Ruth estaba desconcertada. Según todas las leyes de la naturaleza y de la ciencia, la paciente ya hubiera tenido que estar embarazada. Pero, más que desconcertada, se sentía desalentada. Tenía la escurridiza respuesta en la punta de los dedos, pensaba que, con sólo extender la mano, hubiera podido dar con la solución. Pero era inútil, ya había llegado al límite de sus conocimientos y de su habilidad.
Estaban sentadas en un sofá de mimbre blanco que tenía cojines verdes y amarillos; el sol de noviembre penetraba a través de las ventanas del despacho, derramándose sobre la tela de la tapicería como una fina lluvia. En un rincón, un ficus desafiaba el clima norteño del exterior y los peces tropicales brillaban con sus reflejos escarlatas y dorados en su mundo acuático. El despacho de Ruth, decorado por ella misma, estallaba de vida. En la sala de espera, un cartel decía: «La guerra no es sana para los niños y otros seres vivientes».
—La verdad es que no sé qué decirle, Joan. He hecho cuanto he podido.
La señora Freeman llevaba dos años casada y deseaba con toda su alma tener un hijo.
—¿No me podría inseminar artificialmente con el esperma de mi marido, doctora? —preguntó, retorciendo un pañuelo entre las manos.
—Sus análisis son normales, Joan. Yo no podría hacer nada para mejorar lo que hace su marido.
Aquello era lo más fastidioso. Cuando la señora Freeman acudió a su consultorio, Ruth le hizo los exámenes habituales y las preguntas de rigor, y descubrió que era una mujer joven y sana de treinta y tres años, que no presentaba ninguna anomalía. Jamás había sufrido inflamaciones o intervenciones quirúrgicas en la zona de la pelvis, nunca había utilizado ningún medio de control de la natalidad antes del matrimonio porque sus creencias religiosas se lo impedían, nunca había estado embarazada y no tomaba ningún medicamento; su menstruación era regular y normal, los ovarios tenían un tamaño corriente y la posición de la matriz era correcta; los análisis de sangre y la prueba de Rubin eran normales. Las relaciones sexuales con su marido hubieran tenido que desembocar en un embarazo: tres veces a la semana sin utilizar lubricantes ni irrigaciones posteriores. El recuento espermático del señor Freeman era normal.
Por consiguiente, ¿por qué no se quedaba embarazada?
Habían transcurrido nueve meses desde la primera visita, pero la solución parecía muy lejana. Tras haber llevado a cabo la terapia habitual —gráficos de temperatura, almohada bajo las caderas, gráficos del ciclo de la fertilidad—, Ruth no sabía si practicarle o no una laparoscopia, invadiendo su cuerpo con instrumentos de treinta centímetros de largo para comprobar si había adherencias o alguna endometriosis no detectada. Los procedimientos quirúrgicos no le gustaban, y tampoco quería recurrir a los métodos mecánicos ni a los medicamentos. Pero, sin ello, no podría hacer nada más por la mujer.
—Sólo puedo aconsejarle que vaya a un especialista en fertilidad.
—¿Quiere decir que vaya a otro médico?
—Yo he hecho por usted todo cuanto he podido, Joan. No hace falta que lo haga de inmediato, sígalo intentando tal como hasta ahora, relájese un poco más, recupere la espontaneidad de su vida amorosa… —dijo Ruth, extendiendo las manos.
Uno de los efectos secundarios de los tratamientos contra la esterilidad era la desaparición de la magia y del romanticismo de la vida sexual de los pacientes. La pareja se concentraba tanto en hacer «lo adecuado» en el «momento adecuado» que toda la espontaneidad de las relaciones amorosas se desvanecía. Hacían el amor cuando lo exigía el gráfico de la temperatura, lo hacían por la mañana cuando no les apetecía para que la mujer pudiera trasladarse corriendo al consultorio del médico y someterse a la correspondiente prueba; la creciente tensión daba lugar a episodios de impotencia; las relaciones sexuales se convertían en un acto robotizado cuyo objetivo era la simple fabricación de un producto.
Ruth se levantó del sofá y se acercó al escritorio atestado de papeles. Rebuscó entre las carpetas, gráficos y folletos y tomó una lista.
—Ahí tiene —dijo, regresando al sofá con una sonrisa—. Es un médico de Seattle. No creo que tenga ninguna dificultad en…
—¿Un médico? —preguntó la mujer, alarmada.
—Lo siento —dijo Ruth, encogiéndose de hombros—, es el único que le puedo aconsejar. Tengo entendido que es muy bueno.
—¿Y tendré que empezar de nuevo por el principio? —preguntó la señora Freeman, mirándose las manos.
—Me temo que sí. Yo le enviaré todos los datos, por supuesto, pero estoy segura de que él querrá repetir muchas de las cosas que yo hice para, de este modo, conocerla mejor.
Se hizo el silencio y la escena quedó paralizada como en una imagen fija cinematográfica: una joven y bonita mujer vestida con pantalones vaqueros y camisa estilo leñador y otra ligeramente mayor, pero con una experiencia de siglos, enfundada en una blusa de seda color crema y una falda de tweed. Un frío viento del norte barrió la pequeña localidad de Winslow, golpeó la humilde entrada y las ventanas del consultorio de la doctora para ensañarse después con los pinsapos y los abetos de la calle.
—No creo que a mi marido le guste —dijo Joan en tono vacilante—. La verdad, doctora Shapiro, es que nos cuesta Dios y ayuda pagar sus honorarios. Figúrese usted si tuviéramos que pagar los de otro médico. Si no le importa —añadió—, preferiría seguir viniendo a su consultorio.
«¡Pero yo ya hice lo que podía, no puedo hacer nada más!».
—Muy bien, como usted guste, Joan. Veré si podemos probar alguna otra cosa.
«Porque quiero satisfacer sus deseos tanto como los míos. Deseo que Mary Farnsworth me diga que mi bebé está bien».
Había transcurrido dos semanas desde que le hicieran la amniocentesis y, a partir de entonces, Ruth experimentó un cambio casi imperceptible cuyos efectos se dejaron sentir en su trabajo.
Empezó al día siguiente de la prueba cuando ella, Arnie y las niñas fueron a comer a casa de los padres de Ruth, en Port Angeles. El milagro ocurrió cuando ésta se encontraba de pie junto al fregadero de la cocina, ayudando a su hermana menor a lavar los platos. El bebé se movió. Era una sensación que Ruth ya conocía de otras veces: una vibración parecida a la del rumor de gases acumulados en los intestinos, una pausa y luego, otra vibración. Lo notó durante los embarazos de sus cuatro hijas, aunque esta vez no era exactamente lo mismo.
Se le cayó un vaso de las manos y rompió a llorar. Acudieron corriendo la señora Shapiro, la mujer de Joshua y la de Max y también la novia de David, y la acompañaron con expresión preocupada a una silla. Le preguntaron qué le pasaba y no pudo contestar porque ni ella misma lo sabía.
Entonces levantó los ojos y vio a su padre de pie en la puerta. Durante una décima de segundo, clavó los ojos en los suyos y captó inmediatamente el mensaje. Dejó de llorar y se levantó como movida por un resorte y mientras a todos aseguraba que estaba bien, regresó al fregadero. Pero no podía olvidar los ojos de su padre, preguntándole: ¿Qué te ocurre Ruthie? ¿No puedes con todo?
A partir de aquel instante, Ruth advirtió que brotaban en su interior unas extrañas y siniestras semillas: la desazón, el dolor de la traición, el odio dirigido contra su propio cuerpo, más traidor que Judas. El espíritu era fuerte, pero la carne era débil; ella no tenía la culpa de no haber podido llegar la primera en aquella carrera de su infancia. Se esforzó, pero no pudo. ¿Acaso no era eso suficiente? A los ojos de Mike Shapiro, no. Para él sólo contaban los resultados y los trofeos. El simple deseo de hacer bien las cosas no permitía ganar medallas.
El aborrecimiento que le inspiraba su propio cuerpo le hizo comprender con mayor claridad el que otras mujeres experimentaban. Solía verlo en muchas de sus pacientes: la depresión después de un aborto, el descubrimiento de un cáncer de mama, la pérdida de un hijo…, todo ello daba lugar a una rabia sorda que iba tejiendo por dentro una telaraña de remordimientos, reproches, confusión y temor.
Sin pérdida de tiempo, Ruth puso en marcha un grupo, invitando a las pacientes a reunirse con ella en la apacible atmósfera de su despacho para hablar de sus problemas físicos y de sus tormentos espirituales, con el fin de poder reconciliarse de nuevo con sus cuerpos. Del mismo modo que Joan Freeman se despreciaba y odiaba su propio cuerpo, Heidi Smith no podía vivir con un solo pecho, Sharon Lasnick no podía soportar la angustia de los tres abortos sufridos y Betsy Chowder no lograba superar el trauma de la histerectomía. Se reunían una vez a la semana y hablaban de sus cosas hasta bien entrada la noche. «Ya no soy deseable para mi marido». «Soy inútil porque no puedo tener un hijo». «Mi marido ya no querrá acostarse conmigo». Ruth asumió el papel de asesora y era no sólo la que había extirpado la matriz sino asimismo la que decía que era muy natural que una se sintiera estafada.
La semana anterior, acudieron cinco mujeres; aquella noche iban a ser doce.
—Joan —dijo, acompañando a la joven a la puerta—, ¿por qué no vuelve aquí esta tarde a las siete? Hemos formado un grupo y nos reunimos para hablar de nuestros problemas.
Al regresar al despacho, oyó la voz de la recepcionista a través del dictáfono.
—¿Doctora Shapiro? Su marido está aquí.
¿Arnie? ¿Allí?
—Dígale que espere un momento, voy en seguida. ¿Quién nos queda, Andrea?
—La señora Glass. Después ya está libre.
—Hágala pasar a la sala de examen, Andrea, y dígale, por favor, a Carol que recoja una muestra de orina.
Ruth consultó el reloj. Tenía que acudir a ver a la doctora Farnsworth al cabo de una hora. No esperaba que Arnie la acompañara.
Arnie también consultó el reloj. Iban a llegar con retraso. Bueno, ya se lo advirtió Ruth antes de casarse: los tocólogos no tienen horarios.
Aun así, pensó mientras trataba de acomodarse en una silla diseñada para cuerpos más redondeados que el suyo, él creía que las largas horas y las llamadas nocturnas ya habían quedado atrás. Soportó las incomodidades del período de residencia de Ruth en el hospital porque le constaba que había una luz al final del túnel: el consultorio particular, los horarios regulares y una vida familiar normal. Sólo que las cosas no seguían el camino previsto. En lugar de aminorar un poco la marcha y distribuir mejor el tiempo entre las pacientes y la familia, Ruth se lanzaba constantemente a nuevos proyectos.
Por ejemplo, el grupo que se reunía en el consultorio los viernes por la noche. ¿Por qué se había metido Ruth en aquel berenjenal?
—¿Arnie? —dijo Ruth al tiempo que entraba en la sala de espera—. ¿Por qué has venido?
—He pensado que debía estar contigo cuando Mary Farnsworth te dé la noticia —contestó él, levantándose.
—Me alegro.
Con una sonrisa en los labios, Ruth le tomó una mano y se oprimió con fuerza.
Arnie pensó: «La culpa la tiene el embarazo. Está preocupada y necesita algo con que distraerse. Cuando todo termine…».
—¿Sabes? —dijo Ruth mientras se encaminaban hacia la puerta—. Incluso podrán decirnos el sexo del bebé. ¡Cinco meses antes de que nazca! Espero que sea un niño —añadió, oprimiendo de nuevo la mano de su marido.