10

Cuando al fin se durmió, Keiris tuvo sueños, pero hasta que acudió a la cita no advirtió que habían sido proféticos. Soñó que, la tarde señalada, el sol se ponía tan pesadamente que parecía aplastarse sobre el horizonte. Soñó que el astro inyectaba de color los mudables matices del mar, y que en el instante en que se deslizaba detrás de las aguas, el cielo retumbaba, surcado por relámpagos que, como lenguas serpenteantes, partían en mil direcciones de un distante banco nuboso. Soñó que Talani maduraba en aquella extraña luminosidad, que se transformaba en una niña-mujer de mirada risueña, de carnes tibias y que se apretujaban contra él. Soñó que, al juntarse sus cuerpos, Fhira-na se sacudía sobre sus cimientos de un modo salvaje, avisándole que ofendería a la tierra si permitía que una adolescente lo hechizara.

Soñó que las lunas se elevaban, como dos amantes de plata prestos a fundirse en uno solo, y que la gente cambiaba sus abigarradas telas por pieles de lagarto y desaparecía en el mar. Soñó que él acompañaba a la tribu montado en la grupa de Soshi, y que cuando apremiaba al mamífero y lo espoleaba, cuando se adelantaba para llamar a su padre —cabalgando en el gigantesco blanco— vociferando su nombre, Evin no volvía sus ojos. Inclinaba su cuerpo, ajeno a todo, sobre las esplendorosas carnes de su animal, él, un extraño, atento sólo al reclamo del océano.

Ocurrió en la realidad casi como en sus sueños. El sol declinó entre espléndidas irisaciones, Talani rió vivaracha y apretó sus cálidos muslos y sus brazos contra él, salieron las lunas, y los hijos de las Mareas se alejaron de la isla a lomos de los mamíferos, con Keiris en la comitiva. Y cuando localizó a su padre y lo llamó, alguien se dio la vuelta… pero era un desconocido.

El desencanto fue pasajero, pues su padre y Talani estaban a su lado, burlándose de él, y la muchacha se inclinó para propinarle unos golpes en la muñeca mientras lo amonestaba:

—Rudin, Keiris. Nirini ca Rudin.

—Recuerda que en el mar soy Rudin —corroboró su progenitor entre jocosas risas. Aunque el gran blanco nadaba con más de la mitad del cuerpo sumergido, el hombre descollaba sobre Nirini, y también sobre el mismo Keiris, sentados en cabalgaduras de menor tamaño—. Éste es Pehoshi, mi corcel lunar, mi mejor amigo oceánico, mi maestro y creador de canciones que pronto escucharás, canciones que viajan muy lejos y a gran profundidad. Allí donde vaya, siempre me transporta Pehoshi. —Rudin acarició la inmensa criatura. Dirigió acto seguido unas frases a Nirini en su lengua nativa, gesticulando hacia los viajeros que los precedían.

Lo que dijo no fue del agrado de la muchacha. Adoptó ésta mil muecas de protesta y meneó la cabeza, mientras discutía con insistencia. Se giró entonces hacia el joven Keir, atrapó su muñeca y le habló acaloradamente.

—No comprendo —declaró él con impotencia. Se tocó los labios, las orejas, y levantó las manos en una perfecta mímica—. No comprendo lo que dices.

Lo que sí comprendió fue la expresión dolida de los ojos de la muchacha cuando reanudó sus quejas, ahora más pausada, y mirándolos de hito en hito ora a su padre, ora a él. Era la viva estampa de la frustración. Keiris clavó la vista en Rudin, solicitando una aclaración.

—Le he informado de que tú y yo vamos a las lagunas, por lo que debe reunirse con los demás. Está persuadida de que, si no hubiera fracasado como amiga de tierra, la invitaríamos en nuestra expedición.

—¿Fracasado? No ha fracasado en nada —repuso Keiris, atónito.

En todo caso, si en algo había fallado era en su excesivo celo por trabar amistad. Había estado a su lado todos los momentos del día, charlando, riendo, manoseándolo, mientras le mostraba sus parajes predilectos, le daba a probar los alimentos más exóticos y le enseñaba sus juegos favoritos. Él había tratado de escabullirse en varias ocasiones, mas la chica lo había agarrado cada vez por el brazo, reteniéndolo y apresurándose a llamar su atención sobre algo nuevo y apasionante.

—Si cree que ha fallado —tradujo su padre— es porque fue a arrancar la tercera flor en diversas ocasiones, cuatro en total, y tú siempre se lo prohibiste.

El joven Keir, hallando la situación embarazosa, eludió la mirada divertida de Rudin. Dio unas palmaditas en la aleta dorsal de Soshi y paseó los dedos por su cicatriz.

—Intente explicarle mis motivos.

Lo había hecho con torpeza, recurriendo a los gestos, señalando hacia las pandillas de niños que jugaban en el rompiente. Y más torpes aún habían sido los dibujos que esbozó en la arena.

—La pobre infeliz se pregunta por qué te repugna tanto tener descendencia con ella. Supone que la desdeñas porque eres hijo de medidores, dotados de buenas voces para el mar, mientras que la suya es débil.

Keiris suspiró. Nirini había malinterpretado sus razones.

—Si quisieras decirle de mi parte que es demasiado joven…

No era necesario que su padre volviera a recalcarle la opinión de Nirini sobre tal argumento. Aquella tarde la muchacha le había hecho reparar en diversas parejas, de edades rayanas en la pubertad, que se esfumaban sonrientes entre los árboles. Si le pedía a Rudin que expusiera a la muchacha su punto de vista, a saber, que la había rechazado porque sus familias no habían sido presentadas ni se habían intercambiado genealogías, ella se reafirmaría en las conclusiones que acababa de manifestar. Si le contaba que un matrimonio había de durar algo más que un corto intervalo, que no iba a engendrar hijos para luego abandonarlos, si le contaba…

Hundió la cabeza en el pecho. Lo cierto era que, fuera cual fuese su justificación, ella la tergiversaría y la tomaría como un insulto.

—¿Podemos llevarla con nosotros a las lagunas? —inquirió Keiris.

—Podemos —respondió su padre.

—Si viniera, ¿quedaría yo comprometido? ¿Hay algo que ignoro y debo saber?

Rudin encogió levemente los hombros.

—Nirini concebiría mayores esperanzas si la próxima vez le permitieras colocarte la tercera flor. Mas en algunas cosas no tiene otro remedio que adaptarse a ti, ¿no te parece?, igual que tú te has hecho con su manera de ser.

Era, en efecto, lo justo.

—¿Te importa, pues, decirle…?

—Puedes hacerlo tú mismo, ¿no?

Sí, podía. El joven Keir miró a la muchacha, estirando la mano para asir su muñeca como solía hacer ella.

—Ven con nosotros. —Ignoraba las palabras de su lengua, pero estaba seguro de que Nirini comprendería su invitación.

La muchacha lo obligó a reiterar dos veces el ofrecimiento. Iluminadas sus pupilas por un centelleo de satisfacción, se volcó hacia adelante y silbó a su mamífero. La criatura salió disparada como si la impulsara un resorte y dio una serie de brincos, de prodigiosas piruetas alternadas con zambullidas, mientras su jinete se aferraba a su dorso. En la cima de cada arco que dibujaba, Nirini soltaba una risotada y hacía a Keiris señal de imitarla. Innumerables gotas de agua, diáfanas perlas, llovían de su brazo alzado.

—¿Por qué no juegas con ella un rato? —lo animó su padre—. Quilin se ocupa de las mediciones. Podemos retrasarnos.

—¿Quilin? —Esta vez, el joven no hubo de indagar: Nestrin de Tierra era Quilin en el mar—. Padre, atiende…

—Más tarde —atajó el hombre—. Hay algo ahí abajo que Pehoshi encuentra apetitoso. Si nos separamos, ponte a la escucha.

Antes de que Keiris pudiera preguntar de nuevo, Rudin y su animal se sumergieron, dejando la superficie en calma, intacta.

Desconcertado, el joven Keir titubeó. Unos segundos después, emitió un silbido junto a la cabeza de Soshi y ésta saltó en pos de su compañero que conducía a Nirini.

Viajaron juntos en el claro de luna, dejando que sus mamíferos cabriolasen y se alimentaran a placer. Soshi y Kasha, la montura de Nirini, se siseaban y chillaban en mutuas muestras de amistad. Pehoshi desplazaba su macizo cuerpo en un silencio que casi podía cortarse, fantasmal su blanco volumen bajo los rayos lunares. Arrastraba a Rudin al fondo una y otra vez, pero emergía a menudo, con su jinete agarrado a cuestas y exhalando ruidosos resoplidos. En otras incursiones, su padre salía a flote delante del coloso, solo, y daba unas brazadas cerca de los mamíferos menores.

Había espacio para dos en la grupa de Soshi, mas el hombre se rió de Keiris al sugerirle éste que montase mientras el blanco cenaba. Sin insistir, el muchacho permaneció muy tieso en su asiento, aprisionando la aleta de su hembra, hasta que el corcel lunar regresó y su padre se instaló de nuevo sobre él. Trató de no elucubrar acerca de qué entes acechaban en las opacas aguas, qué entes podían fijar sus ojos amarillos en Rudin y ver en él una presa fácil.

Navegaron hasta que las lunas rebasaron el cenit e iniciaron el declive. El carro de las estrellas rodaba sin cesar sobre sus cabezas, y Keiris, aislado en sus pensamientos preñados de misterio, oyó las notas apenas insinuadas de la canción de su padre. Creyó oír también una tonada en respuesta a aquélla, si bien la voz que la entonaba era tan grave, tan singularmente resonante, que lo asaltó la duda. Más que un cántico en el mar, le parecía que escuchaba unos sonidos discordantes que sacudían sus profundidades. Le parecía que tales sonidos vibraban en su estómago, en su pecho, en las articulaciones de los huesos de sus caderas, de sus hombros, y de sus muslos.

Nirini se ladeó para atenazar su muñeca y lo abordó con una de sus excitadas chácharas, a la par que asentía en dirección al mar, frente a ellos. Pehoshi desapareció bajo la superficie y, al regresar instantes más tarde, expulsó por su orificio un chorro de vapor. Tanto Rudin como la muchacha descabalgaron, al unísono, de sus mamíferos. Keiris observó expectante los ademanes que le hacían desde el agua.

—¿Qué ocurre?

—Las lagunas están a escasa distancia. Los animales no nos llevarán más lejos, nunca nadan donde crece la hierba del sueño.

¿Hierba del sueño? ¿Y esperaban que se tirase al mar con ellos? El muchacho se lamió las comisuras, y apuntó:

—Yo tampoco lo haré, porque no sé nadar.

—Nosotros te ayudaremos. El anillo de las lagunas no está lejos. Vamos, deslízate, yo te sostendré por los brazos y no me moveré de tu lado. Iremos de espaldas, lo único que has de hacer es ponerte boca arriba y mover los pies.

El joven Keir vaciló. Había algo en el tono de su padre, algo acuciante y a la vez ausente que no lograba definir, y Nirini evolucionaba impaciente a su alrededor, formando círculos de espuma. Sus ojos refulgían de ansiedad. El joven se mordió el labio y soltó su asidero en el lomo de Soshi.

La muchacha se situó rauda en su proximidad, dándole palmaditas cariñosas en el brazo y sujetándolo por una muñeca para darle confianza. Rudin pasó sus manos bajo las axilas de Keiris y éste se encontró sin saber cómo acostado de espaldas aupado sobre el cuerpo de su padre y flotando suavemente hacia su destino.

—Relaja los brazos y las piernas. Estás demasiado rígido. —Las palabras de su padre querían tranquilizarlo, pero de nuevo subyacía en su voz un apremio distante.

El joven se esforzó en obedecer. Era cierto que sus piernas estaban anquilosadas; en cuanto a las manos, las tenía muy abiertas, dispuestas para aferrarse a las aguas si Rudin dejaba de sostenerlo. Atento a sus órdenes, movió los pies en su primer intento de chapoteo, mas el movimiento alteró su equilibrio, y desistió. Mientras era remolcado, creyó sentir criaturas vivas, criaturas que rozaban su cuerpo y le producían cosquilleos en las extremidades. Intentó sacar los pies del agua, pero se hundieron sus caderas y forcejeó asustado.

—Ya falta poco —lo tranquilizó su padre.

Durante toda la travesía, Nirini se mantuvo muy cerca, braceando con envidiable agilidad y prodigándole arrullos, como si fuera un niño desvalido.

Avergonzado, y también aliviado, Keiris bajó los pies cuando Rudin lo soltó y le anunció:

—Hemos llegado, aquí hay rocas. Sube conmigo y elige una laguna.

El muchacho se irguió y, tanteando el firme, emprendió tras su padre la escalada de una baja pared de roca que se proyectaba sobre el océano. Ya en la cúspide, tomó aliento y admiró, sorprendido, el panorama. Varios anillos de piedra negra sobresalían del mar, unos cráteres que se habían llenado de aguas mansas y brillaban en la noche como espejos de plata. Algunos sólo tenían unos pasos de anchura, otros eran más grandes. Keiris no pudo contarlos todos, pero calculó que había unos cuarenta o cincuenta, todos perfectamente circulares y muy juntos.

Estupefacto, consultó a Rudin con la mirada. Se le ocurrían al menos una docena de preguntas. ¿Cómo se habían formado? ¿Cuánto tiempo llevaban allí? ¿Por qué los mamíferos rehusaban acercarse? ¿Iban a introducirse en aquellas aguas quietas? No obstante, algo en la postura de su padre, algo en el brillo ausente de sus pupilas, algo que no difería de la anterior perturbación de su voz, le advertía de que no obtendría contestaciones.

—¿Qué hemos de hacer ahora? —se contentó con preguntar, sonrojándose por la nota anhelante que él mismo detectó en sus palabras.

Rudin deliberó con Nirini en su idioma, y se volvió hacia su hijo.

—Nirini ha visitado ya este paraje. Fíjate bien en ella.

El joven Keir asintió y vio cómo la muchacha correteaba con desenvoltura por los rocosos bordes para, al cabo de unos minutos, seleccionar una pequeña laguna. Se desprendió de su atuendo de pieles de lagarto, no sin dedicar al muchacho una pícara sonrisa de complicidad, y se lanzó limpiamente a las plateadas aguas, rompiendo su superficie en mil resplandores. Keiris contuvo el aliento. Dócil, fascinado, siguió a su padre entre los puntiagudos cantos de las rocas hasta detenerse frente al remanso en el que había desaparecido la muchacha.

Nirini volvió a salir lentamente, de espaldas, como si la densidad del agua la sostuviera, y con los brazos y las piernas muy separados. Echó la cabeza atrás, y su cabellera se desparramó, mientas el agua le rozaba la frente. Sus ojos estaban cerrados, y su rostro expresaba tal arrobamiento que Keiris se estremeció.

Se puso tenso al percatarse de que unos zarcillos verdes se elevaban del fondo y se enroscaban, reptantes y sinuosos, en derredor de los miembros extendidos de la muchacha, mientras otros más gruesos se encaramaban a su abdomen desnudo y enlazaban su pecho. Keiris se volvió hacia Rudin, convencido de que encontraría signos de alarma en su rostro.

—Padre…, Rudin…

El hombre sonrió, ausente.

—Lo único que has de hacer es meterte en la laguna. La hierba se encargará del resto.

—Pero ¿qué…?

Nuevos apéndices se ensortijaban en un apretado abrazo sobre toda la figura de Nirini: unos en el cuello, otros más finos serpenteaban por su cara. El instinto aconsejaba a Keiris que uno de ellos dos debía zambullirse en la laguna para rescatarla, que uno de ellos debía desembarazarla de aquellos lazos estranguladores. Pero su padre asistía a la escena impasible, inmóvil, y en su semblante se apreciaba más el deseo que la alarma.

—Padre, no seré capaz —confesó el joven con voz insegura—. Rudin…

Se interrumpió. De repente le resultaba difícil aplicar un nombre al extranjero que se erguía a su lado, viendo cómo aquellos zarcillos verdosos apresaban a Nirini, sin acudir en su defensa.

El hombre se volvió hacia él con la luz de las lunas remansadas en sus ojos.

—No hay nada que temer, Keir. La hierba respirará por ti cuando te lleve al fondo. Y yo te adentraré en la canción de Pehoshi. Tu cometido sólo consistirá en escuchar mi voz.

El muchacho lo miró anonadado. ¿Que la hierba respiraría por él? ¿Que lo arrastraría hasta el fondo? Sacudió con vehemencia la cabeza.

—Padre… Pero Rudin parecía no darse cuenta de su miedo. Descompuesto, Keiris volvió a concentrar su atención en la laguna.

El rostro de Nirini no tenía ya una expresión discernible. Estaba infestado de verdes volutas, y el muchacho vio con horror que algunas de ellas se introducían en sus fosas nasales o se abrían camino entre las comisuras de su boca. Y vio, con redoblado horror, que el vegetal se doblaba sobre sí mismo y se llevaba a Nirini bajo el agua. Su cuerpo pronto no fue más que una mancha blanca que se perdía hacia las profundidades. Luego fue un pálido destello, y poco después, nada quedaba de ella.

Y las facciones de su padre no expresaban más que aquel anhelo, aquel deseo que lo abstraía de todo. Se giró hacia Keiris con una sonrisa vacía, carente de todo significado, y le urgió a decidirse.

—¿Qué laguna prefieres?

El muchacho tenía un nudo en la garganta y no pudo articular una respuesta.

—Escoge cualquiera. Hoy somos sólo tres, no hay que compartirlas.

—Padre…

—¿Quieres que me adelante yo?

—¡No!

El joven Keir tardó una fracción de segundo en calibrar los dos terrores que lo atosigaban: el terror de aventurarse en el agua y dejar que pasara lo que tuviera que pasar, y el terror de presenciar cómo Rudin era tragado igual que Nirini, envuelto en un manto de zarcillos que se introducirían en su nariz y en su boca, dejándolo solo sobre un promontorio de roca, en medio del mar.

—Iré yo —aseguró. Las manos le temblaban incontrolablemente.

El hombre asintió, sin salir de su ensimismamiento. Los rayos de las lunas convertían sus ojos en inmóviles espejos.

—Entonces, cualquiera servirá.

No pareció observar cuánto rato tardaba Keiris en decidirse por una laguna. No pareció observar con qué falta de flexibilidad, fruto de un pavor, rodeaba su irregular borde. No pareció observar su lentitud al despojarse de sus ajustadas ropas de piel de lagarto ni sus tanteos antes de introducirse en el agua. Rudin se había como petrificado: era un centinela ciego, enhiesto y alerta, pero ciego.

El muchacho entró en el líquido elemento tembloroso, mareado y con náuseas. Sintió el primer contacto en los tobillos y las pantorrillas mientras avanzaba con sumo cuidado hacia el centro. El agua alcanzó sus muslos, los costados, el talle…

Y, súbitamente, se quedó sin una base en la que apoyarse. Dio un último y cauteloso paso al frente, y no tocó fondo. No había ya rocas bajo sus pies. No había agarraderos, sólo el agua y aquella hierba que lo acariciaba con ternura.

Vaciló y, puesto que no tenía otra alternativa, contuvo su aliento, encogió las piernas y se inclinó sobre las aguas.

No sucedió como había esperado. Se hundió unos instantes, cerrándose las aguas sobre su espalda y sus hombros. Mas una fuerza delicada, agradable, hizo girar su cuerpo que regresó flotando a la superficie. Era como si decenas de manos dúctiles, no humanas, empujaran sus miembros, su torso, su cabeza y los sostuvieran. Era como si los dedos de aquellas manos lo mimasen y acunaran, acariciando su desnudez con aterciopelada dulzura. El agua era cálida, los movedizos dedos también. Allí donde lo tocaban, Keiris notaba que su piel empezaba a despedir una tibieza especial, acogedora. Asombrado por su propia reacción, se fundió en aquel líquido que poco antes consideraba hostil, dejando mecer su cabeza, arqueando su cuerpo para mejor recibir las caricias de aquellos dedos en el vientre, el pecho, el cuello y la barbilla.

Los herbáceos dedos se paseaban por las zonas más sensibles de su cuerpo y le producían placer. Su piel empezó a estremecerse en mil lugares, al principio superficialmente y más tarde en las zonas más ocultas, intocadas hasta entonces. Toda su piel se inflamaba y vibraba con aquel placer, como si se hubiera convertido en un órgano autónomo, doliente en su propia sensibilidad. Tales sensaciones le recordaron algunos de los sueños que solía tener en las primeras semanas de primavera, sueños de goces que no osaba describir. Cerró los ojos y dejó que el aire afluyera a sus pulmones, olvidando dónde estaba, olvidando asimismo su pánico de los primeros instantes. Las lunas penetraron sus párpados y derramaron en su interior una fugitiva luminosidad.

Casi no se dio cuenta de que los zarcillos se labraban un camino en sus vías nasales. Casi no se dio cuenta de que presionaban los extremos de sus labios y culebreaban hacia su garganta. Mas, al poco tiempo, suspendido en las aguas e inmerso en ensoñaciones placenteras, sí se dio cuenta de que su pecho ya no se agitaba con su respiración, que el aire ya no susurraba en sus pulmones.

«La hierba respirará por ti cuando te lleve al fondo».

De pronto, ansiaba con toda el alma abandonarse a aquellas manos de terciopelo. Ansiaba bucear en ellas, bucear en placeres ignotos, averiguar qué había más allá.

Abrió los ojos y divisó las lunas que, nítidas en el cielo, guardaban su plateada vigilia. Luego se desfiguraron, se atenuaron, y Keiris supo que se había cumplido su deseo. Los zarcillos verdes lo arrastraban al mundo submarino.

No empezó a soñar inmediatamente. Hubo un lapso en el que se meció en las aguas, consciente de las corrientes que enturbiaban su calma, de las brisas ocasionales que rizaban la superficie, del cansino tránsito de las lunas. Mientras estaba así, en suspenso, su ser palpitaba y vibraba al ritmo de inefables emociones. La sangre fluía cálida y espesa. Notaba su riqueza escarlata en las paredes internas de sus venas. En sus retinas se grababa, abriera o cerrase los ojos, vivos colores.

También así, en suspenso, se preguntó qué originaba todo aquello. Se preguntó qué embriagadoras sustancias insuflaban los zarcillos en sus entrañas. Se preguntó qué clase de ebriedad acuosa y extraña era aquélla. Quería proponer brindis festivos, como un pescador que se hubiera excedido con la cerveza. Quería estallar en atronadoras risotadas y verter lágrimas de dicha. Quería cantar en voz alta, para que todos lo oyeran.

Durante unos minutos, creyó que lo hacía. Creyó que cantaba, no bulliciosamente como había pensado instantes atrás, sino con una voz extraterrenal. Cantó una canción que le pertenecía sólo a él, una balada gozosa, plena de sol, de fértiles huertas que enmarcaban un palacio asentado sobre un risco encima del mar. Su canción traía caras nethlors de viejos conocidos, y una mesa repleta de fuentes de concha, y una hermana que reía y se balanceaba, agarrándose a un cabo, sobre el océano.

Una hermana que se balanceaba…

Una hermana…

Entonces aparecieron los primeros sueños, los sueños de otra hermana. Ésta no se balanceaba de una cuerda sobre el mar, ésta nadaba. Surcaba las nebulosas aguas, era una oscura silueta con una larga cabellera, pero, pese a sus muchos esfuerzos, Keiris no lograba traspasar la oscuridad de las aguas. No podía convocar a los rayos solares para verla como él quería. Sabía que se trataba de Ramiri, y sin embargo no le estaba permitido ver la forma de su frente, ni la intensidad de su mirada, ni la anchura de sus pómulos. Era eso, una oscura silueta que se desenvolvía lánguidamente en un mar de opacidad, rodeada de hierbas ondulantes.

¿Eran de verdad hierbas? El joven se agitó, de repente nervioso, e intentó distinguir los detalles. Pero el letargo y el bienestar volvieron a adueñarse de su voluntad, y observó desde los limbos cómo la hermana de sus sueños se movía en las profundidades.

La sombra no cantaba mientras nadaba o, si lo hacía, la tonada no llegaba hasta él. Y lo lamentaba, porque, de oírla, habría descubierto qué ocupaba su mente. Ya había visualizado los pensamientos de su padre, sus recuerdos, al escuchar su canción: arenas blancas, fondos verdes, mujeres danzarinas con el cabello esparcido sobre sus hombros

Lo sacudió de nuevo el desasosiego. Abrió los ojos y miró por unos momentos hacia la superficie de la laguna sobre su cabeza. Las lunas se habían puesto —¿cuándo?, ¿cuánto tiempo había permanecido en aquel sopor?— y no había luz, sólo una gris penumbra. No discernía el límite donde se encontraban el agua y el aire. Ignoraba a qué profundidad se encontraba.

Reprimiendo un escalofrío, evocó la promesa de su padre. Rudin lo guiaría si él estaba a la escucha.

Ya era hora de estarlo. Cerró, instintivamente, los ojos y dejó laxas sus extremidades, al albur de los protectores zarcillos. El calor y los acariciantes deleites volvieron a invadirlo sin hacerse esperar. Revolotearon brillantes colores dentro de sus párpados. Y finalmente oyó la balada de su padre, sutil, diáfana, serena. Sin tener que esforzarse, como si sólo una delgadísima membrana separara la canción de la memoria, Keiris pasó de una a otra, adentrándose en el cerebro de Rudin.

Una noche, un muchacho nadaba lejos de la costa buscando algo indefinible; un colosal mamífero blanco asomaba en el agua y arrojaba su surtidor de vapor; el muchacho, mudo de estupor, sentía en la faz y los hombros la rociada, una rociada que era su bautismo, una invitación o la inexorable llamada de los hados; dudaba, pero viraba hacia la criatura esperando, ahora temeroso, que en cualquier instante el ejemplar se sumergiera y regresase a sus dominios; el enorme animal aguardaba, y seguía aguardando mientras él describía inquisidores círculos en su derredor, aguardando mientras palpaba su resplandeciente cuerpo con dedos tímidos, aguardando mientras trepaba a su lomo por vez primera; y el muchacho se sentaba muy alto encima del blanco, sabedor de que le otorgaban un gran honor, sabedor de que aquél era su corcel lunar, venido para transportarlo donde quiera que fuese.

Sin embargo, no todo se terminaba en tales remembranzas. Había más. Había una segunda membrana y, aunque ofrecía resistencia, el joven Keir presionó, la traspasó y se internó en otra memoria mucho más profunda. Se internó en la memoria del gran blanco que honró a su padre siendo un muchacho y todavía hoy lo hacía, venerando a aquel humano que era su más leal amigo y compañero.

Se internó en una memoria tan ancestral, de un pasado tan remoto, que una densa neblina la arropaba; en una memoria hecha de mil celdas donde se almacenaban los recuerdos en unas formas sensoriales tan ajenas, tan extrañas, que Keiris no estaba seguro de comprenderlas; en una memoria que, de todas maneras, sondeó y exploró, precavido, al comienzo, tanteando el terreno, mas luego se abandonó a ella.

Una memoria…

Érase un lugar lejano, tanto en el tiempo como en el espacio. Entre los hombres recibía el nombre de Urt. Entre los mamíferos su apelativo era otro.

Érase un cielo que sólo albergaba a una luna, una luna pequeña y blanquecina.

Érase un mar que humeaba y bullía con mil ponzoñas. En otro tiempo, aquel mar había sido distinto. Había sido un hogar estimado.

Ya no lo era. Vivían en él, o en su vecindad, dos especies —la humana y la de los mamíferos acuáticos— que, tras siglos de ignorancia y pillajes, a duras penas habían aprendido a interrelacionarse, a hablarse.

Conversaban torpemente, a menudo dudando incluso de entender lo que se decían.

De algo no dudaban, sin embargo. No dudaban de su anhelo común por un hogar igual al que antes habían gozado, un hogar limpio y acogedor.

La urgencia, la necesidad, la angustia, eran compartidas por los más prudentes de ambas razas, aquellos que valoraban lo que se había perdido sin remisión.

De pronto, un relumbrante y rugoso cuerpo de plata arremetió contra las centelleantes estrellas, ascendió como una flecha más allá de la minúscula luna, desafiando la inmensa oscuridad.

Érase otro mar, un mar impoluto.

Centenares de criaturas, hombres y animales, se regodeaban en las aguas entre danzas y fiestas, con jubilosa algarabía, mientras que en aislados rincones terrestres, otros pueblos, los humanos que habían elegido disociarse del océano, celebraban a su vez la fundación de sus nuevos hogares.

Más tarde, se hizo en el mar el descubrimiento de una gran «extrañeza»: una «extrañeza» inesperada, una «extrañeza» cuyo cuerpo era casi humano.

Aquella «extrañeza» vino a establecerse temporalmente entre las personas que habitaban los mares. Las dos especies se mezclaron y luego se separaron, dejando tras ellas a unos seres híbridos que perpetuaron en sus genes parcelas de la «extrañeza» originaria.

Dejaron tras ellas, sí, a unos seres híbridos, a unos seres que oían unas voces que nunca antes habían oído. Unos seres híbridos que podían oír lo que sus amigos los mamíferos les comunicaban, sin las trabas del lenguaje tan laboriosamente urdido por ambas especies.

Unos seres híbridos que escuchaban también el peligro, las llamadas de las profundidades del océano y que removían sus más acerbos temores.

A tales llamadas, la humanidad había permanecido sorda hasta entonces, hasta que en ellos se mezcló la «extrañeza».

Años.

Centurias.

Eras…

El tiempo transcurrió. Humanos y mamíferos se apropiaron del nuevo mar, haciéndolo suyo. Los animales hallaron sus propias voces, algunas indistintas, flojas; otras cavernosas y de largo alcance. Lo extraño regresaba esporádicamente y se hacía menos extraño, pero lo peligroso no desapareció. Se agazapaba en determinadas zonas vitales del océano y, atrayéndolas con su llamada, segó la vida de muchas criaturas, aquellas que no fueron lo bastante sensatas o lo bastante cautas.

Segó la vida de muchas criaturas cuya sangre híbrida las hacía vulnerables a su llamada.

Hubo trasiegos. Hubo migraciones. Se crearon grandes rutas de una cuenca marina a otra.

Más años.

Más centurias.

Más eras…

Se produjeron cambios, innumerables cambios. Las gentes y los mamíferos iban y venían en masivas oleadas. Surgían fuegos, chorros ígneos, del mar. La tierra se elevaba y desaparecía. Aquellos seres considerados extraños llegaron a ser tan familiares, que fueron llorados cuando su número empezó a disminuir. Fueron invitados a incorporarse a las otras comunidades, y se multiplicaron allí, lentamente, mientras esas comunidades procreaban mucho más aprisa. Las dos herencias volvieron a entrecruzarse, y nadaron en las aguas vástagos pertenecientes a la vez a ambas especies y a ninguna.

Pero persistió el peligro abismal, empeñado en mandar sus llamadas, en lanzar sus ondas capaces de imantar cualquier mente sensible, en…

Keiris se agitó. ¿Brillaba ya la luz diurna? ¿Vislumbraba verdaderamente el disco del sol encima de las translúcidas aguas, o aquel fulgor formaba parte del sueño, de su sondeo? Ambas canciones, la de su padre y la otra, la más profunda, continuaron resonando, guiándolo hacia lugares que jamás había visitado ni aun a través de su imaginación: lugares profundos, lugares apartados, lugares donde alimentarse, donde engendrar, donde nacer, donde reunirse y cantar a coro, donde decirse adiós, donde morir —solo o acompañado—, lugares incluso donde sumirse en la locura.

El joven Keir fue a todos esos lugares. Los visitó todos, los conoció, o al menos así se lo pareció. Mientras los veía, mientras los conocía, se maravillaba de cómo tan infinita variedad de remembranzas e impresiones podían aglomerarse en la balada de un mamífero marino. Se maravillaba, asimismo, de que una amplia parte de su asombro se tradujera en imágenes que él podía entender, y no obstante se mantuviera extraña. Extraña y cautivadora.

Otras remembranzas, otras impresiones no se transformaban tan fácilmente. Sus colores, su contenido, se mantenían enigmáticos e inquietantes, su significado abstruso.

Las lunas volvieron a lucir en el cielo, y las hierbas lo elevaron, suave y amorosamente, a la superficie. Acostado, pestañeando y confuso sobre el colchón del agua, el joven Keir se preguntó en una suerte de embriaguez por qué el placer no aplicaba ya sus dedos de terciopelo a su cuerpo. Se preguntó por qué había de luchar para tomar aliento, cuando poco antes le era dado de un modo espontáneo. Se preguntó cómo podía haber pasado una noche y un día en inmersión sin experimentar un ápice de miedo.

Yació un rato más sostenido por los zarcillos. Luego, con sumo cuidado, sus pies buscaron el fondo y se encaminó hacia el borde de la laguna. Salió del agua jadeante, sintiendo las piernas quebradizas, y hubo de sentarse en las rocas. No había rastro de Nirini ni de su padre. Tuvo unos segundos de pánico.

Fueron eso, unos segundos. Al darse la vuelta, descubrió que se encontraba en un mar de luz. La reposada superficie de cada una de las lagunas atrapaba y reflejaba las dos lunas. Su luz se descomponía en un millar de radiantes pinceladas a su alrededor, y el resplandor más difuso de las estrellas se dispersaba en otras mil. Se quedó quieto, deslumbrado y encandilado, llena de luces también su cabeza.

Había por todas partes señales de un nuevo conocimiento. Había destellos de comprensión en centenares de sitios, allí donde antes sólo existían tinieblas. Había empatías que él habría tardado una vida entera en desarrollar. Había recuerdos que ni un millón de hombres y mamíferos juntos habrían acumulado. Y todos, curiosamente, le pertenecían ahora.

Algunos los entendía perfectamente. Otros, por el contrario, se limitaban a flotar dentro de él, tan ajenos en espíritu y en materia que se insinuaban más allá de su conciencia.

Aún bajo los efectos de su deslumbramiento, a tientas, encontró sus ropas de piel de lagarto donde las había dejado la noche anterior. Se las ciñó distraído, y se dio la vuelta sin ni siquiera sobresaltarse al notar un ligero rozamiento en el hombro.

Nirini había emergido de su laguna. Estaba ante él, desnuda en el claro de luna, mirándolo, y Keiris vio enseguida que era verdad lo que la muchacha se había esforzado en hacerle comprender: que ya no era una niña. Se ofrecía a sus ojos una mujer, menuda, joven y animada por unas energías desinhibidas y risueñas, pero una mujer. Y sabía las mismas cosas que él. Su mente rebosaba las mismas remembranzas intemporales, atesoraba la misma canción. Su piel había ardido y estremecido bajo los mismos dedos aterciopelados. La hierba había insuflado en ella el mismo extraño éxtasis que en él.

Pervivían vestigios de aquel éxtasis. Algo palpitaba en la garganta de Nirini. ¿O, de pie en la orilla pedregosa, su nombre era Talani? No importaba. Fuera quien fuese, el pulso de Keiris se acrecentó hasta igualar el ritmo de los latidos del cuello de la muchacha.

Empezaron a hablar los dos al unísono, él en su lengua, ella en la suya. Empezaron a tocarse, y por primera vez no fue ella la única que apretó su cuerpo contra el suyo ofreciéndole su calor. La joven echó la cabeza hacia atrás y rió de buen grado al curvarse Keiris para espiar las lunas reflejadas en sus iris. Fue él quien expuso luego los ojos a la luz plateada, y ella la que se asomó, muy seria. Recorrieron enlazados las márgenes rocosas de las lagunas, y se bañaron en el mismo mar. Ya en el agua, a Keiris no le fue difícil aprender lo que Nirini quería enseñarle.

Más tarde, mecido por el último y perdurable efecto del éxtasis, se percató de que también había aprendido a nadar.