La historia era ésa: Un día, hace muchos años, un dios llamado Lono decidió convertirse en granjero y asumió forma humana. Sin querer, tropezó con un azadón y se hizo una herida terrible. Entonces apareció Kane, el Creador, el más grande de los dioses hawaianos, y le enseñó a Lono a curarse la herida, aplicándole un emplasto de hojas de popolo. Después, Kane le transmitió a Lono —que a partir de aquel momento se llamó Lono-puha, es decir, Lono el del Chichón— todos sus conocimientos sobre las hierbas medicinales y las artes curativas, convirtiéndole en el patrón de todos los médicos que le sucedieron.
En el lugar en el que Kane obró el milagro, se construyó un santuario al que acudían todos los enfermos y lisiados para verse libres de los malos espíritus de la enfermedad. El santuario era una simple construcción de ramas de koa y madera sagrada de ohia. Con el paso del tiempo, los antiguos dioses se fueron retirando ante el avance de un nuevo mundo y de una nueva era y se perdió el recuerdo de sus hazañas; entonces el lugar consagrado a Lono-puha se destinó a la construcción de un nuevo santuario dedicado al dios blanco de la medicina. Todo empezó en 1883, cuando unos misioneros británicos iniciaron la construcción de un pequeño hospital pomposamente llamado Great Victoria Hospital.
Cuando Mickey Long llegó al Great Victoria, aquel santuario erigido en honor de los dioses de la salud se elevaba hasta diez pisos de altura sobre el lujuriante suelo de Oahu. Estaba enteramente construido en cristal y hormigón y el único vestigio del pasado era el reloj de sol de los misioneros plantado junto a una gigantesca higuera llorona de Bengala. Allí se encontraba sentada Mickey en aquellos instantes, en un banco de mármol un poco apartado del camino de cemento que dividía en dos partes el césped perfectamente cuidado del hospital. Era un día estupendo, pero muy caluroso: la isla se hallaba bajo los efectos de un kona, uno de aquellos extraños períodos otoñales en que desaparecen los vientos alisios y surgen unas brisas de sotavento que traen consigo humedad y bochorno.
Durante unos inesperados treinta minutos de descanso entre operación y operación, Mickey decidió sentarse al sol, tomando un yogur mientras leía la carta de Sondra que guardaba desde hacía tres días en el bolsillo.
Hola, Mickey.
¿Cómo estás? Espero que bien. Me temo que aún no he conseguido aclimatarme a este lugar. Me he pasado seis semanas desaprendiendo muchas cosas que me enseñaron en Phoenix. Cuando estaba allí creía que los internos nos matábamos a trabajar y me moría de ganas de largarme. ¡Ahora me doy cuenta de cuán fácil era todo aquello! La misión no dispone de aparato de rayos X, no tiene electrocardiógrafo ni equipo diagnóstico que nos pueda facilitar la tarea. No hay técnicos de laboratorio para los análisis de sangre. Lo tenemos que hacer todo nosotros y con un equipo muy rudimentario. ¡Nuestro laboratorio es una auténtica reliquia prehistórica! Un microscopio y una centrifugadora. Lo hacemos todo nosotros, tanto los análisis de sangre como los de orina. Y hasta incluso la determinación del grupo sanguíneo.
Aquí todo es extraordinariamente anticuado. Utilizamos supositorios de paraldehído como sedante. ¿No dejaron de recetarse hace años? Yo jamás los había visto. Y en la sala de quirófano hay un depósito de ciclopropano…, ¡algo completamente ilegal en mi tierra! No consigo acostumbrarme a prescindir de todo lo que antes tenía. Por ejemplo, los aparatos de respiración artificial. ¡Pedí que le colocaran a un paciente un aparato de respiración artificial y el doctor Farrar me preguntó si tenía intención de trasladarle a Nairobi para eso!
Derry y yo nos peleamos constantemente. Aún no me permite recorrer la zona y, en las seis semanas que llevo aquí, no he tocado ni una sola vez el bisturí. Y, encima, tengo problemas con las enfermeras. Las desconcierta que sea médica. En general, hacen caso omiso de mis órdenes o bien acuden a Derry o Alec para que se las confirmen. Están adiestradas según el antiguo sistema británico imperante en Mombasa y que consiste en una neta división entre los médicos y el personal sanitario subalterno. Por ejemplo, cuando un médico entra en una estancia, la enfermera tiene que levantarse y ofrecerle su silla. Recelan de mis intentos de entablar amistad con ellas.
Los nativos que vienen como pacientes tampoco se fían de mí. Han aprendido que el hombre blanco es el sanador; las mujeres blancas sólo sirven para preparar el té.
Sigo sin entender a Derry. Es un hombre muy reposado y distante y no se toma la molestia de enseñarme nada. De eso se encarga Alec MacDonald.
Mickey sacó una fotografía del sobre. Era una escena muy curiosa: cuatro personas envaradamente de pie a la sombra de una enorme higuera y un pájaro muy raro paseando en primer plano. En el reverso, Sondra había escrito:
De izquierda a derecha, el reverendo Sanders, su esposa, yo, Alec MacDonald y Rebecca (enfermera samburu). El pájaro es Lulu, una grulla moñuda que grita «¡Galleta!». La fotografía la ha tomado Njangu. Derry se fue cuando le pedimos que se reuniera con nosotros.
Mickey siguió leyendo la carta.
Rezamos para que vengan pronto las lluvias. Dicen que ha sido un año extremadamente seco y andamos escasos de agua. Debido a ello, los animales salvajes se acercan mucho a la misión, sobre todo, los elefantes, los rinocerontes y los búfalos. Por la noche, oímos los rugidos de los leones que merodean por la zona.
Debo de parecerte un poco malhumorada en esta carta. No era ésa mi intención. En general, estoy contenta y me alegro de poder ayudar a esta gente. Sólo que todo me va a llevar más tiempo de lo que yo esperaba. ¿Qué sabes de Ruth? ¡En su última carta me decía que esta vez piensan que van a ser gemelos! Yo no sé cómo consigue arreglárselas. Cuando yo hacía las prácticas, había días en que apenas podía tenerme en pie. ¿Cómo consigue ella llevar la casa y cuidar a un marido y a un niño?
Mickey dejó la carta sobre su regazo y contempló a un grupo de enfermeras orientales que almorzaban sentadas sobre el césped.
«Una casa, un marido y un niño».
Mickey no hubiera pensado tanto en aquel tema si la gente no se lo hubiera comentado sin cesar. Los que más la acosaban eran los enfermos.
—¿Está usted casada, doctora? ¿No? ¿Cómo es posible, siendo una chica tan guapa? Ser médica es muy bonito desde luego, pero el marido y los hijos también son necesarios.
También las enfermeras le hacían a veces comentarios similares:
—¿Sabes, Mickey? Yo quería estudiar medicina, pero me apetecía mucho casarme y la verdad es que esa carrera es muy larga, cuatro años en la facultad, más los cuatro anteriores de preuniversitario… y después, el año de prácticas como interna y la residencia que puede durar de uno a seis años. Eso está bien para un hombre porque tiene a una mujer en casa que le prepara la comida y cuida de la casa y de los hijos. Para una mujer, en cambio, es de todo punto imposible. Por consiguiente, me conformé con estudiar dos años de enfermería y ahora tenemos nuestra propia casa y los tres hijos que queríamos.
Ruth lo había conseguido. Pero ¿a qué precio? Sus cartas eran esporádicas y escuetas, escritas apresuradamente en los pocos momentos de que disponía. Raras veces mencionaba a Arnie; siempre Rachel eso y Rachel lo otro. ¿Se llevaría bien con su marido? Mickey recordaba la cara que puso Arnie cuando Ruth mandó poner en su diploma Ruth Shapiro en lugar de Roth.
Se guardó la carta de Sondra en el bolsillo. «Estamos siguiendo los caminos que elegimos».
—Hola, te estaba buscando.
—Hola, Gregg —contestó ella protegiéndose la cara del sol con una mano—. Estoy pendiente de que me avisen.
—Sabía que te iba a encontrar aquí —dijo él, sentándose al lado de la joven en el banco—. Tengo una biopsia de mama y posible mastectomía a las cuatro, y quería saber si te apetecería ayudarme.
—¿Que si me apetecería? ¡Me encantará! ¿Sabes una cosa?, los demás van a empezar a acusarte de favoritismo. Es el tercer caso interesante que me ofreces esta semana. Parker aún sigue echando chispas por la operación de vesícula del otro día.
—Pues que las eche. Lo hago por egoísmo. ¡Quiero que mi futura compañera de consultorio sea la mejor cirujana de la ciudad después de mí! —dijo Gregg, inclinándose para arrancar una hoja de hierba—. Hace unos minutos he hablado con Jay Sorensen. Me ha contado lo de tu paciente de dolores abdominales de esta mañana.
—Ah, sí —dijo Mickey, volviéndose a enfurecer.
Al finalizar la operación, había bajado a la sala de urgencias y había sermoneado a Eric Jones.
—Puede que Nakamura le eche a la calle. No es la primera vez que comete un fallo. Hubieras tenido que hacerle primero una prueba de embarazo, Mickey. Ya sabes que es de rutina en todos los casos de presunto embarazo ectópico.
—Lo sé. Pero confié en la palabra de la mujer al decirme que no había mantenido relaciones sexuales y pensé que Eric ya le habría efectuado un examen de pelvis. No creí que se atreviera a inventarse la historia para irse a fumar un cigarrillo y tomarse un café. Yo quería enviar a la paciente cuanto antes al quirófano. No volverá a ocurrirme.
Gregg asintió con la cabeza. Eso era lo que más le gustaba de Mickey; aceptaba las críticas y nunca se molestaba ni ofendía como solía suceder con otros residentes.
—Siempre debes tener en cuenta dos cosas: No confíes en la palabra del paciente y no te fíes de las exploraciones que pueda hacer un interno como Eric Jones.
—¿Sabes, Gregg? La señora Mortimer me pidió que, en caso de que fuera un embarazo tubárico, no se lo dijera a su marido. Quería que mintiera y le dijera que era una apendicitis.
—Pues, menos mal que era de verdad una apendicitis. De no haberlo sido, ¿qué hubieras hecho?
—Francamente, no lo sé —contestó Mickey—. ¿Qué hubieras hecho tú?
Gregg se volvió a mirarla, pero apartó inmediatamente los ojos al tiempo que le decía:
—Quiero discutir una cosa contigo, Mickey.
—¿De qué se trata? —preguntó la joven, percatándose de la seriedad del tono de Gregg.
—De Mason —contestó Gregg, arrancando otra hoja de hierba y retorciéndola hasta formar un nudo—. Quiere que te disculpes por escrito.
—¿Y tú qué le has dicho? —replicó Mickey, sin mover ni un solo músculo.
—Que tu carta se encontraría esta misma tarde sobre el escritorio de Nakamura.
—No.
—Con tu firma y diciendo que te equivocaste.
—No pienso hacerlo, Gregg —dijo Mickey, juntando fuertemente las manos sobre el regazo—. Si quiere, me reuniré con él en el despacho de Nakamura, compareceré ante cualquier comité de mediación que él elija, incluso discutiré con él, pero no me disculparé.
—Mira, Mickey, tendrás que hacerlo. Piensa en tu carrera en el Great Victoria. Piensa en el revés que supondría para ti y para mí que te echaran.
—Yo no quiero sacrificar mi ética, Gregg. Yo tenía razón y él se equivocó.
Gregg arrojó las retorcidas hojas de hierba al suelo y empezó a rascarse las rodillas con los dedos. Sabía lo obstinada que era Mickey por haberse dado de cabeza en muchas ocasiones contra aquella muralla imposible. Al cabo de unos minutos de reflexión, irguió la cabeza y, esbozando aquella sonrisa suya que siempre zanjaba los conflictos entre ambos, dijo en tono jovial:
—Sé que lo harás, Mickey. No vas a decepcionarme, no vas a decepcionarnos a los dos. Ahora sube a cirugía y ya nos veremos a las cuatro.
—Bueno, Koko —le dijo Gregg a la enfermera instrumentista polinesia, haciéndole un guiño—. Espero que hoy nos haya conseguido un bisturí bien afilado.
La mascarilla de la joven se estiró y se desplazó hacía un lado, revelando que debajo había una radiante sonrisa. A todas las enfermeras les encantaba trabajar con el doctor Gregg Waterman porque era muy paciente y considerado y siempre estaba de buen humor. También les gustaba trabajar con la doctora Long porque no era torpe como la mayoría de los residentes y no se ponía nerviosa ni trataba de disimular su falta de experiencia pegándoles gritos a las enfermeras.
—Yo tomaré el bisturí, Koko —dijo Mickey serenamente, extendiendo la mano derecha mientras con la izquierda estiraba la piel del pecho de la paciente.
Fue una incisión de tres centímetros, tras la cual Mickey localizó el tumor y lo extirpó, procurando no dañar el tejido circundante. Mientras trabajaba, Gregg le limpió el campo con la esponja y le cauterizó la herida, corrigiéndole sólo una vez la colocación de una pinza y permitiendo que fuera ella quien pidiera el examen patológico y eligiera el método de cierre. Gregg sabía que Mickey necesitaba mucha práctica para perfeccionar los cierres estéticos. La paciente tenía cincuenta y tantos años y la incisión se había realizado muy cerca del pezón, por lo que resultaría invisible. De haber hecho él, Gregg se hubiera limitado a cerrar con puntos sueltos de seda. En cambio, Mickey trabajaba con tanto esmero como si estuviera cosiendo la cara de una estrella de cine, utilizando una sutura de nilón enterrado para crear una cicatriz casi invisible.
Les sobraba tiempo porque estaban esperando el veredicto del patólogo que iba a examinar una sección congelada del tumor.
—Art dice que podríamos utilizar su barco este fin de semana, si queremos —dijo Gregg, limpiando el campo con una esponja mientras Mickey cosía—. Nos dejaría la llave del amarre en casa.
Art era un traumatólogo un año mayor que Gregg, que vivía en un conjunto residencial de Kona y tenía unos ingresos fabulosos, curando las lesiones de los esquiadores acuáticos, los submarinistas y los montañeros que subían a los volcanes.
Mickey no contestó. La mayoría de los cirujanos, cuando la operación ya está en marcha, empiezan a hablar de toda clase de asuntos, desde las acciones y los bonos hasta las partidas de golf e incluso de su comportamiento en la cama; Mickey, en cambio, prefería guardar silencio.
Solía hacer un trabajo muy minucioso; utilizaba siempre que podía, pinzas finas y trataba cuidadosamente con sus largos dedos los delicados tejidos. Gregg estaba muy orgulloso de ella. Hacía dieciséis meses que Mickey había llegado al Great Victoria sin poseer la menor experiencia y, en poco tiempo, lo había aprendido todo, participando de buen grado en los casos urgentes que le ofrecían, sin echarse nunca atrás como otros hacían. Se estaba convirtiendo en una excelente cirujana y, cuando ambos establecieran su consultorio privado, iban a formar un equipo estupendo.
El doctor Yamamoto entró en la sala con los pies calzados con botas de papel mientras Mickey aplicaba una gasa esterilizada a la herida. Como todas las personas que trabajan provisionalmente en la sala de quirófano, llevaba una bata de papel blanco que se puso sobre la ropa de calle cuando le llamaron de Patología para que efectuara una sección congelada. Sostenía en las manos un trozo de gasa cuadrado sobre el cual había fragmentos del tumor.
—Bueno, Gregg —dijo mientras se acercaba al quirófano e indicándoles la muestra a ambos cirujanos—. Eso es un cáncer lobular.
—¡Hum!, un cáncer mínimo.
—¿Qué edad tiene la paciente?
—Cincuenta y seis años. ¿Tú que harías, Mickey?
Ésta reflexionó un instante. A su espalda, el doctor Yamamoto le entregó el tejido congelado a la enfermera de campo, la cual lo introdujo en un frasco de formalina.
—Yo haría una mastectomía simple —contestó Mickey— y después efectuaría una biopsia al otro lado, por si acaso.
—Bueno, pues, ¡adelante! —dijo él, asintiendo.
La modificación fue muy rápida porque Koko y la otra enfermera ya estaban preparadas para el caso de que se tratara de una mastectomía. Mientras éstas retiraban un carrito de instrumental y acercaban otro, Gregg y Mickey se cambiaron de guantes y volvieron a cubrir a la enferma. Una vez reunido el equipo alrededor del quirófano, con toallas limpias e instrumentos relucientes, dejaron al descubierto el pecho, de color amarillento a causa del Betadine, y Gregg le preguntó a Mickey:
—¿Quieres hacerlo tú, doctora?
—Con mucho gusto.
—Koko, dele el bisturí a la doctora Long.
Yvette, la enfermera de campo, masculló algo por lo bajo y se guardó un crucigrama en el bolsillo de la bata verde. Siempre que un residente hacía una operación, aunque fuera la doctora Long, tardaban dos o tres veces más de lo habitual. Éste era uno de los inconvenientes de trabajar en un hospital de prácticas. El doctor Scadudo, al otro lado de la pantalla de la anestesia, introdujo una casete en su aparato.
Mickey colocó el bisturí boca arriba y pasó primero la mano por la línea imaginaría que seguiría la incisión. Estudió por un instante la invisible cicatriz teniendo en cuenta la anatomía y después dio la vuelta al bisturí y se dispuso a cortar.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Gregg.
—Una incisión transversa —contestó Mickey, mirándole—. A la altura de la cuarta costilla.
—¿Por qué?
—Porque es una incisión oculta. La cicatriz no se notará.
—¿Y dónde aprendiste eso?
—La semana pasada, cuando ayudé al doctor Keller. Él me enseñó a hacerlo. Se retira la cantidad de tejido que…
—Recuerdo el caso. La paciente tenía treinta y dos años y le dijo a Keller por anticipado que más tarde se sometería a una intervención de reconstrucción. Esta paciente va para los sesenta años. No podemos perder el tiempo haciendo cirugía plástica.
—Pero es que la incisión normal le dejará una cicatriz que se verá por encima del traje de baño, Gregg. Y, si más tarde se quisiera hacer una reconstrucción, sería más difícil.
—No creo que a su edad se quiera hacer un pecho de silicona. Déjate de historias, Mickey, aquí aprendes cirugía general. Guárdate las filigranas para cuando te especialices en cirugía plástica.
La muchacha le miró fijamente; después se encogió de hombros y efectuó la incisión habitual en los casos de mastectomía simple. Ya llegaría el día, pensó para sus adentros.
—Voy a hablar con el marido —dijo Gregg, mientras se quitaba la sudorosa bata y los guantes—. Me reuniré contigo en la cafetería dentro de media hora.
Mientras anotaba unos datos en el gráfico de la paciente, Mickey asintió, distraída, con la cabeza. Sin embargo, al cabo de un segundo miró a Gregg y le preguntó:
—¿Por qué en la cafetería? Tengo que ver a unos pacientes, Gregg.
—Tenemos que hablar —contestó él, y Mickey vio entonces en sus ojos lo que no había visto durante las tres horas de la operación.
—No hay nada de qué hablar —le dijo, mirando el reloj que había en la pared de azulejos verdes—. Son más de las siete y Nakamura ya sabe a estas alturas que mi carta no llegará.
Gregg miró a su alrededor en la sala de quirófano en la que sólo había un par de mujeres de la limpieza con cubos y bayetas, tomó a Mickey del brazo y se dirigió con ella hacia la puerta para que no le oyeran las enfermeras que iban a sacar a la paciente en la camilla. La acompañó al interior de un cuartito de suministros y le dijo:
—Nakamura ya ha recibido la carta, Mickey.
—¿Qué quieres decir? —preguntó la joven, parpadeando.
—Que todo ha terminado. Ya puedes tranquilizarte y olvidarte de todo.
—No lo entien… —Mickey se estremeció de pies a cabeza y después experimentó una sacudida y se quedó inmóvil—. ¿La escribiste tú? —preguntó en voz baja.
—No tuve más remedio que hacerlo, Mickey. Sabía que tú jamás lo ibas a hacer.
—¡Oh, Gregg! —exclamó Mickey, apartándose de él y girando después en redondo—. ¡Es lo más espantoso que me hubieras podido hacer!
—Más adelante me lo agradecerás, Mickey, estoy seguro de ello. Cuando inauguremos nuestro consultorio y lo recuerdes, comprenderás que te salvé…
—¡No tenías ningún derecho a hacerlo!
—Maldita sea, Mickey, estaba preocupado —dijo Gregg, mirando de soslayo a las mujeres de la limpieza que les observaban con disimulo—. No sólo por ti, sino por nosotros. Me gustaría que lo comprendieras. Si Nakamura te despide, ¿dónde crees que encontrarás otro puesto de residente de cirugía? ¡Deja de pensar en ti misma y en tus malditos principios personales! —Gregg levantó una mano—. No, no me eches la culpa a mí ni me conviertas en el malo de la comedia. Tú te metiste en este lío ¡Y no intentes convencerme de que eres la única persona del mundo con sentido de la ética!
Gritaba tanto que varias personas asomaron la cabeza por la puerta. Mickey no quería temblar, pero, cuanto más intentaba controlarse, más se estremecía. Tuvo que hacer un gran esfuerzo, pero, al final, consiguió que le salieran las palabras.
—Ya sé por qué tenías tanto empeño en que me disculpara ante Mason, Gregg —dijo en tono falsamente comedido—. No es mi reputación la que te importa, ¿verdad? Lo que te preocupa es la tuya.
—¿La mía? —dijo Gregg, soltando una risita nerviosa—. ¿De qué demonios estás hablando?
—Temes que Nakamura piense que no eres un buen jefe de cirugía si no consigues que una residente de segundo año obedezca tus órdenes. No es mi imagen ni mi carrera lo que te preocupa, Gregg…, es la tuya.
Tras lo cual, Mickey dio media vuelta y se alejó, mientras Gregg la miraba fijamente sin dar crédito a sus ojos.
Profundamente enfrascada en sus pensamientos, Mickey se asomó a la ventana de la sala de los médicos. El cielo era de un intenso tono púrpura encendido y hasta ella llegaban los efluvios de las barbacoas, el perfume de las flores y el rumor de las risas y la música que se escapaban a través de otras ventanas abiertas. Era una escena preciosa, pero ella no podía soportarla.
Tenía el rostro más blanco que el mármol, los verdes ojos se le habían llenado de lágrimas y sus labios estaban exangües. La acción de Gregg era imperdonable. Su traición impedía que siguieran viviendo juntos e incluso que fueran tan sólo amigos. Por si fuera poco, a partir de aquel instante, las relaciones profesionales entre ambos se verían afectadas porque siempre estarían presididas por la desconfianza y el recelo.
De repente, Mickey se sintió muy cansada. Le dolían las piernas y el estómago le gruñía. Cuando miró el reloj de pulsera, se percató de que, exceptuando la media hora que había pasado al mediodía sentada en el banco tomándose un yogur mientras leía la carta de Sondra, llevaba casi veinticuatro horas de pie.
La víspera, mientras cenaba con Gregg en el apartamento, la llamaron de la sala de pediatría para que colocara un catéter a un niño leucémico. Inmediatamente después la llamaron de la sala de urgencias para examinar a un posible paciente de vesícula biliar. Más tarde volvieron a llamarla de pediatría porque el catéter se estaba infiltrando. Se pasó casi toda la noche volviéndolo a colocar mientras dos enfermeras sujetaban al histérico chiquillo y ella luchaba contra las minúsculas venas y la lechosa sangre. Hacia el amanecer, a una paciente de postoperatorio del Tercero Este se le abrió la herida y hubo que enviarla a toda prisa a cirugía para que se la volvieran a coser. Por fin, Mickey consiguió ducharse y tomarse una taza de café cargado. Acababa de iniciar la visita a los pacientes de la sala, cuando la llamaron de urgencias para que echara un vistazo a la señora Mortimer. Habían transcurrido casi veinticuatro horas desde la cena con Gregg en cuyo transcurso ambos discutieron a propósito de Mason; veinticuatro horas tan ajetreadas que la media hora que pasó junto al reloj de sol era casi como si no hubiera existido.
Se apartó de la ventana, volvió al sofá, se sentó y se cubrió el rostro con las manos.
Se encontraba en la sala de médicos del Tres Este porque estaba de guardia y no podía alejarse mucho del teléfono. En la sección había treinta y dos pacientes de posoperatorio a los que tenía que visitar: treinta y dos vendajes para comprobar, puntos de sutura que retirar, medicamentos que recetar o cambiar, gráficos en los que anotar datos. Treinta y dos pacientes con dolores e inquietudes, cada uno de ellos con cien preguntas, esperando todos que Mickey entrara sonriendo en la habitación.
Un sollozo se le escapó de la garganta. No podía hacerlo. No estaba en condiciones de verles.
Mientras lloraba muy quedo, cubriéndose el rostro con las manos, oyó pisadas de gente en el pasillo, al otro lado de la puerta cerrada: el rodar de las camillas, pies calzados con zapatos de suela de goma que hacían crujir el linóleo, voces que después se perdían a lo lejos. Sólo una vez sucumbió al cansancio y la depresión y se echó a llorar, si bien en aquella ocasión nadie hubiera podido entrar y sorprenderla sollozando. Esta vez le daba igual. Hubiera querido huir de aquellos muros que la aprisionaban, lejos de aquellos treinta y dos enfermos que esperaban sus consuelos sin pararse a pensar que, a lo mejor, era la doctora quien necesitaba consuelo.
De súbito, Mickey les aborreció con toda el alma, aborreció sus enfermedades y la subordinación en que ella vivía. Aborreció el hospital y a Gregg y a Jay Sorensen y a Sharla, la de la sala de urgencias. «¿Cómo podían soportarlo ellos?». ¿Cómo podían acudir allí día tras día, viviendo bajo una luz artificial, respirando una atmósfera artificial y arreglando una interminable cadena de montaje de cuerpos con fallos de funcionamiento como si fueran técnicos de una fábrica de robots? ¿Qué aliciente tenía todo aquello y dónde estaba la dignidad?
«Aún le quedaban cinco años».
Los sollozos se transformaron en llanto, un llanto tan fuerte que quizá se podía oír desde el otro lado de la puerta, pero a Mickey le daba igual. Que lo oigan. «Que descubran que no soy una máquina». En eso se había convertido tras pasarse seis meses en el Great Victoria: en una fría y eficiente máquina carente de emociones. Los doce meses que había pasado como interna le arrebataron los inútiles sentimentalismos, le enseñaron a considerar la muerte como una fase clínica de la enfermedad y la acostumbraron a no sentir el menor apego emocional por los pacientes a los que tenía que tratar como simples «casos». De este modo, quedaron ahogados sus naturales instintos.
«Cuando salga de aquí, tendré treinta y un años».
Sonó el teléfono del escritorio. Mickey lo miró y, por un fugaz instante, pensó: ¡Dejadme en paz! Después se sacó un pañuelo del bolsillo se enjugó las lágrimas del rostro y contestó.
—¿Es la doctora Long? —preguntó una inquietante voz—. Soy Karen, de pediatría. Tenemos una urgencia.
—¿Qué es?
—Una hemorragia postoperatoria tonsilar.
—¿Quién es el interno?
—Toby Abrams. Él me dijo que la llamara. La necesitamos en seguida.
Mickey colgó el auricular y se encaminó mecánicamente hacia la puerta. Iba porque la habían programado y se movía tal como le enseñaron a hacerlo, pero, por dentro, estaba fría y sin vida.
Al llegar a la sección de pediatría, Mickey se encontró con un jaleo espantoso. En el pasillo estaban intentando calmar a una mujer histérica y, en la habitación de la paciente, dos enfermeras y el interno sujetaban a la niña. Había sangre fresca por toda la cama, la ropa y el suelo. Mickey se acercó corriendo y preguntó:
—¿Qué ha pasado?
Toby, el interno, la miró; estaba muy pálido. Tenía la bata blanca empapada de sangre y sostenía con una mano la muñeca de la niña para que no se escapara la sonda del suero.
—Es una paciente de Bernie Blackbridge —dijo—. Le hizo una amigdalectomía esta tarde. Todo iba bien hasta hace una hora en que empezó súbitamente a vomitar sangre y se sumió en un estado de choque. Le saqué sangre para realizar el análisis y traté de ponerle un suero, pero no se estaba quieta y tiene las venas tan encogidas…
Mickey examinó las pupilas de la niña y, después, le exploró la garganta con una linterna.
—Tuvimos que sujetarla entre tres —dijo Toby en voz baja—. Cuando ya tenía la aguja puesta, volvió a vomitar sangre. Le hicimos una transfusión, pero…
—Pero, hombre de Dios, Toby —dijo Mickey, levantándose del borde de la cama donde estaba sentada—. Lo único que necesita son un par de puntos. ¿Llamaste al doctor Blackbridge?
—Su mujer dijo que aún no había vuelto a casa, pero que le enviaría al hospital en cuanto regresara.
—¿Habéis llamado a Gregg Waterman? —les preguntó Mickey a las enfermeras.
—Está arriba, en la sala de partos, haciendo una cesárea.
—Bueno, pues, que avisen a Jay Barrasen. A cualquier residente de cirugía que esté disponible. ¡Y que suban inmediatamente a la niña a cirugía!
Cuando Mickey se quitó la ensangrentada bata y se duchó, ya era medianoche, pero, curiosamente, no se sentía cansada. Tras llamar al Tres Este para decir que pasaría visita a los pacientes en cuanto le fuera posible, regresó a pediatría para echar un vistazo a la madre de la niña a la que había tenido que administrar un sedante. La mujer dormía tranquilamente en la sala de guardia de los internos.
En la sala de los médicos había café recién hecho, zumo de naranja, bollos, fruta y fiambres recién traídos de la cocina para los médicos del turno de noche. Mickey se preparó una taza de café con crema de leche y, dejándose caer en una silla de vinilo, empezó a restregar metódicamente una manzana contra la solapa de su bata blanca.
Era extraño. Se sentía cansada, pero no como antes, cuando estuvo a punto de mandarlo todo a paseo. Aquel cansancio era distinto; el de ahora, en cambio, era casi vigorizante. Mickey llevaba muchos días sin sentirse tan bien.
Se abrió la puerta y un macilento rostro asomó por ella.
—Hola —dijo Toby—, ¿me permites que te acompañe?
—Pues, claro, pasa. Hay un embutido estupendo en la nevera.
Toby sacudió la cabeza y se sentó en el borde del sofá con expresión abatida y desamparada.
—Gracias por salvar a la niña, Mickey. También me has salvado a mí.
—Todo forma parte de la jornada laboral, Toby.
Él volvió a sacudir la cabeza. Era un muchacho alto y fornido, de cabello desgreñado, manos que parecían patas y el temperamento de un San Bernardo. Todo el mundo apreciaba a Toby.
—Estuve a punto de acabar con aquella niña, Mickey. Cometí un terrible error. Nunca me lo perdonaré.
Al ver su expresión afligida y sus hombros encorvados, Mickey apartó a un lado la taza de café y la manzana, se inclinó hacia adelante y apoyó los codos sobre las rodillas.
—Toby —dijo serenamente—, hace apenas cuatro meses que saliste de la escuela de medicina. Nadie espera de ti que lo sepas todo.
—Si, pero lo único que necesitaba la niña eran un par de puntos y yo no lo sabía. Perdí lastimosamente una hora mientras la sangre se le iba acumulando en el estómago. Hubiera tenido que llamarte en seguida.
—Así es cómo se aprenden las cosas en este oficio, Toby. Ahora ya lo sabes y nunca lo olvidarás.
—Y la próxima vez, ¿qué? —dijo el joven, mirándola angustiado—. ¿Qué ocurrirá cuando cometa un nuevo error? Tengo miedo, Mickey. Lo de esta niña me ha asustado muchísimo.
Mickey reconoció la expresión que se reflejaba en los ojos de Toby. Era el terror que había visto a menudo en los suyos y en los de otras personas. De repente, se acordó de otro interno que había entrado en el Great Victoria al mismo tiempo que ella: Jordan Plummer, un ambicioso y abnegado joven, lleno de ideales. Hacía un año, Jordan Plummer, adscrito a la sección de medicina general, dispuso el ingreso de un anciano aquejado de graves dificultades respiratorias le administró una inyección de morfina y el paciente se murió. La autopsia reveló que el enfermo no padecía del corazón, sino de bronquitis obstructora, razón por la cual la morfina suprimió los pocos reflejos respiratorios que le quedaban. Aunque la única consecuencia fue un severo rapapolvo del jefe de la sección de medicina general —porque, al fin y al cabo, el muchacho no tenía experiencia y había actuado correctamente de acuerdo con el diagnóstico que él creyó acertado—, Jordan no logró recuperarse y, seis semanas más tarde, se suicidó.
En el rostro de Toby se reflejaba, en cierto modo, el espectro de Jordan Plummer.
—Toby —le dijo Mickey con dulzura—, tú eres un buen médico. Eres uno de los mejores internos que tenemos. No permitas que un error destruya tu vida. Mira —añadió, juntando las manos—, yo cometí algunos errores el año pasado y uno de ellos por poco me deja fuera de combate. Y me ocurrió aquí, en esta misma planta. Fue, nunca lo olvidaré, el pequeño Richard Grey, un precioso chiquillo de dieciséis meses con cara de querubín. Lo trajeron deshidratado y letárgico, tras semanas de intensas diarreas. Yo tuve mucho cuidado en todo, calculando los niveles electrolíticos y el agua y la sal necesarias para su mantenimiento. Después le puse un suero. Todo fue bien durante un buen rato y yo seguí dándole suero. Pero, al día siguiente, empezó a tener convulsiones. Lo probé todo —gluconato de calcio, solución salina concentrada—, pero nada daba resultado. Entonces llamé a Jerry Smith, que era el jefe que yo tenía en aquellos momentos. Él echó un vistazo al niño, estudió los datos y me gritó que le había provocado una congestión cardíaca al chiquillo. Dupliqué el volumen de líquido de su cuerpecillo. Jerry retiró el suero, le administró al niño una inyección de amital de sodio y, al poco rato, el pequeño Richard Grey empezó a mejorar. Pero estuvo en auténtico peligro de muerte, Toby. Por poco le mato. Y todo por culpa de mi ignorancia.
Mickey hizo una pausa y estudió el rostro del interno. Parecía que no la hubiera escuchado. Al cabo de un rato, Toby se removió en el asiento y dijo:
—Ya no puedo soportarlo más, Mickey. No estoy hecho para eso. Hay que tener una columna vertebral de hierro, músculos de goma galvanizada y nervios de acero. Y no hablemos del corazón. Cuando enviaste a la niña a la sala de quirófano, me eché a llorar. Vine aquí, me senté y empecé a berrear como un chiquillo —añadió, resollando y enjugándose una lágrima que le resbalaba por la mejilla.
Mickey se levantó, se sentó a su lado en el sofá y le pasó un brazo alrededor de los anchos hombros.
—¿Cuándo has dormido por ultima vez, Toby?
—¿A qué día estamos hoy?
—Ya veo —dijo Mickey, riéndose—. Llevas sin dormir desde marzo pasado y vives a base de bocadillos y hoy estuviste a punto de perder a una niña a pesar de tus esfuerzos para salvarla. Creo que te tienes bien ganado una sesión de lloriqueo.
—No es sólo por la niña, Mickey —dijo Toby, sacudiendo la cabeza—. Es por todo. —Abrió las manazas como si quisiera abarcar el hospital, toda la ciencia médica y el mundo entero—. ¿Sabes cuándo veo a mi mujer? Con un poco de suerte cada dos fines de semana. Y entonces estoy tan cansado que no me apetece nada y me paso todo el día durmiendo. Esta vida no es natural, Mickey. Pegarte treinta horas seguidas trabajando, echar un cabezadita en un catre y comerte a toda prisa un emparedado. Y encima, una sala llena de pacientes y la responsabilidad de adoptar decisiones adecuadas. Incluso cuando duermo, sueño que corto por los pasillos y me despierto agotado y con calambres. No, Mickey no puedo seguir así.
Mickey le estudió, observando con detenimiento las facciones y la expresión abatida del joven, y comprendió que se encontraba ante la viva imagen de su persona hacía unos momentos. «Un microbio anda suelto por este hospital. Yo lo tenía hace unas horas y ahora lo ha pillado Toby. Dentro de poco, infectará a otro».
Hacía apenas tres horas Mickey pensaba lo mismo: No puedo seguir así. Pero, en la sala de quirófano, se le pasó todo. La depresión, la tristeza y la desesperanza se disiparon como por ensalmo cuando aplicó el primer punto de sutura. En aquel instante, recuperó el sentido de la responsabilidad y el afán de entrega.
Bastaba una pequeña sacudida para recuperar el sentido común. Bernie Blackbridge entró en la sala de quirófano cuando Mickey ya estaba terminando y le dijo:
—Menos mal que lo has arreglado. No es frecuente que se me suelten los puntos, pero, cuando ocurre…
Mickey lo hizo todo ella sola. Jay Sorensen ya se hallaba en otra sala de quirófano practicando una intervención urgente y no había ningún otro cirujano disponible. Por consiguiente, Mickey decidió hacerlo ella. Más tarde bajó a la sección de pediatría para comunicarle a la madre que la chiquilla se iba a recuperar. Estaba tan contenta que hubiera deseado subir al tejado y gritarle a todo Honolulú que la niña se iba a recuperar.
—¿Cómo puedes soportarlo? —le preguntó Toby, cerrando las manos en puño—. ¿Cómo puedes venir aquí día tras día y trabajar en esta fábrica como un robot? Todo es completamente absurdo.
—No lo es, Toby, y tú lo sabes. Procura imaginarte una balanza como la que suele llevar la estatua de la Justicia y pon en un plato todos los éxitos que has tenido y en él otro todos los fracasos. ¿De qué lado se inclina la balanza?
—No es una comparación adecuada, Mickey. Un error fatal anula cien éxitos.
—Falso. Porque todos los éxitos que tuviste ingresaron en este hospital como errores en potencia.
—Hablas como el doctor Shimada.
—¿Por qué?
—Él dice que no tenemos que contabilizar a los pacientes que salvamos, sino a los que no matamos —contestó Toby, soltando una risita forzada—. Yo no puedo soportar otros ocho meses así. Julio queda demasiado lejos.
—Claro, y por eso lo dejas. Dentro de ocho meses, será julio tanto si te quedas como si te vas.
Mickey retiró el brazo de los hombros de su compañero, se reclinó en los cojines del sofá y creyó oír el eco de sus propias reflexiones. «Cuando salga de aquí, tendré treinta y un años». Si ahora lo dejo, ¿cuántos años tendré dentro de cinco?, se replicó a sí misma.
Se abrió la puerta y una enfermera asomó la cabeza.
—¿Doctor Abrams? Le necesitamos para una punción lumbar infantil.
Toby se agitó como si quisiera infundir nueva vida a su corpachón y, mientras se levantaba, le dijo a Mickey:
—Es que estoy cansado. Siempre que me pierdo la siesta del mediodía, me pongo insoportable.
—Eres un buen médico, Toby. Ahora te estás entrenando. Cuando salgas de aquí, vas a ser un cirujano estupendo.
—Quizá —contestó el joven, alejándose con una sonrisa en los labios.
Mickey volvió a su café y a su manzana, sin dejar de pensar en Gregg. El día en que le conoció estaba en el lugar que ocupaba Toby en aquellos instantes, y se sentía inútil e inepta, ignoraba si debía seguir adelante o no. Entonces, Gregg la miró y le hizo recordar que aún era una mujer joven y hermosa y ella cayó en sus brazos no sólo por gratitud sino también por atracción. No era una base suficiente para sentar en Mickey unas relaciones duraderas. Sobre todo, teniendo en cuenta que se pasó doce meses tratando infructuosamente de enamorarse de él.
Cuando sonó el teléfono, Mickey lo tomó con renovada energía. Tenía aquel fin de semana libre y lo iba a utilizar para mudarse de nuevo a la residencia del hospital. Después, quizá se compraría un automóvil de segunda mano para salir a dar algún paseo cuando dispusiera de un rato. Exploraría la bahía de Waimea situada al otro lado de la isla. Invitaría a Toby y a su mujer. Merendarían al aire libre. Buscarían espacio para respirar…
—Mickey —dijo la voz de la enfermera de urgencias a través del teléfono—. Acaban de traer al señor Johnson, el hombre al que Mason practicó una gastrectomía. Le dieron de alta hace dos semanas. Dolores abdominales agudos, estado de shock…
Mickey tomó otra manzana y salió a escape.