Capítulo 33

Pertenecía a la tribu suquamish, le gustaban los mariscos, su estación preferida era el otoño y nunca había estado al sur de la frontera Washington-Oregón.

Poco a poco, como si recogiera hojas caídas y las pegara en un álbum, Arnie fue averiguando los distintos retazos de la vida de Angeline y empezó a formar un precioso mosaico con ellos: por ejemplo, la marca de cigarrillos que fumaba, el libro de Farley Mowat que a veces llevaba, el comentario que le había hecho ella una vez sobre la intención que tenía su hermana de estudiar para enfermera. Cosas por el estilo. Las cosas de Angeline.

Desde aquel día de septiembre en que estuvo a punto de ir a su apartamento a comprar un cacharro, Arnie se echó atrás con el mismo sentido de la supervivencia de una tortuga, la cual sabe por instinto cuándo no tiene que estirar el cuello. Pero ¡qué cerca estuvo! ¿Qué demonios le debió de ocurrir? «Es la influencia de los planetas, papá, —le decía la sabihonda y sofisticada Rachel, con sus trece añitos—. O eso o la crisis de la madurez». Rachel hablaba como su madre; las cinco niñas eran iguales, demasiado juiciosas y mujeriles para su edad.

Arnie y Angeline siguieron con la rutina de siempre: se saludaban en el transbordador, intercambiaban de vez en cuando alguna que otra palabra intrascendente y cosas por el estilo, pero, en cinco meses, las relaciones entre ambos no pasaron de ahí. Arnie no tuvo el valor de invitarla a tomar un café en alguna parte, ni de volver a la galería o abrirse paso por entre los indios y sentarse a su lado en el barco. Todas las tardes, con enloquecedora regularidad, el Volvo se ponía en marcha y se alejaba a toda prisa del aparcamiento.

Arnie confiaba en que no se notara por fuera lo que sentía por dentro y en que su actitud pareciera tan fría e indiferente como él pretendía, ya que estaba clarísimo que, más allá del «Buenos días, Arnie» o el «Bonito día, ¿verdad, Angeline?», no había absolutamente nada. Y lo peor —o quizá lo mejor, cualquiera lo sabe— era que el juego de las miradas había tocado a su fin. Desde el día en que metió la pata en la galería y farfulló cuatro idioteces a propósito de los cacharros, y la había acompañado después a casa en una rubia llena de juguetes… la magia se desvaneció. Angeline le veía tal como era y ya no sentía la menor curiosidad por él. Arnie hubiera debido alegrarse de ello. Sólo hubiera faltado que ocurriera algo, con los jaleos que tenía en casa.

Se quedó tan rezagado, simulando estar distraído con la lectura del periódico, que no advirtió que la gente ya bajaba por la rampa hacia el transbordador. Arnie no lo hacía todas las noches porque se le hubiera visto demasiado el plumero; de vez en cuando, procuraba situarse en primera fila —lo cual, en realidad, le fastidiaba mucho— con los demás cansados y hambrientos habitantes de Bainbridge, y la dejaba a ella detrás, porque Angeline siempre subía entre los últimos pasajeros, mañana y noche, tanto si llovía como si lucía el sol. Por consiguiente, era Arnie quien tenía que maniobrar para que los encuentros parecieran casuales y ella no sospechara que lo hacía a propósito.

Con la nariz hundida en el Clarion, Arnie podía mirar por el rabillo del ojo. Era un arte muy difícil que había perfeccionado en el transcurso de aquellos cinco meses, aunque, una vez, estuvo a punto de perder el transbordador y otra se dio de narices contra la espalda de un desconocido. Aquel gélido atardecer de febrero dominado por los tonos púrpura y violáceos, Arnie estaba muerto de frío y hubiera deseado subir cuanto antes al transbordador e intercambiar un poco de calor corporal con los otros mil quinientos pasajeros del barco. Pero no podía. Angeline se pasó dos días sin aparecer y él estuvo tan preocupado que apenas pudo hacer nada a derechas en el despacho. Sin embargo, aquella mañana volvió a verla y la saludó con entusiasmo, a lo cual ella respondió mirándole con indiferencia. Por consiguiente, tenía que cerciorarse de que la frágil relación que los unía no había sufrido menoscabo.

—Hola, Arnie. ¿No vas a subir al barco?

—¿Mmm? —contestó él, levantando la cabeza de golpe. Al contemplar los ojos y los hoyuelos de las mejillas de la joven, los congelados huesos se le llenaron de repente de un calorcillo estival—. ¡Santo cielo! —exclamó, doblando el periódico y colocándolo bajo el brazo—. ¡No me había dado cuenta!

Mientras el transbordador se deslizaba sobre las aguas, Arnie se percató de que él y Angeline habían estado a punto de perder el barco, en cuyo caso, ¿qué otra cosa hubiera podido hacer sino volver a la terminal y tomarse un café mientras esperaban la negada del siguiente cuarenta minutos más tarde? Bueno, eso sí tendría que estudiarlo un poco…, cómo apañárselas para que ello ocurriera una fría noche de invierno.

Angeline se fue, como de costumbre, a la sección de fumadores y él se dirigió hacia un banco vacío en el que tendría ocasión de enfurruñarse y pegarse mentalmente una bronca.

¡Tienes cuarenta y ocho años, una mujer y cinco hijas, entra en razón y no hagas tonterías!

Decidido a leer de verdad el periódico y a no pensar en ella, abrió el Clarion por la página que antes había utilizado como pretexto y descubrió que era nada menos que la correspondiente a la columna de Ruth. «Pregúntele a la doctora Ruth» era tan popular que, en lugar de publicarse una vez a la semana, se publicaba todos los días y ocupaba media plana. Arnie no la leía muchas veces —en general la columna solía centrarse en problemas femeninos—, pero, siempre que lo hacía, experimentaba la impresión de que en los últimos tiempos aquél era el único medio de que disponía para comunicarse con Ruth.

Querida doctora Ruth, ¿cómo funcionan los estuches de la prueba del embarazo y hasta qué punto son seguros?

TUMWATER

Querida Tumwater:

La orina de una mujer embarazada contiene GCH (gonadotropina coriónica humana). Cuando se añaden unas gotas de orina al tubo de ensayo que contiene anticuerpos contra la GCH, se produce una reacción en forma de anillo de color pardo en el fondo del tubo. La prueba tiene una seguridad de un noventa y siete por ciento. De todos modos, puede dar lugar también a negativos falsos. Es decir, dar negativo en una mujer que está efectivamente embarazada. En el estuche se aconseja realizar la prueba nueve días después de la fecha en que hubiera tenido que producirse la menstruación porque es entonces cuando aparece la GCH. En esta fase tan temprana, hay un veinticinco por ciento de probabilidades de que salga un falso negativo. Puesto que el nivel de GCH aumenta a medida que se desarrolla el embarazo, cuanto más tarde se efectúe la prueba, más seguros serán los resultados. A pesar de todo, en los casos en que se sospeche la existencia de un embarazo, la mujer debería acudir al médico. La prueba del embarazo nunca puede suplir a una adecuada atención médica.

Arnie calculaba que Angeline tendría unos veinticinco o veintiséis años. ¿Por qué no estaba casada? ¿Por qué no tenía hijos? ¿Acaso las tradiciones tribales no eran favorables a las bodas precoces y a las familias numerosas?

Querida doctora Ruth:

Hace seis meses, empecé a practicar el jogging y, desde entonces, tengo unas pequeñas hemorragias entre los períodos, que generalmente coincide con la ovulación. ¿Hay alguna relación entre ambas cosas y, en caso afirmativo, puedo sufrir algún daño interno?

BREMERTON

Querida Bremerton:

Con la creciente práctica del deporte por parte de las mujeres, han surgido nuevos problemas a los que se ha atribuido muy poca o ninguna importancia. La «ginecología deportiva» es un campo de estudio bastante reciente y ciertos fenómenos se han…

Arnie se distrajo de nuevo. ¿Qué debía de hacer Angeline los fines de semana? No parecía una persona aficionada al jogging; no se la podía imaginar practicando ejercicios aeróbicos o sudando como una bestia. ¿Se pasaría día y noche trabajando en su torno de alfarero? ¿O pasaría los sábados y domingos en compañía de algún amigo?

Dejó el periódico sobre las rodillas. No había manera; por mucho que lo intentara, no podía quitársela de la cabeza.

Posó los ojos en la fotografía de Ruth que aparecía en la parte superior de la columna y la contempló durante un buen rato. «Querida doctora Ruth. ¿Sabe usted que su marido está loco por una india? Isla de Bainbridge».

¿Qué eran Ruth y él últimamente? ¿Seguían siendo marido y mujer? Resultaba difícil saberlo. Dormían juntos en la misma cama de matrimonio, sus cepillos de dientes estaban colocados el uno al lado del otro en el cuarto de baño, compartían unas hijas que se parecían un poco a los dos y hacían una declaración conjunta del impuesto sobre la renta. Pero, por lo demás…

¿Cuándo habían dejado de hacer el amor? ¿Cuándo dejaron de hacerlo de verdad, sin aquellos accidentes ocasionales con los que fueron tirando en los últimos dos años? «A raíz de la descomunal pelea que tuvimos hace dos años cuando yo me planté diciendo que ni hablar de tener más hijos». ¿Eso era el sexo para Ruth, un medio para conseguir un fin? Parecía como si la única satisfacción para ella no fuera el acto en sí mismo, sino el posible producto.

Levantó los ojos y contempló la negra bahía y las lejanas luces de la ciudad. «Puede que nieve esta noche». Hacía un frío que pelaba.

Vivían en dos mundos separados Arnie y Ruth; él iba y volvía del trabajo todos los días y Ruth salvaba vidas, asistía a parturientas y escribía en un periódico una columna de medicina que llevaba camino de convertirse en la Biblia médica de la península de Olympic. Y los fines de semana los pasaba escribiendo para la columna, corriendo a toda prisa al hospital o recibiendo llamadas urgentes de sus pacientes, mientras Arnie aserraba sus queridos troncos o salía a pasear con las niñas, pensando en Angeline.

Era una existencia tan vulgar y rutinaria que hasta resultaba cómoda; su misma regularidad era como una especie de opio, por eso Arnie no se rebelaba ni se marchaba. La idea de divorciarse le pasó alguna vez por la cabeza como un pájaro que volara raudo hacia el sur. ¿Cómo hubiera podido dejar a las niñas? ¿Adónde iría? A su manera, seguía queriendo a Ruth. Y, además, ya se desahogaba con las fantasías. Era una existencia casi agradable dentro de su monotonía. Sólo que, últimamente, aquella confortable mediocridad empezaba a perturbarse y Arnie tenía miedo.

Ruth había cambiado.

Estiró el cuello como si contemplara la estela del barco y buscó a Angeline en el reflejo de sus gafas, pero no pudo verla.

¿Qué demonios le pasaba a Ruth? No había ocurrido de repente, sino que había empezado de una forma gradual con gestos inesperados, ojeras bajo los ojos, ceniceros llenos de cigarrillos a medio fumar y, por fin, la bomba: Ruth le anunció que pensaba acudir a una psiquiatra.

Allí estaría aquella noche, en su sesión de tres horas semanales con la doctora Margaret Cummings, paseando sin parar por la alfombra, fumando como Bette Davis y escupiendo todo lo que llevaba dentro…, y a saber lo que sería. Arnie calculó que todo había empezado coincidiendo, más o menos, con la muerte del padre de Ruth.

La carta de Mickey también la trastornó bastante. Ambas amigas intercambiaban tan sólo tarjetas de Navidad desde la vez que Mickey estuvo con ellos hacía cinco años; y, de repente, Mickey escribe una larga carta y Ruth… se enfada. Arnie leyó la carta y se quedó completamente desconcertado; en ella Mickey se limitaba a preguntarle si podía ir a pasar unos días a Los Ángeles para ayudar a consolar a Sondra. Inexplicablemente, a Ruth le dio un berrinche y empezó a decir cosas como: «Pero ¿qué se ha creído ésa? ¿Que me paso la vida sin hacer nada? ¡Que la consuele ella que puede! ¿Dónde estaban ellas cuando yo necesitaba consuelo?». Arnie, que no tenía ni la más remota idea de lo que estaba hablando ni de por qué se había puesto como una fiera, decidió callarse y encerrarse en sí mismo, tal como tenía por costumbre hacer.

«Doctora Ruth. ¿Por qué apenas habla con su marido? Isla de Bainbridge».

—¿Arnie?

Se volvió sobresaltado. Era Angeline. Y le estaba mirando sonriendo.

—Siento molestarte, pero eres la única persona que conozco en este barco. ¿Podría pedirte un favor?

¿Qué? ¿Que arranque la luna del cielo y te la coloque por tiara sobre la cabeza? No te preocupes, eso está hecho.

—No faltaba más.

—Otra vez el coche. Me da una rabia… Vino mi hermano y se lo llevó con la grúa al garaje para arreglarlo, pero aún no lo tiene listo. No sé si te sería mucha molestia llevarme otra vez a casa…

Era absolutamente increíble. Precisamente aquella mañana se había pasado un rato imaginando a Angeline acomodada en aquel asiento de la rubia, charlando por los codos con un Arnie sumamente ingenioso. Y ahora allí estaba ella, hablando exactamente igual que en sus fantasías, sólo que él estaba demasiado cohibido como para ser ingenioso y por eso se limitó a conducir mientras Angeline le iba echando alguna que otra migaja para que él la añadiera a su colección de datos.

—Siempre me está diciendo que me compre otro coche, pero yo no puedo permitirme este gasto. Las ventas en la galería no dan para mucho y yo procuro compensarlo los fines de semana. Me voy con mis jarros al Pike Street Market y vendo a los turistas.

Arnie apenas podía contener su emoción. ¡Eso él no lo sabía! ¡La de veces que le habían pedido las niñas que las llevara al Pike Street Market los domingos!

—Tendré que buscarte. Sigo empeñado en comprar un jarrón.

Angeline llevaba una chaqueta acolchada color lavanda que contrastaba con su largo cabello negro, unos vaqueros azules, unas botas de montañismo, y unos gruesos mitones en las manitas. Parecía una adolescente, casi tan joven como Rachel.

Permanecieron un rato en silencio, disfrutando de la reconfortante calefacción del vehículo. Al final, Angeline le miró y le dijo:

—¿Sabes una cosa? Te pareces al actor Ben Kingsley.

Arnie se ruborizó y soltó una risita.

—Apuesto a que te lo dice todo el mundo.

—Que va. —Arnie apartó los ojos de la carretera y le dirigió una significativa mirada de silenciosa comunicación; después añadió en voz baja, con los ojos clavados en el parabrisas—: Tú eres la primera, Angeline.

El complejo de apartamentos apareció decepcionantemente pronto y Arnie maldijo por lo bajo los relojes y las distancias cortas. Como la última vez, Angeline no parecía tener demasiada prisa por bajar, sino que se entretuvo un poco como si pretendiera ofrecerle una oportunidad, y entonces Arnie hizo una de las pocas locuras de su vida.

—Bueno —dijo sosegadamente—, no me importa lo que digas, pero está oscuro y me siento responsable de tu seguridad, por consiguiente, voy a acompañarte hasta la puerta.

—Muy bien —se limitó a contestar Angeline.

Sortearon triciclos y atravesaron un patio en el que antes había hierba, pero ahora sólo tierra reseca, subieron por una escalera decorada con toda clase de artísticas inscripciones y pintadas. Se oyó una disputa familiar en un apartamento y un televisor a todo volumen en otro hasta que, de repente, apareció la puerta del apartamento de Angeline y Arnie maldijo de nuevo la fugacidad de los momentos felices.

Estaba a punto de despedirse con un «Bien, pues, buenas noches» cuando Angeline introdujo la llave en la cerradura y le preguntó:

—¿Quieres entrar un momento a ver mis cacharros? Te prometo que no intentaré venderte nada.

Así fue cómo Arnie entró en la habitación con la que llevaba cinco meses soñando. Por una parte, era como él imaginaba que debía ser; pero, por otra, no lo era en absoluto. En una pared había un póster del melancólico jefe Joseph y, en otra, un batik encuadrado, que representaba la leyenda del Pájaro del Trueno robando el Sol. Había, aquí y allá, alguna que otra muestra de alfarería nativa y una antigua pipa emplumada de la paz coronaba el dintel de una puerta; pero, por lo demás, el apartamento de Angeline era muy poco indio. Dejando aparte la gran imagen de la Virgen sobre el televisor y el Sagrado Corazón de Jesús en la cocina, la casa hubiera podido ser la de una chica cualquiera que, a pesar de no tener mucho dinero, lo gastaba con prudencia y sabía combinar bien los colores y las luces.

Tras encenderlas todas y cerrar la puerta, Angeline acompañó a Arnie al comedor contiguo a la cocina y se quitó la chaqueta acolchada y dejó al descubierto un grueso jersey y, alrededor del cuello, una delicada cadena de oro de la que pendía un pequeño crucifijo.

—Aquí es donde yo trabajo —dijo.

Estaba tan desordenado como ella le había dicho: periódicos extendidos por el suelo, sacos sellados de húmeda arcilla, piezas todavía sin cocer, paja de embalaje, el torno de alfarero y los instrumentos de grabar esparcidos sobre la mesa.

Angeline tomó un pequeño cuenco redondo en el que había grabado un dibujo geométrico, lo colocó en las frías manos de Arnie y le dijo:

—Éste es el tipo de objeto que vendo en el Pike Street Market.

Arnie le dio vueltas en sus manos, tocándolo donde ella lo había tocado para extraer toda la fuerza vital de aquel objeto que la joven había creado y con el que tan íntimamente unida estaba. «Lo compraré, Angeline —pensó—. Compraré uno para cada una de mis hijas y uno por cada año que llevo casado con Ruth, y por cada uno de los Shapiro que viven en el estado de Washington. Te compraré toda la maldita colección, Angeline».

—¿Te apetece un café? —le preguntó tímidamente Angeline.

—Sí —contestó él como sin darse cuenta de lo que decía—, te lo agradecería mucho.

Después, su cerebro entró en acción. «¿Qué hora es? ¿Dónde están las niñas en este instante? ¿Dónde está Ruth? Ah, sí. Irá a la sesión terapéutica con la doctora Cummings; por consiguiente, la señora Colodny estará en casa, como hace las noches que Ruth no vuelve directamente del despacho. La señora Colodny las vigilará y les dará la cena. Por si acaso, por si acaso…».

La cocina era angustiosamente pequeña. Arnie se quitó la chaqueta y la bufanda, se acercó hasta el borde del revestimiento de linóleo del suelo y, mientras ella sacaba el filtro y una lata de café, percibió que estaban apenas a unos centímetros de distancia el uno del otro y que respiraban el mismo aire.

Trató de pensar en algo que poder decirle, pero sólo acertaba a contemplar embobado las delicadas manos de artista de la muchacha sacando cucharaditas de café de la lata y deteniéndose de vez en cuando para apartarse de los hombros el sedoso cabello negro. Era lo único que podía hacer para no extender las manos y acariciarlo con los dedos.

—Oh, qué rabia —exclamó ella, frunciendo graciosamente el ceño—, se me ha terminado el café.

A Arnie se le encogió el estómago. Sin café, no tendría ninguna excusa para quedarse. «Ahora me pongo la chaqueta y me dirijo hacia la puerta…».

Angeline rodeó entonces la nevera y sacó una escalerita plegable.

—Sé que tengo otra lata aquí arriba… —dijo, abriendo la escalera y colocándola delante de la alacena.

—Deja que lo haga yo…

Pero ella ya había empezado a subir.

Arnie se llenó los ojos con su esbelta figura mientras Angeline se ponía de puntillas en el último peldaño, agarrándose a la alacena con una mano mientras extendía la otra hacia arriba.

—Cuidado… —dijo Arnie, adelantándose un paso.

—Lo hago muchas veces —dijo Angeline, riéndose—, tengo mucha estabilidad.

Pero entonces resbaló y cayó y Arnie extendió instintivamente las manos y la sostuvo en sus brazos mientras la joven trataba de recuperar el equilibrio perdido.

Permanecieron de pie en la minúscula cocina; Arnie la rodeaba con sus brazos y Angeline tenía la cabeza apoyada contra su pecho. Se escuchó el tictac de un reloj invisible, el zumbido de la nevera y el portazo de alguien que salía del apartamento contiguo y bajaba ruidosamente por la escalera.

Entonces, Arnie apoyó la mejilla en la cabeza de Angeline y aspiró la dulce fragancia de su sedoso cabello. Después sintió que las manos de la muchacha subían poco a poco y le rodeaban el cuello hasta que, por fin, sus bocas se fundieron en un beso. Ocurrió tan de repente que Arnie no tuvo tiempo de preguntarse si era de verdad o eran simples figuraciones suyas.

Los besos fueron apremiantes ya desde un principio, como si se hubiera destapado de golpe la botella que encerraba toda su ansia de amor y su necesidad de cariño.

Arnie pensó en el tiempo —qué poco tenía— y en todas las cosas que deseaba decir y hacer, pero no disponía de tiempo.

Los sentimientos largo tiempo reprimidos quedaron súbitamente en libertad, mientras sus bocas se separaban y volvían a juntarse y sus cuerpos se buscaban el uno al otro, localizando los recovecos más cómodos y emocionantes.

—Llevo mucho tiempo soñando en este instante, Arnie…

—Oh, Angeline, yo no pensaba que tú supieras…

—Siempre temía hacer el ridículo contigo, Arnie.

—No puedo creer que haya ocurrido.

Era tan menuda y liviana que, en los brazos de Arnie, parecía una muñeca. Se agarró a su cuello y volvieron a besarse mientras él la llevaba en volandas al sofá.

Luego, Arnie Roth dejó de pensar en el tiempo.