Al amanecer, Ouko aún no había recuperado el conocimiento. Le seguían administrando una solución de sales y azúcar por vía intravenosa, y uno de los mecánicos de la misión se encontraba de pie junto a la cama, comprimiendo diligentemente la bolsa respiratoria.
Derry entró en la sala comunitaria y vio a Sandra removiendo con una cucharilla el azúcar de su taza de té.
—Ve a dormir un poco —le dijo, apoyándole una mano en un hombro.
La joven le miró como si despertara de un sueño y le preguntó si había tenido suerte con el hospital de Voi.
—Por desgracia, no tienen ningún aparato disponible. Tendré que desplazarme a Nairobi, pero no podré hacerlo hasta que Alec regrese, esta noche. Entre tanto, mantendremos a Ouko con el oxígeno y la bolsa. —Derry se sentó al lado de Sondra y extendió las manos sobre la mesa—. Estoy preocupado por la alimentación. Estaba muy desnutrido cuando nos lo trajeron. No aguantará mucho tiempo con suero intravenoso.
Sondra se sentía extraordinariamente agotada. Jamás, ni siquiera durante su período de prácticas como interna, tuvo que someterse a semejante esfuerzo. Parecía que se estuviera desintegrando por todas partes y su mente estaba tan fatigada como su cuerpo. ¿Qué he hecho?, se preguntó. ¡No podremos mantener con vida a Ouko durante tres semanas! Pero no le dijo nada a Derry. Fue ella quien decidió lanzarse a aquel acto de heroísmo que Derry le había prohibido. Ahora no podía echarse atrás.
—Primero le alimentaré y después me iré a dormir un rato.
Derry la estudió con detenimiento. Unos mechones de cabello negro se escapan del pañuelo estampado en vivos colores que la joven llevaba anudado alrededor de la cabeza. El jersey blanco que le cubría los brazos estaba cuidadosamente doblado a la altura de las muñecas y realzaba el bronceado de la piel. Por primera vez, Derry se percató de una cosa.
Sondra tenía un delicado perfil. La frente despejada y los ojos ligeramente oblicuos destacaban por encima de unos pronunciados pómulos, una naricita, unos labios carnosos y una delicada barbilla que descendía suavemente hacía un largo y esbelto cuello. Era muy hermosa y él lo sabía.
Sin embargo, Derry vio en aquellos instantes algo que hasta entonces le había pasado inadvertido, y comprendió al final por qué razón Sondra Mallone había decidido trasladarse a África.
—Yo me encargaré de eso —le dijo en voz baja—. Tú vete a dormir.
—¿Es una orden? —le preguntó la muchacha, esbozando una leve sonrisa.
—Una orden tajante.
Para asombro de todo el mundo, el procedimiento dio resultado. Las venas de Ouko se adaptaron al goteo intravenoso, su organismo soportó bien la alimentación nasogástrica que le administraron por la mañana y, en aquellos momentos en que el sol empezaba a ocultarse seguía durmiendo tranquilamente sin haber sufrido el menor espasmo. Pero sólo era el primer día y aún faltaban otros muchos.
En la misión reinaba un barullo tremendo. La mitad de la tribu de Ouko había sentado sus reales frente al hospital. Unos veinte masai permanecían sentados en el suelo, entonando cantos mágicos. El reverendo Sanders dirigía las oraciones de un grupo de personas sentadas en los peldaños de la entrada. Todo ello quedó trastornado por el regreso de los Rovers que llevaba de vuelta a los expedicionarios de la selva. Derry salió corriendo a recibirles, le contó rápidamente a Alec lo ocurrido y le acompañó al interior del hospital, donde Sondra le estaba explicando a una enfermera los cuidados que debería prestar al niño. Al poco rato, entró Rebecca.
—Hay que darle la vuelta cada dos horas —dijo Sondra, utilizando las manos para mostrar cómo había que mover el cuerpo del niño—. Fricciones en la espalda. Eso es muy importante. Y hay que hacerle irrigaciones oculares. —Sostuvo en alto un frasquito de solución salina oftálmica—. Añade unas cuantas gotas de aceite mineral.
Al levantar los ojos, Sondra vio a Derry y Alec que entraban en la sala. Este último iba completamente cubierto de polvo y tenía el rubio cabello despeinado por el viento.
En cuanto vio a Rebecca, la enfermera regresó a su mesa como una chiquilla sorprendida in fraganti comiéndose la mermelada.
—Yo me encargaré ahora de todo, memsabu —le dijo Rebecca a Sondra en tono frío y cortante.
—Es importante para el chico que establezcamos una línea de actuación muy estricta —contestó Sondra—. Su estado es muy grave. Aquí he dejado anotado… —añadió, tomando la hoja en la que figuraban los datos.
Pero Rebecca ni siquiera la miró. Sus ojos estaban clavados en Sondra.
—Yo me encargaré de todo, memsabu —repitió, levantando un poco más la voz.
—Vamos a echarle un vistazo —le dijo Derry a Sondra, tomándola por un codo.
La joven vaciló sin apartar los ojos de la hostil enfermera y, después, dio media vuelta y regresó junto al lecho de Ouko.
Al cabo de unos minutos, Alec MacDonald sacudió la cabeza y dijo:
—Yo no lo hubiera hecho. Es mejor dejarle morir. No veo de qué forma podemos mantenerle con vida.
—Le administraremos oxígeno —dijo Sondra, señalándole la bombona.
—Se quedará seco en seguida —contestó Alec—. Necesita humidificación.
—Por eso me voy a Nairobi ahora mismo —terció Derry—. Esperaba tu regreso.
—¿Vas a tomar ahora el avión? —le preguntó Sondra—. ¡Pero si oscurecerá en seguida!
—Ya lo he hecho otras veces —dijo Derry, sonriendo—. No te preocupes por mí. Dejo el hospital a tu cargo, Alec. Sondra está muy ocupada.
Se detuvo un instante para observar a un pariente masai de Ouko que comprimía la bolsa sin cesar con sus fuertes manos. A cada insuflación de aire, el tórax del niño se levantaba. De repente frunció el ceño. Ouko no presentaba buen aspecto. Se preguntó si conseguiría regresar a tiempo de Nairobi.
Alec se quedó con el chico mientras Sondra se iba a cenar, a ducharse y a cambiarse de ropa. Ouko necesitaría una atención permanente a lo largo de las veinticuatro horas del día; las constantes vitales tendrían que controlarse con regularidad. Mientras se cepillaba el largo cabello mojado, Sondra se preguntó cómo hubiera tratado aquel caso en Phoenix: monitor cardíaco, línea de presión intraarterial y análisis de gases sanguíneos.
En cambio, ella, Alec y Derry sólo disponían de sus ojos y de sus oídos.
—¿Cómo está? —preguntó Sondra en voz baja, rodeando la mampara. El rincón donde se encontraba Ouko se hallaba sumido en la penumbra y alguien había colocado unas alfombras alrededor de la cama para amortiguar el ruido de las pisadas. Ya hacía rato que el niño había despertado, pero no había sufrido ningún espasmo hasta el momento.
Alec se levantó de la silla, le hizo una seña al reverendo Thorn que estaba comprimiendo la bolsa respiratoria y se retiró con Sondra al otro lado de la mampara.
—No sé cómo vamos a hacerlo —murmuró mientras se dirigían hacia el fondo de la sala—. El niño no durará otro día con esta solución intravenosa. Está desnutrido y morirá.
—Hasta ahora, ha tolerado dos alimentaciones nasogástricas.
—Necesitamos un equipo adecuado para controlarle la sangre —dijo Alec con expresión abatida—. No tenemos ni idea de cuál es su balance electrolítico. Sales, potasio. No podemos seguir administrándole curare porque corremos el riesgo de provocarle un edema pulmonar. Por otro lado, si le dejamos a merced de los espasmos, se le soltará el catéter —añadió, sacudiendo la cabeza—. Y no podemos trasladarlo a otro hospital porque no lo resistiría. Francamente, no sé qué vamos a hacer, Sondra.
«Yo sí lo sé —pensó la joven—. Le mantuve con vida cuando hubiera tenido que morir y ahora debo encargarme de que supere este trance».
Cuando llegaron a la mesa de las enfermeras, Rebecca levantó los ojos del periódico que estaba leyendo y miró a Sondra con fría expresión desafiante.
—Por favor, Rebecca, vaya a sentarse con Ouko —le dijo Sondra—. El reverendo Thorn está solo con él.
Rebecca miró a Alec y le contempló expectante.
—Vaya a sentarse con él, por favor —le dijo Alec con aire cansado.
Y entonces Rebecca obedeció.
A medianoche, Ouko sufrió un espasmo y se le soltó el catéter intravenoso. Sondra trabajó hasta el amanecer y, por fin, tuvo que colocarle un catéter intravenoso en el tobillo. Cuando el sol se elevó en el cielo y la misión empezó a despertar, las constantes vitales de Ouko se agravaron.
Alec tuvo que obligar a Sondra a irse a descansar un poco a su cabaña, pero la joven tuvo un sueño muy agitado, interrumpido por el rugido del motor del Cessna en el que regresaba Derry. Sondra se duchó y se cambió de ropa y, al llegar al hospital, vio que ya habían instalado el aparato de respiración artificial y que un verde tubo transparente transportaba oxígeno húmedo a los pulmones de Ouko. Las constantes vitales seguían agravándose y el catéter del tobillo se había infiltrado; la alimentación del mediodía, a base de caldo y ponche de leche con huevo, volvió a ascender por la sonda.
Como lo había predicho Derry, Ouko se estaba muriendo poco a poco de desnutrición.
—Te esforzaste al máximo, Sondra —le dijo Alec, sentado con la muchacha junto al lecho del paciente.
Era de noche cerrada, la misión estaba dormida y Ouko llevaba siete horas conectado al aparato de respiración. Nadie podía apartar a Sondra de su lado.
Su ojos de color ámbar contemplaban sin parpadear el rostro del niño. Ouko mostraba un aspecto tranquilo. Parecía un chiquillo cualquiera, tendido de lado con la cabeza recostada en las almohadas. Pero el aspecto era engañoso. En el interior de su cuerpo, la toxina del tétanos iba ganando la batalla.
—No pienso darme por vencida, Alec —dijo Sondra en voz baja.
—Hiciste lo imposible —contestó Alec, oprimiéndole una mano—. Nadie puede vivir indefinidamente a base de suero intravenoso y tú lo sabes. Ouko pierde calorías diariamente. La alimentación nasogástrica es insuficiente. Hemos llegado al final.
Pero Sondra no le escuchaba, contemplaba el suave movimiento del tórax de Ouko. El aparato cumplía perfectamente su función y las enfermeras cuidaban muy bien al niño, evitando que se le produjeran úlceras de decúbito. Lo único que hacía falta era mantenerle con vida hasta que la toxina terminara su recorrido y fuera eliminada del cuerpo. Y, para eso, necesitaba nutrientes, algo más sustancioso que lo que recibía a través del suero intravenoso y de la sonda nasogástrica.
Sondra clavó los ojos en el tórax del niño. Las costillas empujaban contra la piel de color pardo rojiza. La clavícula se destacaba en acusado relieve.
La clavícula…
—Alec —dijo súbitamente Sondra, volviéndose a mirarle—. Alec, ¿has oído hablar alguna vez de la hiperalimentación?
—¿La hiperalimentación? —repitió él, frotándose la mandíbula—. He leído algo en alguna parte. Es una especie de técnica experimental de alimentación. Destinada a los niños prematuros, ¿verdad? Y muy peligrosa según tengo entendido.
—¿Has visto cómo se hace? —preguntó Sondra muy excitada.
—No, pero…
—Yo, sí. En Phoenix. Un internista y un cirujano hicieron unas pruebas de hiperalimentación en el hospital donde yo hacía prácticas y tuve la suerte de observar el procedimiento varías veces. Creo que deberíamos probarlo con Ouko —añadió mientras se levantaba.
—No hablarás en serio —dijo Alec, levantándose a su vez—. Tú sólo lo observaste, jamás lo hiciste personalmente. ¿Quieres insertar aquí un catéter en el corazón de este niño? ¿En estas condiciones? Que yo sepa, aquí no disponemos de los medios necesarios.
—Quédate con él, Alec —dijo Sondra rebosante de entusiasmo—. Voy a hablar con Derry.
Se fue antes de que él pudiera protestar. Alec volvió a sentarse en la silla y, tomando una de las muñecas de Ouko, empezó a contarle las débiles pulsaciones.
Cuando estaba cruzando el patio, bajo la copa de la higuera sagrada, Sondra se vio cerrar el paso por la repentina aparición de Rebecca. La enfermera emergió de las sombras como sí la estuviera esperando. Sus ojos brillaban a la luz de la luna.
—Déjele morir, memsabu —le dijo casi en tono amenazador—. Dios le llama. Déjele morir.
Sondra la miró un instante y después reanudó el camino en dirección a la cabaña de Derry.
Aunque era muy tarde, la luz estaba encendida. Sondra llamó con los nudillos a la puerta.
—Se me ha ocurrido una idea, Farrar —dijo en respuesta a la inquisitiva mirada de Derry—. Podría dar resultado. Por lo menos, es una posibilidad. ¿Has oído hablar alguna vez de la hiperalimentación?
—Y eso, ¿qué es? —preguntó él, frunciendo el ceño.
—Un medio de proporcionar nutrición completa sólo por vía intravenosa. Pero no se hace con el catéter intravenoso habitual, sino con un catéter interno colocado en la vena cava superior.
Derry la miró fijamente. Jamás había oído hablar de la hiperalimentación y la idea de introducir un catéter en la vena cava superior, la gran vena que desemboca directamente en el corazón, le parecía absurda. Sin embargo, no le pasó inadvertida la emoción de Sondra ni la innegable energía que de ella emanaba.
—¿Y eso cómo funciona? —preguntó, remetiéndose la camisa en los pantalones.
—Tú ya sabes por qué no podemos alimentar completamente a Ouko por vía intravenosa corriente: porque los pequeños vasos periféricos no toleran las soluciones concentradas. Y, sin embargo, las necesita para vivir. Este nuevo procedimiento, que consiste en introducir un catéter en un vaso de gran calibre, ha demostrado que la vena cava superior permite una constante infusión de solución nutritiva concentrada durante todo él tiempo que sea necesario. Se empezó a utilizar hace algunos años para mantener a los recién nacidos aquejados de trastornos intestinales. Pero, en Phoenix, lo probamos también con adultos sometidos a intervenciones abdominales múltiples que no podían ingerir alimento por vía bucal. Derry, ¡podríamos mantener con vida a Ouko durante varias semanas con la hiperalimentación!
—¿Disponemos del equipo necesario? —preguntó él con escepticismo.
—Lo ignoro, pero podríamos improvisarlo.
—¿Qué tipo de soluciones son?
—Las tendremos que preparar nosotros. Creo que alguna farmacia de Nairobi podría ayudarnos.
—¿Tú sabes introducir el catéter?
—He visto hacerlo —contestó Sondra con cierta vacilación.
—¿Y qué riesgos se corren?
—Probablemente un centenar —contestó la joven, extendiendo las manos—. Pero Ouko se morirá si no lo intentamos.
Sondra y Derry volvieron a cruzar el patio, rodeando el grupo de los que oraban dirigidos por el reverendo Sanders al pie de la ventana de Ouko y atravesando la acampada de los masai que, sentados alrededor de las hogueras, tomaban leche agria y sangre de vaca en unos cuencos formados por calabaza vacías. En el hospital, las cosas no estaban tan tranquilas cuando Sondra se fue. Ouko se despertó y sufrió un espasmo. La sonda intravenosa del tobillo se volvió a infiltrar y el niño empezó a expectorar líquido pulmonar. Alec y Rebecca succionaban la traqueotomía y vendaban la zona del catéter. Una inyección de curare dejó a Ouko de nuevo inconsciente.
—Tiene espasmos venosos —informó Alec, pasándole una mano por el cabello—. Ninguna vena soporta el catéter.
Sondra se inclinó sobre el niño y le auscultó los pulmones con el estetoscopio. Lo que oyó no le gustó ni pizca.
—Tenemos que probar la hiperalimentación —dijo, reuniéndose con Alec y Derry a los pies de la cama mientras Rebecca le colocaba unas almohadas limpias a Ouko.
Derry miró a Alec y éste sacudió la cabeza al tiempo que decía:
—Yo sé que se puede hacer, Derry, pero sólo en condiciones ideales. Es un procedimiento sumamente experimental, y los riesgos son muy elevados. El catéter por sí solo puede provocar septicemia, trombosis y arritmia cardíaca. Y, por si fuera poco, hay que tener en cuenta las complicaciones metabólicas: glucosuria, acidosis, edema pulmonar.
Derry miró a Sondra y arqueó las cejas.
—Yo no he dicho que no hubiera riesgos —dijo la joven.
—¿Y qué me dices del procedimiento en sí? ¿Hay algún riesgo?
—Podríamos atravesar el tórax, perforar la pared torácica y colapsarle el pulmón. Podríamos creer que estamos en una vena y encontrarnos, en realidad, en el espacio pleural e introducirle líquido en la cavidad torácica. Podríamos tocar una arteria y matarle en un santiamén. Pero —añadió, señalando con una mano al niño que dormía inocentemente entre las blancas sábanas—, si no hacemos nada, no durará mucho tiempo.
La expresión de los ojos de Derry mientras sopesaba los pros y los contras fue de lo más elocuente. ¿Era lícito prolongar el dolor de Ouko y causarle tantos sufrimientos? ¿Y era justo dar falsas esperanzas a la gente que aguardaba afuera?
—Muy bien —dijo Derry en voz baja, al tiempo que miraba los suplicantes ojos de Sondra—. Vamos a intentarlo.