8

Primero vino el dolor, cuando se estrelló con tanta fuerza contra las aguas que expelió su reserva de aire. Aturdido, durante unos momentos sólo fue sensible al dolor y a la paralizadora vacuidad de sus pulmones. Se sumergió luego bajo el oleaje y, desvalido, abierta la boca en un mudo terror, escrutó la opaca penumbra de sus peores sueños. Inspiró en un reflejo, y el agua inundó sus vías respiratorias. Casi asfixiado, logró extender los brazos y los pies en su alocada lucha por recuperar el equilibrio y mantenerse vertical. Logró extender sus miembros, pero no había asideros sólidos en los que apoyarlos. Dondequiera que los alargase, sus dedos regresaban vacíos y sus piernas se debatían inútilmente. Se hundía irremisiblemente, con un penoso ardor en la nariz y la garganta, con todos los nervios aullando sus protestas.

¡Si pudiera salir al exterior y llenar sus pulmones! ¡O si pudiera alcanzar el fondo, para poder darse impulso! Sin embargo, sus brazos y sus pies forcejeaban como si tuvieran vida propia. Había perdido el control, así como el sentido de la orientación. Tan sólo la gradación descendente de la luz le revelaba que se alejaba de la superficie, que se hundía entre giros y volteretas hacia la negrura de las simas oceánicas.

Intentó un grito de auxilio, pero en vano, puesto que no había aire en sus pulmones. Trató acto seguido de enderezar el cuerpo y dirigirlo allí donde las aguas aparecían más iluminadas. Dio unas brazadas en la líquida masa, pero cada uno de sus movimientos parecía mandarlo en la dirección opuesta a la deseada. Y su debilidad iba en aumento. ¡Si tuviera algo a lo que aferrarse, algo en lo que clavar sus dedos!

Cuando una de sus manos tocó el cuerpo, no reconoció de inmediato que estaba vivo. Lo único que reconoció fue que allí había algo, que sus dedos no atravesaban la materia inapresable de unos minutos antes. Era un volumen compacto, elástico, y lo arañó con todas sus fuerzas, sollozando impotente al resbalar su mano sobre él. Notó entonces que un cuerpo alargado se colocaba debajo del suyo y lo subía igual que una boya. Identificó la familiar textura de grasa y músculo. Palpó una aleta dorsal y el tejido asimismo familiar que cubría una vieja cicatriz.

«Soshi». Fue así como llamó su padre a aquel mamífero, a aquella hembra. Se asió al animal en un arranque de pánico, con el corazón y los pulmones en un tris de reventar. Tanto apretó, valiéndose de brazos y piernas, de rodillas y codos, con los dedos de ambas extremidades, que todos sus músculos se contrajeron y lo azuzaron toda suerte de calambres. Su mente…, se daba cuenta de que su mente se ensombrecía, derivaba de forma paulatina hacia los limbos de la inconsciencia. Sus pensamientos parecían retroceder. Si le fallaban los dedos, si dejaba de agarrarse a la aleta o a la resbaladiza grupa…

Antes de que eso ocurriera, cruzaron la línea de la superficie y Keiris tosió, vomitó agua salada y luchó para respirar de nuevo. Su ropa era como una segunda piel. Las botas, repletas de mar, hacían más pesados sus pies. No se atrevía a inclinarse y quitárselas. No controlaba bien sus movimientos. Si basculaba, si se balanceaba a uno u otro lado, se hundiría de nuevo. Sólo podía toser una y otra vez para evacuar el agua tragada y doblarse hacia adelante sobre el dorso de Soshi, tiritando y jadeante, sin soltarse bajo ningún concepto cuando empezara a nadar.

Al principio, mientras la hembra surcaba el océano, Keiris temblaba y se estremecía a causa del frío y el cansancio. Tan violentos eran los espasmos de sus músculos, que afloraron lágrimas a sus ojos. Sentía, además, una abrasadora quemazón en la garganta y los pulmones. Los dolores remitieron pasado un rato, mas sólo para ser reemplazados por un profundo agotamiento que le embotó los sentidos. Permaneció reclinado, endeble, sobre el lomo del mamífero, en su puesto, sin ni siquiera proponérselo. Levantó un par de veces la cabeza a fin de otear el panorama. El animal y él cabalgaban en solitario. No había en las cercanías otras criaturas acuáticas, ni tampoco salvajes de las Mareas, ni se avistaba tierra en lontananza. Sin embargo, su entumecimiento era tal que no sufrió sino una atenuada punzada de miedo. Al cabo de un tiempo, los rítmicos movimientos de Soshi lo fueron arrullando y sus ojos terminaron por cerrarse.

No tuvo conciencia de que se había dormido hasta el momento en que despertó. En el instante en que esto sucedió, dio un respingo, alarmado, desorientado, y casi perdió el equilibrio. El sol centelleaba en las aguas, sus empapadas botas le pesaban en los pies, el mamífero…

Una mano lo sostenía en su asiento, y su confusión no tuvo límites al cruzarse sus ojos con los de una muchacha dos o tres años más joven que él. Viajaba a su lado, a horcajadas en un segundo mamífero marino.

—¿Qué…?

Keiris tenía la garganta rasposa, acaso llagada, y los labios cuarteados por el salitre, si bien la pegajosa pesadez de las prendas sobre su piel no parecía afectarlo. Ya no sentía frío.

La muchacha lo observó con momentánea inquietud, puesta la mano salvadora en su codo. Era delgada y de tez tostada, y llevaba el crespo cabello recogido, tan tirante como si lo cubriera un refulgente casquete negro. Tras asegurarse de que Keiris ya no iba a caerse, señaló su propio pecho y dijo, esbozando una luminosa sonrisa:

—Nirini.

Él la miró sin comprender. ¿Nirini? ¿Era su nombre, o un saludo? ¿Esperaba que le contestase? El joven Keir se lamió la costra salina de los labios y miró a su alrededor sin saber cómo debía reaccionar.

Por todas partes había huestes de mamíferos. Los picos de plata navegaban en pequeños y traviesos grupos, zigzagueando, persiguiéndose a toda carrera entre los demás. La maciza silueta de un blanco avanzaba en silencio. Los colas blancas, peces-corneta, grandes grises y una docena de especies nuevas para Keiris nadaban acompasados hacia el este, evolucionando con desenvueltas y estéticas piruetas tanto en las crestas como debajo de las olas. Algunos callaban. Otros emitían unos chillidos extraños o silbaban sonoramente. Mientras escuchaba, el joven oyó la voz retumbante de uno de los ejemplares de mayor tamaño, a la que respondió otra de características similares en la retaguardia.

No vio a su padre. Tampoco vio a Nestrin. La única persona que cabalgaba a poca distancia de él era la muchacha, y se percató entonces de que sus mamíferos avanzaban al unísono, como si formasen pareja. Pertenecían ambos a la misma raza, una raza de piel oscura y vientre albo. Sus ojillos eran redondos, sus hocicos anchos y curvados hacia arriba. Se diría que en aquellas bocas estaba grabada la sonrisa de un talante natural y perennemente grato. Keiris suspiró, acomodándose en la grupa de su animal y tratando de relajar sus atenazados músculos. Era difícil conservar la tensión cuando Soshi y su compañero nadaban alegres en el rutilante día.

Cuando Keiris volvió la mirada en dirección a la muchacha, ésta golpeteó su pecho con dedos delicados.

—Nirini. —Su sonrisa era contagiosa, seductora.

Tenía que ser su nombre.

—Keiris —repuso él, tocándose a su vez el torso—. ¿Adónde vamos?

¿Entendería la muchacha la lengua común? Evin la hablaba, y Nestrin también. No obstante, Nirini contestó con una pregunta ininteligible y, al menear él la cabeza en ademán negativo, lo imitó entre risas.

—¿Dónde está mi padre? —perseveró el joven Keir—. ¿Dónde está Evin?

Ella no dio muestras de identificar el apelativo. En un musical fluir de sílabas, formuló una segunda pregunta que Keiris tampoco logró descifrar. De nuevo rió y meneó la cabeza al hacerlo el muchacho. Acarició, a continuación, la aleta dorsal de su mamífero y emitió un sonido agudo.

La criatura se desvaneció en un santiamén bajo el mar. Cuando volvió a emerger, brincó con pasmosa ligereza en el aire matutino mientras Nirini, exultante, se sacudía el agua del cabello. Miró hacia atrás, y el joven no pudo distinguir si las palabras que pronunciaba eran una invitación o un reto. Afianzó sus garras en la aleta y las rodillas en los flancos de Soshi, esperando que la hembra se zambulliría en picado. Pero ella siguió, inmutable, su rumbo sobre la superficie.

Nirini lo llamó dos veces más, y al fin retrocedió hasta situarse a su altura. Se sumió en un total mutismo y se puso a observarlo con franca curiosidad. Los animales armonizaron sus evoluciones como lo harían dos seres avezados a desplazarse juntos. El joven se quitó, abstraído, las costras de los labios; especuló acerca del tiempo que duraría la travesía y cuánto resistirían los mamíferos. Se preguntó también por qué ella parecía estar tan fresca y radiante cuando él empezaba a acusar la llamada de la sed y el hambre.

Indeciso, la llamó por su nombre y se frotó el estómago. Enarcó las cejas en actitud interrogante.

Ella, imitándolo por segunda vez, se dio unas desconcertadas palmadas en el vientre.

—¿No tienes hambre?

—¿Hombre? —coreó Nirini erróneamente.

—Ham-bre.

—Hom-bre.

La muchacha volvió a enarcar las cejas, pero ahora por su iniciativa, como si captase el mensaje.

Priliki-ka —declaró, y reiteró el palmoteo.

Priliki-ka —confirmó Keiris, imitando el gesto.

La joven rió de buena gana y, antes de que su acompañante adivinara sus intenciones, saltó del dorso de su animal para bucear en las aguas. Se tiró de cabeza, con tanta suavidad que apenas alteró la sábana de agua. Brotó del fondo un torrente de chispeantes burbujas.

Keiris reprimió una exclamación, contemplando el lugar donde se había esfumado. Se agarró a Soshi al comenzar ésta a trazar círculos junto con el otro mamífero, aliviado porque ninguno de los dos parecía preocupado. No chillaron ni sisearon.

De todas maneras, el joven, resuelto a no respirar hasta que saliera Nirini, espació sus exhalaciones. Si no salía…

Unos segundos más tarde su cuerpo atravesó la superficie, tan limpiamente que Keiris se llevó un susto mayúsculo. Unos regueros brillantes se escurrieron por su cabeza, sus hombros, sus manos al cruzar el aire, arquearse y subir sin aparente esfuerzo a bordo de su nave animal. Colgaba de su hombro una ristra de frutos semejantes a las manzanas de arrecife. Arrancó uno y lo ofreció al compañero hambriento.

Priliki-ka —repitió con una sonrisa, anticipándose al placer de Keiris.

El muchacho, ya tranquilo, dudó sólo un momento antes de aceptar la pieza y morderla. Era refrescante, más jugosa y dulce que las famosas manzanas de los arrecifes. Nirini asintió entusiasmada al ver su expresión.

Los animales aminoraron la velocidad mientras sus jinetes comían. Cuando hubieron devorado el último fruto, la muchacha dio unos golpes rotundos en el costado de su cabalgadura y dirigió otra de sus indescifrables preguntas a Keiris. Él asintió sin saber qué.

Inmediatamente, Nirini emitió un estridente silbido y ambos mamíferos se alzaron sobre el agua, trazaron sendos arcos y penetraron sin brusquedad en el mundo submarino. Keiris apenas alcanzó a aferrarse a la aleta de Soshi y cerrar la boca para prevenir un alarido involuntario. Así, incrustado en el lomo de la hembra, se precipitó en las honduras, persiguiendo a un banco de grandes peces de cuerpo negro con rayas amarillas. Sofocó el impulso reflejo de renovar el aire, de aspirar. Inspeccionó a su alrededor en busca de Nirini y, al atisbarla y deducir, por la columna de burbujas que expulsaban sus fosas nasales, que estaba exhalando, él hizo lo propio.

La caza fue breve y provechosa. Los aparejados animales volvieron tres veces a la superficie para que respirasen los humanos, y otras tantas bajaron cual torpedos a las profundidades donde, a un ritmo de vértigo, sorteaban jardines de plantas submarinas, peñascos sumergidos y sombríos lechos de arena, hasta capturar a sus presas. Terminado el festín, regresaron a la superficie y se dejaron arrullar por el tibio calor del sol. Al tocar Keiris, después de que remitieran sus temblores, los aterciopelados flancos de Soshi, casi compartió la satisfacción de su estómago lleno.

Fue mucho lo que el joven aprendió en las horas posteriores. Aprendió que, si se le enfriaban los dedos, podía calentarlos poniéndolos encima del orificio que coronaba la cabeza de su mamífero. Aprendió que, estando ojo avizor, podía medir el compás de las bocanadas de éste en el chorro pulverizado que salía por la abertura. Aprendió que no tenía más que oprimir sus costados para ganar celeridad, que si le frotaba la cabeza, el animal silbaba complacido, que al imitar él sus voces la hembra le daba la réplica con otras más complicadas.

Aprendió, en su veloz singladura con Nirini, que el número de mamíferos que viajaban juntos era incontable.

En una ocasión divisó a su padre, muy lejos delante de él, montando a su monumental blanco. En otra, al girarse sin tomar precauciones para atender a una llamada de la muchacha, Keiris resbaló por el cuerpo de Soshi y cayó al mar. El animal voló a repescarlo, y volvía a estar sentado en su lomo antes casi de que se apoderara de él el pánico. Emergieron juntos, y Nirini se burló amablemente de él mientras se descalzaba, vaciaba sus botas de líquido y se las ajustaba de nuevo.

Un rato después del incidente, el joven percibió un peculiar cambio. Soshi se estremeció, y al girarse hacia Nirini, que iba un poco rezagada, el muchacho vio que ella y su mamífero hacían una corta incursión bajo la superficie.

Cuando salieron, ella tenía los labios torcidos en una mueca de mal presagio. Recitó algunas de sus incomprensibles sílabas y su animal se adelantó, rebasando a la hembra en una alocada carrera.

Keiris azuzó a Soshi hundiendo más las rodillas, pero ésta ya se había arrojado tras el compañero. Un vistazo bastó al joven para constatar que todas las criaturas nadaban también a mayor velocidad, terminadas las cabriolas y los juegos de antes. El grupo se replegaba, cerraba filas. El muchacho se abrazó al mamífero al levantarse un nuevo oleaje por tantos cuerpos en acción.

Pudo examinar a los otros cabalgantes. Pudo examinar a hombres, mujeres y niños que, cariacontecidos, se asían igual que él a los estilizados perfiles de los animales, pegando sus cuerpos a los de los mamíferos.

—Nirini, ¿qué sucede? —Keiris utilizó la mímica para expresar su perplejidad, a la par que extendía el índice hacia aquella multitud ansiosa y acelerada.

La muchacha se encorvó sobre el dorso de su cabalgadura, acoplando el cuerpo a sus ondulantes líneas.

Hiscapei —masculló—. Hiscapei.

La palabra estaba dotada de una mayor carga de temor que de significado. Cuando la miró, indicando su expresión que no la había comprendido, Nirini espoleó a su mamífero para aproximarse a él y le aprisionó la muñeca.

Hiscapei —insistió, haciendo unos gestos sinuosos con su brazo y elevando la mano como si fuera a atacar a un enemigo invisible.

A Keiris se le heló la sangre en las venas.

—¿Lagartos? —De todos modos, las contorsiones que infligía Nirini a su extremidad y el movimiento de la palma representaban más a un ofidio que a un lagarto—. ¿Serpientes marinas? —rectificó, remitiendo la tensión de sus músculos. No le seducía enfrentarse a un nido de serpientes, pero desde luego resultaban menos amenazadoras que los otros reptiles.

Fuera cual fuese el peligro, pasó. Transcurridos unos minutos, los mamíferos volvieron a distribuirse, abiertos en un amplio abanico, sobre el océano. La muchacha animó a su animal a dar una serie de brincos, riendo cada vez que la criatura hacía una cabriola en el aire y la arrastraba luego bajo las aguas. Al fin, se cansó de sus demostraciones. Más sosegada, obsequió a Keiris con unas largas observaciones de las que él sólo captó la culminación.

¿Priliki-ka? —La muchacha se golpeaba el vientre con fuerza.

Él meditó su contestación. Era cierto que volvía a tener apetito, y que la muchacha ya no estaba asustada, pero se resistía a dejar que se zambullera, ignorando todavía qué fue lo que había alarmado a la comitiva de viajeros. Se encogió de hombros para fingir indiferencia.

Ella lo bombardeó con nuevas preguntas:

—¿Reri-ka? ¿Hechili-ka? ¿Lisana-ka?

¿Le estaba proponiendo frutos distintos de los que le había llevado la primera vez? Con el entrecejo fruncido, Keiris meneó la cabeza en un claro «No, gracias».

¿Wasono? ¿Mesoki? ¿Rerinana?

Nirini descargó unos golpecitos en la piel de su mamífero, para que girara en círculos. Luego señaló las aguas e hizo ante su acompañante los aspavientos desesperados del anfitrión cuyo huésped no se deja agasajar. Como Keiris no decía nada, rompió a llorar y escondió el rostro entre las manos. Al retirarlas, el muchacho pudo ver un gesto de autorreproche. Nirini bajó los hombros como si pesase sobre ellos la desaprobación de Keiris, y lo espió de soslayo, con unos ojos más provocadores que suplicantes.

Él exhaló un prolongado suspiro, el de la capitulación.

Priliki —admitió.

La muchacha asintió con gestos de alegría, antes de desaparecer bajo las aguas.

Acabaron su segundo ágape después del mediodía. El cielo estaba despejado, soplaba una brisa templada. Las doradas agujas del sol danzaban entre las olas. Nirini se tendió boca arriba sobre su animal, cruzó los brazos y las piernas en confortable postura, y se durmió. Soshi se acomodó al paso de su pareja. Finalmente, Keiris sucumbió a la tentación: se puso boca abajo sobre la mullida grupa del animal, sin aflojar del todo las rodillas, y sujetándose a medias con una mano apoyada en la aleta, se entregó también al sueño.

Lo despertó, entrada la tarde, el insistente tamborileo de los dedos de la muchacha en sus costillas. Abrió alarmado los ojos y se los restregó con una mano.

—¿Sucede algo?

Ella se carcajeó de su azoramiento. Indicó un punto en el horizonte, mientras no dejaba de mirarlo para no perderse su reacción.

Keiris vislumbró en la lejanía una plomiza turbulencia, nubes de tormenta, quizá. Consultó con los ojos a Nirini, y quedó mudo de asombro al ver que la jovencita se deslizaba por el dorso de su criatura y empezaba a nadar hacia la supuesta borrasca, incitándolo a seguirla. Keiris se agarró con más fuerza que nunca a la aleta de Soshi.

—¡Nirini! ¿No esperarás que vaya contigo?

Sí que lo esperaba. Le dio múltiples evidencias de ello, volviendo hasta él y tirando varias veces de su pierna. Pero hubo de renunciar. Con un impaciente movimiento de cabeza, la muchacha enfiló hacia el misterioso fenómeno y se alejó en rápidas brazadas, sin mirar atrás.

Keiris tardó unos momentos en descubrir el motivo de la excitación de su compañera. Tardó unos momentos en comprender que aquella borrosa sombra en el horizonte era tierra, una isla, y entonces lo invadió una oleada de alivio tan viva como el entusiasmo que había leído en los ojos de Nirini. A medida que se acortaba la distancia, los detalles se hicieron más precisos: una ancha playa de arena negruzca; árboles frondosos, entrelazados, salpicados de flores blancas y escarlatas; un único y lóbrego pico que, recubierto en su mitad inferior por una densa vegetación, constituía un regio telón de fondo para los demás accidentes del paisaje. El rompiente lamía sumiso la costa, esparciendo ondas de nívea espuma en la arena. Había una muchedumbre en el mar, unos emergiendo, otros próximos a la orilla o ya en tierra seca, todos alegres y vociferantes. Los de la playa se habían envuelto en telas de abigarrado colorido: rojos, amarillos y verdes turquesa.

Nirini hizo una pausa y aguardó a Soshi. Ya a su altura, continuó tirando de vez en cuando de las piernas de Keiris para urgirle a meterse en el agua. Tras cerciorarse de que estaban en el bajío, se quitó las mojadas botas y se desprendió cauteloso de su asidero.

El fondo era blando y arenoso, las corrientes suaves. El joven Keir avanzó con facilidad detrás de la muchacha, cogido de su mano. Una rápida inspección del lugar le reveló la presencia de unos chamizos en las laderas de la rocosa colina y entre los árboles, aquellos árboles que crecían lujuriosos, que arropaban la isla en sombras.

—Nirini…

¿Qué sitio era éste? ¿Habían llegado a la asamblea? ¿Se encontraban aquí su padre, su hermana? Ella no podía responderle.

Aunque había personas que les invitaban con sus gestos desde la playa, Nirini se detuvo abruptamente en la línea donde se fundían el agua y la tierra e, inmóvil, estrujando la mano de su compañero y con una inusitada turbación en sus facciones, susurró:

—Keiris.

Fue un murmullo incierto, que la muchacha subrayó ladeando el mentón hacia el mar. Acto seguido, hizo el mismo ademán en dirección al litoral y arqueó las cejas inquisitivamente.

¿Qué quería saber? El joven levantó los hombros para manifestar su desconcierto.

—Keiris, Nirini. —La muchacha reiteró sus gestos, sólo que ahora, al señalar la arena, añadió—: Talani.

—¿Talani?

¿Era aquél el nombre de la isla? Pero, en tal caso, ¿a qué venía su repentina aflicción? ¿Por qué parecía dolida al no contestar él? ¿Qué pretendía que dijera? ¿Por qué se volvió hacia la tierra una vez más, llamándola Talani, y al instante soltó su mano y echó a correr prescindiendo de su compañía, dejándolo solo y petrificado en el borde del agua?

—¡Aguarda, Nirini! —vociferó Keiris, y fue tras la muchacha.

Lo condujo, a través de la playa, hacia los árboles. Keiris volvió a llamarla, pero ella se limitó a echarle una furtiva mirada, para reanudar su carrera, esquivando los corrillos de personas que se apiñaban por todas partes en animadas charlas. Mientras la perseguía, llegó a la conclusión de que no estaba intentando huir de él. No iba muy aprisa, y no cesaba de mirar atrás para asegurarse de que la seguía. Tampoco se trataba de una broma. Sus labios, sus pupilas, ya no sonreían. ¿Hacia dónde lo guiaba?

Lo guió por la arena, atravesó unas hileras de árboles cuyos ramajes estaban tan floridos que se doblaban, y encabezó la escalada de la colina que dominaba la isla. Junto a la orilla de un riachuelo de aguas cristalinas había una estructura de juncos, asentada en una plataforma sobre pilotes. Los emparrados se enroscaban a los soportes y a las vigas, y asomaban tras los aleros flores rojas y albas. Sin dejar de correr, Nirini trepó por una escala de mano.

Keiris vaciló, pero siguió sus pasos.

Se detuvo en seco al llegar al final. Su padre acababa de salir del oscuro interior de la cabaña, vestido con un lienzo de cáñamo de un vistoso color verde, que dejaba al descubierto sus bronceados hombros. Pero sólo dirigió a Keiris una fugaz mirada. Nirini agarró sus muñecas y las zarandeó mientras le hablaba con frenesí y señalaba al joven con enfáticas gesticulaciones. Keiris, desconcertado, advirtió una nota de angustia en sus palabras.

—¿He hecho algo malo? —indagó con precaución.

—No —repuso Evin en cuanto Nirini hizo una pausa en su discurso—. Simplemente, no le has comunicado tu nombre de tierra. Eso es, al menos, lo que ella cree. Y está muy ofendida.

El hombre se desembarazó de aquellas manos impetuosas y, enterrándolas entre las suyas, tan enormes, dio a Nirini unas explicaciones en tono apaciguador.

Keiris los miraba, ora a su padre, ora a Nirini, confundido. ¿No le había comunicado su nombre de tierra? ¿Quería aquello decir que debería haber mencionado el de su palacio amén del que le fue impuesto al nacer? Pero ¿qué importancia podía tener eso para la muchacha?

Su padre escuchó a Nirini, que volvía a parlotear. Agarró luego una de sus manos y la enlazó con la del joven.

—He intentado hacerle entender que tú tienes un único apelativo, que usas el mismo nombre en el mar que en tierra firme. Ella supone que te has negado a informarle de tu segundo nombre porque sólo te interesa su amistad en el océano. Le he prometido que también aquí serás su amigo.

Keiris se mojó los labios con la punta de la lengua, consciente de que la muchacha estaba pendiente de él, a la expectativa.

—No comprendo nada —confesó.

Evin unió aún más las manos de ambos jóvenes.

—Le pedí a Nirini que fuera tu compañera en la travesía desde Cabo Negro, razón por la que ella te veló toda la noche y te dijo su nombre de mar cuando despertaste esta mañana. Al arribar hace un rato a la playa, te ha ofrecido su apelativo terrestre, Talani de Tierra, pero no ha hallado reciprocidad en ti. Piensa que ésa es tu manera de censurarle algún error.

—No ha cometido ninguno —se apresuró a explicar Keiris.

—¿Estuvo a tu lado noche y día?

—Sí.

—¿Te suministró alimento siempre que tuviste hambre?

—No sé qué habría sido de mí sin su ayuda.

La respuesta del joven Keir no podía ser más sincera. Si hubiera despertado solo, si hubiera tenido que amarrarse a Soshi a lo largo de toda la jornada, sin un amigo, sin nadie que le inspirase seguridad y confianza con su mera compañía, ¡la travesía hubiera sido una pesadilla! Después de la experiencia de hoy, y gracias a Nirini, ahora el océano le parecía menos aterrador.

Evin habló una vez más con la muchacha, y tras dar por terminada su plática retiró su mano de la de ella y retrocedió unos pasos. Ella se apresuró a coger de nuevo la mano de Keiris y empezó a hablar muy excitada.

—He conseguido que acepte todos mis argumentos —declaró su padre—. Ya sabe que no ostentas más que un nombre, que ha actuado bien en el viaje y que deseas continuar siendo su compañero. En consecuencia, se ha empeñado en llevarte a las cascadas para que os deis un baño. Se ocupará también de poner ropa limpia a tu disposición, y de que no te falten ni comida ni amigos de tierra con los que pasar una velada amena.

La joven, Nirini-Talani, ya había empezado a tirar de él con la impulsiva candidez de siempre. Keiris presentó cierta resistencia, reacio a ser despachado tan pronto por su progenitor después de la odisea que había pasado para hablar con él, arrojándose incluso a las bravías Mareas Mortíferas.

—Evin, escúchame.

—Tienes, claro está, un sinfín de preguntas que hacerme. Ven a visitarme esta noche, tras asistir a los cánticos. Aunque…, espera un momento, hay algo de lo que debo advertirte —agregó el hombre, y examinó a su hijo con una velada sonrisa—. Aquí las cosas no funcionan como en los palacios de Neth. Nuestras costumbres, nuestra forma de comportarnos, aun en las circunstancias más comunes, pueden resultarte chocantes al principio.

—¿Ah, sí?

Keiris se puso tenso. A juzgar por la mueca burlona de Evin se refería a una costumbre en particular, a una costumbre que al parecer lo divertía. ¿O era la reacción que preveía en él lo que lo inducía a la socarronería?

—Es obvio que Talani siente por ti algo más que una atracción amistosa. Si sólo la quieres como compañera, no consientas que te haga guirnaldas de flores. Permítele que arranque una para su cabello y otra para el tuyo, pero, si ves que pretende coger una tercera, dale un buen manotón. De lo contrario te considerará su pareja además de un camarada de estío.

El muchacho se ruborizó.

—Aún no tiene edad para esas cosas —dijo, incrédulo. Era casi una niña, él le llevaba dos, tres o incluso cuatro años.

—¿De verdad? —discrepó su padre, y todo en su rostro delató que estaba en desacuerdo—. Quizá no en los palacios. Y, en esos palacios, tú esperarías que se presentasen sus parientes provistos de las oportunas genealogías. Esperarías que celebraran sesiones de varios días con tus propios familiares, discutiendo el compromiso y el posterior matrimonio. Y esperarías que éste durase mucho tiempo. Si te fijas en nosotros, te darás cuenta en seguida de que nuestros asuntos discurren por vías más informales. También debo advertirte que a la muchacha le está prohibido recoger las flores en tu ausencia, a menos que vea a un alas azules.

—¿Un pájaro?

—Un pájaro. Si ve un ave de esa especie, está autorizada a escabullirse y ensartar flores a escondidas. Y tú habrás de lucirlas forzosamente. Entérate asimismo de que las chicas de la edad de Talani suelen sufrir visiones, apariciones de seres que no existen. Sobre todo, de alas azules.

Keiris examinó a Talani con recelo. La muchacha escuchaba sonriente aquel intercambio que escapaba a su comprensión, alerta al semblante de su nuevo amigo.

—¿No podrías traducirle mis palabras de antes, que es demasiado joven?

—No, puesto que no lo es y ella lo sabe muy bien —rehusó el hombre.

—Pero su familia… —Sus mayores bien tendrían que opinar.

—Los suyos no han llegado aún. Talani viajó con mi grupo porque le habían relatado historias sobre el palacio de Cabo Negro y deseaba verificarlas. A nuestro pueblo le causan extrañeza las estructuras como esa mansión, construidas para que pervivan, para albergar a unas personas de una estación a otra y durante generaciones. No adivina qué retiene a los adenyos y a los nethlors en sus moradas, qué les empuja a anclarse en un lugar teniendo el mar al alcance de la mano. En el caso de Talani, acrecienta su curiosidad respecto a ti el hecho de que procedas de un palacio y tu madre sea una medidora. Y, en la fase vital que atraviesa, anhela sellar su primera alianza. Salvo que quieras comprometerte, te aconsejo que no la pierdas de vista hasta que el sol se ponga.

—¿Y entonces?

—Entonces las corolas se cerrarán. Será mejor que te vayas. Ven esta noche.

El joven echó una ojeada a su alrededor y se horrorizó al percibir que la muchacha bajaba la escala, tan alborozada como siempre. Volvió a mirar, sin embargo, a su padre, resuelto a protestar. No se había internado en el mar, no había cabalgado hasta tan lejos sobre la grupa de un mamífero, para que lo despachara a las primeras de cambio. Había almacenado preguntas, muchas preguntas, preguntas urgentes que él debía desvelar. Aquello primaba sobre todo lo demás.

—Será mejor que te vayas —insistió Evin.

—¿Es… es ésta la asamblea? —balbuceó el joven. Al menos podía aclararle algo tan nimio.

—Todavía no. No es el lugar ni la hora.

—Así pues, mi hermana…

—Esta noche —se obstinó su padre—. Vuelve luego y te lo contaré todo.

A regañadientes, Keiris hubo de darse por vencido.

El resto de la tarde, reinó la confusión en su espíritu. Talani lo llevó por una empinada cuesta, entre rocas estranguladas de viñas, y se bañaron al pie de una cascada. Luego descendieron la pendiente refrescados y ágiles, hasta desembocar en un refugio de cubierta de paja donde había bandejas de frutos y pescado expuestas en largas mesas. Allí donde iban, la muchacha coincidía con alguien que debía conocer, y se sucedieron los saludos, tumultos, alborotos y conversaciones en una lengua ajena para el joven Keir.

En un punto de su vagabundeo, Talani encontró unas piezas de tela escarlata para ambos. El muchacho se desvistió, no sin reticencia, y envolvió la suya alrededor de su cuerpo. Luego, con los hombros al descubierto y las piernas también, lo asaltó la conciencia de su desnudez y de su ridículo, ya que no era tan fornido ni tenía la piel tan curtida como los demás varones. En otro lugar —no pudo determinar cuándo sucedió pues estaba convencido de haberla vigilado en todo momento— la muchacha le mostró dos flores y prendió una de su oreja, la otra, de la de él. Sus ojos desprendían destellos de malicia, una muda y provocativa amenaza.

No era más que una adolescente. Su energía, su incesante actividad y continuadas risas así lo evidenciaban. Elegir una pareja era algo serio, algo que requería hondas deliberaciones, y Talani no pensaba sino en charlar y pasarlo bien. Al cabo de un rato ni siquiera le importaba ya que su acompañante no entendiera lo que le decía mientras hacían la ronda de la isla. Atenazaba su brazo y lo arrastraba de una parte a otra, llamando su atención sobre esto y aquello, ofreciéndole exóticos frutos y bayas, presentándolo a amigos que, o bien lo escrutaban con despierto interés, o bien estrechaban su mano y olvidaban su existencia. Tras unos cuantos encuentros, Keiris aún no había decidido cuál de aquellas actitudes lo azoraba más.

Nadie parecía reparar en que otras muchachas, casi tan jóvenes como Talani, engalanaban con guirnaldas de flores encarnadas a muchachos de edades afines.

Nadie parecía reparar en que los niños de dos y tres años correteaban por la orilla sin vigilancia alguna de los adultos.

Nadie parecía reparar en que, en las estribaciones de la negra cumbre, unas volutas de vapor brollaban de las entrañas de la tierra.

No, no reparaban en todo aquello, como tampoco repararon en que la tierra se estremeció poco antes del crepúsculo. Fue Keiris el único que se puso lívido, con todo su cuerpo tembloroso. Intentó persuadirse de que lo había imaginado, pero la sacudida había sido muy real, un estremecimiento seguido de unas más discretas oscilaciones del suelo. Absurdamente, las gentes de la isla no dieron importancia al suceso o, si lo notaron, no se alarmaron lo suficiente como para interrumpir sus chácharas.

El sol se ocultó tras el horizonte marino, se cerraron los pétalos de las flores y las gentes encendieron fogatas en la playa. Todos se aglutinaron en torno a los fuegos y cantaron baladas similares a las que deleitaron los oídos de Keiris en aquella otra ensenada, la primera vez que vio a las mujeres de las Mareas. Talani escogió uno de los círculos y obligó al joven a sentarse a su lado, apretujándose contra él.

Eran canciones dulces, canciones melancólicas, canciones que sonaban quejumbrosas al mezclarse con los susurros de las olas.

La muchacha apretó su cálido muslo contra el de su compañero. Descansó su brazo en el de él, y meció la melena en su hombro produciéndole un suave cosquilleo. Keiris permaneció sentado mientras se enlazaban las melodías, cada vez con mayor dificultad para reprimirse frente al reclamo de aquella piel tibia, de aquellos cabellos perfumados. Era una niña, y el joven no podía sustituir así, tan de repente, la severidad de sus convenciones por otras tan relajadas como las de aquella tribu.

No, no podía. Pero algo flotaba en el ambiente, una esencia sensual y fragante, compuesta de aromas de flores y el penetrante olor de la sal. Una esencia…

La rechazó, rechazó su embrujadora promesa, y casi de inmediato empezó a crecer en él un sentido de desorientación. Escuchó las coplas que allí se cantaban, algunas alegres, otras tristes. Admiró las estrellas, que se destacaban más y más en la negrura del cielo. Admiró junto a ellas las lunas, su nacimiento y cómo ascendían, y poco a poco algo terrible tomó consistencia en su mente. No sabía dónde se encontraba. Había venido a parar a una isla perdida, una isla de cimas humeantes y que se agitaba por dentro. ¿Qué distancia lo separaba de Neth? ¿En qué dirección estaba? Habían viajado hacia levante y luego un poco hacia el norte una gran parte del día, si bien viraron en varias ocasiones. Y no tenía ni la más remota idea del rumbo o rumbos que habían seguido mientras dormía.

Se hallaba entre extranjeros, en un paraje ignoto, y comenzaba a añorar la solidez del suelo de Neth bajo sus pies. Añoraba el palacio, los rostros familiares. Añoraba las frases pronunciadas en un idioma inteligible, las tonadas cuyos estribillos podía cantar. Palpó el silbato de concha que aún llevaba suspendido del cuello, pero apenas lo reconfortó. En el fondo de su desazón yacía una pavorosa verdad: se había alejado de su hogar e ignoraba cómo regresar. Y, aunque se metiera en el agua y localizara a Soshi, era incapaz de transmitirle su deseo de volver. El mamífero no comprendería su orden.

¿Y su padre? Inspeccionó la playa, mas no había rastro de Evin. No se había integrado en ninguno de los corrillos. Lo cierto era que, en el curso de las últimas horas, Keiris tan sólo lo había visto en la cabaña donde fue conducido por Talani nada más llegar.

¿Continuaba allí? Tan discretamente como pudo, el joven se movió para que su muslo dejara de estar en contacto con el de Talani. Se ladeó de manera que no se tocaran ya sus brazos. Ella lo miró, pero Keiris desvió la vista, esquivando sus ojos. Al fin, tras unos pausados y graduales movimientos, logró separarse de Talani y alejarse del grupo.

Cruzó la playa y se adentró con mucho sigilo, tanteando el terreno, entre los árboles.

La cabaña en la que se había entrevistado con Evin estaba desierta. No encontró más que una pequeña lagartija en sus dos estancias. Decepcionado, se demoró unos minutos en la elevada plataforma y, posados los ojos en la playa iluminada por las hogueras, pasó revista a los inexplicables acontecimientos que se habían sucedido en los dos últimos días. Se había zambullido en el océano. Había montado en la grupa de Soshi y había aprendido a temer un poco menos al agua. Había llegado a aquella isla, donde los hombres de las Mareas estaban tan ensimismados con sus festejos que ni siquiera habían advertido su intrusión, la de un forastero.

Había venido hasta aquí, y ahora, erguido en la plataforma de la cabaña de su padre, la singularidad de aquella tierra, de aquellas personas y su lenguaje lo sobrecogían tanto como antes le ocurría con el mar.

¿Y los cánticos? Mientras él seguía allí, suspirando por Neth, por su querido aposento, por su querida cama, los cánticos se fueron asemejando al oleaje. Subían y bajaban de tono implacablemente, ora hinchándose, ora refluyendo, pero sin morir nunca.

De nuevo con el frío a flor de piel, de nuevo asustado y desconcertado, el joven quiso aislarse entrando en el habitáculo. Mas las paredes de junco dejaban pasar todos los sonidos.

¿Cuánto tiempo se prolongarían los cantos? ¿Cuándo vendría su padre? Tomó asiento en un rincón de la habitación principal, se acurrucó y oprimió sus oídos con los dedos. Las baladas, una Marea Mortífera, siguieron lastimándolo hasta que se entregó en los brazos del sueño.