Capítulo 36

—Y entonces, ¿qué hiciste? —preguntó Mickey.

—Salí de la galería y conseguí llegar hasta un banco donde me senté y apoyé la cabeza sobre las rodillas —contestó Ruth—. Estuve a punto de desmayarme.

Ambas amigas se encontraban sentadas sobre la arena y contemplaban el suave oleaje. Mickey llevaba un sombrero de paja de ala ancha; en cambio, Ruth iba con la cabeza descubierta y la brisa marina le despeinaba el corto cabello.

Un poco más abajo, Sondra paseaba sola por la playa. De vez en cuando, se detenía para contemplar el océano y ladeaba la cabeza como si quisiera captar la respuesta del viento.

Ruth miró a Sondra y luego volvió a mirar a Mickey.

—Anduve horas y horas —añadió—. Debía de parecer un ser del otro mundo. Recuerdo vagamente que la gente me miraba y que entonces pensé: O sea que eso es lo que se siente cuando una sufre un agotamiento nervioso. Tomé el transbordador y regresé a casa a las once. Las niñas ya estaban acostadas, pero Arnie aún estaba levantado y miraba la televisión. No me dijo nada cuando llegué, ni siquiera me miró. Entonces comprendí lo que era nuestra vida desde hacía mucho tiempo. Pero nunca me había dado cuenta de ello.

Era un día de septiembre insólitamente despejado, y los colores destacaban en toda su intensidad: las ondulantes olas azules del Pacífico, la arena amarilla, los verdes árboles en lo alto del farallón que rodeaba la escuela de medicina. Ruth hundió los dedos en la arena, recogió una pequeña cantidad en el hueco de la mano y dejó que la brisa se la llevara. Se sentía hueca y vacía por dentro. Volvió a contemplar la playa y la estilizada figura de su amiga. La idea de regresar a Castillo se le ocurrió a Sondra. Ahora, ésta caminaba descalza por la orilla, con el largo cabello negro flotando al viento mientras sus grandes ojos escrutaban el lejano horizonte.

A los cuarenta años, Sondra estaba más guapa que nunca, pensó Ruth; la dureza de la vida en la misión no la había afectado. Era esbelta y poseía una gracia natural…, incluso con aquellas tablillas. Llevaba los brazos encerrados en unas armazones de metal y gomaespuma y los dedos de las manos extendidos por medio de alambres y cintas elásticas. «Tablillas activas», las llamaba Mickey. Mientras los injertos se desarrollaban y adaptaban, los dedos se mantenían en leve tensión…, siguiendo en cierto modo el principio del ejercicio isométrico. Aunque aparentaran estar inmóviles, los dedos trabajaban sin cesar contra las cintas elásticas, y los músculos y los nuevos tendones se ejercitaban por más que a primera vista no lo pareciera.

La víspera, cuando llegó a casa de Mickey, Ruth se impresionó al ver el alcance de las lesiones de Sondra. Las cartas no describían por completo aquella espantosa imagen. Ruth no se hallaba preparada para ver aquellos monstruosos daños y aquella impresionante labor de reconstrucción: los remiendos de pálida piel sacada del vientre y de los muslos, los minúsculos puntos, los brazos asombrosamente delgados, igual que huesecillos de pájaro, y los dedos doblados como garras. Ruth sabía lo que había hecho Mickey durante aquellos cinco meses y, asimismo cuanto había sufrido Sondra.

Lo primero que hizo Mickey en abril fue tomar unas fotografías de las manos de Sondra. Después, las estudió como un joyero encargado de tallar un diamante en bruto, y examinó todos los ángulos y líneas, llenando sus blocs de notas con toda clase de dibujos y quemándose las pestañas por las noches mientras estudiaba en los textos especializados la compleja estructura de la mano humana. El objetivo era devolver el movimiento a los tendones y músculos de las manos de Sondra, eliminar las horribles cicatrices y sustituirlas con injertos de piel de otras zonas del cuerpo.

Antes de iniciar el tratamiento, Mickey preparó el programa. Las operaciones se llevarían a cabo en el St. John’s Hospital y Sondra se quedaría allí durante el proceso de recuperación. A continuación regresaría a casa de Mickey y Harrison donde sería atendida por una enfermera particular. En el transcurso de aquellos cinco meses, Sondra no podría utilizar ni las manos ni los brazos.

La primera operación, que se hizo a finales de abril, consistió en retirar un colgajo de piel abdominal. La mano izquierda de Sondra había sufrido unos daños tan graves que para reconstruirla no bastaba un simple injerto de piel. Había que sustituir también el tejido subcutáneo, utilizando para ello el de una zona adecuada. Puesto que el «colgajo» tenía que permanecer adherido a su localización original durante el proceso de regeneración en la mano, el abdomen era la zona elegida.

Mickey levantó el colgajo bajo anestesia local e hizo dos incisiones paralelas en el vientre de Sondra y formó una especie de pasarela para coserlo finalmente a la mano. Con ello se pretendía asegurar el aporte de sangre a través del colgajo, constantemente vigilado durante tres semanas para comprobar que los estratos de piel estuvieran en perfectas condiciones.

Una vez establecido que el colgajo era viable y que la sangre circulaba con absoluta normalidad, Mickey inició el proceso para retirarlo del abdomen, liberando uno de los extremos, pero dejando el otro todavía adherido al vientre. A los dos puntos de contacto del colgajo con el abdomen se les llamaba pedículos. Mickey estrechó el primero con dos pequeñas incisiones y entonces el colgajo asumió la forma de una estaca de valla; luego, aplicó una pinza de laboratorio a la pequeña porción todavía adherida al vientre. Durante unos días, Mickey aumentó cada vez más la presión de la pinza para cortar de este modo el aporte de sangre al pedículo sin dañar el tejido. Con el fin de aliviar el dolor provocado por esta presión, efectuaba repetidas inyecciones de procaína en la zona. Cuando terminó este proceso y Mickey comprobó que el colgajo estaba sano y no se registraba ninguna tumefacción, llegó el momento de trasladarlo a la mano de Sondra.

En junio, se retiró con sumo cuidado la cicatriz del dorso de la mano. Bajo anestesia general, Mickey extirpó el arrugado tejido, limpió la zona, comprobó que no hubiera hemorragias y cosió el colgajo abdominal sobre la herida abierta en carne viva. Con el colgajo todavía adherido al vientre a través del otro pedículo, la piel y el tejido recibían un buen aporte de sangre, lo cual permitió el inicio del maravilloso proceso de regeneración en la nueva localización. Después colocaron a Sondra en un molde de escayola en forma de ocho que le cruzaba el pecho, le pasaba por el hombro derecho y bajaba por el brazo izquierdo. Al cabo de una semana, Mickey aplicó una pinza de laboratorio al segundo pedículo del colgajo y repitió el proceso de gradual compresión diaria. Mientras la pinza oprimía el pedículo, Mickey estudiaba el colgajo para descubrir posibles complicaciones; era la fase crucial en que se produciría el éxito o el fracaso.

El injerto dio resultado. Separaron la mano de Sondra del abdomen, cerraron la herida del vientre y dejaron que la mano sanara por sí sola.

Para la mano derecha, se utilizó un procedimiento distinto. Mientras que la mano izquierda de Sondra tenía los dedos doblados hacia atrás como si quisieran tocar el brazo con los nudillos, la derecha estaba enroscada como un caracol. En este caso, había que hacer una serie de operaciones para retirar paulatinamente los tejidos cicatriciales contráctiles y liberar los nervios y tendones traumatizados. Se retiraron unos injertos de piel de los muslos de Sondra, utilizando un instrumento muy parecido a una herramienta de carpintero, y se trasplantaron sobre unas zonas revestidas por una gruesa piel de desagradable aspecto. Unas tablillas mantenían constantemente la mano en su posición natural para evitar la contracción.

Cuando las heridas de la mano izquierda se hubieron curado, Mickey dio comienzo a la fase decisiva de la reconstrucción, es decir, la del trasplante de tendones, retirando los tendones de los dedos de los pies de Sondra para trasplantarlos a los de las manos. La operación se llevó a cabo a finales de agosto y, posteriormente, las manos volvieron a permanecer inmovilizadas durante tres semanas. Aquella tarde iban a retirar las tablillas.

—¿Lo sabe Arnie? —preguntó Mickey, interrumpiendo los pensamientos de Ruth.

—¿Que fui a la galería? No lo sé. Imagino que ella se lo debió de decir, pero Arnie se comportó como si no lo supiera cuando me acompañó al aeropuerto.

—¿Cómo reaccionó cuando le dijiste que vendrías aquí?

—No reaccionó en absoluto —contestó Ruth, encogiéndose de hombros—. Se limitó a decir que ya cuidaría de las niñas y que no me preocupara.

—¿No le pareció extraño que le dijeras de golpe que te ibas a Los Ángeles al día siguiente?

—Si se lo pareció, no me lo dio a entender.

—¿Cuánto tiempo le dijiste que ibas a estar aquí?

—No se lo dije. Me limité a comunicarle que iba a hacer una «visita» y él no me preguntó nada.

Mickey apartó los ojos y contempló tristemente el océano. Las gaviotas surcaban el aire y llenaban el silencio de la playa con sus gritos. La víspera, cuando Ruth llegó a su casa en taxi, el encuentro entre las tres amigas fue maravilloso; todas empezaron a hablar a la vez entre ellas, lágrimas y recuerdos, evocaron los viejos tiempos y comentaron sus respectivos aspectos. Hacía seis años que Mickey no veía a Ruth, desde cuando se trasladó a Seattle para someterse al tratamiento; Ruth y Sondra se habían visto por última vez hacía ocho años, con motivo de la boda de Mickey. Y, con anterioridad, se habían visto por última vez hacía catorce años en Castillo College cuando recibieron sus diplomas de medicina.

Aquellas primeras horas de la víspera fueron maravillosas y estuvieron teñidas de una dulce nostalgia. Luego Mickey se percató de que a Ruth le ocurría algo. Las señales eran inequívocas: los bruscos movimientos, la mueca de la boca, la leve tensión de la voz. Mickey recordó la actitud que adoptaba Ruth cuando se preparaba para un examen o esperaba a que colocaran las notas en el tablón de anuncios. Ruth ocultaba algo. Era como si hubiera viajado con el cuerpo, pero hubiera dejado la mente en Seattle.

Por la noche, Mickey la oyó llorar en el dormitorio contiguo y, por la mañana al levantarse, vio que tenía las mejillas chupadas y los ojos rodeados por profundas ojeras.

Hacía un rato, sentada en la arena a su lado, decidió preguntarle qué le ocurría y Ruth se lo contó todo: la muerte de su padre, la pesadilla, la aventura de Arnie con Angeline.

—¿Recuerdas cuando quería tener otra hija, Mickey —preguntó Ruth, mirando hacia el mar— y Arnie dijo que no y amenazó con hacerse la vasectomía? Pues, menos mal que no la tuve. Ahora tendría cinco años y no podría con ella. Las niñas se están alejando de mí y son como unas desconocidas. Se han vuelto muy independientes y ya no las conozco. Rachel tiene un amigo punk. Vuelve a casa a altas horas de la madrugada y las gemelas nos traen constantemente notas de sus profesores… Al parecer, hay un problema de inadaptación y las notas son cada vez peores. Leah está insoportable y no hay quien pueda sujetarla en la escuela. Estoy perdiendo el control de todo, Mickey. Mi vida se está hundiendo. Lo primero que perdí fue la columna del periódico; empecé a retrasarme y, por fin, no pude seguir. Cuando se me empezaron a acumular las pacientes, me asusté. Había perdido la capacidad de buscar tiempo. ¿De dónde sacaba yo antes tantas horas para hacerlo todo? Cuando lo pienso, me quedo asombrada. Últimamente, me cuesta vestirme por las mañanas y llegar puntual a mi consultorio. Una vez allí, veo todo el trabajo que me espera y pienso: «No podré hacerlo».

Ruth sintió como una especie de frío muelle metálico enroscado en la boca del estómago que estaba a punto de dispararse. ¿Qué estaba haciendo allí, en aquel lugar en el que ya no había sitio para ella? La playa, la escuela de medicina en lo alto del farallón e incluso las gaviotas con sus gritos parecían burlarse de ella, recordarle lo que hubiera podido ser y el fracaso de su vida. Aquella mañana cuando Sondra les sugirió la idea de visitar el viejo campus, a Ruth le pareció una idea estupenda. Ahora, sin embargo, pensó que hubiera sido mejor quedarse en casa. Incluso allí, a la orilla del mar, se sentía acosada y atrapada.

—Ah, Mickey —dijo, abrazándose las piernas y oprimiendo fuertemente las rodillas contra el pecho—, ¿qué voy a hacer ahora?

Sondra se reunió con ellas en el instante en que Ruth le respondía a Mickey:

—Yo siempre supe interpretar muy bien las constantes vitales. ¿Recuerdas cuando en la escuela nos enseñaron a usar el estetoscopio y yo le detecté un soplo cardíaco a Stan Katz? ¿Recuerdas la reacción de Mandell? Aseguraba que yo debía de tener muchos años de práctica. Al parecer, sé detectar muy bien las constantes vitales de una enfermedad, pero no he sabido captar las de la enfermedad de mi vida: un fracaso matrimonial, un marido desgraciado y unas hijas que se desmandan. Y no sé qué hacer.

La brisa del Pacífico les traía el murmullo de las olas y el perfume de la distancia y del espacio incontaminado. Sondra, que ignoraba lo que era «no saber qué hacer», apartó la mirada del rostro de Ruth y se volvió de cara al viento. Cerró los ojos y vio una playa en la otra orilla de aquel océano, una playa de aguas de color verde lima, edificios de adobe y gentes de piel morena como la caoba. Su playa, la playa que la llamaba como antaño, antes de conocer Kenia, antes de que empezara a estudiar medicina y antes de que descubriera los documentos de su adopción, una extraña llamada casi mística que había conmovido su corazón de niña y le había hecho comprender que debía irse. Sondra siempre había sabido lo que tenía que hacer.

Y ahora lo sabía también. Llevaba seis meses sin besar a su hijo, seis meses sin hablar con aquel montículo de tierra cubierto de flores en el cementerio de la misión. Ya era hora de regresar a casa.

Pero todavía no. El proceso médico no había terminado y aún le quedaba algo por hacer. Aquel día y en aquel preciso instante, puesto que estaba segura de que nunca volvería a reunirse con sus amigas. Contempló las manos de Ruth, apretadas en puño como si agarrara algo invisible, y dijo:

—Vamos a dar una vuelta por la escuela.

Ayudaron a Sondra a subir por la ladera del farallón porque el camino era rocoso y empinado y, en algunos puntos, había que utilizar no sólo los pies sino también las manos.

—¡Uf! —exclamó Ruth, jadeando cuando llegaron a la cima—. ¡Desde luego, no estoy muy en forma!

—¡Nunca fuiste una atleta, Ruth! —dijo Mickey sacudiéndose la tierra de las manos entre risas.

—No, nunca lo fue demasiado, ésa es la verdad.

Recorrieron los conocidos caminos embaldosados, atravesaron los recordados jardines y se sorprendieron de que todo estuviera igual que siempre. Sin embargo, el edificio de apartamentos había desaparecido y la Avenida Oriente se encontraba llena de lujosas viviendas que tenían verjas de seguridad. El St. Catherine’s Hospital se había ampliado: había más edificios y aparcamientos y una nueva raza de hombres y mujeres con sus batas muy blancas entraban y salían sin cesar. El Gilhooley’s y la Linterna Mágica, donde Ruth solía citarse con un estudiante de cuarto curso cuyo nombre ya no recordaba ya no estaban. Sin embargo, sí estaba el Encinitas Hall donde Mickey conoció a Chris Novack. Pasaron por delante de Tesoro Hall y vieron entrar a unos estudiantes con maletas, y por delante de Mariposa Hall donde estaba el laboratorio de anatomía (se preguntaron si aún daría clase Moreno). Por fin, llegaron a Manzanitas Hall y se detuvieron a contemplarlo en silencio.

Allí había empezado todo hacía dieciocho años.

La puerta estaba abierta y dentro reinaba el frescor y la soledad. Las pisadas de las tres mujeres resonaron en el reluciente suelo mientras avanzaban muy despacio, asombrándose de que nada hubiera cambiado, como si se hubieran marchado de allí la víspera. Ruth sintió que el muelle se tensaba en su interior y empezó a odiar aquel lugar como si percibiera en él alguna amenaza oculta; le pareció que las paredes se cerraban a su alrededor como si quisieran atraparla.

No tardaron en llegar al paraninfo.

—Probemos a ver si está abierto —dijo Sondra.

—La semana que viene se celebrará la ceremonia de Orientación y Bienvenida —dijo Mickey—. Vi el anuncio fuera. Dentro de una semana, a esta misma hora, una nueva remesa de asustados y esperanzados estudiantes de medicina se sentará en estos asientos, tal como nosotras hicimos un día. —Avanzó lentamente por la última fila, preguntándose por qué el paraninfo le parecía más pequeño que en sus recuerdos, y se detuvo exactamente detrás del asiento que ocupó aquel primer día, hacía dieciocho años de ello—. Si hubiera sabido entonces lo que ahora sé…

—¿Harías las cosas de otra manera? —le preguntó Ruth, acercándose a ella.

—No modificaría ni una coma de estos dieciocho años —contestó serenamente Mickey.

Ruth sintió una punzada de envidia.

—Fijaos —dijo Sondra, levantando un brazo entablillado mientras se dirigía hacia uno de los pasillos laterales—, esto es nuevo. —Colgadas de la pared y a la altura de cada fila de asientos, se podían ver las fotografías de las distintas promociones de alumnos de Castillo—. Apuesto a que nosotras debemos estar por alguna parte —añadió, bajando lentamente los peldaños para estudiar las fotografías.

—¿Te acuerdas del discurso inaugural del decano Hoskins? —le preguntó Ruth a Mickey tras una pausa—. ¿Te acuerdas del entusiasmo que nos transmitió? —Soltó una amarga carcajada que resonó en todo el paraninfo—. La semana pasada estaba yo visitando a una paciente en el hospital. Tenía el televisor encendido y transmitían un concurso. Una de las preguntas era: «¿Puede nombrarme a los cuatro dioses mencionados en el Juramento de Hipócrates?». El concursante se quedó mudo. Entonces, la enferma me miró diciendo: «Bueno, usted sí sabrá la respuesta, ¿verdad doctora?». Y, ¿sabes una cosa, Mickey? ¡No me acordaba!

—¿Uno de ellos no es Apolo? —dijo Mickey, frunciendo levemente el ceño.

Ruth contempló el atril y se imaginó al decano Hoskins de pie detrás del mismo. Aquel bello recuerdo le alivió la tensión del estómago.

—Qué días aquéllos, ¿verdad? ¿Recuerdas la broma que nos gastó Mandell al término del cursillo de prácticas?

—¿Qué broma? —preguntó Mickey sin perder de vista a Sondra que bajaba por el pasillo lateral para examinar las fotografías.

—¡No me digas que no te acuerdas! —dijo Ruth—. Lo de la prueba del oftalmoscopio. ¡Tienes que acordarte, Mickey! ¡Estabas tan nerviosa y te temblaban tanto las manos que por poco le sacas el ojo al paciente!

Mickey sacudió la cabeza. Recordaba muy bien aquellos tiempos, pero prefería no evocarlos. En aquella época, su rostro era una maldición y cualquier contacto directo con un paciente, como el que exigía un examen con oftalmoscopio, la llenaba de terror. Qué sarcástico estuvo Mandell en aquella ocasión, aconsejándole que utilizara un peinado menos «complicado».

Levantando la voz como si quisiera ahogar otros rumores Ruth añadió:

—Mandó que nos reuniéramos alrededor de la cama de un anciano y nos dijo que el paciente estaba aquejado de papiledema, y cada uno de nosotros tuvo que examinarle el ojo derecho con el oftalmoscopio. Lo recuerdo muy bien porque fui la última y todos dijeron que habían visualizado con toda claridad el papiledema en el fondo del globo ocular del enfermo. ¡Cuando me tocó el turno, me harté de mirar y mirar, y no veía nada! Recuerdo el miedo que experimenté. No podía fallar en aquel cursillo porque hubiera bajado en la clasificación del curso. Por consiguiente, me levanté y dije, como todo el mundo, que lo había visto. ¡Entonces Mandell nos pegó una bronca porque el viejo llevaba un ojo de cristal!

Mickey se volvió a mirar a Ruth. Los síntomas de su agitación se habían intensificado: el involuntario movimiento de la cabeza, las frases cortantes, el aleteo de las manos. Mickey empezó a preocuparse. La creciente tensión de su amiga era tan evidente que se hubiera podido tocarla con una mano. Para Ruth se trataba en efecto, de una bola tangible de cólera y confusión cuyo tamaño aumentaba en su interior a cada minuto que pasaba.

—Unos días maravillosos —dijo Ruth—, mejores que los de ahora. Sencillos y sin complicaciones. Lo único que entonces nos angustiaba eran las notas. Y qué de prisa pasaba el tiempo. Recuerdo que, cuando me senté aquí a escuchar el discurso del doctor Hoskins, pensé: ¡Madre mía, cuatro años! Ahora, en cambio, me parece que pasaron volando. ¿Adónde se fueron? —preguntó, mirando perpleja a Mickey—. ¿Adónde se fueron?

—¡Eh! —gritó Sondra desde la tercera fila—. ¡Aquí estamos!

Se volvió bruscamente para mirar a sus amigas y extendió al mismo tiempo un brazo entablillado para señalar la fotografía de la promoción. El movimiento le hizo perder el equilibrio y cayó hacia atrás.

Mickey salió disparada, seguida de cerca por Ruth. Cuando llegaron junto a Sondra, vieron que intentaba levantarse mientras maldecía su estupidez. En seguida la ayudaron a acomodarse en el asiento del final de la fila.

—A veces, me olvido —dijo Sondra, haciendo una mueca de dolor—, me olvido de mis brazos e intento utilizarlos como si fueran normales. ¡No me caigo por una escalera desde que era pequeña!

Mientras Mickey se arrodillaba para examinar los brazos de Sondra, Ruth retrocedió unos pasos y contempló a sus amigas con expresión indescifrable.

—¿Dónde te duele? —preguntó Mickey.

—¡Uy! Aquí. La tablilla se me clava en la carne.

Cuando Mickey trató de moverle el brazo, Sondra lanzó un grito.

—Te habrás dado contra la silla al caer. La tablilla está doblada y fuera de sitio.

Sondra lanzó otro grito y, para asombro de Ruth, soltó inmediatamente una carcajada.

—Desde luego, soy un caso. Quítamela, Mickey, me duele mucho.

—Bueno. De todos modos, te la íbamos a quitar esta tarde.

Mientras Mickey liberaba con sumo cuidado el brazo de Sondra de su prisión metálica, examinando el punto en el que la tablilla se había clavado en la tierna carne y donde ya se estaba formando una magulladura, Ruth permaneció rígidamente de pie, a su espalda, con los labios fruncidos.

Sondra se sentía extraordinariamente ligera y el contacto del aire con el brazo desnudo le causaba un inmenso alborozo.

—¿Qué tal? —le preguntó Mickey.

—Como si acabara de salir de una prisión incomunicada. ¡Estas cosas me producían claustrofobia!

Mickey contempló la inerte mano apoyada sobre el regazo de Sondra con la palma hacia arriba y los dedos levemente curvados. Una mano muy hermosa, pensó, a pesar de las finas líneas cicatriciales y los remiendos de pálida piel injertada. Una mano con la que ella estaba íntimamente familiarizada por haberla reconstruido, devolviéndole su aspecto inicial. Era el remate no sólo de cinco meses de trabajo, sino, asimismo, de dieciocho años de estudios. De súbito, Mickey se llenó de orgullo y comprendió que aquél era el auténtico objetivo de su vida. Si, además, hubiera podido…

—¿Cómo te la notas? —preguntó—. ¿Quieres intentar moverla?

Sondra contempló aquella mano inmóvil que algunos médicos habían querido amputarle y experimentó un repentino temor. Desde hacía siete meses sabía que llegaría aquel momento, pero, ahora que había llegado, tenía miedo y no sabía por qué.

—¿Puedes mover algún dedo? —le preguntó cariñosamente Mickey.

—No lo sé. Hace tanto tiempo que no los muevo que no sé si me voy a acordar de cómo se hace —contestó Sondra, y soltó una trémula carcajada.

—Pero ¿qué demonios te pasa? —le gritó Ruth.

Sondra y Mickey la miraron sorprendidas. Tenía el rostro muy pálido y los ojos muy abiertos. Sus brazos estaban rígidamente pegados al cuerpo y las temblorosas manos aparecían cerradas en forma de puño.

—¿Cómo puedes reírte? —preguntó a gritos—. ¿Cómo puedes tomarlo a broma? ¡Santo cielo, cualquiera diría que eso no es nada! No te entiendo, Sondra. ¿Cómo puedes aceptar eso tan horrible que te ha ocurrido?

—Ruth —musitó Mickey.

—¡Has perdido a tu esposo, Sondra! —gritó, mirándola con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Acaso no lo sabes? ¡Le has perdido para siempre y ya nunca lo recuperarás! ¿Cómo puedes permanecer sentada, comentando como si no te importara la desgracia de tu vida? —añadió, cubriéndose el rostro con las manos mientras estallaba en sollozos.

Mickey, que jamás la había visto llorar, la miró un instante y después se levantó y extendió un brazo para apoyar una mano sobre su hombro. Sin embargo, Ruth retrocedió y le gritó con la cara descompuesta en una mueca de rabia:

—¡Y tú eres tan insensata como ella! ¡Jamás conseguiste lo que querías, el hijo que con tanta desesperación deseabas! ¿Cómo podéis aceptar las cosas con tanta facilidad? ¡La vida es perversa! —gritó, dando media vuelta para subir los peldaños.

Mickey la asió fuertemente del brazo, y la miró por un instante en silencio. Entonces, Ruth pareció desmoronarse de golpe: se le aflojó el cuerpo y su rostro cambió la furia por el llanto mientras Mickey la estrechaba en sus brazos.

Al final, Ruth consiguió vomitar todo el veneno, la cólera la amargura y la depresión que llevaba dentro y no la dejaba vivir.

—No quiero perderle —dijo sollozando en brazos de Mickey—. Quiero a Arnie y no sé cómo conservarle a mi lado.

Mickey la hizo sentar sobre el peldaño alfombrado y luego se sentó a su lado y le rodeó los hombros con un brazo.

—Habla con él, Ruth —le dijo—. Aún no le has perdido. Arnie es un buen hombre. Te escuchará.

—Estoy muy asustada —dijo Ruth, buscando un pañuelo en el bolso para sonarse—. Jamás tuve tanto miedo. Se diría que la tierra hubiera huido de repente de debajo de mis pies y yo estuviera flotando en el espacio. —Se había calmado un poco y hablaba con más sosiego—. Perdonadme esta explosión de cólera —dijo en voz baja—. No quería decir eso. Es que estoy muy aturdida.

—No te preocupes, —le dijo Mickey.

—Yo no sé cómo te las arreglas, Sondra. ¿De dónde sacas el valor para enfrentarte con esta situación? —preguntó Ruth, mirando a su amiga con los párpados enrojecidos—. ¿Y si las manos no te volvieran a funcionar? ¿Y si todo el esfuerzo no sirviera para nada?

Sondra la miró un instante y, después, frunció el ceño mientras contemplaba su mano inmóvil.

—Me funcionarán, ya lo verás.

—Pero ¿cómo lo sabes?

—Porque…, porque hay vida en ellas. La siento.

—¿Vida? ¿Qué clase de vida puede haber en esta mano? Una vida torpe y sin coordinación, una mano que sólo podrás utilizar para los menesteres más fundamentales. ¿Qué clase de médica podrás ser con estos dedos? ¿Cómo podrás coser una herida, cómo te las apañarás para tomar el pulso?

—Lo haré aunque tenga que volver a aprendérmelo todo desde el principio —contestó Sondra, mirándola sin parpadear.

—¿Volver a aprenderlo? Después de tanto tiempo, ¿estás dispuesta a volver a aprenderlo todo desde el principio? —preguntó Ruth, y se levantó. Miró a su alrededor sin saber qué hacer y luego se apoyó contra la pared sin advertir que se encontraba debajo de una fotografía suya, de hacía mucho tiempo, en la que se la veía sonriente y esperanzada—. ¿De dónde demonios sacas el valor para enfrentarte con cada nuevo día, sin saber si serás una inválida durante toda la vida y tendrás que depender de los demás? ¿De dónde sacas la fuerza para asumir este compromiso? Dime, Sondra, ¿cómo puedes soportar lo que te ocurrió…, ver morir a tu marido de forma tan espantosa, perder el hijo que llevabas en las entrañas, y ahora tener estos…, estos…?

Ruth no pudo seguir hablando y se limitó a hacer un gesto en dirección al regazo de Sondra.

—He conseguido encontrar la paz, Ruth —contestó Sondra serenamente—. Sí, lloré la muerte de Derry y la sigo llorando. Al principio, incluso deseaba morir y no tenía valor para enfrentarme con cada nuevo día. Pero, ahora sé que tengo que vivir… por nuestro hijo, por la labor que Derry y yo comenzamos juntos. Si ahora me diera por vencida, la vida y la muerte de mi marido serían completamente inútiles.

Con lágrimas en los ojos, Ruth apartó la mirada y la clavó en el atril desde el que el doctor Hoskins había despertado un día su entusiasmo.

—Ojalá pudiera yo hacer las paces con mi muerto —dijo con voz temblorosa—. Toda mi vida giraba a su alrededor, ¿sabéis? Yo sólo podía medirme con mi padre; sin él, no era nada. Vivía sólo para él, para complacerle y para ganarme su aprobación. Cuando falleció, toda mi razón de ser murió con él. Eso es lo que significa mi pesadilla. Sin mi padre, carezco de definición. —Ruth se volvió a mirar a sus amigas y añadió—: Siempre supe que jamás podría complacerle, pero también supe que jamás podría dejar de intentarlo. Eso es lo que me impulsa a actuar. La perversa soy yo. Toda mi vida al lado de Arnie ha sido siempre pura fachada; jamás me ha importado un bledo. Pero, ahora…, ¡no quiero perderle! —gritó, al tiempo que se acercaba una mano a la boca.

Mickey se levantó de un salto y la acompañó a un asiento.

—¡Ojalá pudiera dejar de llorar! —le dijo Ruth, ahogando los sollozos en el pañuelo.

—Ni lo intentes siquiera —le contestó Mickey—. Deja que salga toda la infección para que, de este modo, te puedas curar.

Ruth se pasó un buen rato llorando; después se secó los ojos y dijo en tono ya más tranquilo:

—No sé cómo me las voy a arreglar para salvar las cosas. Ni siquiera sé si tengo fuerzas para intentarlo. —Se enjugó las lágrimas por última vez y luego enderezó los hombros y exhaló un profundo suspiro—. Hay que reconstruir muchas cosas y recorrer un largo camino. Tendría que regresar al punto de partida y modificar las reglas de la carrera.

Ruth se detuvo un instante para mirar a Sondra, la cual estaba contemplando su nueva mano con expresión reconcentrada. ¿De dónde sacaba el valor?, se preguntó. ¿Cómo puede enfrentarse con la posibilidad de que estas manos nunca recuperen la vida y de que haya perdido lastimosamente el tiempo?

Percatándose súbitamente del silencio que las rodeaba, Mickey se volvió también a mirar a Sondra. Sus inmóviles ojos ambarinos parecían querer transmitir un mensaje a todo aquel conjunto de músculos, nervios y piel tan delicadamente moldeados como la obra de un genial escultor. Parecía como si Sondra quisiera mover una mano por arte de magia.

Mickey fue a decir algo, pero después lo pensó mejor. Era un momento demasiado importante como para turbarlo con el sonido de una voz. Sabía que aquél iba a ser el instante decisivo. Cautivada también por la intensa concentración de Sondra, Ruth contempló en silencio la mano de su amiga.

Empezó con un movimiento apenas perceptible, como un levísimo escarceo en una corriente oceánica. Después, como si los dedos jamás se hubieran movido, el dedo meñique experimentó una brusca sacudida y se dobló para tocar la palma de la mano. A continuación, se dobló también el anular, seguido del medio, del índice y, finalmente, del pulgar, como si fueran los pétalos de una de aquellas flores que se cierran de noche. A continuación, uno a uno se volvieron a separar de la palma y se abrieron como un amanecer. Sondra miró sonriendo a sus amigas.

Mickey se quedó sin habla un instante y después lanzó un grito y extendió una mano hacia ella.

—¡Funciona! —exclamó con los ojos empañados por las lágrimas—. ¡La mano funciona, Sondra!

Ésta empezó a reírse y Mickey la imitó, Ruth las miraba asombrada. Sondra volvió a repetir la hazaña; abrió y cerró por segunda vez los frágiles dedos mientras su cantarina risa se mezclaba con la de Mickey y se elevaba hasta la alta cúpula del paraninfo.

Dobló los dedos una y otra vez y se rió tan fuerte que hasta se le saltaron las lágrimas que, bajando como arroyos por la mejilla le cayeron sobre la mano recién nacida. De repente, apareció ante sus ojos la imagen del rústico recinto de la misión de Uhuru, la cabaña que había compartido con Derry, el sonriente rostro redondo de su hijo y, en segundo plano, la cara de un muchacho llamado Ouko que ahora ya era un hombre y hacía un año se había presentado en la misión, portando orgullosamente la lanza de la virilidad. África la esperaba; tenía que irse. Pensaba hacerlo muy pronto.

Por su parte, Mickey vio otras cosas. En los torpes dedos de Sondra, vio los incontables dedos de futuros pacientes, de víctimas de accidentes, enfermedades y defectos de nacimiento que acudirían a ella sin esperanza y se marcharían, renovados. Ya que no podía dar la vida a través de su cuerpo, la daría a través de sus manos y de su habilidad.

Ruth se levantó del asiento, retrocedió unos pasos y contempló a sus amigas con cierta envidia. Aquél era el momento de su victoria y ella no tenía ninguna parte en él. Dos corazones animosos habían obrado aquel milagro, pensó, envidiando el tesón y la fuerza de Mickey y de Sondra.

Después experimentó una curiosa embriaguez, como si acabara de librarse de un peso enorme y éste se estuviera alejando de ella. En seguida empezó a brotar otra cosa, una cosa que ella conocía muy bien y cuya presencia le produjo un dulce aturdimiento.

Ruth creía que aquello había muerto con su padre, porque siempre lo consideró obra suya: era aquel antiguo espíritu de lucha que la inducía a actuar con audacia y decisión. Siempre había creído que la fuerza le venía de fuera y que, en el interior de Ruth Shapiro, no había ninguna cualidad que le perteneciera de verdad. Y, sin embargo, ahí estaba, haciendo acto de presencia cada vez que Sondra doblaba los dedos. Su brillo era tan cegador que tuvo que apoyarse en la pared para no caer al suelo.

Voy a luchar por él, pensó de repente. Voy a conservar a Arnie a mi lado aunque tenga que volver a empezar desde el principio. Me concedo un plazo de catorce años para compensarle a él, a mis hijas y a mí misma de todos los sinsabores.

En aquel momento, pensó que la victoria de Sondra y Mickey también era un poco su propia victoria.

Las tres tenían prisa…, prisa para empezar a revitalizar unas manos, para iniciar una nueva etapa en el ejercicio de la medicina, para regresar a un país y a unas gentes que necesitaban mucha ayuda, por volver al lado de una familia de Washington que, con un poco de suerte y esfuerzo, aún podría recomponerse.

Al llegar a la puerta de Manzanitas Hall y antes de salir, Mickey se descolgó del hombro el bolso que llevaba en bandolera y le dijo a Sondra:

—Antes de que te vayas, tengo algo para ti. —Sacó un pequeño estuche blanco en cuyo interior había la turquesa azul que le había regalado Ruth hacía seis años—. Es para que tengas suerte —añadió, doblando sobre la piedra los frágiles dedos de Sondra—. Acéptala de las dos. Ninguna de nosotras ha utilizado la suerte que encierra, por consiguiente, recibes una dosis doble.

Al otro lado de la puerta de cristal brillaba un soleado día de septiembre. Cuando Ruth abrió una de las hojas, percibieron la fragancia de las flores, de la hierba y del mar.

—¿Sabéis una cosa? —dijo Sondra, con cierta vacilación—. Los kikuyu tienen un dicho que reza: Gutiri muthenya ukeaga ta ungi, lo cual significa: «Ningún día amanece igual que otro». En este instante tengo la sensación de que éste va a ser un día especial para las tres.

Por su parte, Ruth pensó: «Cuando nos conocimos, teníamos toda la vida por delante. Pronto volveremos a separarnos, tal vez para siempre y, sin embargo, es como si volviéramos a empezar».

—Vosotras primero —dijo en voz alta.

Después sostuvo la puerta para que Sondra y Mickey pasaran, y salió con ellas al luminoso día de septiembre.