4

Abandonó el palacio sin despedirse de nadie. Recogió el zurrón que tenía en la alcoba, se colgó del hombro un jergón enrollado y partió, atronando con sus zancadas los embaldosados pasillos, atravesando a toda carrera la terraza que se abría en la parte interior del palacio. No le importaba si alguien lo miraba o iba tras él. No le importaba si pronunciaban su nombre. Ni siquiera se detuvo cuando oyó que Maffis lo llamaba. Amelyor, naturalmente, quería verlo, interrogarlo sobre lo acaecido en el Santuario de las Aguas.

No tenía nada que decirle. Nada. Ni el gran blanco ni los mamíferos más pequeños acudieron al templo obedeciendo a sus requerimientos. Él no los había llamado. ¿Cómo podía haber convocado a la portentosa criatura que, en el Altar del Sol, surgió de la oscura superficie del agua? No. Tardis estaba equivocado. Y si lo atenazaba el frío, si notaba los brazos yertos, era sólo porque había pasado la mañana en el mar.

Nada significaba que el sol brillase sobre el agua, ni que posase su calor sobre su cuerpo; ni tampoco que lo que sentía fuera mucho más que un helor ordinario o que, aun mientras corría, tuviera la impresión de que un agente extraño le lamía las botas.

El zurrón rebotaba contra su espalda. Rodeó a gran velocidad los talleres y puestecillos de la plazoleta, y descendió por las praderas de los cercados. Desde allí bajó la colina por un camino pedregoso que lo condujo a una calzada, la cual, a su vez, había de llevarlo a Sekid.

El trayecto no era más corto que si hubiera enfilado, en una primera etapa, la vereda del litoral. Pero ésta discurría por debajo de la terraza marítima del palacio, donde Amelyor había instalado su estrado. Levantar la vista, divisarla en aquellos momentos, no haría sino aumentar la confusión y el miedo que ya se habían apoderado de él.

Sí, miedo. Miedo de que a pesar de sus negativas hubiera invocado él, de un modo inconsciente, a los mamíferos. Miedo de haber cambiado algo al hacerlo. Miedo, en suma, de haberse ofrecido en cuerpo y alma al mar cuando su única intención era lanzarle una efigie.

«No es posible. Tardis se equivoca». Tenía que creerlo así. Lo contrario equivalía a aceptar que la tierra podía resquebrajarse bajo sus pies y convertirse en agua.

Corrió hasta quedar sin aliento. El palacio fue disminuyendo a sus espaldas mientras, frente a él, el terreno se ensanchaba. Flanqueó campos de cultivo salpicados de peñascos y huertas de plantas enanas. Las personas que allí laboreaban agitaron las manos a su paso, instándole a detenerse y charlar un rato. Cualquier otro día lo habría hecho, pero hoy no pararía por nadie. No podía hacer pausas si quería adelantarse al océano.

Tan amplia se hizo la franja terrestre que, al poco rato, dejó de oír el mar, de olerlo. Se desvió de la calzada para internarse en una angosta vereda que cruzaba extensas huertas abandonadas. Los rayos del mediodía eran tibios. Unos pocos árboles enanos todavía exhibían su floración, impregnando el aire de una dulce fragancia. Keiris se tumbó debajo de uno de ellos a fin de recuperar el aliento. Entretanto, abrió el zurrón y comió su primer ágape del día.

Durante el resto de la jornada ya no viajó como un fugitivo. Se ciñó al itinerario más agreste, el de la sierra, recorriendo huertos plagados de piedras, eriales también rocosos y pastos de marcado declive. En ocasiones se acercaba a alguna aldea nethlor y saludaba con la mano a los lugareños que vivían de la tierra durante la estación calma, acudiendo al palacio en busca de cobijo tan sólo al desencadenarse las peores tormentas. Ellos le devolvían el saludo y lo invitaban a descansar en sus cabañas, pero el joven rehusaba y continuaba adelante.

Continuó hasta el anochecer, avanzando por trochas de cabras y eligiendo siempre las vías que, estrechas y sinuosas, unían los distintos pueblos. Cuidó mientras andaba de no pensar más que en lo inmediato: el bamboleo de las rocas sueltas en los senderos, la larga puesta de sol, los aromas de los surcos removidos en los escasos tramos de sembrados. Era más fácil hacerlo así, dejar otras cábalas para las ulteriores etapas de su búsqueda.

Cuando oscureció del todo, instaló su lecho en la choza vacía de un pastor, hecha de piedras y paja, pero ello no impidió que espectros fugaces y gigantescas sombras presidieran sus sueños frenéticos y terroríficos. Se defendió de ellos tratando de despertar. Lejos de conseguirlo, la pesadilla lo arrastró a un paraje hondo y gélido donde no podía respirar, donde unos monstruos que apenas vislumbraba fluctuaban suspendidos en un medio denso. De poco le valió retorcerse y debatirse. No podía huir de aquella mirada furibunda de ojos amarillentos, ni del contacto viscoso de unos apéndices succionadores. De vez en cuando, una forma humana se alzaba sobre unas olas fosforescentes, una forma que, al girar el rostro hacia él, resultaba no ser humana.

Amaneció, afortunadamente, y Keiris huyó de la choza, tiritando. Observó a su alrededor, con la mirada ansiosa.

Ante él se desplegaba una región desierta. No había a la vista ni hombres ni bestias. El mar era una distante sábana grisácea, una masa anónima y sin movimiento. No oyó ni siquiera un amago de su siseante voz.

Concluyó que era la inminencia de las Mareas Mortíferas la que le había traído los sueños. Las lunas se aproximaban a su conjunción de primavera, elevando y embraveciendo las aguas. Había escuchado más de una historia sobre cómo estas mareas afectaban a la gente. A él, sencillamente, no le había sucedido hasta ahora.

Aliviado tras encontrar una justificación racional a sus delirios nocturnos, reanudó la marcha.

Observó a media mañana que la tierra volvía a estrecharse, transformándose en poco más que una escarpada lengua de piedra. Mientras caminaba avistó en la distancia, por dos veces, palacios, espléndidas moles de refulgente piedra rosada. En lugar de acercarse, de visitar a sus moradores, fijó su ruta en la escabrosa repisa y evitó la senda trillada, más baja, hasta dejar atrás la zona habitada. Al caer el crepúsculo le dolían las piernas y tenía los pies llagados; pero aquella noche transcurrió sin sueños.

En la tarde del tercer día, Keiris se plantó en el cerro horadado por mil cavernas que se erguía sobre la cantera de Sekid y, sentándose, contempló las dependencias y terrazas interiores de la academia. El lugar presentaba el aspecto acostumbrado en aquellas horas vespertinas. Unos personajes enfundados en hábitos transitaban sin rumbo a través de las anchas avenidas. Las estatuas proyectaban tupidas sombras. El sol poniente se reflejaba, tímido, en los estanques de agua cautiva enmarcados por unos zócalos de impolutas losas de mármol. Se bañaba en las fuentes alguna que otra figura pétrea, mas ningún humano se atrevía a acercarse. Pasado el recinto, próximas al mar, vio las chozas de los nethlors que prestaban servicios en la academia.

Al observar ambas comunidades, tan contrastadas —la academia con sus bien urbanizados paseos y luminosas edificaciones de muros rosáceos, el poblado nethlor con sus chozas de tejado de paja hacinadas sin orden ni concierto a lo largo de callejas sinuosas, laberínticas—, titubeó. Sekid era, dentro de sus limitaciones, una réplica de las clásicas academias isleñas. Los adenyos vivían en ella como vivieron en aquellas otras, practicando las artes y tradiciones de las islas, preservando celosamente un modo de vida que contaba diez siglos de antigüedad. Según las convenciones, los nethlors, que cocinaban para los adenyos y realizaban las penosas tareas de mantenimiento de las estructuras académicas, permanecían en sus hogares desde los albores de la mañana hasta el ocaso, de tal manera que sólo los adenyos circulaban por las plazas y avenidas de Sekid durante las horas diurnas.

Keiris se agitó nervioso al contemplar la academia. Siempre se sintió incómodo, desplazado, entre los artistas y eruditos del lugar. Su indumentaria, su léxico y hasta sus modales parecían incorrectos en aquel ambiente, más nethlor que adenyo. Además, sus hermanas debían de haber sido informadas de la muerte de Nandyris. Si recurría a ellas insistirían en organizar el luto de acuerdo con los usos isleños, usos que se descartaron años atrás en el palacio, donde las costumbres adenyo no se respetaban muy estrictamente. Reclamarían su presencia en Sekid durante días. Pero, si en lugar de reunirse con los adenyos, lo hacía con los nethlors…

Se debatía en su interior. ¿Acaso la revelación de su madre no hacía de los nethlors sus parientes de sangre amén de espirituales? Haciendo una profunda inspiración, convencido ya de lo que debía hacer, Keiris se puso en pie y escogió el sendero que descendía hacia el poblado.

Cuando llegó al villorrio, el sol ya se había ocultado y en las chozas ardían los candiles. Tracador, que trabajaba con Kristis en las cocinas de palacio, tenía aquí un familiar, una hermana que vivía sola. Keiris preguntó por ella en diversas chozas a lo largo de los sinuosos callejones, y al poco rato localizó su cabaña en el extremo norte del pueblo. Golpeó su puerta con los nudillos, confiando en que no habría ido aún a la academia para cumplir con sus obligaciones nocturnas.

Naomis, una mujer de recia constitución, apareció en la entrada. Reconoció de inmediato al visitante.

—Eres Keir de Hyosis —dijo y, asiéndole ambas manos, lo hizo entrar—. Nos enteramos de la muerte de tu hermana. Anteayer vino un emisario con la noticia. Pero siéntate aquí, a mi lado. ¿Has cenado? ¿Qué te apetece beber? ¿Qué te trae a Sekid? Tus hermanas, Lylis, Pinador…

En la cabaña flotaba un agradable olor, y Keiris no había probado bocado desde el mediodía. Con un suspiro, se entregó a la hospitalidad de Naomis.

—Hoy no quiero pernoctar en la academia, con mis hermanas. Y, además, estoy hambriento. Te suplico, pues, que me des lo que tengas.

—Lo que tengo sería mucho mejor si hubiese sabido que llamarías a mi puerta —repuso ella en tono de reproche—. No habrás venido por algo relacionado con mi hermana, ¿verdad? ¿No habrá caído enferma Tracador? La última vez que la vi tenía una infección de garganta.

Naomis deambulaba muy ajetreada por la única estancia de la choza; hizo sentar a su huésped sobre una banqueta, mientras preparaba la cena y no cesaba de hacerle preguntas acerca de su hermana.

—Tracador se encuentra bien —le aseguró Keiris—. Las tripulaciones sacaron del mar las vainas de unas algas ricas en potasio, y Kristis las hirvió para elaborar un licor. Lo embotelló, se lo administró y desde entonces la paciente no ha vuelto a quejarse.

Naomis, tranquilizada, hizo un escueto asentimiento. Dispuso en un santiamén los manjares sobre la mesa y lo apremió para que comiera mientras ella calentaba el cazo de la bebida.

—Pero habrás venido por alguna razón —insistió, acomodándose al fin en un taburete frente a su invitado—. Hay tres lugares en la academia donde serías bien recibido, además del que ocupan tus hermanas.

—Preferiría que ignorasen mi presencia en estas latitudes —cortó Keiris—. Mi madre me ha encomendado una misión y no puedo demorarme. Sin embargo, necesito averiguar algo antes de seguir. Si tú quisieras ayudarme, si fueras a consultar con uno de los doctores en historias… ¿Lo harás? ¿Puedes hacerlo esta misma noche?

La mujer accedió sin vacilaciones. Después de cenar, el joven le cantó las pocas estrofas que Norrid le había enseñado de la balada de su padre. Ella las repitió con voz ronca. La llama del farol iluminó, oscilante, su rostro pensativo.

—Harridys tiene que conocer el significado de esas palabras —dijo en tono resuelto—. Es el conservador de las colecciones primitivas. He guisado muchos platos especialmente para él. Aunque protestará, puedo pedirle que las traduzca.

—No me interesa su significado —se apresuró a puntualizar Keiris—. Lo que he de saber es de qué dialecto proceden, y también en qué sitio se estableció el pueblo que hablaba ese dialecto, tras dejar las balsas. He de saber, en definitiva, dónde buscar a una persona que suele entonar esa canción.

—¡Ah! —exclamó Naomis, encogiendo los ojos—. Así, eso es lo que le preguntaré. Y encontrarás a esa persona. Irás, la encontrarás y restituirás la alegría a tu hogar, joven Keir.

El muchacho suspiró al reconocer su tono de conspiradora, imaginando muy bien lo que entrañaba. Incluso los habitantes de Sekid conocían lo ocurrido en el palacio diecisiete años atrás. El secreto de su madre lo fue todo menos eso, secreto, al menos entre los nethlors de Hyosis y sus parientes asentados en los puntos más alejados.

Una vez hubo partido la mujer, Keiris echó un vistazo a la choza. Pensaba esperar despierto a Naomis aunque no regresara hasta el alba, hora en que cerraban las cocinas. Pero tenía el estómago a rebosar, la estancia estaba caldeada y le dolían las piernas. Al poco de quedarse solo, se quitó las botas y se estiró para dormir.

El aceite del farol, medio consumido, apenas quemaba, y la habitación se había enfriado, cuando lo alertó un golpeteo en la puerta. De momento se dio la vuelta y se arrebujó —cabeza incluida— bajo la colcha, mas luego se forzó a levantarse y atender a quienquiera que fuera.

Había en el umbral la difusa figura de un adenyo, con el cabello recogido en un alto copete sobre el cráneo y vistiendo una engalanada túnica, que arropaba en múltiples pliegues su cuerpo enjuto, de largas extremidades. Tenía el pelo plateado, si bien sus ojos eran negros y despedían chispas de enfado.

—¿Keiris de Hyosis?

El joven se puso rígido ante el tono perentorio de la pregunta. Había visto a Harridys en alguna ocasión en el curso de sus viajes a Sekid para visitar a sus hermanas: había asistido a las conferencias de aquel erudito en la terraza adyacente a la biblioteca, y lo había visto congregar y aleccionar a grupos de estudiantes junto a los estanques de agua cautiva. A Keiris le había sorprendido entonces que el sujeto pareciera siempre disgustado: con sus discípulos, con sus seguidores y con sus subordinados. Hoy se mostraba más irascible que nunca.

—Yo mismo. ¿Vas a entrar?

—Discutamos en la calle —dijo Harridys, tajante.

Al parecer, el sabio sentía que mermaba su dignidad si pisaba el interior de una choza nethlor.

—Por supuesto —contestó el muchacho en voz alta, dando unos pasos al frente. Las lunas todavía estaban en su cenit, en línea como si una remolcase a la otra; era pues más temprano de lo que en principio había creído—. Me ha enviado mi madre…

—Naomis me ha referido tu relato —atajó, impaciente, Harridys—. Y también he oído tu canción. Si Amelyor te ha encargado verdaderamente esta misión, es más insensata de lo que yo me figuraba. Si te ha encargado la búsqueda de una persona que entona cantilenas arcaicas…

—Es todo lo que sé acerca del hombre que debo encontrar —declaró Keiris, tratando de contenerse—. No se me ha facilitado otra información.

—En ese caso, cualquier intento será vano. Más te vale volver a Hyosis o, mejor aún, presentar la solicitud de ingreso en Sekid. Ya va siendo hora, ¿no te parece? No has tenido más instrucción que la de algunos escasos tutores. Es obvio que eso no basta para hacer de ti un hombre de las islas. —Sus ojos oscuros desaprobaban visiblemente la informal vestimenta del muchacho.

Keiris, cauteloso, hizo una inspiración. Harridys era cáustico, arrogante. Él anhelaba responderle con idéntica mordacidad, pero si creaba antagonismos con el único individuo que podía ayudarlo, nunca podría lograr su propósito.

—Antes debo terminar lo que mi madre me ha encomendado —se excusó con voz tranquila—. Me lo ha pedido encarecidamente. Una vez haya concluido, quizá venga aquí a estudiar. Si estuvieras capacitado para aclararme cuál es el dialecto de la letra de…

—¡Claro que lo estoy! —exclamó, ofendido, el sabio, levantando ambas manos en un gesto de protesta—. Pero ¿de qué va a servirte? Es una balada del país de las Mareas, los dominios de los hombres-anfibio; esos salvajes la cantaban a sus hijos, en los tiempos remotos. Es una canción de cuna. —Sus ojos profundos relampaguearon, a la par que, irritado, sacudía su moño de plata. Acto seguido, de modo abrupto, exhibió sus dientes en una mueca amenazadora—. ¿Te ayudará eso a encontrar a tu hombre, Keir de Hyosis? Es una tonada de las tribus anfibias, unas tribus que no existen en la actualidad. La especie se extinguió cuando las montañas expulsaron sus lenguas de fuego. No fueron lo bastante listos para comprender la advertencia y construir balsas, como hicieron nuestros antepasados. Nunca se independizaron del mar, apreciaban más a sus amigos, los mamíferos acuáticos, que a sus propios congéneres. Carecían de cultura, de civilización, de posesiones estimadas que merecieran salvarse. Eran, como te he dicho, salvajes. Así de elemental. Nuestros antepasados ni siquiera los consideraban humanos. En adenyo clásico los llamaban rermadkens o «salvajes del mar».

Keiris clavó su mirada en la de Harridys.

—No —discrepó, asustado por la vehemencia del erudito y por sus asombrosas palabras. Estaba seguro de que se equivocaba—. He oído hablar de las tribus de las Mareas. Se han extinguido, Sorrys me lo explicó. Pero también sé que eran una raza distinta; los rermadkens viajaban con ellas a menudo.

¡Y tan distinta! No eran humanos. Eran escalofriantemente extraños, ajenos, sobrenaturales, unas criaturas más legendarias que históricas. Identificar a los hombres-anfibio con los rermadkens y afirmar, al mismo tiempo, que la canción de su padre era una nana de aquella especie salvaje… constituía una aberración. Se llevó la mano a la frente como para desterrar aquella idea, convencido de que el sabio estaba en un error, y volvió a insistir.

—Los rermadkens…

—Cometes la grave falta de opinar siendo un ignorante —lo increpó Harridys—. Veamos tus fuentes. ¿Qué textos puedes citar? ¿Qué párrafos, qué autores? Y, ya que tocamos el tema, dime cuántos años pasaste encerrado en las bóvedas de la biblioteca. O cuántas noches has encendido el candil para leer…

—Yo…

—Jamás has hecho tales cosas, ¿verdad? Eso se debe a que te interesan más tus asuntos particulares que nuestra tradición. Si estuviéramos en manos de individuos como tú se perdería nuestra cultura, se perdería igual que las islas. Se difuminarían en la nada nuestras costumbres, nuestro atuendo, nuestra filosofía, todo. Incluso nosotros mismos nos diluiríamos entre los nethlors. —El erudito se acarició el perfecto tocado de su cabellera, sus ojos oscuros rezumaban amargura—. Acaso quieras tomarte la molestia de recluirte en la biblioteca el tiempo necesario para verificar mis declaraciones. De ser así, puedo arreglarlo. Pero no lo harás, porque en el fondo te asusta descubrir cuán desencaminadas andan tus suposiciones en un sinfín de temas.

Keiris se mordió de nuevo la lengua para obligarse a que su voz no delatara sus sentimientos.

—Ahora no tengo tiempo. Debo satisfacer los deseos de mi madre.

Aunque intentara reprimir su cólera, su mente seguía pensando. ¿Una balada del país de las Mareas? Harridys parecía muy seguro de ello. Mas ¿cómo podía su padre haberse presentado en Hyosis cantando un arrullo de los hombres-anfibio; cantándolo, según palabras de Norrid, del modo en que solían cantar los adultos las tonadas que oyeron en la niñez? ¿Cómo pudo aprender en su niñez una nana típica de unas tribus que se habían extinguido muchas décadas atrás?

El joven frunció el entrecejo y apretó contra su pecho la pequeña caracola de Nandyris, mientras repasaba mentalmente las enseñanzas de Sorrys acerca de la historia de los adenyos. Originariamente, todos los seres que un día habían de poblar las islas de Aden vivieron en el mar como hermanos de los mamíferos, hablándoles en silencio y en voz alta, siguiendo sus ciclos y migraciones. De una forma gradual, los más inteligentes, los más avanzados, los que tenían mayores ambiciones dejaron las aguas a fin de edificar en tierra sus palacios, sus ciudades, sus academias. Sólo las tribus de las Mareas permanecieron en el mar, cabalgando a lomos de los mamíferos superiores de costa a costa, y sólo pisaban la tierra para alumbrar a sus vástagos, para aprovisionarse de determinados alimentos y, de vez en cuando, para guarecerse de las tempestades más violentas. Mientras los adenyos renunciaban progresivamente a la compañía de los mamíferos, comunicándose con ellos sólo a través de las caracolas, los hombres-anfibio continuaron al lado de las grandes criaturas marinas. Ellas los transportaban, los protegían y los alimentaban.

Cuando las montañas de fuego entraron en erupción, las islas se desintegraron y las aguas hirvieron. Los adenyos se aventuraron en el océano a bordo de sus balsas ensambladas a toda prisa, hasta que fueron acogidos por los nethlors. De los pueblos de las Mareas nunca más se supo.

—¿No tienes ninguna duda sobre el dialecto de la canción? —inquirió Keiris.

—Desde luego que no —repuso Harridys con brusquedad—. Hubo quien oyó algunas de las nanas que cantaban los salvajes a sus pequeños siempre que se instalaban en la costa. Pallis y Tiranidor las registraron puntualmente. Las hemos preservado pese a ser muy diferentes de la música de nuestros mayores; son más simples, repetitivas y, huelga decirlo, primitivas.

»Si te empeñas en encontrar al hombre que entonaba tu balada, te sugiero que busques en las academias y preguntes por él. No puede tratarse más que de un sabio. ¿Quién sino se preocuparía por memorizar una canción de esa índole? Todas las apariencias señalan a un miembro de nuestras legiones, un doctor que arrinconó su vocación en favor de objetivos más frívolos.

Keiris se indignó frente a un orgullo tan desmedido.

—Gracias —dijo, sin abandonar un tono de fría corrección—. Gracias por desplazarte hasta aquí y ponerme al corriente de lo que sabes.

Parecía que Harridys fuera a pronunciar una exhortación de despedida, pero el muchacho dio media vuelta y se encerró en la choza.

Tardó unos minutos en templar su furia. Luego empezó a cavilar, con sumo detenimiento, sobre lo que el sabio le había contado, analizando sus implicaciones.

No fue difícil descartar la sugerencia de que su padre había sido un erudito. Ni su madre ni Norrid le habían atribuido la menor inclinación por el estudio.

Sin embargo, en lo que ambos habían coincidido fue en que amaba el mar. Los dos habían dicho que pasaba todo el tiempo posible cerca de él, que incluso nadaba en sus aguas y que los mamíferos se arracimaban a su alrededor para gozar del placer de su compañía.

«Se arracimaban a su alrededor como debieron de hacerlo, en un pasado remoto, alrededor de las tribus de las Mareas».

¿Cómo podía ser su padre uno de aquellos hombres-anfibio? Ninguno de ellos arribó a puerto en las balsas. No escapó ninguno vivo cuando las montañas de fuego estallaron.

Keiris se frotó la nuca, esforzándose en dilucidar el misterio. Si los pueblos de las Mareas estaban en una isla en el momento de las erupciones, no huyeron en balsas. Sin embargo, ¿no era más verosímil que se hallaran en su medio, en el agua, cuando los volcanes desencadenaron su furia? ¿Y si habían logrado escapar de aquellas aguas en ebullición sobre las grupas de los grandes mamíferos en lugar de hacerlo a bordo de balsas? ¿Y si estos mamíferos los habían llevado a alguna remota costa de Neth…?

O si permanecieron en el océano, cerca de los devastados archipiélagos, y se habían trasladado a tierra firme más tarde, quizá siglos después, quizá en fecha reciente…

El muchacho hizo un ademán enfurruñado. Si tal era el caso, ¿había dado con el elemento extranjero de la sangre de su padre? ¿Era pues un salvaje del mar y no un nethlor? ¿Podía incluso correr por sus venas la herencia de los rermadkens? La mera suposición lo horrorizaba. Mas, si Harridys estaba en lo cierto, si éstos y los hombres de las Mareas habían sido una misma raza, o si se habían entremezclado…

¿Era aquél el motivo por el que el gran blanco se había mostrado ante Keiris en el Santuario de las Aguas? ¿Era eso: que él tenía sangre de los hombres-anfibio en sus venas?

Si en verdad la tenía, ¿qué significaba? ¿Qué suponía heredar los genes de una especie que pertenecía más al océano que a la tierra?

Se estremeció. ¿Qué había dicho Amelyor? Ella había afirmado que, en ocasiones, temía que el mar le robara su propia humanidad. Los dedos del muchacho de nuevo estaban helados, tanto que le dolían intensamente. Tenía que encontrar a su padre. Lo sabía ahora con una urgencia nueva, ineludible. No existía otra forma de averiguar qué significaba heredar la sangre de las tribus de las Mareas… si es que, en realidad, la había heredado.

Tenía que encontrarlo, sí, pero ¿cómo? No lo sabía ahora mejor que al comienzo. Si los hombres-anfibio habían ido a Neth, ¿dónde se habían metido? ¿Qué costa habían escogido? ¿Repartieron también su tiempo entre la tierra y el océano? ¿En qué proporciones? ¿Por qué nadie los había visto ni había oído nunca hablar de ellos?

¡Cuánta confusión! Había venido a Sekid esperando recabar información, y en vez de obtenerla sólo había conseguido aumentar su desconcierto. Permaneció un rato ensimismado, de pésimo humor. Al fin, casi sin darse cuenta, se dirigió hasta el aparador y asió un cuenco de lentejas de mar secas. Esparció el contenido sobre la mesa y, con las más planas, esbozó el contorno de Neth tal como Sorrys le había enseñado. Sus dedos trabajaban de una manera mecánica, su voluntad apenas intervenía en ello.

El país tomó cuerpo rápidamente: una banda alargada, estrecha, retorcida, como el dorso de una serpiente emergiendo de las simas. En el norte, las rías y los istmos, esas innumerables lenguas de tierras, unos terrenos vírgenes que permanecían separados entre sí y del continente de Neth por el mar, cuando las mareas subían, y aparecían unidos con las aguas bajas. A continuación de aquellas lenguas de tierra se situaba el cuello del imaginario reptil, las traicioneras angosturas norteñas, donde la gente era más fría que la corriente polar que fluía próxima a sus costas. Hyosis, y los palacios y academias con los que compartía convenciones y normas, se extendía a lo largo de la rugosa franja litoral del sur. Keiris conocía el nombre de cada una de las academias, pero los palacios eran muy numerosos. Y aún más numerosos eran los pueblos nethlor que estaban al servicio de estos palacios.

El joven mordisqueó su labio inferior. Si tenía que ir a cada palacio, a cada aldea, e indagar acerca de todo lo insólito que hubieran podido ver o escuchar sus moradores, nunca iba a lograr su propósito.

No. Si las gentes de las Mareas habían llegado a Neth, el lugar más lógico, el primero donde había de buscarlas, era en los istmos, aquellas solitarias lenguas de tierra que configuraban su región más septentrional. Ningún adenyo vivía allí, ni tampoco, que él supiera, ningún nethlor. Juzgó improbable que los ariscos norteños que habitaban la inhóspita comarca del cuello de la serpiente se tomaran el menor interés por lo que ocurría en las rías. Era un hecho probado que rehusaban participar en las actividades de los otros humanos de Neth, que rehusaban hasta suscribir las convenciones de sus vecinos meridionales. ¿No habrían escogido los hombres-anfibio estas desérticas latitudes antes que las más concurridas costas del sur?

Keiris, no obstante, nada sabía de aquellas puntas de tierra. Sorrys le había enseñado mapas, pero en ninguno habían trazado las rías con el menor afán de exactitud. Las habían dibujado en forma de lenguas serpentinas, más artísticas que precisas. ¿Cómo podía siquiera plantearse viajar entre ellas si ignoraba qué cantidad de tierra desaparecería bajo el flujo de las aguas y cuánta quedaría a flote, ofreciendo una base a sus pies? Las lunas se acercaban a su conjunción. No faltaba mucho para las Mareas Mortíferas, las más turbulentas del año.

Frunció el entrecejo ante su tosco mapa, deliberando sobre su empresa. ¿Lo ayudarían en Kasoldys, la academia emplazada más al norte, si hacía una petición en regla? ¿Tendrían allí documentos cartográficos de las rías? ¿Se habrían interesado en la geografía de la provincia inmediatamente superior a la suya? ¿Le ofrecerían un guía?

Volvió a observar el mapa que había hecho, y luego miró sus manos. Tenía los dedos amoratados, ateridos, como si el mar se hubiera apoderado de él. ¿Qué impedía que lo devorase, si su corazón bombeaba sangre de su misma especie, de las Mareas?

Dejó de pronto de importarle si los habitantes de Kasoldys, en las castigadas angosturas, habían elaborado buenos mapas de las rías, o si le asignarían un cicerone. Ni tan siquiera le importaba que le negasen la cortesía de una cena y alojamiento por una noche. Lo esencial ahora no era sólo encontrar a su padre. Era sobre todo establecer sus orígenes o, mejor todavía, comprobar si podía establecerlos en tierra firme. Tenía que partir. Deprisa, una vez tomada la decisión, devolvió las lentejas al cuenco vacío, saltó al colchón de Naomis, se levantó y, de nuevo incierto, comenzó a pasear desazonado por la pequeña habitación.

Estaba absolutamente seguro de que Harridys se había equivocado. Su padre no había sido un salvaje ni menos aún una criatura de mundos desconocidos. Había llegado a Hyosis y se había presentado, sin provocar recelos, como un hijo del palacio de Rynoldys. ¿Podía hacer algo así un ser incivilizado?

En cuanto a por qué había raptado a su hija la noche de su nacimiento…

El muchacho se aplicó con fuerza las palmas a las sienes. La confusión lo agobiaba casi como un sufrimiento físico, acompañada de una terrible migraña. Quizá construía demasiados castillos sobre cuatro versos de una canción. Quizá Norrid los había memorizado mal. Quizá, también, Harridys tenía menos sapiencia de la que él creía. Quizá su padre no era, en fin, sino un mestizo nethlor que había estudiado un par de cursos en alguna academia y luego se había dedicado a vagabundear, y a cantar mientras se adentraba en los océanos.

O, quizás, era su madre quien más atinada estaba. Tal vez había un estrado vacante en algún confín y su padre había sido enviado a Hyosis para engendrar a una hija y llevársela.

Mas ¿quién mandaría a un seminethlor para engendrar a una hija destinada al estrado?

¿Quién mandaría a un salvaje de las Mareas?

Preguntas. Suposiciones. Dudas. Pasó revista a unas y otras, despejando una única incógnita: no era en aquella choza donde hallaría las respuestas. Tenía que viajar a los istmos, le brindaran o no su ayuda en Kasoldys. Tenía que inspeccionar aquellas ofídicas lenguas de tierra, aunque fuera a costa de enfrentarse con el océano en la época de las Mareas Mortíferas. Más adelante, si fracasaba, tendría además que recorrer las costas. Tendría que ir de palacio en palacio, de pueblo en pueblo, preguntando por un hombre que amaba el mar. Tendría que escuchar —si lograba desarrollar el don— la voz de su padre.

Tendría que hacer, en suma, todo lo que fuera preciso. Todo lo que estuviera a su alcance. Porque, a menos que averiguase la verdad, no volvería a sentir la tierra compacta bajo sus pies. Allí donde anduviera, el mar le lamería las botas.

Se marcharía a la mañana siguiente. Aquilató, exhausto, sus propósitos mientras la pequeña llama del farol de Naomis se fue consumiendo hasta apagarse. Cuando reinó la penumbra, se acurrucó en el camastro y se durmió.