11

Naturalmente, todo cambió al amanecer. Nirini volvía a ser una niña, no quedando de la mujer más que algunas miradas de soslayo en momentos muy particulares. El mar perdió su aura de paraje encantado, y los dos mamíferos fueron de nuevo dos simples animales, seres que emitían silbidos y chillidos mientras navegaban.

Sin embargo, Keiris retenía aún una parte de su euforia nocturna. Y, entremezclada con ella, había un venturoso olvido. Los secretos que había aprendido en la laguna, aquellos centenares, millares de secretos, no eran ya unas discretas partículas que flotaban en su mente, ahora vibraban brillantes y diferenciadas. Habían comenzado a fundirse entre ellas, y también con su propia memoria y experiencia. El joven intuyó que si no perturbaba aquel proceso hurgando en él, concretándolo, las destellantes motas del conocimiento se diluirían, convirtiéndose así en una parte de su matriz existencial. De hecho, muchas ya se habían escabullido en los estratos más escondidos de su cerebro. Se distribuían allí, no borradas sino a salvo, como bienes inalienables guardados en un arcón.

Había aprendido a nadar, no con agilidad, no sin una sombra de miedo todavía, mas podía deslizarse del lomo de Soshi y aguantar a flote todo el tiempo necesario. Lo hacía con tanta naturalidad, que casi parecía como si hubiera aprendido en la infancia y ahora sólo tuviera que recordar y practicar de nuevo.

El asunto no dejaba de confundirlo. Aceptaba lo demás: que había pasado una noche y un día completo sumergido, que había descubierto a una mujer en Nirini, que de alguna manera estaba engrosando su acervo con vivencias vertidas desde la memoria de su padre y desde la de Pehoshi. Otro mundo, mares moribundos y rugosos cuerpos resplandecientes que volaban contra un cielo humeante… Pero ¿quién le había enseñado a nadar? ¿Rudin, el gran blanco o aquellos seres cuyas memorias estaban encerradas en las de ellos? ¿Quién le había enseñado a relajarse en el agua? ¿Quién le había enseñado a deleitarse con el bienestar que en ella sentía?

Nadó con Nirini y con su padre, repitiéndose estas preguntas. Nadó y cabalgó con Nirini y con su padre durante una jornada, durante dos, viajando en dirección este y de vez en cuando hacia el norte. A medida que se sucedían las horas, que se hacía más subyugante la intensidad hipnótica de los rayos del sol, el joven Keir, abstraído, se repetía aquellas preguntas y otras más. Se preguntaba por dónde entraron los hombres y los mamíferos primitivos en los océanos del mundo, si el lugar estaba próximo o alejado de donde se encontraban. Se preguntaba qué sintieron las dos especies al entablar el primer parlamento silencioso. ¿Placer, o quizás aprensión frente a la repentina hermandad que se les imponía? Se preguntaba si podría oír la voz de Nirini, aunque fuera débil, si escuchaba atentamente. Se preguntaba si Soshi tenía asimismo una voz, si la tenía Kasha. Y, en el breve intervalo en el que se había imaginado que él, Keiris, cantaba, ¿había oído Rudin su balada? ¿O era su voz tan imperceptible como la de Nirini?

Esas últimas preguntas entrañaban peligro, lo sabía, puesto que más allá de ellas había otras, otras preguntas para las que no estaba preparado.

Así pues, no ahondó en ellas. Avanzó con su padre y con la muchacha, apretadas las rodillas contra los flancos de Soshi en los tramos de mar bravío, arrojándose desde la grupa en las aguas tranquilas, permitiendo en todo momento que aquel proceso de semiolvido siguiera su curso sin interferencias.

Vieron muchas cosas en los dos días que se prolongó la travesía. Vieron peces que se elevaban desde las profundidades y trazaban arco iris en el aire. Vieron picos de plata que se desplazaban sin jinetes, retozando en las olas, brincando y zambulléndose en nutridas y felices manadas. Vieron un gris solitario, y el joven oyó sus cánticos cuando pasó por su lado. Vieron un lugar donde crecían altos tallos enraizados en el lecho marino, tallos que alcanzaban una considerable altura y que coronaban unos penachos similares a la flor del algodón. Vieron cuencas oceánicas, y vieron una cumbre de lava negra que apenas rompía la lisa superficie.

—¿Es esto el Cinturón de Fuego? —indagó el muchacho tras dejar atrás el pico emergente.

Se anunciaba el crepúsculo de la segunda jornada, y supuso, ante la súbita mudanza en la actitud de su padre, que tenían algo cerca: el grupo del que se habían separado, tierra o una nueva variación en su recorrido. Habían alterado el curso unos minutos antes, poco después de que su padre arrugara la frente y oteara el horizonte con aparente y distante desasosiego.

—Estamos en su confín —dijo Rudin—. No nos adentraremos en el área más activa hasta que concluya la asamblea, cuando emprendamos la migración estival.

Examinó unos instantes a Keiris, muy concentrado, como si fuera a añadir algo, pero no prosiguió.

—¿Viajáis cada año a esa región? —insistió el muchacho ante el silencio de su padre.

El peso de su mirada lo desconcertaba así como su expresión ceñuda. Rudin parecía estar al acecho mientras conversaban. ¿Qué era lo que lo absorbía? El hombre asintió de manera imprevista y, escudriñando todavía a su hijo, explicó:

—Todas las tribus la cruzan en primavera camino de las generosas tierras del norte.

Las generosas tierras: peñascos de hielo albo y azulado surgiendo de las aguas. Escarpadas montañas adentrándose hacia el mar, no conos de fuego, sino montañas de otra índole, montañas formadas como si un fragmento de la propia tierra se hubiera estirado y hubiera cedido hasta salir de las aguas. Limpios ríos del deshielo precipitándose desde las abruptas caras rocosas. Bancales de alimento, ricos en sustancias para todo tipo de mamíferos. El vistoso contraste de los cielos soleados, diáfanos, sobre las brisas gélidas que despedía el océano.

Keiris conocía las tierras generosas. Sus imágenes aparecían claras y definidas en los recovecos de su mente.

Y comprobó, perplejo, que conocía también el Cinturón de Fuego. Lo conocía lo suficiente como para sentir el brusco aguijonazo del terror cuando las primeras visiones almacenadas saltaron al plano frontal de su mente: rocas que estallaban, piedras que volaban por los aires y se desintegraban en las alturas, un cielo ennegrecido por las cenizas, cintas llameantes que corrían hacia las aguas en las socarradas laderas… Se esfumaron del talante del joven los últimos y perseverantes restos de su euforia nocturna. ¿Se habían implantado aquellos horrores de fuego en su cerebro mientras estaba en la laguna? No había tomado conciencia de ellos hasta ahora mismo. ¿Era posible que el proceso de almacenar retazos de experiencia se hubiera iniciado aun antes del Sueño Marino? ¿Se habían refugiado las imágenes más espantosas en el sustrato de su mente sin que él lo supiera, sin que sospechara siquiera de su existencia?

¿O acaso las había sepultado él, protegiéndose de un modo instintivo?

Sin embargo, una vez que fulguraron y se extinguieron las pálidas imágenes, pudo constatar que no eran ellas las únicas responsables de su terror, y su consternación aumentó. Había algo detrás, algo que había empezado a cruzar las fronteras de su ser consciente. Sacudió la cabeza y se agarró con energía al dorso de Soshi, tratando de averiguar qué era lo que oía. Porque se trataba de una voz, una voz comparable a los primeros síntomas del dolor, queda, ominosa, intensificándose rápidamente.

Para asombro del muchacho, su cabalgadura se puso a temblar. Él mismo dio un respingo, todavía más atónito, al ver que Nirini se aferraba a Kasha y pegaba su cuerpo al del mamífero. Alarmado, en un acto reflejo, se dio la vuelta.

—Padre…

Rudin le lanzó una mirada ceñuda y se deslizó repentinamente por el lomo de Pehoshi. Salió a la superficie junto a Soshi y de nuevo se subió al animal, rodeando con un brazo su cuerpo curvado.

—¿La has oído? —le preguntó—. Keir, la has oído, ¿verdad?

El muchacho tenía la boca reseca. La voz se aproximaba. Ahora estaba dentro de su cabeza, vibraba como si danzara a un ritmo enloquecido.

—He oído algo —admitió en un susurro, encogiéndose como si tratara de huir de la penetrante mirada de su padre—. Ignoro qué es…

¡Hiscapei! —siseó Nirini, acercándose a lomos de Kasha. Agarró a Rudin por un hombro y lo zarandeó—. ¡Hiscapei! —insistió. En sus pupilas podía leerse un miedo infinito.

Rudin le habló unos instantes y le dio unas palmadas en la mano para tranquilizarla. Luego, fijó de nuevo sus ojos en Keiris.

—Rechaza esa voz —le ordenó, entornando los ojos—. Ingéniate algún medio para no escucharla. Si lo haces, si la escuchas…

—¿Si la escucho…? —inquirió el joven.

¿Qué pasaría si la escuchaba? Además, ¿cómo podía acallar aquel sonido? ¿Cómo iba a hacer oídos sordos si no le llegaba a través de sistema auditivo, sino por la ramificada filigrana del sistema nervioso?

Lo cierto era que, haciendo un esfuerzo de concentración, descartando todo lo que no fuera la dichosa voz, podía seguir su ruta de una fibra a otra. Podía…

Soltó un grito, un aullido que cortó el hilo de sus disquisiciones, al estamparle violentamente su padre su rotunda manaza en la mejilla.

—Keir, no la escuches. Ya hemos virado hacia otro curso. Estaremos fuera de su radio en sólo unos minutos.

El muchacho se acarició la dolorida mandíbula donde había recibido el bofetón.

—¿E-es peligrosa?

Era aquélla una pregunta irreflexiva, pero sus pensamientos fluían entorpecidos, embotados, como si le hubieran inyectado un veneno paralizador. El hiscapei era la voz que oía en su interior. Era el dolor que surcaba velozmente los conductos de su sistema nervioso. Y ciertamente entrañaba peligro.

Un peligro que lo llamaba desde los abismos del océano. Un peligro que había destruido a los imprudentes y a los incautos. Un peligro… Keiris vislumbró con aquella memoria ajena a un pico de plata debatiéndose contra algo que no lograba discernir, y más adelante, sin apenas transición, un cuerpo pálido atenazado en un nido de ondulantes brazos blancos.

¿Qué significaba? Y, si era la voz de los profundos peligros de la canción de Pehoshi, ¿por qué la oía él? Él no era un hijo híbrido de las Mareas, él no estaba tocado por la «extrañeza».

¿Y si era cierto? Volvió a sacudir la cabeza, ahora violentamente, y consultó a su padre con una mirada de total indefensión.

—Es peligrosa —contestó Rudin—, pero la dejaremos atrás. La verdad es que ya la estamos dejando. ¿Por qué no haces esto? —propuso y, uniendo la acción a la palabra, hincó las uñas en la carne del brazo de su hijo hasta crear un cerco blanquecino—. Si no te sirve, haz rechinar tus dientes. Y cuenta. Cuenta en voz alta y hacia atrás. Levanta cualquier barrera. Debería haberte avisado, debería haberlo previsto.

¿De qué debería haberlo avisado, qué fue lo que no había previsto? ¿Tal vez que, al abrir Keiris su mente a Rudin y a Pehoshi, daría vía libre a alguien más? A alguien con una voz punzante, alguien que lo llamaba…

Quizás existían razones para que nunca antes hubiera prestado oídos al mar, ni tampoco a la voz de su madre. Quizás existían razones a las que él había atendido inconscientemente.

Y, por otra parte, ¿adónde lo llamaba aquella voz punzante, aquel lamento? Cerró los ojos y, durante unos breves segundos, permitió que el progresivo dolor se apoderara de él. Obtuvo su respuesta de inmediato. La voz le ordenaba bajar.

Era así de sencillo. Ni siquiera tenía que meditarlo, tan sólo tenía que acudir. Tenía que descender. ¿Cómo no iba a ir allí donde lo llamaban?

Su padre aún lo sujetaba por el brazo, arañándolo sin miramientos, pero el sufrimiento era mínimo. Las sendas nerviosas que deberían haberle informado del dolor estaban ya sobrecargadas. Inspirando profundamente, el joven Keir se desembarazó de su garra.

—Puedo hacerlo —afirmó.

Antes de que su padre adivinara sus intenciones, se inclinó y se dejó caer por el costado de Soshi hasta sumergirse aguas adentro, aguas abajo.

Tuvo un instante de vacilación al cerrarse el mar sobre su cabeza. El hiscapei lo atraía hacia las honduras, mas ¿qué era un hiscapei? ¿Qué forma tenía? ¿Cuál era su naturaleza? ¿Qué quería de él? No era ésta, sin embargo, ocasión de cuestionarse unos enigmas para los que, hoy por hoy, carecía de soluciones. La voz punzante penetraba sus células transformada en una migraña, en una pertinaz y angustiosa agonía. Se había enseñoreado completamente de él. El muchacho movió las piernas según había aprendido misteriosamente la antevíspera, y salió despedido como una saeta hacia el universo de la penumbra, dejando tras de sí la superficie bañada por el sol.

Unos peces grandes, parsimoniosos, fueron a su encuentro, golpeándolo con sus hocicos inquisitivos. Las algas y las hierbas extendieron sus tentáculos para aprisionarlo. Alguien removió las aguas: una criatura de perfil alargado y escamas relampagueantes. Keiris la evitó. El hiscapei estaba en algún lugar del fondo, debajo de él, quizás oculto en la arena, quizá mimetizado con la vegetación, quizá…

El tiempo había comenzado a deslizarse como las figuras de un engañoso caleidoscopio. Aunque a él le parecía que llevaba unos cortos momentos buceando, se hallaba ya inmerso en el frío mundo de las sombras. Desorientado, sin pensar, inhaló.

Al darse cuenta de su error, tuvo un tremendo susto. Pero el agua salada discurrió con suavidad, llenando sus pulmones como si fuera aire. No notó ninguna quemazón. Confuso aún, Keiris se preguntó por qué no se había percatado antes de que, además de aire, también podía respirar agua.

Quizá le ocurría como con lo de saber nadar: algo que había aprendido en un pasado remoto y había olvidado.

En suspenso en el agua, aspiró por segunda vez el líquido elemento, y una tercera vez, tratando de averiguar qué más había olvidado, qué otras cosas misteriosas o fantásticas. Mas no había tiempo para detenerse. El hiscapei lo llamaba. Lo llamaba…

¿Desde dónde?

De súbito —¿sucedió en realidad tan abruptamente o actuó de nuevo el caleidoscopio del tiempo, replegándose sobre sí mismo?— algo había cambiado. Sus ojos no podían ver.

El pánico se apoderó de él por unos instantes. Brevemente, sí, pronto se dio cuenta de que reinaba en el agua una densa negrura. ¿Qué había esperado ver?

Estaba, además de a oscuras, inmovilizado.

Le costó más reconocer esta situación. Flexionaba y tensaba las piernas, o así se le antojó. Batía los pies y las manos. No obstante, por mucho que se esforzara, le era imposible moverse. Simplemente estaba colgado allí, en la nada, amortajado por las tinieblas y el silencio, como si el agua se hubiera cristalizado y lo hubiera aprisionado.

Divisó una figura clara delante de él, y el agotamiento, la pesadez del agua en sus pulmones, el frío que lo agarrotaba… se desvanecieron. Se desvanecieron porque había algo frente al muchacho, algo que le hacía señales con sus brazos de tersa blancura, algo que lo llamaba.

Keiris estiró sus manos para palparlo, unas manos ansiosas, frenéticas, que no encontraron más que el vacío del agua.

Su primera reacción fue de estupor. Luego cedió a la impaciencia. La pálida criatura, la criatura que lo llamaba, no estaba tan cercana como parecía. Keiris tenía que alcanzarla. Dio unos puntapiés en las heladas aguas, batallando impotente para impulsarse y posar las yemas de sus dedos sobre aquella forma ondulante que apenas había atisbado. Sabía, por la excitación que recorría sus nervios, que era imperativo que aquel espectro se apoderase de él.

Se apoderase de él… ¿Por qué? ¿Con qué fin? Lo ignoraba. Obstinado, extendió otra vez la mano. Y, otra vez, no apresó más que agua.

Desechó el tercer intento. Había otra forma blanca ante él, el rostro de su padre. Había otros brazos níveos, también de Rudin. Forcejearon con él y lo atenazaron. Antes de que acertase a reaccionar, antes de ofrecer resistencia, el muchacho sintió que tiraban de su persona hacia arriba.

La alarma cundió en sus inutilizados miembros. Su padre lo estaba arrancando de los dominios del hechicero espectro. Lo estaba arrancando casi de sus brazos, y aquel ser bramaba para recuperarlo. Keiris trató de deshacerse del aferramiento de Rudin, de escapar, mas el agua había corroído sus fuerzas. Su lucha no fue sino una sucesión de débiles convulsiones, que pronto lo sumieron en el imperio de la oscuridad.

Era una oscuridad con dolor, una oscuridad con una voz vociferante, una oscuridad, en fin, que lo reclamaba tendiéndole unos brazos blancos, sinuosos como zarcillos… o como tentáculos.

Un rato después, la voz se desvaneció y el joven poco a poco fue percibiendo otras sensaciones. Oyó los acentos familiares de su padre y de Nirini. Notó el contacto de sus manos. Notó asimismo que soplaban aire en sus empapados pulmones, y un cuerpo resistente bajo la espalda. Unos espasmos de tos y vómitos lo sacudieron dejándole un amargo sabor en la boca y la garganta irritada. Una fatigosa bocanada de aire le lastimó el pecho, la primera inspiración desde que se había zambullido en el océano.

Luego, hubo más cosas. Movimiento. El paso del tiempo. La tímida tibieza del sol en su ocaso. El frío de la noche. Y dolor en su pecho, en la garganta, dentro de sus párpados. Todo eso hubo.

Y hubo tierra, no bajo sus pies sino bajo los de su padre, los de Evin que lo transportaba en volandas a tierra.

Evin y Talani lo colocaron en un blando colchón de hierba seca y lo cubrieron con mantas, tan gruesas que no logró apartarlas. Intentó rodar sobre sí mismo y huir. Intentó protestar. No pudo. A decir verdad, ni siquiera pudo abrir los ojos para ver quién se sentaba a su cabecera en las horas siguientes, velándolo mientras se debatía entre una febril vigilia y el aplastante sopor.

Tuvo sueños turbulentos, siniestros.

Llegó el alba. Tras un tembloroso despertar, el enfermo distinguió el rostro de Talani. La muchacha miraba, cabizbaja, la arena, con las facciones contraídas por la pesadumbre. A pesar de su debilidad, el joven Keir asomó una mano bajo el cobertor y le rozó el brazo desnudo.

Ella se sobresaltó, volviendo hacia el muchacho unas pupilas encendidas. Estaba, a todas luces, asustada.

—Talani… —susurró Keiris. No quería que su amiga se espantara o afligiera. Quería que sonriera, que estallara en risas, que le hablara en aquel tono festivo que conjuraría el frío, la tiniebla que se había adherido a él en el fondo del mar—. Talani, Nirini…

La joven hilvanó una pregunta en su idioma, a la par que clavaba en él unos ojos interrogadores. Luego, se levantó de un brinco y echó a correr.

Atontado, Keiris se sentó y miró cómo se alejaba. Una tristeza desoladora lo inundó como una marea insólita, desconocida. Desprevenido como estaba, flaqueó frente a una sensación tan atroz, un ataque que suscitaba en él emociones desbocadas. Las lágrimas contenidas le escocían los ojos y le ardían en la garganta. ¿Y todo porque Talani lo había dejado? ¿Porque se había incorporado de un salto y se había ido? ¿O lo que lo atormentaba era el sentido de haber perdido algo que había recordado en las hondas aguas, del mismo modo que se había producido su euforia en las lagunas hacía unas pocas noches?

Le pareció que era esto último.

Por un inexplicable reflejo, se acordó de la rermadken de piedra que admiró en Cabo Negro. Había melancolía en aquella estatua, en sus primorosamente esculpidos rasgos, y había creído que era el fruto de los sentimientos del artista, sentimientos que le había inspirado el tema elegido o la insatisfacción de su propio trabajo. ¿Y si en realidad aquella melancolía emanaba de la rermadken misma? ¿Y si era algo que cercaba a su especie, que viajaba hacia ellos desde las simas marinas cuando confluían las lunas y los hiscapeis punzaban? ¿Y si era una carga que debían soportar cada vez que descendían con objeto de aplacar a los hiscapeis?

Pero ¿qué sabía él de unos y de otros, de hiscapeis y de rermadkens? ¿Qué sabía de lo que sucedía entre ellos en las profundidades oceánicas al coincidir los astros? Aguas tenebrosas, blancos miembros flotando, órganos delicados que había que separar con sumo cuidado si se pretendía silenciar la voz. Y un trémulo cuerpo enclaustrado en una trama de hojas, de hambrientos tentáculos succionadores y de filamentos que estrechaban su abrazo

Tuvo un escalofrío, aterrorizado por las imágenes que se agolpaban, que burbujeaban sin trabas en su cerebro. No las entendía ni deseaba albergarlas. Le daban náuseas, lo amedrentaban. En un gesto desmañado, hizo a un lado las mantas y se enderezó. Se tambaleó, inseguro, y temió que las piernas no lo aguantasen. Era imperativo que venciera a la inercia. Era imperativo que andara, que corriera, que nadara. Era imperativo, en suma, que erigiera un muro de actividad entre su persona y la evocación de aquellos brazos níveos, porque si no…

¿Qué acontecería si no lo hacía? ¿Lo ahogaría su inmensa tristeza? ¿Lo embrujaría el hiscapei para que regresase al mar? ¿Con qué insospechado propósito? ¿Obedecería él?

Hizo una pausa y echó una mirada distraída al agua, enfrascado en sus pensamientos. Tal fue el motivo de que se estremeciera al posarse una mano en su hombro.

—Veo que estás despierto. ¿Cómo te encuentras?

Keiris se giró, y retrocedió ante la fuerza con que los ojos casi cerrados de su padre escarbaban en su interior.

—Cuéntame lo que ha sucedido —exigió en tono áspero, casi brutal. Las cejas de Evin se juntaron en un marcado frunce y añadió—: ¿No lo sabes?

—¿Saberlo? El causante fue eso que Nirini llama hiscapei, fue el peligro abismal de la canción de Pehoshi. Oí su voz, pero no comprendo nada. No comprendo por qué había de llamarme a mí, ni qué es lo que se propone. No comprendo qué es.

Había recopilado imágenes e impresiones de la balada del mamífero blanco, pero le daban miedo y, receloso, se había negado a examinarlas. Si su padre quisiera interponer palabras entre él y aquellas imágenes, palabras secas y descarnadas…

El muchacho sufrió un nuevo estremecimiento al recordar lo que había experimentado tras emerger de la laguna, aquella ebullición de puntos luminosos desparramados en su mente. También debían de anidar puntos de tinieblas en otros recovecos, allí donde jamás los había habido. Únicamente los descubriría adentrándose en los rincones donde proyectaban sus sombras.

Evin hizo un exagerado encogimiento de hombros.

—¿Qué es el hiscapei? Es una forma de vida que arraiga en recónditos surcos del suelo del océano. Los lechos más poblados se hallan en el Cinturón de Fuego. De vez en cuando, un individuo aislado echa sus raíces más al sur. Has preguntado asimismo qué buscaba el que te sedujo. Estamos en la estación en que los seres, animales o vegetales, se reproducen. Los padres han de cazar presas con las que alimentar a sus retoños. Presintió nuestra presencia, y nos llamó.

—Entonces, me buscaba a mí… ¡para saciar su apetito!

—Del mismo modo que ha hecho con muchos de nuestra especie y con los mamíferos. Y no creas que ha respetado a las otras razas.

—Si no hubiera ido con vosotros a las lagunas volcánicas…

—Es probable que no lo hubieras escuchado —terminó Evin la frase—, o bien que su influencia en ti hubiese sido menor. Habrías percibido poco más que Nirini o que los animales.

El joven Keir rememoró, con ademán adusto, los temblores de Soshi al penetrarla la traicionera voz, rememoró cómo se había defendido Nirini agarrándose al lomo de Kasha.

—Ellos lo oyeron también —insistió.

—Sí, lo oyeron, pero no tuvieron más que una ligera inquietud, una desazón insustancial. Debes tener presente que la invocación era imprecisa, Keiris, imprecisa y distante.

El muchacho se pasó tímidamente la punta de la lengua por los labios, convencido de que su padre le ocultaba algo. Convencido de que esperaba de él alguna reacción antes de proseguir.

—Si tan imprecisa era —dijo por fin—, si venía de tan lejos, ¿por qué la oí con perfecta nitidez?

Evin volvió a encogerse de hombros.

—Cuando apareciste en mi vida, eras incapaz de escuchar. Había, no obstante, un potencial aletargado en tus entrañas, un potencial que se activó al guiarte hasta las lagunas y que, ahora que ha despertado, resulta ser mayor de lo que ninguno de nosotros pensábamos. La sangre de antaño circula por tus venas. Eso, naturalmente, lo supe desde el principio. Hoy sé además que es más poderosa de lo que suponía.

—¿La sangre de antaño?

—Keir, en su día te puse al corriente de que soy un medidor. Igual que los mamíferos superiores, que los grandes blancos y los grandes grises oyen con más agudeza que sus hermanos inferiores, un medidor tiene las facultades auditivas mejor desarrolladas que los otros humanos. Es una cualidad de la sangre, una cualidad ancestral. Casi todos los miembros de las tribus la poseen en uno u otro grado. Los adenyos la han heredado también, aunque muy pocos sean conscientes de ello. El hecho de que se aguzara tanto tu oído en la primera inmersión…

De nuevo ardía el pavor en la garganta de Keiris. Meneó la cabeza, como si no quisiera oír lo que se disponía a decir su padre. No quería saber por qué era un medidor. No quería saber qué sangre le confería esta cualidad, qué sangre le había permitido acceder a la canción y el don de escuchar lo que estaba prohibido a los otros mortales. Porque él llevaba la misma sangre, y era evidente que eso era lo que su padre trataba de decirle. La llevaba en sus venas y en unas proporciones mayores de lo que Evin había supuesto. Y esa sangre…

«Se hizo, en el mar, el descubrimiento de una gran “extrañeza”: una “extrañeza” de aspecto casi humano. Una “extrañeza” que se mezcló primero con las personas y luego se desvinculó de ellas, dejando tras de sí a unos híbridos que perpetuaron en sus genes tal “extrañeza”».

Keiris no quería revivir su Sueño Marino, ahora no, y menos con lo que ahora sabía. La «extrañeza» lo circundaba ya en el mundo real, en el mar. Pero no estaba maduro para certificarla en sí mismo. La perspectiva lo llenaba de pánico.

¿Qué importancia podía tener, además, su finísimo oído si carecía de una voz que lo complementara? Rígido su cuerpo, clavó los ojos en lontananza, más allá de las quietas aguas.

—Ni siquiera me has dicho dónde estamos —improvisó.

Tenía que derivar la conversación hacia otro tema, cualquiera mientras no fuera el de los dones de un medidor y el origen de éstos. Además, no había visto la dirección que habían tomado durante la noche. Lo único que sabía era que estaban en un islote, un pico negruzco en cuyas vertientes crecían árboles dispersos, festonado por un anillo de gruesa arena gris. Alguien había construido una cabaña algo más allá de donde alcanzaban las mareas. Observó unos rudimentarios utensilios y algunos víveres colgados de las paredes de paja.

—Esto es Tira dal Tey.

—¿Se celebra aquí la asamblea?

—No, para eso tendremos que desplazarnos hasta Missa Hon, a un día de camino, hacia el este.

—¿Cuándo empieza?

—La mayor parte de la gente de nuestro grupo debe de haber llegado ya. Si te sientes lo bastante restablecido para viajar hoy mismo…

—Me siento de maravilla —espetó Keiris. «Con una “extrañeza” de aspecto casi humano», recordó.

¿Cómo lo había expresado su madre? Que en ocasiones tenía miedo de que el mar la destituyera de su humanidad, que la metamorfoseara en otro ser, en una criatura de las leyendas isleñas. El joven se presionó las sienes con dedos temblorosos. Una vez lo había acosado el temor de que la tierra se agrietara y se volviera líquida bajo sus pies. Lo que había sucedido era mucho peor: la tierra no había cambiado sino él.

Tras refrenar unos intensos espasmos, reparó en que su padre y Nirini —no, en secano era Talani— lo observaban en silencio. Frunció el entrecejo, asaltado por la duda:

—¿Y mi hermana, se encuentra ya en la asamblea?

—Ramiri arribará a Missa Hon esta noche. Lo mismo que nosotros, si es que nos ponemos en camino ahora mismo.

—Partamos pues.

Independientemente de que le apeteciera o no en aquellos momentos, de que la «extrañeza» primara sobre todo lo demás, tenía que conocer a su gemela. No podía volverse atrás. Y, en cualquier caso, ¿qué ganaría demorándose?

Cabalgó brioso durante la larga jornada. Espoleó a Soshi, hundió las rodillas en sus flancos, la urgió de mil maneras y, siempre que no le satisfacía el resultado, se tiraba al agua y nadaba. Nadaba con potentes brazadas para castigar al mar, para autocastigarse. Tan pronto como el dolor le impedía continuar, se encaramaba al dorso de Soshi y volvía a hostigarla.

Fue una bendición que el sol, aunque tórrido, atravesara veloz la bóveda celeste. Fue una bendición que Nirini no riera ni lo invitara a jugar, y que su padre no despegara los labios, conformándose con espiarle atento, con el gesto adusto. Fue una bendición que Soshi no se rebelara ante su desconsiderado trato.

Fue una bendición que todas las islas que bordearon guardaron reposo entre las aguas. No escupían humo. No escupían lava. Ninguna ola inflada por las mareas arrastró a los viajeros en su seno.

La amargura de Keiris le venía de dentro. Había ido a las lagunas para introducirse en el mundo de su hermana. En cambio, lo que había conseguido era sacrificar la seguridad y la solidez del suyo. Las hierbas marinas le habían insuflado su hálito místico, y se había introducido en un conocimiento que no quería, en unos secretos que repelía, en una «extrañeza de corte casi humano».

Una singular dureza revistió, después del mediodía, la luz solar. El astro fulguró como un metal candente en el ocaso, tiñendo el agua de colores fundidos y desvirtuados. Keiris, Rudin y Nirini avanzaron en tal triste paisaje, un paisaje plomizo que al muchacho le pesaba hasta en la superficie de su cuerpo.

Se puso el sol y las lunas iniciaron su ceremonioso ascenso, engarzados sus rostros, plata sobre plata, insinuándose Systris por detrás de Vukirid, más tenue. Las Mareas Mortíferas entraban en su apogeo. En Hyosis, el práctico de los muelles habría dado ya la orden de que los pesqueros fueran empujados senda arriba, a salvo del embate de las enfurecidas aguas. En Kasoldys, la tierra debía ya estar hundiéndose, el oleaje debía ya haber irrumpido en los pasillos palaciegos. En las angosturas, seguramente, todos los huesos del cuello de la serpiente estaban a buen seguro ya sumergidos.

Aquí, por el contrario, el océano no parecía haber sufrido ninguna alteración.

Sin embargo, al mirar en su derredor, Keiris vio unas perceptibles alteraciones en Nirini, en Rudin y en los mamíferos. En las postreras horas diurnas, el sol había brillado con fuerza sobre ellos. Su aspecto denotó entonces tensión y fatiga. Ahora, las lunas los vestían con un traje plateado. Soshi y Kasha tenían los hocicos ensanchados en una perenne sonrisa, y Pehoshi se movía aureolado por una dignidad de gigante. A su pesar, el joven sintió en sus articulaciones el zumbido de la canción del gran blanco. Se sumaba a ella la tonada de su padre, rebosante de etéreas imágenes e impresiones. Para colmo de desventuras, el claro de luna sombreaba benignamente el rostro de Nirini mujer, y ella reía con los ojos siempre que prendía sus pupilas de las de Keiris.

Más tarde, el muchacho no recordaría qué percibió antes, si las antorchas de Missa Hon o la tercera voz silenciosa que se mezcló con las de Rudin y Pehoshi. Quizás ambas cosas aparecieron a la vez.

Sea como fuere, en un instante determinado, incendiaron el horizonte un centenar de llamas y al mismo tiempo el joven se aferró a la aleta de su cabalgadura, cuando una voz, con dulce penetración, se abrió paso en su cabeza. Cantaba la balada de una mujer, o de una niña. No podía asegurarlo bien, pero estaba seguro de que no procedía de un hombre. Cantaba en sílabas argénteas, si bien había en ellas algo lóbrego, como si la penumbra se cerniera sobre sus notas. Transportaba el cántico imágenes e impresiones, en este caso débiles y fugaces. Las emociones que también transportaba eran más claras: expectación y duda, incertidumbre y, en lo más profundo, un sentimiento sin nombre.

Dirigió la mirada hacia su padre, que se estaba deslizando por el resbaladizo costado de Pehoshi para meterse en el mar. Reapareció junto al muchacho unos segundos después. El joven Keir se humedeció los cuarteados labios.

—Mi hermana —musitó. No necesitaba que nadie le aclarase que la tercera voz, la que se había unido a la de Rudin y el mamífero, era la de Ramiri.

—Sí, tu hermana. ¿Quieres nadar conmigo para reunirte con ella?

Keiris aspiró titubeante, recordando a su hermana tal como la había vislumbrado unas noches atrás en la canción de su padre: como una vaga silueta, de extremidades menudas y pelo ensortijado. La «extrañeza»… Su corazón se desbocó, como solía hacerlo en las pruebas decisivas. Tal vez se había equivocado en sus aprensiones, tal vez había ajustado de forma incorrecta las piezas del rompecabezas.

—Debo ir —aseveró, no a Rudin sino a sí mismo.

Debía conocer a Ramiri, aunque luego se arrepintiera de haber acometido su búsqueda. Aunque lamentara haber averiguado que había nacido y que existía. Aunque le horrorizara ver su rostro. Amelyor la había descrito como una niña enfermiza, mencionó anomalías, mientras que su padre, por dos veces, había estado a punto de confesarle algo y, contemplando el agua ensimismado, había renunciado a ello.

Quizás estaba en un error y sólo eran impresiones suyas.

—Entonces, ven —dijo la voz de Rudin.

Por la serenidad de sus palabras, Keiris supuso que su padre había advertido su reticencia. Permaneció unos segundos más asido al dorso de Soshi. Al fin, liberó un suspiro y se deslizó en el agua.

Estaba tibia. Las antorchas de Missa Hon brillaron con más intensidad en las retinas del muchacho, mas todas se apagaron en cuanto siguió a su padre al universo submarino.

Pronto encontraron a Ramiri en aquel lugar, custodiada por innumerables serpientes marinas. Los cuerpos de los ofidios, delgados látigos vivientes, se enroscaban incansables en las plateadas aguas. Sus ojos eran encarnados y ardían con un fuego, paradójicamente, glacial. Ramiri, una frágil figura, fluctuaba en el centro de aquella retorcida maraña, flotando su cabello en etéreos tirabuzones. Tenía la frente ancha y curvada, los ojos separados, grandes, como dos pozos de negrura enmarcados en la lividez de su piel. Su nariz respingona presentaba unas fosas diminutas, pero muy redondas. Sus labios, en lugar de un arco, formaban un círculo un poco aplanado.

Estaba suspendida en el agua, por debajo de la superficie, y había dejado de cantar. Paseó una mirada indecisa, cauta, tímida, entre su padre y Keiris. El muchacho se dio cuenta de que su zozobra se debía a él, que se sentía insegura ante su actitud. Se dio cuenta de que esperaba verlo sorprendido o atemorizado. Pero no estaba sorprendido. Su hermana era tal como la había visualizado, tal como había intuido, sin quererlo aceptar, aquella tarde, cuando empezó a desentrañar los misterios que le habían sido revelados en la laguna…, cuando empezó a desentrañar tantos misterios desagradables.

Cuando descubrió por qué tan portentoso don para escuchar aguardaba la hora de avivarse dentro de él, sin que hubiera adivinado su existencia en toda su vida pasada. O por qué había oído tan claramente al hiscapei, cuando su padre había dicho que su voz era imprecisa y distante. Por qué su progenitor había abandonado Hyosis, infringiendo el derecho de Amelyor sobre Ramiri, y se había llevado a su hija para criarla en el mar. Cuando descubrió, en definitiva, qué sangre había sido instilada en todos ellos: en su padre, en su hermana y en él mismo, una sangre que contenía su propia acuosa «extrañeza».

Y comprendía algo más: el motivo de que unos minutos antes tuviera la sensación de enfrentarse a una prueba. Contempló a Ramiri suspendida ante él, circunspecta por cómo iba a aceptarla, y se dio cuenta de que la prueba consistía en saludarla sin amilanarse ni retroceder.

Despacio, con deliberación, exhaló todo su aire y una columna de burbujas de plata se elevó hacia la atmósfera. Acto seguido, el joven Keir avanzó unos metros y tomó aquella mano que, tímidamente, le ofrecía su hermana. Era helada al tacto, tanto como el agua del océano, como el agua que juzgó tibia hacía un momento. Sin embargo, la tomó y la sostuvo mientras las serpientes se enroscaban en derredor de ambos, enrojeciendo las aguas los rubíes fosforescentes de sus ojos.