Sondra introdujo la mano en el anticuado aparato esterilizador, tomó el huevo caliente y rompió la cascara, golpeándolo contra la pared. Estaba completamente duro, lo cual significaba que los instrumentos ya estaban esterilizados. Después se puso unos guantes de goma, sacó la batea de humeantes instrumentos y la colocó al lado del quirófano.
Era un precioso día de junio; las ventanas de la sala de quirófano estaban abiertas para permitir la entrada de la suave y perfumada brisa del exterior —¡un pecado mortal en los hospitales «de verdad»!—, y el ventilador del techo giraba perezosamente para alejar las moscas del campo esterilizado.
Sondra trabajaba sola y se disponía a limpiar una herida infectada del brazo de un anciano taita.
Sus amigos de antaño no hubieran reconocido a aquella chica que llevaba el tropical atuendo quirúrgico integrado por unos calzones cortos y una túnica sin mangas; estaba hasta tal punto bronceada que tenía la piel casi tan oscura como la de algunos nativos y llevaba el largo cabello negro recogido en un moño en la parte superior de la cabeza y cubierto por un pañuelo de vistoso estampado africano. Cuando habló con el anciano tendido en el quirófano lo hizo en un suajili casi perfecto.
—Bueno, mzee, te vamos a dar un poco de jugo de espíritu del sueño para que se te duerma el brazo.
Cuando, un minuto más tarde, oyó el rugido del Cessna, sobrevolando a baja altura la pista de aterrizaje para espantar a los animales, levantó los ojos sonriendo. «¡Muy bien, doctor Farrar —pensó—. Esta tarde vas a echar una siesta aunque tenga que atarte a la cama!».
Pobre Derry, corriendo de un lado para otro, llevando medicamentos a las avanzadas que sufrían los efectos de la sequía y ayudando a las autoridades gubernamentales a limpiar las zonas de malaria sin tomarse ni un minuto de descanso.
—Tendré tiempo de sobra para descansar en las Seychelles —le aseguraba él.
Las Seychelles, las islas del océano índico en las que iban a pasar sus primeras vacaciones auténticas los tres juntos.
Sandra leyó una vez en alguna parte que, al cabo de cierto tiempo, los maridos y las mujeres se cansaban los unos de los otros, la luna de miel terminaba y se instauraba una cómoda vida de resignada tolerancia. ¡Eso a Derry y a ella jamás les iba a ocurrir! Llevaban más de once años casados y, cada vez que le veía, seguía emocionándose como al principio.
Salió corriendo para recibirle en la polvorienta pista de aterrizaje. Aunque tenía las manos ocupadas con la saca de la correspondencia y unos sacos de azúcar, Derry consiguió rodearla con los brazos y darle un cariñoso beso.
Mientras regresaban al edificio tomados del brazo, Sondra observó que su marido cojeaba más que de costumbre.
—¿Qué novedades tenemos, doctora Farrar? —le preguntó él, oprimiéndole afectuosamente un brazo.
—Ninguna en particular, doctor Farrar —contestó Sondra sin apenas poder contenerse.
Tenía un maravilloso secreto y estaba deseando contárselo. Pero antes quería que Derry se quitara de encima todo aquel polvo rojizo que le cubría el cuerpo y se diera un buen baño caliente que le reconfortara los huesos.
—¡Papá! ¡Papá!
Una sorprendente copia de Derry salió corriendo de la escuela. El pequeño Roddy de cinco años se parecía tanto a su padre que cualquiera hubiera podido adivinar cómo sería de mayor. Exceptuando los ojos color ámbar heredados de su madre.
Derry levantó a su hijo en brazos mientras Sondra se acariciaba el vientre. Su secreto: iban a tener un segundo hijo que les llenaría de felicidad.
—Anda, ven conmigo, Roddy —dijo, tomando en sus brazos al vociferante chiquillo y dejándolo en el suelo—. Papá tiene que descansar.
Roddy echó a correr, moviendo las sucias piernecitas que asomaban por debajo de unos calzones color caqui.
—¡Njangu dice que hoy podremos tomar mermelada con el té! ¡Dice que se la ha robado al viejo y antipático Gupta Singh!
Sondra le dirigió una mirada de reproche, pero el chiquillo ya se había alejado para anunciar la llegada de su padre.
—Me gustaría que Njangu cuidara un poco lo que dice delante de los niños —se quejó Sondra.
Derry se encogió de hombros. No podían evitarlo. Los prejuicios contra los hindúes entre la población africana eran un sentimiento profundamente arraigado en la vida de Kenia. Gupta Singh era el dueño de la tienda en la que se abastecía la misión. El hindú que decidió quedarse en Kenia cuando miles de compatriotas suyos regresaron a la india tras la toma del poder por parte de Yomo Kenyatta, era el más encarnizado enemigo de Njangu.
—Se multiplican como conejos —afirmaba a menudo el viejo kikuyu—. ¡Y viven del olor del petróleo!
Sondra estaba muy preocupada últimamente porque Roddy hacía suyas muchas de las malsanas ideas de Njangu e imitaba el mal comportamiento de los hijos de los nativos. Como temía por la educación de su hijo, a veces se lo comentaba a Derry, y éste le replicaba:
—Pues, yo me crié en África y eso no me hizo ningún daño.
Sondra esperaba que el hechizo de las Seychelles influyera beneficiosamente en el niño. En ocasiones, una sirvienta o algún hermano infundía un sentido de la responsabilidad en los niños.
No sabía cuándo comunicarle la noticia a Derry. Lo haría aquella noche, después de cenar.
En un mundo en el que las jirafas, los elefantes y los leones merodeaban a dos pasos de su casa, no era de extrañar que un chiquillo se sintiera fascinado por un simple roedor. En aquel instante, armados con estacas y con su desbordante fantasía, Roddy y Zebediah, el hijo de Kamante, se proponían atrapar una rata.
Ambos chiquillos se llevaban apenas un mes, pero se les notaba mucho y Roddy se aprovechaba de ello. Como era el mayor, la elaboración del plan de caza le correspondía a él. Rodearon sigilosamente la parte posterior de la iglesia, pisando las fresas de Elsie Sanders. Al igual que sus padres, ambos niños eran como hermanos y, de la misma manera que Derry y Kamante había sido inseparables en su infancia y compartían todas las aventuras, Roddy y Zebediah pasaban todos sus ratos libres juntos en algo y Roddy, que le llevaba un mes a su amigo y rebasaba su altura, era quien siempre llevaba la voz cantante.
—Tú rodéalo por aquí, Zeb —le susurró a Zebediah, haciéndole una seña con la estaca—. Se ha escondido debajo de este arbusto. ¡Lo sacudes y yo le atizaré fuerte!
Muy orgulloso, Zeb hizo lo que le mandaban, porque, al fin y al cabo, él era el segundo de a bordo después de Roddy.
Los mayores se encontraban reunidos en la sala comunitaria y escuchaban las noticias que había traído Derry de Nairobi o leían las esperadas cartas mientras tomaban el té. En Nairobi, Derry pasó por la agencia de viajes y recogió los billetes para las vacaciones.
—Estaremos fuera dos semanas —le dijo Derry al reverendo Sanders, mostrándole una copia del itinerario—. El hospital estará en buenas manos. El doctor Bartlett está perfectamente capacitado para hacerse cargo de todo en nuestra ausencia.
Un grito atravesó de repente el sofocante aire. Todas las cabezas se volvieron hacia las ventanas abiertas; Derry fue el primero en levantarse. Mientras todos corrían hacia la puerta, se escucharon otros estridentes y aterrorizados gritos infantiles.
Roddy cruzó el patio, agitando los brazos.
—¡Ha pillado a Zeb! —gritó—. ¡Ha pillado a Zeb!
Derry no detuvo su carrera sino que siguió adelante en dirección al lugar que Roddy le indicaba. Sondra se arrodilló y asió a su hijo por los hombros.
—¿Qué es eso, Roddy? ¿Qué ha sucedido?
El niño estaba muy pálido y sus ojos parecían dos negros agujeros excavados en la cara.
—¡Un monstruo! Ha pillado a Zeb. ¡Y le ha matado!
Alarmado por los gritos, Kamante salió corriendo mientras su joven esposa se quedaba en la puerta de la cabaña, contemplando la escena aturdida.
Cuando ya se había formado un pequeño grupo de gente, Derry emergió de detrás de la iglesia con un lloroso Zebediah en brazos.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó Sondra, corriendo a su encuentro.
—Le ha mordido una rata.
Sondra tomó entre sus manos la negra cabeza redonda y vio varias diminutas heridas de las que se escapaban unos riachuelos de sangre.
—No te preocupes, Zeb —le dijo cariñosamente al niño mientras Derry lo llevaba al hospital—. Te pondrás bien. No es más que el susto.
Tendieron al niño sobre la mesa y Sondra empezó a desinfectarle las heridas. Le temblaban las manos. Nadie dijo nada, pero ella sabía lo que Derry pensaba. La rabia.
Derry sacó el botiquín y empezó a llenar una jeringa mientras Kamante consolaba a su hijo en suajili, sosteniendo una de sus manitas entre las suyas.
Derry hizo un rápido cálculo mental: medio miligramo de suero de embrión de pato por cada kilo de peso. Primero, infiltración alrededor y por debajo de las mordeduras; después, la dosis inicial de rutina para iniciar el tratamiento antirrábico. En el caso de que hubiera mordeduras múltiples en la cabeza y la cara, sobre todo en niños, el tiempo tenía una importancia vital.
Cuando terminó y una enfermera empezó a vendarle la cabeza a Zebediah, Derry tomó a Sondra por el codo y abandonó con ella la habitación.
—No tenemos suficiente —le dijo en voz baja—. Llamaré a Voi para ver qué tienen.
Sondra le vio alejarse y, después, se volvió a mirar a Zebediah a través de la puerta. El chiquillo estaba más calmado y no tenía dolores, pero se había llevado un susto espantoso. Al parecer, los niños acorralaron a la rata y ésta se abalanzó contra su cara. Puesto que el animal podía estar rabioso, Zebediah tendría que someterse a una tanda de veintitrés inyecciones.
Al salir del hospital, vio a Roddy de pie, con la cara muy sería, bajo la higuera. Una sola mirada a su rostro atemorizado y avergonzado, le bastó a Sondra para comprender que la idea de perseguir a la rata había sido suya.
Se agachó delante de él y le enjugó las lágrimas que le resbalaban por las mejillas.
—Zeb se pondrá bueno, Roddy. No tienes que disgustarte. Pero que eso te sirva de lección, ¿eh?
—Sí, mamá.
—Bueno —dijo Sondra, al tiempo que se levantaba—, primero iremos a ver a Zeb y prometeremos guardarle un poco de mermelada y luego pensaremos qué regalo le vamos a traer de las Seychelles.
El chiquillo se tranquilizó y, tomando la mano de su madre, le prometió que en adelante sería buen chico.
Sondra se reunió con Derry en la sala comunitaria justo cuando éste acababa de hablar por radio con Voi.
—No hay nada que hacer —dijo Derry, abatido—. No tienen suero.
—Entonces llama a Nairobi y que nos manden un poco.
—Haré otra cosa mejor. Iré yo mismo.
—¡Pero si nos lo pueden mandar!
—Temo que no lleguen a tiempo.
Sondra asintió a regañadientes. A menudo tenían dificultades con los envíos de medicamentos: les mandaban las medicinas que no debían o las dejaban horas y horas al sol o las enviaban con excesivo retraso. Sondra leyó claramente en el rostro de Derry lo que éste pensaba: era el hijo de su mejor amigo y era casi como un hermano para el suyo.
—Tenemos que empezar a administrarle la tanda mañana mismo, Sondra. Iré ahora mismo.
—Que te lleve uno de los chóferes.
—No habría ni un alma despierta en Nairobi cuando llegara. Tomaré el avión.
—Tienes que descansar un poco Derry.
—No tardaré mucho —contestó él, dándole una palmada en un brazo—. Llegaré a tiempo para la cena.
A pesar de la prisa que tenía, Derry revisó cuidadosamente el aparato y volvió a llenar el depósito de combustible. Cuando se disponía a despegar, vio que Sondra se acercaba por la pista.
—¿Cómo está? —le preguntó, tomando la chaqueta que su esposa le traía.
—Dormido. Le administré un sedante. Espero que la vacuna no sea necesaria, Derry.
—Guárdame la cena caliente para cuando vuelva —le dijo él, estrechándola fuertemente en los brazos.
—Estoy preocupada por ti. Trabajas demasiado.
—¡Piensa en todo lo que voy a descansar en las Seychelles!
Sondra retrocedió y se protegió los ojos formando una visera con una mano mientras las hélices empezaban a girar y el avión iniciaba el lento avance por la pista. Derry se dirigió al fondo de la misma, se situó en posición, saludó con una mano a Sondra y abrió la válvula de estrangulación.
El aparato empezó a brincar y chirriar en medio de una nube de polvo. Sondra agitó los brazos mientras el Cessna tomaba velocidad. A ciento veinte kilómetros por hora, Derry accionó la palanca de mando. Sondra vio la sombra antes que él, un negro bulto que, despertado de un profundo sueño por el rugido del aparato, se levantó de repente sobre sus cuatro patas. Sondra vio que la rueda izquierda alcanzaba a la hiena y la lanzaba lejos dando volteretas; vio que el aparato se ladeaba por efecto del impacto, que el ala izquierda rozaba el suelo y que el aparato empezaba a dar vueltas, estrellándose inmediatamente en el suelo, envuelto en llamas.
—¡Derry! —gritó Sondra, paralizada por el terror—. ¡DERRY! —repitió y echó a correr como una loca.