Durmió, y la canción voló hasta él desde las honduras de un sueño. No era una tonada sencilla. No la componían notas de libre fluir, ni tampoco melodías repetitivas. Era enrevesada pero de sutil estructura, era a un tiempo como las relucientes rocas y los oscuros musgos, como las sombras y la luz, y el mar brumoso. Entrañaba también otras imágenes, otras impresiones. Entrañaba colores, aromas, y la evanescente insinuación de sabores desconocidos. Entrañaba visiones de cielos encapotados, el regusto penetrante de la sal seca sobre la piel, la vivacidad del sol ecuatorial. Todas estas impresiones, y más aún, fluctuaban en la frontera del conocimiento de Keiris, mientras la canción se desplegaba, coqueteando con él, burlándose de él, eludiendo su zarpa cada vez que intentaba capturarlas, degustarlas.
Fue el carácter evasivo de aquella melodía lo que acabó por despertarlo. Arenas blancas, verdes profundidades, mujeres danzarinas con el cabello ondulado cayendo sobre los hombros… Su mente ensoñadora luchaba por aprehender aquellas escenas huidizas, los espejismos, luchaba tan denodadamente que al fin ya no soñaba, sino que estaba de nuevo en la realidad. Sus ojos, abiertos como platos, contemplaron el techo de la cabaña a donde había llegado en busca de su padre.
Lleno de estupor, trastornado, se sentó y se frotó los párpados, que después presionó con los dedos. Al hacer esto ultimo la canción regresó débilmente, fraguándose un camino en su mente, azuzándole con imágenes y sensaciones que se evaporaban en cuanto él trataba de delimitarlas. Bancos de translúcidos peces azules que centelleaban en sus reductos submarinos, fuentes de cenizas en un cielo incendiado, frutos ignotos a su paladar…
Confundido, asustado, el joven Keir salió tambaleante de la cabaña y se apoyó en el borde de la plataforma que le daba soporte. Debajo, la playa estaba vacía, menguada en una estrecha franja por efectos de la marea. Systris y Vukirid formaban un símil de ángulo con el horizonte, bordando de plata la espuma que el mar vertía sobre la arena negruzca. La caza de Vukirid había llegado casi a su término: esta noche navegaba a escasos grados tras los pasos de su hermana. Las altas olas que entre ambas levantaban absorbían las cenizas de las fogatas junto a las que antes las tribus de las Mareas habían elevado sus cantos, dispersando los postreros rescoldos.
Nadie cantaba ya sobre la arena. En contrapartida, alguien cantaba dentro de Keiris. Lo reconoció de forma progresiva, con una reticencia que lo paralizaba. La balada que oyó al oprimir sus párpados no era parte de un sueño perseverante, no era la secuela que, perezosa, revoloteaba al extinguirse éste. Tampoco era una balada entonada en la playa, ni en las cabañas de techos de bálago. No, alguien le estaba proyectando imágenes y palabras en él, palabras e imágenes que el muchacho aprehendía imperfectamente, que penetraban en su sopor y ahora se abrían también una brecha en su incipiente vigilia.
Descubrió que podía amortiguar los ecos de la canción agarrándose con fuerza a la barandilla de la plataforma que sostenía la cabaña. Podía amortiguarla cerrando una mano en torno a la pequeña caracola de su cuello, cerrándola con tanta fuerza que el festón curvado de la concha le cortaba la piel. Podía amortiguarla manteniendo los ojos entornados y haciendo rechinar sus dientes. Pero, en cuanto se relajaba, las notas volvían a sonar.
Su padre…, su padre debía de saber qué le estaba sucediendo. Mas no lo había oído regresar a la cabaña. Enfurruñado, regresó a la sombría habitación y lo llamó por su hombre. Nadie respondió.
Nadie respondió salvo la tonada, aquella melodía que se plegaba, flexible y suave, a todos los pliegues de su cerebro. Aunque no tan suave: al entornar sus párpados y exhalar, relajando los tensos músculos, bajando de modo deliberado las barreras de su resistencia, las impresiones que suscitaba en él se volvían más agudas y más claras. El mar se rizaba sobre una arena tan blanca, que dañaba la vista. Lenguas de fuego, escupidas por un cono negro, caían en devastadora lluvia sobre las copas de los árboles floridos. Se le aparecía también un palacio, muy parecido al de Hyosis mas orientado de manera distinta en la tierra. ¿Era el de Reysis, el de Socires? Luego venía una mujer que bien podía haber sido su madre en su juventud, una mujer de aspecto apacible y jovial, sin la máscara tras la que ahora se parapetaba Amelyor. Y venía también un paisaje, un lugar submarino donde unas rocas rebosantes de moho configuraban una alta arcada donde nadaban unos diminutos peces de ojos parpadeantes. El agua estaba anegada por la luz del sol. Flotaban en ella granos de arena que, en su destellar, habrían pasado fácilmente por pepitas de oro. Una muchacha buceaba en las proximidades, y Keiris visualizaba su contrastada silueta en las aguas. Visualizaba sus esbeltas extremidades, la vaporosa melena.
Luego, estas imágenes se desvanecieron para ser reemplazadas por una sola escena, muy nítida, la de una fogata encendida en una superficie rocosa. Las llamas roían hambrientas los leños y el musgo, arrancándoles crepitaciones mientras los devoraba. Retumbaba cercano el fragor del mar, pero Keiris, en vez de impregnarse del olor de la sal, percibía la hediondez del aire estancado. Se percató, preocupado, de que tales visiones, tales impresiones, eran distintas. Eran más inmediatas que las otras, más concretas, no algo lejano en el recuerdo sino algo presenciado mientras ocurría. Aspiró con precaución, deseoso de fijar aquella imagen, y de algún modo, sin saber de qué manera, logró ampliar su ángulo de mira.
La canción se había retraído a un plano secundario a medida que se definían las imágenes que la acompañaban. El joven Keir vio paredes de cavernas. Vio líquenes prosperando en unas húmedas piedras; y las lunas, persiguiéndose camino del horizonte; y una solitaria planta trepadora, y una mano…
Sobresaltado, se quedó una fracción de segundo sin resuello, y la imagen se desvaneció. Cuando volvió a aparecer, lo que se ofrecía a sus ojos era una mano humana, extendida con la palma hacia arriba. Ante su mirada los dedos se doblaron, invitándolo con un gesto.
Durante un tiempo, Keiris observó todo aquello sumido en el estupor. Afluyó al fin una tromba de calor a su frente y se propagó por su rostro, bañando las sienes, inundando las mejillas y asfixiando, congestionando, su piel hasta el cuello. Porque ahora comprendía. Comprendía la balada, las impresiones que irradiaba, la invocación de la mano.
Su padre le había dicho que lo visitara después de los cánticos. Y él había malinterpretado sus palabras y había acudido a la cabaña. Había acudido y había aguardado.
No era aquí donde quería que viniera. Evin lo había citado en otro sitio: en una caverna sobre el mar, donde ardía una pequeña hoguera.
En cuanto a la tonada que escuchaba, era la voz del hombre, la misma voz cantarina que Amelyor le había descrito. Su madre lo había convocado reiteradamente al estrado, y el muchacho jamás la había oído. Ahora lo convocaba su padre, y él lo captaba con toda claridad.
Muy excitado, el joven Keir salió de nuevo a la plataforma y oteó las frondosas laderas a sus pies, la playa asaltada por la marea nocturna. Entonces, se dio la vuelta para mirar la oscura cima. Le llegaron los acordes de la llamada, pero no vio lenguas de fuego por ninguna parte.
Quizá si alcanzaba la arena y examinaba desde allí la lóbrega cara de la montaña, daría con el fuego. Esperó un momento, varios momentos, y su mente no le sugirió otra idea mejor. Con el ademán ceñudo, inseguro, descendió la escala.
El terreno le pareció más rugoso, las sombras más tupidas y siniestras, que unas horas antes. Los árboles y emparrados parecían arracimarse en unas masas consistentes. El follaje ocultaba las estrellas. En su accidentado avance entre la arboleda, Keiris sólo consiguió vislumbrar de vez en cuando a Systris y Vukirid.
La canción retornó mientras se abría paso en la densa vegetación. Tejía pautas en su mente, pautas de pensamiento que no le pertenecían. Se encontró meditando sobre personas a las que no conocía, evocando rostros que jamás había visto, evaluando tierras y aguas extrañas… aunque con un mágico sentido de familiaridad. En los vericuetos de su cabeza, había remembranzas de sendas que jamás había recorrido, de constelaciones que nunca había admirado, de alimentos que no había probado. Si no intentaba nada, si no ofrecía resistencia, si se limitaba a ser receptivo, permanecían en él, brillantes y limpias. Por el contrario, en cuanto trataba de asirlas, de examinarlas en detalle, se evaporaban y lo dejaban huérfano.
No se movía un alma en las cabañas que se agrupaban bajo el amparo de los árboles. Una brisa templada mecía las hojas y la profusión de flores cerradas en sus ramas. Era el único sonido aparte del latido del océano, el latido de la marea.
La playa donde la tribu se había congregado para cantar estaba ahora a merced de las aguas. Las olas del rompiente la lavaban una y otra vez, dejando en su reflujo capas espumosas y montículos de algas desarraigadas. En la orilla, el muchacho vaciló, preguntándose qué dirección tomar, preguntándose desde dónde lo invocaba su padre.
Ese «dónde» era una cueva encima del mar en la que quemaba una fogata. Dio media vuelta para inspeccionar la misteriosa elevación y de nuevo le fue negada la visión de las llamas.
Una cueva encima del mar donde se adentraba una única planta trepadora. Pero ¡había tantas trepadoras por todas partes!
Una cueva encima del mar…
Sabía, al menos, que la caverna se hallaba en aquel sector de la isla. Evin no podría ver las lunas en su ocaso si la caverna se encontraba en el extremo más alejado de la isla. La ladera de la montaña le taparía la vista.
En un impulso instintivo, echó a andar hacia poniente, hacia los dos astros, avanzando por la franja arenosa.
El oleaje arrojaba espuma sobre sus pies desnudos. Un pájaro pió en el ramaje, y calló al instante. En una ocasión Keiris se detuvo y contuvo la respiración, alerta a una serie de bramidos que al parecer provenían del mismo seno del mar. Boquiabierto, Keiris escudriñó las aguas. No distinguió nada. Hizo una corta pausa, a la expectativa, pero el océano no reincidió. Desasosegado, continuó su camino.
Al poco rato tuvo la confirmación de que no había errado en la ruta, ya que la balada ganó intensidad; las imágenes y las impresiones que transportaba, se volvieron más vívidas, más detalladas. El fuego y la mano de su padre, los podía ver tan bien como si estuviera en la entrada de la caverna. Evin arrojó un puñado de ramas a las llamas y él sintió el calor en el dorso de su propia mano. Evin mordió un fruto ácido, y a él le dio dentera. Evin silbó quedamente, en un íntimo canturreo, y él notó cómo escapaba el aire de entre sus propios labios.
Otro pájaro lanzó su reclamo, un solo y estridente graznido. El joven fue consciente en seguida de que lo oía por duplicado, primero cerca y luego más atenuado, más distante. Se detuvo, respirando pesadamente, sabedor de lo que aquello significaba. Estaba ahora muy cerca del escondrijo de Evin, tan cerca como para que su padre escuchara la misma llamada que él, aunque más atenuada.
Se detuvo unos instantes, escudriñando a través de los árboles las desfiguradas vertientes, sin divisar nada. Intentó un último recurso. En un ademán reflexivo, se aplicó la caracola de Nandyris a los labios y sopló una sola nota.
Percibió, en una extraña comunión, cómo los músculos del rostro de su padre se dilataban en una sonrisa. Oyó en el mismo instante las resonancias de su silbato igual que Evin las oía, desvirtuadas en un frágil eco procedente de un nivel más bajo y hacia el este, un eco que casi se perdía entre el sonido del oleaje.
Keiris de nuevo miró hacia arriba, y, casi sin transición, echó a correr por la angosta playa, haciendo algún que otro alto para tocar su caracola. Cada vez que soplaba, la segunda nota se reproducía en su mente con mayor claridad, hasta que, finalmente, elevando su mirada una vez más, vio las lenguas anaranjadas de una fogata justo encima de él.
Durante unos fugaces segundos vio también aquellas llamas a través de los ojos de su padre. Sintió, además, un pequeño susurro de aprobación que brotaba de la garganta de éste. Entonces, se rompió la comunicación, y el cántico que se había convertido en una tenue melodía se extinguió.
—¿Evin? —llamó Keir al emprender la ascensión—. ¿Padre?
El hombre lo recibió en la boca de la cueva.
—Me has encontrado más deprisa de lo que imaginaba —dijo, indicándole con un gesto que se sentara con él junto al fuego.
La caverna se prolongaba a su espalda, angosta y tenebrosa como un túnel. Vestía el mismo atuendo de llamativo color verde que llevaba horas antes. Las llamas vacilantes de la hoguera realzaban sus pómulos y sus ojos rasgados, en los que relampagueaba un fulgor especial.
—¿Por qué no me lo dijiste? —protestó el muchacho, a la vez que sometía la gruta a un breve reconocimiento e intentaba imaginarse hasta donde podía adentrarse en la colina—. ¿Por qué no me dijiste que pretendías hacerme venir hasta aquí?
—¿Qué habrías hecho entonces? ¿Qué habrías hecho si te hubiera revelado cómo iba a guiarte?
Keiris clavó las pupilas en el suelo y, ceñudo, a regañadientes, hubo de admitir cómo habría reaccionado: sentándose rígido, desvelado toda la noche, temeroso tanto de captar el mensaje de su padre como de ignorarlo.
—Habría estado a la escucha —declaró en voz alta.
En efecto, habría estado a la escucha, una escucha tan ansiosa, tan concentrada, que no se habría enterado de nada.
En cualquier caso, su padre no le había revelado sus intenciones, pero él había conseguido llegar. Y todas las preguntas que había querido formularle antes, todavía le quemaban los labios.
—¿Vas a contarme…?
—Mi ayuda será mínima en lo que se refiere a los secretos importantes —advirtió Evin—. Debes averiguarlos tú mismo, igual que has averiguado cómo encontrarme.
Con el gesto adusto, Keiris titubeó antes de proseguir.
—Para empezar, podrías explicarme cómo se llama la isla y cuál es su situación. Podrías explicarme cuándo conoceré a mi hermana. Y podrías asimismo explicarme…
—Este lugar se denomina Fhira-na. Es, propiamente hablando, una de las islas de Aden, si bien no figura en los mapas de vuestras bibliotecas porque su cresta apenas sobresalía de las aguas en las fechas memorables en que tu pueblo huyó en las balsas. Mi gente, desde luego, conoce su existencia desde tiempos inmemoriales, desde mucho antes de que emergiera.
—¿Antes de que emergiera? —repitió el joven anonadado, sin entender—. ¿Forma parte, pues, de las Aden?
Su padre rió al verlo tan desconcertado. Su puso en pie y lo condujo de nuevo hacia la boca de la cueva.
—Sí, está inscrita en el archipiélago.
—Pero las Aden desaparecieron del mundo —replicó Keiris. Así se lo habían enseñado, aunque comenzaba a dudar de algunas de las lecciones que le habían impartido en la niñez.
—No es cierto. Las islas de Aden están situadas en el extremo más meridional de una serie de territorios volcánicos, el Cinturón de Fuego, de tal suerte que unas veces están sobre las aguas, y otras bajo ellas. Ésa es su historia, su naturaleza geológica. Aquellas de las que los tuyos desertaron se hundieron, y hoy continúan estando debajo de la superficie. Fhira-na se ha elevado. —Como su hijo seguía mirándolo sin dar muestras de entender sus palabras, Evin añadió—: Fíjate en el panorama que se despliega ante nosotros, Keiris, y dime qué ves.
—Agua —respondió el muchacho. ¿Qué quería que le contestase?
—Sí, pero bajo su superficie hay tierra. Hay un país de montes y valles, de abismos, surcos y collados. Ninguno de tales accidentes es permanente. Ninguno de ellos. Vivimos en un mundo en perpetua mutación; en algunos enclaves es muy activo y en otros, como por ejemplo en los mares que rodean Neth, más pacífico. Sus límites van y vienen. No cambian de año en año, evidentemente, aunque en el Cinturón de Fuego se pueden producir alteraciones considerables entre el paso de una generación y otra. Existe un gran calor en el corazón de la tierra, que genera tremendas presiones. En estas latitudes hay centenares de sitios donde los materiales en ignición, fundidos en las calderas del subsuelo, deben salir por fuerza al exterior. Se abren paso desde las entrañas y se alzan en montañas cónicas llamadas volcanes, montañas que se proyectan sobre el océano y se convierten en islas habitables. Así ha ocurrido con Fhira-na. Pasado un tiempo, si los respiraderos o chimeneas se cierran y se acumula un exceso de energía, los conos estallan y vuelven a zambullirse en el fondo del océano.
—Y las islas de Aden…
—Permanecieron en calma tanto tiempo, que tus parientes olvidaron lo que eran. A decir verdad, tu pueblo se había desentendido en tal medida del mar que lo circundaba, de los mundos que se extendían más allá de sus costas, que olvidaron algo fundamental: la tierra puede serlo todo menos inmutable. Ahora las islas, aquellas que poblaron los tuyos, están bajo las aguas y, paulatinamente, se está fraguando un nuevo acceso a la superficie. Si buceares a gran profundidad, las verías.
Keiris asintió. Tenía sentido que una isla pudiera estallar y desaparecer en el fondo del océano, y también que pudiera resurgir. Mas lo ocurrido la víspera…
—Ayer —balbuceó con timidez— noté que la tierra temblaba bajo mis pies.
—Sí, es algo que sucede con cierta frecuencia. Los estratos en los que se asienta Fhira-na sufren desplazamientos y frotamientos. Son fenómenos que se originan en las simas más profundas, no en el suelo del océano sino mucho más abajo.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió el joven. Por supuesto, Sorrys jamás le había hablado de tales movimientos. Ni tampoco él había leído nada parecido en la biblioteca de Hyosis.
—¿En serio te hicieron creer los académicos —preguntó Evin enarcando sus cejas— que todo lo que merece conocerse está comprendido en sus doctos escritos?
—No, no es eso. Pero…
—Hay algo mucho más instructivo que los tratados de los eruditos, y son las voces de los mamíferos. Lo descubrirás cuando aprendas a escucharlos. Su memoria es muy vasta, se remonta a épocas que la historia no registra. Además, ellos no excluyen datos ni eventos porque los incomoden, como hacen tus sabios.
¿Cuando aprendiera a escuchar a los mamíferos? Keiris levantó bruscamente la mirada, y se topó con aquella expresión retadora de su padre que empezaba a resultarle familiar. Se puso rígido y reprimiéndose con dificultad, espetó:
—No aprenderé.
—¿Por rebeldía, o porque temes no estar capacitado?
—B-bueno, yo…
—¿Pensabas, al dejar Hyosis, que algún día llegarías a oír una llamada como la mía de esta noche?
—No —confesó el muchacho.
—Sin embargo, te he llamado y has respondido.
—Por una vez. Y porque eras tú.
—Y supones que, tratándose de un animal, ha de ser diferente. ¿No será que te asusta la empresa y por eso no pones de veras todo tu empeño?
Keiris sintió que se quedaba lívido.
—Has llegado hasta aquí anunciándome que quieres llevarte a Ramiri a Hyosis para que viva como una nethlor, como una adenyo, cuando ni siquiera sabes quién es y, ahora que estás en la isla, te da miedo enterarte. Keiris, Ramiri no es hija de la tierra. Es hija del mar. Y jamás ahondarás en su conocimiento, jamás comprenderás ni lo que es ni lo que le exiges, a menos que te abras al océano. Porque ella ha crecido entre los dominios del agua, aquí se ha formado, más incluso que yo mismo. Ella…
El joven Keir retrocedió, abrumado por la vehemencia de Evin.
—Es una semiadenyo, igual que yo —protestó.
—¿Y quiénes son los adenyos? —inquirió el hombre, en tono agresivo.
—Pues…
—Sólo son gentes de las Mareas que se retiraron del mar. De sobra lo sabes, hasta tus eruditos aceptan esa realidad irrefutable.
—Una realidad, de acuerdo, pero…
Pero nunca se lo habían contado así. A él le contaron que los adenyos habían emergido del mar, nada le dijeron de abandonos.
—Pero tú te obstinas en admitir esa realidad con idéntico espíritu que los sabios, esa falsa realidad. Te aterroriza el significado que subyace en las palabras. —Evin lanzó una rápida ojeada al mar iluminado por las lunas—. ¿Alguna vez te has cortado el dedo y succionado la herida para desinfectarla?
—Sí —repuso el otro con instintiva desconfianza.
—¿Y qué sabor llenó tu boca?
—El de la sangre.
—¿Y qué regusto tenía la sangre? Yo te lo diré: era salada. Lo que probaste fue el mar. Tu sangre es un mar en pequeño, prisionero en tu cuerpo, y eso es algo que no ha variado en todo el devenir de nuestra raza. Tu gente vive en tierra desde hace siglos, innumerables siglos, mas todavía corre el océano a través de sus venas. Sus corazones lo bombean a los más recónditos recovecos de su ser. El mar anida en ellos y nunca lo erradicarán completamente, por mucho pánico que les inspire.
—Los adenyos no temen al mar —opuso Keiris en un arranque impulsivo, demasiado impulsivo puesto que en realidad sabía que sus palabras no eran ciertas.
—¿Ah, no? Y tú tampoco le tienes ningún temor, claro.
—S-soy el único.
—Sólo eres uno de los muchos que se retraen a la hora de auscultar el latir de las mareas en su propio cuerpo. ¿Por qué crees que a los adenyos les es tan difícil encontrar a medidores que sondeen las amenazas del mar y hagan sonar las caracolas? No sólo en Hyosis peligra la continuidad del estrado. Hay otros palacios en apuros, muchos más que hace cien años, cuando mi abuelo visitó Neth.
—¿Tu abuelo?
—Se estableció en el sur durante tres inviernos. Verás, algunos de nosotros hacemos esas estancias en el continente.
—Lo ignoraba.
—Nos gusta ver cómo se apañan nuestros parientes lejanos. Y nos parecemos lo bastante para pasar inadvertidos.
Era verdad. Las gentes de las Mareas se parecían notablemente a los adenyos o a los semiadenyos, podían pasar inadvertidos si no se sospechaba de su presencia en tierra, si todos aceptaban la teoría de que se habían extinguido mucho tiempo atrás. Ahora bien, para aquél que estuviera en guardia…
De todos modos, más apremiante que éste era otro de los temas a los que su padre se había referido.
—En lo concerniente a las caracolas…
—Si comparamos con la centuria pasada, hoy escasean las mujeres que pueden desarrollar el don. Hombres ya no quedan. Consulta los archivos a tu regreso a Hyosis. Cuanto más tiempo viven en terreno seco, mayor es el miedo que los adenyos conciben por el mar, mayor es su tendencia a recluirse. Tu madre se ha ido apartando, y tus hermanas, y también tú.
¿Su madre?
—Te equivocas, mi madre no —discrepó el joven—. Ella sale a la terraza cada día. Escucha…
—Yo sé muy bien cómo escucha. Atenta, cautelosa, temerosamente. No dialoga más que con algunos mamíferos costeros, sus amigos personales, y ellos la protegen. La escudan. Nunca la introducen en sus interioridades, porque le profesan gran estima y se dan cuenta del pavor que en realidad siente por ellos. Por lo tanto, recaban información de sus congéneres marinos y se la transmiten, pero…
—Amelyor habla directamente con los animales marinos.
—No es cierto —lo corrigió Evin, con una elevación de hombros—. Nosotros denominamos mamíferos costeros a los que se comunican con los medidores porque suelen merodear por el litoral durante todo el año. No viajan con nuestras migraciones. No traspasan el Cinturón de Fuego en verano para alimentarse en las aguas septentrionales. Constituyen, eso sí, un subgrupo de la verdadera especie de los mamíferos marinos. Su número es reducido. En cualquier caso, cuando los amigos de tu madre hablan con ella, no la conducen ni demasiado lejos ni demasiado hondo. Recogen noticias de sus hermanos de alta mar y se las transmiten, cuidando de que ella no se aproxime a los abismos submarinos. Y hacen lo mismo por las otras medidoras de Neth. Algunas poseen voces que les permitirían invocar a criaturas distantes, voces potentes, no inferiores a la mía o a las de mis compañeros de la tribu. No obstante, nunca difunden sus ecos de manera que las desconecten de la tierra, y se cierran a todo contacto que no sea el de sus amigos tradicionales.
»En esencia, Keiris, eso es lo que intento hacerte entender. Has venido en busca de Ramiri, mas ignoras quién es porque lo ignoras todo del mar. Nosotros nos relacionamos con tu pueblo, vosotros no correspondéis a ese esfuerzo. La consecuencia es que no sabéis nada de nuestro mundo. Por lo tanto, no sabes nada de Ramiri, ni aun de mí.
—No, no sé nada —claudicó el muchacho entre suspiros.
Evin tenía la fisonomía de un adenyo. Se expresaba en la lengua común mejor que nadie. Keiris, conversando con él aquí y ahora, podía olvidar que era un extranjero. Pero a la mañana siguiente, en la playa y rodeado de aquellos seres de multicolor vestimenta, gentes que reirían, parlotearían en una jerga incomprensible, dejarían que su prole retozara libremente entre las olas…
A la mañana siguiente su padre volvería a ser ese extranjero, un hombre de las Mareas en el que se condensaban experiencias inimaginables, moldeando en unas honduras que él no se atrevía a sondear. ¿Cómo podía el muchacho conocerlo, cómo podía conocer más tarde a Ramiri, si incluso se negaba a aprender a escuchar a los mamíferos?
—¿Regresará mi hermana conmigo? —preguntó—. Cuando yo se lo proponga, ¿qué contestará?
De repente, la idea de pedir a Ramiri que abandonara a los suyos, todo cuanto amaba, le pareció presuntuoso habida cuenta de que nunca habían hablado, de que nunca habían bromeado juntos ni se habían sentado a la misma mesa; habida cuenta de que no les unía otro nexo que el de la cuna. Era su hermano, pero ¿qué importaba? Recordó cómo veía Nandyris la figura del hermano: era alguien con quien vivir aventuras, con quien se podía carcajear después, alguien que, llegada la noche, vertía sobre ella el reflejo del sol que había alumbrado sus correrías. ¿Cómo lo vería, pues, Ramiri?
Sin duda como alguien con quien compartir aquello que la atraía, aquello que conocía.
Y lo que mejor conocía era el mar.
Observó una alteración nimia, casi inapreciable, en los ojos de su padre.
—No puedo hablar por Ramiri. Tu hermana…
Evin enmudeció, y durante unos momentos, Keiris leyó algo imprevisto en sus pupilas, algo que bien podía tomarse por indefensión. ¿Estaba sopesando la posibilidad de que Ramiri atendiera al requerimiento de Amelyor y partiese hacia Neth, que lo dejase para ir al lado de su madre?
—Tu hermana… —prosiguió Evin, pero le falló la voz. Sus ojos se extraviaron en un punto del horizonte, por encima de las aguas. De improviso, dio media vuelta y agarró las dos manos del joven con las suyas—. Me alegro de tenerte aquí —declaró, inesperadamente, haciendo entrechocar las palmas de su hijo—. Todos estos años te he añorado, he pensado a menudo en ti y en cómo sería tu vida. Incluso planeé regresar a Hyosis. Habría hecho una visita corta, apenas el tiempo de verte. Lamentaba, y sigo lamentando, lo que ocurrió. Fue algo inesperado.
—¿Fue inesperado que te marcharas? —inquirió Keiris, sorprendido tanto por la fuerza con que lo aferraba su padre como por la tibieza que despedía su piel.
—Todo lo fue. Fue inesperado oír la voz de tu madre un buen día, mientras nadaba junto a la costa. Lo fue que me atrajera, que despertara en mí tan poderosas emociones, que tuviéramos hijos. Tu gemela y tú fuisteis inesperados. —De nuevo, la mención de Ramiri convocó sombras en sus ojos.
El joven Keir, superando su inseguridad, preguntó en tono resuelto:
—¿Harás el favor de explicarme por qué te llevaste a Ramiri y me dejaste a mí? Si tú mismo eres un medidor, si los hombres pueden adiestrarse en el mismo arte que las mujeres, ¿por qué elegiste a la niña?
¿Acertaba al presumir que la función de su padre en su comunidad era equivalente a la de Amelyor, que tenía idénticos deberes y responsabilidades? ¿Se dedicaba pues a escuchar, explorar, informarse y advertir?
—Averiguarás muy pronto —respondió Evin, meneando la cabeza— por qué no podía dejar a Ramiri en Hyosis. Contigo, en cambio, actué como lo hice por un sentido de justicia. Así tu madre disfrutaría de uno de nuestros vástagos.
El muchacho arrugó el entrecejo, absorto en sus cábalas. ¿No calculó Evin que a Amelyor no le complacería la tutela de un hijo varón cuando tenía derecho, según dictaban las convenciones, a la de la hembra?
—Mi madre me comentó que, después de que te fueras, halló en tu habitación tinturas para el cabello y el rostro.
—Y tú ahora has constatado que no necesito de esos ardides para pasar por un adenyo —sentenció el hombre, irónico y a la vez severo—. Supuse que se consolaría antes si deducía que había desaparecido porque estaba arrepentido de mi engaño, el engaño de suplantar a un adenyo siendo un seminethlor. Además, juzgué preferible que, si luego iniciaba una búsqueda, fuera para encontrar a un mestizo.
«De esa forma —pensó Keiris— sus probabilidades de localizarlo serían prácticamente nulas».
—Podrías haberte quedado —insistió el muchacho, esta vez desafiándolo él con la mirada.
Evin arqueó las cejas y estalló:
—¡Estupendo! ¿Y por qué no al revés? Tus parientes, más que nosotros, enfocan los matrimonios como algo casi indisoluble. ¿Por qué entonces no se fugó Amelyor conmigo?
¿Fugarse su madre de Hyosis? ¿Para qué, para hacerse a la mar? El muchacho estaba escandalizado.
—Tenía una familia. Tenía obligaciones en el estrado, con su pueblo.
—También yo tenía un pueblo y obligaciones. Obligaciones que descuidé más tiempo del debido: un padre cuya voz declinaba, un hermano que tenía dificultades en encontrar la suya, que por ello emigró y todavía hoy vaga por el Cinturón de Fuego, y ninguna hermana. Figúrate lo que sentí al nacer Ramiri. —El hombre se ensimismó unos minutos en sus pensamientos, y entornó los párpados. Liberándose al fin de su ensoñación, volvió a oprimir las manos de Keiris entre las suyas—. Tal cúmulo de circunstancias me convenció de que jamás se me ofrecería la oportunidad de recuperarte. Me convenció de que nunca seríamos un padre y un hijo en el mejor sentido de la palabra. Y ahora estás frente a mí. Has realizado un largo viaje, tan largo que no deberías regresar sin que te ilustre sobre lo que es menester. Keiris, ¿dejarás que te muestre mi mundo, mi extraordinario universo de agua?
El joven exhaló un suspiro al desvanecerse sus dudas, unas dudas que hasta aquel instante casi no se había atrevido a plantearse. Su padre se las había ingeniado para pronunciar unas frases que él nunca había imaginado que pudiera oír: «Me alegro de tenerte aquí. Todos estos años te he añorado».
—Al principio, en la terraza del palacio negro, me pareció que te disgustaba reencontrarte conmigo —musitó Keiris con un carraspeo.
—Y a mí me pareció que debía acosarte para que no te quedaras atrás cuando partiéramos. Me inquietaba la idea de que te faltara el valor de seguirme si no te provocaba, si no te hería en tu orgullo.
—El valor no llegó, pero aun así te seguí —dijo, sonriente, el muchacho.
Era sincero. No tenía conciencia de haber adquirido valentía desde que salió de Hyosis. Continuaba igual de cobarde, de medroso, de apocado ante todo lo nuevo. Con una excepción: se había metido en el mar. Se había dado varios chapuzones y navegado a lomos de un mamífero hasta una isla situada en ninguna parte, en la inmensidad del océano.
Y en un futuro inmediato se lanzaría, tenía la total certeza, a hazañas más arriesgadas.
—Trataré de aprender lo que tengas que enseñarme.
Su padre sonrió complacido.
—Lo que aprendas dependerá tan sólo de ti, no de mis enseñanzas. Yo me brindo estrictamente a guiarte. Si quieres, lo haré encantado.
—Claro que quiero —proclamó Keiris, con una firmeza tal que él mismo se asombró. Aunque no mentía, aunque anhelaba asomarse al mundo de su progenitor y compartirlo, no podía contemplar el mar sin que una sensación de miedo, como una nueva y avasalladora marea de su sangre, palpitara en sus entrañas.
Los ojos de Evin brillaron chispeantes.
—Será mañana por la noche. Nos iremos de la isla y viajaremos al sur para la asamblea, antes de navegar de nuevo al norte. Rogaré a Nestrin que me sustituya en las mediciones. Tiene sobradas aptitudes. Nosotros dos nos rezagaremos del grupo y dormiremos juntos el Sueño Marino.
—¿El Sueño Marino?
—Es, como su nombre indica, una especie de sueño, a la vez que una exploración. Estimulará la sensibilidad que haya en ti, sacándola a flor de tu piel durante un tiempo. El tiempo preciso para que comprendas lo que de otro modo nunca asimilarías. Yo seré tu guía. Tras despertar, oirás mucho mejor lo que el océano tenga que decirte. Mañana pues, cuando salgan las lunas, después de que los otros se reúnan, búscame en la orilla. —El hombre se dio la vuelta y se arrodilló delante del fuego, distraído, ausente, absorto acaso en los acontecimientos que se avecinaban—. Hasta mañana, Keir.
—Hasta mañana —se despidió el joven, sabedor de que debía retirarse.
Al día siguiente se sumiría en el Sueño Marino y empezaría a aprehender el mundo de su padre. Pero si no lo lograba, si era simplemente engullido, si su afán era inútil y se perdía en el océano…
Keiris dejó la caverna y descendió la pendiente que conducía a la playa. Las lunas se acercaban a su ocaso, y la marea había empezado a retroceder. Se detuvo unos segundos al pisar la arena y optó por hacer el mismo rodeo que horas antes lo había conducido hasta el pie de la gruta.
Reparó, tras recorrer una pequeña parte del trayecto, en una caracola muy parecida a la de Nandyris. Estaba medio enterrada en la arena. Se detuvo y la palpó con los dedos del pie, pero no la cogió. En lugar de agacharse, se dio la vuelta y miró hacia arriba, donde bailaban las llamas de la fogata. No vio a su padre ni, al doblar los dedos en torno a su silbato, oyó tampoco su canción.
Escuchó, por el contrario, los murmullos de las olas mientras avanzaba por la playa, hacia el amanecer.