Querida doctora Ruth:
Me dolía la cabeza y fui al médico, el cual me envió a otro médico que me sometió a la prueba del scanner en el hospital. Las imágenes mostraron que tengo un «desplazamiento pineal». ¿Qué significa eso? ¿Puedo evitar la operación?
SEATTLE
Ruth apartó la carta a un lado y tomó otra.
Querida doctora Ruth:
Mi marido y yo llevamos seis años casados y deseamos con toda el alma tener un hijo, pero mí marido es estéril. Solicitamos adoptar a un niño, pero hay que esperar, como mínimo, cuatro años. Nuestro médico nos habló de la inseminación artificial a partir de un banco de donantes, pero, cuando lo consultamos con el sacerdote, éste nos dijo que, según la Iglesia, la inseminación artificial equivale a un adulterio. ¿Qué podemos hacer?
PORT TOWNSEND
Ruth descartó asimismo esta carta y contempló, llena de rabia, los sobres que se amontonaban en el escritorio. Se los había enviado el periódico aquella mañana y los añadiría al montón de la víspera y a la nueva remesa del día siguiente. A Lorna Smith no le iba a hacer la menor gracia.
Ruth trató con toda sinceridad que la columna resultara amena e interesante. Pero, el trabajo ya empezó a cansarla. Contempló, exasperada, el montón de cartas, como si fuera un bicho que acabara de surgir del entarimado.
Se levantó del sillón y se acercó a la ventana. Septiembre. El comienzo del otoño. «No es justo, ¿por qué no podemos librarnos cada año de la corteza vieja y renacer cada primavera? ¿Acaso no somos más importantes que los árboles y las serpientes?».
Aquella mañana estaba furiosa consigo misma. En realidad, llevaba unas cuantas mañanas furiosa consigo misma; mejor dicho, unas cien mañanas; no podía librarse de los pensamientos que la inquietaban y no hallaba ningún antídoto contra la amargura que le envenenaba la sangre.
Hacía cinco años, la columna le resultaba divertida; incluso hacía cuatro y tres y dos años: «Hace apenas un año todavía me gustaba hacerla, me gustaba distribuir mis conocimientos médicos como si fueran píldoras y saber que la gente de ahí afuera confiaba en que yo les aliviaría rápidamente de sus dolencias. Pero ¿a quién puede escribir la doctora Ruth? ¿Quién tiene la solución instantánea para ella?».
Consultó el reloj. Tenía que ir a Seattle. Su terapeuta, la doctora Margaret Cummings, le había pedido que fuera a su consultorio aquella tarde en lugar de hacerlo por la noche como de costumbre, y ella adaptó su horario: para ciertas cosas había que sacar el tiempo de donde fuera.
¿La ayudaba de verdad la doctora Cummings? Ruth no estaba muy segura de ello. Llevaba siete meses acudiendo a su despacho una vez por semana, desde el mes de febrero; hubiera tenido que empezar a notar los efectos. Ruth sabía que no hubiera podido vivir sin la ayuda de las sesiones terapéuticas. Aquellas citas nocturnas en el despacho de la psiquiatra y la reconfortante y serena presencia de Margaret eran como un bálsamo suavizante. Ruth podía pasear arriba y abajo sobre la alfombra, fumarse una cajetilla de cigarrillos y sacar toda la ropa sucia que guardaba dentro. Tal vez el día menos pensado se produciría una brecha y ella se vería libre de sus angustias.
Se apartó de la ventana y contempló de nuevo el escritorio. Y aquel jarrón, aquel maldito jarrón.
Quizá Margaret Cummings la hubiera podido ayudar a salir de su desdichada situación, de no haber sido por el nuevo problema de Arnie. Éste le regaló primero un jarrón a la madre de Ruth por su cumpleaños. Después envió otro a Tarzana para el aniversario de boda de sus padres. Compró un tercero para el cumpleaños de Rachel y un cuarto, finalmente, para embellecer el despacho de Ruth, la cual no sólo tenía que luchar contra su pesadilla recurrente, su insomnio y su insoportable falta de dominio, sino que, encima, se tenía que preocupar por Arnie. Por Arnie y sus cacharros.
«No iré a esta galería. No caeré tan bajo».
Ésa fue la reacción inicial de Ruth: ir a la galería. Al principio, sintió cierta curiosidad por la proliferación de tantos cacharros indios por toda la casa, pero después lo atribuyó a alguna inocente fase por la que Arnie estaba pasando, como lo de la clase nocturna a la que asistía todos los viernes por la noche en la escuela superior del barrio. Si eso le hacía feliz, a Ruth le parecía muy bien. Sin embargo, una noche, Ruth anuló la reunión del grupo por diversas razones y regresó a casa temprano, tomando un atajo. Por el camino, vio un automóvil extraordinariamente parecido a su rubia, estacionado frente a la puerta de un edificio de apartamentos. Al percibir que era, efectivamente, su rubia, pensó: «Pero ¿no es ésa la noche en que Arnie da la clase?». Algunas semanas después, volvió a verlo. Fue entonces cuando empezaron las sospechas.
Jamás hubiera establecido la menor relación entre los cacharros y aquel edificio de apartamentos de no haber encontrado una tarjeta de visita en una de las camisas de Arnie. La encontró mientras hacía la colada. Era una arrugada tarjeta con la siguiente inscripción: Angeline. Arte nativo americano. Cuando fue a echar un vistazo a los cacharros, lamentó demasiado tarde haberlo hecho porque encontró lo que buscaba: todos eran obra de Angeline.
Pero ¿habría alguna relación? No estaba muy segura de ello. Uno de los cacharros llegó en una caja y tenía el nombre de una galería de arte en la tapa. El primer impulso de Ruth fue ir a la galería, pero el orgullo se lo impidió. La doctora Ruth Shapiro no quería rebajarse a interpretar el papel de fisgona, no quería hundirse en un cenagal de sospechas infundadas. ¿Arnie metido en una aventura amorosa? No era probable. Si le preguntara directamente quién vivía en aquella casa, descubriría una verdad inocente, por ejemplo, que algunos compañeros se reunían allí para discutir juntos la clase. ¿De qué le dijo Arnie que era aquella clase? Ruth no lo recordaba.
No era justo que él le complicara la vida en aquel momento tan crucial en que tenía que resolver sus problemas y analizar y clasificar todos los elementos de su vida para ver qué tenía que guardar y qué desechar, tal como se hace cuando una reorganiza un armario que lleva muchos años sin arreglar. Con la ayuda de Margaret Cummings, quizá lo hubiera conseguido; sin embargo, como la fallara Arnie, le sería imposible hacerlo.
Sus ojos se posaron en una carta que no iba dirigida a la sección de «Pregúntele a la doctora Ruth». Era de Mickey. Otro informe sobre los progresos de Sondra. «Los defectos de los tendones extensores se solventaron mediante un injerto de tendón del cuarto dedo del pie al segundo de la mano. Reconstruí asimismo el tendón de conjunción entre el tercer y cuarto dedo por medio de un injerto de tendón procedente de un resto de tendón del tercer dedo. Inmovilizaré la mano en extensión durante tres semanas, tras las cuales retiraré las tablillas y entonces, si Dios quiere, se habrá recuperado buena parte de la función».
Aunque su amargura se extendía en aquellos instantes a todo —sus hijas, su marido, sus viejos amigos e incluso los pájaros—, Ruth reconoció que Mickey estaba haciendo un buen trabajo. Por otra parte, la capacidad de resistencia de Sondra era impresionante: había soportado las repetidas intervenciones quirúrgicas, las manos cosidas al abdomen para los injertos de piel, la inmovilización durante semanas y semanas en una coraza de escayola, los incontables puntos e inyecciones, los cortes y las suturas, los temores y las plegarias.
En cierto modo, Ruth las envidiaba. Mickey y Sondra tenían un trabajo muy bien delimitado y sus objetivos estaban claramente definidos; y, por si fuera poco, ambas actuaban con una camaradería que Ruth no experimentaba desde… ¿cuándo?
«Desde que nos turnábamos en la tarea de lavar los platos en el apartamento de la Avenida Oriente».
Te das cuenta de que la vida se te escapa de las manos cuando empiezas a recordar con nostalgia tu época estudiantil. Ruth pensó que ojalá Mickey no le hubiera escrito, que ojalá no tuviera que envidiar a sus amigas ni comparar su vida con la suya ya que nunca saldría airosa de la comparación.
Bueno, menos mal que estaba a punto de terminar. Hacía un par de semanas que Mickey le había escrito la carta y a Sondra le iban a retirar muy pronto las tablillas, lo cual significaba que ambas conocerían los resultados y podrían tomar una decisión sobre sus vidas y su futuro.
En cuanto a ella, ya era hora de que acudiera a su cita con Margaret Cummings, en Seattle.
—Ahí está la cosa —dijo Ruth; se levantó del sillón y empezó a pasear de nuevo por la estancia—. No sé por qué estoy enojada. O con quién. Eso es lo que más me desanima. Es algo que tengo encima constantemente, que me agarra con sus tentáculos sin que yo pueda librarme de su presa. No tengo ni un solo minuto de tregua. Me despierto enojada y me acuesto enojada y no sé contra qué.
La doctora Margaret Cummings estudió a su paciente mientras ésta paseaba por el despacho, daba una chupada al cigarrillo y lo apagaba a medio fumar en el gran cenicero de cristal de la estantería. Después, Ruth volvía al sillón, abría el bolso, sacaba otro cigarrillo, lo encendía y reanudaba sus paseos por la estancia sin dejar de hablar en breves frases cortantes. Bajita y compacta, Ruth era un manojo de nervios. Cuando acudió a verla por vez primera hacía siete meses, Margaret Cummings se encontró con una mujer dominada por una furia indefinida. Aquella mujer seguía tan desconcertada como en el mes de febrero. Y la solución estaba tan lejos como al principio.
—Y entonces pierdo el control —añadió Ruth, y se detuvo ante una litografía de Dalí y la miró casi con rabia—. Hay dos clase de furia, ¿sabe, Margaret? Hay una que te infunde fuerza y te ayuda a hacer las cosas, que es la que yo sentía cuando estudiaba. Y hay otra que te deja miserablemente paralizada. ¡Imagínese, Ruth Shapiro paralizada!
Ruth se apartó del Dalí y se encaminó hacia la estantería, apagó otro cigarrillo y regresó a su sillón.
El despacho de Margaret estaba decorado con muy buen gusto y favorecía la conversación; se parecía al estudio de una casa cualquiera, tenía mobiliario confortable, una pared llena de libros y unas cuantas plantas aquí y allá. No había escritorio. Una podía imaginar que una vieja tía la había invitado a tomar el té y que era un buen momento para desahogarse porque ella sabía escuchar y guardar secretos.
Ruth se hundió en el sillón y contempló a su amiga, que estaba sentada en el sofá. Parecía, efectivamente, una vieja tía: con el cabello gris, una falda y un jersey, los zapatos de tacón plano y un reloj Timex de esfera gigante. Margaret Cummings era tan sencilla como su despacho. A juzgar por su aspecto, nadie hubiera dicho que era una de las psiquiatras más prestigiosas de la ciudad.
—No sé qué hacer, Margaret.
—Hablemos de su marido —dijo la terapeuta, removiéndose en el sofá—. ¿Qué siente usted con respecto a él en estos momentos?
—¿Arnie? ¿Esta sombra con la que vivo?
—¿Está enojada con él?
—Debiera estarlo. Me parece que tiene una aventura.
—¿O sea que está enojada con él?
—No estoy segura de ello —contestó Ruth, apartando los ojos—. No sabría decirlo. Eso es lo malo que tiene mi vida en estos instantes… Nada está claramente definido. Mi vida es como una frase sin verbo. Sé lo que debiera sentir, pero, en realidad, creo que me molesta más el hecho de haberlo averiguado que la aventura propiamente dicha. —Con las yemas de los dedos Ruth acarició el brazo del sillón—. Pierdo el control de todo. No consigo cumplir los plazos que me señalan en el periódico, las pacientes se me acumulan en el consultorio e incluso mis hijas se han alejado de mí. Las miro y me parecen cinco desconocidas. Rachel cumplió catorce años el mes pasado. Hace unos días, volvió de la escuela con un imperdible en la oreja. Me quedé de una pieza. Pero si ayer apenas era una niña. ¿No fue la semana pasada cuando me senté, calendario en mano, para calcular la fecha en que debería concebirla? —Ruth se frotó la frente—. La visión de mi vida se está ampliando como si la mirara a través de un telescopio, Margaret. Pierdo el control del tiempo. Pienso mucho en el pasado y en la escuela de medicina. ¡Qué días aquéllos! —añadió, mirando a la doctora Cummings y sonriendo—. Las relaciones sexuales eran entonces extraordinariamente libres y satisfactorias.
—¿Y cómo son ahora con su marido?
—Inexistentes. Es un hombre sin la menor imaginación. La mujer con quien se acuesta debe de estar muy apurada.
—¿Cree usted que podrían interesarle otras sugerencias y experimentos?
—¿Por qué? —replicó Ruth, encogiéndose de hombros—. ¿Con qué propósito?
—¿Le ha comentado usted su aventura?
—Todavía no. No sé qué voy a hacer. Tengo muchas cosas en la cabeza. Hay días en que pienso que las paredes se me van a caer encima.
—¿Lo piensa ahora?
—Sí —contestó Ruth, mirando a su alrededor. Bajó la cabeza y empezó a estudiar la tapicería de terciopelo del sillón como si eso fuera lo más importante en aquellos momentos. Ruth sabía muy bien lo que estaba haciendo: hablaba en círculos y hacía fintas como en la esgrima, y le hacía unas declaraciones sinceras a Margaret porque eso era lo que ella esperaba. Sin embargo, sabía que no podría eludir el tema mucho tiempo porque Margaret se daría cuenta. Por fin, dijo en voz baja:
—Ha vuelto. Ha vuelto la pesadilla.
—¿La que tenía en su adolescencia?
—Empezó cuando yo tenía diez años. Participé en una carrera y mi padre se burló de mí. La tuve en el transcurso de toda mi adolescencia, cuando estaba gorda y mi padre insistía en que me pusiera a régimen. Siempre que me criticaba yo sufría la pesadilla. —Ruth acarició un cordoncillo que adornaba el brazo del sillón y tiró de él—. Desapareció cuando empecé a estudiar medicina, y volvió cuando me hicieron la amniocentesis hace nueve años. La tuve otra vez la semana pasada, la víspera de mi cumpleaños, el día en que cumplía los cuarenta, para ser exactos.
—¿No era también aquel día el aniversario de la muerte de su padre?
—Sí, lo era —contestó Ruth, mirándola—. La noche en que se cumplió un año de su muerte, volví a tener la pesadilla exactamente igual que antes. No ha variado ni un solo detalle. —Ruth apoyó la cabeza en el respaldo del sillón y clavó la mirada en el techo—. Es una pesadilla muy corta en la que prácticamente no ocurre nada, pero, mientras dura, experimento auténtico terror y, cuando me despierto, tengo el corazón en un puño.
»Un enorme espacio negro me devora. No sé si es una habitación, una caverna o un océano. No veo nada. Estoy ciega. Y cada vez me lo creo. Tratándose de una pesadilla recurrente, podría pensar en determinado momento: «Pero bueno, si eso ya lo conozco. Es aquel estúpido sueño de siempre». Pero, no. Cada vez me trago el anzuelo. Cada vez siento el terror del vacío. Soy un ser incorpóreo y desencarnado. Soy un ente que flota en un espantoso medio hostil. Y tengo miedo. Empiezo a preguntarme quién soy. No puedo pensar. No puedo razonar. No estoy desarrollada. Soy el comienzo o el final de algo, lo ignoro, y eso intensifica mi temor. Temor a lo que va a suceder y a lo que será de mí; o bien temor porque ya lo he dejado todo a mis espaldas y aquella situación ya es para toda la eternidad. —Los dedos de Ruth se clavaron en el terciopelo del sillón—. No puede usted imaginar el horror que me produce el espacio que me rodea, el hecho de saber que existo y, sin embargo, no existo. Es un temor indescriptible. Y eso es todo —añadió, mirando a la doctora Cummings—. El sueño termina aquí.
—¿Qué cree usted que significa? —le preguntó Margaret, mientras la estudiaba con sus serenos ojos color avellana.
—No lo sé. Mejor dicho, creo que sí lo sé. Debe significar que me considero amorfa. Porque no he nacido o porque he muerto, no sé cuál de las dos cosas. Sólo sé que, por la noche, temo acostarme y verme rodeada por aquel vacío aterrador.
Ambas permanecieron sentadas en silencio unos minutos; Ruth, estudiando el brazo del sillón y Margaret, aguardando a que dijera algo más. Al cabo de unos instantes, como si quisiera recordar que la sesión de una hora ya estaba a punto de terminar, la doctora Cummings se inclinó hacia adelante y dijo:
—Ruth, quiero que lleve un diario de estas pesadillas. Cada vez que tenga una, quiero que anote los detalles cuando todavía los tenga frescos en su imaginación. No omita nada. Aunque piense que repite lo mismo una y otra vez. Describa hasta las más mínimas sensaciones y emociones y anote después lo que sintió al despertar.
—¿No va a ser una cosa muy monótona?
—Si hubiera alguna variación, por pequeña que fuera, o si hubiera algún nuevo detalle, por insignificante que pareciera, puede que eso nos revelara algo —contestó Margaret sonriendo.
Ruth consultó el reloj. Todavía era muy temprano. Aquella tarde no tenía que visitar a ninguna paciente en el consultorio y no tenía a nadie en el hospital. Claro que la aguardaba el odioso montón de cartas de la «Doctora Ruth», pero eso podía esperar. Contempló la ventana y su mirada se concentró en los rayos de sol infestados de partículas de polvo que inundaban la alfombra. Podía ser un buen día para dar un paseo.
—La próxima semana no vendré, Margaret —dijo al tiempo que se levantaba para dirigirse a la puerta—. Me han invitado a pasar unos días en Los Ángeles con unas amigas. A lo mejor, el hecho de cambiar de ambiente y de reunirme con ellas, me devolverá un poco de la serenidad perdida.
—No me parece mala idea.
—Ya le diré a la vuelta si he tenido algún destello de discernimiento freudiano —añadió Ruth, esbozando una irónica sonrisa.
Hacía mucho tiempo que Ruth no visitaba el Pike Street Market, y nunca lo había hecho sola. Siempre iba en compañía de las niñas que pedían helados mientras Arnie dejaba caer algún dólar en los platillos de los músicos callejeros. Nunca había estado allí sola y aquella circunstancia le producía una extraña y gozosa sensación de libertad.
Sin saber cómo, sus pasos la llevaron hasta la galería.
Permaneció un buen rato contemplando la luna del escaparate: los viandantes pensarían que estaba examinando los objetos exhibidos —los altos tótems, las lanzas adornadas con plumas de águila, el enorme cuadro al óleo en el que se veían unas tiendas de pieles rojas a la orilla de un plácido río—. Pero, en realidad, quería ver qué había en el oscuro interior sin tener que entrar. ¿Estaría ella en la tienda en aquellos instantes? ¿La Angeline que producía cacharros con tanta rapidez como habilidad? ¿Cómo debió Arnie llegar hasta allí? ¿Qué fue primero, la chica o la galería?
La inclinación de los rayos del sol no era adecuada; Ruth sólo podía ver su imagen reflejada en el cristal: una mujer bajita y morena con el rostro torcido en una mueca de indecisión.
«¿Por qué demonios tengo que entrar aquí? ¿Por qué cochina razón?».
«Por la misma por la cual cualquier esposa quiere echar un vistazo a la “otra”: para ver qué tiene que yo no tenga».
Mientras entraba, Ruth le echó la culpa a Arnie. Él era quien la obligaba a caer tan bajo. El hecho de entrar allí y simular ser una cliente era una mentira, y ella sabía que después se avergonzaría de su infantil comportamiento. Y de todo eso él también tendría la culpa.
Los objetos eran una auténtica preciosidad; había varios que a Ruth le hubiera encantado tener en casa. Por ejemplo, aquel tejido batik en tonos herrumbres y tostado con marco redondo, una especie de demonio indio de grandes ojos, dientes desiguales y adornos de plumas de águila, que descendía de la parte superior del lienzo. Era impresionante y hubiera quedado de maravilla sobre la chimenea. ¿Por qué no le habría comprado Arnie aquella pieza en lugar de los jarrones? ¿Porque los jarrones los hace Angeline?
«Tú no sabes eso con seguridad, Ruth. Todo podría ser figuraciones tuyas».
Se inclinó ante un grabado que representaba a una india que llevaba un mofletudo chiquillo a la espalda.
Cuando termina la clase, se va al apartamento de alguien probablemente para estudiar con él; o, a lo mejor, tiene un amigo aficionado al deporte y se toman una cerveza juntos mientras discuten las jugadas. Y, en cuanto a los cacharros, el hecho de que sean obra de la misma autora puede ser pura coincidencia; o, a lo mejor, es que le gusta el estilo.
«Da medía vuelta y sal ahora mismo, Ruth, no vayas a hacer el ridículo».
—¿En qué puedo servirla?
Al volverse, vio a una bonita y sonriente joven.
—Verá —contestó sin vacilación—, busco un regalo para mi marido. Me ha hablado alguna vez de esta galería. En casa, tenemos objetos de aquí. Por consiguiente, pensé que…
—Ya comprendo. ¿Tiene usted alguna idea en concreto?
—Quiero algo de alfarería. Jarrones de gran tamaño, decorados con temas mitológicos.
—Tenemos algunas piezas muy hermosas —dijo la joven, volviéndose para dirigirse al otro extremo de la galería. Se detuvo junto a un enorme jarrón, colocado sobre un alto pedestal—. Esta pieza es muy bonita. El jarrón es de estilo pueblo, pero la decoración es de la Costa Noroeste.
Ruth se acercó lentamente, sin dar crédito a sus ojos: en el salón de su casa tenía un vástago de aquel jarrón.
—A él…, le gusta de un modo especial, una artista llamada Angeline.
La joven extendió una delicada y morena mano y la apoyó suavemente en el jarrón.
—Esta pieza es de Angeline.
Ruth examinó despacio el jarrón y reconoció a regañadientes que era efectivamente muy hermoso y que la tal Angeline —quienquiera que fuera— tenía mucho talento.
—Tengo una curiosidad —dijo con la mayor indiferencia que pudo—. ¿Conoce usted a Angeline? ¿Vive acaso por esta zona?
—Yo soy Angeline —contestó la muchacha, ruborizándose levemente mientras esbozaba una tímida sonrisa.
Ruth se la quedó mirando aturdida como si la hubiera alcanzado un rayo. ¿Aquélla era Angeline? ¿Una india? Ruth se sorprendió de su propia capacidad de disimulo.
—Bueno, pues, en tal caso, puede que conozca usted a mí marido. Yo soy… —Hubo una pausa imperceptible antes de que Ruth dijera por primera vez en su vida de casada—. Yo soy la señora Roth. Arnie Roth es mi marido.
La sonrisa se desvaneció y la tez cobriza palideció levemente.
—¿Conoce usted a mi marido? —preguntó Ruth, leyendo la respuesta en el bello rostro de Angeline.
—Sí, conozco a Arnie —contestó la muchacha, muy digna—. Viene aquí de vez en cuando.
«¡Arnie! ¡Arnie! ¡Lo llama Arnie! ¡Ni siquiera tiene el decoro de disimular y llamarlo señor Roth!».
—En los últimos meses mi marido se ha convertido en un experto en temas indios —dijo Ruth, aborreciendo con toda su alma aquellas palabras. Experimentó el loco deseo de arrancarle los ojos a la chica—. En realidad, los viernes por la noche asiste a una clase de cultura india.
Angeline no dijo nada. Se limitó a mirar a Ruth con sus ojazos inescrutables.
Entonces Ruth vio algo que Angeline no pudo ver porque no venía de fuera sino de dentro de los ojos de Ruth, una creciente oscuridad, como si se hubieran apagado las luces o una negra bruma hubiera penetrado a través de los respiraderos de la calefacción. Oscureció el sol que penetraba a través del escaparate y la iluminación indirecta del techo; era una creciente y ondulante penumbra, la penumbra de la muerte tal vez, o del aislamiento y la soledad, la oscuridad de verse perdida en el terrible vacío sin fin.
Ruth sabía lo que era.
Era el compendio de su vida, el espectro del fracaso.
Miró hacia el lugar donde debía estar el jarrón porque, a decir verdad, no podía verlo en medio de la negrura que la rodeaba, y oyó su propia voz diciendo:
—No, creo que no es eso exactamente lo que quiero.
Después se movió, más bien huyó, hacia la puerta y salió a la oscuridad del sol de la calle.