Keiris se alegró de la confusión que reinaba en Missa Hon. Se alegró de que un sinnúmero de personas sonrientes se adentraran en las aguas para recibirlos. Del bullicio, de la hilaridad, de ser salpicado, del chisporroteo de las antorchas, del tumulto de voces y brazos. Todo aquello lo ayudaba a disimular lo que sentía cada vez que miraba a Ramiri.
Sentía sobrecogimiento ante el manto de extrañeza que la revestía, repulsión por el serpentear de los ofidios alrededor de sus hombros, terror sólo de pensar en el momento en que de nuevo estarían a solas y él habría de comportarse como si sintiera por ella los mismos sentimientos que por cualquier otra hermana: afecto, orgullo, regocijo en su compañía.
Los miembros del grupo de su padre los recibieron al emerger de las aguas y los llevaron, playa adentro, hacia las mesas del banquete. Hombres, mujeres y niños reían y cotorreaban, danzaban con visible placer. Las teas crujían sonoramente entre la brisa, y de las fogatas donde se asaban los manjares se elevaban aromas tentadores. Cuando Keiris, Talani, Evin y Ramiri se hubieron acomodado, varios niños trajeron tinajas de agua dulce y lavaron el salitre pegado a sus cabellos. Luego, llegó la comida, servida por unas niñas de la edad de Talani. Con ojos vivarachos, con humor travieso, ofrecieron unos bocados a los labios de Keiris, ante lo que Talani se apresuró a colocar su muslo encima del suyo y aprisionar su rodilla con una mano posesiva. Rápidamente, los adultos se unieron a ellos en derredor de la mesa, charlando, bromeando, tan joviales sus pupilas como las de las adolescentes.
En todos los rincones de la playa había reuniones parecidas a aquélla, gentes que se repartían en mesas bajas, afianzadas en el arenoso suelo para una celebración conjunta.
Sin embargo, Keiris parecía ausente de todas aquellas cosas. No tenía conciencia de nada salvo de Ramiri, instalada al otro lado de su padre. Su hermana se había sentado como Evin, como los otros comensales, arrellanadas sus posaderas en la arena con las rodillas flexionadas y los tobillos cruzados. Ella se había puesto en cuclillas, con la cabeza ligeramente inclinada y había cerrado los dedos sobre las rodillas. Había dejado en el mar todas las serpientes excepto dos. Esas dos se enroscaban, sin presionarlos, en sus brazos y sus hombros, asomando sus ojos de rubí entre los bucles de su cabello. Su piel escamosa refulgía bajo las llamas. Sus rostros afilados se terminaban en hocicos romos, y sus miradas eran fijas, sin un parpadeo.
Tanta conciencia tenía Keiris de la proximidad de Ramiri que todo lo demás, la gente, las antorchas y el mar, le parecía muy remoto. Trató de resistir el impulso de inclinarse para observarla, sin la barrera visual de su padre. No pudo. Ni pudo tampoco sustraerse al frío que lo envolvía al ladear ella la vista en su dirección y encontrarse con sus ojos, aquellos dos pozos de oscuridad que resaltaban en su anguloso semblante.
Una «extrañeza»… Una «extrañeza» que había nacido en el mismo instante que él y de los mismos padres, en el mismo aposento del palacio de Amelyor. Al meditar que era su hermana, su gemela, el joven Keir se estremeció y retiró la mirada.
Su padre no le había revelado que Ramiri era una rermadken. No le había dicho una palabra, aunque en una ocasión casi había estado a punto de hacerlo. Había estado a punto, pero había callado.
Tan perturbado estaba el muchacho por la presencia de su hermana, que le costó reparar en ciertos detalles.
Le costó reparar en que su progenitor no se había contagiado del ambiente jacarandoso. Evin parloteaba y reía, comía y bebía, pero una triste gravedad ensombrecía y entristecía sus pupilas. En los momentos en que espiaba a Ramiri, su rostro se oscurecía visiblemente.
¿Cuál era la causa? Keiris no conseguía descubrirla. No obstante, al poco rato, cayó en la cuenta de que el talante de su padre no difería mucho del de sus vecinos. Gastaban bromas a Talani, reían con Evin, le dirigían a él sonrisas de bienvenida, pero al hablar a Ramiri, una medida reserva nublaba sus voces, sus caras se tornaban inexpresivas. Incluso el rostro de Talani se volvía grave, siempre que miraba de soslayo a la otra muchacha.
¿Sentían todos lo mismo que él? ¿Ninguno de los presentes se sentía cómodo ante la presencia de Ramiri, ante su «extrañeza»?
Algo sí estaba claro: el baño de plata de las lunas todavía los cubría a todos, mas ya no iluminaba a su padre, como tampoco lo iluminaba a él.
Pese a todo, permanecieron en su sitio hasta que se terminó el último plato, hasta que murió la última canción, hasta que, risueños, se desearon las buenas noches. Entonces, Evin se incorporó.
—Tenemos un refugio en la ladera. Hay en él espacio para los cuatro.
Susurró unas frases a Talani. Ella examinó a Keiris con unos ojos que flameaban, asintió y se levantó de un brinco para seguir al hombre, que los guió entre los corrillos ya desmembrados.
El refugio en cuestión era poco más que una techumbre y tres paredes de junco. Estaba plantado en una vertiente muy pronunciada, de densa vegetación arbórea. Había varios bultos sujetos por cuerdas a los soportes de la cubierta y ningún otro accesorio, exceptuando unos jergones que se apilaban en una esquina. Keiris ayudó a su padre a desplegarlos en el suelo, sin sábanas ni edredones, y se tumbó, deseoso de poder permanecer en vela un rato para poder reflexionar sobre los recientes sucesos.
Se durmió instantáneamente.
Se durmió, pero los sueños afluyeron como una marea creciente. Tierras perdidas, palacios anegados, bancos de multicolores criaturas marinas, ¡eran tantas las visiones que podía convocar! No tenía tan sólo sus experiencias, sus recuerdos. Tenía todo lo que había extraído de la canción de Pehoshi. Y tenía todo el tiempo del mundo para soñar.
Esta noche, al menos, así lo parecía. Parecía que la nocturnidad se dilataba durante centurias, decenas de ellas, que humanos y mamíferos, seres tan extraños que apenas reconocía su raza, vivían y morían mientras él dormía. Parecía que los mares se reducían, que los cielos se evaporaban en neblinas y cambiaban de color, que fenecían los universos. Y Keiris estaba en el mismo centro de la larguísima epopeya. Estaba en el corazón de todo aquello, vivía allí.
Llegó la mañana y Ramiri se arrodilló a su lado, depositando una mano huidiza en su hombro.
—Hermano, despierta —lo alertó insegura, con voz susurrante y quebradiza.
Y el hermano despertó, sobresaltado, con la respiración entrecortada. Se sentó, perplejo por la etérea insustancialidad de aquella voz, no menos perplejo por constatar, pese a su aturdimiento, que era la primera vez que la oía. La víspera, la muchacha había permanecido muda junto a Evin, sin decir nada, limitándose a responder con ademanes de cabeza.
—Hablas la lengua adenyo —constató.
—Sí, conozco vuestras palabras. Se lo pedí a nuestro padre en mi juventud, y él me las dio. ¿Quieres acompañarme en la primera comida del día? Es la hora.
Las serpientes se enroscaban incansables alrededor del pecho y el cuello de la joven.
—¿Ya tienes apetito? —preguntó Keiris.
La invitación había sido vacilante, pero la subrayaba una nota imperiosa, una nota que revelaba al muchacho que agraviaría a su hermana si la declinaba. Dio una rápida ojeada a su alrededor, y vio que Evin había doblado el jergón en su rincón y había partido. Talani estaba acurrucada en el lecho, de costado, y miraba a Ramiri con la mente en blanco, a través de unos párpados semientornados.
—Estamos hambrientos. ¿Me acompañas? —repitió Ramiri a su gemelo. Una cabeza plana y a la vez ahusada apareció entre sus mechones y clavó los ojos colorados en Keiris, como si aguardara su respuesta.
El muchacho, al tropezar sus pupilas con aquellos rubíes, se estremeció involuntariamente.
—¿Tienen nombre tus… tus acompañantes?
—¿Cómo los llamaría? —contestó Ramiri, levemente molesta por la pregunta—. Son una ayuda para mi voz, pero hay una infinidad de ellas. ¡No podría bautizarlas a todas!
El joven Keir hizo un asentimiento, rebuscando en su cabeza algún otro tema que le proporcionase unos segundos más de demora.
—Tu nombre, Ramiri, ¿es el apelativo de mar o de tierra?
—Sólo tengo uno —explicó ella, mirando a su hermano más detenidamente, como si encontrara aquel interrogatorio, o la necesidad de hacerlo, absurdo y desatinado. Acarició los dos ofidios, y al hacerlo mitigó su obsesivo culebreo—. ¿Vas a venir conmigo?
—Desde luego.
Keiris contestó esquivo, rehuyendo la mirada de Ramiri. ¿Cómo podía negarse? Todavía reacio, se incorporó y se vistió. Observó a Talani, que seguía hecha un ovillo y observaba furtivamente, sin demostrar ninguna emoción, a la otra muchacha. No ofreció, ni mucho menos exigió, unirse a ellos. Desconcertado, el joven salió del cobertizo siguiendo los pasos de su hermana.
Era una hora temprana: el viento soplaba fresco y el colorido de la aurora aún tapizaba el cielo, aún lo teñía pálidamente. No transitaba casi nadie por el empinado sendero. Los poquísimos que pasaron a su lado saludaron a Ramiri con una inclinación de cabeza y apartaron rápidamente los ojos. Ella caminaba en silencio, no volvió a despegar los labios hasta que estuvieron cerca del agua.
El océano estaba en paz, las olas lamían suavemente la arena. Al avanzar Ramiri hacia el agua, Keiris lanzó una mirada confusa a las mesas de la playa. Había allí gente sirviéndose de varias fuentes de comida, mas era ostensible que su hermana iba en sentido opuesto. Iba directa al mar. Keiris, indeciso, se detuvo. ¿Le disgustaba a su gemela comer con los demás, o tan sólo le apetecía nadar antes del desayuno?
Ella se dio la vuelta, lo examinó unos momentos inquisitivamente, bajó los ojos e insistió:
—¿Vienes, hermano?
—Sí, claro, ahora mismo.
Quizá, se dijo, a Ramiri no le gustaban los platos de las tribus de las Mareas.
La muchacha anduvo, sin añadir nada más, hasta que el agua rozó su mentón. El cabello flotaba en cascada tras su espalda, y la pareja de serpientes se había deslizado bajo el tranquilo oleaje. No tardó en sumergirse ella también, desvaneciéndose en el vaivén de las olas. Keiris dudó, si bien pronto hundió la cabeza y agitó los pies para bajar más deprisa hacia el fondo.
Regresó de nuevo a la superficie tan presto como había descendido, con un grito sofocado en la garganta. El agua era un hervidero de serpientes acuáticas. Se torcían y retorcían, sin que oscilara la congelada luz de sus ojos encarnados, fijos.
Ramiri emergió un minuto después, con sus profusos bucles chorreando.
—¿No vienes? —insistió con expresión de sorpresa.
Keiris se agitó en el agua, estremeciéndose ante la idea de volver a encontrarse con aquel enjambre de serpientes.
—¿Dónde…, dónde vamos?
—A comer. Hay brekkie y popon no muy lejos de aquí.
Él se humedeció los labios con una lengua fría.
—¿Qué son?
Nunca había oído mencionar los brekkie ni los popon, y, bien pensado, ignoraba asimismo quién había de ingerirlos, si ellos dos o los ofidios.
¿No tenía idea Ramiri de cómo lo afectaban las serpientes? Al parecer, no. Al parecer su pánico no hacía sino confundirla. Surcaban la frente de su hermana hondas arrugas.
—Desconozco otros nombres para designarlos. ¿No quieres estar conmigo?
—¡Claro que quiero! —desmintió Keiris, avergonzado de que se notara su reticencia. Seguramente, el mismo énfasis que puso en su declaración evidenciaba su falsedad ante los ojos de su hermana.
Ella titubeó, dividida entre el deseo de su compañía y el convencimiento de que se la ofrecía a regañadientes. Entonces, sin más palabras, se sumergió de nuevo.
Con un denodado esfuerzo, Keiris echó a nadar tras Ramiri, tras el amasijo de reptiles. Era consciente del embarazoso cosquilleo que sentiría en su piel, de que se erizaría todo su cuerpo al más ínfimo contacto. Al cabo de un rato fue también consciente de algo que le causó no menos fastidio: que Ramiri no salía a respirar con la misma frecuencia que él. Picado en su amor propio, quiso desafiarla, sumergiéndose al mismo tiempo que su hermana y no subiendo a reponer aire hasta después que ella lo hiciera. Pero siempre era él el primero en subir, jadeando y próximos a estallar sus pulmones, mientras que Ramiri ni siquiera advirtió la rivalidad.
Si cantó aquella mañana, Keiris no la oyó. Y hasta que las serpientes atacaron no reconoció como seres vivos aquellas motas luminosas que, de repente, surgieron entre las aguas. Parecían no ser más que brillantes partículas de deslumbrantes amarillos, chillones tonos naranja o azules eléctricos, en un suspendido encantamiento. Se inmovilizó lo mejor que pudo a fin de admirar la permutación de los colores, cómo se entremezclaban los resplandores y se disgregaban de nuevo en tiras cromáticas.
Ramiri también admiró la escena. Sin embargo, ella no estaba fascinada. Su hermana estaba, según pudo apreciar el joven Keir, satisfecha.
—¡Hoy tenemos abundancia! —exclamó, al levantar la mirada y encontrar los ojos perplejos de su gemelo.
Fue entonces cuando los ofidios arremetieron. Se introdujeron como flagelos entre las cambiantes franjas policromas, y las motas se diseminaron en un arco iris aterrorizado. En ese punto comprobó Keiris que cada una de ellas era una diminuta criatura marina, de vistosas matizaciones. Se impulsó hacia arriba, con un agrio sabor en la boca ante el espectáculo de aquellas serpientes abalanzándose sobre sus presas como rapaces.
Flotando en la superficie presenció, indefenso y aturdido, la caza. Los brillantes puntos de luz se dispersaron en las transparentes aguas, con las serpientes persiguiéndolos y devorándolos sin piedad. Ramiri nadaba en vertiginosos círculos en torno a los que intentaban la huida, para obligarlos a retroceder allí donde serían engullidos.
El muchacho se mantuvo al margen, helado pese al cálido sol matutino, hasta que los reptiles, saciados, se alejaron y Ramiri asomó la cabeza con sus dos inevitables acompañantes. Pestañeando bajo los rayos solares, la muchacha observó a su alrededor, localizó a su hermano y nadó hacia él.
—Ya están satisfechas.
Enmascarando a duras penas su repugnancia, Keiris inquirió:
—¿También tú has comido?
¿Se nutría de lo mismo que las serpientes, se atiborraba de espantados y minúsculos seres vivos?
De todos modos, ¿acaso no se espantaban los peces que las tripulaciones de Hyosis sacaban a tierra al venírseles encima las redes? ¿No le había contado Nandyris cómo centelleaban sus escamas cuando caían en la trampa y cómo luego, en cuestión de minutos, perdían el lustre?
La muchacha pareció momentáneamente trastornada por la pregunta. Envaró el cuello, como a la escucha de algo que su gemelo no había manifestado en voz alta.
—Y tú, ¿comes esas cosas?
—¡No! —se escandalizó Keiris.
A Ramiri la desconcertó la vehemencia de aquella negativa. Al contestar, se encogió de hombros con modestia.
—Yo tampoco. Son demasiado pequeñas, y no me sientan bien los alimentos vivos si los tomo poco después de despertar. Pero conozco una laguna magnífica. Está en el extremo más alejado de Missa Hon, pasado el lugar de la asamblea. En sus aguas hay bulbos dulces y otros manjares deliciosos. Quizá desees probarlos.
Por lo menos no se hartaba de seres vivos y crudos, no por la mañana.
—Vayamos —decidió Keiris—. Te seguiré.
Su hermana se esfumó bajo el mar sin intercambiar otra frase, y ambos nadaron en dirección a Missa Hon, aunque describieron un ángulo para que su ruta discurriera más allá de la playa donde desayunaban las tribus. El sol se elevó en un cielo despejado. Ramiri encabezó la marcha hasta un remanso de agua marina que se dibujaba detrás de una cala. La estremecedora mole del pico que dominaba la isla estaba cercano, era una presencia que todo lo abarcaba con su sombra. Keiris trepó al cerco de rocas de la laguna y se remojó junto a su hermana. Lo hizo precavido, esperando que lo rodeara una mata de hierba, mas al meter el cuerpo en el líquido no vio sino pececillos aislados y una exigua vegetación submarina.
Por gestos, la muchacha le enseñó cómo recolectar los bulbos dulces que yacían enterrados en la oscura arena, sólo indicados por unas frondas insignificantes. Le enseñó cómo encontrar y deshacer unos nudos vegetales, parecidos a las nueces, que se adherían a las raíces de las plantas más frondosas. Luego se sentaron juntos en la negra arena de la orilla y comieron; Keiris con una cierta aprensión al principio, Ramiri concentrada. Dos veces volvió a sumergirse la muchacha para recoger nuevas provisiones de bulbos y nueces.
Concluido el ágape, la joven se arrodilló en la arena sumida en un estado de sopor con las dos relucientes serpientes enrolladas en su cuerpo. No sin cierta prevención, el joven Keir miró el brazo, finamente granulado, de su hermana, la flexible delicadeza de sus dedos. Si los examinaba muy a conciencia casi podía olvidar la prominencia de su frente, la forma que adoptaba su boca, el modo en que sus ojos, los pozos de negrura, se incrustaban en su ofensivo rostro. Casi podía olvidarlo.
En vista de que él no hablaba, Ramiri dijo con suavidad:
—Nunca creí que llegaría a conocerte, hermano.
Al joven no le pasó inadvertido lo que su voz traslucía, comprendiendo con desaliento que la muchacha no lo había traído hasta este lugar para comer o nadar juntos. Lo había traído porque quería dialogar, tal vez incluso porque quería forjar un vínculo. ¿No era eso lo que quería también él al principio, en el curso de su aventura y antes del encuentro? ¿No abrigó la esperanza de que Ramiri ocuparía el lugar de Nandyris, la hermana malograda, que sería una nueva compañera con quien compartir su diversión y sus confidencias? Flexionó las rodillas y las arropó con sus brazos, anhelando no haber venido, a sabiendas de que, por mucho que lo deseara, no podía levantarse y partir.
—¿S-siempre estuviste enterada de mi existencia? —indagó, balbuceante.
—En cuanto tuve uso de razón supe que tenía un hermano viviendo en tierra, con los adenyos. Me lo reveló mi padre. Y en una ocasión avisté desde el mar el palacio que habitas.
Keiris la miró escalofriado, aunque ignoraba el porqué.
—¿Avistaste Hyosis?
Ella bajó la cabeza en un ademán afirmativo, tímido.
—Lo vi mientras jugaba con mis hermanas de especie. Fue una mañana, estábamos felices porque habíamos finalizado la migración sin más que unas pocas pérdidas. Mis congéneres y yo viajamos hacia aquellas costas y nos bañamos en sus aguas. Divisé en la distancia la piedra rosa de tu hogar, y me pregunté cómo seríais tú y nuestra madre.
Keiris se limitó a menear la cabeza, sin saber qué decir.
—Pensé sobre todo en mi madre —se sinceró Ramiri. Su tono era musical, suave.
Muy suave. Pero sus palabras no impidieron que, mientras le hacía esta confesión, escrutara sumamente alerta el rostro de su gemelo.
—Yo solía pensar en mi padre. —Keiris pronunció estas palabras con un gran esfuerzo.
—Y ahora, al fin, lo has visto. Ahora lo conoces.
—Lo he visto, sí —admitió el joven.
Quizás incluso lo conocía. Pero sabía, no obstante, que a su hermana no le interesaba el relato de sus primeros momentos con Evin. Por alguna particular razón que no quería revelarle, lo que ella ansiaba era que le hablara de Amelyor. Ansiaba que Keiris le hablase de su madre.
Ansiaba saber, y él se resistía a darle explicaciones que pudieran dañarla. ¿Sabía ya, por ejemplo, que su padre la había raptado de forma tan precipitada que Amelyor no tuvo oportunidad de averiguar lo que era? ¿Sabía que su madre la había tenido repudiada hasta la muerte de Nandyris, que prohibió a sus servidores la mera mención de su nombre? ¿Sabía que había enviado a Keiris a buscarla sólo porque estaba en un serio aprieto?
¿Sabía, pues, que a Amelyor la asustaba en tal medida la faceta inhumana de su propio ser, que si un día veía a Ramiri, si se adentraba en las azules simas marinas de sus ojos, si se enfrentaba a los ofidios que constreñían infatigables su liviana persona…?
Uno de aquellos ofidios reptó por el hombro de la muchacha y se estiró hacia Keiris, enfocándolo con sus imperturbables ojos. El joven se puso tenso.
—Nuestra madre está muy atareada con las caracolas —dijo finalmente—. No le queda tiempo para nada más.
Ramiri posó la mirada en la negra arena volcánica.
—Sí, me han contado que lo mismo les ocurre a todas las mujeres que tocan los instrumentos. Aquella mañana agucé el oído para escuchar su voz, pero no se comunicó en los escasos minutos que nos entretuvimos en vuestras aguas. Nunca la he visto, por tanto, y mi padre apenas habla de ella. Su herida, la herida que le infligí, sigue abierta.
—¿Heriste a Evin? —preguntó Keiris, dudoso sobre si su hermana había usado el término adecuado.
Ramiri miró tristemente sus manos y continuó:
—Si la abandonó, fue por mi causa, porque tenía que llevarme al mar. No podía vivir como las demás niñas nethlor. Ninguna de mis hermanas de raza hubiera podido. Nos es imprescindible el agua, y por eso mi padre renunció a mi madre y me trasladó a mi medio. Ahora, siempre que me ve, siempre que ando cerca, sangra la herida que abrió su separación. He aquí, supongo, el motivo de que sea tan poco locuaz conmigo, aunque ría y charle con otros. Soy consciente de que interrogarlo acerca de Amelyor equivale a acrecentar su dolor. Así pues, hace ya años que no lo hago. Sin embargo, siempre me he preguntado tantas cosas acerca de ella…: qué aspecto tiene por la mañana, cuando sus ojos contemplan el sol por primera vez; cómo caen sus cabellos sobre los hombros; qué caudal de luz atesoran sus pupilas; cómo se desenvuelve; cómo camina; qué fragancia despide su cuerpo… —Olvidado su retraimiento, exaltada, la muchacha se aproximó a su gemelo—. He hurgado en la canción de nuestro padre para encontrar todas estas imágenes, mas él las mantiene adrede fuera de su mente porque cualquier reminiscencia de nuestra madre le provoca un gran dolor. ¿No me permitirías tú entrar en tu balada?
A Keiris se le contrajo el pecho, y un acelerado pulso empezó a latir en sus sienes.
—Yo no tengo balada —espetó. Sus palabras fueron tajantes, un cruel rechazo.
—La tienes, seguro —discrepó la muchacha—. Aunque debe de ser muy queda, porque me he aplicado a escuchar y no he conseguido oír nada. ¿Harás que suene más fuerte para mí? Sólo necesitas…
—¡No! —rugió el joven Keir. Se incorporó como si lo empujara un resorte, disparado irracional y pavorosamente el ritmo de su corazón. Apretó los puños, tanto que las uñas se le clavaron en las palmas—. No tengo voz. Mi otra hermana, Nandyris, la tenía. Yo, no.
Ramiri se puso en cuclillas. Examinó a su gemelo tan callada, tan quieta, que un latigazo recorrió la espina dorsal de Keiris. Un instante después, la muchacha desenredó la serpiente que lucía las manchas más oscuras y la depositó sobre sus desnudos muslos.
—Tampoco yo tengo mucha voz sin mis… ¿cómo las has llamado antes? Sin mis acompañantes.
En un acto reflejo, Keiris bajó los ojos y se encontró con la vacua y pertinaz mirada del reptil.
—Te aseguro que no tengo voz —sentenció, tratando de conferir aplomo a sus palabras—. Entre los adenyos escasean los hombres que la poseen. Por eso rara vez utilizan ellos las caracolas.
—Tú no eres totalmente adenyo, hermano. Procedes tanto de las aguas como de la tierra, y la sangre de la antigua especie posee un gran peso en nuestra familia. Se expresa de un modo diferente en los hombres y en las mujeres, pero ambos la hemos heredado. Me gustaría mostrarte algo. Ven al agua, allí es mejor.
Ramiri se irguió, devolviendo la serpiente a su hombro, prodigándole caricias.
—¿Qué te propones mostrarme?
—Cuán insignificante es mi voz sin mis acompañantes y, en contrapartida, lo bien que se difunde gracias a su auxilio. Que éste sea el primer año en que encabezaré la expedición cuando emprendamos el éxodo estival se debe a la lentitud con que ha madurado. Y la causa de esa lentitud ha sido, según tengo entendido, mi excesivo miedo. Al integrarnos en el mundo de nuestras hermanas así lo aprendemos, aprendemos que nuestros temores influyen en nuestras voces. —Se encaminó al agua, no la de la laguna sino a mar abierto. Se giró al darse cuenta de que su hermano no la seguía—. ¿No vas a venir? —lo urgió quejumbrosa, extendida la mano.
Todos sus instintos inducían a Keiris a rehusar, a no entrar en el agua con ella. Había, por otra parte, una melancolía en sus ojos, una nostalgia idéntica a la que lo había conmovido en las esculturas del palacio de Cabo Negro. Además, no había venido hasta aquí para herirla. Contra su voluntad, se reunió con ella en la orilla.
Empezaron a nadar, si bien no fueron más allá de donde rompían las plácidas olas. El sol matutino reverberaba en las sedosas ondulaciones del agua, aunque el muchacho distinguió en la lejanía unas delgadas volutas de humo negro que volaban hacia el cielo. ¿Era un mal presagio? Así se lo pareció, y cuando Ramiri se detuvo, la miró con desconfianza.
—Debes cerrar los ojos —le dijo su hermana—. Tiéndete boca arriba e imprégnate de mar. Luego escucha atentamente mi voz tal como suena, sola, sin las serpientes.
Desasosegado, Keiris se tumbó, flotando rígido, moviendo sólo sus pies para permanecer a flote.
—Relájate —le aconsejó Ramiri—, no te muevas. Has de echar la cabeza atrás y abandonar el cuerpo a la deriva. Las aguas se ocuparán del resto.
El joven, aún reticente, consintió que su gemela lo colocara en una postura más receptiva. Al poco rato estaba como ella quería, descansando sin esfuerzo en la superficie y recibiendo en sus entornados párpados el calor del sol.
—Voy a mandar a mis compañeras que se alejen. Veremos qué percibes.
Keiris escuchó, pero no oyó nada. Se esmeró en conservar los ojos bien cerrados. Disciplinó su mente. Expulsó cualquier pensamiento que pudiera interferirse. Y, a pesar de todo, no escuchó nada.
A menos que la voz de su hermana fuera aquel eco indistinto que le llegaba, un rumor atrapado y transportado por el viento. Suspendido en perfecta laxitud al albur de las aguas, dejó que su respiración disminuyera y, poco a poco, el eco se acercó y se hizo más claro.
Era, indudablemente, la voz que había oído la noche anterior, unas estrofas de plata tocadas por la vacilación y la inseguridad. Pero hoy su canto no traspasaba las aguas. Hoy él debía poner algo de su parte si pretendía escucharla.
Debía poner algo de su parte para fraguarse un camino en la canción de su gemela, para penetrar en su memoria.
Apareció su padre visto desde los ojos de una niña, de Ramiri, riendo al sol, pero ensombrecido su humor por una pena inenarrable. Era una pena en la que Keiris no había reparado y que Ramiri, al contrario, observaba cada vez que miraba a su progenitor. La observaba y su talante se enturbiaba.
Apareció la gente del grupo de su padre, acogedora y risueña, vista por la misma niña. Ella deseaba ser como ellos y cada día, al despertar, se repetía que no era diferente de los demás niños de su edad. Mas decirlo no bastaba para que fuera verdad. No podía evitar constatarlo cada día; cuando todos la miraban, su alegría era forzada. En la tierra y en el mar la vigilaban furtivamente, y la pequeña sabía que las cosas que pensaban de ella los distanciaba.
Y apareció el océano donde todos convivían con los picos de plata que bailaban en las aguas teñidas de luna, con los grandes peces voladores de fulgurantes escamas, con el mudable temperamento de las aguas o la no menor versatilidad del cielo que las reflejaba. Y apareció asimismo el sortilegio de las islas donde hacían una pausa a fin de reponerse, islas como Missa Hon, Vessa Ce, Terita, Useno Te, los escasos lugares adenyo que no habían desaparecido bajo las aguas. Lugares de leyenda, lugares de eventos fabulosos.
Una mañana, tras haber llegado a Boza Ce, una mujer envuelta en serpientes vivas, una mujer con unos ojos que eran la personificación de la oscuridad fundida en una faz de frágiles huesos, surgió de la marea, resuelta a sumergir a la acobardada niña en un mundo ignorado. Ramiri se dio la vuelta y extendió una mano suplicante. Había en sus labios una llamada de socorro, una llamada a su padre para que la retuviera, pero él tenía el semblante anegado en sombras, y la niña entendió que debía ir adonde la mujer la guiase. Así había ordenado mucho tiempo atrás su sangre, la sangre de la que quería renegar con tanto empeño.
La ansiedad que sintió mientras se dejaba llevar fue una fruslería comparada con la desesperación que la invadió más adelante, en las profundidades, al encontrarse con las hermanas de la antigua especie. Sondeó sus ojos, unos ojos que habían visto los abismos y el misterio del mar, y proclamó una y otra vez que ella no era como tales criaturas. No, rotundamente no. Ella era como su padre. Era como la madre a la que nunca había visto. Era como los otros niños que navegaban a lomos de los mamíferos, niños cuyos ojos sólo veían la claridad.
Pero ella sabía que se engañaba. Había examinado con frecuencia su rostro en el espejo de las tranquilas lagunas, y sabía qué delataba. Sabía que era un rostro de los tiempos remotos, un rostro de las profundidades.
Entonces, las serpientes marinas se acercaron, ondulando sus cuerpos, con sus ojos gélidos, hacia ella. La niña retrocedió cuando la primera restregó su cuerpo uniforme contra el brazo. Retrocedió y comprendió en el mismo momento que, aunque se reincorporara al grupo de su padre como él le había prometido que sucedería, una parte de ella jamás podría regresar. Ahora que estaba en el fondo, debía cumplir su destino. Debía permitir que los ofidios se le enroscaran. Y en aquél abrazo, ella encontraría a otra Ramiri, una Ramiri que no pertenecía a las tribus de las Mareas sino a una raza sólo murmurada, la de las hermanas de la antigua especie.
La antigua especie, sí, aquél fue el sentimiento que las culebreantes serpientes suscitaron en su interior. Intentó acallar las voces que elevaban sus hermanas. Intentó ahogar la voz ignota que se abría paso en su propia garganta. La había silenciado todos aquellos años, pero ahora había en ella algo que no podía ser negado por más tiempo. Los reptiles estrecharon su cerco. La tocaron, la acariciaron, reptaron sobre su tembloroso cuerpo. Y despertaron a la antigua especie, a las mujeres tristes. Instintivamente, cuando las serpientes la acariciaron por primera vez, supo el porqué de la tristeza de sus hermanas.
¡Eran tantas las razones! La extinción amenazaba a su especie. Celebraban sus asambleas en deprimente soledad. Los hiscapeis lanzaban sus llamadas angustiosas y plañideras, y quedaban muy pocas hermanas para aplacar sus muchas voces. Los hombres de las Mareas aseveraban que los hiscapeis hacían sus invocaciones sin otro objeto que cobrar presas. Y, a decir verdad, los mamíferos y personas que se dejaban atraer demasiado acababan siéndolo. Mas las hermanas sabían que había algo más. Sabían que llamaban con toda la angustia del ser solitario que necesita palpar vida, el ser hambriento que precisa alimentarse, el padre que ha de dar a su hijo un modo de subsistencia. Cuando ellas contestaban a su llamada, los hiscapeis enmudecían durante un tiempo, hasta que la migración de los pueblos de las Mareas se ponía a salvo y, al partir, los condenaban de nuevo a tan desoladora angustia.
Los condenaban a la angustia si lograban arrancarse de aquel lugar. Si no lo lograban, si flaqueaba su voluntad y se compadecían de aquellos entes llorosos, solos, destituidos, o si sus cuerpos desfallecían y no podían liberarse…
Keiris ya no podía seguir escuchando. Había serpientes en el agua. No las veía, pero notaba las silenciosas insinuaciones de sus cuerpos al agruparse. Ramiri las había despachado, pero ahora retornaban y su amalgama la ceñía de nuevo. Si se arrimaban a él, si tan sólo rozaban su piel…
¿Qué sucedería? ¿Qué desencadenarían, qué despertarían en sus entrañas? De repente, asfixiado, sin resuello, en un acceso de pánico, el joven se revolvió en el agua. El líquido salino penetró en él, colándose por su nariz y por su boca. Perdida la estabilidad, se hundió indefenso en el agua. En sus ojos, ahora abiertos como platos, se grabaron las imágenes de los sibilinos ofidios.
—¿Hermano?
Ramiri abandonó su cántico, acudió a su rescate y consiguió que volviera a flotar en la superficie. La consternación afilaba sus facciones.
Él la apartó de un manotazo y trató de huir, tosiendo e intentando recuperar el aliento.
—¡No! —bramó.
Si los ofidios que, fustigadores, se arracimaban en su entorno tocaban también su piel, si ella lo tocaba, ¿qué le ocurriría? Se debatió enloquecido para alejarse de su gemela. Sus piernas habían recobrado el recuerdo de cómo patalear y sus brazos cómo imponerse al empuje de las aguas. Entre gruñidos y jadeos, nadó con la fuerza del pavor hacia la negra arena.
Ramiri lo llamó y nadó tras él. Mientras el joven Keir salía a trompicones del agua, la muchacha emergió con una docena de serpientes envolviendo su cuerpo, retorciendo nerviosamente sus anillos. Keiris se dio la vuelta, miró el rostro de su hermana y vio que no había en él confusión, ni impaciencia, ni ira. Había dolor. Había, también, una súbita y terrible comprensión.
El muchacho se quedó unos instantes como un pasmarote, incapaz de hablar ni de moverse. Permaneció allí, frente a ella, viendo que Ramiri comprendía la naturaleza de su miedo: el miedo a que, de demorarse en el mar unos minutos más, se volvería como ella. El miedo a que si accedía a que los ofidios acariciaran su cuerpo y se ensortijaran en sus brazos, le sucedería lo mismo que a ella. Se convertiría en un algo que ni siquiera él podía entender.
¿En qué, en quién se convertiría? Lo ignoraba, pero estaba convencido de que nunca más sería él mismo.
—¡Por favor, escúchame! No quería lastimarte —gritó en silencio, descorazonado, deseando por un momento tener una segunda voz como la de Ramiri o como la de su padre, deseando transmitirle lo que sentía.
No había venido para herirla, no quería lastimar ni su cuerpo ni su espíritu. La víspera había desviado el rostro para ocultarle que su halo de «extrañeza» lo asustaba. Lo asustaba por lo que insinuaba en su propia sangre. Hoy desviaba sus palabras.
Por desgracia, el pánico lo había traicionado.
Deprisa, antes de que su gemela terminara de salir del mar, dio media vuelta y corrió por la playa, corrió en dirección inversa a la que había tomado horas antes. Corrió y corrió, con la esperanza de que ella no lo perseguiría.
No lo hizo. Solamente su voz silenciosa le dio alcance.
—Sé que no era tu intención lastimarme, hermano. Lo sé muy bien. Tampoco yo te traje hasta aquí para espantarte. Mi única finalidad era conoceros a ti y a nuestra madre. —Había lágrimas en sus sílabas de silencio.
Keiris detuvo su loca carrera, fulminado, con un acerado puño de terror estrujándole el corazón. Despacio, se dio la vuelta y miró a sus espaldas. Por un momento, se sintió desvalido, aturdido.
Le había respondido. Le había gritado su angustia y Ramiri había respondido. Los picos de plata habían acudido hasta él en los muelles de Hyosis. El gran blanco había acudido hasta él en el Santuario de las Aguas. Y ahora, su gemela había respondido al ruego que le había dirigido.
Si el puño de terror no aflojaba su garra, su corazón iba a estallar.
¿Terror? No, no era el terror lo que le cortaba la respiración, lo que lo estrangulaba, lo que lo empujaba de nuevo, dando traspiés y sin aliento, playa arriba. Era una seguridad, una seguridad arrolladora. La «extrañeza» estaba en él. Lo penetraba. Se infiltraba en su cuerpo. Lo poseía. Ya no podía negarlo.
Había llamado a Ramiri, y su hermana le había respondido.