5

Suyolo, sulala, sutri

Miyoli, mibona, mitri

Tri-lili, tri-lili, trala

Bandansi, milu

Bandansi tu…

Keiris se arrebujó aún más bajo la colcha y se tapó las orejas, en un intento de ahuyentar el quejumbroso refrán de la canción de su padre. Había estado soñando antes de empezar a oír la balada, visualizando unas formas sombrías, alargadas, unas aguas diáfanas y unos tallos que se mecían en sus corrientes. Soñoliento, trató de invocar de nuevo las fugitivas imágenes ya que, por una vez, no le causaban espanto. Por una vez, le prometían un atisbo de comprensión. Pero la tonada, la persistente tonada, hacía que aquellas imágenes se enturbiaran y se diluyeran. La tonada las dispersaba, diseminándolas más prestamente con cada nota. Al fin, entre suspiros, dejó escapar la última y menguante figura y acabó de despejarse, todavía tembloroso.

Tardó unos momentos en saber dónde se encontraba. Estaba en la choza de Naomis, enmarañado entre las sábanas de su cama. La primera y tenue luz del amanecer se filtraba en el interior de la casucha, tiñendo las negras sombras con tonalidades grises. Una silueta robusta trabajaba ante la mesa, canturreando en voz baja y algo ronca.

Canturreaba la letra de la canción de su padre.

Suyolo, sulala, sutri

Miyoli, mibona, mitri…

Keiris se incorporó y se frotó los ojos.

—¿Naomis?

La mujer nethlor dio un respingo, antes de escudriñarlo a través de la penumbra con expresión contrita.

—¿Te he despertado? ¡Cuánto lo siento, joven Keir! Voy a cubrir las ventanas para que no entre la claridad. A partir de ahora estaré callada, procuraré…

—No hace falta, de todos modos quería despertarme temprano —la calmó Keiris—. He de irme sin tardanza.

—Me figuraba que partirías hoy. Estoy preparándote víveres para la ruta. Tracador nunca me perdonaría que te dejara salir de mi casa con las manos vacías. Si me dices qué dirección has planeado seguir, cuánto tiempo has previsto caminar, organizaré mejor las viandas.

—Aún no lo sé —mintió el joven.

Ni él mismo se explicaba por qué lo mantenía en secreto frente a Naomis. Aunque se esmerara en eludir las sendas más frecuentadas, la mujer pronto se enteraría de que viajaba hacia el norte. Se enteraría ella, y se enteraría también cualquier otro nethlor interesado en sus actividades.

—¿Sabes ya hacia dónde ir?

—Sí, puedo elegir entre varias posibilidades. Lo que me contó Harridys…

—No te sirvió de ayuda.

—¡Ya lo creo que sí! —se apresuró a contradecir Keiris—. Pero no me dio una orientación concreta.

—Entonces, encamínate al sur —aconsejó la mujer en tono rotundo, reemprendiendo su tarea con renovado vigor. Se había provisto de pan y pastelillos, que ahora envolvía en un paño de fibra de algas. A continuación, contó algunas almendras marinas de un tarro y las espolvoreó con sal—. Hay en esa dirección muchos más lugares donde indagar sobre tu padre que si te diriges hacia el norte. Y ya sabes cuán insociables son los norteños, tanto los adenyos como los nethlors. En cuanto alcances las angosturas, ni te aprovisionarán ni responderán a tus preguntas. Las aguas errantes los vuelven taciturnos, fríos, diferentes de nosotros. Y, pasada el área de Kasoldys, no hay alma viviente. ¿Para qué iría un hombre a semejantes parajes?

Sí, ¿para qué? Tal vez para estar solo, justamente porque no había allí, según palabras de Naomis, un alma viviente. No había nada salvo la estrecha y yerma franja de tierra. No había sino las comunidades septentrionales, gentes curtidas y poco hospitalarias que se aferraban a un suelo anegado, cosechando lo que podían de unas aguas glaciales debido al influjo de las corrientes polares que, como víboras, reptaban desde el norte y envenenaban sus costas.

—Si no te hago caso y escojo el norte, ¿tienes algún pariente en las cercanías de Kasoldys? —inquirió el muchacho—. ¿Se te ocurre algún sitio donde pueda pernoctar?

—No, y lo lamento, joven Keir —masculló Naomis con un movimiento de cabeza—. Esas gentes forman un pueblo aparte. No aceptan nada de lo que tenemos, ni están dispuestos a darnos lo que es suyo, ni siquiera el placer de relacionarnos con ellos. ¡Aunque mal se le puede llamar placer! Si decides ir hacia esas tierras de pesadilla, debes ahorrar estas provisiones para cuando llegues a las angosturas. Es allí donde las necesitarás, mucho más que en las primeras doce o trece jornadas del viaje, puesto que en esa primera etapa no faltarán personas gustosas de compartir contigo su alimento. Te tomará aproximadamente una docena de días, como te digo, la andadura hasta Kasoldys; algo más si te sorprende alguna tormenta tardía.

—Es lo que he calculado —repuso Keiris.

Tuvo un escalofrío al pensar, involuntariamente, en grietas inmersas en brumas y riscos abruptos, erosionados. Al pensar en el mar que, infatigable en su vaivén, perforaba esos riscos. Al pensar en las Mareas Mortíferas replegándose para la acometida. Entretanto, Naomis se había puesto de nuevo a cantar. Su voz embrujaba la choza con la canción de su padre.

Suyolo, sulala, sutri

Miyoli, mibona, mitri

Tri-lili, tri-lili, trala…

Los nervios del muchacho se contrajeron con una duda repentina. Acababa de reparar en que la mujer recitaba aquellas palabras como si las conociera desde siempre, como si las hubiera aprendido en la infancia. Pero nunca las había oído hasta la víspera.

Si ella las había asimilado con tanta facilidad, si las cantaba con tanta desenvoltura, ¿cómo podía el joven asegurar que su padre no las había aprendido de idéntica forma? Casualmente, de algún compañero de andanzas, de alguien que a su vez las entonaba porque las oyó por azar y se le grabaron en la memoria. ¿Cómo podía saber que la balada no fue transmitida así, de generación en generación, a lo largo de los siglos? Quizá ya desde los tiempos de las balsas. Aunque sin el conocimiento, eso era evidente, de los eruditos como Harridys, que vivían enclaustrados en sus bibliotecas.

Era ésta una cuestión que no debía hacerle perder más tiempo. Corría el riesgo de que sus propios argumentos lo disuadieran de viajar a las rías.

Se acercó de inmediato a la mesa. Tomó las manos de la mujer y las estrechó cariñoso, conmovido.

—Naomis, gracias por todo. Ahora debo partir.

Ahora, antes de que flaqueara. Ahora, antes de persuadirse a sí mismo de que tanto podía buscar en el sur como en el norte.

—Aguarda un poco —protestó ella.

—No —insistió Keiris—. Saldré en cuanto me haya vestido.

—Vístete pues, mientras te empaqueto estas provisiones. Y recuerda mi advertencia: si te diriges al norte, adminístralas al máximo hasta que llegues a las inmediaciones de Kasoldys. Allí necesitarás incluso las migas.

—No lo olvidaré —prometió el muchacho, hurgando en su zurrón para encontrar una muda limpia.

Aunque se embutió deprisa en los pantalones y la camisa, no partió sin reiterar dos veces su promesa, ni sin dar a Naomis un abrazo de despedida. Un abrazo apresurado, pero abrazo en fin de cuentas. Al menos, cuando enfiló con premura el tortuoso camino, no oyó su ronco acento entonando la balada de su padre. Sólo oyó su postrera exhortación a la prudencia. Se dio la vuelta por última vez y agitó la mano. Luego echó a correr, con la bolsa de provisiones que la mujer le había dado rebotando en su espalda.

No, no oyó cantar a Naomis. No obstante, después de dejar Sekid atrás y encaminarse hacia el norte, le pareció que alguien —otro ser— cantaba. Las palabras de la tonada, su plañidero estribillo, lo siguieron por la cuesta de la cantera. Antes de alejarse del lugar, se sorprendió a sí mismo repitiendo aquellas insistentes sílabas. No en voz alta, no; él no cantaba en voz alta. Aquellas sílabas sonaban silenciosamente en su garganta. Susurraban en su mente. Pese a que aceleró el paso en las horas ulteriores, pese a que forzó el ritmo, no logró rechazarlas.

Bandansi, milu

Bandansi tu…

Aquellos vocablos carecían de significado. Harridys no se los había traducido. Mas, al ponerse el sol aquella tarde, cuando Keiris se cobijó en un ruinoso chamizo de pastor, para descansar, la nana de las mareas se hinchó como una ola y se apoderó de él. Cerró los ojos, y mientras dormitaba escuchó su arrullo, una voz de una dulzura tan hechicera que el cobertizo donde se había instalado se desvaneció. La tierra se esfumó bajo sus pies. La nana lo acunó en sus brazos posesivos y lo arrastró hacia el mundo de los sueños.

Lo mismo sucedió cada noche mientras continuó hacia el norte. La canción venía en su busca poco después del crepúsculo, y lo transportaba. Aunque durmiera profundamente, aunque soñara con vivaz intensidad, la escuchaba hasta el alba. Transcurrida la tercera noche, notó que las sílabas eran más claras cuando dormía más cerca del mar. En tales circunstancias, la balada se apoderaba de él con mayor fuerza todavía. Y cuanto más alta era la marea, más insistente era su melodía.

También sus sueños se volvían más insistentes siempre que el océano palpitaba en la vecindad. Se acrecentaba el brillo de los ojos amarillos que lo escrutaban, los tentáculos llenos de ventosas se acercaban a él de manera más sinuosa, y su respiración se volvía más laboriosa. No tuvo sueños similares al que vivió en la choza de Naomis, sueños que entrañasen una intuición de clarividencia. Sólo sufría pesadillas en las que el pánico le disparaba el pulso.

Sin embargo, todo aquello eran accidentes nocturnos, tanto la balada como el timbre afligido, familiar, que la entonaba, o como los sueños. De día, lo absorbían otras preocupaciones.

Al abandonar Sekid, lo primero que hizo fue establecer una disciplina para sus jornadas. Cada mañana, tanto si había pasado la noche solo como si se había hospedado en una choza nethlor, se levantaba con el sol y andaba una hora antes de desayunar. Aquellas veces en que permitía que menguasen sus propias provisiones y, por lo tanto, no tenía sino las que le había empaquetado Naomis, alargaba su andadura hasta llegar a una aldea. Había poco que rapiñar del campo, pero en todos los asentamientos nethlor lo obsequiaban generosamente. Le bastaba detenerse, y se le ofrecía más de lo que era capaz de cargar: queso, pan de algas, pescado o crustáceos ahumados, y una extensa variedad, en fin, de frutos del mar.

Tras ingerir su primera comida, viajaba hasta que el sol alcanzaba su cenit sobre su cabeza. Entonces, hacía un alto para el almuerzo, siempre frugal, y luego echaba una pequeña siesta. Después, reanudaba la marcha, una marcha que se prolongaba toda la tarde. Al anunciarse el ocaso, comenzaba a buscar un lugar adecuado donde dormir.

Al anunciarse el ocaso, volvía la canción.

Alimento, refugio, la distancia que recorrían sus pies: tales eran las cuestiones con las que intentaba ocupar su mente todo cuanto podía. Mas, tan pronto desaparecía el sol por el horizonte y se ensombrecían las aguas, aquellas extrañas palabras inundaban de nuevo su garganta. Caía dormido con aquellos versos retumbando en silencio dentro de él.

Mientras los pies lo conducían hacia el norte por la serpenteante cresta de tierra, llegó a la conclusión de que vivía en dos universos. De día vivía en la tierra, una tierra familiar y firme. Pero de noche se trasladaba a otro lugar, un mundo submarino en el que lo inmovilizaban las aguas cristalinas y lo rodeaban unos seres espectrales.

¿Y si un día despertaba y se encontraba todavía en el mar, si al despabilarlo la luz matutina sus pies no tocaban terreno seco?

Pero, por ahora, allí estaba siempre.

En las diez primeras etapas de su viaje, encontró palacios y pueblos casi a diario. El tercer día pasó por la academia sita en Parlys. El séptimo, por la de Nikkor. El noveno fue por la de Pecidor. Para entonces, el paisaje empezó a cambiar: se hundía, se tornaba agreste, árido, mucho más que en las regiones sureñas. El mar empujaba desde ambos flancos a medida que se internaba en aquellas tierras. Los ecos de sus aguas intrusas se convirtieron en una constante. Apenas veía ya habitáculos, aunque de vez en cuando pasó junto a algún vivero. No había rastro de huertas ni cultivos, el suelo era demasiado rocoso. Aquella novena noche eligió para acampar la explanada más elevada que halló, consciente de que Systris y Vukirid, muy cerca ya de su conjunción anual, alborotaban peligrosamente las mareas. Se acostó envuelto como un fardo en su jergón y, desvelado, contempló los enigmáticos rostros de las lunas, preguntándose qué garantía tenía de que aquel enclave permanecería por encima del océano al menos hasta el alba.

Si las revueltas mareas crecían más de lo esperado, ¿sabría él, dormido como estaría, que el agua que lo vapuleaba era real y no parte de sus sueños?

Las noches se hicieron más largas. Y aún no había alcanzado las rías.

Aún no había alcanzado Kasoldys.

Eso sucedió en el decimotercer día.

Caminó durante casi toda la jornada en medio de una fría niebla. Al atardecer, pasó junto a una pesquería desierta y un apiñamiento de chozas manchadas de humedad. Recorrió una estrecha vereda que urdía su trazado entre resbaladizos y desgastados bloques de piedra y, en la lontananza, divisó una estructura de roca gris, maciza e inhospitalaria. Se recortaba sobre el mar como una muralla, con sus lóbregos muros descoloridos por el musgo y el salitre. Keiris hizo una pausa y observó su apariencia ominosa, comparándola con los palacios y academias de las tierras meridionales. No había aquí grandes terrazas, ni estanques de agua cautiva, ni tampoco chozas ni puestos de venta construidos al amparo y la sombra de la imponente estructura principal. Aquél era un conglomerado de paredes grises, maltratadas por la intemperie, que asomaba, apenas victorioso, entre la bruma.

El muchacho se frotó los brazos, entumecidos a causa del relente. El mar estaba plomizo y opaco. La niebla, pese a arropar el pedregoso litoral, no suavizaba sus perfiles hendidos por el océano. Keiris no podía imaginar que a nadie, ya fuera nethlor o adenyo, pudiera apetecerle residir en aquellas latitudes.

El edificio tenía que ser Kasoldys, palacio y academia, el lugar hacia el que había dirigido sus pasos. El lugar donde había de pedir información, y quizá también asistencia. Sin embargo vaciló, tiritando y reticente, antes de salvar el tramo que lo separaba de aquel formidable recinto.

Aún no había llegado a su destino cuando apareció una figura en la densa neblina; era un nethlor que se movía torpemente, con una red colgada del hombro. Aunque su camino lo llevaba a escasos metros de donde se había detenido Keiris, no levantó la cabeza ni miró en dirección al muchacho. Viendo que iba a pasar de largo sin advertir su presencia, el joven tomó la iniciativa.

—¿Es eso Kasoldys?

El individuo levantó una voluminosa cabeza y reparó en él, ahora sí, con un pestañeo en sus ojos fríos como la bruma.

—Es Kasoldys. Pero si lo que quieres es comida, allí no vas a encontrar nada. —El hombre hablaba economizando las palabras, con voz grave.

—Llevo mis propios víveres —dijo Keiris—. ¿Encontraré un techo donde pasar la noche?

Los ojos verde mar del nethlor no perdieron su frialdad ni tampoco su boca fue más explícita.

—¿Aquí? Puedes preguntarlo.

—¿Quién hace sonar la caracola en este complejo?

Durante unos instantes el sujeto dudó, como si se resistiera a confiarle una información tan valiosa.

—Diryllis. Pero en este lugar, no tienes ningún derecho. Nadie del sur lo tiene, y es evidente que tú lo eres. No te dará provisiones.

—Ni yo vengo hambriento —insistió Keiris, al límite de su paciencia.

Mientras el nethlor daba media vuelta y se alejaba, bamboleándose pendiente abajo, el muchacho decidió un tanto impulsivamente que no solicitaría en Kasoldys ni siquiera hospedaje. Tan sólo información. De todas maneras, estaba convencido de que Diryllis no se la rehusaría, como tampoco le negaría un guía. ¿Cómo podía hacerlo si le exponía sus peticiones utilizando el nombre de su madre? No era demasiado pedir, ya que alguien debía de haber que conociera las rías y los istmos. Con renovados ánimos, continuó su avance hacia la enorme estructura de piedra gris.

La entrada, cuando la encontró, resultó ser diminuta y siniestra, como si quisiera desalentar a los visitantes. Daba a un vestíbulo lleno de inmundicia donde la atmósfera era húmeda y viciada. Keiris se detuvo para inspeccionar la estancia desierta, y decayó su optimismo de unos segundos antes. Tenía ante sus ojos una doble puerta muy gruesa y de tosca construcción. A derecha e izquierda nacían sendos pasillos, ambos penumbrosos y con pesadas puertas también abiertas. Si el plano era igual que el de la mayoría de los palacios, los salones públicos estarían al otro lado de la descomunal entrada y los corredores laterales desembocarían en las alas privadas. Titubeó, indeciso sobre la dirección que había de tomar, hasta que vio anudada en la pared una larga cuerda. Tiró de ella.

Al no oír ninguna campanilla, probó suerte un par de veces más. Fue inútil.

—¿Hay alguien aquí? —gritó.

Nadie acudió, pese a que dio aún otro tirón de la cuerda y reiteró la llamada. Al fin, encogiéndose de hombros, empujó las hojas de la gran puerta y penetró en la habitación contigua.

Se detuvo en el acto, mientras las hojas se cerraban rechinando a su espalda, y contuvo una exclamación. Estaba en una sala de asambleas —según había intuido—, estrecha y alargada, cuyo mobiliario se reducía a una serie de mesas y a una sillería toscamente talladas. Había también sombras, bancos de sombras malolientes y mohosas aglomerados en cada rincón. Ante él, un venerable adenyo tocado con un alto moño, escondidas las manos en las bocamangas de su hábito. Este hábito era tan lujoso como el de Harridys, pero exhibía lamparones y carecía de apresto. El adenyo adoptó una expresión displicente.

—¿Qué deseas?

Se acercó al muchacho con su cuerpo frágil y las facciones contraídas, molesto por la intrusión.

Keiris retrocedió, instintivamente, unos pasos.

—He tirado de la cuerda varias veces, y he gritado —dijo, intentando defenderse.

—Te hemos oído. ¿Qué es lo que deseas?

No había que confundir la repetición de la pregunta con una bienvenida. Keiris arrugó el entrecejo, si bien hizo acopio de cortesía para explicarse.

—Me gustaría entrevistarme con alguien que conozca el territorio del norte. He proyectado viajar hacia esa zona, y no falta mucho tiempo para la venida de las Mareas Mortíferas. Quiero saber dónde puedo dormir sano y salvo.

—Allí donde no haya agua —respondió el adenyo con voz altiva—. Incluso en las provincias meridionales deben de enseñaros algo tan simple.

Keiris tomó aliento de un modo algo exagerado, para no perder los estribos.

—Lo que me inquieta es la idea de acostarme y que las aguas, en su crecida, me cubran mientras duermo —especificó, midiendo las sílabas con elaborada flema—. Supongo que algún residente de la academia habrá trazado mapas de la zona, al menos de la parte más cercana. Si me autorizáis a estudiar esos mapas o me facilitáis un guía…

Pero el adenyo se había dado la vuelta antes de que concluyera su petición. Así, de espaldas, articuló unas palabras incomprensibles. Percibiendo un ajetreo en las sombras del extremo opuesto de la estancia, Keiris dedujo que convocaba a alguien a través de un mensajero. Tal vez a un cartógrafo, o bien otra persona conocedora de los terrenos septentrionales.

O quizá simplemente habría pedido que le sirvieran su cena, pues el venerable partió con presteza y Keiris se quedó solo en la tenebrosa cámara. Respiró hondo y miró a su alrededor. La luz se colaba por unas pequeñas aberturas practicadas casi a la altura del techo. Aparte de esto, nada alteraba la continuidad de los rugosos muros, excepto algunos retazos de musgo. El suelo era tan tosco como las paredes, alfombrado por una capa de mugre de varios decenios; al parecer, sólo conocía la escoba, que no el agua. En una esquina, una planta de hojas caídas presentaba una floración enfermiza. El muchacho recorrió la sala, cuidando de evitar el contacto de aquel vegetal, y reflexionó sobre los norteños y su estilo de vida. ¿Por qué se aferraban tan tercamente a las glaciales orillas del mar cuando había lugares donde podrían llevar una existencia confortable, en el sur sin ir más lejos? ¿Quizá porque sus antepasados lo hicieron antes que ellos, con análoga terquedad? ¿O porque tantas centurias de dureza habían erradicado de ellos cualquier deseo de bienestar?

Keiris siguió caminando en círculos por la cámara, menos convencido en cada vuelta de que fueran a mandarle ayuda.

Se sobresaltó al resonar una voz en la parte trasera de la sala.

—No realizamos mapas —fue la inflexible frase inicial—. Y, aunque los realizáramos, ¿por qué motivo íbamos a dárselos a los extraños? ¿Qué clase de chiflado viene desde el sur para pescar en los istmos?

Un nethlor colosal se adelantó a grandes zancadas hacia Keiris, con la ropa gris y sucia, enmascarada la parte inferior de su faz bajo una frondosa barba pelirroja. Un tupido casquete de pelo también rojizo, crespo, se arremolinaba en su cabeza. Keiris contempló fascinado aquella mata tan abundante, adivinando por el color que el hombre tenía, aunque fuera mínima, un poco de sangre adenyo.

—No he venido a pescar, sino a buscar a alguien —respondió—, a alguien que acaso podría encontrar en las rías. Seguramente alguno de vosotros habrá ido hasta allí, seguramente…

—Seguramente echamos nuestras propias redes en ese rincón del mundo. Y tú deberías contentarte con hacer lo mismo con las tuyas en el sur. ¿De qué palacio procedes? ¿O eres un besugo académico?

El muchacho, sin sentirse agraviado, examinó mejor a aquel hombretón y comprobó que, pese a su tamaño y pigmentación, sus rasgos eran típicos de un adenyo, bien constituido y con personalidad.

—Soy Keiris de Hyosis. Mi madre se llama Amelyor, y ocupa el estrado en aquel lugar.

—Yo soy Rykiris, hijo de quien se erige en este estrado. ¿A quién te propones dar caza en los istmos?

Keiris juntó las cejas en señal de extrañeza. ¿Semejante tipo era el vástago de Diryllis? Su porte, su andar, su atavío, todo desmentía sus facciones de adenyo, confiriéndole el aspecto de un nethlor.

Claro que, bien pensado, las cosas no eran aquí como en los otros palacios y academias. Los habitantes del norte obedecían sus reglas particulares, unas reglas que aparentemente, a juzgar por la fisonomía de Rykiris, permitían que quien ocupara el estrado deslavazara su sangre en múltiples emparejamientos.

—Me propongo dar caza a un varón que hace tiempo vivió en Hyosis y, al partir, se llevó algo que pertenecía a mi madre. Ignoro su nombre, pero según mis noticias podría provenir de las tribus de las Mareas.

Keiris expuso su conjetura abiertamente para suscitar una reacción en el otro hombre. Si las tribus se habían aposentado en las rías, y si los norteños lo sabían, era probable que la réplica de Rykiris delatara algo, aunque no tuviera intención de ello.

Sin embargo, la respuesta de Rykiris no le aportó nada.

—Tendemos allí nuestras redes —repitió, con un acento uniforme e inexpresivo—. Y, si no quieres ahogarte, vuelve ahora mismo a tu cálido país y tu acogedor palacio. Quizás allí las mareas sean benignas en esta estación del año.

—No —declaró Keiris—. También en Hyosis se revuelve el océano cuando Systris alcanza a Vukirid.

—¿Dices que se revuelve? —replicó Rykiris en tono socarrón—. Debo aclararte algo: lo que en Hyosis denomináis una Marea Mortífera sería sólo un esbozo de marea aquí y en los istmos. ¿Sabes qué hay bajo las aguas de nuestro mar?

—¿Bajo las aguas? —El joven quedó atónito ante tan inesperada pregunta.

—Yo te sacaré de dudas. Hay una tierra idéntica a la nuestra, con montes, escarpaduras, hondonadas y valles. Eso es lo que yace bajo las aguas, y en la época de las Mareas Mortíferas, nuestro territorio se sumerge y muere también. Más que el vuestro, porque estamos en un nivel menos elevado. Nos llamáis las angosturas, el cuello del ofidio que configura Neth, como si no nos recubriera carne suficiente para tenernos en cuenta. Pues bien, el cuello se zambulle en primavera y se lava mientras el cuerpo se mantiene seco. Entonces os demostramos de qué carne estamos hechos. Permanecemos en nuestros puestos y miramos las Mareas frente a frente, unas turbulencias que a los meridionales os harían desmayar del susto. Hemos oído hablar de vuestros bonitos muebles y mullidos cojines. ¡Ja! Nosotros aprendimos hace años a prescindir de tales finezas. Y vosotros lo aprenderíais exactamente igual la primera vez que la crecida se lo tragara todo.

»Así es la vida aquí, donde los fuertes se fortalecen aún más. Al norte, en los istmos, la tierra perece ahogada todos los días, incluso cuando las lunas se hallan en órbitas opuestas y flojean las mareas. Si deseas encaminarte hacia allí, debes localizar antes las cimas altas y establecer cuidadosamente la ruta entre ellas. De lo contrario, algún día tu cadáver derivará hacia nuestras playas como un almohadón relleno de agua, y no menos inútil.

Keiris respiró profundamente y aprovechó la oportunidad que le brindaban las palabras de Rykiris.

—He de localizar, como tú bien me indicas, las cimas más altas. Por eso me he detenido aquí, para informarme de todo lo relativo a las rías. Agradeceré enormemente cualquier ayuda que puedas brindarme. Si no hacéis mapas, tal vez puedas dirigirme a alguien que conozca la zona. Quizá…

—¿Serías capaz de comunicarte con un ahogado? —lo interrumpió Rykiris, cruzando sus poderosos brazos sobre el pecho. En sus ojos ardía una mirada de desafío.

—¿Cómo?

—Farnilor se ahogó. Sucedió unos meses atrás. Era nuestro cartógrafo, el único que conocía los istmos y las rías como la palma de su mano.

Keiris expulsó el aire en un resoplido. De modo que hubo alguien que las había estudiado, que quizá había incluso dibujado mapas.

—En tal caso, condúceme hasta su sucesor. O hasta su aprendiz.

—Se ahogaron juntos —afirmó el hombre, sucinto y cortante, observando a Keiris desde las frondas de su barba. El desafío relució con más brillo en sus ojos cobrizos.

El joven arrugó la frente, para dar muestra de su creciente escepticismo, mientras sopesaba la expresión de Rykiris. Primero no había un experto en cartografía ni guardaban colecciones de mapas. Ahora salía a la luz ese experto, pero estaba muerto.

—¿Quién pereció con él, su sucesor o su asistente?

—Ambos. —El grandullón pronunció esta palabra desbordando satisfacción.

Keiris advirtió el reto, el duro destello de sus ojos, y comprendió que mentía. ¿En qué? ¿En la muerte del cartógrafo? ¿En que también habían fallecido sus ayudantes? ¿Habían realmente existido alguna vez? El muchacho enderezó la espalda y rogó, con impecable formalidad:

—Desearía hablar con tu madre. He de suplicar su autorización para pernoctar en el palacio.

Desechaba, pues, su resolución de no mendigar nada. Diryllis mal podía negarse. Y mal podía prohibirle que diera un vistazo a la biblioteca después de cenar. Si el tal Farnilor o sus predecesores dejaron un legado de mapas, si de verdad Farnilor había existido, si en realidad había muerto…

Suspendió sus cábalas al ver que Rykiris meneaba su enorme cabeza.

—No tenemos un lecho para ti. Todos han sido ya asignados.

—Entonces dispondré mi jergón en el suelo, en cualquier sitio —se obstinó Keiris. Si pasaba mucho tiempo entre los norteños, acabaría siendo tan testarudo como ellos—. No ocuparé mucho espacio.

—Habrás de improvisarte un rincón en el vestíbulo. De noche cerramos y atrancamos todas las demás dependencias. Nunca se sabe qué criaturas podrían reptar hasta nuestras puertas desde el mar, o por la senda del sur, cuando reina la oscuridad.

Keiris se sulfuró. Enrojecido por la rabia, con unas nerviosas contracciones de las fosas nasales, proclamó:

—Nadie está obligado en esta casa a darme alimento, ni cobijarme, ni contestar a mis preguntas. Pero, como hijo de Hyosis, estoy en mi derecho a exigir una audiencia personal con quien ocupa el estrado. Llévame a presencia de Diryllis.

Esta vez, los ojos del hombretón relampaguearon con malicia.

—Ese silbato que pende de la cuerda ceñida a tu cuello…

El joven Keir agarró, receloso, la pequeña caracola.

—Perteneció a mi hermana.

—Tócalo sólo unos instantes, hijo de Hyosis.

—De acuerdo —se avino el muchacho, tras unos segundos de vacilación. Se acercó el instrumento a los labios y surgió de él una nota aguda, estridente.

—Ya has usado tu derecho y hablado con mi madre —dijo Rykiris con una sonrisa, mostrando su blanca dentadura. Acto seguido, extrajo una llave de su bolsillo—. Oyes la respuesta, ¿no? Te da la bienvenida a Kasoldys y, puesto que es hora de cerrarlo todo hasta mañana, te desea asimismo un feliz viaje. Si más tarde disminuye su cansancio y le apetece recibirte, enviará a alguien a buscarte al vestíbulo siempre, naturalmente, que todavía no te hayas ido.

Su cólera redobló al cernerse sobre él aquella mole humana, forzándolo a retroceder fuera de la cámara. Rykiris cerró en su misma nariz la descomunal puerta, convulsionado el pecho por unas risas calladas. El muchacho lanzó una mirada fulgurante a las vetustas hojas mientras oía la llave girar en la cerradura. Su pasividad no duró sino unos segundos. Echó a correr hacia las puertas de los pasillos laterales, que, como recordaba, cuando él llegó estaban abiertas.

Ahora las habían cerrado, y también habían echado la llave.

Todo el palacio le estaba vedado, evidentemente ex profeso. Cualquier información que precisara se hallaba a buen recaudo, sin otra razón, no había duda, que una mezquindad gratuita. Si atesoraban mapas en la biblioteca, sus ojos no debían examinarlos. Si el cartógrafo había existido, si todavía vivía, no le sería presentado, salvo que descubriera un sistema de entrar en el palacio. ¿Saltar el muro, por ejemplo? ¿Introducirse a través de un conducto de agua, o un respiradero?

De pie en el vestíbulo, consideró todas las posibilidades. Mas supuso que Rykiris se le habría anticipado, por lo que, a buen seguro, sería interceptado en la intentona. Y no estaba dispuesto a regalar su dignidad a aquel sujeto. Se dio la vuelta con brusquedad y abandonó el vestíbulo por la angosta y lúgubre salida.

Tras andar un trecho, volvió la vista atrás. Era, pensó encolerizado, como si nunca se hubiera detenido en Kasoldys. Debería haber eludido aquel lugar, ahorrándose el ridículo que le había infligido Rykiris. Por otra parte, ¿se habría aventurado tan lejos, de imaginar que no iba a encontrar a nadie para auxiliarlo? ¿Habría osado, sentado en la acogedora choza de Naomis, proyectar tan azaroso viaje si hubiera sabido qué recepción iban a dispensarle en aquel palacio?

No. La empresa le habría parecido demasiado ambiciosa, y las perspectivas de éxito demasiado ínfimas. De imaginar doce días antes, o diez, o hasta dos, que habría de afrontar los peligros de los istmos sin un guía, ni un mapa, ni siquiera un simple consejo, habría desistido.

Pero no había considerado tal posibilidad, y aquí estaba, en las abruptas angosturas del cuello de Neth, cerca ya de su no menos áspera frente. Lo separaba ya de las rías una distancia tan nimia que no podía echarse atrás.

Habría de resolver sus planes sobre la marcha, rodeado por las tan temidas Mareas. Debería guardar vigilia en las horas en que subían las aguas y dormir durante los recesos. Y tendría que hacer todo aquello con una férrea esperanza, la de que las bravías aguas nunca lo atraparían sin un pedazo de tierra sólida bajo los pies.

Se sujetó el zurrón a la espalda y de nuevo emprendió su camino. Por vez primera desde que había abandonado Sekid, sobrevino el crepúsculo y no escuchó la canción de su padre. Lo único que escuchó, y con claridad, fueron el embate y los clamores del mar empujando la marea alta, la Marea Mortífera, junto al solitario taconear de sus botas sobre las húmedas pizarras del camino.