El mar se había llevado a Nandyris sin que él supiera cómo ni por qué. Mientras ascendía la empinada vereda, la primera idea de Keiris fue presentarse directamente ante Maffis, ayudante particular de su madre, y solicitar una entrevista con Amelyor. Pero, cuando alcanzó el palacio, encontró a Kristis esperando en la terraza interior, escondidas todavía las manos en el bolsillo del delantal. La cocinera vio la pequeña concha en su palma, y las lágrimas surcaron sus arrugadas mejillas. Antes de poder hacer nada, tuvo que sostenerla, y al mismo tiempo tuvo que permitir que la mujer lo sostuviera a él.
Enseguida vinieron los otros: empleados de palacio, tripulaciones de las naves de pesca, envasadores, especialistas en ahumados, granjeros, pastores y hortelanos. Lo habían seguido desde los muelles y, dado que su madre no había salido a recibir las condolencias, las aceptó Keiris en su representación. También hubo de soportar miradas especulativas, y trató de ocultar cuánto lo asustaban. Si pensaban que ocuparía el puesto de Nandyris, que…
Keiris deambuló entre la gente, haciendo gala de toda la compostura de la que fue capaz, hasta que apareció Maffis entre la muchedumbre, con su amplio e irregular semblante desfigurado por la pesadumbre.
—Joven Keir…, tengo algo que anunciarte.
«Mi madre». El nerviosismo se apoderó del muchacho en su punto flaco, el estómago. «Ahora no, hoy no. No puede ser que mi madre me imponga la prueba tan precipitadamente».
—¿Es algo referente a mi madre? —preguntó en voz alta.
—Quiere verte sin demora. Debes llevar contigo lo que te dieron los picos de plata. —Los ojos claros de Maffis indicaron el silbato con un pestañeo.
Keiris asintió, pero notó una abrumadora carga en lo más profundo del pecho al atravesar, detrás del ayudante, el arco de la entrada principal.
Sus botas resonaban sobre las baldosas meticulosamente limpias del edificio. La luz de los altos tragaluces iluminaba los pasillos inacabables, y arrancaba mil resplandores de la rica y granulada piedra rosa. Las cámaras públicas estaban desiertas, los escritorios y mesas de asambleas desnudos, los cojines amontonados con perfecta pulcritud en las esquinas, a la espera. Todo era un ejemplo de orden. Keiris protegía la pequeña concha en el cuenco de la mano, intentando conservar la misma calma que imperaba en el palacio vacío.
Los ecos del mar se hicieron más audibles a medida que se acercaban a las alas externas. Al fin, Maffis abrió las hojas de la doble puerta maciza de las habitaciones de Amelyor. Keiris entró y se detuvo, exhalando su aliento tembloroso.
La cámara era espaciosa y de techo elevado. Había estatuas en todas las hornacinas. En el centro de la estancia había una mesita baja sobre una alfombra de albas pieles, y a su alrededor se alineaban varios cojines de abigarrado colorido, dispuestos con sumo cuidado.
Amelyor se hallaba junto al ventanal de levante, alta y esbelta en su indumentaria de hebras doradas. Ahora llevaba el pelo recogido en un moño sobre la nuca, sujeto por un pasador de carey. Se había colocado de espaldas al disco solar; en el cielo había desaparecido ya el último estallido cromático del alba. Una máscara de impasibilidad cubría su faz, y sus ojos eran opacos, impenetrables.
—Traigo al joven Keir —informó el ayudante.
—Gracias, Maffis. Y, ahora, he de rogarte que nos dejes.
El subordinado hizo una reverencia y se retiró.
Madre e hijo quedaron a solas. Hasta ellos llegaba el impetuoso romper de las olas. La sangre del muchacho empezó a fluir casi con la misma fuerza mientras aguardaba que Amelyor se decidiera a tomar la palabra. Salvo por la tirantez de las comisuras de los labios y una ligera palidez en los pómulos, la mujer no parecía estar afectada. No tenía los ojos enrojecidos, ni deformaba sus rasgos ninguna huella de consternación. Se mostraba como siempre: equilibrada, contenida, distante.
—Esto es lo que trajeron los picos de plata —dijo Keiris pasados unos instantes, viendo que ella, en vez de hablar, se contentaba con observarlo en silencio—. La caracola de Nandyris. Si deseas guardarla, tuya es.
—No —declinó Amelyor—, puedes quedártela. —Dio un paso al frente, y sus pies descalzos rozaron la blanca pelambre de la alfombra—. Tú y yo no hemos dialogado mucho ¿verdad, Keir? Lo cierto es que nunca tuvimos una conversación sustancial.
—No —convino él, aunque consideraba que no era el momento oportuno para discutir aquella cuestión, puesto que había otras prioritarias—. ¿Podrías contarme qué ha sucedido?, ¿por qué se perdió la nave de Nandyris?
—¿No lo adivinas?
La brusquedad de la pregunta lo dejó lívido. Nadie había hecho la menor alusión al respecto, pero Amelyor había entrado en los años de madurez y Keiris sabía qué temores abrigaban los lugareños. Si tales temores estaban justificados, era su madre quien debía pronunciarse en primer lugar.
—Me gustaría oír el relato de tus labios.
Amelyor se encogió repentinamente de hombros. Tal gesto, que no había sido calculado, realzó la ausencia de gracia de sus largas extremidades.
—Es un asunto simple. Durante estos últimos meses las voces del océano me han llegado atenuadas. No puedo oírlas con la nitidez de antes. Las recibo mortecinas, como si una mampara las amortiguara o procedieran de un lejano confín. Y mis amigos marítimos aseguran que también mis mensajes son cada día más débiles, menos inteligibles. Mi don para hacer sonar las caracolas está declinando.
»Es lo que cabe esperar cuando se tienen mis años. Todos tenemos que jubilarnos antes o después, y hace tiempo que dejé de ser joven. Supongo que estás enterado de que, en nuestra infancia, Kristis fue mi compañera de juegos.
—Ella misma me lo ha dicho —repuso Keiris con parsimonia.
Sí, Kristis se lo había comentado, y en tales ocasiones él observaba de soslayo a su madre tratando de encontrar, sin éxito, algún indicio de su edad. Tampoco hoy lo consiguió.
Amelyor volvió a encogerse de hombros y de nuevo los alzó con su peculiar displicencia.
—Siempre supe que algún día se me acabaría el privilegio de comunicarme con mis amigos del mar. Si las condiciones me hubieran favorecido, habría renunciado al estrado al primer síntoma de merma de mis facultades. Hay, antes de la pérdida definitiva, un período intermedio, un ínterin de fallos intermitentes tanto vocales como auditivos. Mas Nandyris era aún muy niña. No había concluido su adiestramiento en el mar. Necesitaba más experiencia para perfeccionar su percepción. No estaba preparada, no podía subir aún al estrado.
»Aguardé, a falta de otra alternativa, y éste es el resultado. Ayer, Nandyris condujo su barco y al maestre de éste hasta más allá de los lechos de algas, hacia mar abierto. Perseguían un banco de medusas. Yo no tenía razón para prever peligros en la zona. Es una época temprana, todavía no abundan las crías de lagarto ni han entrado en acción los comenáufragos.
»Pero, poco después del mediodía, tanto el gran gris, mi viejo amigo, como los mamíferos de menor tamaño con los que suelo estar en contacto me advirtieron que había signos de perturbaciones en el fondo. De pronto, las voces cesaron. Callaron todas: la de Nandyris, las de los timoneles, las de los animales pequeños y hasta la del gris. Tuve la sensación de haberme quedado sorda. Perdí, a la vez, la facultad de transmitir a las embarcaciones. —Amelyor se dio la vuelta y echó a andar sobre el pulimentado suelo—. Permanecí allí un rato, con las caracolas, en un esfuerzo de recuperar el habla y el oído. Al fin, desistí. Era inútil. Me encerré, procuré descansar todo lo posible. Cuando cayó el crepúsculo y la nave de Nandyris no había regresado con los demás, Maffis me sirvió una infusión sedante y me la tomé. Quise ir a la terraza, clamorear el nombre de tu hermana a través de los instrumentos, mas se había apagado mi voz para el mar. Entonces me acosté y dormí.
»Dormí, confiando en que a la mañana siguiente, al abrir los ojos, divisaría la nave de Nandyris anclada en el muelle. Y desperté, y concebí la esperanza de oír sus cálidos acentos en los pasillos. Naturalmente, no fue así. Al salir el sol corrí a la terraza, y descubrí que había recobrado mis facultades. Llamé a mi más antiguo amigo, el cual me refirió los acontecimientos, una historia sencilla.
»Las alteraciones que me habían referido los mamíferos, aquellas de las que no pude avisar a Nandyris, se debían a unas crías precoces de lagartos-soga, dos nidos cavados en estrecha proximidad.
Keiris tragó saliva. Los lagartos-soga, agresivos, de ojos inyectados en sangre, tan grandes en la etapa adulta como tres naves de pesca en línea, enterraban sus huevos en los profundos lechos de arena o de barro, incubándolos por veintenas. Luego, las madres los abandonaban y los huevos yacían en sus agujeros durante años, formándose los embriones de reptil a medida que se hundían en el mullido suelo oceánico. Un día, al fin, las crías rompían el cascarón y, tras serpentear salvando múltiples estratos arenosos, ascendían a la superficie en una masa agitada y voraz.
—Primero la emprendieron contra las medusas. De haber sido yo capaz de transmitir la alarma, los navíos habrían escapado. Pero no envié ninguna señal. El agua se convirtió en un hervidero de cazadores y cazados. Acudieron al lugar los mamíferos marinos, picos de plata, aletas doradas y colas blancas. Trataron de acorralar a los lagartos en el fondo, una hazaña que quizás habría sido factible si sólo se hubieran enfrentado a las crías de un nido. Pero había dos. Arremetieron simultáneamente, los barcos naufragaron y nadie se salvó. También los mamíferos sufrieron enormes bajas.
Keiris se tapó la boca con la mano, tratando de contener los espasmos de su estómago. No era difícil imaginar la lucha, la confusión, las brazadas desesperadas. No era difícil imaginar a Nandyris precipitándose, desvalida, en las aguas. No, no era difícil. El muchacho, sin embargo, prefirió detenerse en ese punto, y se mordió con fuerza el labio inferior.
Amelyor se dio bruscamente la vuelta y lo escudriñó. Habló con una voz sin relieve, tan inexpresiva como su rostro.
—Tu hermana ha muerto. ¿Vas a recriminármelo?
—No —masculló el muchacho, atónito. ¿Cómo podía pensarlo siquiera? Nunca antes le había fallado la voz. ¿Acaso tuvo la posibilidad de anticiparse al suceso?
Esta vez, cuando Amelyor se encogió de hombros, fue algo más que una contracción descuidada de sus miembros. Fue un ademán de dolor.
—Tampoco yo puedo hacerme reproches razonables y, sin embargo, no dejo de atormentarme. ¿Cómo olvidar que la abandoné en la hora de la verdad?
—Ella no querría verte así —la consoló Keiris. Era cierto, Nandyris habría desaprobado que quedara tras su muerte una estela de tristeza, o al menos una tristeza de aquella índole. Impulsivamente, el joven dijo—: Si deseas examinarme…
Su madre pareció sorprenderse ante el ofrecimiento. Observó a Keiris con los ojos semicerrados y la frente arrugada en un gesto de concentración, como si intentara penetrar en sus pensamientos.
—¿Por qué mencionas eso ahora?
Él respiró hondo para darse ánimos, y contestó:
—Porque soy el único que falta por probar, el único al que no has brindado una opción.
Las arrugas de la frente de Amelyor se acentuaron unos segundos. Luego se frotó las sienes, como si tuviera una intensa migraña, y replicó en voz muy queda.
—Te he llamado innumerables veces, Keiris —afirmó—, y no respondiste. Nunca viniste a mí.
El muchacho la miró estupefacto, sin comprender sus palabras ni la emoción que contenían.
—Jamás recibí un mensaje tuyo —negó—. Maffis…
—No mandé jamás a Maffis con semejante recado. Te invoqué de igual modo que a Nandyris y a tus otras hermanas, a través de las caracolas. Pero nunca viniste a mí. ¿Jamás oíste mi voz, ni aun un murmullo inconexo?
Keiris palideció. ¿Lo había llamado por los mismos medios que utilizaba con los mamíferos marinos, con los pilotos pescadores? ¿Y esperaba que él la oyese y le respondiera?
—No oí nada —admitió—. Sin embargo, he anhelado acudir a ti en infinidad de ocasiones. He soñado con presentarme ante ti y preguntarte cuándo ibas a examinarme. He sobrepasado ya la edad en que mis hermanas hicieron la prueba.
—Sí, y también has sobrepasado la edad en que tus hermanas escucharon mi llamada. Incluso Lylis y Pinador fueron sensibles a ella. Su respuesta fue penosa, pero me captaron y atendieron al instante. —Al percatarse de la incredulidad de su hijo, Amelyor continuó con mayor premura—. Permíteme, Keiris, que te exponga unos hechos. Cada uno de nosotros posee una voz silenciosa. La tenemos tú, yo, toda persona por cuyas venas corre sangre adenyo así como la mayoría de los mamíferos del mar. Ignoro el motivo, más aún si consideramos que los nethlors quedan excluidos. Al menos, tal es el caso de los nethlors que no poseen sangre adenyo. Sea como fuere, la mayor parte de los que están dotados de voz propia, adenyos y animales a la par, están incapacitados para proyectarla de tal modo que los demás puedan oírla con claridad. Tampoco perciben con nitidez las voces de quienes los rodean. Cuando hago una llamada con la caracola, nuestros congéneres no oyen sino lo evidente, un zumbido que es una burda resonancia, y no siempre.
»Una minoría, que entre los humanos suelen ser los adenyos puros y entre los mamíferos los de las razas más desarrolladas, pueden oír y transmitir correctamente realizando unos cursos someros. Otros llegan a asimilar unas enseñanzas más rigurosas, aunque sus virtudes son, por regla general, de escasa utilidad. Hay, en fin, algunos que no aprenden jamás.
—Y yo soy de estos últimos —la interrumpió Keiris, dando rienda suelta a su amargura, a una sospecha que hasta ahora se había resistido a exteriorizar—. ¿Es eso lo que quieres insinuar? Fracasaré con la caracola porque no fui capaz de oír tu llamada. No poseo el don, ni soy apto para adquirirlo. Pero, si en lugar de un hijo varón hubiera sido mujer…
—Si fueras mujer existirían más probabilidades, en efecto. Habitualmente, los que están mejor dotados cumplen dos requisitos: son auténticos adenyos y del sexo femenino. En ti no se da ninguno de ellos.
—Yo…
Al principio, el joven dejó pasar las sentencias maternas sin acabar de comprenderlas del todo, mas de pronto volvió a mirar a Amelyor con el entrecejo fruncido, encarándose con sus ojos entornados y escrutadores. Un leve rubor tiñó sus mejillas, como si su cuerpo, antes que el intelecto, tomara conciencia del significado de aquellas palabras.
—Yo soy adenyo —declaró—. De la cabeza a los pies.
Su madre siguió pendiente de él, sondeándolo con la mirada.
—Si tu padre no fue un verdadero adenyo tampoco puedes serlo tú, Keiris.
¿Qué estaba diciendo? ¿Había oído bien? Su rostro estaba encendido, le ardía la piel, y al mismo tiempo tenía las manos yertas. No podía creer que su progenitor no fuera un adenyo puro. ¿Por qué iba a elegir su madre a un semiadenyo como pareja? Desde luego, de vez en cuando se celebraban matrimonios mixtos entre adenyos y nethlors. Los había habido desde los tiempos en que éstos encontraron a los adenyos a la deriva en sus balsas, huyendo del fuego que había asolado sus islas en un infierno de llamas. Pero ningún aspirante al estrado se había rebajado jamás para desvirtuar hasta tal extremo la sangre de su progenie.
No obstante, Amelyor le estaba confesando lo contrario.
—¿Por qué?
¿Por qué había hecho una cosa así? ¿Cómo no se lo habían dicho antes, ni ella ni nadie en palacio?
Su madre suspiró, y lanzó al sol una mirada pesarosa.
—Porque no averigüé quién era realmente hasta la noche en que me dejó. La misma noche de tu nacimiento. Desde luego, me había dado cuenta de que era más fornido que la mayoría de los adenyos. Me di cuenta el primer día en que ascendió por la senda de los muelles. Entonces supuse que su robustez era consecuencia del duro trabajo. Adoraba el mar, siempre que salía con los otros navegantes no sólo tocaba la caracola de orientación, sino que faenaba junto a los más laboriosos.
»También había otras diferencias, detalles más nimios. Era obvio que me ocultaba secretos. Lo supe mucho antes de aceptarlo como compañero. Si lo interrogaba, por ejemplo, acerca de su familia o su palacio, me daba respuestas evasivas, tan lacónicas que se diría que pagaba cada palabra a un alto precio. Se ganó el puesto de piloto de naves poco después de su llegada, mas, incluso cuando nos comunicábamos a través de las caracolas, yo distinguía su reserva. Tenía una voz diáfana, hablaba bien. De su boca salían, más que frases, música. Eran como una canción que tintineaba dentro de mí. O quizá me lo parecía por los sentimientos que le profesaba, y porque rara vez había compartido nada parecido con otro humano. No obstante, nunca consintió que penetrara en sus pensamientos tan hondo como me habría gustado. Interpuso barreras entre nosotros.
»No estoy segura de que estuviera realmente complacido con mi proposición de aparejarnos. Pero nos unía un vínculo innegable, algo que yo nunca antes había experimentado. De hecho, creo que él tampoco. Se avino a pronunciar las palabras conmigo.
»No nos planteamos la cuestión de procrear. Aunque Nandyris todavía era joven, yo estaba persuadida de que superaría la prueba. No me inquietaba mi sucesión en el estrado.
»Me satisfizo, pese a todo, concebirte. Mas, cuando anuncié a tu padre que íbamos a tener descendencia, su carácter se volvió francamente hosco. Era obvio que algo lo preocupaba, algo que no quiso revelarme. El muro que nos separaba creció hasta hacerse inexpugnable.
»Me animé diciéndome que la situación cambiaría en cuanto te alumbrase. Era muy afectuoso con los niños. Por eso, la noche en que naciste ordené a Maffis que te llevara enseguida a la sala donde él aguardaba. Una hora más tarde, ya repuesta del parto, mandé a mi fiel ayudante en su busca. Maffis vino solo y me informó de su marcha.
»No lo comprendí. ¿Cómo habría podido comprenderlo? Me dirigí a su aposento. Fui yo quien descubrí las tinturas en su cómoda, los productos que usaba para oscurecerse el pelo y la piel, para engañarme fingiendo ser un adenyo sin mácula cuando en realidad portaba un legado mestizo. Nunca pude saber las proporciones de sangre adenyo y nethlor que había en él.
»Tras enfrentarme a una estancia vacía, a los tintes de la cómoda, ni aun así di crédito a la evidencia: que me había mentido, que había partido sin comunicarme siquiera sus intenciones. Me empeñé en pensar que existía una explicación y que, si lograba localizarlo, podría escucharla de su boca.
»Mas, al enviar emisarios al palacio de Rynoldys, de donde él dijo proceder, me enteré de que su hogar no era aquél. Tampoco lo conocían en ninguna de las mansiones donde mis hombres investigaron, ni en la academia de Sekid, ni en Kastar ni en Lonorid. Hasta el nombre que me dio era falso. Había alguien con su apelativo, pero se trataba de otra persona.
Keiris contempló el rostro de su madre, blanco como la cera.
—Así que ignoras su identidad. Ignoras de dónde vino y adónde se encaminó después —resumió. Las frases le salieron en un ronco murmullo. No le extrañaba que nadie le hubiera puesto en antecedentes. ¡Era una incógnita para todos!
—Efectivamente. —Amelyor expulsó un largo suspiro y, de nuevo, se situó delante del disco del sol—. Irrumpió en mi vida, pasó unos años conmigo y volvió a salir de ella. Y ahora, Keiris, tengo una prueba a la que someterte, una muy distinta a todas las otras. Quiero encomendarte su búsqueda.
—¿Te refieres a mi padre?
—Sí. Habrás de ir a su encuentro y darle un mensaje. Cuando desapareció, se llevó algo que tengo derecho a reclamar. Es imprescindible que me lo restituya. Si él, en compensación, insiste en quedarse con lo que es suyo, habréis de arreglároslas vosotros. Es un asunto que sólo compete a tu padre y a ti.
Keiris, aturdido, meneó la cabeza.
—¿Te arrebató alguna posesión?
—Me arrebató a la menor de mis hijas, tu gemela. —Viendo el desconcierto del muchacho, la mujer se apresuró a proseguir—. Fuisteis dos, Keiris, los hijos a quien di a luz aquella noche. Según estipulan las convenciones, tu padre estaba autorizado a llevarte con él si resolvía irse. En el instante en que una pareja se separa, el varón tiene autoridad total sobre el hijo de su mismo sexo, mientras que la niña queda bajo la tutela de la madre. Tu progenitor, sin respetar las normas, se escabulló raptando a tu hermana. Me la robo en el momento en que los dejaron solos, al poco rato de que Maffis os trasladara a ambos a su alcoba. Ahora necesito recuperarla.
—Y a mí nadie me explicó nada. —Keiris emitió su protesta mirando a su madre con los ojos extraviados, como si fuera a perder el sentido. No había nacido solo. ¿Y Maffis, y el personal de palacio? Si tenía una gemela, debían de estar al corriente. Sin embargo, todos habían callado—. Nadie me dijo nunca nada.
—Fueron muy pocos los miembros de la servidumbre que lo supieron. Les prohibí, a ellos y a los demás, que volviesen a mentar el nombre de tu padre. Tampoco debían hablar de tu hermana, en el caso, claro está, de que yo no pudiera rescatarla discretamente. Y no pude. Hice todo tipo de pesquisas, mas no logré descubrir dónde se la había llevado tu padre.
»Quizá no los busqué de forma tan exhaustiva o clara como debiera haberlo hecho. —Se encogió de hombros, como para mostrar su insatisfacción por su conducta de antaño—. Lo cierto es que entonces no me preocupaba la continuidad del estrado. Tenía a Nandyris. Y tu gemela era una criatura frágil. Hubo…, hubo anomalías. Gesis y Fendon, tras hacerle un examen superficial, dictaminaron que no sobreviviría. Por lo tanto, era más que probable que estuviera dedicando mis esfuerzos a perseguir a una niña muerta y a un compañero que no regresaría a mi lado aunque lo localizase. Además, me resistía a hacer público lo sucedido, a reconocer que había sido engañada y abandonada.
Pero ahora, Nandyris había fallecido y su madre tenía que probar a la única hija que le quedaba, si es que todavía vivía. La mente de Keiris se debatía en un torbellino.
—Sólo es parcialmente adenyo, igual que yo.
—Sí. Suponiendo que continúe con vida, la prueba puede resultar desastrosa. Pero también cabe en lo posible que se haya fortalecido, y que esté en posición de sustituirme en el estrado.
«¿Cómo pretende mandarme en pos de una esperanza tan ínfima? ¿Adónde ir? ¿Por dónde empezar?». Despacio, Keiris expulsó el aire que retenían sus pulmones.
—No se cómo hallarla, qué lugares he de visitar.
—Y yo poca ayuda puedo brindarte, excepto decirte que tu padre era una avezado piloto, enamorado del mar. Sentía por él más pasión que ninguna otra persona en el mundo.
Ya tenía un indicio, y no desdeñable. No abundaban los hombres con aptitudes para timonear y tocar las caracolas de orientación. Las gentes se acordarían de él por este detalle, siempre que hubieran coincidido en algún sitio.
De pronto una nueva idea asaltó a Keiris, negativa esta vez, que lo indujo a hacer una mueca de preocupación.
—¿Qué ocurrirá si se llevó a mi hermana por el mismo motivo que tú quieres recobrarla?
—¿Porque hay un estrado vacante en algún rincón? ¿Porque a alguien va a sobrevenirle el cese sin un sucesor? —La expresión de Amelyor se endureció—. Nuestros antepasados forjaron las convenciones por una buena razón, Keiris: para impedir desórdenes y hostilidades. Una de las más antiguas es que sobre los vástagos femeninos siempre deben prevalecer los derechos de la madre. Refréscale a tu padre la memoria en cuanto lo encuentres. Dile que si no me envía voluntariamente a mi hija… —La mujer se volvió hacia el ventanal y oteó el horizonte. Sus labios dibujaban una fina línea de determinación—. Si no me la envía, utilizaré la voz que me resta para atraer a mi causa a los grandes mamíferos. El océano alcanza todas las costas. No olvides recalcarle también esto, que el océano baña todos los litorales, el nuestro y aquel donde hoy habita.
Keiris contuvo la respiración, consciente de lo que entrañaba aquella amenaza.
—¿Serías capaz de hacerlo? ¿Arrojarías a los mamíferos marinos contra el pueblo de mi padre?
Amelyor se volvió hacia el muchacho y, por primera vez, éste vislumbró en sus ojos el paso de los años, la edad eterna de las honduras oceánicas, oscuras y gélidas.
—Puedo hacer muchas cosas mientras conserve la voz. Tú me ves en la tierra. También puedo estar en el mar, y allí tengo múltiples cuerpos. Hablo con los plata, los grises, los blancos y las especies más calificadas de los grupos inferiores. Con su colaboración puedo hacer muchas cosas. Di a tu padre que las llevaré a cabo, que no repararé en medios para evitar sufrimientos a los míos.
Keiris suspiró lentamente, tan sabedor como Amelyor de lo que sucedería si en Hyosis no quedaba nadie para tocar las caracolas. Las naves caerían víctimas de los comenáufragos, los lagartos, los lirios-vampiro y otra decena de calamidades, y el hambre asolaría la población, aquella gente que le había dado su cariño, que constituía su única familia. Asolaría asimismo los nethlors que, según acababan de revelarle, eran parientes de sangre, aunque lejanos. Bajó la vista y miró al suelo, rendido a la evidencia. Tenía que seguir los dictados de su madre, tenía que emprender la misión, por muy fútil que ésta le pareciera.
—Es… estoy desconcertado —balbuceó—. ¿Cómo he de buscarlo?
Amelyor le dirigió una larga y cautelosa mirada.
—Escucha su voz —le dijo al fin—. Y llámalo.
—¿Qué quieres decir?
—Tu voz y tu capacidad para oír están aún por desarrollar; puede que tales cualidades se manifiesten en los hombres de manera más tardía y paulatina que en las hembras, pero, claro está, en el caso de que posean el don. Tales son los rumores que he oído a través de los años. Acaso, también, lo que ocurre es que los varones esperan tan poco de sí mismos que no toman las medidas necesarias para pulir sus facultades latentes. Llévate el silbato de Nandyris. Viaja cerca de la costa, intenta hablar y aguzar el oído allí donde haya un muelle y flotas de pesca.
»Las caracolas son, como sabes, meros instrumentos. No las usamos para que amplifiquen los sonidos de nuestra garganta ni para deleitar los tímpanos. Las usamos para alcanzar un estado de concentración. No puedo describirte las fases del aprendizaje, los métodos de los que nos valemos; varían en cada criatura. Lo esencial es avanzar, seguir avanzando hasta poder alcanzar lo que deseas. Da igual que llames o escuches con la concha de Nandyris o con cualquier otra… si al final consigues aprender esas cosas, si puedes aprender por ti mismo.
Si…, siempre había una condición… Si de alguna manera pudiera aprender esas cosas…, y nada en su interior le sugería que fuera capaz de tal proeza —ni siquiera sabía por dónde empezar—, tal vez daría con una hermana a la que nunca había visto y la traería de vuelta a palacio. Keiris se llevó los dedos temblorosos a las sienes.
—No creo que lo logre —musitó.
Amelyor le lanzó su poderosa mirada, una mirada que retuvo un lapso indefinido antes de dirigirle de nuevo la palabra.
—Tampoco yo creo poder cumplir con mi cometido cotidiano, Keir. —Se volvió para mirar hacia la vidriera, arrugando la frente ante el cielo luminoso—. Ya te he contado que tu padre amaba el mar. Nandyris también tenía debilidad por él. Yo, no. Es un lugar frío, lleno de riesgos, que estoy obligada a observar. Un lugar inmenso, tanto, que temo perderme en él. Sin embargo, cada mañana me despierto y me zambullo en sus aguas. Me planto en el estrado cuando florecen los lirios-vampiro, cuando los comenáufragos acechan a mis amigos los mamíferos, cuando se avecina una tormenta. Me planto allí mientras el relámpago calcina la tierra a mi alrededor. Lanzo mis voces a las profundidades del océano y siento el peso líquido del agua. Siento que me aplasta. Me asomo a las mentes de criaturas tan extrañas, que sus pensamientos me hacen temer por mi cordura. Sí, temo por mí pese a que estas criaturas son mis más viejos camaradas. En ocasiones, me asusta la idea de que el mar me despoje de mi humanidad, que me transforme en otro ser, en uno de esos monstruos que protagonizan las fábulas sobre islas imaginarias. Conoces tales fábulas, ¿no es verdad? Son antiguos relatos.
—Sí, las conozco.
Sorrys se las había contado: historias sacadas de los pergaminos más amarillentos de la biblioteca; se referían a los rermadkens, habitantes de los mares que vivían más allá de las Aden, unos seres que parecían humanos hasta que uno vislumbraba su rostro por vez primera. También había leyendas de las tribus llamadas de las Mareas, unos humanos que vivían como animales marinos y que sólo acudían a tierra para alumbrar a sus hijos o refugiarse de las tempestades.
—Aun así, todas las mañanas subo al estrado. Dejo que otros se encarguen de alimentar y educar a mis hijos. Hoy he asistido a la muerte de uno de ellos a través de los ojos de un mamífero más grande que cualquiera de nuestras embarcaciones de pesca. Y ahora mismo le estoy pidiendo a mi hijo que se aventure a la caza de un hombre del que lo ignoro todo, incluso el nombre.
»Si efectúo todas estas tareas, Keiris, es porque no hay nadie más que pueda hacerlas. Los nethlors nos encontraron en unas balsas a la deriva después de que fueran destruidas las islas de Aden. Nos socorrieron, nos suministraron comida y cobijo, dejaron que nos instaláramos en sus dominios pese a que ellos mismos apenas subsistían en estas tierras. No teníamos nada que ofrecerles, salvo nuestras facultades con las caracolas. Y nos acogieron, antes incluso de saber que se las ofreceríamos. Eso es bondad, Keir, dar vida sin esperar recompensa alguna.
»Esto sucedió hace mucho tiempo. Nos dieron todo lo necesario al principio, y continúan haciéndolo. No podemos equipararnos a ellos ni en fuerza, ni en paciencia, ni en número. No obstante, renuevan su generosidad cada día que pasa.
»¿De qué forma puedes corresponder ante tanto desprendimiento? ¿Qué puedes hacer por ellos?
¿Qué podía hacer él por esas personas a las que tanto quería? De nuevo bajó los ojos hacia el suelo, a sabiendas de que debía actuar en la medida de sus posibilidades, aunque fueran escasas. Finalmente suspiró, había un último punto que quería esclarecer.
—¿Todavía odias a mi padre? ¿Lo detestas aún, después del tiempo transcurrido?
No podía ser de otra manera. ¿Qué sentimiento podía albergar Amelyor sino rencor? Durante unos segundos, el muchacho atribuyó a la furia la súbita contracción de las pupilas de su madre. Ceremoniosamente, la mujer liberó la melena del pasador de carey y dejó que se derramara sobre sus hombros. Era una cascada, una cortina negra que le cubría la espalda hasta el talle.
—¿Es eso lo que mis palabras te han incitado a pensar? —Amelyor hizo su pregunta en un tono suave, pero reflexivo—. He tenido dos parejas. Las circunstancias en ambos casos fueron muy diferentes. Al padre de Nandyris no lo escogí yo; se observó el correcto proceso en todos los pormenores, conforme a las convenciones. Unos delegados de mi familia materna fueron al palacio de Hensidor portando las genealogías. Allí había tres aspirantes, y seleccionaron a Kandris por juzgarlo el más apropiado para mí. Se redactaron los contratos, trabamos conocimiento, dijimos las palabras requeridas e hicimos lo que debíamos. Me dio cuatro hijas y, mientras yo ocupaba el estrado, él me representaba en las asambleas, los consejos y las fiestas populares. Era un hombre excelente, y lamenté sobremanera su pérdida.
»Tu padre surgió de la nada, sin más señas personales que un pelo teñido. Cuando lo interrogué, se otorgó una falsa identidad y me contó un sinfín de embustes sobre sus orígenes. Esbozó, siempre a instancias mías, su genealogía, pero ninguno de los datos que me refirió era verídico. Yo lo conocía demasiado bien para rogarle que se comportara como estaba previsto. Jamás exigí su asistencia a actos oficiales ni festivos, consciente de que lo único que le importaba era trabajar en los muelles y hacerse a la mar. No me costó transigir, también yo anhelaba tenerlo pegado a la caracola de orientación.
»La razón era que, en cuanto hacíamos sonar los instrumentos, su voz me envolvía y la mía lo envolvía a él. Había, sin embargo, ciertas barreras. Y había reservas, pero nos unía una compenetración superior a la que nunca tuve con ninguna otra persona. Nuestros pensamientos, nuestras emociones se fundían. Compartimos sueños que eran como melodías eternas, melodías que cantábamos al unísono. Yo, fiel a mi deber, estaba sola en el estrado, mas esta soledad era únicamente física.
—¿No sospechaste nunca lo que iba a hacer?
—No. Y si no hubiese nacido tu hermana a la par que tú, se habría quedado conmigo, estoy convencida. Al menos —añadió Amelyor con la frente arrugada— hasta la llegada de un segundo hijo.
—Que, por supuesto, tenía que ser niña.
—Muy cierto. Seguramente para eso había venido, para tener una hija que ascendiera a un estrado vacío o que llenara, no lo descartemos, alguna aspiración privada. Tal vez su amor al mar lo llevaba a desear esa criatura capaz de conversar con los mamíferos. —No había resentimiento en la voz de su madre, tan sólo nostalgia.
—Lo querías mucho.
—Sí, lo quería. Todavía hay momentos en que me olvido de todo y agudizo el oído a fin de captar su voz. Todavía se me ocurren confidencias que susurrarle. —Amelyor se dio la vuelta y clavó un instante los ojos en el sol antes de mirar de nuevo a Keiris. Su cabello se esparció en abanico sobre su escote. Su voz era ahora un susurro—. Te he dado dos mensajes para comunicarle. El primero, que deseo recuperar lo que es mío; el segundo, advertirle de que el océano recala en todas las costas. Dile también que sólo tiene una forma de conservar a su hija: regresar aquí con ella.
Keiris observó detenidamente a su madre, y percibió una ternura que nunca antes había visto. Notó una progresiva tensión en el pecho. Comprendió, con el corazón encogido, que el precio del fracaso se hacía más gravoso a cada minuto. Terriblemente gravoso.
—Así lo haré —prometió—. ¿Cuándo debo partir?
—Después de que hayas lanzado la efigie de Nandyris.
El muchacho levantó la cabeza como impulsado por un resorte.
—¿Recaerá en mí ese honor?
—Estabas más vinculado a tu hermana que ninguno de nosotros. Ella desearía tener una efigie creada por ti. Los picos de plata te trajeron su caracola. ¿Te parecen pocas razones?
—Si hubieras estado tú en el muelle al salir los mamíferos…
—Pero no estaba. Permanecí en mi puesto, en el estrado. Aguarda. —Amelyor cruzó la estancia en dirección a su escritorio. Abrió un cajoncito, sacó un cofre de coral y extrajo de él una ristra de perlas de matices ambarinos. Con un seco golpe de muñeca, quebró el hilo que las ensartaba y las dejó rodar encima del mueble. Eligió una y la expuso a la luz—. Ésta es la más limpia, la mejor. Toma, utilízala para el corazón.
El muchacho asió la perla con dedos torpes y la sopesó.
—Encargaré la tela —dijo—. Luego coseré la efigie, me llevará dos o tres días. También tendré que recoger los obsequios de los lugareños.
Los adenyos observaban la vieja costumbre de confeccionar y echar al mar una efigie de los difuntos. Los nethlors preferían ofrecer regalos artesanos. Se tardaban horas, y hasta días, en moldear o tallar algunos de ellos.
—Daremos a Tardis cinco días para aprestar una nave.
Keiris asintió, apretándose las sienes. Tardis querría calafatear, rascar, fregar y pintar, de manera que la embarcación que transportase las ofrendas de Nandyris y las tripulaciones perdidas fuera como un presente por sí misma. Pero, al menos, él estaría ocupado mientras se hacían los preparativos de los navíos y las ofrendas. No le quedaría tiempo para pensar, excepto en su hermanastra y en el última acción que había de acometer para ella.
Su madre se había vuelto una vez más hacia la ventana. Su mirada, perdida en el exterior, se abstraía en lejanos horizontes.
—Ven a verme antes de tu marcha. Hay algunos retratos de tu padre almacenados en el desván. Ordenaré a los guardas que los busquen para mostrártelos.
—De acuerdo —accedió Keiris, al percatarse de que Amelyor lo estaba despidiendo.
Rápidamente se dio la vuelta, ansioso de repente por recluirse en la intimidad de sus estancias, donde podría meditar con calma sobre las revelaciones que su madre le había hecho y sobre lo que le había pedido.
Tan pronto salió al pasillo, se reanudaron los calambres de su estómago. La opresión que sentía en el pecho, como una losa, apenas le permitía respirar. Las sienes le palpitaban dolorosamente. Tuvo que apoyarse en el muro del corredor, dejando que el frescor de la piedra se filtrara en su cuerpo mientras intentaba ordenar sus pensamientos.
Se había personado en las habitaciones de Amelyor con la certeza de que lo examinaría y de que él iba a fracasar. Pero ya había aceptado tal derrota años atrás. La tenía más que asumida.
Sin embargo, en lugar de probarlo con el instrumento, su madre le había propuesto otra prueba, una prueba cuyo logro… o fracaso le llevaría años. Continuaba sin saber cómo debía empezar. Tenía en su poder el silbato de Nandyris, si bien desconocía su manejo y, algo más grave, qué hacer para instruirse en ese manejo.
¿Qué le había dicho Amelyor? Que quizás en los varones la habilidad de hacer sonar las caracolas se desarrollaba más tarde y más despacio que en las mujeres. «En el caso de que posean el don», habían sido sus palabras.
Y, en el supuesto de que lo tuviera y éste evolucionase, lo sumergiría en el océano. Desgarrado por dentro, Keiris se frotó la nuca. El océano…, su bramido en el corredor se había vuelto repentinamente más fuerte. Era un latido insistente, le martilleaba en la cabeza, cuando unos segundos antes le había pasado inadvertido.
Maffis se acercó, ofreciéndole la mano, mas a Keiris no le apetecía departir ni con él ni con nadie. Dio media vuelta y echó a correr en sentido opuesto por el reluciente pasillo, atravesó las sucesivas alas del palacio y no se detuvo hasta llegar a su dormitorio. Parecía que habían transcurrido muchas horas desde que inició allí su jornada. No obstante, el sol estaba aún bajo en el cielo matutino mientras, inmóvil, escuchaba el intenso martilleo de su corazón y pensaba en las cosas, en las hazañas imposibles que, de pronto, requerían de él.