Recorrerían más de seiscientos kilómetros, y harían una parada en Nairobi para recoger provisiones refrigeradas. Sondra viajaba en el primer Land Rover con Derry; el reverendo Thorn iba en el segundo en compañía de Kamante; y el tercer vehículo sólo estaba ocupado por Abdi, el conductor suajili.
Los Rovers brincaban y avanzaban traqueteando por el polvoriento camino que unía la misión con la carretera de Voi-Moshi, formando una línea recta en medio de un desierto llano rojizo salpicado, aquí y allí, de verdes árboles y maleza espinosa. Cuando enfilaron la carretera de Mombasa con su denso tráfico, el sol ya había salido y el calor pegaba muy fuerte. Sondra miró a derecha e izquierda, y contempló el Tsavo Occidental y el Tsavo Oriental, los inmensos desiertos de color herrumbre en los que de vez en cuando se podían observar concreciones de lava y algún que otro árbol que parecía plantado al revés.
—Son baobabs —le informó Derry—. Los indígenas creen que este árbol provocó una vez las iras de Dios, el cual lo arrancó y volvió a clavarlo boca abajo en la tierra, porque eso es precisamente lo que parece. Los nativos creen que las ramas son las raíces, y que las hojas crecen bajo tierra.
Del mito del baobab Derry pasó a otras historias y leyendas tribales que aclaraban muchos misterios de la primitiva mente africana.
Al mediodía, cuando llegaron a Nairobi, Sondra ya sabía acerca de Kenia y de sus diversas tribus muchas más cosas de las que había aprendido a lo largo de sus cinco meses de estancia en la misión.
Tras almorzar en el restaurante del Espino, del New Stanley Hotel, y recoger las provisiones en el Centro de Investigación Inmunológica de la Organización Mundial de la Salud, los tres Rovers abandonaron la ciudad y enfilaron una carretera de intenso tráfico. Derry se mostraba cada vez más animado y, durante el trayecto por aquella carretera de dos carriles, no cesó de contarle a Sondra toda clase de historias.
Intrigada por aquel cambio de actitud y por su sonrisa, Sondra comprendió en qué estribaba la diferencia: jamás le había visto tan alegre.
Pasaron por una primitiva carretera que discurría entre granjas y plantaciones, una carretera que los africanos llamaban «la venganza de Mussolini» porque la habían construido los prisioneros de guerra italianos y era desastrosa. Cuarenta y cinco minutos después de haber dejado Nairobi, llegaron a la cumbre de una montaña que se alzaba en una región llamada Kijabe y, al hacer una curva, apareció ante sus ojos el espectacular panorama del Gran Valle del Rift.
—La hacienda de mi padre estaba allá abajo —dijo Derry, aminorando la marcha y deteniéndose junto a la cuneta—. Allí me crié yo —añadió; descendió del vehículo y lo rodeó para abrir la portezuela del otro lado y ayudar a Sondra a bajar—. Tienes que verlo.
Se acercaron al borde del precipicio. Abajo, a sus pies, se extendió un valle de tonos amarillentos, circundado por un anillo de colinas de color malva. La vista era de una belleza sobrecogedora; todo un entramado de granjas y haciendas aparecían en medio de un fresco y silencioso aire en el que volaban majestuosamente las águilas con las alas inmóviles. Sondra estaba como hipnotizada.
—La hacienda estaba allí abajo —repitió Derry—. Ahora ya no existe. La vendí hace años. En estos instantes el viejo edificio es una escuela harambee.
Sondra le miró y vio que sus ojos lo abarcaban todo mientras la brisa le agitaba el cabello y, sin duda, también los pensamientos.
La joven se turbó un poco al verle tan vulnerable, pero, al mismo tiempo, comprendió que aquélla era la respuesta a muchas de sus preguntas. La indómita y salvaje tierra de valles amarillos como el trigo y verdeantes laderas explicaban el modo de ser de Derry Farrar, tan complejo y salvaje como aquel mundo. El pulso y el aliento de aquella tierra eran también los suyos. A Sondra le pareció intuir que el alma de aquel hombre lo abarcaba todo como un joven que abrazara a sus padres al regreso de un largo viaje. Y entonces le envidió. Derry tenía un lugar que era suyo. Sabía quién y qué era y, posiblemente incluso, por qué razón.
Al llegar al pie de la montaña, se adentraron por una autopista que dividía una zona de verdes plantaciones y granjas donde se cruzaron con mujeres ataviadas con vestidos de llamativos estampados africanos que llevaban a sus hijos colgados a la espalda, y con niños de uniforme que salían de las escuelas. Los Rovers alcanzaron a unos camiones cargados con sacos de caña de azúcar y café y los adelantaron, como se hacía en Kenia, en las curvas cerradas, dejando atrás los «puntos negros» en los que tantos accidentes mortales de tráfico solían producirse. Poco a poco, las granjas empezaron a dejar paso al desierto y la población comenzó a disminuir hasta que, al final, ya no hubo más postes del tendido eléctrico. El tráfico se hizo más escaso y el paisaje se fue volviendo más llano, más caluroso y más viejo.
A última hora de la tarde llegaron a Narok, un puñado de edificios de hormigón con tejados de hojalata, rodeados de acacias y dominados por una estación de servicio en la que aguardaban unos veinte vehículos pertenecientes a safaris turísticos. Los tres Rovers se detuvieron frente a un comercio y Derry entró en la tienda con aire risueño. Desde la parada que habían hecho en Kijabe, su carácter y su aspecto físico habían cambiado. Empezó a reírse y a gastarle bromas al propietario hindú de pie al otro lado del mostrador, saludó a un grupo de viejos masai con los que compartió una botella de cerveza y, cuando le ofreció a Sondra una cerveza helada, ella pensó: «Está en su casa».
A partir de Narok, la carretera empezó a cambiar el asfalto por la tierra y, cuando el sol comenzó a ponerse por detrás del Msai Mará y los Rovers se apartaron de la carretera del Keekorok Safari Lodge, la tierra se transformó en dos simples surcos formados por unos neumáticos que habían pasado ya antes entre la alta hierba. Ante sus ojos, los dorados llanos de Tanzania se cubrieron de tonos anaranjados y los eucaliptos empezaron a arrojar sombras cada vez más alargadas. Una manada de leones ahítos que dormitaban bajo un espino apenas levantaron la cabeza al paso de los tres rugientes vehículos. Ante ellos y todo alrededor se extendía un inmenso llano de hierba amarillenta y de árboles achaparrados. Sondra experimentó la sensación de moverse no a través del espacio, sino del tiempo, de dejar atrás un mundo civilizado, no en kilómetros, sino en años. Una familia de jirafas avanzó pausadamente al lado de los Rovers y un elefante se alejó, sobresaltado, de un árbol cuya corteza estaba devorando. Un milano grisáceo empezó a volar en grandes círculos por el cielo y luego descendió en picado y se elevó de nuevo, sosteniendo algo entre las patas.
Tras una hora de recorrido por terreno pedregoso, los Rovers llegaron a una corriente que era un pequeño afluente del río Mara. Encontraron un grupo de acacias de amarillo tronco que les iba a servir de clínica al aire libre; lo rodearon con los Rovers y bajaron para instalar el campamento.
Después se sentaron bajo la mosquitera de la tienda y disfrutaron de una cena a base de barbo, recién pescado por Kamante en el río, estofado de patatas tempranas y una sabrosa salsa. Más tarde, salieron a pasear un rato antes de acostarse en sus sacos de dormir.
—Mañana empezarán a llegar los pacientes —dijo Derry, encendiendo un cigarrillo, sentado en una silla plegable de lona—. En esta zona del país, los masai se encuentran muy desperdigados, pero disponen de sus propios canales de comunicación. Mañana no daremos abasto.
Mientras sostenía en la mano una taza de café con abundante leche condensada, Sondra observó cómo Kamante encendía la hoguera del campamento. El reverendo Thorn ya roncaba en su saco, rodeado por una mosquitera que colgaba de la rama de un árbol. Al otro lado del pequeño círculo, se levantaba la tienda que les iba a servir de dispensario durante el día y de dormitorio para Sondra, por la noche. Derry dormiría en la tienda destinada a almacén y cocina, mientras que los dos conductores dormirían en sacos, bajo los árboles. Sondra escuchó el silencio que tanto amaba y con el que tanto se había familiarizado a lo largo de aquellos meses.
—¿Qué es este ruido? —preguntó.
Derry prestó atención.
—Es la llamada del guía de la miel —dijo—. Un precioso pajarillo muy aficionado a la miel, pero cuyo pico es demasiado débil para picotear el panal. Entonces llama pidiendo ayuda. A veces le auxilia una especie de tejón y a veces, el hombre. Sigues al pájaro y éste te guía hasta la colmena. Recoges toda la miel y el panal que necesitas y le dejas el resto a él.
—Qué sistema tan práctico —dijo Sondra sonriendo.
Derry dio una larga chupada al cigarrillo, exhaló el humo lentamente y después lo apagó en el cenicero acoplado a la silla.
—Sí, pero ya no lo es tanto. Ahora que el hombre dispone de azúcar, mermelada y chocolate, ya no necesita tanta miel como antaño. Ahora el pajarillo llama y llama, pero nadie le sigue.
Sondra se entristeció por las inútiles llamadas del pájaro y por aquella África perdida que arrastraría consigo el recuerdo de la feliz infancia de un hombre.
—Espero que encontremos al viejo Seronei —dijo Derry—. Ése sí es un masai legendario. No hay jefe más noble y más digno que el viejo Seronei. Estaba por esta zona el año pasado, pero su enkang podría estar muy lejos en estos momentos.
Sondra oyó el crujido de la madera y la lona de la silla de Derry y vio que éste se levantaba y se acercaba a la pared de la mosquitera; miró primero a través de la malla y la separó después ligeramente para contemplar el cielo.
—Quién sabe dónde estarán —murmuró Derry.
—¿A qué te refieres?
—A los arrabales del cielo —contestó el hombre, soltando una leve carcajada—. Porque allí es donde iré yo a parar sin duda.
Mientras Derry contemplaba el cielo, Sondra estudió todas las líneas y ángulos de su cuerpo recortado contra el silencioso campamento a oscuras en el que todo el mundo se había ido a dormir.
—Esta noche hay una nueva estrella allá arriba —dijo Derry, mirando a la joven—. ¿Quieres verla?
Sondra dejó la taza, se levantó y se acercó a él, contemplando el cielo estrellado.
—¿La ves? —le preguntó Derry—. ¿Aquella lucecita que se mueve un poco más rápida que las demás?
—Sí —contestó Sondra aunque, en realidad, no vio más que una cascada de brillantes sobre terciopelo negro, el plateado polvo celestial esparcido por la indiferente mano de Dios.
Derry le mostraba cosas que ella no podía ni quería ver porque no deseaba descubrir ningún orden en un universo que consideraba accidental.
—Mira —dijo él en voz baja—, allí está la Cruz del Sur. Es la puerta de Tanzania y del hemisferio sur. Y más allá está la Osa Mayor boca abajo. Y, directamente encima suyo, el Centauro y Alfa y Beta.
—¿Dónde está la nueva estrella de que me hablas?
—Allí arriba, junto a las Pléyades. Es un satélite de comunicaciones. Cuando te hayas aprendido de memoria el cielo africano como yo, los podrás distinguir fácilmente. Tú amas mucho esta tierra de África, ¿verdad? —preguntó él, mirándola y sonriendo levemente.
—Sí.
—Será mejor que nos vayamos a dormir un poco —dijo Derry, apartándose—. En cuanto los masai se enteren de que estamos aquí, vamos a estar muy ocupados.
El frío y cortante aire mañanero vigorizaba los huesos y elevaba el espíritu. Sondra desayunó más temprano que de costumbre. Durmió como un tronco en su saco de la otra tienda y se lavó con agua fresca recién sacada del río.
Mientras los conductores lavaban los platos y empezaban a transformar el campamento en una clínica, Sondra vio aparecer a los primeros masai, surgidos como por ensalmo de la roja tierra, como si Dios acabara de crearlos.
Permanecían tímidamente de pie a unos metros del campamento, altos y apuestos guerreros que sostenían las lanzas, con el largo cabello trenzado y los flexibles cuerpos pintados de rojo brillando al sol matinal, y hermosas muchachas de largas extremidades, desnudas de cintura para arriba y con una especie de capas de piel de vaca, que llevaban rapadas y pintadas asimismo de rojo, brillando como si fueran estatuas de madera de secuoya, con los brazos, los tobillos y el cuello adornados con abalorios multicolores. Había mujeres con niños colgados a la espalda o sobre el pecho desnudo, que parloteaban como pájaros, sonreían y gesticulaban, chismorreaban e intercambiaban las últimas noticias. Los ancianos ya se habían sentado en el suelo para cavar los hoyos destinados a un juego con el que se entretendrían durante todo el día. Los niños, que llevaban las cabezas rapadas como todos los masai, a excepción de los jóvenes guerreros, jugaban desnudos sobre la tierra o se agarraban a las faldas de sus madres, mirando a los wazungu con sus grandes ojos redondos. En menos de una hora, se congregó alrededor del campamento una inmensa multitud procedente de muchos kilómetros a la redonda. Todos hablaban y se reían, se manoseaban y se besaban según la típica costumbre de los masai: la clínica arbórea del hombre blanco era siempre un motivo de distracción y alegría.
El reverendo Thorn se situó bajo un árbol y empezó a leer el Génesis. Pocos le hicieron caso; la atención de los nativos estaba centrada en un objeto sumamente curioso.
Sondra, que se encontraba de espaldas, preparando los termómetros, las jeringas y los medicamentos, se volvió de súbito y vio que todos la miraban.
—¿Qué ocurre? —preguntó, dirigiendo una mirada a Derry.
—Les llamas la atención.
Entre el calor y los insectos, las barreras idiomáticas y las supersticiones de los nativos, Derry y Sondra echaron mano de toda la gama de sus conocimientos médicos. Los masai se presentaban con la malaria, la enfermedad del sueño y los parásitos mientras el reverendo Thorn leía incansablemente el Evangelio.
Cuando ya llevaba una hora trabajando al lado de Derry, contemplando la inocente sonrisa de los masai y escuchando el profundo silencio de los matorrales —tan distinto de la barahúnda que reinaba en la misión—, Sondra empezó a sentirse invadida por una curiosa paz interior. En determinado momento, se levantó llevando una jeringa en la mano y un frasco de hidrocloruro de quinacrina y se situó de cara al viento. A unos cincuenta metros a su izquierda, vio a un gigantesco elefante, inmóvil en la amarillenta hierba, como sí fuera una montañita gris, que devoraba despaciosamente la corteza de un árbol mientras agitaba las enormes orejas; a su izquierda, dos moran, o jóvenes guerreros masai, de hermosas facciones y pronunciadas mandíbulas, la observaban con interés, perezosamente apoyados en sus lanzas. Alguien interpretó con una sencilla flauta de madera una encantadora y monótona melodía. Había flores por doquier: el nandi de verdes hojas oscuras y enormes capullos escarlata, los blancos franchipanieros parecidos a fragmentos de nubes, los eucaliptos con sus flores de color amarillo mostaza y también multitud de pájaros cuyos brillantes colores destacaban poderosamente en el grisáceo paisaje: estorninos de pecho dorado, pequeños pinzones Melba con el pecho blanco y la cabeza carmesí y, posado sobre un montículo de termitas tan alto como un hombre, un barbudo de color amarillo limón.
A través de la rubia hierba avanzaba un animado grupo encabezado por un anciano jefe masai que portaba un rukuma, es decir, una corta vara negra que era el símbolo de su autoridad. Les seguían siete esbeltas y hermosas muchachas masai, con los hombros cubiertos por capas de cuero y los pechos al aire. Avanzaban riendo entre la multitud, recibían besos y los repartían a su vez, saltaban, cantaban y hablaban entusiasmadas con todo el mundo. Derry le explicó a Sondra que eran unas olomal, unas chicas solteras que habían alcanzado un estado de bienaventuranza física y mental y buscaban entre la gente bendiciones, bienandanza, fertilidad y amor. Una de ellas en particular, muy alta y esbelta y de grandes ojos soñadores, pareció fijarse especialmente en Derry y empezó a danzar para él, entonando unas palabras que suscitaron la sonriente aprobación de los presentes.
El jefe le dijo algo a Derry y éste se echó a reír.
—¿Qué le ha dicho? —le preguntó Sondra a Kamante.
—El jefe le dice a Derry que ella se ha encaprichado con él, que él le gusta y que si la quiere.
Derry sacudió la cabeza riéndose, y entonces el grupo se alejó por entre las altas hierbas, canturreando una primitiva canción.
La cena consistió en carne en conserva, y galletas duras con salsa; antes de acostarse, los cinco expedicionarios disfrutaron de un rato de asueto bajo la mosquitera de la tienda principal. Los dos conductores jugaron un poco a las cartas y el reverendo Thorn comentó con Derry la política africana. Mientras saboreaban una taza de café, Sondra contempló las estrellas a través de la mosquitera de la tienda.
Tenía la extraña sensación de haber llegado al final de un largo camino.
Al poco rato, les dio las buenas noches a todos y se fue a su tienda. Sentada entre cajas de medicamentos y vendas, se cepilló el cabello a la luz del quinqué. Oyó unas pisadas que se aproximaban a su tienda y pensó que era el reverendo, que se dirigía a su saco de dormir, bajo el árbol. Pero entonces oyó la voz de Derry:
—¿Estás despierta, Sondra?
Le franqueó la entrada y él se sentó en una canasta, y cruzó los brazos.
—Aún no te he dado debidamente las gracias por lo que hiciste en beneficio de Ouko.
—Lo hicimos entre todos.
—Sí, pero tú nos diste el medio para salvarle la vida. Y otras vidas. Uno de los más graves problemas con que se enfrenta la misión es el de la grave desnutrición. Con la hiperalimentación tendremos la posibilidad de salvar unas vidas que, de otro modo, se perderían. —La miró largo rato. Por fin añadió en voz baja—: Cometí un error de juicio contigo, Sondra, te pido perdón. No te traté con demasiada amabilidad cuando llegaste.
Sondra contempló hechizada los ojos intensamente azules de Derry.
—¿Qué vas a hacer cuando termines tu año de permanencia aquí?
—Pues no lo sé. En realidad, no he pensado en ello.
—¿Te vas a casar con Alec?
—No.
—¿Por qué no? Es un buen chico, tiene muchas cosas que ofrecerte y es evidente que está loco por ti.
—Podría decirte que eso no es asunto de tu incumbencia.
—Pero lo es.
—¿Por qué? —preguntó Sondra, esbozando una leve sonrisa—. ¿Porque eres el director del hospital?
—No. Porque estoy enamorado de ti.
La joven le miró y se puso muy seria de golpe.
—Creo que fue la noche en que llamaste a mi puerta con un descabellado plan para salvar la vida de Ouko. No lo sé. O quizá fue la primera noche cuando no sabías bajar la mosquitera y llamaste a la puerta de mi cabaña, creyendo que era la de Alec. —Derry la miró parpadeando. Después añadió—: Supongo que tendría que intentar abrazarte o algo por el estilo, pero me temo que haría el ridículo. ¿O ya lo he hecho?
Sondra se limitó a musitar una sola palabra:
—Derry.
Éste la estrechó entonces en sus brazos y le cubrió la boca con la suya, primero suavemente y después con besos cada vez más apremiantes. Con el cuerpo pegado al suyo, Sondra le devolvió apasionadamente el abrazo como si acabara de encontrar en aquel amor el término de su búsqueda. A partir de aquel instante, sólo habría el aquí y el ahora; sabía, lo mismo que Derry, que ambos habían recorrido un largo y tortuoso camino y que la búsqueda había tocado a su fin.