Capítulo 27

Jason Butler sabía que estaba muerto. Lo sabía porque se lo oyó decir a alguien. Sin embargo, si estaba muerto, ¿cómo era posible que aún sintiera dolor? ¿Y cómo era posible que una bonita rabia le tratara como si aún estuviera vivo?

Mientras se sumía poco a poco en la inconsciencia, Jason comprendió la razón: «No estoy muerto sino moribundo. Me estoy muriendo». Era la destrucción definitiva, pensó mientras las sombras le envolvían poco a poco.

—¡He perdido el pulso, doctora!

El equipo entró inmediatamente en acción para reanimar al joven que yacía en la camilla. Mickey le aplicó masaje al tórax mientras preparaban los desfibriladores.

—¡Ahora! —dijo. El cuerpo tendido en la camilla experimentó una sacudida mientras, todos los ojos se clavaban en el cardioscopio—. ¡Otra vez! —añadió, y esta vez dio resultado.

En el pasillo de la sala de urgencias del Great Victoria Hospital, mientras el equipo médico se esforzaba por salvar a su amigo, dos adolescentes temblaban envueltos en unas toallas. Tenían el largo cabello mojado y llevaban los calzones de baño pegados al cuerpo. No temblaban de frío, sino de miedo. No estaban seguros de haber rescatado a tiempo a su amigo, del agua.

Fue un accidente estúpido. El joven de dieciocho años Jason Butler, experto practicante de surf, desafiaba en compañía de sus amigos las gigantescas olas de Makaha. A decir verdad, nadie vio lo que ocurrió. De pie en la tabla, Jason fue al encuentro de la ola con su habitual confianza y habilidad y, poco después, cayó y fue arrastrado mar adentro por la resaca. Cuando sus amigos llegaron hasta él, descubrieron que la tabla le había producido graves heridas al revolverse en el agua. Al llevarle a la orilla y verle la cara, ambos amigos pensaron que habían rescatado un cadáver.

Sin embargo, el equipo de la sala de urgencias intentaba reanimarle y Jason Butler seguía con vida, aunque por muy poco.

Cuando Mickey salió de la sección de cirugía cuatro horas más tarde, Jason ya se encontraba de camino hacia la unidad de cuidados intensivos. Le operaron tres cirujanos, uno de los cuales fue Mickey. Lo único que pudieron hacer de momento por el chico fue estabilizarle. Mientras Mickey recomponía los huesos destrozados de la cara y le suturaba las numerosas laceraciones, dos cirujanos ortopédicos amputaron la pierna derecha por encima de la rodilla. El muchacho aún estaba inconsciente y en estado crítico, pero las constantes vitales eran estables y se había podido controlar la hemorragia masiva.

A Mickey le dijeron que el padre aguardaba en la sala de espera. Al entrar vio a un hombre con la mirada perdida a lo lejos.

—¿Señor Butler? —dijo, tendiéndole una mano—. Soy la doctora Long.

—¿Cómo está mi hijo, doctora? —preguntó el hombre, levantándose inmediatamente para estrecharle la mano.

—Todo lo bien que cabe esperar en estos momentos.

—Entonces, vive todavía.

—Sí, vive todavía.

—Gracias a Dios —exclamó el señor Butler, dejándose caer en el sofá.

Mickey tomó asiento en un sillón y le explicó al señor Butler el estado de Jason y todo cuanto le habían hecho en el quirófano.

—Su hijo ha sufrido graves lesiones en la garganta y en la mandíbula, señor Butler. Primero nos encargamos de eso para facilitarle la respiración, pero me temo que aún no está fuera de peligro. Antes de que podamos efectuar más pruebas, tenemos que estabilizar a Jason. Sufre fractura de cráneo y, probablemente, otras lesiones. Aún no conocemos todo el alcance de las heridas.

Mickey estudió al hombre que tenía delante. Se llamaba Harrison Butler y era el propietario de la Butler Pineapple, el segundo productor de piñas de las islas. Calculaba que tendría unos sesenta años, pero era un sesentón en excelente forma física. Y muy guapo, además.

—¿Se encuentra usted bien, señor Butler? —le preguntó Mickey, solícita.

El hombre clavó en ella sus ojos grises y le preguntó:

—¿Cuándo podré verle?

—Tendrá que esperar un poco. Le han llevado a la unidad de cuidados intensivos donde le someterán a observación ininterrumpida. Aún no ha recuperado el conocimiento, señor Butler.

Harrison Butler asintió en silencio y sus ojos volvieron a perderse en la distancia.

—¿Le apetece tomar un café? —le preguntó Mickey.

—Nunca aprobé que practicara el surf —dijo el señor Butler como si hablara para sus adentros—. El año pasado quiso practicar el vuelo en planeador y me opuse terminantemente. Pero lleva el surf en la sangre. Monta en la tabla desde que tenía cinco años. Yo sabía que un día iba a ocurrirle algo.

Mickey permaneció sentada un rato en silencio con él. Sabía que eso tranquilizaba a los familiares. Entre tanto, le estudió con disimulo para descubrir posibles indicios de nerviosismo. A veces, los familiares necesitaban un sedante. Sin embargo, Harrison Butler no daba la menor muestra de histerismo. Se limitaba a permanecer sentado sin decir nada.

Vestido con un elegante traje a la medida, camisa de puños doblados y corbata de seda de color borgoña, a Mickey le pareció un hombre sumamente distinguido y refinado. Aristocrático, pensó, con el cabello plateado y la frente despejada. Guardaba cierto parecido con el actor Michael Rennie.

Cuando oyó que la llamaban por medio de los altavoces del hospital, dijo:

—Yo soy la médica encargada de Jason, señor Butler. Si tiene alguna pregunta que hacerme o simplemente desea hablar, pregunte por mí, por favor. El hospital puede ponerse en contacto conmigo esté donde esté.

Durante catorce días, Mickey vio a Harrison Butler en dos lugares: en la salita de espera aneja a la unidad de cuidados intensivos o junto al lecho de su hijo. Se mostraba siempre cortés y discreto y agradecía mucho los cuidados que le prodigaban a Jason. Cuando al chico se le reventó una arteria del abdomen y Mickey tuvo que abrirle y pinzar el pulsante vaso sanguíneo hasta que llegara un cirujano vascular, Harrison Butler abandonó en el acto la unidad de cuidados intensivos y esperó pacientemente seis horas hasta que Mickey le buscó para informarle de cuál era el estado del muchacho. Butler no se quejó y no descargó su rabia y su desesperación contra el equipo médico tal como solían hacer algunos parientes, sino que comprendió que Jason recibía los mejores cuidados posibles.

A veces, Harrison llevaba consigo un magnetófono y dictaba cartas de negocios; otras hablaba por teléfono y discutía sobre contratos y transacciones. Siempre estaba solo; ningún otro familiar acudía a ver a Jason y tampoco lo hacían los amigos. A primera hora de la mañana o a última hora de la noche, Harrison Butler se encontraba siempre en la sala de espera o junto al lecho de su hijo, impecablemente vestido, sereno y reposado. Aquel hombre, pensó Mickey, no debía de haber perdido jamás la confianza en sí mismo, tenía una inmutable seguridad acerca del lugar que ocupaba en el universo.

Un día, mandó un gran cesto de fruta para las enfermeras de la unidad de cuidados intensivos; otra vez, envió flores a los restantes nueve pacientes de la unidad. Siempre que veía a Mickey, se levantaba, le estrechaba la mano y le preguntaba cómo estaba. Todos apreciaban a Harrison Butler y luchaban por salvar la vida de su hijo.

—Hola, señor Butler —dijo Mickey, entrando en la salita.

—¿Cómo está Jason, doctora?

Acababan de hacerle un injerto en la arteria que había reventado y le habían administrado doce unidades de sangre. Habían vuelto a enviarle a la unidad de cuidados intensivos en precarias condiciones.

—Tardará usted unas horas en poder verle, señor Butler. ¿Por qué no se va a casa a descansar un poco?

Se le veía agotado. A pesar de su natural refinamiento y de la atención que prestaba a su aspecto, los catorce días de vigilia empezaban a cobrarse su tributo.

—No quiero abandonar el hospital, doctora. Quiero estar cerca de mi hijo.

—Pero es que, por el momento, no puede usted hacer nada. Creo que se sentirá mejor si duerme un poco. ¿Cuándo ha comido por última vez?

—Creo que a la hora del desayuno —contestó él, exhalando un suspiro mientras consultaba el reloj.

—Es muy tarde, señor Butler.

—Y usted, ¿cuándo ha comido por última vez?

—Los médicos no hacen comidas normales como todo el mundo, señor Butler —le contestó ella, sonriendo—. Comeré cualquier cosa en la cafetería de abajo.

—Por favor, llámeme Harrison. Me parece que ya somos como de la familia. ¿Puedo invitar a la médica de mi hijo a cenar?

Mickey reflexionó un instante. Los ojos de aquel hombre reflejaban una angustia infinita.

—Hay un pequeño restaurante italiano en la acera de enfrente. Atiende a una clientela que tiene prisas y horarios un poco raros. Voy a cambiarme de ropa y me reuniré con usted en el vestíbulo.

Era uno de aquellos típicos restaurantes con manteles a cuadros y velas encajadas en botellas de vino. El menú era sencillo y barato. Había bastantes empleados del Great Victoria y no era insólito oír un avisador y ver que alguien salía corriendo.

—Gracias por acompañarme, doctora Long —dijo Harrison, tras haber pedido los platos—. Estoy acostumbrado a cenar solo, pero esta noche, bueno… —añadió, extendiendo las manos.

Mickey estaba intrigada. En la unidad de cuidados intensivos o en la salita de espera, era simplemente el padre de Jason, uno más de los preocupados progenitores a los que ella estaba acostumbrada a atender. Sin embargo, allí, fuera del ambiente del hospital y con la romántica iluminación de las velas, Mickey vio de súbito a Harrison Butler como un hombre, encantador y atractivo, por cierto.

—Por favor, llámeme Mickey —le dijo sonriendo—. Tal como usted dice, ya casi somos como de la familia.

—Las tragedias unen a las personas, ¿verdad? —replicó Harrison, asintiendo solemnemente con la cabeza.

Mickey hubiera deseado preguntarle muchas cosas: ¿Dónde estaba la madre de Jason? ¿No tenía hermanos ni hermanas? Sin embargo, se abstuvo de hacerlo. Las relaciones entre ambos seguían siendo estrictamente profesionales, a pesar de la curiosa familiaridad que los unía.

—No sabe cuanto le agradezco lo que hace por mi hijo —dijo Harrison con voz pausada—. No sé que… haría sin Jason. Es lo único que tengo.

Mickey no dijo nada. Sabía que las cosas llegarían por sus pasos contados y que Harrison se lo contaría todo a su debido tiempo.

La señora Butler había abandonado a Harrison y a su hijo de un año de edad hacía diecisiete años, se había vuelto a casar y Harrison no tenía en aquellos momentos la menor idea de cuál era su paradero. Jamás escribió ni manifestó el menor interés por el chico. Harrison y Jason repartían el tiempo entre dos casas: la de Oahu, cerca del Cabo Coco, que Harrison utilizaba cuando tenía algún asunto de negocios que resolver en Honolulú, y la casa familiar, en la isla de Lanai, una antigua mansión ancestral llamada Pukula Hau.

—Jason nació en esta última —explicó Harrison con su bien timbrada voz—. Yo también nací en Pukula Hau. Mi padre construyó la casa en mil novecientos doce y trajo a su flamante esposa en mil novecientos trece. En mil novecientos dieciséis se fue a la guerra y no regresó. Yo nací al año siguiente. Mi madre se encargó de criarme y de supervisar las tareas de nuestra plantación de piñas. La heredé hace veinte años cuando ella murió y espero dejársela en herencia a Jason.

Mickey sabía que Harrison era multimillonario. El apellido Butler se veía por doquier, tanto en las calles como en los edificios; era casi tan legendario como el de los Dole. A lo largo de los años, sin embargo, Harrison fue dejando la dirección de la plantación para dedicarse más de lleno a la tarea de inversor. Su más reciente actividad, le explicó a Mickey, eran las inversiones cinematográficas. Ya había financiado un gran éxito de taquilla y esperaba participar en futuras producciones.

Harrison abandonó en seguida el tema de su vida y la de su hijo para interesarse por la de Mickey.

—Es usted una mujer que sabe lo que quiere y cómo conseguirlo —dijo, tras escuchar el relato de los cinco años y medio que Mickey había pasado en el Great Victoria como residente—. Hace falta mucho valor para soportar un período tan largo en el hospital a costa de otras cosas.

Las «otras cosas» eran un marido y una familia. Aunque su actividad en el hospital no era tan vertiginosa como antes, Mickey aún no quería diversificar sus energías.

—¿Cuándo terminará con todo eso?

—El próximo junio. Después de haber pasado cuatro años en la escuela de medicina y seis en el Great Victoria, me parecerá extraño encontrarme libre.

—¿Piensa dedicarse al ejercicio particular de la medicina?

—Así lo espero. A primeros de año, empezaré a buscar un local para el consultorio.

Él la estudió un instante, mientras contemplaba el juego de la parpadeante luz de la vela sobre sus hermosas facciones. Mickey aún llevaba el cabello rubio platino tal como se lo habían peinado Ruth y Sondra la primera vez, hacía ocho años: echado hacia atrás y recogido en un moño en la nuca. Como una bailarina clásica, pensó Harrison, como una primera bailarina. La médica de Jason era extraordinariamente agraciada: ¿por qué no se había casado?

—¿Puedo invitarla a cenar alguna otra vez? —le preguntó.

Mickey se disponía a contestar cuando se disparó el avisador que llevaba en el bolso.

—Disculpe, por favor —dijo, levantándose para dirigirse a los teléfonos situados al fondo del restaurante.

Durante los pocos minutos en que estuvo ausente, llegaron los platos. Cuando Mickey regresó a la mesa, a Harrison le bastó con verle la cara para adivinar la razón de la llamada.

—Es Jason —se limitó a decir.

—Lo lamento mucho, Harrison. Un coágulo de sangre le alcanzó el pulmón. Ha sido todo muy repentino.

—¿Quiere acompañarme al hospital? —contestó él, levantándose.

A Mickey le encantaba su apartamento. Tenía una vista sobre el cabo Diamond y un balcón en el que podía sentarse a disfrutar de la fresca brisa tropical. El interior estaba decorado con sencillez y buen gusto, combinando los distintos objetos que fue reuniendo tras separarse de Gregg Waterman hacía cuatro años: una alfombra de vicuña, sillas cromadas con asiento de cuero, dibujos a pluma de Tseng-Yo-Ho, estatuillas de Tonga y cortinajes de batik polinesio. Tenía muchos libros y discos, un pequeño televisor en color y, sobre todo, unos vecinos muy tranquilos a uno y otro lado. Porque a Mickey le gustaba la tranquilidad. Dedicaba el tiempo libre a la lectura de libros de medicina y a escuchar música clásica o bien a dar paseos por la isla en su pequeño automóvil. Tenía amistades, pero no le gustaba alternar demasiado en sociedad. Sus mejores amigos eran Toby Abrams, que ya tenía su consultorio particular, y su mujer; de vez en cuando ambos trataban de buscarle un novio.

A Mickey no le importaba que lo hicieran aunque, hasta la fecha, la cosa no había dado resultado. Solían ser profesionales inteligentes y simpáticos, pero nunca saltaba la chispa. Y quizás eso jamás ocurriera.

Aquella ventosa mañana de marzo que marcaba el comienzo de su fin de semana libre, Mickey se disponía a dar una vuelta por la isla. Sólo en los últimos tiempos había empezado a familiarizarse con su hogar tropical, explorando Oahu cámara en ristre como una turista, llevando consigo la bolsa del almuerzo y un frasco de aceite bronceador. Aún tenía muchas cosas que ver y saborear. Aquel día pensaba visitar el Centro Cultural Polinesio, una reconstrucción de una colonia de los mares del Sur al nordeste de la isla. Pensaba detenerse por el camino para fotografiar el Surtidor de la Ballena y el Sombrero del Chino.

Pero esta vez no fotografiaría a los practicantes de surf.

Antes, uno de sus pasatiempos favoritos consistía en trasladarse a la bahía de Waimea o al camino de Banzai y sentarse en la arena con la Nikon para fotografiar a los jóvenes sobre las tablas de surf. Pero eso fue antes de que trajeran a Jason a la sala de urgencias en noviembre y ella luchara por salvarle como jamás en su vida había luchado por nadie.

La muerte del muchacho supuso un duro golpe para todos: para Mickey y los demás miembros del equipo y también para las enfermeras de cuidados intensivos. Desde aquellos primeros instantes en la sala de urgencias en que Jason parpadeó mirando confuso a Mickey y luego volvió a desmayarse, el chico no recuperó el conocimiento ni un segundo. Su padre permaneció junto a su lecho catorce días, esperando ver en él un destello de vida, tratando de descubrir alguna señal de que su alma aún seguía habitando en aquel cuerpo maltrecho. Pero Jason no salió del estado de coma y murió sin conocer el amor que le había rodeado en los últimos momentos de su vida.

Mientras cerraba la cremallera del bolso, Mickey pensó en Harrison Butler. Le había visto por última vez junto al lecho del joven, cuando la llamaron del hospital a través del avisador. Las enfermeras ya habían desconectado todos los tubos y habían subido las sábanas hasta el cuello de Jason, cuyo rostro apenas podía verse porque estaba prácticamente tapado por los vendajes. Hubiera podido ser un desconocido cualquiera, no muerto sino tan sólo dormido. Mickey y las enfermeras dejaron a Harrison solo en el compartimento y corrieron las cortinas sobre las paredes de vidrio. Harrison permaneció largo rato allí dentro con el chico y, cuando salió, tenía las mejillas pálidas y chupadas, pero en sus ojos no había lágrimas. Estrechó la mano de cada uno de los miembros del equipo y les dio a todos las gracias por haber tratado con el mayor interés salvar a su hijo. Después, se marchó.

Transcurrieron cuatro meses, durante los cuales, sólo tuvieron una noticia de Harrison Butler: envió un regalo al Great Victoria, consistente en un scanner TAC, un nuevo y revolucionario aparato para la detección de lesiones cerebrales. Hizo la donación en memoria de Jason Butler.

Mickey llamó a la centralita y avisó que estaría ausente dos días. Luego, recogió dos cartas para echarlas al buzón cuando saliera. Una era para Ruth, felicitándola por el nacimiento de Leah, una saludable chiquilla cuya existencia estuvo pendiente de un hilo en noviembre. La amniocentesis demostró que no padecía la enfermedad de Tay-Sachs y el embarazo pudo llegar a buen término. En el otro sobre había una tarjeta de felicitación para Sondra y Derry, que iban a celebrar sus cuatro años de matrimonio dentro de quince días.

Mientras cerraba el balcón, Mickey se detuvo a contemplar la impresionante vista. El Cabo Diamond se elevaba majestuosamente sobre el trasfondo de un cielo increíblemente azul, y más abajo se podían ver los blancos edificios, las palmeras y los jardines en flor. En una de aquellas calles estaba ubicado el consultorio de Mickey. Lo amuebló con ayuda de un préstamo bancario y contrató a una recepcionista y una enfermera. Faltaban tres meses para el comienzo de su nueva actividad. Se levantaría por la mañana y, en lugar de dirigirse al hospital tal como hizo durante seis años, tomaría el camino contrario; recorrería a pie una corta distancia bajo el claro sol hawaiano, colgaría la chaqueta y el bolso en su despacho y empezaría a atender a unos pacientes que serían enteramente suyos.

Apenas faltaban tres meses.

«¿Estoy asustada? —se preguntó ahora—. Sí, un poco. Para eso he trabajado toda mi vida, para tener un consultorio ahí abajo. Y, ahora que ya lo tengo, me da miedo».

Estaba a punto de llegar el día que ella y Jonathan no tuvieron paciencia de esperar por considerarlo demasiado lejano. «No puedo pasarme seis años sin ti», le había dicho él. Y ella le había contestado: «Pues, entonces, vente conmigo». Pero fue imposible, el futuro les parecía un escollo insuperable. Seis años eran demasiados. El final no llegaría jamás. Y, sin embargo, allí estaba el término de un período de sacrificios que entonces les pareció a los dos muy largo y lejano.

Faltaban tres meses para que Mickey recuperara la libertad y pudiera vivir y trabajar donde quisiera y amar a quien quisiera. Pero nadie la esperaba.

Mientras se apartaba del balcón, sonó el teléfono. Mickey frunció el ceño. En el hospital sabían que no estaba de servicio.

—¿Diga? —contestó.

—¿Mickey? —preguntó una conocida voz—. Soy Harrison Butler. Quería preguntarle si podríamos vernos hoy.

—¡Harrison! —exclamó Mickey.

—Necesito hablar con usted.

La noche era húmeda y calurosa, un tiempo de kona en que los psiquiatras de Oahu solían atender a más pacientes que nunca. Mientras Harrison y Mickey salían del aparcamiento de éste, la radio advirtió a los oyentes que podrían producirse tormentas a medianoche en el sur de la isla.

Iban a asistir a un baile de gala ofrecido por el gobernador en honor de Cary y Barbara Grant en el Washington Place, la antigua mansión de la reina Liliuokalani, convertida más adelante en residencia del gobernador de las islas Hawai. Mickey permanecía sentada en silencio al lado de Harrison en el automóvil que avanzaba en lenta procesión hacia la entrada del edificio. La casa se levantaba en medio de verdes extensiones de césped y hermosas hileras de nogales pili. Era una mansión construida a finales del siglo pasado, y considerada por muchos como el símbolo de un elegante y exótico pasado ya fenecido. Mickey no cabía en sí de felicidad. Estaba enamorada del hombre que la acompañaba.

Desde aquella inesperada llamada del mes de marzo, llevaban seis meses viéndose. Mickey abandonó inmediatamente su proyecto de explorar la isla y estuvo todo el día paseando con Harrison por una playa solitaria mientras él le hablaba de Jason y de su dolor, de sus cuatro meses de duelo, soledad y tristeza, escondido en su casa de Lanai, sin atender llamadas ni ver a nadie, tratando de asimilar la muerte de su hijo. Después salió, miró a su alrededor y experimentó en su interior una abrumadora necesidad de ver a Mickey Long y de hablar con ésta. Sabía que ella lo comprendería porque había vivido muy de cerca la situación.

Y Mickey lo comprendió. Le escuchó durante un buen rato y después habló. Aquel día recorrieron un largo camino en aquella desierta playa azotada por las olas y habitada tan sólo por las gaviotas. Ambos se desahogaron mutuamente, el uno por la pérdida del hijo y la otra, por la del paciente. Y, cuando se puso el sol y ya no les quedaba nada más por decir, Mickey y Harrison se dieron cuenta de que se había establecido entre ambos un vínculo muy especial.

Mantenían unas relaciones sumamente tranquilas en las que no había ningún tipo de imposición por ninguna de las partes; compartían alguna tarde, asistían a algún concierto por la noche y salían el domingo a dar una vuelta y almorzar en la bahía de Waimea. No había sido un flechazo instantáneo, sino el gradual despertar de unos sentimientos, una comunidad de filosofías e intereses y un creciente respeto mutuo que, poco a poco, empezó a echar raíces hasta que ambos decidieron, casi sin percatarse de ello, hacerse concesiones y confidencias ante el avance de lo que parecía inevitable.

Harrison Butler era un hombre bueno y generoso, tan considerado como apuesto, siempre sonriente y solícito. La diferencia de edad —Harrison tenía sesenta años y Mickey treinta— no constituyó el obstáculo que ella temía. El vigor y el juvenil aspecto del padre de Jason consiguieron cerrar la brecha.

Sin embargo, las relaciones eran algo ambiguas. Al cabo de seis meses, seguían siendo amigos y no amantes. Se aproximaban el uno al otro, pero se echaban atrás de inmediato al menor asomo de compromiso. Transcurrían varios días sin que él la llamara hasta que, de golpe, la volvía a telefonear y entonces lo pasaban maravillosamente bien juntos, salían una tarde o una noche y se comportaban un poco como viejos amigos. Alguna vez, casi parecían amantes y Harrison le tomaba de una mano y la miraba a los ojos. Sin embargo, cuando parecía que los acontecimientos podían pasar a mayores, Harrison se retiraba bruscamente, como temeroso de algo, y volvía a marcar distancias. La palabra «amor» jamás se había mencionado y, hasta entonces, no se habían besado ni una sola vez.

Cuando Harrison la llevó a la casa que tenía en la isla de Lanai, una soberbia mansión colonial situada en lo alto de un farallón, Mickey pensó que le iba a hacer una proposición. Sin embargo, no fue así, aunque por motivos totalmente inesperados.

Aquel día de junio en que se trasladó a Lanai con Harrison en el avión privado de éste, Jonathan regresó a su vida. Mickey se llevó una sorpresa por partida doble, en primer lugar, porque no lo esperaba y, en segundo, porque todo fue un plan urdido por el propio Harrison Butler.

Al llegar a Pukula Hau, la mansión de Lanai, Mickey descubrió que aquella noche se iba a celebrar una fiesta. Cientos de invitados de etiqueta y con trajes de noche holoku se dispersaron por el jardín, sorbiendo champán y saboreando platos fríos hawaianos mientras una orquesta interpretaba melodías isleñas bajo el cielo estrellado. A medianoche hubo una fiesta típicamente hawaiana con cerdo kalua y hogueras y danzas hula. Más tarde, cuando los invitados ya habían saboreado el salmón lomi y las carnes envueltas en malangas, cuando se terminó el budín haupia y las piedras imu sobre las que se habían asado las carnes empezaron a enfriarse, Harrison desveló la sorpresa de la noche: una proyección de la película de riguroso preestreno ¡Invasores!

Los cansados y aturdidos invitados entraron en la salita del ala este de la casa y se acomodaron en las butacas tapizadas de terciopelo. Gracias a sus conexiones financieras con los estudios, Harrison tenía acceso a las mejores películas antes de su estreno oficial en las pantallas comerciales; los invitados sabían por tanto que iban a gozar de un buen espectáculo. Sin embargo, el luau se prolongó en exceso y muchos de ellos temían quedarse dormidos en cuanto se apagaran las luces.

Cuando empezó la proyección de la película, comprendieron que no habría peligro de que ello ocurriera.

En cuanto la sala quedó a oscuras, la pantana estalló en luces multicolores. Un calidoscopio de fuegos artificiales sorprendió a los espectadores y, antes de que pudieran darse cuenta, los arrastró al rugiente infierno de lo que los astrofísicos llaman el «Big Bang» inicial. Alguien musitó en la oscuridad: «Vaya, un filme de ciencia ficción»; pero éste fue el único comentario que se oyó durante las tres horas que duró la película. Al llegar el punto culminante de la obra, las estrellas y los planetas implosionaron en una imagen invertida de la secuencia inicial. Se encendieron las luces, pero nadie se movió de su asiento.

Mientras los espectadores empezaban a moverse, Mickey oyó retazos de conversación: «¡Ciencia ficción! Yo creía que eso ya estaba muerto y enterrado». «¿Quién es el director…? Me parece que un tal Archer…». «Está casado con Vivienne, la actriz francesa». «Archer se encuentra en estos instantes en Kahoolawe recorriendo los polígonos de práctica de tiro militares con vistas a su próxima película. Dicen que va a ser una continuación de la que acabamos de ver».

En aquellos momentos, en aquella cálida noche de septiembre, mientras el automóvil de Harrison se aproximaba a la entrada de la mansión del gobernador, Mickey recordó la noche en que Jonathan la llevó a los abandonados estudios cinematográficos de Calabasas con sus espectrales fachadas y escaparates y oyó de nuevo el crujido de sus pisadas sobre la grava mientras seguían el débil resplandor de la linterna. «No me voy a pasar toda la vida haciendo películas de aficionado, Mickey. Tengo grandes proyectos. Deseo ofrecerle a la gente algo interesante que ver. Y quiero que tú me ayudes a hacerlo». Entonces oyó la terrible intromisión de la señal del avisador y vio volar por los aires el diminuto aparato.

¿Fue allí dónde rodó aquella extraordinaria película, aquella fenomenal sinfonía del espacio que vieron aquella noche en casa de Harrison Butler y que posteriormente batió todas las marcas de taquilla? ¿En aquellos viejos, herrumbrosos y olvidados estudios cinematográficos?

«En estos instantes está recorriendo Kahoolawe».

Consideró fugazmente la posibilidad de establecer contacto con él, diciéndose a sí misma que sería por pura amistad y en recuerdo del pasado. Pero después le pasó el impulso y la realidad la obligó a tener en cuenta el tiempo, el lugar y las circunstancias. «Está casado con Vivienne. Ya no somos los que éramos».

Vio su rostro en una de las últimas portadas del Time, un rostro ligeramente más maduro, con el cabello muy corto según la moda del momento y una nueva expresión de confianza en los ojos rodeados de finas arrugas. Era uno de los nuevos grandes directores de Hollywood. «Una cara que tendría que estar frente a las cámaras y no detrás», sentenció una columnista, añadiendo que, si fuera actor en lugar de director, Jonathan Archer figuraría en aquellos momentos en la lista de los «guapos oficiales» de Hollywood.

Mickey se alegraba por él. Y por sí misma también. Ambos habían alcanzado los objetivos que perseguían. A los tres meses de haber abierto el consultorio, la joven comprendió que su decisión fue acertada y que los sacrificios habían merecido la pena. Hizo bien en no acudir a la cita al pie de la torre del campanario, porque, en aquellos momentos era una prometedora especialista en cirugía plástica y reconstructiva, tenía un consultorio propio y un creciente número de pacientes, muchos de ellos enviados por otros médicos. Y, por si fuera poco, tenía a su lado a un hombre del que estaba profundamente enamorada.

Lo único que necesitaba ahora para que su vida fuera completa era que Harrison le confesara los mismos sentimientos con respecto a ella.

La gente se los quedó mirando al entrar: Harrison Butler, alto y elegantemente vestido, penetró en el vestíbulo iluminado por las arañas de cristal como si fuera un aristócrata de rancio abolengo; y Mickey, alta y muy esbelta, parecía una princesa de cuento de hadas, luciendo un precioso vestido en distintas tonalidades de azul. Fue como un sueño tropical. En toda la mansión había maravillosos arreglos florales de llamativos colotes, que combinaban la sencilla plumería con el rojo tulipán africano y la delicada bauhinia. Las puertas aparecían adornadas con guirnaldas de amandas amarillas y de rosas silvestres; en los jarrones de cristal había anturios rojos y rosas anaranjadas. Se aspiraba en el aire la fragancia de los jazmines, y los invitados eran recibidos al entrar con un vistoso leis confeccionado con orquídeas blancas y buganvillas de color lavanda.

Llegaba desde la terraza el sincopado ritmo de la música; las seductoras bailarinas interpretaban el complicado Kaimana Hila y en las mesas con manteles de encaje había impresionantes esculturas de hielo, mangos carmesí de Haden, bananas de Bluefield, papayas heladas, granadillas púrpura y amarillas y, como es natural, piñas recogidas aquel mismo día en las plantaciones de Oahu. Los ventiladores de latón y madera del techo giraban velozmente para refrescar el sofocante aire. Era la estación del hoo-ilo, es decir, de las lluvias y el viento, y aquella noche reinaba en la residencia del gobernador una atmósfera agobiante.

Había muchas personas con quienes conversar, a quienes saludar y a quienes ser presentados. Harrison y Mickey se movían por entre el mar de invitados como impulsados por unos suaves vientos alisios. De vez en cuando, él le rozaba el brazo o la tomaba por el codo, siempre cortés y solícito, siempre atento a su copa, a su plato, a su comodidad. A Mickey le pareció ver en él aquella noche algo ligeramente distinto, pero pensó que debían ser figuraciones suyas.

Se sentía rebosante de dicha. La noche parecía un sueño. Aquella Mickey que años atrás se ocultaba el rostro tras el cabello jamás se hubiera podido imaginar en semejante escenario. Se rió mucho a lo largo de toda la velada porque el champán era como un elixir y Harrison la tenía hechizada. Hubiera deseado que la fiesta se prolongara indefinidamente.

Bailaban bajo el cielo nocturno al ritmo de las melodías isleñas y formaban una pareja tan hermosa que parecían los amos del universo. Abrazada estrechamente a él, Mickey se sintió invadida de repente por el amor. Y también por el deseo. Era un delicioso dolor que llevaba muchos años sin sentir. Desde que… Pero no quería pensar en Jonathan en aquellos momentos, por lo menos, no en aquel sentido. ¿Estoy enamorada todavía de él?, se preguntó mientras giraba en brazos de Harrison. No, no lo estoy; por lo menos, no debo estarlo. Tengo que olvidar el pasado. En todo caso, será tan sólo un dulce recuerdo porque fue el primero.

¿Y si volviera a verle? Mickey apartó este pensamiento de su mente. Aquella noche estaba con Harrison y, por unas horas, sólo le pertenecería a él.

En mitad de un vals, Harrison se detuvo en seco y la miró con expresión enigmática; después, la tomó de un brazo y salió con ella a la terraza y bajaron luego por un sendero que discurría entre árboles y flores. Una vez lejos de los rumores del baile, el hombre se volvió a mirarla con expresión pensativa.

Mickey se puso en guardia. En el transcurso de la fiesta, le pareció ver en Harrison una rigidez y un distanciamiento desconocidos. Contemplando ahora sus ojos gris oscuro, se percató de que, efectivamente, había en él algo distinto aquella noche.

—Mickey —le dijo Harrison al final, tocándole delicadamente con las manos los brazos desnudos—. Hay algo que debo decirte. —De golpe se levantó un viento cálido y húmedo; la tormenta estaba al llegar—. Llevo algún tiempo buscando el momento oportuno y las palabras más adecuadas. No es fácil para mí, quiero que lo comprendas, Mickey.

Las ramas y las hojas de los árboles empezaron a agitarse a su alrededor y unos gruesos capullos cayeron al suelo. Mickey le miró expectante.

—Cuando mi mujer me abandonó hace casi dieciocho años —añadió Harrison en tono pausado—, sufrí la peor pérdida de mi vida. Era mucho más joven que yo. Tenía veinte años y yo cuarenta cuando nos casamos. Yo creí que era feliz en Pukula Hau, que le gustaba la isla y nuestra vida en común. No tenía la menor idea de que todo ello le parecía una cárcel y yo el carcelero —la fuerza del viento se intensificó y las hojas de los palmitos empezaron a crujir—. Tras el nacimiento de Jason, empezó a dar muestras de inquietud y nerviosismo. Yo estaba ocupado en la plantación y creía que el cuidado de nuestro hijo sería para ella un motivo de satisfacción y de entretenimiento. Pero me equivoqué. Un día, al regresar a casa, encontré una nota. Mi esposa no quería nada de mí, sólo la libertad. Se fugó con un chico de la isla. Tardé dos años en iniciar los trámites del divorcio. Siempre esperaba que volviera —las manos de Harrison asieron con fuerza los hombros de Mickey—. Cuando Jason cumplió seis años, contraté los servicios de un detective privado para que la buscara. Se encontraba en los Estados Unidos y llevaba una vida nómada. Después le perdí la pista y me di por vencido. Jason y yo seguimos viviendo solos. —Se le quebró la voz y en su hermoso rostro se dibujó una mueca de dolor. Mickey le oprimió una mano—. Al morir Jason —añadió Harrison—, volví a experimentar la mayor pérdida de mi vida. Fue casi insoportable. Creí que esta vez no podría sobreponerme al sufrimiento. Entonces, comprendí que me estaba destrozando y me acordé de ti y de cómo cuidaste a mi hijo y de los catorce días que compartimos.

El viento soplaba ahora con fuerza. A través de los árboles, se escuchó el rumor de las risas mientras los invitados y los músicos abandonaban apresuradamente la terraza. Incluso se oyó el tintineo de las arañas de cristal. Harrison apretó fuertemente los hombros de Mickey como para impedir que el viento se la llevara. A Mickey se le deshizo parcialmente el moño y unos mechones de cabello rubio platino le empezaron a azotar el rostro.

—No podría soportar otra pérdida, Mickey —añadió Harrison en tono apremiante—. Debo saber esta noche, ahora mismo, lo que sientes por mí y si hay alguna esperanza de que podamos vivir juntos y si tú quieres quedarte conmigo y no dejarme jamás. Porque, si no hay ninguna esperanza, prefiero que nos separemos ahora que todavía me quedan fuerzas.

Antes de que Mickey pudiera contestar, una rama de palmera arrancada por el viento cayó al suelo, a escasa distancia de donde ellos se encontraban. Harrison rodeó inmediatamente a Mickey con los brazos para protegerla. Unas enormes hojas como orejas de elefante se agitaban impulsadas por el viento cuya fuerza se estrellaba contra las piedras, las flores y la grava del suelo. A poca distancia, se oyó un fuerte crujido. Mickey hundió el rostro en el cuello de Harrison, y se sintió segura en sus brazos. El viento trató de derribarles, pero Harrison se mantuvo firme e inmóvil como una roca. Abrazada a él, Mickey se alegró de sentirse vulnerable y de confiar, aunque sólo fuera por una vez, en la fuerza y el valor de otra persona. Diez años de soledad, de luchas solitarias y de armarse de valor cada mañana… Ahora, Harrison sería su baluarte, su fortaleza y su puerto.

Permanecieron largo rato en el jardín, Harrison protegiéndola con el fuerte escudo de su cuerpo y Mickey sintiéndose segura y querida en sus brazos.

Después empezaron a caer las primeras gotas, una cálida lluvia tropical que en el acto levantó una bruma de la arcillosa tierra. Por fin, Mickey levantó la cabeza, oprimió una mejilla contra la de Harrison y le dijo al oído:

—Vámonos a casa, Harrison.

La fiesta proseguía en el interior de la mansión y la orquesta tocaba en el gran salón de baile con las ventanas y puertas cerradas para evitar que penetraran el viento y la lluvia. Mickey y Harrison se abrieron paso por entre los invitados, tomados de la mano como si temieran perderse mutuamente. Al llegar al vestíbulo, se encontraron con un pequeño caos en el que algunos invitados intentaban marcharse con paraguas prestados y otros muchos llegaban a la fiesta, y entraban presurosos para resguardarse de la lluvia.

Tardaron unos minutos en traerle el automóvil a Harrison. Ambos estaban impacientes por reanudar lo que acababan de interrumpir y trasladarse cuanto antes a la casa del Cabo Koko. Mickey tenía las mejillas arreboladas a causa de la emoción y sus ojos brillaban como peridotos verdes. Los brazos de Harrison la rodearon por la cintura con una fuerza de clara significación sexual.

Mickey no podía creer que sus sueños se hubieran convertido en realidad. Ahora su vida ya era completa.

Mientras bajaban deprisa los peldaños para dirigirse al automóvil, cuyas portezuelas mantenía abiertas el chófer, Mickey apartó el rostro para protegerse de la lluvia y del viento y lo inclinó hacia el hombro de Harrison, lo cual le impidió ver, mientras subía al vehículo, a Jonathan Archer, descendiendo del automóvil de atrás para entrar en la casa.