había acuclillado a su lado, sepultada la cara en el pecho. La levantó, con un sollozo apenas disimulado, al presentir su presencia.

—Por favor, ¿qué he hecho mal? —consultó Keiris a su padre al encontrarse sus ojos.

La pregunta sacó a Evin de un privado estupor, como si no hubiera advertido ni siquiera el llanto de la muchacha. Enderezándose, con las cejas unidas en un lóbrego frunce, rozó su hombro y acarició la melena de Talani en un gesto interrogativo. Ella meneó la cabeza y balbuceó una disculpa.

—¿Qué sucede? —insistió el joven. ¿Y por qué estaba su padre tan cariacontecido, tan pálido?

—Talani dice que no vale la pena debatirlo ahora, cuando…

La mirada de Evin, una mirada abstracta y abatida, erró por la playa. Keiris lo imitó, mas no distinguió nada especial. Hecho un lío, hundido, se arrodilló a los pies de su progenitor.

—Por favor, ayúdame. Si ella se niega a explicarme lo que ocurre, en qué he fallado, ¿cómo voy a enmendarme? Me aseguró que se quedaría conmigo. Visitamos juntos la cala que hay en el otro extremo de la isla. Y, de pronto, se puso a llorar y escapó.

Evin, sin perder su enfurruñamiento, volvió a interrogar a Talani, ahora verbalmente y en su idioma. De momento la muchacha persistió en menear la cabeza, mas al fin se enjugó los ojos con el dorso de la mano y, temblorosos los labios, se abandonó a una narración tan interminable como lacrimosa.

Una vez concluyó, el hombre pasó una tierna mano por su cabello.

—Dice que en la playa de la punta más remota te pusiste a cantar, y que ella no estaba en tu balada. No estaba en ninguna estrofa, a pesar de haberse comprometido a quedarse contigo todo el verano para velar por tu bienestar. Y se comprometió aun cuando no le has permitido arrancar la tercera flor. Es la única de sus amigas a la que han humillado de esa manera. Es la única que se siente rechazada. Más adelante, al intentar componer una canción a fin de preguntarte si te importaba, no pudo. Tiene una voz muy débil, la sangre de antaño casi no se manifiesta en ella. No consiguió hacerla audible para ti.

A Keiris le dio un vuelco el corazón.

—N-no la escuchaba. Trataba de llamar a Ramiri para que regresara. Trataba de excusarme por algo que ocurrió esta mañana, y no estaba pendiente de Talani.

Su padre se encogió de hombros.

—Por mucho que hubieras aguzado el oído, lo más probable es que no hubieras captado su mensaje. Mañana por la tarde, sin embargo, vendrán las hermanas con las serpientes. Talani formará parte de su danza y manejará los ofidios. Si quieres desagraviarla, debes escuchar su canto.

—¿Los ofidios? —preguntó Keiris sin comprender.

—Los usamos, al igual que las hermanas, para amplificar nuestras voces. Mañana, algunas criaturas que están mudas el resto del año podrán cantar con todos los demás. Así creamos unos lazos antes de efectuar la migración. La canción común otorga legitimidad a la asamblea.

El joven asintió con un asomo de comprensión. No obstante, estaba demasiado obsesionado por Ramiri como para fijarse en el problema de la otra muchacha.

—¿Y Ramiri? ¿No está aquí, con vosotros?

—Se encuentra en el mar, con sus hermanas. Las de su especie tienen hoy su propia asamblea. Mañana, como te decía, vendrán para integrarse a la nuestra.

Por eso su gemela no había atendido a sus invocaciones. Probablemente no debió de oírlo, ocupada como estaba.

—¿Son las otras hermanas como ella?

—Sí, bastante parecidas.

—¿Y las engendraron unos padres como tú y Amelyor? ¿Provienen de humanos con una elevada proporción de sangre rermadken? —inquirió Keiris.

Era aquélla una pregunta difícil, osada, puesto que, al hacerla admitía que también circulaba por sus venas el mismo y antiguo legado.

—No siempre —especificó Evin—. Hay factores que duermen a lo largo de varias generaciones sin expresarse. De repente todos despiertan al unísono en un solo sujeto, y ese sujeto, una hembra, se nos aparece como si descendiera directamente de la antigua especie. Hereda las características físicas, posee las dotes y, en última instancia, ha de asumir las responsabilidades. Ramiri no tardará mucho en tener que hacerlo.

El joven Keir, intrigado, se abstrajo en sus disquisiciones. Dotes. Responsabilidades. Sabía que su gemela podía permanecer bajo las aguas durante períodos más prolongados que él. ¿Qué otras facultades tenía? ¿Y qué deberes la obligaban? Apartó los ojos de su padre y miró el punto en que mar y cielo se confundían. Entonces sintió el espasmo de una premonición.

«Las rermadkens estaban tristes. ¡Eran tantas las razones! La extinción amenazaba a su especie. Celebraban sus asambleas en deprimente soledad. Los hiscapeis lanzaban sus llamadas angustiosas y plañideras, y quedaban poquísimas hermanas para aplacar sus muchas voces». ¿Eso significaban las alusiones de su padre, que las rermadkens nadaban en cabeza de la migración para acallar a los hiscapeis?

Pero ¿cómo los acallaban? Taciturno, receloso, rememoró un párrafo de la canción de Pehoshi. «Aguas tenebrosas, blancos miembros flotantes, órganos delicados que había que separar con sumo cuidado si se pretendía silenciar la voz, y a continuación un trémulo cuerpo enclaustrado en una trama de cilios».

¿Sería Ramiri uno de aquellos cuerpos trémulos? ¿Debía entregarse a los hiscapeis, fingiendo ser una presa, y desenredarse por sus propios medios en cuanto los hijos de las Mareas hubieran conseguido pasar ilesos?

¿Era tamaña entrega una de las responsabilidades de las rermadkens? En caso afirmativo…

Se estremeció; de pronto sus propios miedos le parecieron nimios. Sus ojos buscaron los de Evin, y tomó conciencia del egoísmo que había presidido hasta entonces todas sus acciones. Tomó conciencia también de por qué su padre estaba tenso, por qué su padre guardaba silencio, por qué su padre se sentaba en el centro de una celebración y no reía ni bromeaba. Tomó conciencia incluso de por qué su padre enmudecía en presencia de Ramiri. No tenía más que asomarse a los pozos oscuros de sus pupilas para leer el futuro, un futuro aterrador.

La noche siguiente comenzaría la migración. Su gemela era una de las mujeres que debía ofrecerse como sacrificio para que la tribu de las Mareas y sus mamíferos pudieran pasar.

Un impulso azotó a Keiris y habló de inmediato, antes de que pudiera retroceder.

—Viajaré con vosotros.

Nada podía hacer para aliviar el suplicio interior de Evin. Nada podía hacer para proteger a Ramiri. Pero era preferible acompañarlos antes que quedarse haraganeando en una isla solitaria.

La mirada de su padre se tiñó de desolación.

—¿Lo has pensado bien, Keir? Talani se quedará aquí contigo y amenizará tus días.

—Quiero ir —se reafirmó el muchacho. En el fondo, no tenía otro remedio.

—Ni siquiera has de comparecer en la playa mañana, cuando las hermanas traigan las serpientes. Talani te mostrará un sitio en la colina donde aposentarte y esperar. Lo que sí he de rogarte es que le permitas que vaya hasta ti y te cante, que le dediques tu atención sólo por unos minutos. Ella ha hecho mucho por ti.

Keiris observó, confundido, aquella desolación en los ojos del hombre. ¿No deseaba que fuera a la playa? ¿No deseaba que volviera a ver a Ramiri? Cuando antes…

—Escucharé su tonada. Y, por la noche, me sumaré a la marcha —recalcó el muchacho. Al notar que Talani lo contemplaba inquisitiva, agregó—: ¿Podrías pedirle que me lleve al paraje de las cascadas? ¡Ah! Y pídele asimismo que sea mi pareja en el baile.

Tenía que compensarla por todos sus agravios.

Evin arrugó la nariz, hizo un ademán de consenso y dijo unas palabras a Talani.

La muchacha se irguió y escrutó a Keiris, con la cabeza gacha aún, por entre sus bonitas pestañas. Al extender él la mano, no se precipitó para cogerla. No obstante, apenas habían dejado la playa, sus recelos se desvanecieron, y vivaracha como siempre, empezó a cotorrear y a cabriolar mientras ascendían por la ladera.

El lugar donde se bañaban se hallaba situado en un recoleto claro de la colina, al amparo de las trepadoras y otras plantas colgantes. El agua estaba fría. Se salpicaron mutuamente y Keiris comenzó a tiritar, de forma tan violenta que ambos estallaron en carcajadas. Una hora más tarde, exhibiendo cada uno una flor enmarañada en el cabello, Talani se demoró con aire reflexivo junto a un tercer cáliz. Un impulso indefinido incitó a Keiris a asentir, y Talani, entre risas de triunfo, arrancó la flor.

De regreso, descendiendo por el sendero, ambos se adornaban con guirnaldas floridas. Su fragancia era embriagadora. Manoseando los tiernos pétalos, el muchacho oyó la algarabía que reinaba en la isla y resolvió impulsivamente que ya tendría tiempo mañana de calibrar si era o no un acierto seguir a su padre, calibrar si podía responder al reto de las migraciones, calibrar por qué había consentido que Talani le cortase flores a sabiendas que, al terminar el estío, habría de despedirse de ella y de su gente. Esta noche habría juegos, danzas y mesas abarrotadas de comida. Esta noche sería tan joven y desenfadado como su compañera.