Keiris recobró el conocimiento lenta y dolorosamente. Yacía en un lecho, de eso se dio cuenta enseguida. Alguien iba y venía a intervalos regulares, haciendo pausas para atenderlo, para aplicarle sobre el rostro una esponja húmeda, para mesarle el cabello con dedos livianos, femeninos. A veces ese alguien vertía en su boca un líquido tibio, que se fraguaba un camino a través de su garganta. Si se atragantaba, le daba unas palmaditas y aguardaba antes de darle más. La mujer, quienquiera que fuese, apenas hablaba, si bien de vez en cuando su melena le rozaba la mejilla. Desprendía un aroma evasivo, indefinible.
Por los ecos de sus pisadas, concluyó que estaba en una cámara espaciosa y de techo alto. Supuso, inspirándose en los cambiantes murmullos del mar, que pasaban algo más que las horas, que las mareas se inflaban y caían, que los días transcurrían mientras él guardaba cama intentando abrir los ojos, intentando comunicarse, y fracasando en ambas cosas. Fracasando siempre.
Uno de aquellos días, después de que la mujer lo lavara y le diera de comer, después de que el habitual sonido de sus pisadas se hubiera alejado, a Keiris le respondieron por fin los párpados. Abrió los ojos, y en una nebulosa, miró a su alrededor.
La habitación era como había deducido, alta y de generosas proporciones. También era sombría, pues las paredes estaban construidas en una piedra porosa, lóbrega, y las ventanas, elevadas y estrechas, no admitían más que unos debilitados rayos solares. El muchacho se frotó los ojos, en un esfuerzo para aclarar su visión. Tapizaban los muros unos retazos verdes de formas caprichosas, caprichosa asimismo su distribución, como si creciera vida en ellos. Un vetusto arcón de madera veteada adornaba un lado de la estancia. Y, en el más oscuro rincón, había…
Inspiró despacio, produciendo un sonido silbante. En el rincón había la estatua de una mujer joven, jovencísima, encuadrada en una trama de hierbas marinas que se ensortijaban por todo su cuerpo, desparramado el cabello sobre el pecho. En cuanto a su cara, con la primera mirada sus ojos no pudieron apresarla. Ni, de hecho, el resto, pues al fijarse mejor Keiris vio que los filamentos que se enroscaban en sus brazos, en el cuello y en los pequeños y bien torneados senos no eran en absoluto hierbas marinas. Eran serpientes. Tenían los cuerpos entrelazados, y sus múltiples cabezas lo observaban con una única y ciega mirada.
El muchacho refrenó una exclamación y, levantando la vista, se expuso a otro examen ciego: el de ella. Éste lo hizo estremecer más todavía que el de los ofidios. Cada uno de los detalles que componían su figura esculpida estaba realizado con tanto primor, era tan real, que la sombreada vacuidad de sus ojos lo afectó sobremanera. Apartó la vista, mas de inmediato se forzó a volver a posarla en ella, a estudiar aquel semblante, un semblante perturbador de frente ancha y curvada; ojos muy espaciados, tan grandes que parecían gruesas gotas de negrura insertas en la pálida piedra de su cara; cejas de finas líneas; nariz respingona, con las fosas redondeadas; labios que describían no un arco, sino un círculo un poco achatado. ¿Qué aspecto adoptarían aquellos labios al sonreír? ¿Se ensancharían y doblarían hacia arriba en las comisuras? ¿O se retirarían simétricamente frente a los dientes, completando la circunferencia? Incluso la melena era extraña. Brotaba crespa de la abultada frente, para derramarse en tirabuzones y zarcillos indisciplinados alrededor de sus sutiles hombros.
Keiris tuvo un escalofrío. Estaba formada como una mujer: con dos brazos, dos piernas, dos pechos, ojos, nariz, boca y todo lo demás. Sin embargo, había un no sé qué inhumano en sus rasgos rugosos, en sus cuencas vacías, en su pose equilibrada, impávida, mientras las serpientes reptaban a placer por su rocoso ser.
¿Humana pero no del todo? Keiris tragó aire con un nuevo siseo, a la vez que se sentaba en el lecho y, luego, aunque débil aún, se fue incorporando lentamente. Al principio sus piernas se resistieron a sostenerlo. Hubo de avanzar primero un pie, luego el otro, para cruzar la cámara con pasos inestables y poder poner las glaciales yemas de sus dedos en la pétrea carne del pómulo de aquella figura. Las facciones resultaron ser tan extraordinarias al tacto como a los ojos.
Más singulares eran, sobre todo, los vestigios de membranas que unían sus dedos de mujer. Keiris las tocó y supo, finalmente y sin ninguna sombra de duda, qué representaba aquella estatua. Era una rermadken, una de esas fabulosas criaturas que cabalgaban sobre los mamíferos al igual que las tribus de las Mareas.
En efecto, hasta hoy él siempre había creído que los rermadkens eran unos seres más fabulosos que auténticos. Pero ahora advertía con plena claridad, por la diminuta y zigzagueante cicatriz del mentón de aquella imagen, por el desorden en que se arremolinaban sus rizos, por el modo en que proyectaba los labios, como si fuera a hablar, que el escultor que había creado tal obra no había trabajado basándose en fábulas ni fantasías de su cerebro. Su modelo había sido de carne y hueso, tan real como lo era el mismo Keiris.
Contempló la estatua meditabundo, intentando comprender. Reinaba en su pensamiento una gran confusión, mas una idea descollaba con nitidez. La existencia de un ser semejante significaba, estaba convencido de ello, que Norrid tenía razón y Harridys se había equivocado. Significaba que, en un tiempo, habían vivido dos razas distintas en el mar: los hombres-anfibio y los rermadkens. Dos razas que había que disociar. Esta mujer y la que se había inclinado sobre él mientras dormía en las proximidades de la cala se parecían, pero existían también profundas diferencias entre ellas.
En consecuencia, su padre, si pertenecía a las gentes de las Mareas, era simplemente un hombre que frecuentaba el mar. No era un extranjero de otros mundos, ni tampoco un rermadken. La sangre que le había dado a él, su vástago, era humana, completamente humana.
Keiris notó que la tensión de sus músculos se relajaba, como si hubiera salido airoso de una prueba.
«Pero sólo de la primera prueba», pensó, mientras observaba el resto de la cámara. Había encontrado a los seres-anfibio —estaba del todo seguro— y ahora sabía que se trataba de meros humanos, de procedencia adenyo para ser exactos. En cambio, no había encontrado a su padre. No había encontrado a su hermana.
Todavía quedaban las rías y la inmensidad del mar para buscar.
Retrocedió hasta la cama y se sentó con pesadumbre. La inmensidad del mar… Cerrando los ojos, contraído el estómago en un espasmo, se tendió y se esforzó en imaginar las dimensiones del océano, y los confines por los que se extendía.
Era inconmensurablemente grande, y sus límites inconmensurablemente lejanos. Y, en aquel universo infinito, había de localizar a un hombre y una muchacha.
A menos, por supuesto, que estuvieran aquí, en el interior del palacio o en algún paraje de los istmos.
Le pareció improbable que así fuera. Las mujeres que se cobijaban en la ensenada, cargadas de niños y ancianos, debían de haber salido a tierra durante las tormentas de finales de invierno para aguardar en lugar seco que el tiempo se asentara. ¿Por qué iban su padre y su hermana a quedarse en la costa? Amelyor había dicho que la chica era débil. ¿Lo era hasta ese punto?
¿Habría logrado sobrevivir si su fragilidad era superior a la de los otros hijos de las Mareas?
Keiris abrió los ojos y observó primero el techo, luego toda la sala. Los retazos verdosos en los que antes había reparado eran, según constató, plantas vivas. Crecían en las grietas de los muros, enderezando los tallos y trepando hacia las altas ventanas. Las observó, a la espera de que pasara la náusea, y luego volvió a levantarse.
Habían lavado, doblado y colocado pulcramente su ropa encima del arcón. Seleccionó una camisa, unos pantalones, y se vistió. Tras terminar la operación se sintió de nuevo mareado, por lo que tuvo que sentarse. Al cabo de un rato se calzó las botas, se colgó del cuello la pequeña caracola y abandonó la estancia en busca de alguien que contestara a sus preguntas.
Los pasillos, de inusitada longitud, estaban envueltos en sombras. Olían tanto a humedad, estaban tan impregnados de hedores salinos, que bien podían compararse al vestíbulo de Kasoldys. De cada hendidura surgían plantas que lanzaban sus ramajes en retorcidas volutas, hacia la distante luz solar. El mobiliario era exiguo, austero y de tosca elaboración, como si a nadie le importara lo bastante para derrochar arte en sus paneles.
Como si la belleza capturada en diseños permanentes valiera poco en aquel lugar.
Alguien, no obstante, sí había derrochado arte —y destreza— en la talla de la rermadken y en las otras piezas escultóricas que Keiris vio mientras avanzaba por los desiertos corredores. Eran asimismo semblanzas de rermadkens. Vigilaban sus progresos con ojos invidentes, enredadas en serpientes que las ceñían y enmarcaban, sus cabelleras en cascada sobre el pecho. Después de examinar varias de ellas, el joven comenzó a entristecerse. Un halo melancólico rodeaba aquel celo invertido en su creación, un aura de pena instalada en esos ojos vacíos, como si la persona que las había realizado hubiera puesto todo su empeño en insuflarles un soplo de vida y hubiera fallado en su empresa.
Tampoco había vida en los pasadizos del negro palacio. Keiris pasaba de un corredor vacío a otro. A veces el mar susurraba cerca, a veces sonaba en la distancia. Hizo un alto en su recorrido, junto a un ventanal que dominaba el océano. No estaba orientado ni hacia levante ni hacia poniente, lo cual lo dejó perplejo.
Había otros fenómenos inquietantes en el edificio. En diversas ocasiones escuchó ruido de voces, mas, al encaminarse hacia ellas, no encontró a nadie. En una ocasión, encontró una mesa donde habían comido recientemente, pero no halló ni las cocinas ni alcobas privadas que sugirieran la presencia de un ocupante.
Y, para salir a la terraza marítima, no hubo de atravesar unos regios aposentos particulares como los de su madre. Se limitó a abrir una robusta puerta, idéntica a tantas otras, y se asomó. Sobresaltado, retrocedió con presteza y con la esperanza de que no lo hubieran visto. Constituía una violación fundamental de la cortesía pisar un lugar de aquellas características sin haber sido invocado desde el estrado. Y, evidentemente, el individuo que se erguía en aquel estrado, el individuo que se giró agitando su ondulado cabello blanco, no lo había llamado.
—No te vayas.
El mandato, sonoro y cristalino, se impuso a los clamores de las aguas. El hombre de la melena cana bajó de la plataforma y dio unos pasos hacia Keiris.
El muchacho estaba paralizado. Manteniendo la recia puerta entreabierta con una mano, se preparó para una reprimenda.
El rostro del sujeto no reflejaba cólera, ni había enojo en sus ojos oscuros. Era alto y de extremidades largas, como los adenyos, pero presentaba una complexión más fuerte y una agilidad de movimientos insólita en alguien de su edad. Se cubría con una túnica ajustada que, en sus orígenes, debió de ser alba. Sus brazos, que tenía desnudos, eran fornidos y musculosos, sus labios llenos, sus ojos oblicuos. No cabía duda respecto a su origen adenyo, aunque nadie lo habría confundido con uno de los colegas de Harridys en la biblioteca de Sekid.
—Has tardado en despertar —lo saludó—. El murciélago arenoso tiene un aguijón muy nocivo.
¿El monstruo que lo había atacado se denominaba murciélago arenoso?
—¿Un murciélago? Nunca había visto un animal similar.
—Sólo anidan aquí, en los istmos, en determinados lugares. No suelen emigrar hacia el sur. Pero ¿cómo te sientes ahora que has superado el trance? Tu padre vendrá hoy, con la marea nocturna. ¿Estás suficientemente restablecido para recibirlo?
—¿Mi padre? —repitió Keiris, palideciendo.
La pregunta lo había pillado desprevenido. Su padre iba a venir, y aquel hombre quería saber si se había repuesto lo suficiente y tenía ánimos para verlo. Lo primero que se le ocurrió fue que lo tomaba por otro, y lo segundo, que no había salido aún de su letargo, que yacía en el lecho y soñaba, sólo que esta vez con peculiar vivacidad.
Su padre iba a venir.
—Has estado preguntando por él desde tu llegada, ¿no es verdad?
—¿Desde mi llegada? —El joven no tenía conciencia de haber hablado, aunque quizá lo había hecho. Quizá había hablado con la mujer que lo había cuidado.
—Varias veces. Y también antes, desde luego. En todo el litoral.
Keiris se pasó la lengua casi seca por los labios. La conversación evolucionaba demasiado aprisa, y los derroteros que tomaba eran inesperados. Quizá aquel individuo de pelo canoso no había entendido bien quién era.
—He viajado hasta aquí buscando a mi padre, sí. Me llamo Keir de Hyosis.
—Lo sé. Tu madre es Amelyor. No la conozco, aunque tengo referencias de ella. Disculpa, no me he presentado: soy Nestrin de Tierra. Actúo como medidor en este lugar, en Cabo Negro, durante los meses en que hay gente viviendo en las rías. Y he explorado el sur de Neth, si bien no últimamente. Satisfice tal curiosidad en mi juventud.
¿Medidor? ¿Qué clase de oficio era aquél, qué era lo que medía? ¿Había explorado el sur de Neth en sus años mozos? Por otra parte su nombre, Nestrin de Tierra, no dejaba de ser un tanto curioso. Keiris dudaba, con un sinfín de preguntas en la punta de la lengua. No osaba aventurarse. ¿Cómo sabía el tal Nestrin su nombre? ¿Cómo sabía que había venido en busca de su padre? El muchacho tenía la total certeza de que nadie le había precedido desde Kasoldys.
¿Podían haber traído la noticia los mamíferos? ¿Los mamíferos con los que dialogaba su madre? ¿O con los de Diryllis?
Él no había hablado con ninguno de los animales acuáticos, de eso estaba totalmente seguro. No había visto, durante los días en que anduvo junto al mar, ni a uno solo de aquellos seres, no hasta el episodio de la ensenada.
—¿Cómo llegué aquí después de que me atacara el murciélago arenoso?
—Sencillamente enviamos hombres a buscarte en cuanto oímos el grito.
¿El grito? ¿Así pues había logrado lanzar una voz de socorro? Trató de recordar, pero el intento no hizo sino agotar sus ya menguadas fuerzas. Se tocó la frente con dedos trémulos, deseando de repente volver al lecho. Le flaqueaban todavía las piernas y la cabeza volvía a dolerle.
—Creo…
—Creo que necesitas ayuda para regresar a tu alcoba —dijo Nestrin, con voz amistosa—, y que te sirvan un ágape reconstituyente. También necesitas dormir; cuando crezca la marea, ya habrás recuperado las fuerzas.
—Sí —convino Keiris débilmente.
Aquello era, punto por punto, lo que le hacía falta: reposar, comer y fortalecerse. Si los acontecimientos continuaban desarrollándose tan deprisa, si su padre iba a venir a lomos de la marea, tenía que encontrarlo en plena forma.
—Llamaré a la persona apropiada —se ofreció el hombre.
Subió una vez más al estrado y cogió una caracola, una estilizada concha de espiral que no guardaba ningún parecido con las que el muchacho había visto hasta entonces. Al soplar Nestrin, el instrumento emitió un tenue quejido.
La mujer que respondió no fue la misma que se había acercado a observarlo cuando dormía en la cala. Ésta era más joven, con la tez más cetrina y los ojos más almendrados. Ni fue tampoco, Keiris lo supo en cuanto dijo unas frases —frases para él ininteligibles—, la que lo había cuidado en su delirio. Sus acentos diferían notablemente.
Nestrin le dio unas sucintas instrucciones en una lengua desconocida, y se volvió hacia él para traducírselas.
—Le he ordenado que te guíe hasta tu aposento, te dé de comer y te deje descabezar un sueño. Te avisará tan pronto esté alta la marea.
—Gracias —musitó el joven Keir.
Apretó con fuerza su propia caracola en la palma cerrada mientras seguía a la mujer por los interminables pasillos. Una vez en la habitación, ésta le señaló el lecho, hizo una leve inclinación de cabeza y se retiró. Volvió poco después con una bandeja llena de viandas, la depositó en una mesita auxiliar y se ausentó tan silenciosa como antes.
La comida era familiar: algas, frutos marinos, marisco y pescado. El único exotismo consistía en el condimento oloroso, distinto al que ponía Kristis en sus guisos, pero el muchacho apenas lo notó. No sabía cuán hambriento estaba hasta que tuvo los manjares dispuestos ante él. Los engulló vorazmente, tragándolos sin saborearlos.
Su padre iba a venir con la marea. Concluido el almuerzo, se repitió las últimas palabras en tono quedo, para sus adentros: «Con la marea». ¡Ni siquiera había atinado a preguntar su nombre!
No, no lo había hecho, ni siquiera había preguntado tantas otras cosas que ahora se le ocurrían. ¿Desde cuándo acudían al lugar las razas de las Mareas para protegerse de las borrascas invernales? ¿Cuántos eran? ¿Por qué no sabían nada de ellos en los palacios sureños? ¿Por qué nadie sospechaba, ni aun intuía, que habían sobrevivido a la destrucción de las islas de Aden? ¿Sólo por una apatía que los inducía a desentenderse del destino de las tribus anfibias? ¿O quizá porque los eruditos como Harridys, arrogantes y altivos, preferían distanciarse todo lo posible de los «salvajes del mar»?
Nestrin no parecía un salvaje, ni tampoco la mujer que Keiris oyó cantar en la playa.
¿Y el palacio que ahora lo acogía? ¿Lo habían construido los hombres de las Mareas, o fue erigido por adenyos primitivos y luego abandonado?
Todas esas preguntas eran enigmas sin respuesta. Arrebujándose en la cama, el muchacho no tardó en quedarse dormido.
No despertó hasta que retornó la mujer y le dio unos golpecitos en el hombro. Keiris se sentó sobresaltado, desorientado.
—¿Qué pasa?
Había anochecido. Las lunas filtraban finos jirones de luz por las altas ventanas. La voz del mar era estentórea, perturbaba la intimidad de la estancia como si los muros de piedra se hubieran convertido en permeable papel.
La mujer retrocedió unos pasos, hablando con precipitación y en una jerga incomprensible. Se había cambiado el peinado, ahora exhibía el cabello recogido en derredor de la nuca. Y no vestía la ceñida túnica de tela del mediodía, sino unos pantalones de piel de lagarto y una camisa de buena hechura, de elegante corte y manga larga, cosida en idéntico material. En una mano esgrimía una lanza semejante a las que solían portar las tripulaciones pesqueras al salir a alta mar. Retrocedía, haciendo señas aturulladas al convaleciente.
—¿Está aquí mi padre? —preguntó Keiris, desconcertado.
A buen seguro no gesticularía de un modo tan poco ceremonioso para el encuentro con su padre, su escurridizo padre. Seguramente lo haría con más solemnidad para indicarle el evento. Seguramente, en definitiva, preludiaría su entrevista algo más que una apresurada odisea por unos corredores saturados de salitre, bajo la ciega observación de las estatuas rermadkens.
Fuera cual fuese su propósito, la mujer, al comprobar que el joven iba tras ella, no aminoró la carrera ni volvió a despegar los labios. Perseveró en su frenético avance, hasta abrir de par en par la puerta que daba sobre la terraza abierta al océano.
Keiris se asió a una de las hojas, con el corazón latiendo al límite de su resistencia. Se obligó a sí mismo a hacer una pausa para respirar hondo y normalizar el resuello. A los pocos minutos, con un acuciante sentido de irrealidad, condujo sus pasos al exterior. Los rugidos del oleaje eran avasalladores. Se diría que rompía debajo mismo de la terraza. Las lunas se dibujaban muy juntas en un cielo casi despejado, de tal suerte que sus haces teñían de plata el suelo embaldosado. El estrado estaba vacío, según pudo advertir Keiris. Cerca de la pared había un hombre. Se dio la vuelta.
Los rayos lunares esculpieron sus rasgos sobre un fondo de sombras. Eran inconfundibles. El joven, incapaz de moverse, como hipnotizado, miró a su padre mientras éste se aproximaba.
Era más alto de lo que él había supuesto. Su corpulencia, su reciedumbre, hacía honor a la descripción de Amelyor. Aunque no era tan musculoso como un nethlor, se percibía una gran fuerza en cada uno de sus miembros, además de la consustancial gracia de los adenyos. Tenía las facciones bien delineadas, pero sus ojos eran más oblicuos y sus labios más gruesos de lo que él había imaginado. Había algo en la cara de aquel hombre que Keiris no había apreciado en los dibujos y tallas que había estudiado antes de dejar Hyosis: un aire de inteligencia, de autoridad, un carácter seco y desafiante.
—Saludos, Keir de Hyosis. Has recorrido un largo camino para encontrarme. Han pasado muchos años.
El rostro del joven enrojeció. Su padre se expresaba con desenfado, casi bromeando, como si se tomase a la ligera el viaje que había realizado y las razones que lo habían motivado. Dolido, le espetó su propósito abruptamente:
—He venido en busca de mi hermana. Me manda mi madre. Debo comunicarte, de su parte, que te llevaste una propiedad que le correspondía a ella de acuerdo con lo estipulado en las convenciones. Es el momento de que se la restituyas. En compensación…
Se calló, de repente, y arrugó la frente en un ademán ceñudo. «En compensación, podía quedarse con lo que era suyo». Así lo había expresado Amelyor, si bien hasta este mismo instante, el joven Keir no había reparado en lo que significaban esas palabras. Su padre podía, si quería, quedarse con él. Porque, según las convenciones que acababa de citar, la mujer tenía pleno derecho sobre la descendencia femenina y el hombre sobre los hijos varones.
El mensaje con el que su madre lo había lanzado a la aventura era ofrecer un hijo a cambio de una hija. Le ardían las mejillas. ¿Cómo no lo había comprendido antes?
Su padre enarcó sus oscuras cejas, cuestionando la abrupta interrupción del discurso de Keiris.
—¿Es eso lo que has venido a decirme? —inquirió abiertamente al ver que el muchacho no proseguía—. Habrá que discutirlo, aunque no son éstas las circunstancias idóneas. ¿Qué opinas tú? ¿Cree de veras Amelyor que puedo complacerla en su petición? ¿Cree que enviaré a Ramiri así, sin más, de regreso a Hyosis después de todo el tiempo transcurrido, cuando no conserva remembranza ninguna de vuestro mundo, cuando es de los nuestros, sin nexos de ninguna índole que la unan ya a vosotros? Nexos de ninguna índole —insistió.
—Sólo cumplo el encargo que Amelyor me dio para ti. Las convenciones…
—No estamos sujetos a las convenciones del sur de Neth. Nunca lo estuvimos. Algunos de nosotros invernamos en aquellas costas, pero eso no nos liga a vuestras reglas. Sólo un puñado de gentes del sur hacen especulaciones sobre nuestra existencia, y tienen miedo de plantearlas en voz alta porque los académicos los denunciarían. Puedo hablar de todo esto contigo, ¿no? Lo lógico es que, si has llegado tan lejos, sepas ya quiénes somos. Lo lógico es que te hayas formado alguna hipótesis.
El muchacho soltó todo su aliento, azorado.
—Sí, sé que sois los «salvajes del mar». —La insultante palabra escapó entre sus labios sin proponérselo.
Lejos de enfurecerse, su padre estalló en carcajadas.
—«Salvajes del mar», ¡ja! Observo que nada ha cambiado. Todavía os obstináis en llamarnos «salvajes», y nosotros bautizamos a los de tierra adentro, a vosotros, con títulos que nada tienen que envidiar a esa insolencia. —El hombre entornó los ojos y asomó su mirada escrutadora—. ¿Te divertiste en tu paseo por las aguas?
¿Se refería al viaje que hizo sobre la grupa del mamífero? Sí, claro, no podía ser otra cosa. El joven se puso rígido ante el tono retador de la pregunta.
—¿Fuiste tú quien lo mandó a buscarme?
—No, yo estaba entonces en otra cuenca marina. Fue Nestrin quien se ocupó de facilitarte transporte, tras el arribo de las mujeres a Cabo Negro. ¿Te habías hecho ya a la mar? ¿Tripulas en Hyosis los barcos de pesca? Esta… —El hombre señaló la pequeña concha suspendida del cuello de Keiris. ¿Por qué todo lo que decía parecía un desafío, incluso cuando hablaba, como ahora, en tono desenfadado, entre sonrisas?
—Perteneció a Nandyris. —El joven tragó aire, una larga bocanada, y expelió su propio desafío—. He adivinado lo que eres, mas ignoro tu nombre. El que le diste a Amelyor era falso.
—¿Ah, sí? —Si su padre había reconocido la acusación que subyacía en sus palabras, no dio muestras de ello—. En realidad, un nombre no es más que la conjunción arbitraria de dos o tres sílabas. No tiene nada que ver con la persona.
—Tú conoces las sílabas del mío —replicó, altivo, Keiris—. Yo, a la recíproca, debo conocer las que te designan.
—Puedes llamarme Evin.
—¿No me engañas también a mí?
¿Por qué persistía aquel hombre en jugar con él, en emplear aquella socarronería verbal mientras observaba todas sus reacciones con una mirada aguda, afilada? ¿Se había propuesto enfadarlo? ¿O, más bien, lo estaba poniendo a prueba? Si era así, ¿sobre qué pautas?
—Si este detalle es tan importante, te ratifico que Evin constituye mi apelativo en tierra. Y, hablando de lo que es o no importante, ¿hasta qué extremo lo es que Ramiri vuelva a Hyosis contigo?
—Es trascendental para todos nosotros. —De nuevo, el joven inspiró prolongadamente—. La voz de mi madre ha empezado a mermar y Nandyris ha muerto.
Las oscuras cejas de Evin se juntaron en una brusca sacudida, como un espasmo.
—¡Oh! No me había enterado de esa pérdida. Recuerdo que para Amelyor era su mayor tesoro. Lo lamento muchísimo.
—Sucedió… —Keiris titubeó, no sabía el tiempo que había transcurrido desde que había salido de Hyosis—. Ocurrió a comienzos de la estación. Era la sucesora de mi madre, aunque todavía no había subido al estrado. Hoy no queda nadie para hacer sonar las caracolas.
—¿Qué hay de tus otras hermanas, de Pendirys, Lylis y Pinador?
—No tienen aptitudes. Se han mudado a Sekid.
—La hermana de Amelyor, ¿no tenía ella hijas?
El muchacho negó con la cabeza. Evin se alejó hacia el estrado y, de perfil, elevó su mirada en dirección a las lunas.
—¿Y tú? —preguntó despreocupadamente, acariciando la concha de contorno espiral.
Keiris notó que sus mejillas se encendían aún más.
—¿Habría atravesado el país entero rastreando el paradero de mi hermana si poseyera el don de hacer sonar las caracolas?
Hablaba con una ira contenida, acerba, y se arrepintió en el acto de haberse delatado de manera tan irreparable. Por otra parte, ¿qué sentimiento podía abrigar si no? La culpa era de su padre. Aquélla era una pregunta que no debía haber hecho.
Evin regresó a su lado y lo observó detenidamente, esta vez sin un asomo de humor.
—Hace un rato te he preguntado si te había divertido cabalgar a lomos de la buena de Soshi. Todavía espero una respuesta.
—No, no me divertí. Pasé miedo y frío.
Keiris casi escupió las palabras. Si su progenitor había de hacer un inventario de todos sus defectos, ya contaba con dos datos más.
—Es normal —lo disculpó Evin—. Te has criado en un palacio, no accediste jamás al agua sin el casco de un velero interpuesto entre las olas y tú. En todos los años que permanecí en la región sur de Neth no me tropecé con nadie, hombre o mujer, que no temiera al mar.
—Nandyris no, ella no —replicó con rapidez el muchacho, a la defensiva.
—¿Seguro que no? Piénsalo bien, Keiris. Me acuerdo perfectamente de cómo afrontaba sus aprensiones incluso en la más tierna infancia. A unos niños les gustan los abalorios que brillan, a otros las golosinas… o los dulces amargos. Sin embargo, a Nandyris le encantaba provocar situaciones en las que asustarse a ella misma. Lo encontraba estimulante.
El joven Keir buscó, confundido, argumentos para rebatir. Pero su padre no le dio opción para seguir meditando sobre la llorada hermanastra, sobre sus alocadas temeridades y las causas de éstas.
—Ven. Voy a enseñarte algo que es muy hermoso para mí. Debes decirme si puede serlo para ti también.
Deprisa, armado con la concha de espiral, el hombre se encaminó hacia el extremo de la terraza.
El muchacho, vacilante, lo siguió. Los ecos ensordecedores del rompiente crecían con cada paso que daban y, al llegar a la barandilla, que en realidad era un muro bajo, Keiris quedó sin aliento.
—Las Mareas Mortíferas —anunció, asomándose sobre el pretil—. Ya las tenemos aquí.
Tanto se había hinchado el océano, que el palacio parecía flotar en precario equilibrio. Systris y Vukirid avanzaban muy hermanadas en la bóveda nocturna, llenas sus caras. Su luz creaba cimas y valles animados, versátiles en la furiosa superficie. El primer impulso de Keiris fue dar media vuelta y trepar hasta un terreno más alto antes de que el flujo aumentara.
—Las criaturas a las que les asusta el agua las llaman así. Nosotros, sin embargo, las denominamos las Mareas del Reencuentro. Y, si todavía aspiras a llevar a Ramiri hasta Hyosis, debes acompañarnos y asistir a ese reencuentro, asistir a la asamblea. Hallarás a tu gemela en el sitio donde se celebra, y podrás preguntarle todo cuanto se te antoje… si tu misión es lo bastante importante como para cabalgar de nuevo sobre el mar.
¿La asamblea? ¿Cabalgar sobre las aguas para ir a una asamblea?
—¿Qué diablos…?
Pero Evin ya había aplicado los labios a la caracola. Extrajo de sus oquedades una nota larga, un lamento que provocó un escalofrío en la espina dorsal del muchacho.
Respondieron a aquel plañido antes de que se extinguiera. Un centenar de cuerpos que gemían, tronaban, chillaban y barbullaban surgieron del océano. Quizás eran más de cien, quizás había un millar. Estupefacto, Keiris contempló todos aquellos mamíferos que su imaginación jamás había soñado… y otros que la excedían. Seres grises, blancos, negros, criaturas descomunales que expulsaban y arrojaban a borbollones sus surtidores de vapor acuoso. Los picos de plata, aletas doradas, colas blancas, nadaban de un lado a otro cual saetas gigantescas, y sacudían las cabezas, saltaban y salpicaban al remover el líquido elemento con sus poderosos coletazos. Había especímenes de dorso abultado y de dorso hundido, de aletas altas como crestas y de aletas cortas, rectas, caídas. Los había de piel lisa y color uniforme, y los había también de piel veteada, incrustada de verrugas y tumores. Los había que brincaban a insospechada altura y los había discretos, semiocultos en el vaivén del mar y sin mostrar más que un ojo vigilante. Su algarabía ahogaba el bramar del oleaje. Keiris tuvo que taparse los oídos y apartarse del muro.
Volvió su padre a tocar la caracola, y murieron todas las voces. Los ágiles mamíferos, los que danzaban en círculo o se proyectaban hacia adelante, los que se agitaban, callaron y se inmovilizaron en el agua.
—¿Te decides a montar? —preguntó Evin a su hijo—. No tienes otra alternativa.
Keiris lo miró anonadado. ¿Montar para ir adónde? A la asamblea, sí, pero ¿dónde era eso? ¿Qué distancia había? Las aguas estaban crecidas y encrespadas. Lo más probable era que se ahogase si trataba de surcarlas montado en la grupa de uno de aquellos animales. Miró a su padre con ojos ansiosos, y leyó un desafío en aquellas pupilas, un desafío ahora sin paliativos. Esta vez, no había rastro de humor en ellos.
—No podemos aguardarte eternamente —apremió el hombre—. Todos cuantos se han refugiado estos meses en los istmos han sido convocados. Llegó la hora.
El muchacho se dio la vuelta, y tuvo un gran sobresalto al comprobar que un verdadero gentío atestaba la terraza. Hombres, mujeres y niños corrían en tropel por las toscas losas del suelo, riendo y gritándose. Todos iban ataviados como su padre, con túnicas y pantalones de piel de lagarto de esmerada confección. Las mujeres se habían atado las melenas en moños o colas. Algunas acunaban bebés en los brazos. Otras blandían lanzas. Muchos de los varones llevaban en volandas a las criaturas de pocos años, mientras los mayores correteaban en pandillas.
—Por favor…
Era preciso que Evin le explicara el motivo de aquel revuelo. ¿Por qué se abalanzaban todos hacia el extremo de la terraza? ¿Por qué los adultos ayudaban a niños y ancianos a encaramarse al muro? ¿Por qué, ya en el borde, unos y otros se precipitaban al vacío? Y, muy especialmente, ¿por qué al entrar en contacto con las amenazadoras aguas, sobre las que se despeñaban por propia voluntad, lo hacían contentos y felices?
¿Cuál era la razón de que trepasen a lomos de los mamíferos, sosteniéndose en las resbaladizas pieles de éstos con las rodillas hincadas y los dedos cerrados en torno a las aletas?
¿Cuál…?
Evin no dijo ni una palabra. Se había subido a la barandilla, igual que los demás, y ahora se daba la vuelta hacia el mar, flexionando el cuerpo para zambullirse con atlética precisión. Hendió la espumosa superficie y desapareció. Keiris había contenido el aliento durante tanto rato que sus pulmones se rebelaron. Entonces escudriñó el agua para buscarlo.
Cuando el hombre emergió, lo hizo junto al más impresionante de los colosales blancos. Sacó la cabeza, dio unas enérgicas sacudidas y acto seguido empezó a encaramarse sobre el lomo del animal. Lo hacía como un experto, como si hubiera realizado aquella operación en innumerables ocasiones y fuera el jinete habitual de aquel ser descomunal. Cuando se hubo colocado, se volvió hacia el muchacho y agitó la mano haciéndole señas, retándolo a imitarle.
Paralizado, Keiris miró de hito en hito a su padre y a los demás, miró cómo los animales empezaban a trasladar airosamente sus cargas. No quedaba nadie en la terraza. Todos estaban en el mar. Todos, excepto él. Keiris se arrimó al parapeto con una súplica que gritaba en su garganta, oprimiéndole las cuerdas vocales. Lo único que quería era entender lo que estaba sucediendo. Mas ¿quién oiría su voz en medio del estruendo de las olas?
Si daba el gran salto —un pensamiento que, al perfilarse en su mente, hacía retumbar su corazón con tal fogosidad que la sangre se le agolpaba en los oídos—, si daba el salto, ¿qué certeza tenía de alcanzar el lomo de un mamífero? ¿Qué certeza tenía de que no perecería ahogado, prisionero de los remolinos de las mareas?
Si no lo daba, jamás encontraría a su hermana. Lo sabía, eso sí, con total seguridad. Su padre lo había desafiado: sus gestos y su conducta no reflejaban otra cosa. Si no aceptaba el reto, su padre no volvería por él y el muchacho jamás lo localizaría, aunque pusiera el mundo boca abajo.
Espió las aguas en una agonía, revisando todas las preguntas que no había formulado a su padre, recapacitando sobre todo lo que nunca averiguaría si se rezagaba demasiado, enumerando las recriminaciones que se haría si regresaba al sur, solo. Unas recriminaciones que serían tan innumerables como las olas.
Le pesaban los pies y tenía las piernas agarrotadas. El esfuerzo de subirse al muro le pareció el más denodado de toda su vida. No obstante, el siguiente resultó aún cien veces mayor. Cerrando los ojos, inspirando, se lanzó al océano.