Capítulo 20

En la fresca y soleada mañana de enero Derry Farrar salió de su cabaña y contempló la caótica escena con su habitual cinismo. El safari estaba a punto de ponerse en marcha.

Se sacó del bolsillo una cajetilla de cigarrillos, encendió uno, dio dos chupadas, lo arrojó al suelo y lo pisoteó con las botas para apagarlo. Después miró hacia la cabaña contigua. La puerta estaba cerrada. Sondra aún no había salido.

Sacó otro pitillo de la cajetilla y lo encendió mientras el espacio que rodeaba su cabeza se llenaba de humo azulado. Derry pensó en Sondra Mallone.

Ésta quería participar en aquel safari. Por eso habían discutido la víspera: Sondra deseaba tomar parte en aquellas expediciones sanitarias, pero Derry no creía que estuviera preparada para ello. Era uno más de los muchos conflictos que les habían enfrentado a lo largo de los cuatro meses transcurridos desde la llegada de Sondra, el día en que el funcionario de Obras Públicas se volvió loco y la joven tuvo el descaro de criticar la actuación de Derry. Cuando la familia acudió a recoger al pobrecillo y éste murió al día siguiente, Sondra comentó que hubieran tenido que hacer algo por él en la misión, pese a que, ante la insistencia de Derry, no supo explicar exactamente qué.

El problema de Sondra Mallone, pensó Derry estribaba en que era demasiado entusiasta. Quería salvar el mundo ella sola. Derry admiraba su entrega y su entusiasmo, pero tenía que reconocer que no era una actitud muy práctica. Sondra aún no se había familiarizado con la mentalidad de los indígenas, aún no lograba entenderlos. Seguía aferrada a los modernos conceptos científicos y pretendía que el nativo africano asimilara en un día siglos de evolución.

Una de las cuestiones sobre las que solían discutir era la de la antisepsia. Sondra no creía que aquella gente tuviera una inmunidad innata, tal como él le decía, y perdía tanto tiempo esterilizándolo todo y explicándoles a los nativos lo que era la higiene que, por cada tres pacientes que visitaba Derry, ella sólo visitaba uno. Se quedó de una pieza al descubrir que a muchos enfermos los alimentaban sus propias familias, trayendo diariamente la comida al hospital, y trató de convencer a Derry de que la alimentación de los pacientes se preparara en la cocina de la misión con criterios higiénicos y estableciendo menús «científicos» para cada enfermo. Derry intentó hacerle comprender que esos criterios no darían resultado en aquel ambiente.

—Convalecen mejor en el medio con el que están familiarizados —le explicó—. Les sientan mejor sus propias comidas, preparadas según sus métodos y servidas por sus parientes.

Además estaba el problema de las enfermeras. ¿Cómo empezó todo aquel desastre?

La falta de colaboración de las enfermeras era un auténtico fastidio porque retrasaba todos los procesos. Ponían en tela de juicio todas las órdenes de Sondra, acudían a Derry o Alec para que se las confirmaran y, con frecuencia, hacían caso omiso de ellas por completo y actuaban como se les antojaba. Derry reconocía que las enfermeras planteaban a veces ciertas dificultades y preferían hacer las cosas a su manera, aunque, en general, solían obedecer a los médicos asistentes. Muchas veces eran sumamente útiles porque les explicaban a éstos las peculiares idiosincrasias de las distintas tribus y actuaban de mediadoras cuando, por ignorancia, ofendían alguna usanza tribal. A Sondra, en cambio, la dejaron abandonada a su suerte, lo cual dio lugar a ciertos problemas que exigieron la inmediata intervención de Derry.

Por consiguiente, ¿cómo podía enviarla a la selva?

Para Derry Sondra Mallone era un misterio. ¿Por qué había venido? Todos los médicos que llegaban a la misión, lo hacían armados no sólo con el estetoscopio, sino asimismo con la Biblia. En cambio, Sondra no era religiosa y no sentía el menor deseo de predicar. En realidad, no estaba entregada a Jesucristo sino a África, lo cual desconcertaba a Derry, pero despertaba, al mismo tiempo, su admiración. Aunque de vez en cuando se peleaban y Derry perdía un poco la paciencia, no cabía duda de que Sondra Mallone amaba África.

Y eso era muy importante para él.

Derry nació en Kenia, aspiró su primera bocanada de aire en la pura atmósfera de Nairobi y le amamantó una nodriza kikuyu, que, sentada en la galería de la hacienda ganadera de los Farrar, sostenía con un brazo a su propio hijo y con el otro al del amo, porque la memsabu estaba demasiado débil para poder alimentarlo. Dio los primeros pasos sobre la roja tierra de Kenia y el sol ecuatorial le tostó en seguida la sonrosada piel de mzungu; sus primeras palabras fueron una mezcla de suajili e inglés y sus primeros compañeros de juegos fueron negros, porque, por aquel entonces, él lo ignoraba todo de las barreras de color impuestas por los colonos británicos.

Durante el entierro de su madre, su nodriza kikuyu le estrechó entre sus vigorosos brazos para consolarle, mientras su padre, un desconocido enfundado en un traje blanco, se mantenía inmóvil y distante sin querer mostrar su dolor ante los negros. Más tarde, hambriento de un cariño que su padre era incapaz de darle, Derry bajó a escondidas al Rift con su amigo y compañero Kamante para seguir el rastro de los leones y compartir con él los espinos, las estrellas y la carne de vaca en conserva de otra Kenia en la que, por fin, pudo encontrar un sentido a su vida.

Sin embargo, aquellos fugaces días de felicidad terminaron de golpe cuando Reginald Farrar contempló por primera vez a su hijo y, comprendiendo el imperdonable pecado social que había cometido con él, trató de «hacerle entrar en razón» y de apartarle de la insalubre atmósfera que suponía el indecoroso contacto con los negros. La víspera de su partida hacia Inglaterra, Derry fue por última vez al Rift con Kamante, sólo para ver a los animales, puesto que ya se había desvanecido por completo su temprana afición a la caza y el hecho de reconocer su superioridad y dejarles seguir tranquilamente su camino le producía una inmensa satisfacción viril.

En Inglaterra lo pasó muy mal porque ya era tarde para asimilar el sentido de la identidad británica que su padre hubiera tenido que infundirle en el transcurso de su infancia. Sus actos de heroísmo en la RAF, no los llevó a cabo por amor a Inglaterra, sino que fueron más bien un esfuerzo personal por acabar con aquella maldita guerra que le mantenía alejado de su verdadero hogar.

Cuando, por fin, regresó a Kenia, no fue más que para enterrar a su padre. Encontró un país trastornado y dividido, una Kenia en la que ya no había sitio para el hijo de un odiado colono blanco. Aquel día de octubre de 1953, Derry de treinta y un años, se dio cuenta de que era un hombre atrapado entre dos mundos a los que no pertenecía y en los que no era querido, y entonces se le empezó a envenenar la sangre.

Jane le rescató de aquel temible infierno durante dos breves años y le hizo comprender el lugar que ocupaba en el universo, dejándole después nuevamente hundido en el abismo.

—Kwenda! Kwenda!

Los gritos le devolvieron a la realidad y vio a Kamante, su antiguo compañero, haciéndole señas con la mano al otro conductor que se había detenido a fumar un cigarrillo.

A Derry le sorprendió que en Inglaterra se considerara a los negros como unos seres inútiles y holgazanes. Sabía que no había en el mundo una gente más trabajadora y esforzada que los kikuyu. Aunque fueran responsables de los desmanes del Mau-Mau, de ellos había surgido el brillante Yomo Kenyatta que, una vez en el poder, devolvió la soberanía africana a Kenia, rejuveneciendo al pueblo con un nuevo sentido de progresista y unificador orgullo nacional. El lema de Kenia era Harambee! («Unámonos»).

A Kamante, que tenía cincuenta años como Derry, no se le veía ni una sola cana en su negra cabeza de ébano y se encontraba en la plenitud de su vigor físico. Los musculosos brazos negros que en aquellos momentos se agitaban bajo el sol de primeros de enero eran los mismos que arrancaban al afligido y humillado Derry de la trampa de los espinos. Kamante se acercó a Abdi, el otro chófer, un musulmán suajili de la costa, y le escupió un torrente de palabras, obligándole a reanudar el trabajo.

—Ahora ya puedes inspeccionarlo —le gritó a Derry.

Éste cruzó el patio.

En su cabaña, Sondra estaba haciendo la cama. La voz de Derry, al otro lado de las cortinas de la ventana, la indujo a detenerse y a golpear la almohada con una fuerza tal vez excesiva. Estaba furiosa. Hubiera tenido que estar allí afuera, preparándose para efectuar el viaje al territorio de los masai. Pero, por desgracia, Derry no compartía su opinión.

En general, casi no estaban de acuerdo en nada y eso que la joven no pretendía cambiar las cosas, sino tan sólo mejorarlas, lo cual era muy distinto. Derry era obstinado y no aceptaba las innovaciones. Era demasiado fatalista, pensó Sondra, se daba fácilmente por vencido y apenas oponía resistencia. Tenía una mentalidad arcaica y decía que lo que no se podía curar se tenía que soportar.

Sondra se apartó de la cama y volvió a mirarse al espejo.

Los cuatro meses de sol ecuatorial le habían conferido un precioso bronceado de color avellana que contrastaba con sus vistosos atuendos africanos. Había comprado en el mercado nativo varios cortes de tela de brillantes estampados, guardó los vaqueros y las camisetas y empezó a vestirse como las indígenas, cubriéndose el largo cabello negro con llamativos turbantes. El efecto fue extraordinario: parecía una nativa.

Las voces que penetraban a través de la ventana la distrajeron de sus reflexiones. El reverendo Sanders le preguntó a Kamante si llevaban suficientes latas de mantequilla, Derry gritó algo en suajili, Alec preguntó si había hielo suficiente para las vacunas contra la polio y Rebecca llamó a otra enfermera.

Sondra lanzó un suspiro de alivio. Se alegraba de que Rebecca formara parte de la expedición. Rebecca era la enfermera de mayor antigüedad, una samburu de cuarenta y tantos años que se había convertido al cristianismo en su infancia y hablaba un inglés excelente. Sondra se ponía muy nerviosa a su lado.

Si sus relaciones con las enfermeras hubieran sido mejores, Sondra no se hubiera despertado cada mañana con la sensación de nadar contra una corriente invencible. ¿Cuándo habían empezado los problemas? Probablemente, el mismo día en que las enfermeras echaron un vistazo al nuevo médico y descubrieron con asombro que era una mujer. Sin embargo, tal vez hubiera conseguido superar aquel pequeño obstáculo de no haber cometido el error de intentar hacer amistad con ellas.

—Estas enfermeras tienen un sentido muy arraigado del lugar que ocupa cada una —le explicó Alec—, y no saben exactamente dónde situarte.

Sondra comprendió por fin que los médicos y las enfermeras no se mezclaban y que no era correcto sentarse con éstas en la sala común. No obstante, las dificultades iniciales se hubieran podido solventar de no haber sido por el desastroso incidente del catéter.

Ocurrió a las dos semanas de la llegada de Sondra. Ésta se encontraba en la sala atendiendo a un nativo operado de apendicitis cuando volvió la cabeza y observó que Rebecca estaba a punto de cometer un espantoso error. Se quedó de piedra. Un tubo esterilizado rodó de la cama al polvoriento suelo y Rebecca lo recogió para utilizarlo.

—¡No! —le gritó Sandra, sobresaltando a todos los enfermos de la sala.

Después le dijo a la enfermera que sacara otro tubo y le explicó ante todo el mundo lo erróneo de su actuación. Rebecca la miró con rabia, arrojó el catéter al suelo y se retiró hecha una furia.

A partir de aquel momento, la resistencia se intensificó y Rebecca, que era la enfermera de mayor antigüedad, consiguió que las demás imitaran su ejemplo.

Aun así, Sondra no quería darse por vencida y estaba dispuesta a superar las dificultades de la forma que fuera.

Abrió la puerta y, cuando se disponía a salir, se detuvo un instante para que sus ojos se acostumbraran a la luz. Los tres Rovers estaban a punto de iniciar la marcha y los miembros de la expedición —Alec, el reverendo Thorn, Rebecca y los dos conductores— se habían congregado para iniciar la plegaria que solían rezar antes de la partida. Sondra se acercó a ellos y se situó al lado de Alec con la cabeza inclinada mientras el reverendo Sanders dirigía la oración. Vio por el rabillo del ojo que Derry se apartaba de los Rovers y entraba en el hospital.

¡Un hombre imposible y una situación imposible, agravada en aquellos instantes por una nueva y desagradable complicación!

Los sueños empezaron a producirse una lluviosa noche de octubre. Sondra estaba sentada en la sala común en compañía de Alec MacDonald, escribiéndole una carta de felicitación a Ruth por el nacimiento de sus gemelas, cuando la puerta se abrió de repente y entró Derry empapado de agua de lluvia, diciendo que el Rover se le había quedado atascado en el barro de la carretera. Pero Sondra no oyó ni una sola palabra. Sólo vio el enmarañado cabello negro del hombre cayéndole sobre la frente, la fuerte musculatura de su tórax, visible a través de la camisa empapada de agua, los brazos desnudos cubiertos de barro, los ágiles movimientos de su cuerpo, la rabia contenida que reflejaba su voz y la colérica mirada de sus ojos.

Y entonces se iniciaron los sueños eróticos protagonizados por Derry. Sondra hubiera deseado librarse de ellos y estaba muy preocupada: era absurdo pensar que la atrajera aquel hombre que tanto la sacaba de quicio.

Tras la bendición final del reverendo Sanders, todos los expedicionarios se encaminaron hacia los Rovers. Alec se detuvo para darle a Sondra un fuerte apretón de manos.

—Buena suerte —le dijo la joven—, no sabes cuanto te envidio.

—La suerte la vas a necesitar tú porque te dejo todo el trabajo para ti sola.

Sondra no pudo evitar dirigir un vistazo al dispensario en el que aguardaba un grupo de pacientes y fue entonces cuando Alec captó una curiosa expresión en sus ojos.

Era una expresión de desafío. Alec estaba al corriente de las desavenencias que había entre Derry y Sondra, del conflicto entre dos seres obstinados procedentes de dos mundos radicalmente distintos y dispuestos, cada uno de ellos, a imponerle al otro sus propios criterios. Derry estaba anticuado porque no visitaba Londres desde hacía veinte años y no se hallaba al tanto de los progresos de la medicina, aunque tenía muchos años de experiencia a sus espaldas y sabía «leer» a un paciente como si fuera un libro, haciendo rápidos y acertados diagnósticos de los que no hubieran sido capaces los modernos técnicos de la medicina. Sondra, por su parte, estaba muy verde porque sólo contaba con tres años de experiencia clínica (dos de ellos en la escuela de medicina), pero poseía un arsenal de nuevos conocimientos y estaba familiarizada con toda una serie de técnicas de reanimación que Derry ignoraba. De no haberlo impedido su arrogancia y su orgullo hubieran podido formar un equipo extraordinario.

Aquel día Sondra iba a trabajar por primera vez a solas con Derry en el hospital y Alec esperaba que se llevaran bien.

—Estaré de vuelta mañana por la tarde para relevarte —le dijo sin soltarle la mano.

Sondra contempló su dulce sonrisa y sus amables facciones. ¿Por qué no soñaba con Alec?

—Cuídate —le dijo—, y que Dios te acompañe.

Se quedó un instante de pie para despedir con la mano a los miembros de la expedición y a continuación se dirigió al hospital, donde Derry ya estaba extrayendo líquido de la rodilla de un enfermo.

El sistema que utilizaba era muy sencillo: los nativos llegaban a la misión, aguardaban en la galería e iban entrando de uno en uno. El dispensario era una vasta estructura de techo de paja separado, en el centro, por una cortina. A ambos lados de la cortina había una anticuada mesa de examen, un armario de instrumentos, otro destinado a vendas y medicinas y un carrito de ruedas; en el centro había un lavabo común. Puesto que estaban en enero, el aire matutino era muy cálido y los ventiladores del techo ya estaban en funcionamiento; a través de las ventanas abiertas, entraban, zumbando las moscas y las avispas.

Sondra ya conocía a los pacientes que acudían cada semana para someterse a tratamiento o recibir medicinas, y ellos estaban familiarizados asimismo con la memsabu daktari. Pero, en general, Sondra sólo visitaba a las mujeres y a los niños, puesto que los hombres preferían esperar a Derry. Al cabo de cuatro meses, sus conocimientos de suajili ya le permitían trabajar sin intérprete.

Su primer paciente fue una mujer taita que llevaba a un niño en brazos. La mujer le indicó por señas que el pequeño tenía algo en la boca, pero, cuando Sondra lo examinó, vio que no tenía absolutamente nada. En el momento en que se lo devolvía a la madre, ésta empezó a protestar a voz en grito, señalándose su propia boca.

—Le está pidiendo que mire el diente del niño, memsabu —le explicó la enfermera.

Sondra le abrió de nuevo la boca al niño y examinó un diente perfectamente blanco, rodeado por la sonrosada encía.

—Se lo veo muy bien —dijo, perpleja.

—No, no —replicó la enfermera—. El diente del niño tiene que salir primero abajo. El diente que sale primero arriba es una mala señal para la familia. Anuncia desgracias. La mujer le pide que se lo arranque.

—¿Que se lo arranque? ¿Y por qué iba a hacerlo?

—Puesto que el diente que sale de arriba se considera un signo de mal agüero —le dijo la voz de Derry desde el otro lado de la cortina—, piensan que, arrancándolo, conseguirán engañar a los dioses.

—Dígale que lo siento, pero no pienso hacerlo.

Tomando de nuevo a su hijo, la mujer se fue directamente a una silla adosada a la pared, se sentó en ella y miró enfurecida a Sondra. Mientras ésta examinaba a otro paciente, la mujer pasó al otro lado de la cortina y en el acto se escuchó un rápido intercambio de palabras en suajili que Sondra no pudo entender. El niño empezó a llorar, la mujer soltó un agudo grito, Derry le dijo algo y, de repente, se hizo el silencio.

Sondra se concentró en la joven tendida en la mesa de examen.

No conseguía localizarle el bazo y, cuando le auscultó el tórax, le pareció detectar un corazón dilatado y un soplo. La joven dijo que los ataques se producían con carácter intermitente, provocándole fuertes dolores abdominales, acompañados de vómitos; las articulaciones le dolían y se le hinchaban. Sondra estaba confusa: cada síntoma por separado apuntaba a una dolencia, pero juntos constituían un enigma indescifrable.

—Extráigale un poco de sangre —le dijo a la enfermera que ayudaba a la muchacha a incorporarse—. Y prepárele una cama en la sala.

—No será necesario —dijo Derry, entrando desde el otro lado.

La mujer taita abandonó a toda prisa el dispensario con su hijo.

—¿Por qué? Hay que someter a esta chica a observación. Puede que tengamos que operarla.

—No.

—¡Pero si ni siquiera la has examinado!

—Pínchele el dedo y póngame unas cuantas gotas de sangre en un portaobjeto, por favor —le dijo Derry a la enfermera. Luego añadió, dirigiéndose a Sondra—: Ven, te lo voy a demostrar.

El pequeño laboratorio era un cuartito anejo al dispensario, que tenía una mesa de trabajo adosada a una pared y un lavabo y una nevera adosados a la otra. Derry se acercó a la mesa, tomó una pequeña ampolla de agua destilada esterilizada, extrajo diez mililitros con una jeringa y los introdujo en un tubo de ensayo. Después, tomó un frasco que contenía tabletas e introdujo una en el tubo de ensayo.

—¿Qué es eso? —preguntó Sondra.

—Cero dos gramos de metabisulfito de sodio —contestó Derry, sosteniendo en alto el tubo de ensayo para observar mejor la disolución de la tableta.

—¿Para qué es?

—En seguida lo verás.

Entró la enfermera con el portaobjeto. Utilizando un cuentagotas, Derry añadió dos gotas de la solución del tubo de ensayo a la sangre del portaobjetos, colocó una placa de vidrio encima, eliminó lo que sobraba con papel secante y, después, ajustó el portaobjeto al microscopio.

—Añora esperaremos quince minutos —dijo, consultando su reloj de pulsera.

Salieron del laboratorio y Sondra se dirigió al lavabo para lavarse las manos.

—¿Qué hiciste para calmar a la mujer taita? —preguntó Sondra.

—Le arranqué el diente.

—¡Cómo! —exclamó la joven, mirándole aterrada.

Derry abrió el armario del instrumental y sacó un oftalmoscopio.

—Tenía que hacerlo, de lo contrario, ella misma hubiera arrancado el diente, la herida se hubiera infectado y el chiquillo hubiera muerto.

El siguiente enfermo era un caso de rutina: desinfección y sutura de una herida en la cabeza.

Al salir, Sondra se encontró con Derry.

—Ahora vamos a ver el portaobjeto —le dijo éste.

Mientras la joven se acomodaba en el alto taburete y modificaba la posición del espejo del microscopio para que pudiera captar la luz matinal, Derry se apoyó con los brazos cruzados contra la mesa y le dijo:

—Utiliza el objetivo seco.

Sondra acercó el ojo derecho a la lente y ajustó el foco.

—Ya comprendo… —dijo poco después.

—¿Nunca lo habías visto?

—No.

—La razón de que tratemos primero la sangre con metabisulfito se debe a que ello impide que la sangre se seque. Las manchas secas no se disgregan.

—¿Es una característica o es anemia?

—Es anemia. Si sólo fuera una característica, la formación de células falciformes exigiría un período de veinticuatro horas y no afectaría a todas las células.

A través del microscopio, Sondra observó los glóbulos rojos en forma de creciente que, por su configuración curvada como la de una hoz, no podían pasar a través de las arteriolas y obturaban los vasos sanguíneos vitales, y que, como eran más frágiles que los glóbulos rojos normales, se desintegraban en la corriente sanguínea, matando literalmente por inanición a la víctima.

—¿Cuál es la prognosis?

—La terapia, caso de haberla, es puramente sintomática y provisional. A veces, la prednisona alivia el dolor, pero no se puede hacer gran cosa. No existe ningún tratamiento para la anemia falciforme. La chica irá empeorando progresivamente y, al final, morirá de embolia pulmonar, trombosis o tuberculosis. Dudo que llegue a cumplir los veinte años.

A lo largo de la mañana, la galería del hospital se fue llenando de pacientes. Sondra y Derry trabajaban con la ayuda de una enfermera; aplicaban vendajes, ponían inyecciones y explicaban cómo había que tomar los medicamentos (Sondra descubrió que muchos indígenas, en lugar de tragarse las pastillas, se las colgaban en unos saquitos alrededor del cuello como si fueran amuletos protectores) hasta que, hacia el mediodía, ya no quedó ni un solo hueco libre en la galería. Mientras Sondra y Derry hacían una pausa para tomarse unos bocadillos de pepino y una taza de té, entró una enfermera del hospital y les dijo que ya no quedaba ninguna cama libre.

La corriente de enfermos fluía incesante: infecciones, heridas, dolencias parasitarias. Una mujer taita trajo a su hija gravemente deshidratada a causa de los vómitos y de la diarrea. La enfermedad ya estaba curada, pero la niña no quería comer y la alimentación forzada resultaba inútil. Sondra decidió ingresar inmediatamente a la niña en el hospital para someterla a terapia intravenosa, pero Derry pasó desde el otro lado de la cortina y vetó la orden.

—No tenemos ni una sola cama libre y nuestras existencias de equipo intravenoso son muy escasas; no debemos desperdiciarlas en algo que se puede resolver ahora mismo sin ninguna dificultad.

Antes de que Sondra pudiera protestar, Derry envió a una enfermera a la cocina por una botella de Coca-Cola y una bolsa de patatas fritas.

—Los niños son muy tercos y rechazan las comidas dietéticas —explicó mientras aguardaban—, incluso cuando están gravemente enfermos. En cambio, no hay ningún niño que se resista a las golosinas.

Tuvo razón. En cuanto abrió la botella de Coca-Cola y la bolsa de patatas fritas, la chiquilla empezó a comer y a beber con entusiasmo.

—Con esta dieta, se le normalizará el azúcar, la sal y los líquidos en un abrir y cerrar de ojos. Ya la puedes dar de alta.

A primeras horas de la tarde trajeron a un niño de nueve meses. Tenía mucha fiebre, los tímpanos inflamados y la garganta irritada, y se puso a gritar cuando Sondra trató de doblarle las rodillas. Era un caso de FOD —fiebre de origen desconocido— que sólo se podría tratar una vez se efectuaran los análisis de sangre.

—Tendremos que extraer una muestra de sangre —le dijo Sondra a la enfermera—. Utilizaremos la vena yugular.

Justo en aquel momento se retiró un paciente de Derry que caminaba con muletas y éste pasó al otro lado del cobertizo, diciendo:

—Yo lo haré. Enfermera, acompaña a la madre fuera.

—Puedo hacerlo yo, Derry —le dijo Sondra, mirándole con fijeza—. Lo he hecho muchas veces en…

—Sí, lo sé. Pero, si cometes una equivocación, tendrás a toda una tribu en contra tuya. Yo sé cómo tratar a esta gente.

—Y yo hacer una punción yugular.

Pero Derry no le hizo caso. Mientras la enfermera vendaba fuertemente al niño como si fuera una momia para que no pudiera moverse. Derry sacó los instrumentos necesarios del interior de una palangana que contenía solución esterilizada.

En cuanto hubieron inmovilizado al niño, le colocaron en la mesa con la cabeza sobre el borde y ligeramente ladeada hacia un lado. Pretendían con ello que gritara, ya que, de este modo, las venas del cuello se hincharían y resultaría más fácil hacer la punción. En caso de que el chiquillo dejara de gritar, la vena se hundiría y no se podría extraer la sangre; de ahí la necesidad de un estímulo doloroso que le hiciera llorar. Mientras la enfermera comprimía el blando cráneo con un dedo, Derry introdujo una aguja de cinco centímetros en la abultada vena y extrajo fácilmente la cantidad de sangre deseada. Al terminar, tomó al niño en los brazos y lo acunó hasta que se calmó.

—Dile a la mujer que nos lo vuelva a traer mañana —le dijo Derry a Sondra, mientras se dirigía al lavabo—. Entonces ya tendremos los resultados.

Derry intervino otras dos veces: rectificó en una ocasión las decisiones de Sondra y la sustituyó personalmente en otra. Hacía la hora del té, Sondra empezó a perder la paciencia.

Fue entonces cuando le trajeron a un niño llamado Ouko. Tenía siete años y era un chiquillo precioso, de largas extremidades como sus progenitores masai y unos grandes ojos negros que miraban a Sondra con curiosidad. Ouko fue depositado cuidadosamente sobre la mesa de examen por su propio padre, un pastor masai de elevada estatura, nobles facciones y lustrosa piel de tonos ocres. Ouko permaneció sentado inmóvil mientras la doctora escuchaba las explicaciones sobre el dolor de cabeza que le aquejaba desde hacía tres días, y permitió estoicamente que le tomara la temperatura y le examinara los ojos con una pequeña linterna. Sin embargo, cuando Sondra intentó palparle los nódulos del cuello, Ouko lanzó un grito.

—El chico dice que le duele el cuello —informó el padre en lengua suajili—. Le duelen los ojos y las mejillas.

Sondra miró a Ouko y le preguntó si podía doblar la barbilla y tocarse el pecho. El niño lo intentó, pero, en lugar de mover la cabeza, soltó unos grandes lagrimones.

—No puede mover la cabeza, memsabu —dijo el padre.

Sondra colocó cuidadosamente las manos a ambos lados de la cabeza de Ouko e intentó doblársela, pero el niño volvió a gritar.

La joven quiso examinarle entonces la garganta, pero Ouko le dijo que, sí abría la boca, le dolían mucho las mejillas. Sondra esbozó una sonrisa tranquilizadora, le dio unas palmadas en los hombros desnudos y le explicó en suajili que no le obligaría a hacer nada que él no quisiera. Dirigiéndose a la enfermera, añadió en inglés:

—Parece un principio de meningitis. Comunique al hospital que necesitamos una cama. Que acuesten a dos pacientes en una misma cama en caso necesario.

Derry pasó desde el otro lado, secándose las manos con una toalla mientras Sondra decía:

—Y tendré que hacer una punción lumbar.

Derry se acercó a Ouko, le dirigió unas cariñosas palabras y luego le dijo a Sondra:

—Podrían ser paperas. Comprueba si las parótidas están inflamadas. Será mejor, asimismo, que descartemos la polio. Si lo fuera se produciría parálisis dentro de dos o tres días. Por si fuera contagioso, convendrá que le aislemos.

Derry tuvo que atender de inmediato a un niño aquejado de una infección auditiva y Sondra efectuó la punción lumbar con la ayuda de la enfermera.

El niño soportó en silencio el doloroso arqueamiento de la espalda con el estoicismo propio de los orgullosos masáis, pero dejó escapar unos lastimeros sollozos. Por suerte, Sondra era muy hábil y lo hizo todo en un santiamén: colocaron al niño tendido de lado sobre los fuertes brazos de la enfermera, Sondra palpó suavemente con los dedos la columna, buscando el correspondiente espacio intervertebral y, después, metió y sacó la aguja en un abrir y cerrar de ojos.

El líquido salió completamente claro —señal evidente de que no había una posible hemorragia intracraneal— y, poco después, el recuento microscópico efectuado en el laboratorio demostró que no había indicios de células purulentas.

Puesto que no sabían de qué microorganismo se trataba y el resultado de los cultivos sanguíneos no se recibiría desde Nairobi hasta dos semanas más tarde, decidieron instalar a Ouko en una cama situada en el fondo de la sala, separada de las demás mediante una mampara móvil.

Para entonces, el sol ya se ponía y la ajetreada jornada de la misión tocaba a su fin. Mientras regresaba con paso cansino a su cabaña para lavarse y cambiarse de ropa, Sondra no pudo apartar de su mente la extraña sensación de que algo le había pasado inadvertido durante el examen de Ouko.