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Keiris despertó al amanecer y permaneció unos momentos inmóvil, con los ojos cerrados y conteniendo el aliento, a la escucha, aunque sin oír más que el distante embate del mar. El palacio, así como las otras estructuras menores de Hyosis, tan apiñadas, se alzaban a gran altura en un saliente de tierra, y las aguas bañaban, muy por debajo, la costa de roca viva. Día y noche, los ecos del rompiente penetraban todos los rincones del palacio. Hasta los dormitorios orientados al océano llegaba el fragor incesante y estruendoso de las olas. En otras alas interiores del edificio, bajo y extenso, las aguas hablaban en meros susurros, salvo cuando Systris y Vukirid aunaban sus fuerzas para hostigar las mareas y embravecerlas.

Sin embargo, no era el mar lo que el oído de Keiris intentaba captar en esta ocasión, sino los otros sonidos que solían animar la mañana: las pisadas ajetreadas en el pasillo, el golpeteo de los pesados cepillos y escobas en las paredes y el suelo, las voces de cocineros y sirvientes. Hoy, sin embargo, no los percibió, ni tampoco escuchó la sonora caracola de su madre en la terraza marítima que asomaba sobre el acantilado, ni las otras más atenuadas, las de las barcas pesqueras en la cala. No vibró en sus tímpanos ninguno de los ruidos que solían escoltar el alba… excepto el sonido del mar.

Asentado de nuevo el temor en su estómago, exhaló un suspiro entrecortado. «Nandyris…».

No tenía más que pensar en su hermanastra para que el miedo le atenazara la garganta. A regañadientes, Keiris se sentó. Al otro lado de la ventana el cielo estaba despejado, teñido de color. La aurora bruñía la piedra rosada de los muros y hacía relucir con tibias irisaciones el desnudo suelo pétreo de su alcoba. Seguramente, Nandyris no podía perderse en un día en el que todo estaba como cabía esperar. No se perdería en una mañana en la que el enlosado pavimento había sido barrido y pulido, en la que los cojines se hallaban apilados con primor en una esquina, y en la que —se levantó y fue a la ventana a fin de asegurarse— la servidumbre ya había fregado la terraza interior.

Seguramente, no se perdería. Las tormentas más crudas del invierno habían pasado ya. Pese a que el mar y la tierra habían comenzado a calentarse, los peces comenáufragos se movían con lentitud en esta fase temprana de la primavera, los lirios-vampiro no habían enviado todavía sus ramas tentaculares hasta la superficie oceánica, y era pronto para las crías de reptil. Además, Nandyris había navegado en cabeza, había recibido la voz del estrado más clara y nítidamente que los semiadenyos que pilotaban las otras naves de la flota de Hyosis.

De todos modos, si la embarcación de su hermana hubiera fondeado durante la noche él habría oído las caracolas. Y no oyó nada, ni en las primeras horas nocturnas, mientras aguardaba que su madre lo mandara llamar a sus aposentos para explicarle lo ocurrido, ni más tarde, durante un sueño desasosegado por la certidumbre de que tal aviso no iba a producirse.

Keiris se llevó una mano al estómago y apretó con fuerza, tratando de mitigar el dolor que le causaba el pánico. El lejano rugir del mar era persistente. No podía eliminarlo. Al pensar en la profundidad de las aguas, la cantidad de criaturas que las habitaban y las mil formas en que tales criaturas eran extrañas…

Abandonó el lecho a toda prisa, y se puso la ropa que había preparado la víspera antes de acostarse. Los pantalones elegidos eran azul marino, el color preferido de Nandyris. La camisa era de un blanco marfil, de la misma tonalidad que las de las tripulaciones de la zona. Sus botas habían sido confeccionadas con la piel de un joven lagarto acuático. Su hermanastra había colaborado en la captura del animal, desde la proa del navío en el que se enroló. Le había regalado el calzado para las fiestas de invierno y la noche anterior le pareció que si lo dejaba todo a punto, ordenado en cada detalle, la luz diurna le traería el alboroto de la risa de Nandyris por los corredores. No podía sino traerla hasta la sala donde ambos desayunarían, traerla de regreso de los mares.

Aparentemente, no era así. Keiris examinó, desalentado, la habitación; luego, enrolló el colchón de su cama, lo ató y vació una jarra de agua en el macetón de la enredadera que cultivaba. Al terminar de regarla, notó que el pasillo al otro lado de su habitación estaba tan silencioso como antes. Remiso, sin ganas, salió de la alcoba.

No encontró a Nandyris en los pasadizos ni en el salón donde se reunían todas las mañanas, aunque habían dispuesto su servicio en la mesa. De hecho, no se tropezó con nadie, pese a ser la hora en la que más atareado acostumbraba estar el personal de palacio. Keiris miró unos segundos por el ventanal, hacia las rocosas laderas donde crecían los castigados árboles frutales. El viento había arrancado las últimas flores. En su lugar, colgaban los frutos, diminutos y duros, que caerían poco antes de que se instalara la próxima estación de lluvias. El muchacho dio media vuelta y permaneció unos minutos completamente inmóvil, con la mirada clavada en la mesa, en los dos almohadones orlados de abigarradas borlas que esperaban a ambos lados.

Los manjares del desayuno se hallaban dispuestos con primor en una serie de bols de delicada concha: manzanas de arrecife, pan de algas, tiras de aguamar ahumada, y las bolitas agridulces de rodaballo que hacían las delicias de Nandyris. Normalmente, Kristis, responsable de la cocina, les daba unas raciones más que frugales de estas últimas, pero hoy habían llenado a rebosar un cuenco de tan preciadas exquisiteces. Keiris comprendió que no era el único que se esforzaba en hacer regresar a su hermanastra. Kristis también lo estaba intentando a su manera, mediante esas ofrendas dispuestas sobre la mesa.

Observó la mesa unos instantes más, con violentos calambres en el estómago, y entonces alzó los ojos al oír andar a alguien que arrastraba los pies.

Kristis se plantó frente a él con las manos embutidas en los bolsillos del delantal de trabajo y su ancha espalda encorvada. No pertenecía a aquella habitación de finas y lustrosas superficies y adornados cojines de seda. Era como un haz de algas dejado por la marea, pesado, gris, lleno de enredos. Hoy, además, tenía su tosco rostro de nethlor más ajado, los ojos más hinchados que nunca. Se encogió de hombros, mientras estiraba el mentón hacia la mesa rebosante de comida.

—Pensé que te apetecería tomar un bocado antes de ir a los muelles.

—¿Están los otros allí? —preguntó Keiris.

Debería haberlo adivinado. ¿Dónde sino podía congregarse la gente a la mañana siguiente de que dos barcas de pesca no hubieran retornado, una de ellas con la sucesora del estrado a bordo?

—Esperan allí a que suene la primera caracola. Si te sientas, si te detienes un momento para comer…

—No. No puedo. —El dolor de su estómago le advertía que si comía no tardaría en devolverlo todo. Miró muy preocupado a la cocinera mayor—. ¿Vienes conmigo? ¿Quieres que vayamos juntos? —El camino hasta los muelles trazaba un descenso abrupto, y el equilibrio de Kristis dejaba mucho que desear.

Ella meneó la cabeza y, con un gesto de enojo, se frotó los ojos enrojecidos.

—No importa desde dónde escuche la señal, sea en este salón, en la bodega o en el ahumadero. Ve tú solo, yo te dejaré aquí lo que puedas necesitar. Y, joven Keiris… —La mujer se interrumpió. Luego, con la mano posada en el brazo del muchacho, continuó, con evidente emoción—: Si el mar se la ha quedado, joven Keir, no olvides que nos tienes a nosotros, a todos nosotros. También somos tu familia.

—Sí —respondió él, agradecido, estrechando las manos de Kristis antes de irse.

Si Nandyris se había perdido podía contar con el personal de palacio, una familia sin parentesco consanguíneo. Tenía además tres hermanastras mayores que él, Lylis, Pendirys y Pinador, pero nunca se había sentido vinculado a ninguna de ellas, o al menos no tanto como a Nandyris. Eran ya mujeres cuando nació; fueron a vivir a la academia de Sekid cuando él era todavía un niño. Sólo Nandyris y él se habían criado juntos. Era con ella con quien había correteado por la playa, recogiendo todos los tesoros que la mar les ofrecía.

También habían atronado al unísono los pasillos del palacio. Habían chapoteado en los colectores de lluvia del tejado, hecho incursiones en las despensas y trasteros, y habían saqueado arcones desechados décadas atrás. Algunas veces, incluso se habían deslizado por las trampillas al desatarse las tempestades, para acurrucarse muy abrazados en un rincón de la terraza exterior y admirar la silueta de los relámpagos que surcaban el cielo sombrío. En otras ocasiones, Nandyris había atado cuerdas alrededor de los árboles de troncos retorcidos y se había descolgado sobre el escarpado acantilado durante la marea alta, balanceando sus pies encima de los negros peñascos y las aguas enfurecidas. Keiris la había aguardado cada vez conteniendo dolorosamente el aliento, convencido de que se despeñaría, pero nunca sufrió ni un sobresalto.

Habían entablado conversaciones interminables acerca del día en que los convocarían al estrado para probarlos, para tocar la caracola. Cuando pasaran el examen, se decían uno a otro, se lanzarían a navegar con las flotillas de pescadores para desentrañar los secretos del mar. Y, concluido el aprendizaje, podrían relevar a su madre en cuanto la voz de ésta hubiera perdido todas sus facultades.

Keiris frunció el entrecejo, sin aminorar su carrera pasillo adelante. Hacía años que Nandyris había dejado de hacerle confidencias. Desde que la llamaron al estrado, apenas le había revelado nada de su experiencia con las caracolas. Pero lo poco que le había relatado había sido muy real. Durante un tiempo, aún en la infancia, el muchacho creyó que sería uno de los raros varones que soplaría el instrumento y se comunicaría mentalmente con los grandes mamíferos marinos que vivían en las profundidades, más allá del cabo. Creyó también que tocaría la caracola de orientación y, al hacerlo, transmitiría a las tripulaciones de las naves pescadoras lo que hubiera aprendido de estos mamíferos.

Incluso había olvidado, contagiado por el entusiasmo de su hermanastra, cómo se sentía siempre que se erguían en el borde del risco y, codo con codo, espiaban las bravías aguas. Había olvidado cuánto temía al mar: sus honduras, su poder, los seres misteriosos que lo habitaban.

Apretó un instante los puños. De niño creyó que podría usar las caracolas. Ahora, no. En su último cumpleaños había rebasado ya en dos años exactos la edad en que su madre debería haberlo sometido a la prueba. Al parecer, su carencia de los dones indispensables era tan obvia que su progenitora no había considerado oportuno ni siquiera hacer un intento.

Si el mar no les devolvía a Nandyris, empero, tendría que claudicar, darle una oportunidad. Al margen de quién hubiera sido su padre, de sus poco prometedores antecedentes, él era el único de sus hijos que aún no había sido examinado.

De nuevo arrugó la frente. Había visto las genealogías de sus hermanastras. El pacto de amor de sus padres por el que habían sido concebidas fue escrupulosamente planeado para obtener un mestizaje que les proporcionara vástagos capaces de soplar las caracolas. No obstante, Lylis y Pinador fracasaron. Ni siquiera la de orientación les fue propicia; las notas brotaron diáfanas, pero sus pensamientos no volaron hasta las embarcaciones que se encontraban en alta mar; cuando navegaban en los pesqueros, tampoco lograban interceptar la información que les enviaba su madre: la información que le proporcionaban los mamíferos. Las perturbaciones climáticas, las actividades de los comenáufragos o el movimiento de los bancos de peces impedían el contacto.

Pendirys tuvo mejor fortuna. Se adiestró en el uso de las caracolas de orientación, si bien nunca logró oír las señales con mayor claridad que los timoneles semiadenyos que faenaban en los barcos. Por muy pormenorizadas que le llegaran las instrucciones de su madre, por interminables que fueran, no conseguía adentrarse en los intelectos de los animales acuáticos que habían de guiarla.

Tampoco las sobrinas y primas de su madre dieron muestras de poseer el don cuando viajaron desde la academia de Sekid. Sólo Nandyris lo había heredado. Y, si Nandyris no regresaba, sería forzoso recurrir a Keiris.

Se le hizo un nudo en el estómago. De tener el don requerido, un mero indicio de capacidad con las caracolas, ¿no lo sabría ya a estas alturas? ¿No lo habría intuido? Lo único que bullía dentro de él era un vago miedo al océano, y otro más concreto, el de ser despachado de palacio e inscrito junto a los parientes de su madre en la academia de Sekid, esto último en el caso de que no aprendiera a tocar los instrumentos. No le seducía la idea de escribir, practicar las artes o malgastar su vida en estudios eruditos. El palacio era su hogar. Kristis, Tracador, Tardis, Norrid y los demás eran su familia, aunque no los vincularan lazos de sangre. Si lograra desenvolverse entre las aguas, si aprendiera a escuchar y dilucidar lo justo para convertirse en un buen piloto…

Sin embargo, cada vez que se planteaba cosas tales como dejar que el mar se le acercara, lo rozara, o admitir las voces del océano en el interior de su cabeza, se estremecía de espanto.

Confuso, aceleró el paso por los corredores, repercutiendo el estampido de sus botas en los inmaculados suelos, y salió a la terraza interior. Se detuvo unos instantes y examinó los desiertos talleres y los puestos de los comerciantes que había pasada la plazoleta; luego, enfiló la senda que, a la sombra de los retorcidos árboles frutales, conducía a la cala.

El amanecer engalanaba aquel hermoso día. El cielo y el mar refulgían con los nacientes fulgores del sol. El palacio brillaba más todavía, pues su estructura de losas rosadas se engarzaba en una vertical de piedra negruzca. Keiris echó una mirada a sus espaldas mientras avanzaba por la accidentada vereda de los muelles, y vio cómo el sol reverberaba en las altas columnas que guardaban la terraza encarada al océano. Su madre estaba en el estrado, situado en un extremo, y el muchacho podía ver la silueta de la caracola sobre su peana.

Aquella terraza no era visible desde el resto del edificio. Ninguna dependencia tenía ventanales sobre ella, y no se permitía a nadie pisar sus pulidas baldosas sin una invitación expresa de Amelyor. Tampoco podía vislumbrarse desde las estribaciones rocosas que se extendían más allá del palacio. Cuando Amelyor subía al estrado, nadie podía verla a menos que estuviera situado en la playa o se hiciera a la mar en una nave de pesca. Y aun así sólo se distinguía una silueta, una figura distante.

Keiris contrajo las facciones. «Una figura distante», así vio él siempre a su madre. Disponía de poco tiempo, no podía actuar como las mujeres nethlors. Si las naves zarpaban para una jornada de pesca o de cosecha de los lechos marinos, era deber de Amelyor permanecer en el estrado. Incluso si estaban ancladas se demoraba allí, recabando información acerca del tiempo y la actividad oceánica. En la temporada de tormentas se mantenía en su puesto todos y cada uno de los días, así como gran parte de las noches. ¿Quién, además de ella, era capaz de oír e interpretar los mensajes de los mamíferos? Neth, la tierra en la que vivían, no pasaba de ser un alargado apéndice de roca esculpido por el mar, y daba escasos frutos: sus huertas y granjas eran prácticamente improductivas. Los habitantes de la región lograban subsistir gracias al mar. Sólo las mujeres que tocaban las caracolas sonoras podían hablar con los animales marinos. Los palacios que albergaban a estas mujeres se hallaban diseminados por la escarpada costa. En Hyosis, nadie más que Amelyor estaba capacitada para interpretar los datos recibidos.

Keiris había crecido en el palacio de su madre pero se había encariñado más con media docena de personas que con ella: Kristis y Tracador, empleadas de la cocina; Norrid, que le había contado historias de los nethlors y le había mostrado cómo se hacían los nudos marineros; Sorrys, venido de Sekid para enseñarle a leer y escribir; Unid y Anegidor, que lo habían dejado acarrear sus cubos de la limpieza, tratándolo igual que a un hijo. Esa mañana, al contemplarla desde abajo, se sentía tan lejano de Amelyor como en sus primeros años.

Ni siquiera lo había acogido en su dormitorio la noche anterior para decirle por qué no había regresado el navío de Nandyris. Y eso que él advirtió a Maffis, su ayudante personal, de que quería verla.

Por consiguiente, hoy no tenía más noticias que las que ya conocían todos: que la víspera, con los primeros albores del día, partieron siete barcos; que Amelyor estuvo captando ondas sónicas de los mamíferos hasta media tarde cuando, de manera brusca, posó la caracola sonora en la peana y abandonó el estrado; que una hora más tarde arribaron cinco embarcaciones y sus tripulantes desembarcaron muy callados, negándose a hacer ningún comentario. Ignoraba si la nave de su hermanastra se había enfrentado a un peligro que los enormes animales no presintieron con la suficiente prontitud, o si Amelyor había transmitido la alarma y ésta no fue detectada, o bien si, sencillamente, Nandyris se había retrasado.

Hoy, todos los residentes de palacio, así como los pobladores de las aldeas nethlors esparcidas por la vecindad y cuantos trabajaban en las pesquerías, se habían dado cita en los muelles. Eran centenares de personas, venidas en tropel. Los navegantes, hombres de férreas musculaturas y mujeres vestidas de blanco con manchas de mar completaban el gentío y, callados, dirigían fugaces miradas hacia la terraza donde se encontraba Amelyor, abandonados los brazos a los costados. Los semblantes cenicientos de adultos y niños rezumaban angustia, y sólo hablaban en murmullos. Keiris se humedeció los labios exangües y se sumó a la muchedumbre, aunque eligió un rincón un poco apartado.

Hoy, el océano no aparecía enfurecido. El agua acariciaba la estrecha playa de la ensenada, espumando levemente la arena antes de refluir. Tardis, capitán de navío, se había situado en un extremo, sin que su faz de angulosas mandíbulas delatase ninguna emoción. Los timoneles se habían agrupado a su alrededor, con la cabeza gacha. La sangre adenyo que pudieran reivindicar se había diluido a lo largo de las generaciones y apenas se evidenciaba en sus rasgos o en el color de su tez. Su destreza marinera era, Keiris bien lo sabía, una facultad que palidecía al ser comparada con la de Nandyris.

Sin embargo, oían y transmitían mejor que muchos adenyos de pura estirpe. ¡Vaya un enigma! Uno de aquellos imperecederos que jamás se resuelven.

El muchacho escrutó a su alrededor. El gentío arracimado en las proximidades de los muelles exhibía de un modo inequívoco su procedencia nethlor. Eran tan idénticos entre sí como diferentes de Keiris: corpulentos y de recios músculos, cabello rubio, y unos ojos donde se sintetizaban los colores del mar y el cielo. Sus rugosas facciones eran una especie de boceto inacabado. Él, en cambio, era alto, delgado y moreno al igual que Nandyris. Incluso su fisonomía se asemejaba a la de su hermanastra ausente, tanto, que bien podrían haber compartido el padre además de la madre.

Pero no había sido así, y quizá ahí estribaba el motivo de que Amelyor nunca lo hubiera llamado para probar suerte con las caracolas, pues su progenitor pertenecía a una familia menos dotada que la del padre de Nandyris.

Keiris encogió los hombros; no sabía nada de su padre, ni su nombre, ni el emplazamiento de su palacio de origen, ni lo que fue de él. El de su hermanastra había muerto dieciocho años atrás, mas todavía pervivía en la memoria de los lugareños. Lo sustituyó su propio progenitor, que una noche se escabulló de la mansión de Amelyor para no volver. A partir de entonces, nadie se atrevió jamás a mencionar su nombre en presencia de Keiris, nadie ni bajo ninguna circunstancia. En una ocasión el joven buscó su genealogía en la biblioteca, pero, si alguna vez estuvo allí, la habían retirado.

¿Adónde había ido? ¿Por qué aquella fuga? En cualquier caso, de nada servía hacerse preguntas a las que no podía responder. Keiris se forzó a relajar la tensión de sus músculos. De poco le sirvió y de nuevo se contrajeron al percatarse de que la multitud estaba alerta. Todos los ojos confluían en las alturas y reinaba una muda expectación. También él estiró el cuello hacia arriba.

Desde su atalaya, Amelyor cogió la caracola y se la acercó a los labios. Allí estaba, con la espalda arqueada. Se había recogido el pelo en una larguísima cola y, por efecto de la brisa, el vestido de hebras de oro se ceñía a su cuerpo y lo moldeaba. Keiris percibió su profunda inspiración, antes de que invadiera el aire el plañido melancólico del instrumento.

Tanto lo conmovieron aquellas notas, que un repentino escalofrío sacudió su cuerpo. Sintió, durante unos segundos, el flagelo del mar. Saboreó la sal en su boca como si estuviera en el puente de un velero y comprendió que los mamíferos a los que llamaba su madre no percibían el lamento, no de la misma manera que él. Los animales escuchaban tan sólo una invocación silenciosa que Amelyor les transmitía con la música, y contestaban del mismo modo.

Acaso ya habían empezado a hacerlo. Tal vez su respuesta flotaba en el ambiente. Con ademán ceñudo, el muchacho trató por unos instantes de representarse qué forma adoptaría el mensaje. «Una voz extranjera, tan cavernosa como los recovecos del fondo del océano». Se intensificó la sensación de frío, y tembló de nuevo todo su ser.

Probablemente, a su madre no le espantaba aquella voz. El suyo era un pavor irracional, injustificado.

Brotó de la caracola otra lamentación, y alguien prorrumpió en sollozos cerca de Keiris. El joven hubo de bajar los párpados para contener la afluencia masiva de lágrimas. ¡Ojalá pudiera obrar un prodigio y recuperar a Nandyris! Ojalá bastase con cerrar los ojos, forjar una semblanza de ella lo más material posible y, suavemente, alargar el brazo, la mano hacia la réplica.

No era difícil recrear su imagen de extremidades largas, iris oscuros, dientes blanquísimos que destellaban en contraste con su piel tostada. Su hermanastra tenía el cabello tan moreno como él. Se lo peinaba en una trenza entrelazada con cintas blancas. Sus rasgos se parecían a los de las esculturas primitivas de mujeres adenyo, destacando la nariz prominente, delatora de orgullo, la frente ancha, los labios carnosos y risueños. Iba siempre ataviada de blanco, y pendía de su cuello una caracola, no una de las que se usaban para guiar las naves, sino una más pequeña que emitía sonidos de corto alcance, como un silbato.

No, no era difícil recrear la imagen de Nandyris. Nada costaba hacerla caminar hacia él, estirados los dedos para tocar los suyos, mientras el instrumento reiteraba su llamada. Era sencillo imaginar, por un breve lapso, que la había invocado, que había trascendido los límites, igual que hacía su madre en sus comunicados con las embarcaciones de mar adentro, y la había traído hasta el muelle.

Sin embargo, al oír el muchacho una exclamación ahogada de sus vecinos, la imagen se estremeció y se desvaneció. Keiris abrió los ojos y se dio la vuelta para mirar en la misma dirección en que miraban todos.

En las proximidades del muelle, un impreciso contorno se deslizaba bajo la superficie del agua.

—Mamíferos acuáticos. Picos de plata.

Sobresaltado, aturdido, el muchacho no distinguió quién había hablado. Se diría que las palabras salían a la vez de todas las bocas, en un susurro reverencial. Observó la forma que nadaba ante sus ojos, intentando averiguar qué era, y reparó en otra criatura que evolucionaba, igual de vaga, detrás de la primera. Las aletas cortaban la superficie. Conteniendo el aliento, aguzó la vista y atisbó en la transparencia de las aguas el característico hocico puntiagudo de la cabeza del primer animal.

Más tarde no recordaría qué lo impulsó a reaccionar como lo hizo. No recordaría qué arranque lo llevó a adelantarse entre el gentío y echar a correr hacia el muelle, ni tampoco por qué se arrodilló sobre los astillados listones y extendió la mano frente a las oscuras siluetas de los animales. Nunca antes había examinado tan de cerca un pico de plata. Estos últimos solían seguir a los pesqueros en medio del oleaje, jugueteando con él, pero casi nunca se aventuraban en las inmediaciones de la costa. Sólo los conocía por la cháchara de los pescadores, las fábulas contadas en los días de tormenta, y también cuando los oteaba en la lontananza mientras paseaba por el acantilado junto a Nandyris.

Hincó pues la rodilla, abierta la mano, y se sobrecogió al advertir que uno de los contornos surcaba el mar a toda velocidad, directo hacia él. Era un cuerpo gris; el muchacho palpó la textura de una piel asombrosamente sedosa… y retrocedió confundido en cuanto la primera de las dos criaturas emergió del mar, tocó sus dedos y dio un portentoso salto en el aire. Ocurrió todo tan deprisa, que en la retina de Keiris no quedó sino la impresión fugitiva de un volumen que trazaba un arco en el vacío, deteniéndose tan sólo para menear la ahusada cabeza. El segundo mamífero imitó a su antecesor: saltó fuera del agua, dobló su fornida corpulencia en una vigorosa pirueta y, con un coletazo, se sumergió.

El joven se puso en pie de un brinco, sacudió sus ropas y se frotó los ojos para enjugar las salpicaduras. Nandyris le había explicado que los picos de plata eran animales juguetones, pero que vinieran a retozar a los muelles en aquel día preciso, cuando no lo habían hecho ningún día que él pudiera recordar… era, sin duda, un mal presagio. Una distraída ojeada a la terraza le mostró que su madre había restituido la caracola a su peana y, con los brazos colgando a ambos lados de la cadera, escrutaba el panorama a sus pies. No podía leer la expresión de su faz, los separaba demasiada distancia. Tampoco su postura le revelaba nada.

Las dos oscuras siluetas de los animales dibujaban ahora círculos en el agua, como si tuvieran un propósito que cumplir y todavía no hubieran podido satisfacerlo. Circunspecto, Keiris volvió a arrodillarse. No obstante, antes de que acertara a alargar la mano ambos mamíferos impulsaron de nuevo sus cuerpos fuera del agua. Ascendieron, elegantes y poderosos, volando por encima de los muelles, por encima del abrumado joven. Durante unos exiguos segundos, un ojo solitario, insondable, se cruzó con los de él, y lo paralizó. Luego, en medio de un tremendo chapoteo, las bestias marinas se hundieron en las aguas y se alejaron de la cala a un ritmo vertiginoso.

Sobre la carcomida madera, a los pies de Keiris, había un objeto. Era una pequeña concha, una caracola tallada en un diseño de estrías y sujeta a una cuerda de inextricables nudos, enhebrada a través de un agujero perforado en la parte más gruesa.

El muchacho sintió cómo se le aceleraba el pulso. El dolor de estómago, que había remitido desde que empezó a bajar por el sendero, reanudó su embate, esta vez con unos espasmos aún más virulentos que antes. Reconoció la concha de inmediato. Evocó el día en que uno de los rastrilladores de algas se la había ofrecido a Nandyris, hacía ya dos años, durante la misma estación. Poco después, una tarde en que estaba sentado al lado de su hermanastra en las rocas del risco, Keiris vio que la joven hacía unas largas incisiones en su nuevo silbato. Él había anudado el cordel; gracias a las pacientes enseñanzas de Norrid, era un experto en la materia. Desde aquel día, Nandyris nunca se había separado de su pequeño colgante.

Lo llevaba ayer, la víspera de su desaparición. ¡Y hoy lo depositaban en el muelle unos picos de plata! Atontado, el muchacho cogió el bramante con sus dedos y acunó la concha en su mano. A su alrededor, la muchedumbre se había sumido en un mutismo total.

Allí donde posaba la mirada, unos ojos se la devolvían. Lo rodeó un cerco de caras lívidas y angustiadas. El silbato de concha les confirmaba lo que habían venido a averiguar. Nandyris, la sonriente Nandyris, la muchacha destinada a erguirse un día en el estrado de la terraza abierta al mar y tocar la gran caracola, se había ido. El océano la había engullido, y no pensaba devolverla. Ni hoy, ni mañana, ni nunca jamás.

En la mayoría de los rostros presentes se dibujaba la tribulación o el miedo. Keiris sólo adivinó una nota de escepticismo en unos pocos. Tembloroso, cerró sus dedos sobre el silbato, y deseó poder impregnarse de aquella incredulidad, aunque no fuera más que unos minutos. Le resultó imposible. Finalmente, muy despacio, levantó la cabeza hacia la terraza donde estaba su madre. Aferrando la pequeña caracola, inició la ascensión de la empinada cuesta del palacio.