No disponían del equipo necesario ni de soluciones convenientemente equilibradas; las condiciones para la inserción no eran perfectamente asépticas y el personal no estaba especializado; ello no amilanó a los tres médicos de la misión de Uhuru.
Sondra se pasó toda la noche improvisando el equipo, a pesar de haberle ordenado Derry que se fuera a dormir. No tenía sueño, eso vendría más tarde. En aquellos momentos, la adrenalina la mantenía despierta y su mente ya empezaba a adelantarse a los acontecimientos.
El equipo era muy rudimentario, pero lo que más preocupaba a Sondra era la esterilización. Abrir una vena y mantenerla abierta, sobre todo, tratándose de una vena conectada directamente con el corazón, era correr un riesgo cierto de grave infección. Una vez terminada la faceta quirúrgica y hubieran introducido el catéter en la vena cava superior y mantenido en su sitio mediante puntos de sutura, habría que controlar constantemente la zona de entrada del catéter y procurar que éste no se desplazara ni sufriera ninguna tensión, que tanto el catéter como la herida se mantuvieran constantemente limpios, que se moviera a Ouko con muchas precauciones y que las soluciones introducidas estuvieran perfectamente esterilizadas, manteniendo a Ouko bajo vigilancia constante las veinticuatro horas del día para poder detectar las primeras señales de una posible infección.
De todo ello tendrían que encargarse las enfermeras.
Sondra ya le pararía los pies a Rebecca cuando llegara el momento. Ahora, mientras la misión dormía y los masai montaban guardia en el exterior, entonando sus lastimeros cantos, la joven examinó las existencias del hospital e improvisó un equipo de hiperalimentación: un catéter del calibre dieciocho, una aguja del calibre dieciséis, sonda intravenosa, un fórceps, unas tijeras, jeringas y agujas hipodérmicas, bisturís eléctricos, gasas e hilo de sutura de seda negra. Sondra lo pasó todo tres veces por el anticuado autoclave del hospital para esterilizarlo a la perfección.
Mientras la joven trabajaba en el hospital, Derry se puso en contacto radiofónico con Nairobi. La fórmula de la solución para hiperalimentar a Ouko no era, ni mucho menos, sencilla: ayudado por el farmacéutico que se hallaba en el otro extremo, Derry estableció los requerimientos vitamínicos, las necesidades proteínicas, los electrolitos, azúcares y sales y las necesidades calóricas diarias del niño. Las soluciones esterilizadas estarían listas a última hora del día siguiente cuando Derry acudiera a recogerlas con el avión.
Con las primeras luces del alba, efectuaron la operación.
Puesto que era esencial mover lo menos posible al paciente, los tres médicos decidieron trabajar con el niño acostado en la cama.
Colocaron otra mampara y la cubrieron con sábanas limpias. Luego, instalaron una lámpara suplementaria en la mesilla de noche, y dirigieron la luz sobre la clavícula derecha de Ouko. Alec se sentó detrás de la cabeza del niño, sujetando un estetoscopio sobre el pecho para controlar las constantes vitales. Derry y Sondra trabajaban juntos, uno a cada lado de la cama. A los pies de la misma, Rebecca montaba una silenciosa guardia, y lo observaba todo por encima de la mascarilla quirúrgica con ojos inmóviles e impenetrables.
Tras colocarse los guantes esterilizados, Sondra y Derry cubrieron a Ouko con lienzos y toallas esterilizadas también, dejando sólo al descubierto un pequeño cuadrado de pocos centímetros de lado a la altura de la clavícula y del cuello del niño, pintado con yodo. Una vez hecho esto, Sondra miró a Alec, quien le indicó por señas que las constantes vitales se mantenían estables; después, miró a Derry, que estaba muy serio, pero no parecía abrigar la menor duda en cuanto a lo que tenían que hacer. Mientras tomaba la jeringa, a la que habían acoplado una larga aguja hipodérmica, Sondra dijo despacio:
—Lo que tengo que hacer ahora es localizarle la vena subclavia. A través de ella introduciremos el catéter.
Los tres médicos contemplaron el cuadrado de rojiza piel oscura, que subía y bajaba suavemente al ritmo de la respiración; las venas del cuello de Ouko destacaban con toda claridad gracias a unos bloques que, colocados bajo las patas inferiores de la cama, inclinaban el cuerpo del paciente y congestionaban los vasos sanguíneos, facilitando de este modo la localización de la vena. De repente, Sondra se asustó. Si pinchara una de aquellas venas o una arteria…
Con mano firme siguió el contorno de la clavícula. En cuanto hubo localizado el hoyo del esternón —una pequeña muesca en la parte superior del hueso—, acercó la punta de la aguja a la piel. Al llegar el momento decisivo, vaciló y se notó la boca seca al tiempo que empezaban a zumbarle fuertemente los oídos. Había visto realizar aquel procedimiento varias veces, pero le daba miedo hacerlo ella sola.
—Derry —murmuró mientras introducía la aguja en la piel.
Inmediatamente, él extendió una mano y sostuvo la gruesa jeringa de vidrio a la que habían acoplado la aguja. Al tiempo que Sondra hacía avanzar la aguja bajo la piel, la mano de Derry se movió, guiando la jeringa.
—Aspira —le dijo la joven.
Derry aspiró con cuidado y no salió nada.
Buscaban la posible presencia de sangre oscura, señal de que la aguja había perforado la vena. Si no salía nada, significaría que habían errado el blanco; si saliera aire, sería indicio de que habían pinchado el pulmón; y si aspiraran sangre intensamente roja…
Sondra tragó saliva. Rozando el hueco del esternón con las yemas de los dedos mientras guiaba la aguja, penetró en la cavidad torácica de Ouko.
La joven tenía la frente bañada en sudor. ¡Podían fallar tantas cosas! ¡Dios la librara de tocar la arteria axilar o el plexo braquial!
—Aspira, por favor —dijo en voz baja.
Derry aspiró y no salió nada.
Desde su puesto, a los pies de la cama, Rebecca lo observaba todo con ojos velados por la emoción.
Alec auscultó el corazón del niño.
—Aspira —volvió a decir Sondra.
Todavía nada.
La joven empezó a temblar. ¡Ya hubiera tenido que localizar la vena! ¿Habría ido demasiado lejos? Se encontraba peligrosamente cerca del ápex del pulmón derecho de Ouko. «¿Y si extraigo la aguja y lo intento de nuevo desde otro ángulo?».
—Aspira.
La jeringa seguía sin llenarse.
A Sondra se le paralizaron las manos. No podía seguir y tampoco podía extraer la aguja. «¡Algo falla! ¡No hubiera debido intentarlo!».
—Me parece que no puedo… —empezó a decir.
Una mano de Derry se posó entonces sobre la suya, guiando nuevamente la aguja; y cuando volvió a aspirar, una oleada de sangre de color rojo oscuro ascendió por el cilindro.
Las cuatro personas que rodeaban la cama exhalaron un suspiro de alivio.
—Bueno —dijo Sondra, respirando hondo—, ya estamos en la vena subclavia. Ahora tenemos que introducir el catéter a través de la aguja y situarlo en la vena cava superior.
Mientras Derry sostenía la jeringa, Sondra tomó el rollo de tubo Silastic, lo estiró y lo sostuvo sobre el tórax de Ouko. Mientras estudiaba la línea roja que indicaba la distancia hasta el corazón, añadió:
—Por favor, Derry, retira la jeringa.
Así lo hizo éste y entonces salió un poco de sangre que Sondra se apresuró a limpiar con una gasa, procediendo en el acto a introducir el delgado tubo en la aguja.
Le temblaban las manos y el sudor le resbalaba por la espalda. En caso de que errara el cálculo, el tubo podía penetrar en el corazón o subir hacia el cuello, matando a Ouko.
Derry la guió con sus fuertes y firmes manos. Cuando el tubo penetró en la aguja, Alec se inclinó hacia adelante en actitud de concentrada atención. Con el estetoscopio en los oídos y una mano bajo las sábanas que estaban a la altura del tórax de Ouko, trató de detectar la primera señal de posibles anomalías cardíacas.
El tubo penetró poco a poco, guiado por la habilidad de los dedos de Sondra y Derry. Cuando la indicación roja del tubo llegó a la piel, Sondra se irguió y dijo:
—Creo que ya lo hemos conseguido.
Los tres médicos contemplaron el cuadrado de morena piel rojiza como si quisieran ver a través de ella la gran vena que había debajo. Los tres se imaginaban el catéter situado en el gran vaso que desembocaba en la aurícula derecha del corazón.
Hasta Rebecca, inclinada hacia adelante desde su puesto de vigilancia, pareció atravesar con la mirada el tórax de Ouko. Después, parpadeó y retrocedió un paso.
—¿Cómo está el corazón? —le preguntó Sandra a Alec.
—Creo que bien. No hay arritmia.
—¿Te parece bien que retiremos ahora la aguja? —preguntó Sondra, dirigiéndose a Derry, el cual la estaba mirando con expresión impenetrable por encima de la mascarilla quirúrgica.
Fijaron el catéter a la piel con hilo de sutura de seda negra y, luego, lo cubrieron todo con gasa esterilizada y esparadrapo. Tras quitarse los guantes, Sondra conectó el extremo libre del tubo con una botella de dextrosa al cinco por ciento que ya tenían preparada en su soporte correspondiente, y abrió el caudal mientras cuatro pares de ojos contemplaban emocionados el comienzo del gota a gota.
Derry rodeó la cama, tomó a Sondra de un brazo y le dijo en voz baja:
—Vete a descansar un poco. Alec y yo nos encargaremos del resto.
La joven se acostó sin quitarse la ropa, y el cansancio de los tres últimos días se apoderó súbitamente de ella y la sumió en un profundo sueño. La orden que había dado de que la despertaran al mediodía fue revocada por Derry. Cuando se despertó, parpadeando en la oscuridad, tardó un minuto en orientarse. Fuera, la misión estaba insólitamente tranquila. Entonces se acordó. ¡Ouko!
La sala estaba a oscuras y todos los pacientes dormían. Una solitaria enfermera permanecía sentada junto a la mesa de la entrada con la Biblia abierta por las páginas del Apocalipsis. Sondra encontró a Derry junto al lecho de Ouko, sosteniendo la lámpara en la mano para examinar la botella.
—¿Cómo está el niño? —le preguntó.
—Por ahora, bien —contestó él, indicándole la botella—. La traje de Nairobi hace un rato. Si nuestros cálculos son correctos y no se produce ninguna dificultad con el catéter, eso puede mantener al niño con vida todo el tiempo que haga falta.
Sondra estudió la botella invertida. Inmediatamente después de la intervención, le habían administrado a Ouko un gota a gota de dextrosa al cinco por ciento para comprobar el funcionamiento del catéter y darle algo de alimento mientras Derry volaba a Nairobi. La eficacia de lo que le administraban en aquellos instantes no había sido comprobada. Sólo el tiempo diría si habían acertado. Habían calculado unas necesidades diarias de dos mil calorías. La solución habitual de dextrosa al cinco por ciento sólo proporcionaba cuatrocientas al día, de ahí la necesidad de elaborar una solución concentrada. La botella contenía asimismo nitrógeno, potasio, sales, azúcar, vitaminas, proteínas, aminoácidos, magnesio y calcio, todo calculado según el peso, la edad y las necesidades de nutrición de Ouko.
—Mañana sabremos si da resultado —dijo Derry, posando de nuevo la lámpara sobre la mesilla mientras miraba a Sondra. Ambos se hallaban inmersos en el silencio y la oscuridad de la noche—. Empezaremos con una botella diaria y aumentaremos la dosis en caso de que lo tolere, complementándola con administración intravenosa de suero. Hay que analizar la glucemia cada semana, los electrólitos tres veces a la semana y efectuar recuentos sanguíneos periódicamente. —Derry hizo una pausa y contempló los enigmáticos ojos de Sondra. Abrió la boca como para añadir algo, pero después cambió de idea y se volvió a mirar al chiquillo dormido—. Le he dicho a Rebecca que mantenga a una enfermera aquí las veinticuatro horas del día y que obedezcan directamente tus órdenes.
Ouko se convirtió en el foco de atención de toda la misión. Los demás pacientes recibían las habituales atenciones, pero el niño masai era objeto de especiales cuidados. La pauta del tratamiento era extremadamente estricta.
A los cuatro días de la intervención, la piel de alrededor del catéter se inflamó y tuvieron que sustituirlo todo. Durante sus períodos de conciencia, Ouko sufría unos espasmos violentos que le llevaban al borde de la muerte. Al llegar el décimo día, se oyó un alarmante gorgoteo en sus pulmones que les obligó a administrarle antibióticos contra la neumonía. Los tres médicos se turnaban junto a su lecho, controlando las constantes vitales y efectuando los necesarios análisis de laboratorio. Siguiendo las indicaciones de Sondra, las enfermeras mantenían al niño completamente limpio, evitando la aparición de úlceras de decúbito. El reverendo Sanders rezaba junto al lecho del enfermo todas las mañanas, y cada noche se celebraban vigilias a la luz de las velas por el restablecimiento de Ouko.
El niño perdió muchísimo peso y entonces decidieron cambiar la fórmula, aumentando las calorías. Al comprobar que los análisis indicaban presencia de azúcar en la sangre, la volvieron a cambiar. Al cabo de unos días, le administraron crema de leche y huevos. Después se le infectó el catéter urinario y hubo que sustituirlo y administrarle una nueva tanda de antibióticos. Se efectuaban análisis de laboratorio a lo largo de las veinticuatro horas del día. La infección pulmonar no cedía y hubo que efectuarle frecuentes succiones de la traqueotomía. Siempre había alguien junto al lecho de Ouko y las oraciones eran incesantes.
Por fin, cuando llegaron al decimotercer día, justo al cumplirse las dos semanas y cuatro días de su ingreso en el hospital, Ouko se mantuvo despierto veinticuatro horas sin sufrir ningún espasmo. Entonces le retiraron el tubo de la traqueotomía.
Al cumplirse el decimonoveno día, retiraron el catéter que suministraba la hiperalimentación.
Por la mañana, Sondra tenía una amputación: el pie ulcerado de un anciano de la tribu taita. Estaba en el laboratorio del hospital mezclando muestras de sangre en una suspensión salina cuando entró Alec.
—¿Te apetece dar un paseo antes de cenar? —le preguntó a la joven.
Era un precioso atardecer de febrero y la puesta de sol era espectacular: primero, todo el cielo adquirió una coloración rosada que después viró a anaranjado hasta que, al final, una tenue luz lavanda se extendió desde los cuatro puntos del horizonte. En la misión reinaba un gran ajetreo porque todos querían aprovechar al máximo las últimas luces del día.
A Sondra le gustaba Alec MacDonald. Le gustaba su sonrisa y su reconfortante presencia, aquel suave aroma de colonia y tabaco de pipa que siempre le acompañaba. Mientras paseaban por los alrededores de la misión, saludaron a las personas que acudían a recoger a los niños para llevárselos a sus aldeas o que estaban encerrando el ganado en los corrales. Las actividades de la misión no tardarían en cesar.
—Eché un vistazo hace un rato al viejo Mzee Moses —dijo Alec al llegar a la higuera—. Ya ha dejado de escupir sangre y el tórax, gracias a Dios, está limpio.
Sondra asintió con la cabeza y se metió las manos en los bolsillos del holgado jersey. Acudía al hospital una corriente ininterrumpida de pacientes de todas clases y eso a ella le encantaba.
Al llegar a la altura del jacarandá y de la buganvilla, Alec hizo unos comentarios sobre el tiempo.
—Creo que pronto llegarán las grandes lluvias. Se huele el olor de la hierba seca que han quemado los masai.
Sondra saludó a las gentes con quienes se cruzaban y dio las buenas noches a la maestra la señora Whittaker, que estaba cerrando la escuela. Buscó a Derry con la mirada, pero no le vio.
Tardó unos minutos en darse cuenta de que Alec había cambiado hábilmente el sesgo de la conversación sin abandonar, sin embargo, el tema inicial.
—A veces tenemos unos inviernos muy rigurosos. Creo que, viniendo de Arizona, mis islas perdidas en los confines del mundo te parecerían muy toscas y primitivas. Pese a todo, son de singular belleza y estoy seguro de que, al final, te gustarían.
Al llegar a la iglesia, pasaron frente a la fachada iluminada por los dorados rayos del sol poniente. Alec se detuvo de golpe y la miró.
—No se me ocurre ninguna otra manera de plantearte esta cuestión, Sondra —le dijo impulsivamente—. Llevo muchos días pensando en ello y ahora no hago más que hablarte del tiempo. —Al ver que Alec apoyaba las manos en sus hombros y la miraba a los ojos, la joven se quedó perpleja—. Te pido que te cases conmigo —añadió Alec en voz baja—. Te pido que regreses conmigo a Escocia y compartas mi vida.
Sondra le miró fijamente y se imaginó con toda claridad las cosas que Alec acababa de describirle: las islas de incomparable belleza, el hogar ancestral, los hermanos y las hermanas, los primos y la cómoda y apacible vida que él le estaba ofreciendo, junto con su apellido y su familia. La familia.
—No hace falta que me contestes ahora mismo, Sondra. Sé que mis palabras son una sorpresa para ti. No te acosaré. Aún nos quedan siete meses de estancia aquí, tiempo más que suficiente para reflexionar acerca de lo que yo te ofrezco. Sólo puedo decirte que te amo con todo mi corazón y deseo que compartas el resto de tu vida conmigo.
Era como un sueño. Cuando Alec inclinó la cabeza para besarla, Sondra no opuso resistencia. Sin embargo, al sentir que su pasión se intensificaba y que él la estrechaba con fuerza en sus brazos, se dio cuenta de que Derry seguía ocupando sus sueños y sus pensamientos y le pareció impropio besar a Alec sin contarle la verdad.
La silenciosa penumbra quedó interrumpida por el ruido de unas fuertes pisadas. Sondra y Alec se apartaron y vieron que Derry rodeaba la esquina de la iglesia. Éste vaciló un instante y luego, como si no hubiera visto nada, le dijo a Sondra:
—Te estaba buscando. Hay alguien que quiere verte.
La joven le acompañó seguida de Alec y, al llegar al hospital, se preguntó quién sería.
Tuvo la respuesta en cuanto entró en la sala. Al fondo había una cama que llevaba diecinueve días oculta, pero ahora la mampara ya no estaba y un chiquillo incorporado comía ávidamente las gachas con miel que Rebecca le daba a cucharadas. Al ver a los tres médicos, Ouko dejó de comer y les miró con los ojos muy abiertos. Rebecca le secó la barbilla con una servilleta… Ouko miraba, sobre todo, a la memsabu del centro, a la señora que protagonizaba sus extraños sueños.
—Hola, Ouko —le dijo Sondra, sonriendo.
El niño esbozó una tímida sonrisa y terminó de tragarse el bocado. Aún estaba extraordinariamente delgado y demasiado débil como para sostener la cuchara con la mano, pero en sus ojos y en su sonrisa había una innegable vivacidad.
—Ouko —le dijo Derry en dialecto masai—. Ésta es la memsabu que te ha salvado la vida.
El niño musitó algo mientras un pardusco rubor le coloreaba las mejillas.
—Ouko te da las gracias —le dijo Derry a Sondra—. Dice que nunca te olvidará.
Sondra sintió que las lágrimas le asomaban a los ojos.
Después Rebecca apartó a un lado el cuenco de las gachas, se levantó y, mirando respetuosamente a Sondra, le preguntó:
—¿Tiene la memsabu alguna nueva orden que dar sobre los cuidados que le he de prestar a Ouko?
Sondra la miró. Rebecca había pasado junto al lecho del enfermo más horas que cualquier otra enfermera; ella había detectado la neumonía, supervisado los cambios de posición efectuados cada hora para comprobar que no se moviera el catéter y había despedido a una enfermera por no controlar adecuadamente las constantes vitales. Era una excelente enfermera que cualquier médico hubiera deseado tener a mano en situaciones de emergencia.
—Lo dejo a su criterio, Rebecca —le contestó Sondra.
—Sí, memsabu —dijo Rebecca, sentándose de nuevo con una leve sonrisa en los labios.
Mientras Alec se detenía junto al lecho de Mzee Moses para volver a auscultarle el tórax, Derry y Sondra salieron a la oscuridad del patio. Se había levantado una ligera brisa que transportaba olores de animales, perfume de flores y aroma de hierba quemada. Derry contempló las purpúreas colinas Taita que se perfilaban contra el cielo y le dijo a la joven.
—Te has ganado unos cuantos amigos. Y con todo merecimiento.
Sondra no contestó porque no podía hablar.
—Dentro de unos días —añadió Derry— me iré al norte, al territorio de los masai. ¿Querrás acompañarme?