Capítulo 29

—Tal como ya sabías, Mickey, ovulas con toda normalidad y el mismo día cada mes.

Se encontraban en un pequeño restaurante marinero cercano al puerto del transbordador, y almorzaban cangrejo y vino blanco en un día despejado.

—¿Y ahora, qué? —preguntó Mickey.

—Pensaba hacer primero un histerosalpingograma, pero he decidido dejarlo. El doctor Toland ya hizo una prueba exhaustiva y repetirla no aportaría ninguna novedad. Lo que sí me gustaría es echar un vistazo directo a través de un laparoscopio. ¿A ti qué te parece?

Mickey se encogió de hombros. En los nueve meses que llevaba con el doctor Toland, se acostumbró a considerar su cuerpo como un objeto destinado a ser examinado y estudiado por los demás. Aquel cuerpo que se negaba a darle un hijo.

—Tú eres el médico.

—No te desanimes, Mickey —le dijo Ruth, dándole una palmada en la mano.

—No lo estoy, Ruth, en serio. Pero creo que estoy cansada.

—Lo siento. Les digo constantemente a las niñas que te dejen en paz. Pero es que tú para ellas eres como una reina.

El motivo del cansancio de Mickey no eran las atenciones de las siete extasiadas chiquillas. Mickey no podía confesarle a su amiga la verdad: el hecho de tener que tragarse día y noche aquella abrumadora muestra de la fertilidad de Ruth contribuía a intensificar su depresión.

—Bueno, ¿cuándo haremos la laparoscopia? —preguntó.

—Primero tengo que hablar con Joe Selbie, que es el que se encarga de eso. Después lo compaginaré con mi programa y con los huecos que haya en el servicio de ginecología.

Una de las tácitas tradiciones en la profesión médica consiste en no operar a los parientes o amigos íntimos.

—¿Y después de la laparoscopia?

—Dependerá de lo que Joe Selbie descubra. Mickey, ¿tú qué piensas de los fármacos para la fertilización?

—No me gustan —contestó Mickey. El doctor Toland se los mencionó, pero tanto ella como Harrison decidieron no probarlos, a pesar de que, entre todas las sustancias que en aquellos instantes se utilizaban para incrementar la fertilidad, sólo la bromocriptina había demostrado tener efectos secundarios perjudiciales—. Prefiero no tomar medicamentos.

Ruth agarró la botella de vino y volvió a llenar los vasos. Tomar vino en pleno día era para ella un lujo insólito aunque, en realidad, el día también lo era: no tenía ninguna paciente próxima a dar a luz, no tenía pacientes en el hospital y no tenía que atender a nadie en el consultorio. Se había tomado el día libre para estar con Mickey.

—¿Y si probáramos a hacer otra inseminación artificial?

Mickey lanzó un suspiro de desaliento.

—Bueno, pues —dijo Ruth—, primero vamos a ver qué nos dice la laparoscopia. Puede que al doctor Toland se le pasara algún detalle por alto.

Contemplaron en silencio el panorama de la bahía a través de la ventana. Mientras admiraba el majestuoso avance del Walla Walla, el transbordador que las había trasladado desde la isla de Bainbridge, Mickey pensó en la cuestión que la venía inquietando casi desde la misma noche de su llegada: Ruth y Arnie.

La vida de ambos no era tal y como ella la imaginaba. Al cabo de apenas dos días de estar en la casa, descubrió los síntomas y captó las corrientes subterráneas de tensión.

Mickey recordó en aquel momento la conversación que había mantenido con Arnie hacía tres noches, cuando le ayudó a lavar los platos porque Ruth estaba en el hospital. En determinado instante, Arnie le preguntó inesperadamente.

—¿Tú que opinas, Mickey, de mí y de Ruth?

—¿Qué opino en qué sentido? —le preguntó ella a su vez, sosteniendo una cacerola en las manos.

—¿Dirías que somos una pareja feliz?

Arnie arrojó el estropajo al fregadero y la miró, cruzando los brazos.

—No lo sé. ¿Lo sois?

—No podría responder a esta pregunta aunque parezca absurdo. No sé si somos felices o no. No puedo compararme con nadie. ¿Cómo son los demás matrimonios al cabo de nueve años?

Mickey se lo quedó mirando. «¿Al cabo de nueve años? No tengo ni idea. Yo sólo llevo dos de casada. Si hubiera acudido a la cita al pie del campanario, Jonathan y yo llevaríamos casi nueve años casados. Pero nunca sabré cómo hubiera sido nuestra vida».

—Ruth está enojada conmigo porque no quiero que tenga más hijos. No comprendo cómo puede estar tan obsesionada con ellos, Mickey, porque es que ya tenemos cinco. ¿Por qué tentar la suerte? ¿Sabes una cosa? —añadió Arnie—, pensé incluso pedir el divorcio. Bueno, en realidad, no lo pensé en serio sino más bien como una posibilidad. Aunque no sé si sería la solución porque no estoy seguro de lo que quiero. Amo a mis hijas y esta casa y a Ruth y una vida en común, pero no la de ahora.

—¿Lo habéis discutido juntos?

—Nos hemos peleado incluso a gritos. Francamente, Mickey, me parece que yo no pinto nada en esta casa, no me siento importante ni necesario. Ruth no es la misma chica con la que me casé.

Mickey tuvo que morderse la lengua. «¿Cuándo se te cayeron las gafas de color de rosa, Arnie? Ruth siempre fue así: exigente y ambiciosa».

—Siempre tiene cosas que hacer —añadió Arnie—. Cuando terminó el período de residencia y abrió el consultorio, pensé que podríamos tener una vida normal. Pero, en cuanto se estableció por su cuenta, empezó a asumir nuevas obligaciones, como, por ejemplo, este grupo que se reúne los viernes por la noche y las clases sobre el método Lamaze y su labor de asesora particular. Cuando dispone de un poco de tiempo libre, se apresura a llenarlo con algo que no le hace falta. Es como si quisiera estar ocupada para no pensar. No sé, Mickey…

Ésta tampoco lo sabía. Se entristeció al ver que, al cabo de tantos años, Ruth vivía una parodia de matrimonio. Ella y Arnie eran casi dos extraños que convivían bajo el mismo techo, pero se movían en planos distintos. Sólo compartían las hijas. Mickey descubrió que su amiga estaba extraordinariamente ocupada; parecía increíble que pudiera hacer tantas cosas en un día. Llevaba una existencia tan peripatética que el marido era casi un simple apéndice. Y el pobre Arnie se consolaba con los partidos de fútbol, la caza, cuando podía, y sus diversiones masculinas. Como, por ejemplo, la afición a los troncos. Éstos eran el hobby de Arnie. El fin de semana anterior, durante la media parte de un partido de fútbol, Arnie se puso una chaqueta de leñador y unas orejeras, se calzó unas botas de combate y se fue a partir troncos con una sierra eléctrica en el patio de atrás. Se pasaba todas las tardes del sábado aserrando leña en ese patio.

Mickey no sabía qué decirle. Ruth era exactamente la misma chica que ella había conocido hacía doce años: ambiciosa, decidida, empeñada en una carrera contra reloj. Pero ¿por qué? ¿Y con qué objeto?

Mickey miró a su amiga, la del cabello castaño oscuro y las mejillas mofletudas. Seguía siendo la misma Ruth de siempre. Cuando emprendió viaje a Seattle, Mickey pensó que Ruth le presentaría a sus amigos, pero, hasta la fecha, no le había mencionado a nadie. Pensó que, a lo mejor, Ruth no tenía amigos. ¿Cuándo hubiera dispuesto de tiempo para ellos?

—Bueno, Ruth —le dijo, tomando un sorbo de vino—, y a ti, ¿qué tal te van las cosas? Casi no hemos hablado, ¿verdad?

Ruth la miró con cara de estar en otra parte; era como si, en aquellos momentos no estuviera en el restaurante.

—¡Todo va estupendamente! ¿Por qué me lo preguntas?

—Estás tan ocupada que no sé cómo puedes con todo. ¿De dónde sacas el tiempo?

—Lo busco —contestó Ruth.

Mickey recordó entonces una conversación de antaño. Sondra entró en la habitación de Ruth, en Tesoro Hall, y le preguntó:

—¿Cómo has tenido tiempo de comprarte los libros tan pronto?

Y Ruth le contestó:

—Lo busqué.

Buscarlo, ¿para qué, Ruth? ¿Qué falta en tu vida que necesitas llenarla con tantas distracciones?

Recordó la conversación de la víspera. Estaba sentada en compañía de Ruth y Arnie tomando un café en el salón cuando bajaron las niñas para darles las buenas noches. Mientras las demás corrían hacia Mickey y su madre, Rachel se fue directamente hacia Arnie y se sentó en sus rodillas. Ruth hizo una mueca y le dijo a Mickey en voz baja:

—Fíjate en eso. Lo venera como una esclava a su amo. ¿Por qué son las niñas tan sumisas y masoquistas y soportan cualquier castigo que les imponga su papaíto? ¡Arnie la podría matar de una paliza y ella le pediría de rodillas que la siguiera azotando!

—Pero yo creo que Arnie es un buen padre —dijo Mickey, mirando asombrada a su amiga.

—Desde luego. Pero Rachel sufrirá una decepción algún día. Cuando ya sea demasiado tarde.

Mickey no pudo pedirle en aquellos instantes que se explicara mejor; y en aquel momento, sentada con ella en aquel alegre y soleado restaurante, se preguntó si sería oportuno hacerlo. Aunque, ahora que recordaba, ¿acaso no había tenido Ruth ciertos problemas con su padre cuando estudiaba en la escuela de medicina? ¿No tuvo que pagarse los estudios mientras sus hermanos recibían ayuda económica de su padre?

Ruth tomó una rebanadita de pan, le dio un bocado y después cambió de idea y la dejó en el plato vacío.

—¿No te dije, Mickey, que me gustaría tener otro hijo? Sólo uno más.

—¿Te parece prudente?

—Hablas como Arnie. Yo quiero otro hijo y él se muere de miedo. ¿Sabes la bomba que me arrojó la semana pasada? Me dijo que se haría la vasectomía como yo dejara de tomar la píldora. ¿Te parece justo?

—¿Lo haría?

—No. Seguiré tomando la píldora, pero estoy furiosa. Cada vez que miro a la pequeña Leah, pienso: ¿Y si hubiéramos sabido lo de la enfermedad de Tay-Sachs cuando estaba embarazada de Sarah? Arnie hubiera dicho que basta y Leah no hubiera nacido. —Ruth volvió a tomar la rebanada y esta vez se la comió, mascando con rabia—. ¡La vasectomía! Otra forma de tiranía masculina. Robándole a su mujer el control de su propia concepción y anticoncepción; un hombre puede tener la absoluta seguridad de que ella no le traiciona. Yo conozco a dos mujeres que tonteaban un poco por ahí, pero tuvieron que dejarlo cuando sus maridos se hicieron la vasectomía porque entonces ya no podían utilizar como es lógico ni las píldoras ni la espuma espermicida. Y no pueden correr el riesgo de un embarazo, porque no le podrían endosar el hijo al marido.

Mickey fue a decir algo, pero la distrajo la inesperada intromisión de una voz.

—¡Ruth! Qué agradable sorpresa. ¿Cómo estás?

Levantaron los ojos y vieron a una mujer de pie junto a su mesa. Tendría unos cincuenta y pico de años, vestía un traje pantalón y llevaba el cabello recogido hacia atrás en un moño.

—Hola, Lorna. Siéntate con nosotras por favor. Te presento a mi amiga Mickey.

Lorna Smith era la directora de un periódico de Seattle y conocía a Ruth por haber sido paciente de ella. Posteriormente, siguieron tratándose porque Lorna era amiga del socio de Arnie.

—O sea que tú y Mickey os conocisteis en la escuela de medicina —dijo Lorna tras pedir un Bloody Mary—. Aquellos tiempos anteriores a la liberación femenina debieron de ser muy interesantes.

Recordando a algunos de sus compañeros y las clases de anatomía del señor Moreno, Mickey no pudo por menos que esbozar una sonrisa.

—¿Puedo hacerte una pregunta de persona muy ignorante, Mickey? ¿Por qué os llaman especialistas en cirugía plástica? ¿Es que utilizáis el plástico en vuestras operaciones?

—No utilizamos el plástico. La palabra viene del vocablo griego plastikós, que significa «moldear».

—Mira por dónde, hoy he aprendido algo nuevo —dijo Lorna, haciéndole un guiño a Ruth—. Ahora ya puedo irme a dormir tranquila.

Llegó la camarera trayendo el Bloody Mary para Lorna y un café para Ruth.

—Por cierto —dijo Lorna, tomando un sorbo de su bebida—, te echamos de menos en la barbacoa que organizaron los Campbell el mes pasado.

Jim Campbell era el socio de Arnie y él asesor financiero del marido de Lorna.

—Me llamaron del hospital. ¿Me perdí algo bueno?

—No gran cosa, pero quiero hacerte una advertencia. Wisteria Campbell coquetea con tu marido.

—¡No me digas! ¡Será una broma!

—Ni hablar. Esta buscona le ha echado el ojo a tu marido.

—¿A Arnie? Vamos, mujer, no es el tipo de hombre de quien se puedan enamorar las mujeres.

Mientras Ruth se reía de buena gana, Lorna y Mickey intercambiaron una significativa mirada.

—La verdad es que me alegro mucho de haberte encontrado, Ruth —dijo Loma, poniéndose un poco más seria—. Hace días que quería llamarte. Tengo que discutir cierto asunto contigo.

—¿Mío o tuyo?

—Nos concierne a las dos. ¿Has leído alguna vez la columna del doctor Chapman?

—¿Te refieres a la que se titula «Pregúntele al doctor Paul»? A veces, pero a menudo se equivoca. Lleva veinte años de retraso.

—Lo sé, ya nos hemos dado cuenta de ello. Es viejo y lleva en nuestro periódico desde los tiempos de Matusalén. La antigua administración le conservaba porque todo el mundo le apreciaba, pero en el Clarion vamos a introducir grandes cambios; hemos llegado a la conclusión de que necesitamos a una persona joven que esté al corriente de los últimos adelantos en medicina.

—¿Quieres que te recomiende a alguien?

—Y puesto que la mayoría de las cartas nos las escriben mujeres, hemos decidido contratar a una doctora y encabezar la columna con el título de «Pregúntele a la doctora Ruth».

—¿Cómo? ¿Me queréis contratar a ?

—Tú respondes a muchas preguntas en tu consultorio, Ruth. Probablemente las mismas que le hacen al doctor Chapman. La ignorancia general es tremenda.

—¡Y que lo digas!

—Al doctor Chapman le hacen muchas preguntas sobre la controversia de la terapia con estrógenos y le escriben muchas mujeres que practican el atletismo y quieren conocer las repercusiones que ello puede tener en sus cuerpos, y también personas interesadas en conocer las últimas novedades sobre medicamentos e intervenciones quirúrgicas. ¿Qué dices, Ruth? Es sólo una columna semanal, te ofreceríamos un despacho en la redacción y un ayudante. La remuneración no es muy elevada, pero el trabajo podría ser interesante.

A Mickey no le pasó por alto el destello que se encendió de repente en los ojos de Ruth y la súbita emoción que le produjo el hecho de poder asumir otro proyecto, otra responsabilidad. «Lo aceptará encantada», pensó Mickey.

Ruth pensó en su padre: «La columna de medicina de un periódico. ¡No podrá decir que eso es limitado!».

La sala de quirófano aún estaba adornada con imágenes de cartón de antiguos colonizadores, pegadas a los armarios metálicos, y de pavos de papel de China que coronaban la bombona de la anestesia; cualquier festividad, por pequeña que fuera, tenía su recordatorio en la sala porque todas contribuían a alegrar aquella monótona atmósfera en la que sólo imperaba el color verde.

Mickey miró sonriendo a la anestesista, una simpática y bonita joven de ojos azules.

—Cuando le administre el pentotal, doctora, le diré que cuente hacia atrás a partir de cien —dijo la anestesista, abriendo el gota a gota intravenoso conectado con el brazo de Mickey—. Si llega hasta ochenta, se ganará un viaje gratis a las islas Hawai.

—Yo vivo en Hawai —contestó Mickey con voz adormilada.

—Entonces, la mandaremos al Polo Norte —repuso la anestesista. Luego se volvió en su asiento giratorio y añadió—: Doctora Shapiro, ya estamos preparados.

Ruth se encontraba junto a una mesa de la parte de atrás y examinaba los instrumentos laparoscópicos ordenados allí por la enfermera instrumentista. Se acercó a Mickey y, tomándole la mano libre, le dijo a través de la mascarilla de papel:

—Sueña con los angelitos.

Mickey hizo un leve intento de apretar la mano de su amiga, se le cerraron los párpados sobre los ojos verdes, se notó en la garganta un sabor a ajo revelador de que el pentotal ya había penetrado en su organismo y empezó a murmurar:

—Cien…, noventa y nueve…, noventa y ocho…, noventa y siete…, noventa y siete…, siete… siete…

La anestesista levantó los párpados de Mickey, le hizo una seña a Ruth y musitó:

—Nunca llegan a noventa y cinco.

Joe Selbie iba a trabajar con la ayuda de una enfermera instrumentista. En cuanto hubieron cubierto a Mickey con las sábanas esterilizadas, le introdujeron en la vagina los instrumentos uterinos: un tenáculo para manipular el útero y una cánula para inyectar el líquido coloreado. El médico se situó luego a su lado y practicó una pequeña incisión a la altura del ombligo, para introducir un trocar, insertando la aguja de insuflación por encima del comienzo del vello púbico. Lo primero que había que hacer era introducir el dióxido de carbono para elevar la pared abdominal y separarla del contenido de la pelvis. Mientras el gas penetraba y el vientre de Mickey se elevaba poco o poco, Ruth, de pie a su lado, pero sin tocar el campo esterilizado, musitó una plegaria en silencio.

Al finalizar la insuflación, Joe Selbie introdujo en la pelvis de Mickey el instrumento de fibra óptica a través del cual efectuaría el examen. Inclinado sobre las sábanas esterilizadas, acercó el ojo al ocular y entonces se hizo un profundo silencio en la sala. Mientras Joe Selbie inspeccionaba minuciosamente aquel oculto mundo interior, la enfermera instrumentista permaneció de pie a su lado, preparada para entregarle el instrumento que pudiera necesitar; la anestesista auscultó el corazón de Mickey a través del estetoscopio fijado a su pecho; la enfermera de campo extendió una sábana en el suelo para recoger las esponjas ensangrentadas y Ruth contuvo el aliento y mantuvo los ojos clavados en la piel pintada con yodo como si con ello pudiera ver lo mismo que veía Joe.

—Parece normal —musitó el médico, moviendo el eje esterilizado del aparato con la mano enguantada—. No hay adherencias ni endometriosis. Ni cicatrices. Tu amiga tiene una anatomía de libro de texto, Ruth.

Ésta se relajó un poco y se mordió el labio inferior. A través del sistema de altavoces de la pared, la música de El río de la luna se mezcló con el murmullo del aire acondicionado.

—Bueno, Doris —le dijo el doctor Selbie a la enfermera instrumentista—, ahora azul de metileno.

Portando una enorme jeringa de plástico llena de un líquido violáceo, la enfermera instrumentista se situó entre las piernas levantadas de Mickey, acopló el extremo de la jeringa al de la cánula de metal y, a una señal del doctor Selbie, empezó a empujar poco a poco el pistón.

Ruth contrajo todos los músculos del cuerpo mientras contemplaba la espalda inclinada de Joe. Con el ojo pegado al aparato, éste observó el ascenso del líquido por el útero, las trompas de Falopio y, por fin, las fimbrias desde las que se esparciría y sería inócuamente absorbido por el cuerpo.

—Normal, Ruth —dijo el doctor Selbie, moviendo ligeramente la cabeza—. No hay ningún bloqueo. Todo fluye muy bien. —Se irguió y añadió casi en tono de disculpa—: Me parece que las trompas están completamente despejadas.

Ruth experimentó un leve temblor de rabia nacida de la frustración, la tensión y la esperanza. Pero se le pasó en seguida y entonces se acercó al quirófano para echar un vistazo.

Mientras Joe sostenía el aparato, Ruth se inclinó hacia adelante con los brazos cruzados para no contaminar con su bata las sábanas esterilizadas; la enfermera volvió a empujar el pistón de la jeringa y Ruth vio, al cabo de unos instantes cómo el líquido azul oscuro se escapaba por los extremos de las trompas de Mickey.

—Maldita sea —murmuró.

Una vez Ruth se hubo retirado, el doctor Selbie tomó el bisturí, efectuó una segunda incisión junto al nacimiento del vello púbico e introdujo otro trocar. Mientras tomaba una larga pinza laparoscópica, dijo:

—Voy a probar una cosa.

Desde el lugar que ocupaba —estaba tan lejos que casi no podía intervenir—, Ruth le vio introducir la pinza en la segunda incisión, y aplicar el otro ojo al ocular en tanto le decía a la enfermera:

—Más tinte, Doris, por favor.

Todos quedaron en suspenso mientras el médico observaba cómo el tinte se escapaba a través de las fimbrias, aquellos delicados «dedos» destinados a recoger el óvulo para proceder a su posterior paso a una de las trompas. Después, el doctor Selbie asió con la pinza la segunda trompa, le dio un poco la vuelta para verla mejor y pidió por señas a la enfermera que introdujera más tinte. Al igual que en el lado derecho, el azul de metileno emergió por el extremo de la trompa para derramarse sobre el blanco ovario situado bajo las fimbrias. Sólo que…

¡No ocurrió nada de todo eso!

Sacudiendo la cabeza y parpadeando para ver mejor, Joe dijo, frunciendo el ceño mientras acercaba de nuevo el ojo al ocular:

—Otra vez, Doris.

No cabía la menor duda. El tinte no llegaba al ovario.

—¡Ruth, ven a ver eso!

Con el ojo pegado al ocular mientras Joe movía la pinza, Ruth vio, en el momento de salir el tinte por el extremo de la trompa, que había una leve «desviación» entre ésta y el ovario. Era tan minúscula que, si no hubieran manipulado la trompa, no se hubiera podido ver.

—¿Qué opinas? —preguntó—. ¿Es una cicatriz?

—O una ligera deformidad congénita —respondió Joe.

Ruth sintió que una corriente eléctrica le recorría las piernas y el resto del cuerpo, ¡Era una posibilidad!

Mickey había accedido previamente por escrito a que le practicaran una intervención en caso de que descubrieran algo. El equipo médico empezó a actuar sin pérdida de tiempo. Retiraron los instrumentos de la laparoscopia, quitaron las sábanas y las dos enfermeras dispusieron todo lo necesario para hacer una intervención abdominal. Mientras la enfermera de campo bajaba las piernas de Mickey y la volvía a preparar, y la enfermera instrumentista abría paquetes de instrumentos y de hilo de sutura, la anestesista retiró la mascarilla de oxígeno que cubría el rostro de Mickey e introdujo un tubo endotraqueal en su garganta. Ocho minutos después, el doctor Selbie practicó una incisión, Pfannenstiel tipo «bikini» y Ruth se dispuso a utilizar la esponja y el cauterio.

En una ovulación normal, cuando un óvulo es expulsado del ovario, éste flota durante un corto período de tiempo en el espacio líquido. Bajo el efecto de las hormonas, las fimbrias de la cercana trompa de Falopio inician una serie de contracciones y crean una corriente que atrae el óvulo hacia sus oscilantes «dedos». Una vez en la entrada del extremo en forma de «trompeta» de la trompa, el óvulo penetra en el angosto tubo en el que será fecundado por el esperma o bien se desintegrará y será arrastrado fuera con la menstruación. Sin embargo, en el caso de la tromba izquierda de Mickey, el doctor Selbie y Ruth pudieron ver, con la ayuda de un microscopio quirúrgico colocado sobre la pelvis que, debido a alguna leve infección padecida en la infancia y de la que ella no se acordaba, o bien a una endometriosis, las fimbrias estaban enredadas entre sí. En lugar de extenderse hacia afuera para acoger el óvulo, actuaban como una barrera repelente. Una pequeña abertura retrógrada, creada probablemente cuando se instauró la cicatriz, permitía la salida del tinte e inducía a creer, a través de la prueba de Rubin, que la trompa funcionaba con normalidad.

Ruth estaba casi aturdida por la emoción. Mientras el doctor Selbie trabajaba en silencio con la ayuda del microscopio, liberando las fimbrias mediante unos delicados instrumentos y cosiendo el orificio secundario con sutura oftálmica, Ruth exhaló un suspiro de alivio.

—En mi opinión, Mickey, sueles ovular por el lado izquierdo. O, posiblemente, sólo por el izquierdo. Les ocurre a algunas mujeres.

Ambas amigas habían salido a dar un paseo en aquel vigorizante día de diciembre. El terreno en el que se levantaba la granja de Ruth estaba tachonado de una variopinta mezcla de siemprevivas, árboles sin hojas, alta hierba verde y zonas de dura tierra escarchada. El viento les azotaba con fuerza las mejillas.

—Todos los análisis indicaban que eras normal. Ovulabas, pero por el lado bloqueado, y los óvulos nunca llegaban a la trompa.

Mickey contempló el aliento de Ruth, que se escapaba a borbotones mientras hablaba su amiga. ¡Aquello no se veía jamás en las Hawai! Últimamente, le había dado por fijarse en pequeños detalles como aquél. Era un fenómeno que solía producirse en los pacientes que regresaban a la vida tras haber sido dados por muertos; muchas personas que morían, pero que después volvían a la vida mediante técnicas de reanimación adquirían una mayor agudeza de los sentidos. «Estaba muerta y resucité». Ahora se fijaba en todo; por ejemplo, en la áspera textura de la tela de su abrigo, en el argentino rumor del riachuelo que discurría por la propiedad de los Roth, e incluso en el aroma de la canela que había echado Beth sobre la empanada de calabaza antes de meterla en el horno hacía un rato.

Mickey pensaba regresar a las Hawai al día siguiente. Para evitar que la trompa recién suturada formara una cicatriz y se cerrara, el doctor Selbie le dejó dentro un diminuto palillo de inofensiva silicona a cuyo alrededor la trompa crecería y se fortalecería; al cabo de un mes, Mickey regresaría para que se lo retirara y entonces, le dijo Joe, «no hay razón para que no pueda concebir inmediatamente».

Aun así, Mickey no quería echar las campanas al vuelo. La tentación de volver a soñar y esperar era demasiado grande. La cautela era el mejor camino. Todavía no le había dicho nada a Harrison; se lo quería comunicar personalmente.

—Como comprenderás —añadió Ruth—, no hay ninguna garantía. —Llegaron al riachuelo y se sentaron en una roca cubierta de agujas de pino. El sol invernal les iluminaba el rostro, abriéndose paso por entre las ramas—. No hay garantías en nada, ya lo sabes, Mickey. Pero te puedo decir con toda sinceridad que hemos hecho todo lo que se ha podido y que hay buenas razones para abrigar esperanzas. —Se metió la mano en un bolsillo de la chaqueta y sacó un paquetito—. Quiero darte una cosa, Mickey.

En la palma de su mano había una sencilla cajita con una cinta atada alrededor. Mickey la tomó y la abrió. Dentro había, envuelta en papel de seda, una turquesa verde azulada del tamaño de un dólar de plata.

—Es muy antigua, Mickey. Tiene siglos. Me la regaló una paciente el año pasado, una mujer que padecía toxemia y estuvo a punto de perder al hijo que esperaba. Es una piedra que trae suerte a su poseedor, pero sólo se puede utilizar una vez. Me dijo que pierde el color cuando ya se ha utilizado.

Mickey la examinó. Tenía el mismo color azulado que los huevos de petirrojo y, en la parte central, había unas curiosas vetas marrones que, a primera vista, parecían una mujer con los brazos extendidos, pero que examinadas con más detenimiento, eran más bien como dos serpientes enroscadas en el tronco de un árbol. Estaba engastada en un metal dorado y, detrás, había una ilegible inscripción en un idioma extranjero.

—Te juro, Mickey, que estaba descolorida cuando me la dio. Pero ahora ha recuperado el color azul.

—Entonces, no la has utilizado, Ruth.

—Tengo toda la suerte que podría soñar y quiero regalártela —dijo Ruth, extendiendo una mano y doblando los dedos de Mickey sobre la turquesa—. Deseo que te la pongas la noche en que vuelvas a unirte con Harrison.

Ambas amigas esbozaron una sonrisa mientras las lágrimas les rodaban por las mejillas.