Keiris se hallaba junto a la ventana de poniente de la cámara interior de reuniones, contemplando abstraído el intenso colorido del ocaso. La voz del mar era un susurro a la vez lejano y penetrante, un siseo amortiguado al que no podía sustraerse.
Ya había terminado. La efigie estaba completa. Había supervisado el hilado del tejido y el corte del patrón. También había recopilado los símbolos requeridos: la perla de Amelyor como corazón, las otras gemas, minuciosamente talladas, para representar los sentidos, las almendras labradas y los diminutos frutos que llenarían el vientre para prevenir el apetito, y un niño de piedra todavía más pequeño, el cual, arropado en el interior de la estatuilla, había de combatir la desoladora soledad. No había esculpido este último con sus propias manos. Moldearon unas cuantas figuras en Sekid, y él eligió la que le pareció mejor.
Más adelante, después de coser la efigie, había ido a la biblioteca a fin de consultar y memorizar las palabras que debía decir en honor de Nandyris.
No le quedaba nada por hacer hasta la mañana siguiente. Disponía de una noche entera sin obligaciones, una noche entera que pasaría, incómodo y remiso, en compañía de sus cavilaciones. Se agitó presa del desasosiego, con los ojos clavados en el cielo inyectado de sol.
—¿Joven Keiris?
Se volvió, con el entrecejo fruncido. Norrid se acercó tímidamente, como si no estuviera seguro de ser bienvenido.
—¿Qué quieres?
—¿Perturbo quizá tu paz?
El anciano, encorvados los hombros por la carga de los años, hablaba con parsimonia, pero alerta, presto a retirarse a la primera señal de estar importunando a Keiris.
—No. De todos modos tenía intención de ir a verte —contestó el muchacho, y no mentía.
Aunque ya no ocupaba un puesto entre los pescadores en activo, Norrid había navegado mucho en su juventud y guardaba en su memoria un tesoro, un acervo de relatos. Si viajó un tiempo en el mismo velero que su padre, si se avenía a contarle algo…
—¿Para hacer nudos juntos? Yo he venido por eso, a preguntarte si deseas ayudarnos a montar una carta marina sobre la vida de tu hermana. Las tripulaciones pretenden elaborarla en las próximas horas, siempre que puedan contar con tu colaboración.
¿Lo estaba invitando Norrid a unirse a los navegantes para rendir homenaje a Nandyris? ¿Lo invitaba a él, que jamás fue admitido en la sala donde se reunía la tripulación, a él, que había permanecido innumerables veladas arrimado a la puerta, oyendo las canciones de los pescadores?
—Te lo agradezco —musitó, emocionado—. Conservo algunos objetos que recogimos en la costa. ¿Puedo llevarlos?
—Trae todo aquello que encierre algún recuerdo, y lo ataremos a la carta. Ya hemos despejado un espacio en la pared. —Con delicadeza, el anciano posó su enorme mano en el hombro de Keiris—. Y ven predispuesto a reír, no a llorar. Será una carta feliz, Keir. Tu hermana no tuvo días tristes ni duros, a excepción del último. Su existencia fue un cúmulo de aventuras.
El muchacho asintió. Era verdad. Nandyris no vivió lo bastante para conocer noches solitarias en el estrado, a ayudantes porfiados ni a niños nacidos muertos. Nada ni nadie la había vencido hasta el momento de la tragedia.
—Deja que registre su alcoba —rogó Keiris a Norrid—. Hay algunas cosas que ella no querría que faltasen.
—Ve a buscarlas, y luego reúnete con nosotros en la sala común. Yo bajaré las cuerdas: una blanca porque salió con la flota, otra azul por el mar, y un hilo de oro porque fue nuestra guía durante estos dos años.
—Sí.
Pensar en Nandyris un rato más iba a aliviarlo un poco, y manipular objetos que habían descubierto juntos, también, así como estar acompañado en aquélla su postrera noche en palacio. Keiris fue raudo a recoger todo lo que necesitaba.
Más tarde, al entrar en la sala repleta de navegantes, sintió un pasajero desánimo. No había rastro del orden que imperaba en el resto del palacio. Las bruñidas superficies, los almohadones adornados con ricas borlas brillaban por su ausencia. De los muros, de burda piedra picada, colgaban plantas marinas y pieles de lagarto. Las muy blancas, descartadas, se apilaban en las esquinas. El ambiente olía a mar. Había tres desvencijadas mesas de trabajo que reposaban sobre cuatro largas patas. Para utilizarlas había que estar de pie, o bien sentarse en unas altas banquetas.
Con cautela, tras observar que algunos de aquellos fornidos hombres y mujeres se habían desplazado para hacerle un hueco, Keiris escogió un lugar en una de las mesas y depositó sobre ella los objetos que había rapiñado del dormitorio de su hermanastra: pechinas, nudos leñosos, semillas y vainas erosionadas por las aguas, y artilugios raros que no supo identificar. Tardis, maestre de las naves de pesca, también había traído recuerdos, herramientas y piezas de aparejo que Nandyris había utilizado; algunas, incluso las había hecho ella misma.
Había en la estancia ingentes cantidades de comida y bebida. Kristis no había sido cicatera cuando los marineros habían invadido la cocina con platos y jarras. No obstante, nadie había probado bocado todavía. Esperaban en silencio que empezase Tardis.
Una vez se expuso todo sobre las mesas, el maestre inspeccionó la sala en unas pocas zancadas, reuniendo a su paso una colección de garfios rayados por el uso e instrumentos de mango largo.
—Elige tú la barra, Keir. —El patrón de navío era más alto que la mayoría de los nethlors, y tenía unas facciones toscas y severas. Sus ojos eran del color gris mate de las nubes, y su andar, solemne, autoritario—. Ésta la empuñó Nandyris, el día en que arponeó al lagarto. Si la hubieses visto…
—Sí, me quedaré con ésta.
El joven imaginó la expresión de Nandyris al hacer frente al reptil. La imaginó en actitud intrépida, con los dientes al descubierto y el rostro sonriente. ¡Ojalá tuviera él tantos arrestos!
Pero no debía hacerse ilusiones. Cada vez que trataba de representarse a sí mismo en la proa de un barco, con un lagarto cerca, a tiro de arpón, un sudor frío bañaba todo su cuerpo.
Norrid, Tardis y él emprendieron la tarea por turnos, enroscando cabos en la barra que había de soportar la carta, aplicándoles luego la hilera de delicados nudos que representaba el primer año de la vida de Nandyris. Luego comenzaron a participar los otros, también sistemáticamente, rememorando eventos y creando nudos para inmortalizarlos. Desfilaron asimismo por la sala los empleados de palacio, cada uno con un objeto que Nandyris había acariciado, manejado o admirado, y los marineros los sujetaron a las cuerdas y las insertaron en el montaje. La nudosa red se fue extendiendo. Poco después reinaba una gran algarabía en la estancia, carcajadas y trasiego de bandejas y jarras.
Los cánticos sucedieron a las risas. Keiris los había oído entonarlos desde la infancia, pero no comprendía las letras. Estaban compuestas en una vieja lengua nethlor ahora en desuso. Sin embargo, aquellas melodías largas, densas, que hablaban de amor, de gozos y pesares, y de las gélidas profundidades oceánicas lo conmovieron. Mientras las escuchaba, el joven trabajó en la carta, observó cómo trabajaban los demás y vio cómo crecía la existencia de Nandyris en la obra de sus muchos dedos, hasta que concluyeron la tarea.
Amor, gozos, pesares, y la gelidez de los océanos: estrofas que se repetían una y otra vez.
Hasta que terminaron de hacer las ataduras, y hasta que se colgó la carta de nudos en la pared, Keiris no reparó en que Norrid había permanecido a su lado la mayor parte de la velada. El anciano no cantaba las tradicionales tonadas nethlor. Tarareaba otra distinta, de letra reiterativa, con su voz ronca, bajito. De vez en cuando, miraba de soslayo al muchacho, como si esperase una reacción.
—¿Qué canción es ésa? —inquirió al fin Keiris, suponiendo que ése era el deseo del anciano. Había escuchado con la suficiente atención para asegurarse de que el idioma no era el adenyo clásico, ni la obsoleta lengua nethlor, ni menos aún la actual.
—Lo ignoro —respondió Norrid, con cierta picardía reflejada en los ojos—. Aunque conocí a un hombre que solía cantarla. La cantaba cuando salía en los pesqueros, y la cantaba también cuando nadaba en el mar. ¡Le entusiasmaba hacerlo! Me refiero a nadar, claro. Es una antigua copla y, en cuanto a la lengua, creo que se trata de un dialecto adenyo que casi todos han olvidado. Se me ocurre que si alguien averiguara exactamente qué idioma es, y dónde, en toda la tierra Neth, hay gentes que aún cantan en una jerga tan peculiar, podría localizar al hombre en cuestión.
Keiris, perplejo, examinó al viejo humedeciéndose los labios. ¿Qué estaba intentando sugerirle? Algo que sólo podía decirse de manera indirecta, eso estaba claro. ¿Qué era? ¿Acaso…?
El muchacho miró, ceñudo, al anciano. ¿Tanto amaba su padre el mar, que incluso se bañaba en él? Eran escasísimas las personas que osaban meterse en las protegidas aguas de la cala, aun en la estación cálida. El océano era un elemento que debía respetarse, al que había que temer, pero jamás disfrutar de él.
—Es posible que en Sekid tengan conocimiento de ese dialecto —apuntó.
—Sí, es posible —convino Norrid, con un gesto de cabeza que denotaba satisfacción ante la perspicacia del muchacho—. Y el dato quizá le sería de suma utilidad a un joven que tuviera que buscar a alguien. Alguien a quien ya no se menciona en nuestro palacio.
Quizá sí. Quizá aquélla era la clave que podría conducirlo hasta su padre. Mas Keiris, confundido, vaciló.
—¿Cómo sabías que voy a emprender su búsqueda?
¿Cómo lo había adivinado el anciano? Desvanecida de sus pupilas la picardía de antes, Norrid clavó la vista en Keiris. Su frente estaba ligeramente arrugada, su expresión reflejaba gravedad.
—Hay cosas que Amelyor considera vergonzosas, aunque ningún otro habitante de Hyosis opine que lo sean. En cualquier caso, hace tiempo nos pidió que no habláramos de ellas, y nosotros obedecemos. Pero callar no es ignorar, joven Keir. Sabemos que existe una última hija. Sabemos que su padre la secuestró. Y sabemos que hemos de rescatarla si existe la más mínima posibilidad de que pueda hacer sonar las caracolas. ¡Quedan tan pocos que sean capaces de hacerlo! Menos aún que en mi juventud.
»Sabemos también otras cosas, muchacho. Como, por ejemplo, que hace tres días tu madre mandó sacar todos los dibujos y tallas de tu padre del desván. O que tú has trasladado tus pertenencias a los grandes arcones, una muestra fehaciente de que no vas a necesitarlas en un futuro próximo. Y eso significa, ¿de qué otro modo podría interpretarse?, que has planeado dejarnos. ¿Para qué? Sólo puede haber una respuesta: vas a partir en busca de tu padre y de tu hermana.
—Sí —admitió Keiris, apabullado. Él creía haber organizado su viaje con disimulo, pero era obvio que los habitantes del palacio estaban al corriente. Como también lo estaban de la historia de su familia, y desde tiempo inmemorial—. ¿Podemos retirarnos unos instantes? —solicitó, inclinando la cabeza—. Me gustaría escuchar toda la letra de la canción.
—No es muy larga —advirtió Norrid—. Se compone de unas pocas frases que él entonaba una y otra vez, como si las hubiera aprendido de niño y las hubiera medio olvidado.
—Me contentaré entonces con esas pocas frases —insistió Keiris. Al menos, la balada le proporcionaba un lugar donde empezar: Sekid.
—Ahora no debe de haber nadie en la terraza, te la cantaré allí. Y, si encuentras a nuestro hombre, refréscale de mi parte la memoria sobre la tarde en que lo salvé de un cola de látigo izándolo en el instante crucial. Era un personaje muy especial, joven Keir, pero en el mejor sentido de la palabra. No abundan los adenyos que sean diestros en el manejo de las herramientas de los nethlors y que sepan, además, soplar sus caracolas de navegación. Y menos aún que tengan tanto carisma para congregar a los mamíferos en derredor de las naves y jueguen en su compañía, como solía hacer él. Ni siquiera Nandyris logró nada similar, ni Amelyor antes que su hija. En cambio, los animales se acercaban a la flota en auténticas legiones a fin de estar cerca de tu padre. Tal era su número que en ocasiones hasta nos asustábamos. No pasaron, sin embargo, de mecer el casco en un pequeño balanceo.
»Nos abandonó, y parece ser que al irse cometió un acto censurable. Tuvieron que moverlo muy buenas razones para perjudicarnos. Todo el mundo está de acuerdo en eso.
»Ahora, ven a oír su canción.
Keiris siguió al anciano hasta la terraza. Más tarde, ya de vuelta a su dormitorio, recitó entre dientes el estribillo incompleto mientras examinaba las imágenes que Amelyor había desempolvado para él. Había dos estatuillas de su padre, ambas de piedra blanquecina y fría. Recorrió sus perfiles, con la punta del dedo, ensimismado, hallándoles mayor vida que antes aunque preguntándose cuándo empezaría a asociarlas realmente con una persona.
Observó asimismo los retratos. Eran muy variados, realizados desde muchas perspectivas y por manos diferentes. Poco vio en el rostro de su padre que delatara una ascendencia nethlor, ni aun remota. La nariz recta, unos labios gruesos y muy bien delineados, la frente amplia, unas orejas planas y pegadas a un cráneo alargado; ninguno de sus rasgos, en suma, tenía nada que ver con las toscas facciones que caracterizaban a los de aquel pueblo.
En contrapartida, exhibía unos hombros más anchos y musculosos que los de la mayoría de los adenyos. Eran poderosos, al igual que sus brazos y manos. Tenía los ojos rasgados, lo cual confería a su semblante una agudeza, una vivacidad que no podía haber heredado ni de los nethlors ni de los adenyos. Su apariencia no correspondía a la de un hombre que hubiera pasado sus días en una academia, copiando textos o creando exquisitas obras de roca y cristal.
Sekid.
Por lo menos, ahora tenía un punto de partida.
No le resultó fácil conciliar el sueño, ni durmió bien. Toda la noche se revolvió intranquilo en el lecho, soñando con parajes singulares y aguas profundas, soñando que se extraviaba en aquellos lugares.
Cuando despertó, Systris se había puesto. Vukirid colgaba, muy baja, en el cielo. Era ya hora de llevar la efigie a los muelles. El joven se vistió sin entretenerse, salió del palacio y enfiló la senda. Mientras caminaba, se esforzó en rechazar los impulsos glaciales de sus aprensiones. Nunca se había hecho a la mar y no deseaba iniciarse hoy; pero tampoco deseaba que los navegantes pudieran acusar de medroso al hermano de Nandyris.
Tardis y su tripulación aguardaban abajo, junto a los muelles. La embarcación en la que debían zarpar había sido remozada y aparejada. La luna pintaba el velamen de blanco. Los marineros permanecieron silenciosos, todos con su atuendo recién blanqueado, mientras Tardis mostraba el navío a Keiris y lo instalaba cerca de proa.
Pasado un rato, desde la terraza, la caracola emitió un triple lamento. La de orientación, situada en la popa del barco, respondió dos veces, y éste comenzó a distanciarse del muelle. Para entonces Vukirid ya se había escondido, y sólo las estrellas titilaban en la bóveda celeste. El muchacho, girado el cuello hacia lo alto, se sintió de pronto muy alejado de los habituales lugares de su vida. Sintió que estaba a punto de penetrar en un ámbito extraño, fuera de todo lo ordinario y familiar, lo quisiera él o no. Ahora, no distinguía más que el contorno de las columnas que rodeaban la terraza. No podía ver a Amelyor, si bien oyó una nueva llamada de su instrumento.
Al pasar el velero de la oscuridad de la cala a la negrura aún mayor del océano, su visión se nubló por completo. Tras un primer instante de pánico, Keiris se sentó tembloroso en la proa y agradeció aquellas tinieblas. Así nadie percibiría cuánto lo azoraba la proximidad del agua.
El barco avanzó mucho tiempo en la penumbra, o ésa fue la impresión de Keiris. Los lamentos de la caracola de su madre murieron poco a poco a su espalda. Salvo los clamores ocasionales de la navegación, y exceptuando también el embate del oleaje contra el casco, así como el crujir de las planchas y los cabos, no se captaba ruido ninguno. Los tripulantes faenaban sin despegar los labios.
Paulatinamente, el cielo y el mar se tornaron difusos, bañados en una luminosidad grisácea. La embarcación se adentró en una bruma envolvente, tan espesa que Keiris ni siquiera distinguía a los marineros en sus puestos. Contempló la niebla con una nauseabunda sensación de irrealidad. Cada crujido de la madera o de los cabos, cada llamada de la caracola de orientación quedaron ahogados. Pero, si aguzaba el oído, más allá de estos sonidos había otro, uno que no estaba seguro de querer escuchar. Era etéreo, susurrante, era…
Repentinamente, Tardis emergió de la cegadora bruma, como un gigante de aspecto huraño, y se plantó junto al muchacho.
—El aliento de las aguas es hoy pertinaz. A sus vahos les cuesta disiparse. No ocurre con frecuencia que oigamos el burbujeo de los lechos de algas antes de clarear.
Keiris soltó un ligero suspiro. ¡Los misteriosos murmullos no eran más que la vegetación marina expulsando los gases acumulados! No había en ello nada aterrador. Recuperó la voz, débil al principio.
—¿Hasta dónde tenemos que ir?
—Arribaremos al Santuario de las Aguas a media mañana. Si no observamos irregularidades en la zona, haremos la ofrenda en ese lugar.
Por vez primera el muchacho sintió la acometida de la excitación, una excitación que arrolló la visible falta de entusiasmo que se apreciaba en el tono de Tardis.
—¿Quieres decir dentro? ¿Entraremos en el templo?
Norrid le había hablado del Santuario de las Aguas, una imponente masa de roca con una cámara hueca que sobresalía de la superficie del océano. Hubo un tiempo en que las naves se introducían en sus canales interiores, atravesando y explorando las grutas abovedadas. Mas, según el anciano, ya nadie lo hacía, desde que alguien decidió decenios atrás que el riesgo era excesivo.
—Amelyor nos ha encargado que vayamos a la parte más profunda del templo. Es una vieja costumbre que desea renovar, cuando menos en este caso. Y así lo haremos. —El maestre frunció el entrecejo, examinando con desagrado el indiferenciado matiz plateado de la bruma—. Dentro de poco veremos la luz del sol —agregó con brusquedad, antes de retirarse.
Keiris lo siguió con la mirada, extrañado por su hosquedad. Mas, antes de que se diera cuenta, el ardiente disco solar apareció entre la niebla y le hizo olvidar el mal humor de Tardis. Estallaron conversaciones y risas entre los tripulantes. El muchacho fijó la vista en las aguas iluminadas, despierto ahora su interés. Ilimitado, incansable, azul: así era el mar que le había descrito Norrid, el mar donde jugueteaban las legendarias criaturas. De repente lo asaltó la sensación de que en los destellos del sol podría ver una golondrina acuática saltando desde las olas y planeando con aquellas alas que más se asemejaban a aletas, esplendorosas las joyas de sus ojos. O podría ver bancos de espectrales medusas contoneándose e impulsándose a toda velocidad, deslumbrantes en su alegre colorido para evaporarse en un instante si se volcaba demasiado sobre las aguas. O podría ver, asimismo, a un gran blanco ascendiendo de las profundidades, guiado por una figura a caballo sobre su dorso.
Era aquélla una fábula adenyo. Las golondrinas de mar y las medusas fantasmales procedían, por el contrario, de la tradición nethlor. Fueron los adenyos quienes habían aportado relatos de otras cuencas oceánicas, donde las personas y seres afines —las gentes de las Mareas y los rermadkens— cabalgaban a lomos de los grandes mamíferos del mar.
Todas las fábulas parecían cobrar vida esta mañana.
El Santuario de las Aguas, una mancha oscura e informe en el horizonte, se elevó de improviso entre la ya disipada neblina. La nave mantuvo el rumbo, subiendo y bajando con el oleaje, hasta que unos minutos después Keiris vio una inmensa cúpula de piedra cubierta de otras más pequeñas que se proyectaba en el mar sobre unos sólidos pilares negros. Era grandioso, mucho más de lo que había esperado. Al admirarlo, sintió una punzada en la boca del estómago. No le sorprendía que los barcos hubieran dejado de aventurarse en el templo. Si penetraban en el laberinto interior y se perdían, o si los atrapaba alguna criatura en los angostos pasillos, allí donde no pudieran eludirla, el fin sería inevitable.
Tardis estaba de nuevo a su lado.
—¿Por qué está ahí el Santuario? ¿Cómo se construyó? —preguntó el joven. ¿Por qué nunca había oído nada acerca de ello? Se diría que había surgido, simplemente, del fondo del océano.
La pregunta, o acaso el mismo templo, parecía desagradar al maestre.
—Los mamíferos tiene un buen surtido de historias al respecto —declaró, con una mayor gravedad de la usual en sus burdas facciones—. Deberías consultar a tu madre. Pacys me informa —entornó los ojos, en actitud de desafío— de que su voz se recibe hoy clara y fuerte. Si lo deseas, puedes ocuparte de la caracola de orientación, aunque sólo sea para comprobar su sonoridad.
Keiris echó una mirada a la gran concha encajada en su peana de popa. Pacys, el piloto, asintió, en complicidad con el patrón, ofreciéndosela. El muchacho, sobresaltado, tragó saliva y palpó el pequeño silbato de concha que se ceñía a su cuello. El pulso se le aceleró como si una amenaza se cerniera sobre él.
La mirada que Tardis había posado en él se prolongó unos momentos, desafiante aún, calibrando sus reacciones. Al fin, el capitán de navío dio media vuelta y se fue.
Con la punzante sensación de haber fallado en una prueba decisiva, el joven contempló el Santuario que se iba acercando, lo contempló mientras aumentaba de tamaño por segundos, y notó como si el corazón no le cupiera en el pecho. Incluso los marineros enmudecieron de nuevo. El maestre se erguía en medio de la cubierta, con los brazos cruzados sobre su ancho pecho. Examinaba la majestuosa formación con una marcada adustez en sus ojos grises.
Pasados escasos minutos, la sombra del templo se cernió sobre el barco. Los tripulantes arriaron velas, metieron los remos en sus ajustes, se doblaron sobre ellos. Reinaba todavía un absoluto silencio, el del estremecimiento.
Las palas de los remos tocaron el agua suavemente, produciendo apenas un chapoteo. La nave se deslizó sin esfuerzo hasta el canal que socavaba el océano en la pétrea catedral. Keiris levantó la mirada, y contuvo el aliento al entrar en la primera cámara. Parecía que todos los olores marinos estuvieran concentrados allí. Encima de sus cabezas, el techo estaba decorado con pechinas de llamativas irisaciones. Al seguirlas con los ojos, se movían, produciendo unos dibujos en una lenta y perpetua evolución.
Los reconoció, sobrecogido: eran reptantes, unos animalitos que tomaban al asalto las conchas vacías del lecho oceánico y se escudaban en ellas de los depredadores. Entre sus caparazones, iban y venían, rápidas como el rayo, unas diminutas criaturas de mirada apagada.
Esos lagartos estrellados eran, por lo tanto, inofensivos. Después de todo, Amelyor no los habría dirigido hasta el templo si corrieran algún peligro.
El muchacho se repitió esta suposición al penetrar en la segunda cámara. Los rayos solares apenas alcanzaban este lugar. Unas pálidas sombras se agitaban sobre las aguas a ambos lados del barco y, al volver la mirada atrás, Keiris reparó en que de su propia estela surgía un fulgor de burbujas fosforescentes.
«Nunca nos habría dirigido hasta el templo si corriéramos peligro». Pero la tripulación estaba tensa, y el muchacho observaba como Tardis se iba enfureciendo por haber sido obligado a meter su barco en el templo.
Con los remos cortando el agua a ritmo acompasado, pasaron a la tercera cámara, de allí a la cuarta y así sucesivamente. Unas eran oscuras y llenas de ecos. En otras había grietas que permitían la entrada de la luz. De vez en cuando, alguna criatura emitía alaridos para saludar su presencia o un contorno estilizado se arqueaba en la superficie. En una ocasión un reptante soltó su concha, que se estrelló con estrépito sobre la cubierta de la nave. Un marinero gritó alarmado, pero su chillido degeneró casi de inmediato en una risita avergonzada.
—No te apetecía venir aquí —constató Keiris cuando Tardis se situó nuevamente a proa. Eso era innegable, pero ¿se avendría el capitán de navío a explicarle por qué?
—Me gusta el mar abierto, donde puedo ver lo que tengo delante —respondió el maestre, escudriñando malhumorado la oscuridad—. Me gusta conducir mi barco sin trabas, y en cualquier dirección. Me gusta el sol. Mas lo que nos aguarda…; en fin, tú mismo juzgarás.
Lo que les aguardaba era, en primer lugar, un estrecho pasadizo arrebatado a la roca. Su techo era bajo, apenas admitía el mástil de la embarcación. No alumbraban el túnel sino los ojos de los lagartos estrellados que se agarraban a los muros, y las fosforescencias de la estela. El aire cautivo, enrarecido, desprendía un olor nauseabundo. Keiris apretó los brazos contra el cuerpo, comprendiendo el enfado de Tardis. Las paredes estaban muy próximas, el casco podía arañarlas fácilmente y sufrir fisuras. Y si se diluía la voz de Amelyor, si topaban en aquel pasadizo con algo hostil, algo inesperado, ¿qué sería de ellos?
Al joven Keir le pareció que aquella travesía entre tinieblas duraba siglos. Inhaló aire y lo retuvo, tratando de cronometrar el tiempo a partir del número de veces que se veía forzado a expulsar el aliento y volver a aspirar. Por fin, vislumbró una tenue luminosidad ante la proa. Los marineros redoblaron su esfuerzo con los remos, y finalmente los alzaron cuando el barco penetró lentamente en una sala rematada por una elevada bóveda en cuya cúspide se abría un orificio circular. La luz del sol descendía comprimida en un tubo cilíndrico, que describía una circunferencia brillante en las remansadas aguas. Keiris vio, aunque de forma borrosa, que el techo estaba repleto de pechinas animadas.
«Hemos llegado», se dijo el muchacho, puestos los ojos en aquella fuente de luz. Éste era el destino hacia el que, a tientas, se habían encaminado. Tenía que serlo.
—Nos hallamos en el lugar donde Amelyor quiere que hagamos las ofrendas, el Altar del Sol —confirmó Tardis y, con el aspecto aún enfurruñado, levantó la vista hacia la luz—. Pacys, procede.
El piloto asió la caracola y sopló, entornando los párpados. El plañido de la gran concha se desgranó en mil ecos por la sala. Tras un intervalo, volvió a tocar. Luego retiró la boca del instrumento y abrió unos ojos verdes, ausentes.
—Estamos a salvo.
—Abramos pues los cofres. Hepis, Finor, a trabajar.
Dos nethlors dejaron sus puestos y se apresuraron a levantar las tapas de dos arcones gemelos. Mientras lo hacían, observaban a su alrededor, recelosos, con su tosco rostro desencajado.
—Ofreceremos primero los obsequios de las tripulaciones —decidió Tardis—, en respetuoso silencio. A continuación, podrás presentar el tuyo y pronunciar las palabras en honor de Nandyris.
Keiris asintió y presenció sentado, quieto, el ritual de los pescadores, mientras echaban a las sombrías aguas las dádivas cuidadosamente elaboradas. Cayeron por la borda esculturas de madera, piedras pulidas, ristras donde habían ensartado las alhajas que en su día lucieron los muertos, esmerados retratos de familiares y amigos, alimentos y un largo etcétera. Unas pálidas figuras aparecieron en el agua, asomando los hocicos para curiosear y escabullándose enseguida. En las alturas, varias voces estridentes graznaron a coro. Con tenaz regularidad, los marineros hicieron una breve reverencia a cada artículo, antes de consignarlo a la custodia del mar. En ocasiones, sus labios se entreabrían como si rezasen, pero sin romper la quietud. A veces, sin darse cuenta, miraban ansiosos a su alrededor.
Por mucho que intentaran concentrar su atención en la ceremonia, a Keiris no le pasó inadvertido su nerviosismo. También él lo sentía. Habían penetrado hasta el mismo centro de la horadada roca. Su peso pendía sobre ellos igual que una lápida. El largo cilindro solar poco iluminaba; de hecho, no hacía más que realzar el contraste con la oscuridad reinante. En el exterior, el día era luminoso y cálido. Aquel paraje era lóbrego, frío, inmemorial.
El Santuario podía compararse a un corazón de piedra que latiera cadencioso, acompasado, y la nave se había adentrado en su rincón más recóndito. Si el músculo rocoso se contraía antes de que escaparan, serían aplastados.
Keiris podía sentir esta opresión, pero al mismo tiempo entendía por qué su madre se había empeñado en mandarlos a este lugar. El mar era un ente despersonalizado, infinito. Al menos el templo tenía unas señas identificadoras. Amelyor siempre sabría, como él mismo, dónde se celebraron los responsos de Nandyris. Sería un regio monumento.
Se vaciaron al fin los cofres de las ofrendas, y todos los ojos confluyeron en el muchacho. Keiris vio que anhelaban partir cuanto antes. Mas, aunque compartía sus mismos deseos, no podía actuar precipitadamente. Se lo había prometido a sí mismo. Y se lo había prometido a Nandyris. No recitaría con apremio las palabras rituales.
Lamiéndose los resecos labios, extrajo la efigie de su envoltura de seda. La contempló y arrugó la nariz, de súbito insatisfecho. Era demasiado pequeña. ¿Cómo iba a transportar todos los deseos que él pretendía enviar por su mediación? El deseo, para empezar, de que su hermanastra recordara a parientes y amistades, que recordara también los buenos momentos de su vida y, sobretodo, el deseo de que se reconciliara con la brevedad de sus días. ¿Podía una sola figurita contener tantos deseos, y muchos otros?
Quizá no. Pero él la había hecho lo mejor que había podido y ahora iba a hacer lo mismo en su último cometido. Acarició la sedosa melena de la estatuilla y cerró los ojos.
Había que decir unas frases en voz alta, y las pronunció sin pensar. No tenían ningún significado. Las había memorizado en la biblioteca, no brotaban de su corazón.
Acto seguido articuló otros términos, éstos más simples, que pronunció calladamente para que sólo Nandyris los oyera.
«Aquí estamos, toda tu familia.
Todos en una única imagen.
Amelyor, tu madre.
Kandris, tu padre.
Tus hermanas, Lylis, Pinador y Pendirys.
Yo.
Y el hijo que un día habrías engendrado.
Queremos que tengas a ese hijo en el mar, a tu lado.
Imponle el nombre que prefieras.
Si es varón, bautízalo con el mío».
¿Lo estaba escuchando Nandyris? ¿Lo comprendía? Keiris cerró con fuerza los ojos. Si lograba hacerle llegar su invocación, sin duda ella captaría la letanía que desgranaba su corazón. Si lograba llamarla con una voz lo bastante profunda, una voz capaz de alcanzar su pensamiento a través de la inmensidad del agua del océano.
«Aquí nos tienes, en esta efigie.
Hemos venido para estar contigo.
Si tienes frío, tócanos.
Si te sientes sola, aférrate a nosotros.
Consérvanos siempre cerca».
¿Cómo podría su hermanastra hacer todo aquello si no estaba en este lugar? ¿Cómo lo haría, si no había perecido allí? El joven se llevó la figura al pecho y la apretó con fuerza. Tras encarar, muy prietos, los corazones, habló con toda la intensidad de la que fue capaz, sin articular una palabra.
El silbato se le clavó en la piel, pero apenas lo notó. Amelyor afirmó que él poseía una voz, aunque todavía muda e inexperta. Si conseguía invocarla unos instantes y hacerse oír por Nandyris, si conseguía que ella entendiera el motivo de que lanzara la efigie en el templo, en lugar de llevarla al lugar donde había perecido, un lugar anónimo e ilocalizable, habría cumplido totalmente su propósito.
Tan ensimismado estaba en su esfuerzo, que al principio no reconoció que el grito que se oía en el ambiente era humano. Le pareció un eco frágil, distante, y lo pasó por alto sin que le intrigara en lo más mínimo. Mas otros sucedieron a este primero, así como ruidos de pies que se arrastraban, exclamaciones, gruñidos y jadeos. Luego, sintió el contacto de unos dedos fuertes hincados en su brazo, que lo zarandeaban. Aturdido, abrió los ojos.
—¡La efigie, tírala ya! —lo apremió Tardis, inclinado encima de él y con el miedo y la furia grabados en sus ojos grises.
—Pero… ¿qué sucede?
—¡Dales la figura!
El joven pestañeó como idiotizado, y miró por detrás del maestre. Los demás marineros se habían agrupado en el centro de la cubierta. Más que eso, estaban apelotonados y sus gestos agarrotados denotaban pavor. Bajo la exigua luz, sus rostros aparecían macilentos, paralizados. Tenían los ojos desorbitados.
Desorbitados, sí, fijos en la contemplación de algo que había a su espalda.
Despacio, tan despacio que fue consciente de la contracción de cada uno de sus músculos, Keiris se dio la vuelta.
En un primer instante no identificó qué era lo que se perfilaba frente a la proa. Se trataba de una criatura gigantesca, y su presencia no podía pillarlo más desprevenido. Era tan grande, se erguía tan cerca, que su campo visual no le permitía abarcarla en su totalidad. Le presentaba la cara —fauces, quijadas y ojos—, pero más bien parecía una vertical pared de carne. Su blanca piel despedía unos lívidos resplandores en el claroscuro de la cámara.
Era un gran blanco.
Lo estaba viendo, mas no daba crédito a sus ojos. ¿De dónde había surgido? Sólo podía haber llegado hasta allí a través de algún pasadizo submarino que no figuraba en los mapas. Era demasiado colosal para hacerlo por el canal que su embarcación había tomado. Y ahora, ahí estaba, tan cerca que no tenía más que estirar la mano si quería tocarlo. Si quería tocar su cuerpo irreal.
¿Irreal? No, aquella masa carnosa, aquel mamífero, era muy real. Lo escrutaba con unos ojos inconmensurables, unos ojos en los que podía detectar, vagamente, algo que también había visto en los ojos de Amelyor días atrás: ancianidad, un frío glacial. El aire se heló en sus pulmones. Su corazón dejó de latir.
La criatura guardaba silencio, un silencio sepulcral. Sin embargo, con un solo movimiento de cola podría destruir la nave.
—¡La figura! —siseó Tardis—. Te reclaman la figura. Han venido a buscarla para llevársela a ella.
¿Se refería a Nandyris? ¿El gran blanco haría de mensajero y daría la efigie a su hermanastra? Keiris expelió un aliento entrecortado y luchó para vencer el terror que lo paralizaba.
Fue entonces cuando distinguió a los otros, a los mamíferos más pequeños. Nadaban gráciles, sin ruido, alrededor del barco. No reconoció su especie. Únicamente vislumbraba unos refulgentes retazos grises y la silueta alargada de sus cuerpos.
Dedujo, con una inspiración trémula, que era Amelyor quien los había mandado. Había encomendado al gran blanco —¿era éste el viejo amigo al que había aludido días atrás? No, su amigo era un gris— y a los animales más pequeños la tarea de entregar la efigie a Nandyris. Keiris emitió de nuevo un suspiro, no menos vacilante que el anterior, y ordenó a sus agarrotados miembros que se movieran. Levantó el brazo con el que sujetaba la figura y la arrojó por la borda.
Uno de los mamíferos menores dio un ágil salto y atrapó la estatuilla antes de que rozara el agua. Rápidamente, la criatura se alejó blandiendo su trofeo. Bajo la atenta mirada de Keiris, que esperaba que la nave empezara a balancearse y volcara con el trasiego, los otros animales emprendieron la persecución del primero. Sólo quedó el gran blanco, el cual dio una vuelta completa alrededor del velero, empequeñeciéndolo, ridiculizándolo: luego, se sumergió lentamente hasta desaparecer.
Los tripulantes tardaron un rato en reponerse. Durante varios minutos no atinaron sino a mirar el agua petrificados, sin habla, pálidos como fantasmas. Luego, al ver que no regresaban los mamíferos, ocuparon de nuevo sus puestos y, riendo exageradamente por cualquier trivialidad, comenzaron a remar. Keiris advirtió el temblor de los labios entre sus chanzas, y la lividez de sus semblantes, mientras impulsaban el navío por el inhóspito pasadizo.
También vio algo más mientras se abrían paso hacia la salida del Santuario, por su entramado de cuevas. Podía ver los ojos del gran blanco cuando trazó aquel círculo en torno a la embarcación. Era como si todavía ahora lo observara desde las sombras. Éstas desprendían un halo de antigüedad, una gelidez que lo dejaba más aterido de lo que nunca había estado. Era como si el enigmático animal lo hubiera arrastrado hacia las profundidades del océano.
Como si, al ofrecer la efigie, se lo hubieran llevado con ella.
El frío no lo abandonó hasta que salieron del templo, hasta que le alcanzaron las reverberaciones chispeantes del sol sobre las olas. Poco a poco, sus manos recobraron el calor. Sus pies dejaron de ser carámbanos para recuperar su consistencia humana. Miró a su alrededor.
Todavía quedaban vestigios de temor en los rostros de los navegantes. Tardis tenía las facciones deformadas, carcomidas, en su eterno gesto ceñudo. Dirigió una última mirada de reprobación hacia el templo, mientras se alejaban lentamente de aquel lugar.
Cuando la roca no fue más que una sombra, el maestre dirigió a Keiris aquella misma mirada ceñuda. Éste soportó sus ojos escudriñadores y su frente amenazadora con visible turbación. No osó dirigir la palabra al capitán de navío hasta que arribaron a puerto. Pese a la tibieza de los rayos solares, Keiris sufrió períodos intermitentes de escalofríos durante el resto del viaje. Hubo momentos en que sintió como si lo hubieran engullido las profundidades y el peso del agua fuese a aplastarlo.
Avistaron finalmente tierra, y fondearon. El joven aguardó en el muelle a que Tardis terminara sus quehaceres y desembarcase. El maestre hizo una pausa en la pasarela, mostrándose de nuevo enfurruñado al ver que el otro se había rezagado.
—Creíste que el gran blanco iba a dañar el velero —dijo Keiris. Le parecía necesario hablar, romper el hielo. Quedaba algo por resolver entre los dos, algo que no podía definir pero que se hacía patente en la actitud del capitán.
—Creí que nos ahogaríamos todos —contestó Tardis iracundo—. ¿A quién se le ocurre convocar a un gran blanco dentro del Santuario? —Cerró sus nudosas manos y pudo ver cómo apretaba sus puños férreos—. Soy un nethlor, joven Keir, un pescador. Me preocupo por mis embarcaciones y mis marineros, y sé manejarlos. Pero no puedo controlar a un blanco ni tampoco a un gris, que viene a ser lo mismo, así que me irrita que se me acerquen.
El joven se sonrojó. No estaba preparado para semejante estallido de cólera. Además, el hombre la derramaba sobre él, como culpabilizándolo de la aparición de los mamíferos.
—Mi madre…
—No voy a litigar contra el estrado. Me complace que Amelyor se comunique con los mamíferos y nos facilite la navegación. De lo contrario, seríamos mucho más pobres. Y habríamos tenido innumerables bajas, no sólo unas cuantas como esta vez.
»Me complace, insisto, que dialogue con esos animales. Por nada del mundo querría hacerlo yo, pero tampoco quiero que se arrimen tanto a mi barco que podamos tocarlos. Les otorgo el respeto que merecen, pero es mi deseo respetarlos en su sitio. Lejos de mí.
De nuevo era Keiris, por lo visto, el destinatario de la rabia del maestre.
—Yo ignoraba que enviaría a los mamíferos para recoger la efigie —se disculpó—. No me dijo nada al respecto.
Tardis estuvo a punto de replicar, todavía más furioso, pero se contuvo. En un gesto pausado, cruzó los brazos delante del pecho y se parapetó tras esa barricada. Su expresión se tiñó de resquemor, de cautela, al examinar a Keiris.
—No fue ella quien les ordenó presentarse en el Santuario —aseveró—. Amelyor no los hizo ir a la cámara. Ya se lo he consultado, a través de Pacys.
—¿Que ella…?
El muchacho se interrumpió. Miró al capitán boquiabierto y, de nuevo, sintió en su interior la frialdad del océano. Su embate hacía que le pesaran las manos, que disminuyese el ritmo de sus latidos. Incluso le trababa la lengua, impidiéndole casi manifestarse.
—N-no puede ser —balbuceó—. Si no los mandó mi madre, si no los llamó…
—Pregúntate a ti mismo quién fue.
—Yo no, desde luego. No puedes pensar una cosa así.
—¿Qué pasajero sino tú hemos tenido hoy a bordo? ¡No te figurarás que invoco yo a los mamíferos! Pacys no puede haber sido, puesto que resultaría absurdo que nunca antes lo oyeran y esta mañana, por arte de magia, vinieran a él. En cuanto a mí, detesto la vecindad de esos seres y más aún en un paraje como el Santuario. Sólo he conocido a otra persona que aglomerase tantas bestias alrededor de una de las naves en las que he navegado.
Obviamente, se refería a su padre. Y ahora Tardis daba por sentado que él había hecho lo mismo, cuando el joven sabía —lo sabía con los cinco sentidos— que era incapaz. Meneó la cabeza en ademán negativo.
—Te equivocas. Ni siquiera me ha sometido a la prueba de las caracolas.
—Esta mañana te brindé esa oportunidad.
—Y yo la he declinado porque todavía no estoy preparado. Mi madre me lo contó. Me ha llamado al estrado en varias ocasiones, pero yo nunca he oído su voz. Nunca he captado su llamada. —¿Estaba Tardis al corriente de cómo se desarrollaba la prueba?
—Te ha convocado, lo sé, pero, ya que hablamos tan francamente, ¿por qué no me explicas la razón de tu «sordera»?
—Dímelo tú. ¿Por qué nunca la he oído?
—No, dímelo tú —presionó el maestre—. ¿Por qué?
—Acabo de darte mi respuesta. No estoy preparado.
—No estás preparado —repitió Tardis, con un progresivo distanciamiento en sus ojos grises—. Rara vez lo estamos para aquello que tememos, ¿verdad? —Observó al joven unos segundos más, antes de darse la vuelta y echar a andar con su paso cansino. En la punta del muelle, giró la cabeza y volvió a decirle—: Rara vez, Keir.
El muchacho no apartó la vista de él mientras se alejaba, ni tan siquiera abrió la boca. ¿Qué trataba de decirle el capitán de navío?, ¿que no había escuchado las llamadas de su madre porque no había querido? ¿Porque le asustaba probar su capacidad con las caracolas y fallar?
No podía ser cierto. No podía haber desoído la llamada interponiendo una barrera entre él y Amelyor, porque le espantaba el fracaso. Ni podía haber llamado a los mamíferos en el templo. Ni siquiera había usado la gran concha. Tan solo había intentado ponerse en contacto con Nandyris.
Tardis estaba en un error. Todas sus palabras eran un gran error.
No obstante, Keiris sintió nuevamente el embate del océano en su interior mientras ascendía el sendero. Sentía su frío, su hondura, sentía el ojo del gran blanco sobre él. Empezó a correr, deseoso de huir del fragor de las aguas que rompían contra el acantilado.