Capítulo 34

Los médicos no lloran. Para eso los adiestran; la dureza del aprendizaje está pensada precisamente para curtirles el pellejo de tal forma que, en presencia de lo trágico y lo patético, no se vengan abajo como los comunes mortales. Sin embargo, aquella lluviosa noche de abril, mientras el reloj antiguo de la repisa de la chimenea marcaba con su tictac las últimas horas del día, Mickey estuvo peligrosamente a punto de derrumbarse.

Consciente del efecto que ejercía en su amiga, Sondra procuraba moverse lo menos posible para que no se notaran demasiado las dos abultadas patas de langosta que tenía por manos. Siempre las llevaba cubiertas por vendajes a pesar de que ya las tenía completamente curadas porque, tal como le explicó a Mickey en el aeropuerto, la gente acepta los vendajes por voluminosos que sean; en cambio, la carne deforme resulta repugnante.

Todo el personal de la British Airways fue muy amable con ella y, al pasar por la aduana del aeropuerto de Los Ángeles, Sondra fue objeto de especial consideración. Al otro lado, Harrison y Mickey se encargaron de recoger la única maleta que llevaba por equipaje y la acompañaron rápidamente al automóvil. Harrison estuvo encantador con ella; la abrazó y la trató como si fuera una reina. En aquellos momentos, se encontraba discretamente encerrado en su estudio mientras Mickey y Sondra conversaban en el salón y reanudaban así su vieja amistad.

Se encontraban en la casa de Mickey, un edificio estilo Tudor con entramado de madera en la fachada, situado en Camden Drive, Beverly Hills. Era una preciosa casa rodeada por un jardín inmenso y llena de muebles antiguos y objetos artísticos orientales y polinesios procedentes de Pukula Hau. Ambas amigas tomaban el té en grandes tazones en lugar de las habituales tacitas de porcelana, porque Sondra tenía que utilizar sus inútiles garras vendadas a modo de pinzas de cangrejo.

—Puedo comer sin ayuda, pero no me gusta que me miren porque lo ensucio todo —dijo Sondra, tomando la taza con las manos vendadas y acercándosela a los labios—; en cambio, para lavarme, vestirme e ir al lavabo lo paso muy mal. Me siento tan desvalida como un bebé. Por eso decidí operarme, para no ser una carga para los demás. —Dejó el tazón sobre la mesa—. En realidad, debería estar contenta porque puedo hacer algo. En Nairobi, me querían amputar las manos, pero yo no les permití que lo hicieran.

Mickey tenía un nudo en la garganta. La historia de Sondra era muy difícil de asimilar: no sólo había perdido a su esposo y a su hijo no nacido, sino, asimismo el uso de las manos.

—Lo hago por Roddy —añadió Sondra—. La primera vez que me vio las manos, se puso a gritar. Le doy miedo y no quiere que le toque. Creo que se siente culpable. Poco antes del accidente, Roddy provocó una conmoción con toda la inocencia del mundo, claro está. Por su culpa, un chiquillo fue mordido por una rata y Derry decidió ir inmediatamente a Nairobi en busca de la vacuna antirrábica. Y Roddy intuye hasta cierto punto que él fue el causante de lo ocurrido.

Mickey contempló las gruesas cortinas que cubrían las ventanas de cristales emplomados y le pareció oír, sobre el trasfondo del crepitar de los troncos de la chimenea, el suave rumor de la primera lluvia de abril en el jardín.

—Al principio, me quería morir —añadió Sondra en voz baja—; me pasé semanas sin hablar. Ahora, apenas me acuerdo de nada. El avión se incendió y yo corrí hacia él, pensando que podría salvar a Derry. La onda de una explosión me arrojó hacia atrás. Todos dijeron que fue un milagro que no se me quemara la cara. Tenía unas manos que parecían dos bistecs quemados en una parrilla. Estaban totalmente renegridas y debajo se veía la carne rosada. —Sondra hablaba con el ligero acento británico adquirido en la misión y mantenía la mirada fija en la mullida alfombra amarilla—. La infección fue lo peor. En Nairobi, hicieron un trabajo estupendo. No me dejaron morir, a pesar de lo mucho que yo se lo suplicaba. Y después, cuando me sobrepuse un poco y pensé que tenía que vivir por Roddy en memoria de Derry y ya no quería morir, los injertos empezaron a fallar y dijeron que me tenían que amputar las manos.

Sondra se inclinó hacia adelante para tomar el tazón, pero después cambió de idea y volvió a repantigarse en el sillón. Mickey tuvo que hacer un esfuerzo para no tomar el tazón y acercárselo a los labios. No sabía qué decir. Todo era tan trágico y extraño. Por un lado, Sondra era su mejor amiga, la primera persona que la aceptó incondicionalmente y le prestó su vestido aquel primer día en Tesoro Hall; pero, por otro, era una extraña que la asustaba y la intimidaba.

—Sam Penrod es uno de los mejores cirujanos del país —dijo por fin.

—Pero, tú también estarás presente, ¿verdad?

—Pues claro que sí. Vendré a visitarte todos los días.

—Me refiero a la operación.

—Ya veremos qué dice Sam.

Sondra asintió con la cabeza.

—Como te he dicho, es un cirujano estupendo —se apresuró a decir Mickey—. He visto algunos de sus trabajos.

Sondra volvió a asentir.

Mickey contempló aquellos ojos de color ámbar y experimentó un leve estremecimiento de inquietud. ¿Cuál sería el verdadero estado de ánimo de Sondra? A primera vista, parecía tranquila y resignada porque ya habían transcurrido nueve meses de la tragedia, nueve meses durante los cuales había tenido que aprender a afrontar la situación. Pero ¿cómo lo hacía? ¿Y si la apariencia exterior no fuera más que una fina capa y, por dentro, Sondra estuviera a punto de derrumbarse? ¿Qué esperaba Sondra de Sam Penrod? ¿Qué milagros imaginaba? «¿Y si fallara la operación?».

Ahora, por primera vez, Mickey se atrevió a mirar directamente las manos de su amiga. Reposaban sobre el regazo de Sondra, vendadas desde el codo hacia abajo, capas y más capas de blanca gasa, semejantes a dos grandes antorchas apagadas. Mickey empezó a angustiarse. ¿Qué había debajo de los vendajes? ¿Qué pesadilla ocultaba Sondra?

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Mickey de repente—. Me refiero a después. ¿Regresarás a la misión?

—Sí —contestó Sondra con firmeza—. Mi vida está allí. Roddy está allí. Y Derry todavía está allí. Por eso no les he dicho nada a mis padres. Insistirían en que nos fuéramos a vivir con ellos a Phoenix y yo no podría soportar que me trataran como a una inválida. Quiero proseguir mi trabajo, Mickey. Quiero volver a ejercer la medicina —añadió, inclinándose hacia adelante.

La lluvia arreciaba al otro lado de las ventanas y los troncos crepitaban en la chimenea, escupiendo chispas a su alrededor.

Sondra se removió en el asiento y miró a su amiga con ojos angustiados.

—Mickey —dijo con vehemencia—, Derry era mi vida, era todo cuanto yo quería y todo aquello por lo que vivía. En él encontré el término de mi búsqueda. Con Derry tuve la impresión de haber llegado a casa. No hay alivio para mi dolor y nada puede consolarme de su pérdida. Te confieso que hubo algunos días espantosos en que quise abandonar este mundo y reunirme con él. Pero ahora sé lo que tengo que hacer: proseguir su labor. Tengo que llevar a término lo que él empezó en la misión. No puede haber muerto en vano, Mickey. Tengo que vivir por Derry y por nuestro hijo. —Sondra hizo una breve pausa; luego se inclinó hacia adelante, extendió una mano vendada y la posó sobre una rodilla de su amiga—. Mickey —le dijo—, quiero que la operación me la hagas tú. Quiero que me reconstruyas las manos.

—No puedo hacerlo —musitó Mickey.

—¿Por qué no? Recuerdo que operabas muchas manos en las islas Hawai.

—Hace tiempo que no me dedico a eso —dijo Mickey, devolviéndole la mano a Sondra y levantándose para avivar la lumbre. Se acercó a la chimenea en cuya repisa había un pequeño retrato de Jason Butler en un marco de peltre, tomó el atizador y removió los troncos encendidos. Lo dejó y se volvió a mirar a Sondra—. Hace mucho tiempo que no reconstruyo manos. Me he especializado en caras y bustos. Aunque no era ésa mi intención al principio, he acabado especializándome en cirugía estética.

—Sí, lo comprendo —dijo Sondra, mirando largo rato a su amiga con expresión pensativa—. Todas hemos cambiado, ¿verdad? —Lanzó un suspiro—. Dejaré que me lo haga Sam Penrod. Bueno, ¿las quieres ver ahora? —preguntó, al tiempo que levantaba las manos vendadas.

Mickey cruzó la estancia, se dirigió a una mesa de madera de cerezo que había en un rincón y sacó de un cajoncito unas tijeras de puntas romas; regresó, se acercó un escabel, se acomodó en el mismo y tomó en sus manos una de las garras de Sondra. Le temblaron las tijeras mientras rasgaba la gasa. Mickey no quería mirar, no quería ver. Como médica que se había pasado trece años inmersa en las complejidades de la carne humana y en los grotescos aspectos que ésta podía asumir, como especialista en cirugía plástica cuyos ojos habían contemplado lo mejor y lo peor de la condición humana, Mickey Long Butler sabía que nada de lo que hubiera contemplado en el pasado sería ni remotamente comparable con aquello. Las manos de Sondra.

—¿Conoces el Barnacle? —le preguntó Jonathan desde el otro extremo de la línea telefónica.

Sí, Mickey lo conocía. A raíz de la remodelación de Venice —en la que los borrachines y las casas de prostitutas fueron reemplazados por lujosas urbanizaciones—, las clases adineradas «descubrieron» la franja de playa y el paseo marítimo entre Santa Mónica y Marina del Rey, que se convirtió a partir de entonces en un campo de juegos con carriles para bicicletas, vendedores de galletas saladas, patinadores y preciosas terrazas de café en las que se servían platos calientes a precios exorbitantes. El Barnacle se encontraba a una manzana del embarcadero.

Tardaron cuatro meses en poder reunirse, no debido a las reticencias de alguno de ellos, sino tan sólo a la imposibilidad de conciliar sus horarios: cuando Jonathan estaba libre, Mickey no lo estaba, y viceversa. Era un poco como en los viejos tiempos en que la diversidad de horarios constituía el mayor obstáculo en sus relaciones. Llegaron incluso a comentarlo entre risas, por teléfono.

Mickey confiaba en que el encuentro de aquel día no fuera más que un agradable almuerzo en el que dos viejos amigos se pondrían al día acerca de sus respectivas existencias y evocarían tan sólo los agradables recuerdos de antaño.

Jonathan ya estaba allí, sentado a una de las mesitas redondas, en la terraza vallada del Barnacle. Siempre que Mickey visitaba aquel restaurante, tenía que sentarse en un banco con Harrison y aguardar, a veces hasta una hora, a que les llamaran, entreteniendo la espera con el divertido espectáculo de la gente. Los fines de semana el Barnacle estaba lleno a rebosar, sobre todo, de clientes que llegaban con sus Porsches y sus Ferraris; aquel día, en cambio, estaba tan desierto como la playa y el paseo marítimo y Jonathan se encontraba completamente solo.

—¿Llego tarde? —le preguntó Mickey, rodeando la verja de hierro forjado.

—No, he llegado temprano —contestó él, levantándose.

Aquella mañana se le veía más joven que en la fiesta de Navidad. Vestía pantalones vaqueros y una camisa azul de batista, prendas ambas que hicieron retroceder a Mickey catorce años y la llevaron de nuevo a aquel día en el St. Catherine’s en que le vio por vez primera con una cámara al hombro.

—Mickey —dijo Jonathan, y le tendió la mano.

Al sentarse, Mickey vio sobre el mantel a cuadros un paquetito envuelto en papel dorado y atado con una cinta plateada. Jonathan dijo que le quería hacer un regalo, pero ella no pensaba que fuera nada de tipo material. Aunque, en realidad, no sabía a ciencia cierta lo que esperaba.

—He pedido una botella de Chablis —le dijo Jonathan, mientras se sentaba frente a ella al otro lado de la mesa—. Espero que te parezca bien.

—Hoy no tengo pacientes, si es a eso a lo que te refieres. Los martes opero en el hospital y no visito en el consultorio.

—O sea que estás libre —dijo él, estudiándola con sus ojos azules.

Mickey exhaló un suspiro de alivio cuando les sirvieron el vino. No sabía qué hacer con las manos.

—¿Vas a quedarte a vivir en Los Ángeles?

—No, regreso a París el mes que viene, en cuanto empiece la fase de producción de mi próxima película.

Mickey se relajó un poco. Aquel almuerzo con Jonathan la preocupaba un poco y la víspera tuvo un sueño muy agitado y se despertó por la mañana con un sentimiento de recelo. A primera vista, parecía completamente normal que almorzara con él: dos viejos amigos que se reunían al cabo de los años. Pero, por debajo de aquella superficie, discurrían unas corrientes un poco inquietantes. En otros tiempos, ella y Jonathan habían sido algo más que amigos y no se separaron en términos precisamente amistosos. Mickey se hacía miles de preguntas: «¿Qué es lo que quiere? ¿Por qué ahora, al cabo de tantos años? ¿Y qué será este regalo del que me ha hablado? ¿Tengo miedo de volverle a ver? ¿Le tengo miedo a él o me tengo miedo a mí misma?».

—Quise localizarte más de una vez —le dijo Jonathan, haciendo girar lentamente la copa de vino sobre la caña—. En una ocasión, visité incluso las islas Hawai, buscando exteriores para Halcones siderales y estuve a punto de entrar en el Great Victoria para saludarte. Después pensé que, a lo mejor, no sería una buena idea —añadió, mirándola con sus ojos azules rodeados por finas arrugas.

Mickey contempló el mar. ¿Qué hubiera ocurrido? ¿Qué consecuencias hubiera tenido el encuentro? Porque fue precisamente cuando todavía le echaba de menos, antes de que apareciera Harrison Butler y la rescatara.

—¿Eres feliz ahora, Mickey?

—Sí. ¿Y tú?

—¿Qué es la felicidad al fin y al cabo? —contestó él, esbozando una melancólica sonrisa—. Llegué donde quería llegar y construí el imperio cinematográfico con el que soñaba.

Las palabras de Jonathan le produjeron a Mickey una momentánea desazón.

—¿Hay alguna camarera por aquí? —preguntó jovialmente.

La camarera apareció como por arte de ensalmo, dejó dos menús sobre la mesa y se retiró.

—Siento curiosidad por ti —dijo Jonathan, tras echar una rápida mirada al menú—. ¿Merecieron la pena todos aquellos años pasados en el Great Victoria, todos los sacrificios que hiciste?

Mickey le miró, buscando en sus ojos y en el tono de su voz algún rastro de amargura. ¿Se refería a sí mismo, a la vida que ambos hubieran podido compartir, pero que ella sacrificó en aras de su ambición? No, no había en él la menor huella de amargura ni de cólera. Jonathan parecía extrañamente sumiso, casi resignado.

—¿Por qué razón os fuisteis tú y tu marido de las islas Hawai?

—Por muchas razones. Al término de mi periodo de residencia en el Great Victoria, descubrí que, aunque pusiera un consultorio un poco lejos, siempre tendría que competir con los hombres que me habían adiestrado, y eso no me parecía justo. Harrison pensó que sería mejor para mi carrera que me fuera a otro sitio. Por otra parte, el negocio de la plantación ya no era tan próspero como antes y él quería dejarlo. Y, puesto que casi todas sus inversiones las tenía aquí, en el sur de California, nos pareció lógico fijar nuestra residencia aquí.

—O sea que ahora tienes un consultorio de lujo —dijo él, haciéndole una seña a la camarera.

—Sí —contestó Mickey, eligiendo una crepé de mariscos.

—Te veo un poco inquieta —dijo Jonathan, en cuanto la camarera se hubo retirado—. ¿Te molesta acaso almorzar conmigo?

—No —contestó ella, sacudiendo la cabeza y sonriendo—. Estaba pensando en una amiga mía. Tú la conocías. Estudiaba conmigo en la escuela de medicina… —Mickey le contó la trágica historia de Sondra y dijo al final—: Mañana me la llevo a Palm Springs. Sam Penrod intentará reconstruirle las manos.

—Es un hombre magnífico —dijo Jonathan—. Uno de mis halcones siderales sufrió una lesión durante el rodaje de los exteriores y los expertos sentenciaron que nunca volvería a caminar. Sam le reconstruyó el pie y, gracias a él, pudo salir a batallar de nuevo contra los enemigos del espacio. —Se detuvo un instante, miró a Mickey y luego añadió—: Apuesto a que no habrás visto ninguna de mis películas.

—Una vez me acosté con uno de tus halcones siderales. ¿Te parece bastante?

—Hubo un tiempo en que te acostabas con su creador.

Ya empezaban a pisar terreno peligroso. Bueno, aunque él hubiera dado el primer paso, Mickey no pensaba seguirle. Por lo menos, todavía no.

Jonathan contempló el estuche colocado en el centro de la mesa, frunció el ceño, acarició un instante el lacito plateado y después miró a Mickey.

—¿Has lamentado alguna vez que no siguiéramos juntos?

—Hubo instantes, en el Great Victoria que sí —contestó ella, tras dudar un instante—. Pasé muchas noches sola y pensé mucho en ti. Sí, hubo momentos, hace tiempo, en que me pregunté si hicimos bien.

—¿Ahora ya no?

—Desde que conocí a Harrison, no. ¿Y tú, Jonathan? ¿Lo lamentaste alguna vez?

—Sí. Muchísimo. Mickey… —Jonathan estudió el rostro de la mujer y luego añadió—: Por eso quería verte en privado. Quería aclarar las cosas. Supongo que debiste enojarte mucho conmigo y no te lo reprocho. Pero ahora quiero que todo quede explicado. —Mickey ladeó la cabeza sin comprender a qué se refería Jonathan—. Sé que ya es tarde, pero no por ello la disculpa es menos sincera. Mickey, te suplico que me perdones por haberte dado un plantón al pie de la torre del campanario.

—¿Cómo dices? —preguntó ella.

—Digo que me perdones por haberte dado un plantón al pie del campanario. Intenté ir, pero llegaron los periodistas a mi casa y no pude marcharme. Cuando conseguí acercarme a un teléfono, ya eran las nueve y nadie contestó en tu apartamento. Durante varias horas intenté ponerme en contacto contigo. Debiste de enojarte muchísimo.

Mickey le miró perpleja mientras se retrotraía a aquella noche. Se vio sentada en su apartamento, contando las campanadas del reloj, llorando tumbada en el sofá e imaginándose a Jonathan paseando arriba y abajo en la fría noche y preguntándose por qué le habría dado ella aquel plantón. Después, se fue al Gilhooley’s, donde Ruth y Sondra estaban celebrando con otros compañeros el hecho de que las hubieran aceptado como internas en los hospitales que querían. Más tarde, se organizó en Tesoro Hall una fiesta que duró toda la noche y, al llegar a casa, descolgaron el teléfono para poder dormir a pierna suelta todo el día. Cuando Jonathan consiguió ponerse en contacto con ella, Mickey ya no deseaba hablar con él ni explicarle por qué le dejó plantado. Quería que todo terminara y que cada cual siguiera su camino. Y durante catorce años conservó la imagen de Jonathan aguardando solo al pie del campanario.

Mickey fue al almuerzo armada con todo un arsenal de defensas y municiones para el caso de que Jonathan le pidiera que regresara con él y le tocara la fibra sensible. Estaba preparada para cualquier cosa: para que Jonathan le propusiera una aventura, para que le echara una reprimenda por haberle abandonado o para que presumiera de lo bien que le iba la vida desde que se dejaron. Mickey creía estar preparada para todo. Menos para eso.

—¿Estás enojada conmigo, Mickey? —le preguntó Jonathan en voz baja—. Si lo estuvieras, no te lo reprocharía. Fui yo quien insistió en que nos reuniéramos al pie del campanario. Y después fui yo quien cambió las cosas en el último minuto. Todo ocurrió con excesiva rapidez: la nominación para el Óscar y la Consiguiente publicidad. De repente, empecé a recibir ofertas de los estudios y me propusieron pasar Centro Médico en un programa especial de la cadena. Y entonces, pensé que ya todo había terminado entre nosotros.

Mickey se le quedó mirando fijamente. «¿Tan fácil te fue dejarme?».

—La siento, Mickey, lo siento de veras —dijo Jonathan, extendiendo un brazo sobre la mesa para apoyar una mano sobre la de la mujer.

Ésta dejó que lo hiciera. Después, contempló el paquetito envuelto en papel de regalo. «¿Y eso qué es, entonces? ¿Un bálsamo para borrar el remordimiento?».

Sin embargo, mientras contemplaba la bronceada mano que reposaba sobre la suya, su cólera se disipó con la misma rapidez con que había surgido. Al cabo de muchos años, volvía a estar en compañía de Jonathan. «¿Y si le dijera la verdad? ¿Y si le contara que yo también le planté a él? ¿Que ambos decidimos perseguir otro sueño? No, dejémoslo así».

—No te preocupes, Jonathan —le dijo con absoluta sinceridad.

Ya no había más cólera ni más pesar, ya no cabía preguntarse cómo hubiera sido su vida. A lo hecho, pecho. Cada cual podría a partir de aquel momento, emprender nuevos caminos y ambos podrían ser los amigos que hubieran debido ser hacía tiempo. Mickey se sintió invadida por una gran sensación de paz.

—Eso es para ti —le dijo Jonathan por fin, empujando hacia ella el dorado estuche.

Mickey lo tomó y empezó a deshacer el lazo.

—No —le dijo él, tocándole la mano—. Ábrelo cuando estés sola. No mientras yo esté delante.

—¿Qué es?

—Algo que te debo, Mickey. Algo que te pertenece. —Al ver su mirada perpleja, Jonathan añadió—: Cuando lo veas, lo comprenderás.

Entonces llegaron las crepés y empezaron a comer; y charlaron animadamente como viejos amigos que llevan muchos años sin verse.

Sondra estaba arriba, descansando con vistas al viaje que tenía que hacer el día siguiente a la clínica de Sam Penrod. Harrison se encontraba en San Francisco, para firmar un contrato inmobiliario. Sentada en un sofá del salón de su casa de Camden Drive y con una copa de vino blanco en la mano, Mickey miró el estuche dorado que descansaba sobre la mesita. Habían transcurrido varias horas desde que dejó a Jonathan en el Barnacle, le besó en la mejilla y se despidió de él, probablemente por última vez, aunque ninguno de los dos lo dijera. Una vez superados los obstáculos iniciales descubrieron que eran, efectivamente, viejos amigos, que ya nada se interponía entre ellos, y que ya nada les ataba. El pasado ya no era lo que ellos pensaban.

En aquel instante Mickey se encontraba a solas con aquel enigmática estuche que se lo iba a «explicar todo».

Lo agitó en su mano como suelen hacer los niños con los regalos de Navidad. Era ligero, rectangular y había un ruidito. Tenía que ser un collar. Parecía eso, un estuche de regalo de una joyería. Pero ¿qué le explicaría un collar? ¿Y por qué se lo «debía»? Por fin, tomó el estuche y lo desenvolvió con cuidado. Lo abrió y encontró en su interior una cinta de vídeo.

La examinó. No había etiqueta ni nota explicativa alguna. Una simple cinta de vídeo.

Con expresión perpleja, Mickey tomó la cinta y la copa de vino y se fue al estudio donde había un televisor y un vídeo encajados en un mueble de nogal. «Apuesto a que no has visto ninguna de mis películas», le había dicho Jonathan en el Barnacle. ¿Sería eso? ¿La última película de la serie Invasores? ¿Una grabación de la versión teatral que se iba a estrenar aquel verano? En tal caso, sería un regalo auténticamente valioso porque, hasta la fecha, ninguna de las famosas películas de Jonathan se había grabado legalmente en vídeo y probablemente transcurrirían muchos años antes de que eso se hiciera.

Bueno, pensó Mickey, picada por la curiosidad. Volvió a llenar la copa, echó un cubito de hielo, se acomodó en el mullido sofá del estudio, apagó la luz y tomó el mando a distancia.

Pulsó el botón y escuchó una serie de zumbidos y de clics. Contempló la pantalla en blanco en la que, un minuto después, estalló de repente una orgía de vida y de luz.

Un niño salió del vientre de su madre envuelto en un río de oscura sangre sobre el trasfondo de las sábanas blancas.

Mickey parpadeó.

La cámara retrocedió, y mostró un plano del equipo de la sala de urgencias en plena actividad, reanimando a la madre inconsciente y dando después unas palmadas al bebé: un caos de uniformes blancos, un joven policía que se desplomaba al suelo, desmayado. Todo ello en medio de un sobrenatural silencio, sin ningún sonido que simbolizara aquella dramática y aterradora aparición de la vida. De repente, se escuchó una cacofonía de voces, de sirenas, de rápidas pisadas, al principio confusas y mezcladas, después un poco más definidas: una orden por aquí, un portazo por allá y, por fin, una calma tensa como la del caos primigenio del «Big Bang» de Invasores. Por último, una solitaria voz, dijo en tono fatigado: «Ambos sobrevivirán».

Fue entonces cuando apareció el título en la pantalla: CENTRO MÉDICO.

Mickey lo miraba todo como hipnotizada. Allí estaba todo lo que ella conocía tan bien: el St. Catherine’s y los rostros largo tiempo olvidados; el doctor Mandell acompañando a un grupo de alumnos de prácticas por un pasillo; un equipo del servicio de psiquiatría, que sujetaba a un paciente furioso; un chiquillo que lloraba; un botones que estornudaba contra un ramo de flores; el doctor Reems, el jefe de cardiología, que encendía, un cigarrillo con la colilla del anterior; un bisturí cortando un trozo de piel; un grupo de internos que jugaban al fútbol sobre la hierba; un plano de un pasillo en el que había un cadáver cubierto por una sábana, tendido en una camilla. Era el St. Catherine’s que contaba su propia historia, desde el nacimiento hasta la muerte, sin la voz de un narrador ni guión, todo filmado por un solo hombre y su ayudante. El documental había sido galardonado más tarde con tres premios Emmy.

A Mickey se le nublaron los ojos. Vio a Ruth envuelta en su verde bata del servicio de obstetricia, mirando enfurecida hacia la cámara, una Ruth un poco más delgada, que se movía con la energía propia de una mujer que tiene prisa. Y a Sondra, hermosa y exótica, volviendo a menudo la vista hacia atrás como si la persiguiera un fantasma. Y se vio a sí misma, caminando con decisión, como si pretendiera comerse el mundo.

Se vio en un pasillo, con la blanca bata volando mientras corría tras un carrito con equipo médico de urgencia. En el plano siguiente, una enfermera encaramada a una cama, sentada a horcajadas sobre un paciente moribundo con la bata arremangada, mostraba los gruesos muslos y las ligas. Después, apareció otra vez Mickey frunciendo el ceño y entregándole a alguien una larga aguja hipodérmica.

«Sin guión, ni historia ni actores», le dijo Jonathan hacía catorce años. Aquélla no era una actriz, sino Mickey Long, la verdadera Mickey Long, estudiante de cuarto curso de medicina, joven, obstinada infatigable defensora de los afligidos. Casi le dio vergüenza verse tan voluntariosa.

La cinta abrió de par en par las compuertas de sus recuerdos: la pequeña Mickey de doce años, que entraba en el consultorio de otro médico con deseos de echar a correr en cuanto éste le tocaba la mejilla; Mickey al borde de las lágrimas porque tenía que ir al lavabo a maquillarse la cara y llegaría tarde al laboratorio del señor Moreno; Mickey entrando a saco en el Great Victoria, discutiendo con Gregg y peleándose con Mason; Mickey reconstruyendo el desfigurado rostro de Jason Butler; Mickey aceptando todos los retos que surgían a su paso sin dejarse intimidar por nada. Vio toda su vida como reflejada en un espejo —su determinación, su espíritu de lucha— y se preguntó: «¿Cuándo dejé de arriesgarme?».

Una lágrima le resbaló de súbito por la mejilla. Efectivamente Jonathan acababa de hacerle un valioso regalo: la había devuelto a sí misma. Encendió la luz y se levantó del sofá. Al volverse, vio a Sondra de pie en la puerta, mirándola sin parpadear con sus hermosos ojos ambarinos.

—Me pareció oír algo —dijo Sondra.

—¿Cuánto has visto?

—Suficiente.

—Siéntate —le dijo Mickey sonriendo—. La volveré a pasar. Y después llamaré a Sam Penrod. Me temo que va a perder una paciente.

Sondra le devolvió la sonrisa.