Capítulo 28

Mickey interrumpió la escritura para contemplar el panorama desde la galería en la que se encontraba sentada.

En Hawai noviembre era una estación maravillosa, pero, en la isla de Lanai, especialmente desde el promontorio cubierto de lujuriante vegetación en el que se levantaba la propiedad de Pukula Hau con sus diez hectáreas de terreno, tenía un encanto singular: el pincel de Dios había pintado el cielo con el azul más brillante que imaginar se pudiera y los colores de las orquídeas y de los anturios eran tan vivos que casi cegaban los ojos. La vista que se divisaba desde allí era de una belleza incomparable.

La primera vez que vio Pukula Hau, cuando Harrison la llevó allí hacía dos años y medio, Mickey se quedó sin habla. La casa era una blanca joya engastada en un lecho de esmeralda y de jade, una obra maestra de blancas columnas y ventanas rematadas por gabletes. Había araucarias e higueras Moronas de Bengala que conferían a la mansión una atmósfera intemporal. La propiedad se llamaba Pukula Hau porque así pronunciaban los hawaianos el nombre de Butler House setenta años antes, cuando se construía la casa.

Aquella mañana de otoño, bajo la sombra de un franchipaniero, evitando siempre tomar el sol para no dañar su delicada tez, Mickey se hallaba sentada en la meseta de la ladera desde la que se podía contemplar el inmenso tapiz formado por los campos verdegrises de piñas, las palmeras, las nubes de color crema y el océano de color azul jade. A sus espaldas, la montañosa ladera se elevaba hasta una escarpada y verdeante cumbre de novecientos metros de altura: el viejo Lanaihale, un volcán apagado desde raya cumbre se divisaban, en días despejados como aquél, las islas hermanas de Molokai, Maui, la pequeña Kahoolawe, Oahu y la Isla Grande.

Mickey desayunaba, como de costumbre, sentada a una mesa de mimbre color caramelo, a base de té, piña natural y tostadas ligeramente untadas con mantequilla. Sobre la superficie de cristal de la mesa, había unas notas sobre sus pacientes. Eran para el doctor Kepler, que la sustituiría durante su ausencia.

Mickey estaba esperando que la llevaran al aeropuerto de Lanai. Vivir en aquella isla a ochenta kilómetros de Honolulú no constituyó para ella ninguna molestia cuando se mudó allí hacía más de dos años. Efectuaba el vuelo de treinta minutos en el avión de Harrison cada mañana y cada noche; y, si tenía algún paciente cuyo estado inspirara preocupaciones, se quedaba a pasar la noche en la casa de Cabo Koko. Aquel día, el avión la llevaría a Honolulú para enlazar allí con el vuelo de Seattle. Iba a ver a Ruth.

Mickey se echó un poco más de té en la taza y le añadió una cucharadita de miel.

En pocas horas, podría ver a Ruth. Todas las esperanzas de Mickey estaban depositadas en aquella visita.

Los dos años pasados con Harrison habían sido como un sueño.

La vida en común en aquella casa, el profundo amor que compartían, los éxitos de las películas que él financiaba, la próspera profesión de Mickey. ¿Qué más se hubiera podido pedir?

Sintió un frío viento en el alma, un viento que empezó a soplar hacía casi un año y que ya no le concedía ni un momento de tregua. Venía de una negra nube que ensombrecía su existencia: la esterilidad.

Al principio, no le dieron importancia; a veces, hacían el amor con delicadeza y otras con violencia, sin pensar en la posibilidad de tener hijos, amándose el uno al otro por el simple placer físico. Después empezaron las preguntas y los deseos, seguidos de esperanzas y decepciones mensuales cada vez más dolorosas hasta que, por fin, pasaron de las despreocupadas conjeturas a la auténtica inquietud.

En marzo, Mickey se armó de valor y le dijo a su esposo:

—¿Y si hubiera alguna anomalía?

Harrison se alegró de que ella trajera a colación el tema y accedió a que «les echaran un vistazo».

Nueve meses más tarde —el número resultaba irónico, pensó Mickey—, el especialista de Pearl City levantó las manos en un gesto de impotencia y les dijo:

—No sé en qué consiste el problema. Ustedes son normales y no tendría que haber ninguna dificultad.

Fue entonces cuando Mickey se acordó de Ruth.

Tras someterse a la amniocentesis hacía tres años, Ruth decidió abandonar la tocoginecología para especializarse en fertilidad. Por eso acudía Mickey a ver a su antigua amiga.

Mickey consultó el reloj; tendría que empezar a prepararse. Harrison subiría de los campos para acompañarla al aeropuerto.

Apartando a un lado las notas sobre sus pacientes, tomó una de las muestras de tarjetas de Navidad que previamente había examinado. Sería para los trabajadores de la plantación: representaba un sobre de la paga con la leyenda Mele Kalikimaka bajo un Papá Noel que llegaba sobre una tabla de surf con el saco a la espalda… Así imaginaban los hawaianos a Papá Noel.

—No sé qué locura se le va a ocurrir este año a Harrison —le oyó decir a uno de sus amigos en el transcurso de una fiesta.

La dicha de tener por esposa a la doctora Mickey Long indujo a Harrison Butler a duplicar la paga extraordinaria de Navidad de sus trabajadores, lo cual provocó ciertos problemas en la contabilidad de Butler Pineapple. Como las cosas siguieran así, añadió el amigo en cuestión, la nueva esposa de Harrison iba a ser la ruina de la empresa. Lo cual no estaba muy lejos de la verdad: debido al exceso de producción mundial, Butler Pineapple ya no era tan próspera como en otros tiempos, por lo que, siguiendo el ejemplo de Dole, Harrison redujo el número de hectáreas cultivadas y decidió diversificar sus inversiones.

—Señora —dijo una discreta voz. Era Apikalia, el ama de llaves filipina cuya madre había llegado a Pukula Hau hacía mucho tiempo en calidad de esposa de uno de los trabajadores de la plantación—. El señor Butler me ha dicho que le anuncie su llegada.

—Gracias, Apikalia, voy en seguida.

—Disculpa el desorden —dijo Arnie, llevando las maletas de Mickey mientras la acompañaba al interior de la casa—. No he tenido tiempo de arreglarla antes de salir hacia el aeropuerto. ¡Una mujer de la limpieza viene un día a la semana, pero, con este regimiento que tenemos, apenas se nota!

Mickey contempló el salón de la vieja granja. Dos grandes sofás desparejados, un sillón verde y una tumbona de color anaranjado, todos cubiertos de libros de cuentos y de muñecas, se hallaban dispuestos alrededor de una chimenea junto a la cual dormitaban dos gatos. Arnie la acompañó a la espaciosa cocina en la que había varias cajas de galletas vacías, un empapador de bebé debajo de una silla y un microondas con la puerta abierta en cuyo interior se podía ver un cuenco que contenía algo.

—Te prepararé un café —dijo Arnie, despejando una silla para que se sentara—. ¡Sé que no estás acostumbrada a este frío!

—¡Creo que me dejaré el abrigo puesto hasta que se me deshielen los huesos! —contestó Mickey, echándose a reír.

Arnie tomó con una cucharilla una medida de café en grano y la introdujo en el molinillo.

Mientras molía el café, buscó algo donde posar los ojos.

Había transcurrido mucho tiempo y Mickey era poco más que una extraña para él. Arnie no pudo acompañar a Ruth a la boda, pero sabía que Mickey era muy rica y, de súbito, se avergonzó de verla sentada junto a la mesa llena de migas de pan en aquella casa tan desordenada.

Dejó reposar un poco el café y fue a sentarse con ella. Se sentía inseguro y vacilante.

—Las niñas mayores están en la escuela y las pequeñas están arriba con la señora Colodny —dijo, carraspeando—. Ruth siente mucho no haber podido acudir a recibirte al aeropuerto. La han llamado urgentemente del hospital para que asistiera a un parto.

Mickey miró a Arnie Roth y le vio juguetear nerviosamente con las tapas de un manual de montañismo que había sobre la mesa. Era un hombre sencillo y compacto con el cabello ralo, unas gruesas gafas y una tímida sonrisa. Un hombre cómodo, vestido con traje y corbata marrón y camisa blanca y un revestimiento protector de plástico en el bolsillo lleno de bolígrafos y lápices. Mickey no le conocía demasiado y llevaba sin verle desde su época de estudiante, cuando él y Ruth empezaron a salir juntos. Por otra parte, Ruth casi nunca le mencionaba en las notas que acompañaban a las tarjetas de felicitación que le enviaba por Navidad o con motivo de su cumpleaños. Arnie era jefe de tropa de los exploradores, se había incorporado a la asociación de los Big Brothers y desarrollaba una gran actividad en el hostal masculino de la misma.

—Me alegro de que hayas venido, Mickey —dijo mientras llenaba dos tazas de café—. Ruth se pondrá muy contenta. No tiene muchos amigos aquí, anda siempre tan atareada…

Se hizo el silencio entre ambos hasta que, a los pocos minutos, se oyó el rumor de la puerta principal al abrirse. El fresco aire otoñal empujó al interior de la casa a un puñado de niñas de coloradas mejillas con el cabello escapándose a mechones de los gorros de punto, las rodillas enrojecidas por el frío y las carteras escolares cubiertas con alguna que otra hoja dorada. Colgaron abrigos y chaquetas en el armario, dejaron los libros de cualquier manera en el aparador y restregaron los zapatos sobre la estera de color marrón.

Al llegar a la puerta de la cocina se detuvieron en seco, como si alguien estuviera a punto de tomarles una fotografía, las más bajitas delante y las más altas detrás: Rachel, de ocho años, Naomi y Miriam de siete, y Beth, de dieciocho. Todas clavaron los ojos en la señora que estaba sentada junto a la mesa de la cocina.

—Vamos, niñas —les dijo Arnie—, no seáis maleducadas. Saludad a vuestra tía Mickey.

Santo cielo, pensó Mickey, un poco nerviosa. Me apabullan tanto vistas de cerca.

—Hola, tía Mickey —dijeron las gemelas al unísono.

Sin saber qué hacer, Mickey extendió los brazos y se sorprendió de la instintiva reacción de las chiquillas: dos cálidos cuerpos que olían a lana y a lápices se le echaron encima y le cubrieron las mejillas de besos.

—¿De veras te vas a quedar a vivir con nosotros? —preguntó Rachel, adelantándose para examinarla con más detenimiento.

—Durante algún tiempo.

—Vamos a compartir un cuarto de baño —le dijo Beth con orgullo—. He dejado todo un estante y un toallero para usted.

Mickey se estaba riendo de buena gana cuando se abrió de nuevo la puerta de la casa y una ráfaga de viento otoñal trajo consigo a la persona que ella esperaba.

—Ruth —exclamó, levantándose.

A través de las puertas cerradas se escuchaban gritos amortiguados, crujidos de somieres y, de vez en cuando, los sordos rumores de las almohadas arrojadas cuando alcanzaban el blanco.

—Se calmarán en seguida —dijo Ruth—. Están muy emocionadas —añadió cruzando el dormitorio para sentarse en un sillón junto a la ventana—. Beth te adora. Está pasando por la fase de ver películas antiguas en la televisión y jura que te pareces enormemente a Grace Kelly.

Mickey sacudió la cabeza mientras sacaba de la maleta unos pulcros montones de ropa interior de raso y encaje. ¡Menuda velada! A pesar del ruido y el alboroto, todo se fue desarrollando en perfecto orden: la subida de las niñas al piso de arriba con los libros escolares para bajar poco después, vestidas con pantalones largos y jerseys y sentarse alrededor de la chimenea y tomar leche con galletas. Después cada cual se dedicó a su tarea: las gemelas, a dar de comer a la población animal de la casa; Rachel, a poner la mesa y colocar en ella una bandeja de calabaza con mazorcas de maíz; Beth, a mondar y cortar en daditos. Ruth se pasó una hora arriba, hablando por teléfono, y Arnie se sentó ante el televisor del salón para ver el telediario. Mickey, por su parte, se convirtió en el polo de atracción de las más pequeñas de la tribu: Sarah, Leah y Figgy, la hijita de Beth.

Durante la cena, todos hablaron a la vez, extendieron los brazos, derramaron vasos de leche y se pelearon por debajo de la mesa; tras lo cual, lavaron y secaron los platos, barrieron el suelo, bañaron a las más pequeñas y las colocaron junto a la chimenea, hicieron entrar en la casa o salir de ella a los animales, disputaron acerca de los canales de televisión, Ruth despachó otros asuntos por teléfono, Arnie se escondió detrás de la sección de deportes del periódico y Mickey se convirtió, una vez más, en el polo de atracción de una banda de exigentes chiquillas.

Por fin, mientras Mickey deshacía el equipaje y Ruth la miraba desde el sillón, la casa empezó a calmarse. Arnie se encontraba abajo, mirando la televisión, y las niñas hacían todo lo posible por no dormirse.

—En seguida se quedarán como un tronco —aseguró Ruth—. Están rendidas de cansancio.

Mientras trasladaba la ropa doblada de la maleta a la cómoda, Mickey comparó aquella casa con el impresionante silencio que reinaba en Pukula Hau, que parecía un museo, con sus antigüedades, los relucientes pavimentos y la servidumbre que se movía, hablando en voz baja.

Mientras contemplaba a su amiga, Ruth recordó unos soleados días de febrero de hacía casi dos años.

Qué tres días tan maravillosos pasó en las islas Hawai, reuniéndose de nuevo con Sondra y Mickey para asistir a la boda de esta última. Volaron a Honolulú en primera clase con los billetes pagados por Mickey; el avión particular de los Butler las llevo a la isla de Lanai, atravesaron en automóvil las plantaciones de piñas y, al final, encontraron a Mickey aguardándolas de pie en los blancos peldaños de la antigua mansión colonial. Ruth y Sondra vivieron tres días inolvidables con su amiga; recordaron los viejos tiempos, rieron y lloraron y dieron consejos sin aceptar ninguno. Al llegar el día de la boda, hicieron de damas de honor, luciendo unos preciosos vestidos de gasa de color albaricoque que Mickey les regaló. Siguió una impresionante recepción al aire libre con cientos de invitados, joyas de oro y brillantes, orquesta y champán bajo las estrellas tropicales. En el momento en que Mickey y Harrison abrían el baile, apareció en el cielo un helicóptero que derramó sobre ellos una lluvia de preciosas orquídeas blancas.

—Bueno —dijo Mickey—, ¿os dio mucha guerra el Mt. St. Helens[3]?

—Ninguna en absoluto. No oímos ni olfateamos nada y no recibimos ni una mota de polvo. ¡Se debió de concentrar todo en Idaho!

—Ah —dijo Mickey, volviéndose a mirar a su amiga—, tengo algo para ti. Es de Sondra —añadió, sosteniendo un abultado sobre en la mano.

—¡Llevo siglos sin saber nada de ella! —dijo Ruth, levantándose.

Se sentaron de lado en la cama, y examinaron, con las cabezas muy juntas, una fotografía, en la que Sondra y Derry aparecían muy sonrientes, saludando con la mano y señalando a un niño que Sondra sostenía en brazos.

—Madre mía —exclamó Ruth—, fíjate en este hombre. ¡Qué guapo es!

Sin embargo, lo que más interesaba a Mickey eran las diminutas facciones del pequeño Roddy de dos meses y la sonrosada manecita que sobresalía de la manta. «Le bautizamos con el nombre de Derry que, en realidad, es Roderick —escribía Sondra en el reverso de la fotografía—, pero le llamamos Roddy para distinguir al padre del hijo».

Querida Mickey:

Perdona que haya tardado tanto en escribirte. ¡Cómo puedes ver, han ocurrido muchas cosas! Roddy me da mucho trabajo en estos instantes, pero le quiero con locura. El único inconveniente es que ya no puedo acompañar a Derry en sus recorridos por la selva. Sin embargo, en cuanto pueda dejar a Roddy al cuidado de una nativa, me reuniré con mi marido.

Ahora es de noche y acabo de acostar a Roddy. Derry se ha ido a la aldea de los taitas para atender un caso urgente. Más allá de la ventana, oigo el curioso grito del hiráceo, que suena como el silbido de un muñeco de goma cuando se lo estruja.

Soy tan feliz que no puedo creerlo. ¿Qué he hecho yo para merecer esta felicidad?

Derry y yo no tenemos raíces y somos unos nómadas y, sin embargo, nos sentimos tan fuertemente unidos a esta tierra como un baobab. Nunca podríamos permanecer quietos en un lugar o en una casa… Todo Kenia es nuestro hogar.

Mickey, te ruego que le pases esta carta a Ruth. ¡Debe de pensar que la tengo olvidada! Me encantaría recibir noticias tuyas. ¿Cómo te prueba la vida de casada? ¿Cómo están las niñas de Ruth?

Dios te bendiga y kwa herí.

Permanecieron sentadas unos instantes en silencio mientras el frío viento del noroeste del Pacífico azotaba las ventanas; después, Mickey continuó deshaciendo el equipaje.

—Bueno —dijo Ruth, apoyando la espalda en uno de los pilares que sostenían el anticuado dosel de la cama—, ¿qué tal va el trabajo?

—Muy bien. Al principio, me parecía extraño, después de haber pasado tantos años en la escuela y en la residencia. Tengo un consultorio a dos pasos del Great Victoria, atendido por una enfermera y una recepcionista. Y estoy ocupadísima. Los demás médicos me envían muchos pacientes. ¡Pero mira que tú, con esta clínica tan grande que tienes!

Ruth se levantó de la cama, se acercó a la chimenea y atizó con aire ausente los troncos encendidos. Su clínica… Cuando cerró el supermercado contiguo, Ruth compró el edificio y lo reformó. La clínica ocupaba ahora toda la esquina de la manzana, tenía empleadas a doce personas y disponía de rayos X, laboratorios y salas de parto con «ambiente hogareño». Recordó el día en que su padre visitó la clínica y se limitó a indicarle:

—¿No crees que tu especialidad es un poco limitada?

Llamaron débilmente a la puerta y en el acto vieron asomar una carita en forma de corazón y unos ojitos soñolientos. Era la pequeña Leah de dos años y medio, un regalo de Dios, que llevaba una muñeca en los brazos.

—Mami, he pensado que, a lo mejor, tía Mimmy querrá dormir con Vobby.

Ruth tomó en brazos a la chiquilla.

—Es muy amable de tu parte, Leah. Estoy segura de que a tía Mickey le encantará dormir con Lobbly. —Volviéndose a mirar a su amiga, Ruth añadió—: La voy a meter en la cama. No tengas miedo, eso no va a pasar todo el rato.

Mickey se rió y dijo que no le importaba. Mientras Ruth se alejaba pasillo adelante, Mickey pensó: «No me importaría en absoluto que me despertara una niña por la noche…».

Ruth regresó con la muñeca, una suave criatura peluda que tenía cuatro brazos y dos colas. Era uno de los personajes de la segunda parte de la película ¡Invasores!, de Jonathan Archer.

—Tiene gracia, vas a dormir con el invento de Jonathan —dijo, arrojando a la Lobbly sobre la cama de Mickey—. ¿Piensas alguna vez en él?

—Ya no. Antes, lo recordaba mucho. No sé si aún estará enojado conmigo por haberle dado el plantón aquella noche, bajo la torre del campanario.

—Apuesto a que alguna vez te debes preguntar cómo hubiera sido tu vida en estos instantes si hubieras acudido a la cita al pie del campanario —dijo Ruth, sentándose de nuevo junto a la ventana—. Mis niñas están locas por la serie de los Invasores. Ya están esperando que se produzca el estreno de la tercera película por Navidad. ¡Han visto Halcones siderales cinco veces! ¿Has visto las películas de Jonathan?

—Sólo ¡Invasores! y ¡Nam!

—Ahora que tiene tres Óscars en la vitrina, supongo que debe de estar más hinchado que un pavo…

—Ruth, ¿quieres ayudarme, por favor?

El mes de noviembre soplaba con su gélido aliento contra los cristales de la ventana y un anaranjado tronco encendido vomitó a su alrededor una lluvia de chispas.

—Dime qué has hecho hasta ahora.

—En febrero, Harrison y yo fuimos a un especialista de Pearl City —contestó Mickey lanzando un suspiro—. Nos dijo que no hay razón para que no tengamos hijos.

—¿Traes todos los datos?

Mickey sacó una abultada cartera de cuero color borgoña y la sopesó.

—¡La guía telefónica de Manhattan! —exclamó.

—¿Y qué me dices de Harrison?

—Es normal. Está todo ahí. Superó con éxito todas las pruebas. Al parecer —añadió Mickey, bajando la voz—, la responsable de todo soy yo. Pero el doctor Toland no ha conseguido encontrar la causa.

Ruth volvió a sentarse en la cama, al lado de su amiga. Hubiera podido hacerle miles de preguntas, pero conocía las respuestas por anticipado. La actitud de Mickey, los movimientos de sus manos, la reveladora tensión que se advertía en su voz… Mickey acababa de ingresar en una cofradía con la que Ruth estaba íntimamente familiarizada.

—¿Habéis pensado en la posibilidad de una adopción?

—No es lo mismo, Ruth, se trata del hijo de otra mujer. Yo quiero vivir personalmente la experiencia, quiero que Harrison tenga un hijo que sustituya al que perdió. ¿Puedes ayudarme?

Ruth percibió otra vez aquella mirada tan especial que había visto no sólo en los ojos de sus pacientes, sino en los suyos. Últimamente, cuando se miraba al espejo, Ruth veía reflejada la misma súplica, el mismo deseo, mezclado con el temor y la confusión. «Yo también siento lo mismo, Mickey. Me gustaría tener otro hijo».

—Es terrible tener una matriz inútil —dijo Mickey—. Considerar cada menstruación como una desgracia familiar. ¡Desearlo con toda tu alma y no poder conseguirlo!

—Lo sé, Mickey, lo sé muy bien porque tengo un grupo que se reúne los viernes por la noche y, durante aquella hora, he visto expresados todos los temores y las angustias que puedas imaginarte. Pérdida de la feminidad, sensación de traición, odio contra el propio cuerpo, sensación de inutilidad…

—Sí —dijo Mickey—, eso es exactamente lo que yo siento.

Ruth se levantó y se acercó de nuevo a la chimenea para atizar el fuego.

«Pero, Ruthie, ¡no es posible que quieras tener más hijos!».

«Sí, lo es. No sabes cuanto lo deseo, Arnie».

«Pero tú sabes los riesgos que corremos, no me parece justo».

«Hemos tenido cinco niñas sanas, Arnie, podemos tener otra».

«Es un juego insensato, Ruthie, y muy egoísta, además».

Se irguió y dejó el atizador en su sitio.

«Arnie, ¿por qué discutimos tanto últimamente?».

—¿Ruth?

—Perdona, Mickey, estaba pensando. Este fin de semana leeré todos los datos y luego te haré un examen completo. Es posible que a tu médico se le haya pasado por alto algún detalle.

—Gracias, Ruth —dijo Mickey, esbozando una triste sonrisa.

—Como tú sabes, Mickey, el peligro de este procedimiento consiste en que en este momento podrías estar embarazada sin saberlo y entonces te provocaría un aborto.

Mickey reflexionó un instante y contempló, a través de la ventana, las doradas y rojizas hojas de los árboles.

—No, no hay posibilidad de que lo esté.

—De acuerdo, pues —dijo Ruth, cerrando la carpeta y levantándose de detrás del escritorio—. Diré a la enfermera que lo prepare todo.

Iban a efectuar una biopsia endometrial en el consultorio de Ruth para establecer si Mickey ovulaba o no. El doctor Toland ya lo había hecho en Pearl City y descubrió que sí, pero Ruth quería volver a comprobarlo.

Estadísticamente, un cuarenta por ciento de las causas de infertilidad correspondían a los hombres, un treinta por ciento a las mujeres y un veinte por ciento obedecía a misteriosas circunstancias desconocidas. Según los informes que Mickey llevaba, Harrison no sufría ninguna anomalía: el recuento espermático era elevado y la motilidad y morfología eran buenas. Las pruebas que llevó a cabo el doctor Toland inmediatamente después del coito demostraron que el moco cervical de Mickey no contenía anticuerpos espermicidas ni obstaculizaba en absoluto el avance. Y, según Mickey, no había nada en sus relaciones amorosas capaz de impedir la concepción. Por consiguiente, el problema tenía que estar dentro de ella, aunque el doctor Toland no había conseguido identificarlo.

Ruth abandonó un momento el despacho y Mickey miró a su alrededor.

El despacho de su amiga la sorprendió y no la sorprendió en cierto modo. La sorprendió porque era muy distinto del suyo o del de cualquier otro médico que hubiera visto; y no la sorprendió porque era muy propio de Ruth. Plantas, juguetes, cojines hechos en casa y fotografías por doquier; probablemente, de todos los niños a los que había ayudado a venir al mundo, de madres sonrientes en sus lechos del hospital, de nerviosos maridos que vestían unas verdes batas esterilizadas, de caritas y barbillas mojadas de baba. Y de la propia camada de Ruth, incluidas Beth y Figgy, a distintas edades y con distintos atuendos, desde pantalones manchados de barro a vestidos de organdí con volantes. Dato curioso, sólo había una fotografía de Arnie —una pequeña instantánea tomada hacía ocho años—, en la que se le veía sosteniendo en brazos a la recién nacida Rachel.

Mickey pensó ahora en todo ello. En el transcurso de la semana que había pasado en casa de los Roth, vio algo que la inquietó porque Ruth no parecía ser consciente de ello.

Arnie.

Arnie Roth vivía en el centro de un mundo femenino, un mundo de cajas de Tampax en los cuartos de baño y sujetadores colgados de los tiradores de las puertas, de muñecas, rizadores y pasadores para el cabello, un mundo en el cual hasta los animales pertenecían al sexo femenino; y el pobre Arnie, en un inconsciente esfuerzo por contener aquella marea femenina, adquirió un fanatismo deportivo impropio de su carácter y estaba obsesionado con el albergue, los exploradores y los Big Brothers; justamente la víspera se había comprado un rifle de caza.

Aquél no era el verdadero Arnie Roth. Lo malo era que se sentía acorralado, excluido y superfluo. ¿Cómo era posible que Ruth no lo percibiera?

—Bueno, Mickey, ya estamos listas —dijo Ruth, entrando de nuevo en el despacho.

La biopsia endometrial es la toma de una pequeña muestra de la mucosa que reviste la matriz, y se efectúa en el propio consultorio del médico sin anestesia, exige tan sólo unos minutos, produce un dolor parecido al de los calambres menstruales y se lleva a cabo para determinar varias cosas; sobre todo, si la paciente ovula o no.

Tendida boca arriba mientras Ruth trabajaba, Mickey cerró los ojos y trató de relajarse. Sabía lo que iban a descubrir en el laboratorio: que ovulaba. Es decir, que cada mes, hacia el decimocuarto día del ciclo, uno de los ovarios producía un óvulo que después descendía hasta una trompa de Falopio en la que podría encontrar un espermatozoo y ser fecundado.

Mickey conocía los resultados de todos los análisis: los niveles hormonales eran normales y cíclicos, el moco cervical también era normal y no obstaculizaba el avance del esperma, la matriz estaba perfectamente formada y en posición correcta, la prueba de Rubin evidenció que las trompas no estaban obturadas y una laparoscopia realizada en el hospital demostró que no tenía endometriosis ni adherencias en el abdomen.

—Bueno, Mickey —dijo Ruth, volviendo a cubrir con la sábana de papel las piernas de su amiga—, ya está. Ahora hay que esperar el veredicto del patólogo.