Keiris nunca había pensado muy seriamente en las complejidades de las mareas. Aquel tema era competencia de los hombres y mujeres que tripulaban las naves pesqueras o, también, de los prácticos de los muelles, responsables de reparar tales embarcaciones cuando fondeaban. Él sabía que subían y bajaban por influjo de las lunas, sabía que los dos satélites invocaban al mar y las aguas volaban a su encuentro como líquidos amantes. Sabía asimismo que, siempre que Vukirid navegaba tomándole cierta delantera a Systris o rezagándose, las mareas y las resacas eran moderadas, aunque frecuentes. Sin embargo, durante el período anual en el que ambas viajaban en compañía, el océano se hinchaba tanto que en Hyosis los prácticos arrastraban los barcos cuesta arriba y los resguardaban de sus inclemencias en los hangares.
No había conocido a nadie que se hubiera ahogado en la estación de las mareas más altas, pero era verdad que aquí, en el angosto cuello de Neth, las aguas parecían mucho más peligrosas que en su país natal. Así pues, a lo largo de las tres jornadas siguientes vigiló con extremada atención el mar y la tierra que lo rodeaban. Si había indicios de vegetación acuática en las rocas, si veía pechinas recién depositadas, avanzaba deprisa. Sólo se detenía a descansar allí donde no hallaba signos evidentes de que las aguas se retiraban, y no dormía hasta que las mareas iniciaban su descenso, ya fuera de día o de noche. Y no faltaron momentos en los que, a causa del espesor de la niebla, apenas sabía si lo rodeaban las luces del crepúsculo o del alba.
Realidad y ensoñación: gradualmente, a medida que se adentraba en la región situada al norte de Kasoldys, ambas comenzaron a confundirse. Soñaba que caminaba, caminaba en sueños. Estos sueños suyos no eran alentadores ni reconfortantes, sino sueños desapacibles, poblados de rompientes fragorosos y agarraderos resbaladizos. Sueños de unas brumas tan densas que lo asfixiaban. Sueños de luces en tal grado difusas que, a veces, al nacer la jornada o al extinguirse, no era capaz de diferenciar los rayos lunares de los del sol.
En las primeras horas de la cuarta mañana, después de haber dejado Kasoldys tras sí, la niebla se levantó de manera imprevista y el joven pudo cubrir un tramo bajo la luz del astro diurno, mientras la marea ascendía lentamente. Avanzó hasta darse cuenta, muy a su pesar, de que se acercaba al final de la tierra firme. Avanzó hasta tener sólo mar a ambos lados, y también delante, metida la tierra en sus fauces castigadoras.
Azuzado por un pánico instintivo, Keiris se volvió y observó la ruta que había seguido. El agua continuaba subiendo, y él ignoraba cuándo y dónde iba a detenerse. Si ascendía mucho más, si inundaba la senda que lo había conducido hasta esta punta de tierra, ¿qué suerte correría?
Comenzaron a temblarle las piernas. Su cuerpo entero se estremeció. No eran escalofríos violentos, pero a él le calaron tan hondo que incluso tenía dificultad en respirar. Había llegado a la frontera de su medio, la tierra, y lo acuciaba un miedo tan poderoso como un golpe físico. Se sentó abatido, sin fijarse dónde, y contempló el espectáculo del azote de las aguas.
Ansiaba levantarse. Más aún, ansiaba poner pies en polvorosa. Pero no podía permitirse ninguna de las dos cosas porque se daba cuenta de que, si ahora retrocedía, no dejaría de huir hasta desandar todo lo andado. Más tarde, aunque quisiera, no llegaría de nuevo tan lejos, pues ahora era consciente de lo que le esperaba: el miedo y un mar hostil. Además, ¿qué les contaría a Naomis, a Norrid y a su madre si regresaba? ¿De qué modo les explicaría su incapacidad para finalizar la búsqueda? ¿Qué pretextaría ante su propia conciencia? Imaginó las carcajadas de Rykiris y se estremeció, sintiéndose muy desgraciado.
Tenía que continuar. Al menos, no había restos de hierbas marinas en las rocas donde se había acomodado. Pero ¿hasta qué punto era significativo este detalle en una época del año en que las mareas ganaban vigor cada día que transcurría? No lo era en absoluto. Que el agua no hubiera bañado las piedras la víspera no significaba que no fuera a bañarlas hoy.
Pese a tantas aprensiones, se exhortó a permanecer sentado. Lentamente, la neblina regresó y posó sus garras mojadas en su persona. El aire, plateado, se ensombreció hasta que todo adquirió una tonalidad gris plomo. ¿Se anunciaba el crepúsculo? ¿O bien se habían solidificado los cúmulos nubosos que ya amortajaban el cielo? No podía decirlo. Poco después, una vez hubo remitido su anhelo de huir, desabrochó las correas de su zurrón y comió. Luego echó una cabezada.
Cuando despertó, la niebla se había disipado. El sol aparecía bajo en el cielo, coloreando el mar de tonos rojizos. Y, ahora, había tierra ante Keiris, un largo puente que lo invitaba a pasar. Era estrecho, resbaladizo, y alfombrado de flora oceánica; pero era un brazo de tierra al fin y al cabo.
Rígido, el muchacho se incorporó. Se dio la vuelta y miró atrás para ofrecerse una postrera oportunidad de abandonar su propósito, y echó finalmente a andar, tanteando el paso de una roca a otra, apoyando una bota y luego su compañera, asegurando cada zancada aun en los trozos cubiertos de arena menos accidentados.
Le pareció que transcurrían meses, años y hasta siglos de su vida en aquel empeño de aquilatar los tramos que separaban las rocas o las franjas de arena lisa, durmiendo donde podía, comiendo siempre que el hambre le atenazaba el estómago, espiando las cambiantes mareas con ojos inquietos. Anduvo gran parte del tiempo inmerso en una cortina de niebla. A intervalos, el sol conseguía abrirse una brecha y le mostraba el cromatismo del mar y la tierra. Algunas veces se encaramaba a un promontorio y caía en un profundo sopor, durmiendo varias horas libre de la obsesión de las mareas. Otras, no obstante, erraba en sus cálculos y quedaba embarrancado en un reducido peñasco o en una franja de arena, mientras las aguas ascendían. Cuando eso ocurría permanecía sentado durante horas, con todos los músculos doloridos, y aguardaba la retirada del océano, aguardaba y confiaba en no haber cometido, sólo por aquella vez, una equivocación fatal. Si el océano subía un poco más antes de volver a retirarse…
Pero nunca sucedía lo peor. La marea acababa por rendirse, y él reanudaba su camino. Así transcurrieron dos días, tres, cuatro, quizá más.
La canción ya no venía a embrujarlo por las noches. No soñaba con tentáculos ni ojos amarillentos. Mas tampoco se desenvolvía del todo en el reino de la realidad, ora en vela, ora aturdido. El agotamiento, el temor, el tenaz latir del agua, desfiguraban los límites.
Tan indefinidos eran estos límites de la realidad, que Keiris creyó estar soñando la tarde en que descubrió la cala. Faltaba poco para el ocaso y, aunque la marea estaba alta, caminaba por una acusada prominencia y el bramar de las olas no era sino un siseo en la distancia. La neblina se había consumido horas antes, y no había regresado. Flotaba en el aire una mayor tibieza que en los atardeceres anteriores. Las estrellas festoneaban en el cielo las rutilantes figuras de las constelaciones. El viajero hizo la pausa de la cena con una inusitada sensación de bienestar. Después de terminar su ágape, extendió su jergón sobre el suelo seco y se tumbó.
Fue entonces cuando percibió la canción. Vino festiva, dulce, no quejumbrosa como tantas otras noches. Fluía igual que el agua, no la del mar sino el agua más remansada de un manantial, límpida y transparente. Keiris se arropó todavía más, arrullado por aquella cascada de sílabas.
Suyolo, sulala, sutri
Miyoli, mibona, mitri
Tri-lili, tri-lili, trala
Bandansi, milu
Bandansi tu…
Palabras familiares. Palabras que podría haber conocido desde la infancia, que conocería desde la infancia de haberse quedado su padre en Hyosis.
Pero la voz continuaba, esta vez con otras palabras, una estrofa que desconocía:
Natolo, natila, nata
Chondolo, chondona, chonda
Mi-lili, mi-lili, mila
Mondusi, milu
Mondusi tu…
Las palabras surgían en torrentes tumultuosos, tan encantadores, tan líquidos, que pasó largo rato antes de que el joven pudiera conjurar su hechizo y apartara la manta, con el corazón saltando enloquecido.
Alguien cantaba, y no en un sueño o un delirio suyo, sino en la oscuridad y no muy lejos de allí. Ese alguien sabía algo más que unas pocas líneas de la balada. Conocía todas sus estrofas, todos sus versos. Alguien que…
Mientras Keiris se hacía tales disquisiciones, la voz osciló y languideció. El siseo del mar la sofocó por unos instantes. Pero pronto rebrotó, imponiéndose. Tembloroso, el muchacho se levantó. No había decisiones que tomar. No abrigaba dudas sobre lo que debía hacer. Recogió su jergón, su zurrón y, con ambos a cuestas, se dispuso a seguir el sonido de la melodía.
Para entonces, Systris y Vukirid se recortaban en el cielo. Alumbraron su camino con diáfana claridad. No tuvo que avanzar mucho antes de trepar a un saliente, desde donde se asomó sobre la cala.
Vio, en el claro de luna, que las aguas de la ensenada estaban calmas. Describía ésta una ancha curva, un arco enmarcado asimismo por una amplia playa de arena. Al fondo, al abrigo de una arboleda, divisó chozas, unas cabañas construidas no con maderas y paja, sino íntegramente de ramajes. Eran pequeñas y había, quizá, una docena de ellas.
En la playa, reunidas en derredor de una fogata de leños traídos por el mar, había otras tantas personas: unos veinticuatro adultos, en su mayoría mujeres con niños en sus brazos. Completaban el grupo unos cuantos ancianos, muy ancianos. Keiris percibió su fragilidad incluso desde donde se encontraba.
Le costó un poco localizar a quien cantaba en medio de todas aquellas mujeres. Estaba de rodillas, de espaldas a él. Se inclinaba, al parecer, sobre un bebé, acunándolo mientras entonaba la balada. Lo mecía suavemente, y repetía aquellas melosas sílabas sin aparente esfuerzo.
El joven Keir, muy quieto, miró y escuchó, hasta que se le erizó el vello de los brazos y de la nuca.
Aquellos seres no eran nethlors. Alcanzaba a verlo, sin margen de error, a la luz del fuego y de las lunas. Alcanzaba a ver la minúscula longitud de sus extremidades. Alcanzaba a ver sus melenas morenas, aterciopeladas. No, decididamente no eran nethlors.
¿De quiénes podía tratarse pues? ¿Había hallado a los salvajes de las Mareas, o tal vez a un grupo aislado de adenyos que habría desertado de algún palacio norteño?
¿Existían tales exiliados? Nunca había oído hablar de ellos.
Abajo, en la cala, la primera cantante se sentó sobre sus talones, meció a su niño una vez más y enmudeció. Otra mujer alzó la voz en una melodía distinta. Keiris permaneció allí sin atreverse a mover, tratando de pensar qué debía hacer.
¿Debía bajar y preguntar a aquellos extraños quiénes eran? ¿Acercarse y observar mejor su aspecto antes de abordarlos? No parecía haber maldad en ellos, la maldad no podía anidar en nadie que cantase así. Pero ¿lo entenderían si los interrogaba? ¿Comprenderían la lengua común, o el adenyo clásico? Ni a uno ni a otro idioma pertenecían las palabras de sus nanas.
Quizá se espantarían si se presentaba en medio del corro.
O quizá se mostrarían adustos e inhospitalarios como los habitantes de Kasoldys. Y Keiris se resistía a sufrir una decepción como aquélla después de haberse aventurado tan lejos, después de oír unos cantos tan fascinadores.
Absorto en su dilema, tardó demasiado en decidirse. La segunda mujer concluyó su balada y todos se levantaron. En silencio, las mujeres y los ancianos se encaminaron hacia sus respectivas chozas, dejando que las brasas se extinguieran por sí mismas.
Suspirando, el muchacho se puso en cuclillas y se sentó sobre sus talones. Esperó hasta que en la playa no hubo ni ruidos ni movimiento alguno. En esta quietud, con el mayor sigilo posible, se dirigió hacia la agonizante hoguera.
El agua lamía delicadamente la cala. Había en la arena huellas, unos maderos que no habían ardido y, en suma, nada revelador sobre la identidad de aquellos personajes. Keiris sopesó con una mano una rama retorcida y desvió la mirada hacia los árboles que daban amparo a las cabañas. Nunca antes había visto unos habitáculos de este tipo. Estaban apiñados, cada tronco coronado por una copa de follaje áspero, reseco, y este follaje crujía al compás de la brisa.
Aparte de sus ecos, nada perturbaba el sosiego salvo la musical caricia del mar al verterse en la arena.
El joven permaneció arrodillado junto al fuego, observando las cabañas, hasta que murieron los rescoldos. Hacía una noche cálida. Después del frío de las veladas anteriores, aquella temperatura le parecía un bálsamo. Nadie se agitaba. Nadie se movía. Aguardó todavía un poco, y finalmente se dirigió a la arboleda para prepararse allí la cama. Ya resolvería a la mañana siguiente cómo trabar conocimiento con las mujeres del poblado.
No oyó la canción de su padre al dormirse. Y no soñó.
No soñó, a menos que la mujer que se inclinaba sobre él un tiempo más tarde fuera una imagen onírica, y no se lo pareció. La aceleración de su resuello, fruto del asombro por haberlo encontrado, era demasiado real. El calor de su muslo al hincar la rodilla en su costado, demasiado tangible. Incluso olía el aroma de su piel al aproximársele. Keiris acabó por despertarse y examinó con los ojos muy abiertos aquel rostro femenino.
Sus rasgos eran adenyos, aunque con algunas diferencias. La frente, alta y pronunciada, le otorgaba un aire intrépido. Los ojos resultaban sorprendentes, de un negro intenso, oblicuos, encima de sus elevados pómulos. Su boca era grande como la de Amelyor, pero presentaba unos labios carnosos que ésta no tenía. Incluso su cabello, su copiosa y reluciente melena negra, poseía una especial singularidad. La llevaba suelta, bien peinada, derramándose sobre los hombros. Keiris no reconocía el tejido de su atuendo, ni podía definir su color bajo los rayos lunares, un color que bien podía ser plateado, blanco, gris.
No parecía asustada. Sencillamente, se había arrodillado a su lado y lo escudriñaba. El muchacho se humedeció los labios, tratando de despejarse. Sin embargo, antes de que lo lograra, antes de que atinase a hablar, la mujer se levantó y se alejó sin articular una palabra. Keiris se dio la vuelta para verla partir. Embotado aún, incapaz de erguirse y de seguirla, se acomodó de nuevo en el lecho.
Cuando despertó, entrada ya la mañana, las cabañas estaban vacías. Tras despabilarse, se embutió en la última muda limpia, sorteó raudo algunas hileras de árboles y tropezó con el desazonador silencio de un asentamiento desierto.
Las mujeres, sus pequeños, así como los quebradizos ancianos que se habían congregado la víspera en torno a la fogata, habían desaparecido. En sus hogares no quedaba nadie. No se oía otro ruido que el susurro discordante del follaje.
Desanimado, afligido, Keiris inspeccionó los chamizos en busca de alguna prueba de que las mujeres los habían abandonado de forma precipitada. No halló pertenencias olvidadas. No halló objetos tirados en un acceso de pavor. No halló indicio alguno de que se hubieran ido porque él las había descubierto.
Lo único que encontró, al ampliar su rastreo, fue una ordenada fila de pisadas que se interrumpía en el borde del agua de la cala.
Durante unos momentos fijó los ojos en la arena, sin dar crédito a lo que veía. La marea estaba baja. El agua había allanado el terreno hasta convertirlo en una blanda alfombra. Las huellas se recortaban con nitidez sobre la playa y se perdían en el mar.
Lentamente, el joven levantó la cabeza y observó la ensenada. El cielo estaba azul. Se divisaban, en lontananza, las rocas que custodiaban la cala. La brisa matinal encrespaba el dócil oleaje. El sol arrancaba reverberaciones metálicas de la superficie del agua.
No había mujeres, o figuras humanas, ni en el mar ni en los distantes peñascos. En ninguna parte. Keiris no atisbó tampoco vestigios de su paso por algún otro lugar de la arenosa playa. Se habían metido en el océano y no habían salido.
Ya no tenía ninguna duda de que fueran gentes de las Mareas. ¿Quién si no se internaría en las aguas sin emerger al poco rato? ¡La visión que había tenido de ellas había sido tan fugaz! Las había visto alrededor del fuego. Había escuchado sus cánticos. Una de aquellas mujeres se había arrodillado sólo unos instantes junto a su cuerpo dormido. Ahora, empero, se habían esfumado.
El muchacho cerró los ojos para rememorar las notas de la balada de la noche anterior, para rememorar a la vez los rasgos de la mujer que se había inclinado sobre él: su óvalo bien perfilado, aquellos ojos oblicuos, las anchas mejillas y el destellante cabello negro. Apretando los párpados aún más, evocó asimismo el fresco perfume que despedía su piel.
Un espasmo más de tristeza que de furia se apoderó de su garganta. Había dado con una tribu de seres-anfibio, pero ahora se habían marchado. Habían huido. Se habían refugiado en el agua, donde él no podía perseguirlos.
Se sentó, con las piernas cruzadas y la cabeza apoyada en las rodillas. La fuerza de su sentimiento, de su tribulación, lo sorprendía. De todos modos, viajar hasta aquellos confines para quedarse de nuevo solo, en una playa que ni siquiera aparecía en los mapas, no invitaba precisamente a dar saltos de júbilo.
¿Solo? No lo estaba. Se percató de ello progresivamente, al alertarlo una especie de sexto sentido. Había alguien en el agua, alguien que iba y venía en su vecindad. Lo supo sin necesidad de levantar la cabeza, sin tener que abrir los ojos. Sentía aquella presencia.
Al fin, reticente, apartó su rostro de las rodillas.
Un mamífero marino nadaba en círculos, parsimonioso, deslizando grácilmente su cuerpo esbelto y oscuro en las aguas de la ensenada. Al mirarlo Keiris, sus evoluciones se hicieron más rápidas. Bajo su atenta mirada, desapareció entre las olas y volvió a aparecer, arqueando su dorso en una ágil pirueta. Era más voluminoso que los picos de plata que le habían traído el silbato de Nandyris. Y tenía la piel más oscura, casi negra, adornada por una franja blanca en el vientre. Cada vez que trazaba una circunferencia saltaba fuera del agua y, en suspenso, lo examinaba sin un parpadeo, antes de sumergirse nuevamente en su líquido elemento.
Keiris tuvo la intuición de que el mamífero no había venido por casualidad. Tuvo la intuición de que no se limitaba a jugar, a recrearse en la luminosa cala. Maniobraba con mucha precisión para que así fuera, girando en redondo, rompiendo la superficie, espiándolo y volviendo a zambullirse. Había venido por algún motivo.
¿Era su propósito observarlo, como estaba haciendo? ¿O transmitirle un mensaje, mensaje que él no entendía porque nunca había aprendido a hablar con los mamíferos oceánicos? ¿Quería quizá llevarlo a algún sitio?
Este último pensamiento lo flageló como un relámpago estival, aturdiéndolo. Pero de pronto comprendió que aquél era el propósito del animal. Las mujeres se habían adentrado en las aguas y habían desaparecido. Entorpecidas por la presencia de los niños y los viejos a buen seguro no podían haber echado a nadar. Si eran criaturas de las Mareas, se habían ido cabalgando a lomos de los mamíferos.
Era innegable que le enviaban este ejemplar para recogerlo, aunque no adivinaba por qué. Las mujeres sabían que estaba aquí. Una de ellas incluso lo había visto. Y ahora se presentaba el animal, haciendo cabriolas a fin de atraerlo hacia las aguas.
Haciendo cabriolas a fin de incitarlo a montar en su grupa.
Y, en verdad, ¿de qué otro modo podría reencontrarse con los hijos de las Mareas? Se irguió titubeante. El mamífero se acercó de inmediato: nadaba en las aguas poco profundas y sacudía la aleta de la cola. Keiris lo examinó detenidamente. Observó su coraza negruzca y lustrosa, advirtió una cicatriz en su aleta dorsal y no dejó de mirar aquel ojo que asomaba fuera del agua para escrutarlo.
El muchacho examinó el mamífero, y decidió que no era momento para la duda. No era momento para analizar y evaluar. No era momento para plantearse preguntas a las que no podía responder.
Era momento de actuar, y sin dilación, antes de que la extraña, la agobiante estupefacción que sentía degenerara en miedo. Porque, ¿qué era eso sino miedo transitoriamente contenido? En cuanto se declarara, no se atrevería a hacer nada.
Tenso como si se hubiera tragado una vara, se quitó las botas y las guardó en el zurrón. Ató el jergón, se lo colgó a la espalda y dio un paso hacia el mar.
Sentarse encima del mamífero fue más fácil de lo que había imaginado. Se fue adentrando en el agua hasta que le cubrió las piernas y la cintura, instante en que la enorme criatura se aproximó con el cuerpo inclinado, para que él pudiera pasar una pierna sobre su lomo y aferrarse a la aleta. Luego, despacio, comenzó otra vez a nadar, dibujando un amplio círculo en aquellas aguas poco profundas. Al principio, Keiris resbaló, inestable su equilibrio, si bien pronto se habituó a doblarse hacia adelante y agarrarse con las rodillas. La piel del animal era sedosa al tacto, almohadillada de grasa, pero podía sentir debajo los fuertes músculos. El animal avanzaba con facilidad, como si el peso de un humano no supusiera una carga para él.
Cuando el joven se mantuvo más seguro en su posición, el mamífero empezó a describir círculos mayores, círculos que fueron ensanchándose hasta que se alejaron de la playa y pusieron rumbo a la bocana de la rocosa ensenada.
El agua salpicaba el dorso del animal, empapando a Keiris. No estaba tan fría como esperaba, al menos mientras estuvieron en la cala. Mas, después de que dejaran atrás las rocas e iniciaran la verdadera travesía, el líquido elemento pareció tornarse de hielo. El muchacho se abrazó al dorso del mamífero, temblando violentamente. La sal le quemaba los ojos. Se los frotó, y casi perdió el equilibrio. Todo su cuerpo se estremeció ahora de terror. Consiguió agarrarse a la aleta dorsal con sus dedos congelados, pegó las rodillas a los costados y recuperó la estabilidad.
Al principio, no se atrevió ni siquiera a pensar dónde lo llevaba el mamífero. Si lo transportaba tan lejos que dejara de avistar la tierra…
No lo hizo. No fueron mar adentro. Nadó en dirección norte y en paralelo a la costa, surcando sin sobresaltos el agitado océano. Sin dejar de tiritar, sin dejar de pestañear para expulsar el salitre, Keiris lanzaba ansiosas miradas a la tierra que parecía alejarse. Más allá de la cala, unos imponentes peñascos emergían del agua. Se sucedían los islotes rugosos y erosionados. Las olas los acometían con sus espumeantes embates y el reflejo del sol se descomponía en afiladas agujas doradas. Había niebla, aunque no era más que un halo blanquecino sobre la superficie.
Entumecido, sorprendido, incrédulo… Poco a poco, sin que apenas lo advirtiera, estas sensaciones ahuyentaron el pavor. Sus dedos estaban yertos como carámbanos. Tenía el cuerpo aterido, todos los músculos agarrotados. Le rechinaban tanto los dientes que le dolían las mandíbulas. El avance del mamífero era suave y acompasado, pero las aguas estaban revueltas. Si se relajaba un solo segundo, si perdía el equilibrio…
Le sobrevino una súbita visión de una tierra sumergida. Visualizó montes, escarpaduras, hondonadas y valles, tal como se los había descrito Rykiris. Había en su paisaje árboles de ramajes ondulantes, algas que se inclinaban con las corrientes submarinas, y se vio a sí mismo caminando entre ellos, cegado por las aguas, siniestramente pálido, con los cabellos flotando alrededor de la cabeza. Brotaban burbujas de su nariz y de su boca.
Jadeó, de pronto le faltaba aire, e incrustó ambas rodillas en los flancos del mamífero. ¡Tierra! Tenía que pisar tierra. Poco importaba que fuera roca, suelo de labranza o arena, mientras no se tratara del anegado lecho oceánico.
Y tenía tierra ante él, un promontorio que apenas sobresalía del mar. Parpadeando frenéticamente en un intento de desembarazarse de la sal, distinguió un impreciso contorno, la silueta de un palacio.
Lo contempló perplejo, olvidado el pánico por unos momentos. En efecto, el macizo peñón se curvaba sobre el mar con un estrecho ribete arenoso en la base. En su cima, próxima al agua, había una mansión de piedra negra. Su terraza marítima apenas sobrepasaba la línea que alcanzaban las mareas. Detrás de esta terraza, se prolongaba el palacio, una construcción baja y alargada.
Un silbido sofocado salió de los labios de Keiris. Era un palacio, y el mamífero lo conducía hacia allí. El mamífero iba directo hacia la playa de arena gris que perfilaba el litoral.
¿Se habían dirigido a este lugar las mujeres, y luego mandaron al animal a buscarlo? ¿Por qué?
Y, aun en el caso de que estuvieran allí, ¿eran realmente una de las tribus de las Mareas? ¿No serían un grupo marginal de adenyos?
No podía saberlo. El mamífero aceleró la marcha hacia la costa, como si lo espoleara su propia urgencia. Keiris se mantuvo asido al dorso hasta alcanzar los bajíos. Entonces, se deslizó por el dorso de la criatura y, a trompicones, se abrió paso en el rompiente.
Las aguas eran más profundas de lo que aparentaban, y el contacto de la tierra bajo sus pies no resultó tan tranquilizador como había esperado. La corriente era fuerte. Los remolinos le laceraban las piernas, y notaba la arena del fondo movediza. El animal lo siguió, bramando y chillando en tono perentorio, empujándolo, tratando de que se encaramara de nuevo a su grupa.
¡La orilla estaba tan cerca! El joven luchó contra las corrientes, luchó contra las olas que lo zarandeaban, lo empujaban, lo hacían retroceder.
Extenuado, se dejó caer en la playa, sin aliento. El mamífero se demoró en el bajío, yendo de un lado a otro presa de una gran agitación, profiriendo gritos agudos y apremiantes. Él lo miró desconcertado, tembloroso, mientras trataba de mover los dedos para volverlos a la vida. No tenía la menor intención de meterse de nuevo en el agua, aunque la criatura se desgañitara. No tenía la menor intención…
Por el rabillo del ojo, vio que algo se movía en la arena. Dio un respingo, volvió la cabeza y retrocedió horrorizado. Fue en vano.
La criatura que se sacudía tras salir de la arena tenía unas alas de aspecto correoso, la cola era larga y curvada y en su cara destacaban unos ojos aviesos y unas mandíbulas tremendamente dentadas. Keiris no vio ni patas ni garras. Chorreaba arena por aquellas alas, ahora desplegadas, y emprendió el vuelo abriendo y cerrando, furibundo, las quijadas, al parecer para agredir al muchacho. Pasó de largo, pero lo fustigó con la cola hiriéndolo en un brazo. En una fracción de segundo, sobrevoló el oleaje y se esfumó.
Keiris, anonadado, se llevó una mano al miembro lastimado y posó la vista en el horizonte para localizarlo. Sintió un creciente calor en su palma. Con gestos torpes, sin reaccionar aún del susto, se arremangó y puso al descubierto una zona de carne hinchada. En el centro de la inflamación había una pequeña herida.
Se tambaleó, mareado y febril, agolpadas en su mente ideas inconexas. ¿Podía un insignificante corte provocarle tan repentinas temperaturas? ¿O producirle aquel rugiente vahído? ¿O causarle también una náusea tan devastadora que lo abrasaba como si le fueran a estallar las entrañas?
Sí, era una insignificante herida, pero él experimentaba un malestar abrumador. Oyó, en su paroxismo, los renovados alaridos del mamífero, el chapoteo de sus insistentes coletazos en el agua. Keiris le dirigió una mirada ofuscada. Era vagamente consciente de que necesitaba ayuda. Aunque no acertaba a dilucidar si estaba envenenado o era víctima de una corrosiva enfermedad infecciosa, comprendió que no se salvaría si no lo socorrían. Apenas podía mantenerse en pie. Y eso que no habían transcurrido más que un par de minutos desde que el monstruo le había infligido el azote de su cola.
El palacio podía ser la salvación. Y no estaba lejos. Respiraba con dificultad, pero logró echar una mirada a la sombría estructura. Sin pensarlo más, se dirigió hacia allí, tambaleándose.
Media docena de pasos, una, dos docenas… Le pesaban los pies, no había vigor en sus piernas. Resonaba en sus oídos el clamor de cien campanas. Se diría que hasta su cerebro se había inflamado, palpitaba casi tanto como su brazo doliente.
Cesaron de súbito aquellas palpitaciones, pero fue peor. Fue peor porque ahora no sentía nada, porque sus extremidades, brazos, piernas y pies, quedaron yertos. Había perdido la sensibilidad. Intentó flexionar el cuerpo hacia adelante para mantener el equilibrio. Intentó, cuando menos, hacer otro paso más, pero flaquearon sus rodillas y se desplomó.
Permaneció postrado, casi insensible a la arena que se adhería a sus pómulos. Permaneció postrado, y en esta postración elevó unos ojos empañados hacia las olas, percatándose con una pronta e inútil claridad de que la marea subía y él no podía moverse. Mandó mensajes a sus músculos. No respondieron, no consiguió levantar la mano ni el pie. Ni siquiera la cabeza. Los ecos del agua parecían alejados, pero era una impresión engañosa. Todo se había vuelto distante: el negro palacio, el vociferante mamífero, sus miembros paralizados.
Lo último que escuchó antes de perder el conocimiento no fue la voz del océano, ni los gritos desquiciados del animal, sino otro sonido, un aullido de otra clase. Creyó momentáneamente que era su propia voz pidiendo auxilio. Sabía, no obstante, que eso era imposible, ya que no tenía energía ni voluntad para pedir nada. Ni siquiera podía cerrar los ojos y aislarse así de la amenaza del océano invasor.