Con un retractor en una mano y la linterna de fibra óptica en la otra, Mickey levantó el pecho y examinó la pared torácica que había debajo.
—Creo que está seca —le dijo en voz baja a la enfermera instrumentista situada de pie al otro lado de la mesa de operaciones—. Vamos a darle otra pasada.
Utilizando una enorme jeringa, Mickey llenó la bolsa recién creada del pecho con solución antibiótica, lo limpió todo con el tubo de succión y, después, empleando una larga pinza de amígdalas con una gasa húmeda, secó toda la circunferencia interior del pecho. La esponja salió limpia.
—Estupendo —dijo, dejando los instrumentos sobre la esterilla magnética colocada sobre el abdomen de la paciente—. Ya no sangra. Ahora colocaré la prótesis.
Ésta era una suave almohadilla de gel de silicona semejante a una enorme píldora transparente de vitaminas. Mickey se cercioró por última vez de que el tamaño era exactamente igual que el del otro seno ya reconstruido, enjuagó la prótesis en la cubeta de bacitracina y empezó a introducirla suavemente en la cavidad que había debajo del pecho. A continuación le dijo a la otra enfermera de la sala:
—Compruebe la presión sanguínea, por favor, Mildred. ¿Ya está listo el sujetador Jobst?
—Sí, doctora Long.
Mickey estaba contenta porque la operación iba a ser un éxito. Pensaba pasar el fin de semana fuera con Harrison, aquel fin de semana con el que tanto soñaba. ¡Navidades en Palm Springs!
Una vez efectuada la sutura subcutánea, Mickey extendió un hilo de nilón a lo largo de la incisión de cinco centímetros situada en la base del pecho donde apenas resultaría visible y, después, limpió las manchas de sangre.
—¡Carolyn! —gritó enérgicamente—. ¡Carolyn, despierte! ¡La operación ya ha terminado!
La paciente, que estaba dormida, movió la cabeza, parpadeó y musitó con voz pastosa:
—¿Cuándo empezará, doctora…?
—Ya está, Carolyn. Hemos terminado.
—¿Quiere decir… —La mujer respiró afanosamente mientras recuperaba poco a poco el conocimiento—. Quiere decir que… ya tengo pecho?
—Sí, Carolyn —contestó Mickey sonriendo—, ya tiene pecho.
—Bonito trabajo, doctora —dijo la enfermera instrumentista mientras los camilleros trasladaban a la paciente a una sala particular de recuperación—. Será un éxito.
Carolyn West era la última paciente de cirugía; era por la tarde y Mickey tenía que visitar a otros enfermos. Las intervenciones quirúrgicas solía llevarlas a cabo en su propio consultorio. Los casos más complicados como, por ejemplo, reducción de busto o de muslo, o aquéllos en los que al paciente no le agradaba la idea de que lo operaran en un consultorio, los realizaba en el St. John’s Hospital, situado a dos pasos, en el Wilshire Boulevard.
Llevaba tres años en aquel consultorio, desde que se trasladara con Harrison de las islas Hawai al sur de California.
El traslado representó dos novedades: para Harrison, la venta de Butler Pineapple y la decisión de centrarse en las inversiones cinematográficas; y, para Mickey, el comienzo de una nueva carrera. En Santa Mónica, ya no tendría que competir con los médicos que la habían adiestrado en su especialidad. Para ambos fue, además, el abandono de un sueño imposible. Al cabo de otros dos años de intentos fallidos de tener un hijo, los impresionantes salones y pasillos de Pukula Hau empezaron a parecerles una burla siniestra. Fue, en definitiva, un final y un comienzo del que ninguno de los dos se arrepentía.
En el pequeño cuarto de baño del consultorio, Mickey se quitó las prendas de cirugía y se puso unos pantalones y un jersey. Consultó el reloj. Faltaban tres horas y media para que ella y Harrison se fueran a pasar el fin de semana a Palm Springs.
Se miró al espejo y estudió su mejilla derecha bajo la fría iluminación. Sí, se notaban unos leves contornos, una ligera decoloración, el espectro del demonio que Chris Novack exorcisó… ¿hacía cuántos años? Dieciséis.
Tenía entonces veintiuno…
Hacía tres años que Mickey se tropezó con Chris Novack poco después de su traslado al sur de California, durante un seminario de cirugía plástica que tuvo lugar en el Beverly Wilshire Hotel. Se le había caído un poco el cabello y tenía muchos kilos de más, pero el cambio más dramático lo notó Mickey en sus ojos, de los que había desaparecido todo el brillo. Mickey se sorprendió y entristeció al ver a Chris Novack comportándose como una mala imitación de sí mismo. ¿A dónde se había ido su entusiasmo? ¿Cómo había perdido la energía? Tras sus innovadoras técnicas para la eliminación de los angiomas, Chris se especializó en fisuras palatinas, pero, en determinado momento, perdió el impulso. La mediocridad y la rutina penetraron en sus venas como un virus, llevándole a un cómodo ejercicio de su profesión en el Valle, donde se limitaba a arreglar narices costeadas por las pólizas de seguros.
«¿Qué te pasó, Chris?».
La enfermera llamó con los nudillos a la puerta para anunciar la llegada de los primeros pacientes.
—He puesto al señor Randolph en la uno —dijo la voz de Dorothy desde el otro lado de la puerta—. Y a la señora Witherspoon en la dos.
—Gracias, Dorothy. Voy en seguida.
Al pasar por el despacho para recoger una pluma y un bloc de recetas, Mickey vio el montón de cartas que Dorothy había dejado sobre el escritorio; ya les echaría un vistazo más tarde, cuando terminara de visitar a los pacientes.
Eso era precisamente lo que necesitaba, una carrera loca por la autopista de Indio, devorando el asfalto con su Mercedes y dejando a su paso la estela escarlata de los faros traseros del vehículo. En instantes como aquél, Mickey hubiera preferido viajar en un automóvil descapotable para soltarse el cabello, echar la cabeza hacia atrás y desafiar a los astros del cielo, sintiendo de verdad la emoción de los ciento veinte kilómetros por hora. En su lugar, pulsó el botón para bajar el cristal de la ventanilla y aspirar el perfume de la noche del desierto, pulsó otro para poner en marcha el magnetófono y otro para que la cinta retrocediera al principio del movimiento y, por fin, otro para reclinar el asiento. Mientras los melancólicos brazos de Beethoven se extendían para abrazarla, Mickey cerró los ojos y se rindió por completo.
¿Qué efecto le había producido exactamente la carta? No estaba muy segura de ello. Hubiera tenido que estar contenta, porque había planeado estarlo, pero ahora acababa de sufrir una decepción porque no lo estaba. Ella y Harrison lo habían preparado todo con muchos meses de antelación: un fin de semana en el desierto, alojados en la mejor habitación del Erawan Garden’s, cenas en Fideglio’s, una romántica subida a las cumbres del San Jacinto y la gran fiesta de Navidad en el Racquet Club. Lejos de los pacientes y de los teléfonos. Sola con Harrison, a cuyo lado, al cabo de siete años de matrimonio, la vida seguía poseyendo un encanto especial. Mickey estuvo toda la tarde muy eufórica; visitó a los pacientes, dio órdenes, retiró las carpetas del escritorio y lo dejó todo en las capacitadas manos de su socio, el doctor Tom Schreiber.
En el último momento, dio un rápido repaso a las cartas amontonadas sobre el escritorio —la mayoría de ellas, notas de agradecimiento de los pacientes, invitaciones a fiestas y circulares profesionales— y tropezó con un fino sobre azul de correo aéreo con sellos de Kenia.
«Sondra —pensó de momento—. Llevo sin saber de ella desde, bueno, una postal de las últimas Navidades y una carta que me escribió poco antes».
Pero no, no era de Sondra. La dirección no la había escrito Sondra y el remitente era el reverendo Sanders.
Mickey se levantó y permaneció largo rato con la carta en la mano, presa de un inexplicable temor, percibiendo casi con las yemas de los dedos el mensaje que había en su interior. Por un instante, pensó dejarla para el lunes, pero las cartas por avión son como los teléfonos que suenan: no se puede hacer caso omiso de ellas. Al final, abrió el sobre y sacó no una sino dos cartas.
La primera iba firmada por el reverendo Sanders y era muy breve.
Estimada doctora Long:
Puesto que la señora Farrar no está en condiciones de escribir por sí misma, tomé la carta adjunta al dictado. No disponemos de teléfono; por consiguiente, en caso de que desee ponerse en contacto con nosotros, hágalo llamando al Hospital de Voi, en Voi-7, y desde allí nos transmitirán el mensaje por radiotelégrafo.
Mickey abrió después la segunda, vio que era más larga que la primera y que llevaba pegada… una fotografía…
—¿Cariño? —le dijo Harrison, apoyando una tranquilizadora mano sobre la suya—. ¿En qué estás pensando?
Mickey levantó la cabeza y le miró sonriendo. La vida en el sur de California le sentaba bien a Harrison; a los sesenta y ocho años estaba más guapo, vigoroso y viril que nunca. Mickey se alegró de la decisión que habían tomado, aunque al principio protestara un poco… Lo habían hecho, sobre todo, por ella, pensando en su profesión, y ahora Mickey no lo lamentaba. Los nuevos amigos e intereses de Harrison, por una parte, y sus propias actividades profesionales, por otra, no les dejaban tiempo para pensar en su obsesión. Al fin, se dieron por vencidos y dejaron el sueño no realizado de los hijos en Lanai.
—¿Piensas cosas agradables? —le preguntó él, oprimiéndole suavemente la mano.
—Pensaba en Sondra. Lo siento, Harrison —contestó Mickey, cubriéndole la mano con la otra que tenía libre—, te prometí no hablar de mi trabajo, pero eso es distinto.
Él asintió con gesto comprensivo, Mickey le había mostrado la fotografía.
—¿Qué has decidido hacer?
—Creo que Sam Penrod asistirá a la fiesta de Navidad el domingo por la noche. Es uno de los mejores especialistas en cirugía de la mano de todo el país. Le preguntaré si puede encargarse del caso.
—¿No lo harás tú misma?
—No creo que deba hacerlo. Las lesiones fueron muy extensas. Puede que yo no esté capacitada para eso.
En su carta, Sondra le decía:
Te lo pido a ti, Mickey, porque creo en ti. Si, por alguna razón, no pudieras hacerlo, me iría a Arizona. Mis padres aún no saben nada. Espero hasta que todo termine. ¿Por qué añadir sus pesadillas a las de mi hijo?
La carta incluía una fotografía de unas garras retorcidas y llenas de cicatrices que habían sido unas manos, sobre un fondo blanco. Eran unas manos espantosas, como las que sólo se ven en las pesadillas.
Hay una espesa cicatriz contráctil en el dorso de la mano izquierda, con pérdida de los tendones extensores del segundo y tercer dedo. La mano izquierda tiene contracciones cicatriciales en todos los dedos. La prolongada inmovilización en hiperextensión tras los injertos iniciales ha provocado un acortamiento de los ligamentos colaterales. Ambas manos son completamente inútiles.
Sondra le explicaba en la carta que, hacía seis meses, se había declarado un incendio en la misión, el cual le produjo quemaduras en las manos. Tras un tratamiento de urgencia en el hospital de Voi, la llevaron a un gran hospital de Nairobi donde controlaron la infección e intentaron practicarle unos injertos de piel. Pero, tal como se veía en la fotografía, las intervenciones no dieron el resultado apetecido.
Mickey apartó los ojos de Harrison y los posó en la oscuridad del desierto: las palmeras se recortaban contra el negro cielo estrellado, las melladas cumbres se levantaban como asteroides en el distante horizonte y un inmenso silencio lo envolvía todo.
Cuando el segundo movimiento llegó al allegretto, Mickey volvió a cerrar los ojos y pensó de nuevo en la carta. Sondra le decía:
Tengo dinero suficiente para ir y volver de California. El reverendo se encargará de que me ayuden a subir a bordo del avión en Nairobi y de que las azafatas me atiendan como es debido, pero necesitaré alguien que me ayude al llegar…, si me permites que te pida este favor. Roddy se quedará en la misión.
La carta parecía un catálogo de frases cortantes y reflejaba seguramente el estado de ánimo de Sondra en el momento de dictarla: árido y desalentado.
En Nairobi hicieron todo cuando pudieron. No les reprocho nada. No me empeñaría en modificar mi situación si no fuera una carga para los demás. No puedo peinarme ni sostener una taza ni acariciar el rostro de mi hijo. Me dijeron en Nairobi que mi caso es desesperado y que mis manos son irrecuperables. Por consiguiente, cualquier cosa que se pudiera hacer por mí, Mickey, te lo agradecería eternamente.
Sondra. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? Hacía siete años, en ocasión de su boda, Mickey consiguió que Sondra y Ruth estuvieran a su lado en el altar. Fue una feliz reunión en cuyo transcurso las tres amigas evocaron de nuevo sus tiempos en Castillo. ¡Cómo habían alentado Ruth y Sondra a que se dejara operar por Chris Novack, arrojando en secreto al excusado, por las noches, sus tarros de maquillaje! ¿Qué había sido de aquel terceto tan especial? ¿Por qué el tiempo y las circunstancias se habían insinuado como una cuña entre las tres amigas, separándolas poco a poco hasta que, por fin, cesaron casi por completo las cartas y las llamadas telefónicas tan frecuentes al principio, y quedó sólo un dulce recuerdo?
Ése fue el efecto que le produjo la carta a Mickey: levantó la tapa de un viejo baúl de la buhardilla y éste le mostró su mohoso y olvidado contenido, su primera amistad incondicional con otras personas y el comienzo del largo camino que la había llevado hasta aquel instante, aquel automóvil y aquel hombre. La carta le hizo recordar muchas cosas largo tiempo olvidadas y casi perdidas.
Pero no del todo, pensó Mickey mientras la Séptima Sinfonía pasaba a un animado presto. «Estuve demasiado ocupada con mi propia vida en el transcurso de los últimos tres años. Había olvidado…».
—Le voy a contestar en seguida —le dijo a Harrison mientras el Mercedes bajaba por la rampa de salida de Indian Wells—. Le diré que puede venirse a vivir con nosotros hasta que consigamos arreglar la situación. No te importa, ¿verdad, Harrison?
—Ya sabes que no.
—Creo que también le escribiré a Ruth. No sé nada de ella desde yo que sé cuando. A lo mejor, puede tomarse un poco de tiempo libre y venir a visitarnos. Estoy segura de que Sondra se alegraría.
Mickey sonrió, un poco más tranquila. Después, frunciendo levemente el ceño, se acordó de Derry y le pareció extraño que Sondra no le hubiera mencionado. ¿Pensaba acompañarla en el viaje o se quedaría en la misión?
Fue uno de aquellos esplendorosos acontecimientos sociales en que las luminarias de la fiesta superaban en número a las del cielo. Mickey conocía a más de uno, a través sobre todo de Harrison, quien tras vender Butler Pineapple a la Dole, había decidido invertir su dinero y su ingenio en el sector de la alta tecnología, lo cual le permitió entrar en contacto con un grupo selecto y minoritario. Sin embargo, Mickey conocía asimismo a algunos de aquellos personajes merced a su propia actividad profesional por haberles estirado la piel de la cara o corregido las facciones. Por ejemplo, la famosa cantante de rock que era en aquellos momentos la artista mejor pagada de Las Vegas: su célebre cintura de avispa la debía a una hábil operación que le hizo Mickey, consistente en extirpar las costillas inferiores y remeter la piel sobrante. Varios de los impecables rostros que asomaban por encima de los modelos de Galanos eran obra de Mickey, y su firma era visible, también, en la nariz perfecta de la esposa de un senador.
Era una gala de la que al día siguiente se harían eco todos los periódicos del país, uno de aquellos acontecimientos de asistencia obligada para cuantos quisieran o necesitaran ser vistos gracias a la publicidad que ello les reportaría, ya que no se trataba de una fiesta de Navidad cualquiera, sino de una gala benéfica con la que se pretendía allegar fondos para combatir la enfermedad de Alzheimer, una de cuyas víctimas más trágicas era la actriz Rita Hayworth, en honor de la cual se había organizado la fiesta.
Los platos los sirvió la Cloud, una de las firmas más prestigiosas del sector, la música corría a cargo de cuatro orquestas que se alternaban en el estrado, los números los presentaban al alimón Jack Lemmon y Gregory Peck, y en el árbol navideño, de doce metros de altura, se podían ver colgados cientos de blancos sobres que contenían donativos. Tras una tradicional cena a base de ganso asado y budín de ciruelas y pasas, durante la cual los artistas deleitaron a los invitados con sus actuaciones, se celebró un baile bajo la Vía Láctea y la fiesta se prolongó hasta altas horas de la madrugada.
Al ver a Sam Penrod, charlando animadamente al otro lado de la piscina con una de las hermanas Gabor, Mickey dejó a Harrison en compañía del presidente del tribunal supremo del Estado con quien ambos habían compartido la mesa en el transcurso de la cena, y se abrió paso por entre los invitados, captando retazos de conversaciones.
—Me parece que me voy a estirar el trasero.
—Oh, querida, es una tortura espantosa. Tienes que mantener el cuerpo erguido como una tabla durante dos semanas. No te puedes sentar ni agachar para nada. ¡Todo lo tienes que hacer de pie!
—… que nos diera por lo menos un margen sobre los cinco millones. De todos modos, le advertí que no se pasara ni un céntimo del presupuesto…
—… tiene este maldito guión desde hace tres meses y no contesta a ninguna de mis llamadas. Te juro que, si este bastardo, piensa «piratearme»…
—… ¡llevaban las tres el mismo modelo! ¡Hubiera tenido que ver la cara que pusieron! Claro que ella lo llevaba en versión de túnica y pantalones, pero era el mismo tejido blanco plateado de Fabric y…
—¿Será verdad que en Palm Springs hay más especialistas en cirugía plástica que en cualquier otro lugar del mundo?
Cuando Mickey llegó al lugar donde se encontraba Sam Penrod, éste ya había saludado a su interlocutora y se disponía a alejarse con una copa vacía en la mano.
—Hola, Sam —le dijo Mickey, apoyando una mano en uno de sus brazos.
—¡Mickey! —El doctor Sam Penrod era un cirujano ortopédico que se había especializado en operar las manos y los pies de los famosos: astros del deporte, campeones olímpicos, políticos, actores y actrices, gente, en suma, que no podía sacrificar su carrera a la artritis, la tendinitis, los temblores o la parálisis. Operaba en una lujosa clínica que era una de las mejores del país y, a lo largo de los tres últimos años, le había hecho proposiciones amorosas a Mickey un par de veces—. ¡Tan encantadora como siempre! —dijo, tomando una de sus manos y apretándosela significativamente.
—¿Cómo estás, Sam? ¿Qué tal va el trabajo?
—Maravillosamente bien. Mientras los jugadores de fútbol necesiten lanzar pelotas y las actrices necesiten deslizarse en lugar de andar, mi trabajo irá viento en popa. ¿Y tú, qué? ¿Sigues estirando caras?
—Más que nunca —contestó ella, echándose a reír.
—¿Ya recibiste a la señora que te envié la semana pasada? ¿La señora Palmer?
—Sí —contestó Mickey, retirando discretamente la mano que él sostenía entre las suyas—. Pero ha decidido no operarse porque no pude garantizarle que no le quedara una cicatriz.
—Antes estaba gordísima, ¿sabes? La conozco desde hace años. Juego al golf con su marido todos los miércoles. El caso es que conoció a un empleado de veinte años del club y de repente decidió convertirse en una niña. Yo le aconsejé que no adelgazara tan deprisa, pero no me hizo caso. Y ahora le han quedada unos brazos espantosos.
Mickey asintió con la cabeza. El problema de la señora Palmer era muy frecuente: colgajos de piel fláccida en los brazos, debidos ya a la edad, ya a una dieta inadecuada. Lo malo era que la intervención quirúrgica dejaba unas antiestéticas cicatrices.
—Pero, bueno —dijo Sam, volviendo a tomarle la mano—, no hablemos más del trabajo. Supongo que habrás venido con tu perro guardián, ¿no?
—Harrison está aquí conmigo —contestó Mickey, esbozando una sonrisa—. Eres un caso perdido, Sam, pero yo venía precisamente a hablar de trabajo contigo.
Haciendo una mueca de fingida decepción, Sam soltó teatralmente la mano de Mickey y adoptó una actitud profesional. Desde el estrado de la orquesta les llegaban los acordes de La vuelta al mundo en ochenta días, ya que la música de la noche estaba dedicada a bandas sonoras de películas.
—¿De qué se trata, Mickey?
Ésta abrió el bolso de raso plateado que llevaba colgado en bandolera y sacó la carta de Sondra.
—Eso te lo explicará —dijo.
—Qué barbaridad, lo decías en serio, quieres hablar de trabajo.
Exhalando un dramático suspiro, Sam apoyó una mano en la espalda de Mickey y la acompañó a una mesa vacía. En cuanto se hubieron sentado, leyó la carta a la oscilante luz de la antorcha que iluminaba la zona.
Estudió la fotografía durante un buen rato, frunció el ceño y luego se la devolvió a Mickey, diciendo:
—Desde luego, fue una lástima. Buena parte de todo eso se hubiera podido evitar, colocando tablillas en postura de función y extensión de las muñecas. No nos proporciona suficiente información… sobre el estado del nervio medio y el ulnar, no dice si quedaron destruidas las aponeurosis palmares ni si esta contractura se debe a isquemia o fibrosis o espasmos del sistema intrínseco.
—Debió de pensar que eso ya lo estableceríamos aquí. ¿Qué opinas, Sam?
—¿Por qué no lo haces tú, Mickey?
—¡Yo! —exclamó ella, parpadeando.
—Pues claro, tú también operas manos.
Mickey dobló la carta y se la volvió a guardar en el bolso junto con la fotografía.
—¿Por qué no lo pruebas? Haces trabajos muy delicados.
—Es muy amable de tu parte, Sam —dijo Mickey, echándose a reír—, pero ya conoces mis límites.
La orquesta interpretaba ahora la banda sonora de El Padrino.
—¿Me concedes este baile?
—¿Puedo decirle a mi amiga que te encargarás de su caso?
—Sólo si me concedes este baile.
—Eres tremendo, Sam —dijo Mickey, y se levantó—. ¿Puedo decirle que lo harás?
—De acuerdo. Por ti, Mickey, soy capaz de cualquier cosa. ¿Cuándo vendrá?
—No lo sé, supongo que en cuanto yo se lo diga. La iré a recoger al aeropuerto y te la traeré. Puede que primero la tenga unos días en casa.
Sam se levantó y empezó a mirar a su alrededor en busca de algo interesante. Había varias aspirantes a estrella entre las que elegir.
—Cuando tú me lo digas, le reservaré una habitación.
—Gracias, Sam —dijo Mickey, tocándole un brazo—. Sabía que podía contar contigo.
—Qué remedio —replicó él con aire de fingida resignación—. Soy la bondad personificada.
Tras lo cual, se dirigió en línea recta hacia un escotado vestido de lentejuelas.
Mickey dio media vuelta; estaba un poco más tranquila. Le escribiría en seguida a Sondra para comunicarle la buena noticia. Había avanzado apenas unos pasos cuando se detuvo en seco. De pie, a poca distancia de Harrison, Jonathan Archer conversaba con un grupo de invitados.
Se quedó inmóvil, mirándole. Aquel día había sido para ella un viaje a través del túnel del tiempo: primero Sondra y ahora Jonathan.
Éste se encontraba de perfil a ella; iba elegantemente vestido con un esmoquin negro, y conversaba con los gestos indiferentes y seguros, propios del hombre que domina la situación y sabe que es el rey. Era un Jonathan más maduro —habían transcurrido casi catorce años— y, también, más sereno y reposado. Tenía cuarenta y tres años y había ganado multitud de premios internacionales, había creado un imperio cinematográfico y era famoso. Por si fuera poco, pensó Mickey mientras se acercaba lentamente a él, tenía tres exesposas a sus espaldas.
Fue uno de los componentes del grupo, un abogado de Beverly Hills que le llevaba los asuntos a Harrison, quien primero se percató de la presencia de Mickey e interrumpió el monólogo de Jonathan, exclamando:
—¡Hola, señora Butler, qué sorpresa!
Cuando Jonathan se volvió a mirarla sonriendo, Mickey experimentó un estremecimiento involuntario.
—Hola, Mickey —le dijo Jonathan.
Su voz pareció surgir de un sueño o de un lejano recuerdo. «¿Así me saluda después de tantos años y después del plantón que le di?».
—Hola, Jonathan —contestó ella, presa de una incontenible emoción.
—Te vi sentada con Sam Penrod y preferí no molestaros.
¿Qué le estaban diciendo realmente sus ojos azules? ¿Qué mensaje encerraba aquella infantil sonrisa suya al cabo de tantos años? Mickey se tranquilizó de inmediato. En aquellos ojos no había nada: ni rencor ni pesar. Era el despreocupado Jonathan de sus tiempos juveniles, un poco más fornido, que había viajado mucho y lamentaba, como Alejandro Magno, que no hubiera más mundos por conquistar.
Los demás miembros del grupo captaron las visibles señales y se alejaron musitando unas excusas, mientras Mickey y Jonathan se miraban sonriendo sobre el trasfondo de la música.
—¿Cómo estás, Jonathan? —preguntó Mickey, sorprendiéndose de lo fácil que resultaba todo.
—No puedo quejarme. Como ves, conseguí llegar.
—Sí, lo sé. Suelo leer la revista Time.
—No me digas —exclamó él, haciendo una mueca—. Entonces ya te habrás enterado del sórdido escándalo.
—Tres divorcios no te convierten exactamente en un Barba Azul —dijo Mickey, echándose a reír.
—¿Y tú? ¿Quién es el señor Butler?
—Estoy casada con aquel hombre que está allí —contestó Mickey, señalando con la cabeza a Harrison, enzarzado en una animada conversación con el expresidente Gerald Ford.
—Yo creía que su mujer se llamaba Betty.
—Ésa era la otra.
—Ya. Pregúntale si le gustaría interpretar un papel en mi próxima película. Me gusta su cara.
—A mí también.
—Y tú, Mickey, ¿has conseguido llegar?
—Sí.
Hablaban en voz baja en medio del bullicio de la fiesta, y se miraban sin prestar atención a los que les rodeaban.
—¿Libras al mundo de las deformaciones, como San Patricio?
—Me gusta pensar que ayudo a la gente, Jonathan. Parte de mi trabajo es pura vanidad, pero la cirugía plástica también puede resolver graves problemas psicológicos. Nadie mejor que yo lo sabe.
—¿Y eres feliz?
—Sí, Jonathan, lo soy.
—Voy a estar algún tiempo en Los Ángeles —dijo él—. ¿Querrás almorzar conmigo algún día?
Mickey se puso en guardia. Qué tontería, pensó; no hay nada que temer.
—Estaré encantada. Me gustará saber qué hiciste durante todos estos años. Desde que…
Se detuvo a tiempo.
—¿Desde que me diste un plantón al pie del campanario? —dijo Jonathan, riéndose—. Pues, sí, tengo muchas cosas que contarte. Pero, sobre todo, Mickey, te quiero hacer un regalo. Se trata de algo muy especial que deseo entregarte en privado.