Sondra estaba escribiendo sendas cartas a Mickey y Ruth cuando llamaron fuertemente con los nudillos a la puerta. Era una enfermera del hospital. Ouko estaba peor.
Poniéndose a toda prisa un jersey, Sondra cruzó corriendo el silencioso patio. A la entrada del alargado edificio con techumbre de paja, la mesa de la enfermera estaba bañada por la luz de un solitario quinqué. La sala de veinte camas se perdía en la oscuridad: en diez tiendas de gasa que había a lo largo de cada pared unas negras cabezas reposaban sobre las almohadas.
Tomando el quinqué, Sondra se dirigió rápidamente hacia el fondo de la sala donde la cama de Ouko permanecía oculta por dos mamparas plegables. En cuanto la vio aparecer, el niño hizo una mueca.
—Ouko —le dijo suavemente Sondra, dejando el quinqué e inclinándose hacia él.
El niño experimentó una intensa sacudida.
Sondra le estudió frunciendo el ceño. Cuando habló la enfermera, Ouko dio otro brinco y entonces el desconcierto de Sondra se trocó en alarma. «¡No es polio ni meningitis!». Se le heló la sangre. «Santo cielo…».
Le indicó por señas a la enfermera que la siguiera sin hacer ruido, dio media vuelta y regresó a la mesa de la entrada.
—Estoy segura de que es el tétanos —dijo en voz baja—. Necesitaremos sesenta mil unidades de antitoxina. ¿Las tenemos?
—Sí, memsabu —contestó la joven enfermera; el blanco de sus ojazos negros destacaba poderosamente en su negro rostro.
—Necesitarnos mil quinientas unidades por centímetro cúbico en suero de caballo y en dosis de tres mil unidades cada media hora. Vamos a empezar ahora mismo.
Ouko recibió la primera inyección de suero de caballo en el muslo izquierdo y la sacudida que experimentó fue tan violenta que poco faltó para que se cayera de la cama.
A Sondra se le secó la boca. Jamás había tratado un caso de tétanos; era una dolencia insólita en una ciudad como Phoenix, donde siempre se disponía de vacunas e inyecciones de refuerzo. Sabía que la antitoxina que le estaba administrando a Ouko no iba a servir de mucho; con ella, sólo se conseguiría neutralizar el veneno que aún no hubiera llegado al sistema nervioso. Sin embargo, el suero no ejercía el menor efecto en la toxina que ya hubiera alcanzado el sistema nervioso central. Y eso era lo que más la aterrorizaba.
Acercó una silla a la cama y se sentó para observar al niño. Sabía que Ouko empezaría muy pronto a sufrir los característicos ataques del tétanos: intensos espasmos de los músculos del cuello y las mandíbulas fuertemente apretadas, y dolorosas sacudidas de todos los músculos corporales que le obligarían a arquear la espalda. El mayor peligro lo correrían los músculos respiratorios: un espasmo podría asfixiar prácticamente al niño.
Mientras contemplaba el asustado rostro de Ouko completamente empapado en sudor, Sondra comprendió que la noche iba a ser terrible.
Poco después llegó Derry, miró a Ouko y preguntó en voz baja:
—¿Localizaste la herida?
—En la planta del pie —contestó Sondra, asistiendo—. Ya está cicatrizada.
Derry tomó la jeringa de antitoxina de la mesita de noche, la estudió y después la volvió a dejar.
—¿Ha tenido ya algún ataque?
Sondra denegó con la cabeza, sin apartar los ojos de Ouko. El primer ataque no tardaría en llegar y tenían que estar preparados.
Derry permaneció de pie en silencio, con el rostro oculto en las sombras de más allá del círculo luminoso del quinqué. No dijo nada más, pero Sondra percibió su tensión e inquietud con tanta intensidad como las suyas propias. De repente, al otro lado de la mampara, desde algún lugar de la sala a oscuras, un paciente lanzó un grito en sueños y Ouko experimentó un espasmo. Se le trabaron las mandíbulas, su boca se estiró en una risa sardónica, se le arqueó la espalda y los brazos y las piernas se le pusieron rígidos, levantándole de la cama hasta que sólo los codos y los talones quedaron en contacto con el colchón. Sondra le miró horrorizada.
De repente, cesó el espasmo y Ouko se derrumbó, agotado, sobre el colchón. Sondra miró a Derry y éste se tocó el reloj de pulsera con un dedo, después, abrió y cerró ambas manos con los dedos extendidos. El ataque duró veinte segundos. Veinte segundos de intenso dolor y paroxismo. Veinte segundos de prisión en un cuerpo sacudido por los demonios, en cuyo transcurso Ouko estuvo todo el rato consciente.
Fuera, en la noche africana, un pájaro pasó volando a baja altura y emitió un grito. Inmediatamente, el cuerpo de Ouko se contrajo y se arqueó, separándose del colchón.
Sondra reprimió un sollozo.
Derry se alejó, regresó poco después con una jeringa en la mano, y le administró al niño una inyección en el muslo en cuanto cesó el ataque.
—Seconal —le susurró a Sondra—, pero dudo que sirva de algo.
Ambos contemplaron a Ouko en silencio; el pobre niño les miró desde la cama con sus grandes ojos asustados. Después, Derry asió a Sondra por la muñeca y se retiró con ella. Al llegar junto a la mesa de la enfermera, le dijo a ésta que fuera a sentarse con el niño.
—Procura no hacer ruido ni movimientos repentinos. Eso es lo que desencadena los espasmos. —Tras lo cual, salió con Sondra al fresco aire nocturno para poder hablar en tono normal.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó la joven, cruzando los brazos sobre el pecho.
—No podemos hacer nada —contestó Derry con la mirada perdida en la oscura lejanía—. Lo único que se puede hacer es resistir. El chico no tiene ninguna posibilidad de salvarse. Los espasmos le matarán primero.
—¡Pero no podemos dejarle sufrir estos ataques!
—He visto cientos de casos como éste —dijo Derry, mirándola enfurecido—. No hay ninguna cura para el tétanos. Ni el Demerol, ni el Seconal ni el Valium resultan efectivos. Es cuestión de resistir hasta que la toxina siga su curso y sea, por fin, expulsada por el cuerpo.
—En tal caso, lo que hay que hacer es procurar mantener a Ouko con vida hasta que eso ocurra.
—Esperas un imposible —dijo Derry, sacudiendo la cabeza—. Sufre una de las formas más graves de tétanos que he visto en mi vida. Uno de estos espasmos no tardará en paralizarle los músculos respiratorios y entonces morirá de asfixia o bien se le quebrará la columna vertebral, y ahí acabará todo.
—Podríamos paralizarle —dijo Sondra rápidamente—. El curare le paralizará los músculos y evitará los espasmos.
—También le paralizará la respiración.
—Podríamos practicarle una traqueotomía.
—No serviría de nada. Necesitaría respiración asistida y no disponemos de aparato de respiración artificial.
—Podríamos hacerlo manualmente, decirles a las enfermeras que…
—No serviría de nada.
—¿Por qué no?
—Porque, aunque pudiéramos ayudarle a respirar, ¿cómo le alimentaríamos? Esta enfermedad dura semanas y semanas. No podríamos mantenerle tanto tiempo mediante terapia intravenosa. Sondra, no tendremos más remedio que dejarle morir. Es lo mejor para el niño.
—¿No hablarás en serio? —preguntó la joven parpadeando—. ¡No podemos abandonarle así!
—¿Acaso piensas que no deseo salvarle? —replicó Derry casi a gritos—. ¿No crees que ya lo he intentado muchas veces con docenas de personas como Ouko? Primero, los sedantes; después, la traqueotomía y, por fin, no tenemos más remedio que contemplar, impotentes, cómo se muere poco a poco. ¡Y entre tanto, le vemos soportar, una y otra vez, estos espasmos que son la peor tortura imaginable hasta que, al final, muere sin remedio! —Miró a Sondra con desesperación y luego añadió en voz baja—: No habrá ningún acto de heroísmo con Ouko. La primera vez que sufra una parada, déjale ir.
—¡Eso es una condena a muerte! —exclamó Sondra, mirándole con incredulidad.
—Mis órdenes son terminantes —dijo Derry; dio media vuelta y se marchó.
Derry llegó hasta la valla que rodeaba el ámbito de la misión. Al otro lado había un mundo que no pertenecía a los hombres y a sus debilidades; era un mundo salvaje en el que, incluso en aquellos instantes, las zarpas avanzaban en silencio cerca de la verja y los dorados ojos miraban parpadeando en la oscuridad. Derry se detuvo para contemplar el achaparrado edificio del hospital en el que destacaban los cuadrados de mortecina luz de las ventanas. Aquel hospital diseñado, construido y puesto en marcha por él era el compendio de toda su vida.
Derry no solía pensar a menudo en Jane y en el niño que dormía con ella en la tumba; a lo largo de los años, aprendió a reprimir su dolor y a aceptar lo ocurrido. Sin embargo, de vez en cuando, algo —como el pequeño Ouko— volvía a despertar los recuerdos y la tristeza de antaño. Jane había sido el primero y único amor de su vida; por ella se trasladó a la misión y en su memoria se quedó allí. Raras veces pensaba en su vida y en su trabajo; sin embargo, en aquellos momentos, lo hizo.
«Eso es una condena a muerte», le dijo Sondra. Y era cierto. Pero sólo porque no podía condenar al niño a la vida. «Somos impotentes». A pesar de nuestro aprendizaje y nuestros conocimientos científicos, en último término no somos nada.
La noche era fría y la brisa, cortante, pero Derry no se percataba de ello. Pensaba en Sondra y se decía en su fuero interno que ojalá no hubiera llegado a la misión.
¿Por qué le permitía tantas libertades? ¿Por qué le importaba tanto lo que ella decía? «Porque me recuerda mi imagen de otros tiempos». Veinte años atrás, el joven e idealista Derry regresó a Kenia lleno de planes y proyectos y animado por el mismo optimismo que inducía a Sondra Mallone a pensar ciegamente que podía transformar el mundo. ¿Cuándo perdió aquella juvenil esperanza, cuándo se apagó aquella dulce excitación y surgió, en su lugar, un cansado cinismo? No se debió a ningún acontecimiento en particular ni sucedió en una hora determinada, sino que fue un lento proceso de erosión semejante al de un león desdentado, devorando el cadáver de una cebra. Sin que él lo percibiera, las vastas provisiones de idealismo que Derry atesoraba en el alma se fueron desvaneciendo poco a poco hasta que, por fin, no quedó más que una hueca cáscara parlante.
Contempló el hospital y vio una sombra en una de las ventanas, una forma que se movió tras la persiana. Era Sondra que regresaba de puntillas junto al lecho de Ouko para reanudar su vigilancia. Derry recordó otras noches similares de hacía muchos años. Se entristeció por Sondra al pensar en el duro golpe que iba a recibir y del que él no podría protegerla.
El silbido de un ave nocturna le devolvió a la realidad. Mientras buscaba un cigarrillo en el bolsillo de la camisa, Derry procuró no pensar. Ya estaba bien. De nada servía afligirse o compadecerse de los tiernos sentimientos de una joven ingenua. Tenía muchas cosas que hacer al día siguiente y dormir era en aquellos momentos lo más importante.
Aun así, pensó mientras cruzaba el patio para dirigirse a su cabaña, pensó que ojalá hubiera algún medio para ahorrarle aquel dolor a Sondra.
Sondra estaba preparada. Sobre la mesilla de noche de Ouko había todo lo necesario: el bisturí, las pinzas y la gasa, el tubo metálico endotraqueal y la bolsa respiratoria para dilatarle artificialmente los pulmones.
La enfermera se negó a ayudarla. Conocía las tajantes órdenes de Derry y no se fiaba del criterio de la memsabu. Por consiguiente, cuando el fuerte ronquido del enfermo de la cama contigua le provocó a Ouko un nuevo espasmo, más violento y de mayor, duración que los anteriores, Sondra empezó a trabajar sola.
Los labios del niño adquirieron un tono azulado y la piel se le puso de un alarmante color púrpura. «Ya está. Éste lo va a matar», pensó Sondra.
Se levantó rápidamente y, apoyando una rodilla en la cama, echó con fuerza la cabeza de Ouko hacia atrás. Le temblaron las manos en el momento de efectuar un corte vertical hasta el tercer anillo traqueal, abrirlo, deslizar la cánula por la tráquea e introducir el aire con una jeringa. Una vez despejada la vía respiratoria, Sondra aplicó la bolsa al extremo de la cánula y la comprimió varias veces. El tórax de Ouko empezó a subir y bajar.
A Sondra le seguían temblando espantosamente las manos. Disponía de muy poco tiempo y la sangre bajaba por el cuello del niño y manchaba las sábanas, pero, con la ayuda de la bolsa, Ouko respiraba.
—¡Enfermera! —gritó Sondra aún a riesgo de provocarle al paciente otro espasmo—. ¡Venga a ayudarme!
La enfermera apareció con tanta rapidez que Sondra sospechó que se encontraba al otro lado de la mampara.
—Acérquese —le dijo—. Siga comprimiendo la bolsa mientras yo contengo la hemorragia.
La mujer no se movió.
—¡Por favor! Bajo mi responsabilidad. No tendrá usted ningún problema.
—El doctor Farrar ordenó que no lo hiciéramos —dijo la enfermera, retrocediendo.
Ouko experimentó otro espasmo que estuvo a punto de derribar a Sondra de la cama. Cuando el tronco y las caderas del niño se levantaron del colchón y su espalda se arqueó, Sondra oyó un crujido de huesos a punto de romperse.
—Santo cielo —murmuró, parpadeando para evitar que el sudor le penetrara en los ojos mientras sujetaba la bolsa contra la cánula.
—¡Succión, enfermera! ¡Rápido! ¡Se está desangrando en la tráquea!
La enfermera permaneció inmóvil, mirándola aterrorizada.
—¡Ayúdeme!
De repente, apareció Derry y, apartando a la enfermera a un lado, clavó sin pérdida de tiempo una aguja hipodérmica en el rígido muslo del niño. Mientras el curare paralizaba los músculos contraídos, Derry tomó un catéter de goma de la mesilla de noche, aplicó a uno de sus extremos la jeringa de aire, miró a Sondra, asintió con la cabeza y, cuando la muchacha retiró la bolsa de la cánula introdujo el catéter a través de la misma y aspiró con la jeringa. La sangre llenó el cilindro y Derry lo vació en una palangana y volvió a aspirar, sacando más sangre fresca. Los músculos de Ouko ya se habían relajado y Sondra intentaba cortar la hemorragia que había producido la incisión. Las cuatro manos de ambos trabajaban al unísono como si pertenecieran a una sola persona. Derry aspiró, se detuvo un instante para que Sondra dilatara unas cuantas veces los pulmones de Ouko y, después, volvió a aspirar mientras ella terminaba de limpiar la herida.
Al final, colocaron unas sábanas limpias bajo el cuerpo inconsciente de Ouko y le lavaron sin dejar en ningún momento de comprimir la bolsa. Al terminar, la enfermera se llevó la ropa sucia y ellos se sentaron uno a cada lado de la cama. La fuerte mano de Derry comprimía rítmicamente la bolsa, mientras Sondra auscultaba el tórax del niño a través del estetoscopio.
—Los pulmones los tiene limpios —dijo Sondra por fin, mientras retiraba el estetoscopio.
—¿Cuánto rato ha estado sin oxígeno?
—Lo ignoro. Dos minutos, puede que tres.
—Entonces no va a pasar nada. —Derry tuvo que cambiar de mano; la constante compresión de la bolsa le producía calambres en los dedos—. Bueno, doctora, me parece que podremos arreglarlo.
Sondra contempló el hermoso rostro de Derry envuelto por las sombras.
—Podemos pedir a la familia que nos ayude —dijo—. Hermanos, hermanas, primos. Todos se pueden tornar para comprimir la bolsa.
—Llamaré al hospital de Voi, quizá puedan prestarnos un aparato de respiración artificial —dijo Derry, mirándola con sus ojos intensamente azules—. En caso contrario, llamaré a Nairobi. Le pondremos un suero en el acto y, luego, intentaremos alimentarle a través de una sonda nasogástrica.
Sondra estudió el cansado rostro de Derry, sus anchos hombros y la rítmica flexión de los músculos de su brazo.
—Perdóname lo que te dije sobre la condena a muerte de Ouko. Estaba un poco nerviosa —le dijo Sondra.
—Lo sé, no te preocupes. Son cosas que nos ocurren a todos.
Se miraron largo rato en silencio, cercados por la noche africana.