Ruth estaba furiosa.
Golpeó el periódico con el reverso de la mano como si espantara una mosca.
—Oye lo que dice aquí, Arnie. «El alumbramiento en casa es, ni más ni menos, una muestra de malos tratos infantiles» —dejó el periódico sobre la mesa atestada de papeles y clavó en su marido unos ojos tan encendidos como los troncos de leña que en aquellos momentos ardían en la chimenea de la cocina—. ¡Malos tratos infantiles! ¡Habrase visto mayor estupidez estampada en letras de molde!
Arnie no interrumpió la rítmica tarea de dar de comer a la pequeña Sarah, de diez meses. De haberlo hecho, la chiquilla hubiera empezado a llorar.
—¿Y a qué viene todo eso ahora, Ruthie? —preguntó, introduciendo la cuchara en la cremosa pasta de cereales y levantándola después a la altura de la boca de su hija—. ¿Por qué lo dicen?
—Por ese absurdo juicio de California. Ya sabes, aquella comadrona acusada de asesinato tras la muerte de un niño a cuya madre ella asistió en casa. ¡Qué barbaridad! —exclamó Ruth, descargando sobre la mesa un puño que hizo vibrar la bandeja del desayuno y la vajilla de plata que había al lado—. ¡Se ha demostrado que el niño hubiera muerto incluso en las mejores condiciones! Pero, no, se han lanzado sobre este caso como una jauría de perros hambrientos sobre un hueso. Y lo malo es que conseguirán convencer a la gente.
—¡Mamá!
—¿Qué hay, cariño? —preguntó Ruth, apartando los ojos de las Cartas al Director mientras su cólera se desvanecía como por ensalmo.
Rachel, de cinco años —cinco años y dos meses, gustaba de puntualizar ella—, se encontraba de pie en la puerta que comunicaba la oscura cocina de ladrillo con el salón de la casa.
—Eso es lo que hoy me pondré para ir a la escuela —dijo con cara de personita mayor. Ruth la miró sonriendo. La pequeña Rachel iba a un parvulario y lo tomaba muy en serio.
—Pero, cariño, te lo has puesto al revés.
Rachel se había puesto el vestido sin desabrochar y el frunce de la pechera se encontraba ahora oculto bajo su mata de negro cabello.
—Pero, mami —dijo la niña, poniendo los brazos en jarras tal como solía hacerlo la señorita Salisbury—, yo lo quiero llevar así. De esta manera, cuando vuelva a casa, me podré desnudar yo sola y tú y Beth no tendréis que ayudarme porque los botones están aquí delante.
—Sube arriba y dile a Beth que te lo ponga como es debido —le contestó Ruth, echándose a reír.
—Bueno —dijo Rachel, exhalando un suspiro de estudiada resignación. Arnie acompañó a Ruth en sus risas y, levantando a Sarah de la alta silla la colocó sobre la alfombra del suelo. Miró a través de la ventana que había encima del fregadero de la cocina y dijo:
—Parece que va a llover, Ruthie. No olvides el impermeable.
Mientras Arnie retiraba los platos sucios de la mesa, Ruth se inclinó para acariciar el sedoso cabello de Sarah. No hacía favoritismos y cada una de sus cuatro hijas le deparaba satisfacciones especiales: Rachel tenía valor y agresividad; Naomi era ingeniosa, mientras que su hermana gemela Miriam poseía una mente inquisitiva; la pequeña Sarah, por su parte, daba muestras de ser una filósofa. A diferencia de sus tres ruidosas hermanas, la chiquilla solía permanecer largo rato ensimismada, con los enigmáticos ojos perdidos a lo lejos.
¿Cómo será el que venga?, se preguntó Ruth, acercándose una mano al vientre. ¿Serás un artista, un político, un innovador? Me da la impresión de que esta vez va a ser un niño[2], pensó, mirando a Arnie, que lavaba los platos de espaldas a ella.
Un estruendo procedente del piso de arriba la indujo a levantar los ojos hacia las vigas del techo. El ruido era lo normal en el hogar de los Roth; aquellos muros centenarios no conocían un momento de silencio desde hacía cinco años.
A Ruth le encantaba aquella vieja casa. Cuando llevaba un mes trabajando como interna y estaba a punto de nacer Rachel, en 1972, Arnie protestó y dijo que no podrían permitirse el lujo de tener aquella casa, pero Ruth se empeñó y, como de costumbre, se salió con la suya. Y no es que a Arnie le importara. En primer lugar, le gustaba ceder ante las exigencias de Ruth y, además, aquella vieja granja victoriana de la costa sur de la isla de Bainbridge le entusiasmaba tanto como a ella.
Las nueve habitaciones no tardaron en llenarse de calor de hogar y de bocas que alimentar. Después de Rachel, vinieron las gemelas, y Brandy, la perra Labrador, alumbró simultáneamente una carnada de cachorros. Los cinco gatos aparecieron uno a uno a lo largo de los cinco años; entraron por la puerta trasera y adoptaron a la familia como si fuera la propia. La pequeña cacatúa blanca que gustaba de posarse en los hombros de la gente y mordisquearle los lóbulos de las orejas llegó junto con los pececillos; el hamsters era el regalo que le hicieron a Rachel con motivo de su cumpleaños, y los conejos de orejas gachas los compró Ruth un sábado en que salió de compras. A Beth, la muchacha de quince años que se había fugado de casa y que en aquellos instantes ayudaba a Rachel a vestirse, la recogió un día Ruth en la calle. Tarde o temprano, solía pensar el marido de Ruth, todos los seres extraviados de la isla de Bainbridge acababan en casa de los Roth.
Arnie levantó los ojos del fregadero y frunció el ceño mientras contemplaba las amenazadoras nubes. La víspera había sido un día despejado aunque un poco fresco. En el transcurso de la noche, sin embargo, una mano celestial descargó sobre la Península Olímpica un arenco de peltre, como si quisiera castigar a los malhechores. Sacudió la cabeza. ¿Qué hacía un chico del valle de San Fernando como él en un lugar tan frío y desapacible?
Hacía un mes, decidieron tomarse sus primeras auténticas vacaciones, aprovechando que Ruth ya había terminado su período de residencia. Pasaron fuera la semana del Día del Trabajador, que siempre se festejaba el primer lunes de septiembre, y llovió sin parar.
Dejó los platos —ya los lavaría Beth más tarde— y se secó las manos; y mientras se bajaba las mangas, se volvió a mirar a Ruth.
Qué guapa estaba. Cada embarazo contribuía a aumentar su belleza, de haber sido ello posible. ¡Qué escena tan sugestiva! Ruth sentada junto a la mesa y bañada por el resplandor del fuego de la chimenea de ladrillo, contemplaba, con la cabeza ladeada a la pequeña Sarah que jugaba a sus pies. Había engordado un poco, pero los kilos le sentaban de maravilla, pensó Arnie.
No solían disfrutar de muchos momentos de sosiego; normalmente, se vestían a toda prisa y salían corriendo. El teléfono sonaba muy a menudo y, casi siempre, se trataba de alguna paciente en apuros. Ahora que Ruth había montado un consultorio particular, Arnie esperaba que hubiera un poco más de tranquilidad en la casa.
Un siniestro gorgoteo le indujo a mirar con rabia el viejo grifo de la cocina. Volvía a gotear. Aún no habían pagado la última factura del fontanero que tuvo que destripar todo el cuarto de baño de arriba porque Rachel introdujo un paño de lavarse en el desagüe. Sacudió la cabeza. Cuanto más dinero ganaba, más necesitaban.
Otro goteo se unió al del grifo. Acababan de empezar las lluvias de noviembre. Miró a través de la ventana, maldiciendo el tiempo, pero su enojo se desvaneció de golpe al contemplar la pequeña jungla que había en el antepecho de la ventana: todos los tallos rotos, las semillas y los huesos de fruta acababan en alguna de las macetas, rebrotaban, y producían delicados filamentos. Las más recientes adquisiciones eran cuatro vasos que, llenos de agua, contenían en su interior unos huesos de aguacate atravesados por mondadientes. Todos los vasos llevaban una etiqueta en la que constaba el nombre de cada una de las niñas, y todas las mañanas, Ruth las levantaba en brazos una tras otra para que vieran los progresos de su semilla…, incluso a la pequeña Sarah que no comprendía nada.
Arnie asió con la mano izquierda el puño derecho de su camisa y se dio cuenta de que faltaba el botón y que en su lugar sólo colgaba un hilo. Frunció el ceño. Se le había caído hacía varias semanas y no podía subir a cambiarse porque era la única limpia que le quedaba y el lavadero estaba lleno a rebosar de ropa sucia.
—Sarah, cariño, no te metas el lápiz en la nariz.
Arnie se volvió y vio a Ruth; había levantado a la niña del suelo y la acunaba en la especie de hamaca que la holgada túnica formaba entre sus rodillas, Ruth tomó el sonrosado puño de su hija y se lo acercó al vientre.
—Mira, Sarah, aquí está tu nuevo hermanito o hermanita. Dile hola, Sarah, te oirá.
La niña emitió un murmullo ininteligible y se deslizó de nuevo al suelo. Arnie volvió a sacudir la cabeza. ¿Cómo podía Ruth con todo aquello? En 1972, él pensaba que no podría abarcarlo todo: el matrimonio, la nueva casa, la carrera de medicina. A menudo trabajaba más de cien horas semanales y, cuando nació Sarah, los primeros dolores del parto la sorprendieron mientras visitaba a los pacientes del hospital. Ruth siguió pasando visita, apoyándose en la pared durante las contracciones, hasta que, al final, se dirigió muy tranquila al servicio de tocología, comunicó a las enfermeras la inminencia del alumbramiento y se tendió en un quirófano de partos al lado de una de sus pacientes.
Como es lógico, cuando se abarcan muchas cosas a la vez y se detiene uno un momento aunque no sea más que para rascarse la nariz, lo normal es que ocurra algún percance. Al principio, Arnie se ponía muy nervioso porque la casa siempre estaba desordenada, muchas mañanas no tenía camisa que ponerse para ir a la oficina, y cuando regresaba por la noche, después de una intensa jornada de trabajo, tenía que proceder a preparar la cena y acostar a las niñas. A veces, se pasaba varios días seguidos sin ver a su mujer; sin embargo, al fin, se acostumbró y ya no le importó ganarse el pan de la familia con el sudor de su frente y hacer al mismo tiempo el papel de «amo» de casa. Fueron unos cinco años muy bien aprovechados y pasaron en un abrir y cerrar de ojos. Su trabajo en una empresa auditora situada al otro lado de la bahía de Seattle estaba muy bien remunerado, y para ganar un poco más de dinero con el que hacer frente a las crecientes necesidades hogareñas, se dedicaba, en sus ratos libres, a rellenar los impresos de la declaración de la renta y a asesorar a sus clientes en materia de inversiones. Ruth había terminado el período de residencia en el hospital y acababa de montar un consultorio en Winslow; pronto ganarían más dinero y él ya nunca se encontraría sin camisas limpias.
—No llegarás muy tarde, ¿verdad, cariño? —le preguntó Ruth.
Arnie miró el reloj de pared, que tenía la esfera semioculta por los monigotes y garabatos de las niñas, y vio que había vuelto a pararse. Era una de aquellos nuevos relojes, más llamativos que prácticos: un espejo encuadrado con un pequeño reloj en una esquina, que no tenía hilos ni clavijas, y que funcionaba con unas baterías que se agotaban a cada dos por tres. Se lo había regalado la hermana de Ruth, en enero, cuando los cinco millones de Shapiros y compañía se reunieron en la casa de los Roth para celebrar el quinto aniversario de boda de Ruth y Arnie. Cinco años. Cinco años de sacrificios, estrecheces y malabarismos. Pero había valido la pena. En cuanto se familiarizara con su nuevo trabajo y tuviera un horario laboral como todo el mundo, Ruth podría quedarse en casa todas las noches y dedicar más tiempo a la familia. Sí, pensó Arnie por enésima vez: había válido la pena.
En los últimos tiempos, Arnie había adquirido la costumbre de mirarse detenidamente al espejo. Primero empezó a estudiarse el nacimiento del cabello y, al final, ya no le cupo la menor duda: se estaba quedando calvo. Todas las mañanas veía más cabellos en la almohada y todas las noches, unos cuantos más en el peine. Bueno, era lógico porque ya había cumplido los cuarenta y tenía, además, un poco de barriga. Por fin, tuvo que empezar a utilizar las inevitables gafas bifocales.
Se apartó del fregadero, cruzó el suelo embaldosado de la cocina y dio unos golpecitos al reloj con la punta del dedo, pero no consiguió ponerlo en marcha. Vio a través del espejo la imagen de Ruth, dejando a Sarah nuevamente en el suelo y frotándose el abultado vientre. Aunque no quería dar muestras de inquietud, en su fuero interno estaba muy preocupado.
—¿Estás segura de que no quieres que te acompañe? —le preguntó a Ruth con fingida indiferencia.
—No, cariño, no te molestes. Vete a trabajar. Te llamaré cuando todo termine.
Cuando todo termine. O sea, la prueba para saber si debía seguir o no adelante con el embarazo.
Ruth lo tomó todo con mucha calma desde un principio. Una tarde, regresó a casa del chequeo prenatal al que la había sometido su nueva ginecóloga, la doctora Mary Farnsworth, que sustituía al anciano doctor Potts, y dijo como el que no quiere la cosa mientras saboreaban el cordero asado de la cena:
—Ah, por cierto, Mary quiere que vayas a hacerte un análisis de sangre.
—¿Por qué?
—Bueno —contestó Ruth, encogiéndose de hombros para disimular su angustia—, al parecer, me han descubierto cierto factor en la sangre y ahora quieren analizar la tuya, por si acaso.
—Pero ¿de qué me hablas? ¿De qué factor?
Ruth se atenía siempre a la norma de no hablar de cosas desagradables en el transcurso de las comidas y ello incluía tanto las noticias mundiales como las peleas sobre quién iba a elegir el cuento a la hora de acostarse. Las comidas tenían que ser agradables para facilitar la digestión; las conversaciones serias se reservaban para más tarde. Sin embargo, aquella noche, una de sus pacientes iba a dar a luz y Ruth tenía que regresar al hospital al cabo de una hora. Por consiguiente, no disponía de otro momento.
—Pues un factor, Arnie. Ya sabes que no te gustan los detalles médicos.
—Por Dios, Ruthie…
—Ya te lo explicará Mary, ¿de acuerdo? —replicó ella, lanzándole una mirada que pretendía decir: «No asustes a las niñas», pero que en realidad, decía: «Estoy asustada, no me pongas nerviosa».
Arnie acudió por tanto a ver a la doctora Mary Farnsworth y ésta se lo explicó.
—Le hice un análisis a su esposa por una corazonada, señor Roth, teniendo en cuenta sus antecedentes familiares. El gen que lleva aparece en una de cada doscientas personas aproximadamente; sin embargo, en los judíos, sobre todo de la Europa Oriental, la proporción es de una de cada veintisiete. Por sí sola, ella no puede transmitir la enfermedad al hijo, peto, si usted también tuviera el gen, ambos tendrían un veinticinco por ciento de probabilidades de tener un niño Tay-Sachs.
«Un niño que no podría superar los cuatro años de vida».
—¿Y si yo tengo el gen?
—Entonces, examinaremos al feto para ver si padece efectivamente la enfermedad de Tay-Sachs, en cuyo caso el embarazo debería interrumpirse.
El análisis de sangre de Arnie dio positivo. Él y Ruth eran portadores y parecía increíble, les dijo Mary Farnsworth con toda franqueza, que hubieran tenido cuatro hijas sanas.
El siguiente paso sería un método llamado amniocentesis. Cuando un niño se desarrolla en el seno materno, las células cutáneas se desprenden y flotan en el líquido amniótico que lo rodea; por medio de una aguja, se extrae una porción de dicho líquido, se cultiva y, luego, se analiza la posible presencia de un enzima llamado hexosaminidasa (HEX A). Si la enzima no está, el niño padece la enfermedad.
Ruth iba a someterse a la amniocentesis aquel día y, al cabo de dos semanas, conocerían el resultado.
—Puedo tomarme el día libre —le dijo Arnie, que deseaba y no deseaba acompañarla al hospital—. No deberías ir sola.
—No digas tonterías —contestó Ruth, empujando la silla hacia atrás y arrojando al suelo una lluvia de migas de tostada al levantarse—. Es cuestión de un momento; después me iré al consultorio.
Haciendo una excepción a la regla, Arnie le preguntó a Ruth en qué consistiría exactamente la amniocentesis e inmediatamente lamentó haberlo hecho. Primero se localizaba la posición del niño (el «feto» lo llamó ella, pasando de la situación de madre a la de médico) y después introducían una larga aguja en el abdomen de la madre. ¿Presentaba algún riesgo aquella prueba?, preguntó Arnie. Sí, tenía riesgos —le respondió ella—. Pero era mejor saber de antemano si el niño iba a ser normal o no.
—Anda, vas a perder el tren Arnie.
Éste subió al piso para recoger la cartera (y un imperdible para el puño de la camisa) e inmediatamente se sintió invadido por una extraña sensación que algunas veces le agobiaba. ¿Qué era? Siempre trataba de identificarla, pero jamás lo conseguía. A veces, le sabía a frustración, otras, a impaciencia y, aquella mañana tenía un matiz de resentimiento. ¿Contra qué o quién?
Ruthie es médico. Conoce todos los posibles riesgos que llevamos en nuestra herencia genética y, sin embargo, jamás lo comentó ni quiso que nos hicieran ningún, análisis.
En el dormitorio principal, Arnie alisó con aire ausente la colcha de la sábana tal como tenía por costumbre, ya que, de lo contrario, no harían la cama.
Los médicos escondían la cabeza debajo del ala como todo el mundo, Arnie lo sabía muy bien. Tenían tanto miedo como el resto de los mortales. Como la doctora Mary Walsh, la pediatra de Ruth, que tenía un bulto en el pecho y se decía que era un simple quiste hasta que, al final, tuvieron que extirparle los senos y en aquellos instantes la sometían a radioterapia.
A lo mejor, cuantas más cosas sabía una persona, tanto más procuraba ignorarlas. No tenía por qué reprocharle nada a Ruth.
En la planta baja, se oyó el rumor del automóvil de Arnie alejándose por la calzada y entonces Ruth se acercó a la nevera y sacó una jarra de zumo de naranja que había exprimido aquella mañana. Hubiera preferido tomar un poco de café, pero la cafeína era uno de sus principales tabúes durante el embarazo. Al igual que los cigarrillos, la aspirina y las bebidas alcohólicas e incluso el inofensivo jarabe para la tos, el café era un lujo que Ruth volvería a permitirse una vez pasado el mes de abril.
Mientras bebía, consultó el reloj de pulsera y vio que faltaban unos minutos para la llegada de la señora Colodny; por consiguiente, se sentó junto a la mesa de estilo rústico norteamericano, como casi todo el mobiliario de la casa, y empezó a repasar las cuentas mientras escuchaba el rumor de la lluvia.
Confiaba en que su nueva actividad empezara a reportarle beneficios en cuanto se quitara aquellas facturas de encima. El consultorio estaba bien situado: una planta baja del chaflán entre las calles Winslow y Madison, tenía una enfermera y una recepcionista y pacientes de sobra como para mantenerla ocupada durante toda la semana. El problema era conseguir que pagaran.
Mezclado con las facturas, vio un sobre color crema de buena apariencia: una invitación para que Arnie se hiciera socio del Caribou Lodge, un prestigioso club masculino de Bainbridge. Allí podría entrar en relación con adinerados clientes. Pero ¿de dónde sacar los dos mil dólares para pagar la cuota inicial?
Oyó un estruendo de pisadas por la escalera y, poco después, tres chiquillas irrumpieron en la cocina y se arrojaron a los brazos extendidos de su madre.
Rachel, con el vestido ya bien puesto, llevaba botas de lluvia y un grueso jersey sobre el que se pondría una chaqueta impermeable. Las gemelas también se habían vestido, imitando a la afortunada Rachel que gozaba del envidiable privilegio de ir a la escuela. Cada mañana, Naomi y Miriam cumplían el complejo ritual de «prepararse para ir a la escuela», hablando de su imaginaria maestra, la señorita Pennies, y acompañando a Rachel hasta el autobús escolar. Ruth les preparaba incluso unos bocadillos para el desayuno con el que volvían a entrar en la casa cuando el amarillo autocar desaparecía calle abajo; entonces, Naomi y Miriam se sentaban a ver el programa Barrio Sésamo, se comían los bocadillos, se quitaban los vestidos que aborrecían en secreto y se ponían unas camisetas y unos vaqueros para pasar el día jugando.
«Angelitos», las llamaba la señora Colodny. Sin embargo, Ruth conocía mejor el paño y sabía que sus hijas podían ser unos auténticos diablillos cuando se lo proponían.
Beth apareció en la puerta, tímida y vacilante como siempre, a pesar de que ya llevaba tres meses en casa de los Roth. Quería ser amable y buscaba su aprobación. Como un perro apaleado, pensó Ruth, tratando de sentar a las tres niñas en su regazo.
Ruth y Arnie apenas sabían nada acerca de la muchacha. Lo único que sabían a ciencia cierta era que tenía quince años, que había huido de su casa en el Medio Oeste y que estaba embarazada. Un día brumoso, Ruth la vio mendigando en Seattle, y algo en sus asustados ojos, sus huesudos brazos y su lacio cabello rubio la indujo a detenerse. Seattle era una de las metas más habituales de los adolescentes fugitivos; pero, aquella muchacha parecía distinta. Entonces aún no se le notaba el embarazo. La chica se lo confesó más tarde a Ruth, cuando ésta se la llevó a casa y le puso delante un plato de carne picada con salsa y un buen trozo de pan de harina de maíz. Durante algún tiempo, Ruth y Arnie trataron de convencerla de que regresara a su casa y de hacerle comprender lo angustiados que debían de estar sus padres, pero la firmeza con la que Beth se mantuvo en sus trece y su amenaza de volver a escapar, le hicieron comprender a Ruth la horrenda situación familiar de la que debía haber huido la muchacha.
Las autoridades no les ayudaron demasiado.
—Miles de adolescentes fugitivos acuden a Seattle cada año, señora Roth. No disponemos de efectivos para localizar a los mayores ni de albergues donde alojarlos en caso de que hayan cometido algún delito. Los colocamos en familias y vuelven a escaparse. Los de quince años ya son demasiado mayores; ahora, centramos nuestros esfuerzos en los de once años o menos.
Entonces Ruth le permitió seguir en la casa.
—¿Quiere que hoy le haga yo el asado, señora Shapiro?
—Te lo agradecería mucho, Beth. Y pon zanahorias y patatas tempranas. Haz una salsa muy espesa, tal como le gusta a mi marido.
Por un azar, Beth tenía una cualidad extraordinaria: era una cocinera fabulosa. Su capacidad para estirar un dólar al máximo y de preparar cantidades de comida suficientes como para alimentar un regimiento permitía adivinar la vida de penalidades y hacinamiento de la que seguramente había escapado.
—Hoy también limpiaré los cuartos de baño, señora Shapiro.
—No te canses mucho —le dijo Ruth sonriendo—. Acuérdate del niño. Te faltan dos meses.
—Sí, señora.
Mientras Beth se acercaba al fregadero y lo llenaba de detergente y agua caliente, Ruth se preguntó en silencio: «Y después, ¿qué? ¿Qué haremos cuando nazca el niño?».
Pero eso no importaba de momento. Su preocupación inmediata era otro niño que aún no había nacido.
La señora Colodny y el autocar escolar llegaron casi al mismo tiempo, creando un caos momentáneo. Sin embargo, en cuanto el autocar se perdió por la cenagosa calle, las gemelas se acomodaron sobre unos cojines junto al fuego de la chimenea, y se pusieron a mirar la televisión con unos bocadillos gigantes en la mano, la señora Colodny empezó a mecer a Sarah sobre sus rodillas y Beth distribuyó entre los inquilinos del zoo doméstico comida para el gato, galletitas desmenuzadas, alimento para los peces y semillas para los pájaros. Ruth subió entonces muy despacio a su dormitorio.
—Bueno, doctora Shapiro, ahora tiéndase y relájese…
Le cubrieron las piernas con una sábana para compensar la deshumanizadora inmodestia del camisón de hospital que llevaba puesto y después bajo la intensa y fría iluminación, en medio de la frialdad del aire acondicionado, la invitaron repetidamente a relajarse.
¿Cómo podía hacerlo con lo que le estaba ocurriendo? Ruth cerró los ojos, pero no consiguió librarse de la depresión que la aquejaba desde hacía varios días. Durante el recorrido en automóvil a través de la isla y luego en el transbordador de Seattle, libró una batalla con los demonios que la hostigaban. Uno de ellos era el recuerdo de un sueño recurrente que había vuelto a atormentarla.
¿Cuando tuvo por última vez aquella pesadilla? No se acordaba. La tuvo muchas veces en su adolescencia, pero en el transcurso de su estancia en Castillo, se esfumó. Ahora había vuelto por sus fueros, precisamente cuando Ruth ya la creía muerta para siempre, y la mantenía despierta durante toda la noche mientras su familia dormía.
Antes de proceder a la extracción del líquido amniótico, la examinarían mediante ultrasonidos para localizar la posición, de la placenta y del niño. Ello se hacía colocando un pequeño transductor del tamaño de una cajetilla de cigarrillos y con un extremo terminado en punta sobre la piel desnuda de Ruth, previamente cubierta con gel conductor; después pasarían el instrumento de uno a otro lado sobre su abdomen. En el monitor ultrasónico aparecería entonces una imagen borrosa y moteada como la que a veces se ve en la pantalla del televisor y totalmente incomprensible para quien no supiera lo que estaba buscando.
Sin embargo, Ruth tenía un ojo experto y adiestrado y vio las curvas y espacios que constituían el cuerpo del feto de quince semanas, inhumano y sin carne, parecido a un extraterrestre en forma de gamba, flotando en una estrellada oscuridad.
Ruth tuvo que apartar la mirada. La vida de aquel pequeño ser todavía sin formar dependía de ella y de las personas que la rodeaban, dependía de que lo encontraran libre de una contaminación involuntariamente transmitida por los cromosomas de su padre y su madre. «No tenía ningún derecho a darte la vida si después tengo que quitártela».
—¿Qué tal va todo, Ruth?
—Bien… —contestó ella, al tiempo que esbozaba una imperceptible sonrisa.
El médico que iba a efectuar la prueba era el doctor Selbie, un tocoginecólogo, que se había especializado en amniocentesis en la Universidad de California de Los Ángeles.
—Todo será muy rápido, Ruth —dijo Joe, dándole unas palmadas en el hombro—. El niño está bien colocado.
Ruth contempló las blancas luces del techo, acopladas a unos cuadrados acústicos. La habitación tenía las paredes de un blanco verdoso y un frío y reluciente pavimento de linóleo blanco. El instrumental estaba fabricado en duro acero inoxidable. La mesa sobre la que Ruth yacía era parecida a cualquier otra mesa de hospital: un quirófano, una mesa de medicina nuclear o una mesa del depósito de cadáveres. Todo era completamente impersonal.
Cuando oyó el rumor que hacía el carrito de ruedas, cerró los ojos; conocía muy bien aquel método; ella misma había manejado la larga aguja más de una vez; la diferencia estribaba en el extremo de la aguja en el que una se encontraba, y ésta era una diferencia enorme. Por mucho que lo intentara, Ruth no podía invertir mentalmente los papeles, divorciarse de la parte inferior de su cuerpo y colocarse sin más en el imparcial lugar del médico.
Notó que el transductor avanzaba como un animalillo por su abdomen desnudo y oyó que el doctor Selbie murmuraba:
—Penetraremos por aquí.
Después, sintió que le aplicaban una fría torunda de algodón impregnada de antiséptico sobre la piel.
—Eso es la xilocaína, Ruth —le dijo el médico, y ella advirtió un pequeño pinchazo, al que siguió una sensación de entumecimiento.
Quería abrir los ojos y contemplar el monitor, quería ver la imagen de su hijo, y vigilar, como un perro guardián, que no le ocurriera nada, pero no pudo hacerlo. Los párpados se le cerraron involuntariamente y pensó: «¿Será consciente mi niña de esta invasión de frío metal en su cálido mundo líquido? ¿Se asustará? ¿Lloran los niños en el vientre de su madre? ¿Me odiará por haber permitido esta invasión? En un momento así, le tengo que dar un nombre. La llamaré Leah. Leah, no llores que mamá está contigo».
—Bueno, Ruth, allá vamos. Relájate y no sentirás nada.
Notó un pinchazo sordo y nada más, pero mentalmente vio el descenso de la aguja a través de la piel, de la carne y de los músculos, atravesando el peritoneo, la pared uterina y después…
«¡Pobrecilla! ¡Pobre ser indefenso! Soy impotente para protegerte de esta violación. Oh, Arnie, tengo miedo y me siento muy sola. Ojalá te hubiera permitido acompañarme y estar aquí conmigo, con nosotras dos, y tener la fortaleza que a mí me falta».
«Papá…».
Se echó a llorar.