Capítulo 31

Arnie la buscó de nuevo. No quería hacerlo, pero no podía evitarlo. Buscaba a la chica que con tanto interés le miraba desde hacía unas semanas.

Todo había empezado del modo más inocente. Cuando uno toma el mismo transbordador todas las mañanas, acaba conociendo a los «habituales», a las personas a quienes uno saluda cada día y con quienes intercambia opiniones sobre el tiempo aunque ignore sus nombres. En esta ocasión, ocurrió lo mismo de siempre: hacía seis meses que la chica empezó a viajar en el Walla Walla, bajaba por la rampa como todo el mundo y se sentaba en la sección de fumadores para pasarse después los treinta minutos de travesía leyendo el Post Intelligencer. Al principio, Arnie no le prestó demasiada atención porque, como el resto de los viajeros, estaba mentalmente ocupado con los asuntos del día: repasaba su programa de actividades, contaba los clientes a los que tenía que ver y pensaba en cómo podría resolver la cuestión de la auditoría fiscal de Stan Ferguson; hasta que, un día, advirtió que ella le miraba. Bueno, a lo mejor, fue él quien empezó a mirar con aire distraído a la chica, una de aquellas estúpidas miradas que se cruza uno con cualquier desconocido hasta que, por fin, el otro se da cuenta de ello. Entonces empiezan los dos a mirar subrepticiamente para ver si el otro mira.

De eso hacía varias semanas y, desde entonces, ambos jugaban al mismo juego cada mañana y cada noche.

Arnie sentía una creciente curiosidad por la chica. ¿Quién era? ¿Qué hacía en Seattle? Había llegado a la conclusión de que debía de ser una secretaria o una empleada de una oficina cualquiera, porque, aunque siempre vestía con elegancia, su atuendo no tenía el aire «avasallador» propio de las ejecutivas que utilizaban el transbordador. ¿Viviría en Bainbridge o se trasladaba en automóvil desde Suquamish o Kitsap? Porque tenía aspecto de vivir en la reserva. Casi todos Sos indios que tomaban el transbordador vivían allí.

Era muy guapa. Tenía un moreno rostro redondo de luna llena, encuadrada por una larga melena negra, un rostro exótico e inocente a un tiempo, de unos veinticinco o veintiséis años. Era menuda, graciosa y tímida, aunque Arnie sospechaba que no debía ser apocada. En aquellos grandes ojos líquidos de largas pestañas negras, brillaba la audacia y la valentía.

Aquella incomparable mañana del noroeste del Pacífico en que el sol se había elevado con sus reflejos rosas y asalmonados por encima de los bancos de niebla de la ciudad de Settle, situada en la punta misma del canal de aguas de color añil oscuro en las que se reflejaba a lo lejos la grisácea silueta de los edificios, Arnie Roth descendió de su rubia y, respirando el aire mañanero preñado de mil posibilidades, volvió a buscar a la chica.

Consultó el reloj. Estaba preocupado por el tiempo, y lo sabía. Una cosa era contar el paso de los años y otra muy distinta contar el de los días y las horas y despertarse pensando en la velocidad con que se le escapan a uno los minutos de las manos. Cuando lo primero que uno piensa al despertar es: «Nos pasamos un tercio de la vida durmiendo», mal asunto. ¿Cuándo había comenzado aquella obsesión por el tiempo? El día en que cumplió los cuarenta y ocho años. Al apagar las velas, vio a través del humo azulado los cincuenta qué le esperaban a la vuelta de apenas dos años.

—¿Cumpliré cincuenta años y qué beneficio habré sacado? ¿Adónde se fue mi juventud?

Arnie Roth empezó a pensar que era viejo de nacimiento. Recordó su anodina infancia pasada en Tarzana; un chiquillo reposado y mediocre, cuya serena transición a la pubertad y la adolescencia resultó casi aburrida —sin tener acné ni experimentar orgasmos involuntarios durante el sueño—; después, el colegio y la escuela de comercio (gran bostezo), una vida en tonos grises y parduscos, sin apenas cumbres ni valles, un muchacho vulgar tecleando una vulgar existencia en una calculadora. Entonces había llegado Ruth Shapiro y lo había cambiado todo.

Arnie conoció durante cierto tiempo un período de emoción y saboreó las mieles de una vida despreocupada —salió con Ruth y se acostó con ella; era una muchacha extraordinariamente sincera y liberal y, además, estudiaba medicina—. Arnie llegó incluso a pensar que su monótona existencia iba a cambiar para siempre. Pero no fue así. Trocó sus tranquilas costumbres de soltero por la hipoteca y los pañales, y su vida empezó a discurrir por el camino que era de esperar.

Allí estaba el Volvo azul. Regresando de golpe al presente, Arnie Roth cerró la portezuela del automóvil y avanzó, cartera en mano, hacia la terminal del transbordador.

Había muchas personas agolpadas en lo alto de la rampa de acceso. Situándose en primera fila, Arnie sintió la presencia de la mujer en la cola, con su bonito rostro encuadrado por el pañuelo que llevaba anudado alrededor de la cabeza. Tuvo que hacer un esfuerzo para no volverse a mirarla.

Se oyó el mugido del transbordador. «Pedos de barco», los llamaba la gente. Un mugido de corta duración significaba que el barco estaba a punto de zarpar; otro más largo indicaba que acababa de zarpar y que la gente que corría por la rampa ya había llegado tarde. Arnie se quedó en cubierta para variar porque aquella mañana no le apetecía sentarse al lado de los oficinistas que llevaban los calcetines arrugados o de los gamberros que estiraban las piernas y ponían los pies en los asientos. Aquella preciosa mañana, Arnie quería contemplar el panorama mientras el Walla Walla surcaba las serenas aguas dejando una estela plateada a su paso; necesitaba admirar de verdad las montañas claramente visibles en el horizonte, las Olympic y las Cascades, cubiertas por la nieve que había caído la víspera.

Aquel día, el barco se balanceaba como si hubiera mala mar a pesar de que las aguas estaban en calma. Debía de tener un fallo en las máquinas. Arnie se estremeció de frío, pero no quiso entrar. Ella estaba allí y sus ojazos soñadores se posarían en él como un par de trémulas mariposas.

Pensó en Ruth. Últimamente pensaba mucho en ella, quizá porque la desconocida se insinuaba sin cesar en sus pensamientos. Siempre que pensaba en la enigmática muchacha (se volvió impulsivamente, la sorprendió mirándole y apartó los ojos), aparecían en su mente imágenes de su mujer.

Ruthie, Ruthie, ¿adónde vamos? ¿Es eso lo que queríamos hacer, era esa nuestra intención hace trece años? ¿Nos casamos, dando por sentados la monotonía y el aburrimiento? Y no es que ella tuviera la culpa; Arnie no le reprochaba nada. Para que un matrimonio resultara aburrido, hacía falta la participación de dos personas. No, no era justo. No podía decir que su vida fuera aburrida, sino más bien imprevisible. Tenían que marcharse del cine a media película y abandonar a escape los restaurantes y las fiestas; nunca sabía, cuando regresaba a casa, si encontraría a su mujer o si tendría que hacer de niñera de sus hijas. A veces tenían unas peleas tremendas, sobre todo, cuando él se hartaba de las camisas sin botones y de la comida quemada y de las veladas interrumpidas. Sin embargo, pronto pudo comprobar que las peleas eran inútiles y que nada iba a cambiar. Al fin, se dio por vencido y se resignó.

Incluso en la cuestión del sexo. Desde el nacimiento de Leah hacía siete años, cuando acordaron no tener más hijos (bueno, en realidad, fue un débil intento de acuerdo), la vida sexual entre ambos empezó a decaer y, en aquellos momentos, era casi inexistente. Arnie nunca forzaba las cosas. Si ocurría, ocurría; a veces, por casualidad, a veces porque uno de ellos se encontraba de humor. Era una vida sexual reposada y tranquila, como debía de ser seguramente la de casi todos los matrimonios al cabo de tantos años.

Volvió lentamente la cabeza y miró por encima del hombro. La joven leía el periódico y sostenía un cigarrillo en la mano; todos los indios fumaban. Al ver que levantaba la cabeza, Arnie apartó rápidamente la mirada. «¿Estará casada? ¿Tendrá un amigo o, tal vez, muchos amigos?».

Es pura y llanamente la crisis de la madurez, Arnie Roth. Cuando un hombre empieza a contarse los cabellos y a ajustarse el cinturón por debajo del estómago y a mirar a las chicas bonitas que viajan en el transbordador…

«¿Adónde va todas las noches? Siempre se mete en el Volvo y sale del aparcamiento antes que nadie…».

Las niñas crecían con alarmante rapidez. Pronto se irían de casa, y él y Ruth se quedarían solos por primera vez en toda su vida de casados.

Dios mío, ¿tengo miedo?

Una fría ráfaga de viento le azotó el rostro. Pensó que sería mejor entrar; mientras empujaba la puerta y entraba en la opresiva atmósfera cargada de humo, hizo un esfuerzo por no mirar a la chica.

Se acomodó en un asiento y encauzó sus pensamientos por caminos más decorosos. Aquel fin de semana iban a celebrar el cumpleaños de Ruth y aún no le había comprado el regalo. Pensaba hacerlo a la hora del almuerzo. Quería comprarle algo especial en alguna tienda de postín. Ruth iba a cumplir cuarenta años. ¿Se enfrentarían también las mujeres con la crisis de la madurez? «Las mujeres siempre se las arreglan mejor que los hombres; en cambio, un hombre de cuarenta y ocho años que mira a las muchachas indias del transbordador hace, diríamos el ridículo».

Los paneles del techo empezaron a crujir cuando el barco rodeó el espigón para penetrar en la dársena. Un largo mugido seguido de otros dos de más breve duración señaló la llegada y todo el mundo se levantó y empezó a desperezarse. Arnie se volvió a mirar y los ojos de la chica acariciaron los suyos.

Ambos apartaron rápidamente la mirada.

—Señora Livingstone, el problema reside exclusivamente en su marido. Tiene un recuento espermático demasiado bajo.

La mujer que estaba sentada en el sofá de mimbre del despacho de Ruth se retorció las manos, angustiada.

—Eso no le va a hacer la menor gracia, doctora. Es un hombre muy… orgulloso.

Ruth inclinó la cabeza sobre el gráfico de la mujer para disimular una mueca de desprecio. Los hombres. Siempre dispuestos a echarle la culpa a la mujer si no tenían hijos, pese a que un cuarenta por ciento de los casos de esterilidad era atribuible a los hombres; se enfadan con sus mujeres, las compadecen o bien les dan condescendientes palmaditas en la cabeza, pero pobre de ti si les dices que la culpa la tienen ellos; entonces arman un escándalo.

—Señora Livingstone, tiene usted las trompas despejadas, ovula con normalidad y el moco no es demasiado ácido ni contiene anticuerpos espermicidas. De hecho, es usted una de estas mujeres que se quedan embarazadas con facilidad. Si quiere, yo misma se lo explicaré a su marido.

La mujer se puso pálida como la cera. Con lo difícil que fue acudir al principio al consultorio de la doctora Shapiro y no digamos conseguir una muestra del esperma de Frank: «¿Por qué pones en duda mi potencia? ¡Eres tú la que no puede quedarse embarazada!». Y ahora, tener que decirle esto

—Piénselo, señora Livingstone —dijo Ruth, mientras cerraba la carpeta—. Si le parece más fácil, puedo recomendarle a un especialista varón para su marido.

—¿Se puede curar? ¿Se puede hacer algo por Frank?

—Por desgracia, señora Livingstone —contestó Ruth, entrelazando los dedos de las manos sobre el escritorio—, el descubrimiento de la participación del hombre en la esterilidad de la pareja es bastante reciente y, debido a ello, aún no se han desarrollado tratamientos eficaces como ocurre en el caso de las mujeres. Es posible que su marido tenga alguna deficiencia hormonal, en cuyo caso existen en el mercado algunos fármacos capaces de elevar el recuento espermático. También podría padecer un varicocele, es decir, tener una vena varicosa en el cordón espermático, lo cual puede provocar un bajo recuento espermático y una disminución de la movilidad. La cirugía puede resolverlo en casi todos los casos…

Quince minutos más tarde, Ruth se quedó sola en el despacho porque ya había visitado a todas las pacientes. Tenía un montón de papeles sobre el escritorio. La víspera había estado levantada hasta muy tarde, estudiando las respuestas a la última remesa de cartas de «Pregunte a la doctora Ruth» y había elegido cuatro de las más representativas. De vez en cuando, recibía cartas de algún chiflado o cartas de contenido obsceno, y alguna que otra incompatible con su columna (petición de consejos de tipo amoroso); de entre las restantes, tenía que seleccionar las de mayor interés general y las que pudiera condensar en una sola «carta» con varias preguntas.

En la columna del lunes decidió centrarse en los peligros que encierran ciertos productos higiénicos como el jabón, los champús y los desodorantes, instando a sus lectores a prestar atención a los ingredientes mencionados en las etiquetas, sin citar, sin embargo, ninguna marca en concreto. A menudo, cuando no disponía de mucho tiempo, dedicaba toda la columna a un solo tema porque ello le facilitaba la labor de investigación y le permitía escribir más rápido. Últimamente, solía hacerlo bastante porque tenía mucho trabajo.

Como no consiguiera hacer algo aquella tarde, tendría que dejarlo para el día siguiente, ya que, por la noche, estaría ocupada con el grupo y al día siguiente celebraba su cumpleaños y seguramente no dispondría de mucho tiempo. El domingo quizá, siempre y cuando Arnie sacara un rato a pasear a las niñas…

Cuando oyó sonar el teléfono, frunció el ceño. Le había dicho a la recepcionista que no la molestara más que en caso de urgencia.

—¿Sí? —dijo, poniéndose al aparato.

—Perdone, doctora, pero su hermana está al teléfono.

Con expresión preocupada —en los ocho años que llevaba en el consultorio, su hermana no la había llamado allí ni una sola vez—, Ruth apretó el otro botón e inmediatamente oyó sollozos en el otro extremo de la línea.

—¿Judy? ¿Qué ha ocurrido?

—Papá. El corazón. Hace apenas una hora.

—¿Dónde está? —preguntó Ruth, paralizada por la angustia—. ¿En qué hospital? ¿Hay alguien con mamá?

—Le han llevado a la Unidad de Cuidados Cardíacos. Mamá está con él, y también Samuel. Aún no ha recuperado el conocimiento, Ruth.

—Procura tranquilizar a mamá. Procura que se tienda a descansar un poco y dile a Samuel que no se aparte de su lado. Iré en seguida.

A Arnie le gustaba el Pike Street Market. Siempre que iba por allí —lo que no ocurría muy a menudo, por cierto—, se dedicaba a pasear sin prisas entre las tiendas, entraba en el Athenian Café y se acomodaba en un pequeño reservado junto a la ventana para poder contemplar el panorama del canal mientras disfrutaba de una empanada de harina de maguey rellena de cordero y arroz. Aunque hoy no disponía de tiempo para ir al Athenian, bajó y subió pausadamente por las escaleras, recorrió los abarrotados pasillos y cruzó los patios llenos de artesanos que vendían velas, colchas y grabados. Le recordaba el Farmer’s Market de Los Ángeles, sólo que era más grande. Además, tenía una cierta atmósfera «marinera» porque se encontraba apenas a una manzana del puerto.

¿Qué demonios podía comprarle a Ruth para su cumpleaños? Ella aborrecía con toda su alma las cosas de tipo decorativo como las plantas de plástico o las figurinas. Los objetos inútiles no tenían cabida en su casa. Pero, eso no sería problema. Casi todos aquellos objetos de artesanía servían para algo práctico, como aquellas faldas de tejido batik, por ejemplo, o los soportes de macetas de macramé. Sin embargo, al cabo de treinta minutos de pasear por allí, a Arnie todo le empezó a parecer igual. Él quería una cosa original. Práctica, pero original.

Estaba a punto de darse por vencido y se disponía a regresar al despacho cuando se topó con la galería de arte. En realidad, lo que le llamó la atención fue un pintura al óleo que se exhibía en el escaparate; era un impresionante retrato de un viejo jefe indio, una auténtica obra maestra del claroscuro. No se podía decir que fuera práctico, pero, desde luego, quitaba el hipo. Arnie se inclinó un poco hacia adelante para ver el precio. Mil doscientos dólares. Después examinó los restantes objetos del escaparate. Otro cuadro al óleo, un águila preciosa tallada en madera, ballenas de piedra arenisca, marfiles labrados, mantas indias tejidas a mano. No sabía lo que opinaba Ruth del arte nativo americano, pero no perdería nada con entrar a echar un vistazo.

Comprendió en el acto que aquella galería no estaba hecha para sus posibilidades económicas. Se exhibían muy pocos objetos, y todos ellos estaban colocados con exquisito gusto y discreción. Una subrepticia mirada a algunas etiquetas de los precios le confirmó en sus sospechas. No podía permitirse el lujo de comprar nada en aquel sitio.

Iba a dar media vuelta para salir cuando oyó una voz desde el fondo de la galería.

—¿En qué puedo servirle?

Se volvió despacio. «Me mostraré cortés. Echaré un vistazo por ahí y después le diré que tengo que pensarlo».

Se quedó paralizado. Era ella.

Si se sorprendió de verle allí, la chica no lo dio a entender. Hizo, por el contrario, como que no le reconocía.

—¿Busca usted algo en concreto?

Qué voz tan bonita. ¡Y cómo se movía! Se acercó, pisando la mullida alfombra como si flotara, y se detuvo a menos de un metro de donde él se encontraba, dándole con ello la oportunidad de ver de cerca todos los detalles de su figura. ¿Cómo se llamaría el perfume que llevaba?

—Sí —contestó Arnie carraspeando—, he de hacer un regalo. Un regalo.

—Comprendo —dijo la joven, juntando delicadamente las manos—. ¿La persona es coleccionista?

—Pues…, no. Es alguien que…, es para su cumpleaños y yo…

Arnie no pudo pronunciar la palabra «esposa».

La muchacha se medio volvió y extendió un brazo.

—Casi todos los objetos de nuestra galería han sido creados por artistas locales. Algunos de ellos son muy famosos y sus obras son mundialmente conocidas. Además, tenemos piezas antiguas. Por ejemplo, si le gustan los objetos de madera labrada de Kwakiutl, tenemos algunas obras preciosas realizadas por Willie Alga Marina. —La chica se alejó un poco para mostrarle diversos objetos, un cuadro, una muñeca kachina—. Tal vez le interese algo de una tribu en particular más que de un artista determinado. O, a lo mejor, prefiere alguna región en concreto. Nosotros no nos limitamos a exhibir arte indio de la Costa Noroeste, sino que tenemos asimismo excelentes muestras de arte del pueblo y de la pradera.

Cuando se volvió a mirarle, Arnie se ruborizó desde el cuello hasta la raíz del pelo. No oyó ni una sola palabra de cuanto le dijo; se pasó todo el rato contemplando su largo cabello negro, ondulando como una cortina de seda cuando ella caminaba.

—Bueno —contestó, soltando una risita estúpida—, ya sé que le parecerá un poco raro, pero tendría que ser una cosa práctica, es decir, que tuviera alguna utilidad, aparte de ser bonito.

La chica no pareció considerarlo una tontería.

—Tenemos unas mantas navajo preciosas. Y también cestos hechos a mano —dijo.

Se desplazó un poco hacia la derecha y apoyó una mano sobre un soberbio jarrón, elegantemente exhibido encima de un blanco pedestal.

—Oh, qué maravilla —exclamó Arnie, acercándose—. ¿Es de la Costa Noroeste?

—Bueno, en realidad, las tribus de esa Costa no tienen un estilo de alfarería tradicional, por así decirlo; nosotros solemos vender alfarería del pueblo con adornos de motivos del noroeste. Esta escena, por ejemplo, representa al Pájaro del Trueno robando el Sol.

Arnie se relajó un poco y se rió por lo bajo.

—Me temo que mi ignorancia sobre los indios es de lo más supina que pueda usted imaginar.

—Hay una leyenda según la cual, cuando el dios del cielo se apoderó del Sol, lo guardó en una caja y sólo lo dejaba salir cuando le apetecía —dijo la muchacha, sonriendo—. Entonces el Pájaro del Trueno robó el Sol de la caja y lo entregó a la Humanidad. Como usted ve, tiene unos cuernos y un corto pico ganchudo.

Arnie contempló el jarrón. Era realmente precioso: en la arcilla pardo rojiza destacaba la compleja representación del mito en tonos negros y turquesa. Por otra parte, su enorme tamaño le permitiría servir de tiesto para una de las balsaminas de Ruth.

A Arnie le daba vergüenza preguntar el precio; como si hubiera leído su pensamiento, la chica tomó el jarrón y lo depositó en sus manos diciendo:

—Como verá, debajo va firmado por la artista.

Arnie le dio la vuelta y vio la firma grabada en la arcilla: Angeline, 1984; y al lado una etiqueta que informaba del precio: quinientos dólares.

—Ya… —dijo devolviéndoselo—. Sí, es más o menos lo que yo buscaba…

—Este jarrón se hizo a mano con torno. Pocos artistas trabajan hoy de acuerdo con el método tradicional, cociendo posteriormente las piezas en el horno. Aquí, si le interesa, tengo algunas cosas de Joseph Lobo Solitario

—No, no. El jarrón me parece perfecto. Pero quiero pensarlo.

«Dios mío, pero ¿qué digo? Yo no puedo permitirme este gasto y ella debe de tener una comisión sobre la venta. Estoy alentando sus esperanzas y no tengo intención de…».

—A lo mejor, éste le parece demasiado grande. Tenemos otros jarrones de la misma artista de tamaño más pequeño y con pinturas más sencillas.

Mientras la chica se alejaba, Arnie trató de buscar alguna excusa para invitarla a almorzar. No, tonto, mejor a tomar un café. Sentados en algún bar del puerto, charlando y contemplando las gaviotas…

El repentino sonido del teléfono los sobresaltó.

—Disculpe, por favor.

Mientras la muchacha se alejaba, Arnie se notó un nudo en la garganta y supo exactamente lo que tenía que hacer. Y lo hizo. En un instante en que la joven no miraba, dio media vuelta y abandonó la galería.

Ruth contempló con frialdad al hombre que yacía en el lecho de hospital como si fuera un extraño. Su madre, hundida en una silla al lado de la cama, lloraba ruidosamente.

—Anoche dijo que no se encontraba bien. Yo no le hice caso, Dios me perdone; pensé que tu padre se quejaba de mis guisos, como de costumbre. ¡Esta mañana estaba a punto de salir hacia el despacho y, de repente, cayó al suelo sin más, y yo estaba sola con él!

Fuera, al otro lado de la puerta electrónica que aislaba la Unidad de Cuidados Cardíacos, se había congregado un numeroso grupo de Shapiros. En la UCC sólo permitían entrar a dos personas a la vez y, puesto que la madre de Ruth se negaba a apartarse del lado de su marido, los demás tenían que entrar a verle de uno en uno.

Los tubos y los monitores no asustaban a Ruth tanto como a los demás; ella estaba más bien asustada por lo que sentía dentro: unas aterradoras emociones cortantes como cuchillos que surgían de su interior como los fantasmas de una casa encantada. Estaba aturdida y la cabeza le daba vueltas. Se agarró al frío cabezal metálico y contempló los azulados párpados de su padre, cerrados sobre unos ojos inmóviles, la mandíbula relajada y la regular elevación y descenso del tórax; parecía que estuviera soñando en unas islas tropicales «No te puedes morir —pensó, angustiada—. Aún no hemos terminado».

Cuando se disponía a salir, la señora Shapiro la tomó de una mano.

—¿Adónde vas? No puedes irte. No puedes dejar a tu padre así. Tú eres médica, Ruth.

—Mamá, si tú y yo nos quedamos aquí, ¿cómo podrán entrar a verle los demás?

—Entonces que entre Judy. Quiero que entre Judy ahora mismo.

—Los demás también tienen derecho a entrar, por si acaso.

—¡Por si acaso! Por si acaso, ¿qué?, pregunto yo.

—Mamá, baja la voz.

—Menuda hija tiene mi marido. Fíjate, ni una lágrima.

Ruth vio que la enfermera del monitor las miraba con expresión de reproche.

—Mamá, estamos en una unidad de cuidados cardíacos. Tenemos que guardar silencio. Ya lloraré después.

—¡Después! Después, ¿cuándo? ¿Cuando haya muerto, Dios no lo quiera?

—Como sigas así, mamá, pediré que te administren un sedante.

—Vaya por Dios, lo que me faltaba. Desde luego, no tienes corazón —dijo la señora Shapiro, cubriéndose el rostro con un pañuelo—. Siempre estuviste resentida con tu padre. Sólo Dios sabe por qué.

—Mamá…

—Le partiste el corazón, Ruth, cuando te empeñaste en estudiar medicina en lugar de casarte tal como él quería. Le partiste el corazón y ahora que está a las puertas de la muerte, se lo estás partiendo a tu madre. Eso es lo único que has hecho siempre, Ruth partirles el corazón a tus padres.

Ruth contempló el rostro de aquel desconocido que yacía en la cama, y pensó: «¿Que me he pasado toda la vida partiéndole el corazón? Bueno, pues, al final lo conseguí. Se le ha partido».

—Ahora le digo a Judy que pase.

Después, obedeciendo a un repentino impulso, Ruth regresó junto a la cama, se inclinó hasta casi rozar con los labios la seca y cálida oreja y musitó:

—Espera…

Por un momento, consideró la posibilidad de tomar el siguiente transbordador para no coincidir con ella, pero eso no hubiera resuelto el problema. ¿Qué iba a hacer? ¿Pasarse la vida yendo y viniendo más tarde del trabajo sólo porque se había comportado como un idiota delante de una chica a la que ni siquiera conocía? Lo mejor era hacer como si nada hubiera ocurrido. Porque no había ocurrido nada. «A lo mejor —pensó esperanzado mientras bajaba por la rampa para tomar el transbordador de regreso— a lo mejor no se ha dado cuenta de lo payaso que he sido. En realidad, creo que he actuado con mucha nobleza, confesándole sinceramente mi ignorancia. A las mujeres les encanta que un hombre les confiese sus debilidades, ¿verdad?».

Eran las seis de la tarde y aún no había oscurecido. Pronto llegaría el equinoccio y un largo invierno de frías noches. Hacía apenas tres meses, el sol salía a las cuatro y media de la mañana y se ponía a las diez. Los dos extremos de la noche estaban empezando a comprimir el día y, muy pronto Arnie saldría de noche y volvería de noche. En aquel instante, se encontraba en el centro de un panorama que le cercaba por completo con su viento, sus montañas nevadas, sus aguas de color pizarra y un purísimo cielo azul. Tomaba aquel transbordador desde hacía trece años; ¿cómo era posible que nunca hasta aquel día se hubiera percatado de las maravillas que le rodeaban?

No miraría, no quería mirar. Pero lo hizo, y esta vez ella no le devolvió la mirada. Estaba sentada en la sección de fumadores, en medio de un grupo de indios que fumaban. Tenía un cuaderno sobre las rodillas y dibujaba algo. Arnie la miró largo rato como si quisiera obligarla con su voluntad a mirarle, pero la chica no lo hizo y él sufrió una decepción.

Bueno, lo había echado todo a rodar, entrando en la tienda con su ignorancia de rostro pálido a propósito de unas cosas que para ella eran sumamente importantes. El idilio había terminado.

Al cabo de treinta angustiosos minutos, el transbordador hizo sonar la sirena: un silbido largo y dos cortos. Desde los altavoces anunciaron:

—¡Atención! Llegada a Winslow, isla de Bainbridge.

Arnie se situó a popa junto al resto de los cansados y hambrientos habitantes de la isla, y subió corriendo por la rampa en dirección al aparcamiento con la esperanza de salir el primero, antes que nadie.

Estaba sentado al volante y se disponía a poner en marcha el motor cuando volvió a verla. Se abrió paso por entre la gente, se acercó a su automóvil, arrojó dentro el bolso y se sentó al volante. Si vio a Arnie, no lo dio a entender.

En fin, pensó éste con la misma resignación con que había cedido a las exigencias de Ruth. De todos modos, no hubiera podido conseguir nada. Ya era hora de que volviera a la realidad.

Entonces vio que la chica no lograba poner en marcha el vehículo.

La vio bajar levantar la cubierta y examinar el motor; y decidió actuar.

—¿Necesita ayuda? —preguntó, acercándose al vehículo y lamentando inmediatamente su precipitada decisión.

No tenía ni idea de mecánica.

La joven se irguió, se secó las manos con una toalla vieja y esbozó una sonrisa de disculpa.

—Es algo que le ocurre constantemente.

Arnie echó al motor un vistazo masculino, como si supiera de qué iba la cosa, y, acto seguido, preguntó:

—¿Ya sabe lo que le pasa?

—Creo que sí: lo van a tener que sacar con la grúa.

—Ya —dijo Arnie, retrocediendo mientras la chica, bajaba la cubierta del motor—. Bueno, supongo que deben de tener teléfono en aquel bar —añadió, señalando con un gesto, el Hall Brothers que muchos viajeros habituales del transbordador solían visitar los viernes por la tarde.

—Tendré que llamar a mi hermano —dijo la chica, apartándose el largo cabello negro de los hombros—, pero lo malo es que no estará en la estación de servicio hasta dentro de dos horas. —Contempló entonces el automóvil con el ceño fruncido. Luego dijo—: Entonces ya habrá anochecido. Puedo dejarlo aquí y regresar mañana con él —añadió mirándole con dulzura.

Contempló a Arnie con sus impresionantes ojazos y lo dejó tan turulato que por poco no capta la insinuación.

—¡Ah! ¿Puedo acompañarla?

—Si no fuera mucha molestia…

—Ninguna en absoluto —contestó él, rebosante de entusiasmo—. ¿Dónde vive? ¿En Kitsap?

—No, aquí mismo, en la isla de Bainbridge —contestó ella, esbozando una leve sonrisa.

Arnie se puso más colorado que una gamba.

—Ah, bueno, claro. Yo no quería…

—No se preocupe —dijo la chica, riéndose mientras abría la portezuela del otro lado—. Casi todos vivimos en la reserva.

Tras tomar el bolso y el jersey y cerciorarse de que el Volvo estaba cerrado, siguió a Arnie hasta la rubia.

—Ah, veo que tiene usted niños —dijo al subir.

Arnie miró con rabia los juguetes esparcidos en el asiento trasero. Dile que el coche es de un amigo y que tú eres, en realidad, un playboy soltero.

—Sí, tengo cinco.

—Me encantan las familias numerosas —dijo la joven mientras se ajustaba el cinturón de seguridad.

Arnie tuvo que hacer un esfuerzo para mirar hacia adelante. Cómo le aprieta el cinturón entre los pechos…

—Yo procedo de una familia numerosa —añadió la chica mientras el vehículo se ponía en marcha—, y algunos de mis hermanos aún viven en la reserva. Mi hermano mayor es propietario de una estación de servicio y mis dos hermanos menores son pescadores. Mis hermanas estudian en la Escuela Superior de Kitsap.

Mientras maniobraba para sacar la enorme rubia del aparcamiento, Arnie trató de decirle algo que revelara interés, no entremetimiento, y que resultara ingenioso sin ser grosero. ¿Sería correcto preguntarle a una india a qué tribu pertenecía?

—Qué sorpresa cuando me tropecé con usted en la galería —dijo en tono vacilante—. ¿Es usted la propietaria?

—Qué va. Es una cooperativa. Todos los artistas llevan conjuntamente el negocio. Algunos trabajamos allí en régimen de plena dedicación.

—¿Es usted artista?

—Digamos más bien artesana. Soy la autora del jarrón que le enseñé.

La mente de Arnie entró rápidamente en acción. ¿Cuál era el nombre que figuraba grabado en el jarrón?

—¿Es usted Angeline?

—La famosa Angeline —contestó la joven, soltando una carcajada.

—Es un nombre muy bonito.

—Me pusieron el de la hija del jefe Seattle, la princesa Angeline.

¿La ciudad de Seattle llevaba el nombre de un indio? ¿Cómo era posible que llevara trece años viviendo allí y no se hubiera enterado? Arnie mantuvo la boca cerrada y asintió como si lo supiera. Estaba seguro de que su ignorancia la iba a disgustar.

Recorrieron en silencio un breve trecho, mirando cada cual a través de su ventanilla. La digital ya no florecía, pero sus altos tallos verdes aún seguían bordeando las carreteras. En realidad, apenas había flores en ninguna parte, sólo un maravilloso tapiz de distintos tonos verdes que, de la noche a la mañana, se volverían rojos y dorados.

—Yo vivo en la High School Road —dijo Angeline al final, y a Arnie le pareció advertir cierta vacilación en su voz.

¿O serían tal vez figuraciones suyas? ¿Estaría la chica tan emocionada con su presencia como él lo estaba con la suya?

La High School Road, pensó Arnie desalentado. Llegarían en seguida. ¿Y ahora qué? Di algo. Ahora que ya ha empezado, sigue adelante. Pero bueno, ¿qué es lo que ha empezado? ¿Y hacia dónde tengo que seguir?

—¿Dónde hace los jarrones?

Eso está muy bien, Arnie, francamente bien.

—En mi apartamento. En lugar de una mesa de cocina, tengo un torno de alfarero. ¡Está todo hecho un desastre, pero es una buena excusa para no tener que recibir a la gente! En la galería de atrás, hay un horno de cocción que utilizamos todos.

Arnie se imaginó el escenario: un modesto apartamento decorado con objetos de artesanía india, la cocina llena de arcilla y Angeline junto al torno, con el menudo cuerpo ceñido en una bata, contemplando con sus húmedos ojos castaños la creación que surgía de sus delicados dedos. «Una excusa para no recibir a la gente». Arnie se imaginó las solitarias veladas.

—Y usted, ¿a qué se dedica? —le preguntó Angeline.

—Soy contable. Y, por cierto, me llamo Arnie —contestó él, apartando una mano del volante y tendiéndosela a Angeline.

Una fría mano aterciopelada se deslizó suavemente en la suya y allí se quedó.

—Encantada de conocerle, Arnie el Contable —dijo ella. Transcurrió un minuto de silencio, pero las manos permanecieron unidas. Por fin, Angeline retiró la mano y dijo—: Vivo aquí.

Arnie aminoró la marcha y se detuvo. Angeline vivía en un gran edificio de apartamentos de alquileres baratos. Permanecieron sentados un rato en silencio —la chica no parecía tener mucha prisa en bajar— hasta que Angeline dijo:

—Gracias por acompañarme.

—Ha sido un placer. —En un intento de relajarse, Arnie se removió un poco en el asiento, pero sólo pudo llegar hasta donde le permitía el cinturón de seguridad ¿se me vería demasiado el plumero si me lo desabrochara?—. Espero que su hermano pueda arreglarle el coche.

—De todos modos, el Volvo es una buena marca.

—Sí, pero éste tiene demasiados kilómetros. Más de doscientos mil.

—No me diga. —Arnie jamás se había dado cuenta de lo bien que se estaba en el interior de la rubia. Sentado al lado de la morena belleza de Angeline y envuelto por el aroma del sugestivo perfume, experimentó de repente unas sensaciones largo tiempo dormidas—. Es cómodo tener un hermano mecánico, ¿verdad?

—Sí.

Transcurrió otro silencioso minuto y Arnie empezó a ponerse nervioso. La chica iba a bajar de un momento a otro. No tendría más remedio que hacerlo.

—Me gustó muchísimo el jarrón.

—¿En serio?

—Sí, y me hubiera encantado comprarlo, sólo que…

—Es demasiado caro.

Arnie se ruborizó.

Angeline se rió. Era muy reidora, pensó Arnie.

—¡Todo lo que se vende en la galería es carísimo! ¡Yo no podría comprar nada allí! Pero ¿cuánto vale la habilidad y el esfuerzo de un artista y las largas horas que dedica a su trabajo?

—Bueno, no es que yo crea que no lo vale…

—Ya lo sé —dijo Angeline, desabrochándose el cinturón de seguridad—. Pero es mucho dinero.

Arnie hubiera deseado que aquel instante durara una eternidad, sentado en el automóvil lleno de juguetes, delante del edificio de apartamentos baratos, hablando con la encantadora Angeline.

—¿Dijo usted que tienen piezas de menor tamaño en la galería?

Muy astuto, Arnie Roth. Una excusa para volver. Y, a lo mejor, después la puedes invitar a almorzar…

Angeline le miró un instante con sus increíbles ojos castaños y después esbozó una radiante sonrisa.

—Me temo que también son muy caras. Pero le diré una cosa. En la galería tenemos que subir los precios para cubrir gastos, pagar el alquiler y dar una parte a los artistas. Sin embargo, tengo en casa algunas piezas muy bonitas que son mucho más baratas. Puede usted examinarlas, si quiere…

Arnie se quedó de piedra. ¿Habría oído bien? ¿Le había invitado la chica a subir a su apartamento?

—Vendo muchas piezas en casa —añadió Angeline—. Es la única manera de sacarle algún provecho a mi trabajo. Con un poco de suerte, en la galería vendo cuatro piezas al año. Me gano el pan con lo que vendo en casa.

Arnie se estrelló de golpe contra el suelo. Y contra la realidad. «Los hombres maduros se meten a menudo en muchos líos porque no interpretan bien las señales de las chicas jóvenes». Consultó el reloj y dijo:

—Me encantaría ver lo que tiene, pero se me ha hecho un poco tarde.

Angeline rebuscó en el bolso y sacó una arrugada tarjeta de visita.

—Tenga —le dijo—. Guárdela por si alguna vez dispusiera de tiempo.

Arnie la tomó. Angeline. Arte nativo americano. Y un número de teléfono. Muy profesional y muy práctico.

Arnie exhaló un suspiro. No hay mayor necio que un necio de cuarenta y ocho años.

—En realidad, necesito un regalo para mañana mismo. La fiesta se celebra mañana por la noche… —Empezó a pensar con rapidez. Aquella noche Ruth tenía la reunión del grupo, lo cual significaba que no volvería hasta muy tarde. Por otra parte, era la última oportunidad que le quedaba de comprarle un regalo—. ¿Estará usted en casa más tarde? —preguntó, guardándose la tarjeta en el billetero.

—Estaré toda la noche en casa. Venga cuando guste. Estoy en el treinta.

—Tal vez lo haga.

La chica volvió a sonreír, pero con menor seguridad que antes. Con cierta timidez, le pareció a Arnie. Como si ella también…

—Gracias por acompañarme, Arnie —dijo Angeline en voz baja, extendiendo una mano hacia la portezuela.

—Está muy oscuro. Será mejor que la acompañe hasta la puerta.

—No es necesario. Estas personas son amigas mías. Buenas noches. Hasta luego…, quizás.

Hacía años que Arnie Roth no se sentía tan cochinamente estúpido. Pero ¿qué estaba haciendo? ¡El ridículo delante de una muchacha a la que apenas conocía…, una chica lo suficientemente joven como para ser su hija! Seguramente, después se desternillaría de risa, pensando en aquel rostro pálido bajito y medio calvo que se ponía nervioso por cualquier cosa y se ruborizaba como un colegial. ¡Probablemente, quería endosarle al primo diez cacharros para poder pagar el alquiler mensual del apartamento y reírse después en compañía de los demás artistas!

Arnie enfiló la calzada cochera de su casa, apagó el motor y contempló a través del parabrisas el gran árbol y el columpio de las niñas que se mecía impulsado por el viento. No, Angeline no era así. Era injusto con ella porque quería salvarse y evitar cometer una tontería.

No pensaba ir a su casa aquella noche.

Abrió la puerta principal y llamó. No obtuvo respuesta. ¿Pero dónde estarían?

Se quitó con aire cansado la chaqueta, se aflojó el nudo de la corbata y empezó a examinar las cartas que acababa de recoger del suelo.

Sí, era injusto con Angeline. La pobrecilla era una artista que intentaba vender sus cacharros y vivía en un sencillo apartamento en el que el único requisito que se exigía para ocuparlo era que uno fuera pobre. La chica no tenía la culpa de que la curiosidad que le inspiraba se hubiera convertido en una pasión adolescente en toda regla. ¿Por qué tenía ella que perder una venta por el simple hecho de que Arnie Roth estuviera perplejo? Además, tenía que comprarle un regalo a Ruth.

Iría más tarde, cuando hubiera dado de cenar a las niñas.

—¡Eh! —gritó, dirigiéndose hacia la cocina—. Pero ¿dónde os habéis metido?

Puede que incluso se llevara a una de las niñas. A Rachel le gustaba la cerámica. Le interesaría mucho. «Me la llevaré para no hacer tonterías».

Se detuvo en mitad de la fría cocina, a oscuras.

Pero…, ¿y si Angeline tuviera la misma intención y él llevara consigo a su hija de trece años?

Arnie trató de ordenar sus pensamientos. Iban a dar las siete. La casa nunca se hallaba vacía a aquella hora. No había ninguna luz encendida. El televisor estaba apagado. ¿Dónde estarían las niñas?

«Angeline. Puede que vaya más tarde, pero solo…».

Trató de pensar, de recordar. ¿Le habría dicho Ruth que las niñas irían a alguna parte al salir de la escuela? Sin embargo, los animales estaban en el patio de atrás y pedían la comida. Ruth siempre les daba de comer.

¿Hasta qué hora podría ir a casa de Angeline?

Pero ¿dónde estaba la gente?

Cuando sonó el teléfono, Arnie pensó por un instante que era Angeline. Pero no era posible. La chica ignoraba su número de teléfono y su apellido.

Era Ruth.

—Arnie, papá acaba de morir. Estoy en el hospital con mamá. No, no vengas. No es necesario. Hannah se ha llevado a las niñas a su casa. Mott fue a recogerlas a la escuela. Pasarán la noche allí. —Se le quebró la voz—. Tengo que quedarme aquí un rato para arreglar unas cosas. Después traeré a mamá a casa. Está histérica, Arnie. Oh, Dios mío…

Tras colgar el aparato, Arnie se acercó a la puerta cristalera que daba acceso al porche de atrás y vio la imagen de un estúpido, de un desgraciado que estaba perdiendo el cabello, la línea y el sentido común. Un desgraciado que acababa de vivir un fugaz sueño a lo Walter Mitty, roto ahora en mil pedazos como un jarrón de roja arcilla estrellado contra el suelo.