—La sangre es un poco oscura, ¿no le parece, doctor?
Mason arrojó unas tenacillas y extendió una mano; la enfermera instrumentista colocó en ella unas tijeras.
—¿Doctor Mason? —dijo Mickey Long, mirándole desde el otro lado del quirófano—. ¿No cree que debiéramos hacer algo?
—Dele más oxígeno —le gritó Mason al anestesiólogo.
Mickey intercambió una mirada con el hombre situado al otro lado de la pantalla de la anestesia.
—¡Esponja, maldita sea! —rugió Mason—. ¡No se distraiga!
Mickey vio que unas manchas de sudor se extendían en la parte anterior del gorro de Mason, por encima de la húmeda mascarilla y de los inquietos ojos. La cenicienta palidez de aquel rostro y el temblor de las manos le hicieron comprender que el doctor Mason se encontraba de nuevo bajo los efectos de una resaca.
—Doctor Mason —le dijo en tono pausado—, me parece que le está bajando la tensión. Tendríamos que comprobarlo.
—El caso es mío, doctora Long —masculló él—. No se meta en lo que no le importa. ¡Y limpie el campo, por Dios bendito! ¿Dónde demonios aprendió usted a manejar la esponja?
Mickey se tragó la rabia y miró al anestesiólogo.
—¿Qué tensión tiene, Gordon?
Mason levantó la mirada como obedeciendo a un resorte y dijo con voz de trueno:
—¿Quién demonios se ha creído usted qué es? Usted está aquí para ayudarme, doctora. ¡Mejor me las hubiera arreglado con un enfermero!
—Doctor Mason, creo que la paciente…
Soltando los instrumentos e inclinándose con gesto amenazador hacia Mickey, el doctor Mason le dijo con aquel tono suyo que tanto solía aterrorizar a los médicos residentes:
—No me gusta su actitud, doctora. Y no me gusta su método de trabajo. Si de mí dependiera, la excluiría de la sala de quirófano.
—¡Mierda! —exclamó el anestesiólogo—. ¡Ha sufrido una parada!
Seis pares de ojos se clavaron de inmediato en el monitor cardíaco. Después, se produjo el caos.
—Oh, Dios mío —murmuró Mason, manoseando torpemente las sábanas que cubrían a la enferma.
Mickey se le adelantó, tomó las tijeras, hizo un corte en la sábana de papel a la altura del abdomen y, utilizando ambas manos, la rasgó hasta el cuello de la paciente, dejando al descubierto los electrodos fijados al pecho desnudo. Actuó sin pensar, moviéndose mecánicamente a través de las distintas fases: masaje externo, petición del carrito de urgencias y jeringas de epinefrina y bicarbonato; daba cada orden una décima de segundo antes que Mason. La sala se llenó en el acto de gente y, en medio de todo el barullo, se oyó la mecánica voz de la operadora del hospital:
—Código Azul, Cirugía, Código Azul, Cirugía…
—¡Santo cielo, Mickey! —gritó Gregg, cerrando de golpe la puerta a sus espaldas—. ¿Qué demonios te ocurre?
—Por favor, no grites, Gregg —dijo la joven, incorporándose despacio y bajando los pies del sofá—. Me encuentro a las puertas de la muerte.
—¡Pues, me asombra que aún estés viva! —dijo él, deteniéndose en medio de la estancia con la cara arrebolada hasta la misma raíz del rubio cabello—. ¡Mason quiere tu cabeza!
—Lo siento —dijo Mickey muy despacio—. Este hombre es un inepto. Hice lo que tenía que hacer.
—¡Lo que tenías que hacer! ¿Es así como calificas el hecho de irrumpir en el vestuario de los médicos y acusar a Mason, ante una docena de cirujanos, de flagrante negligencia?
—Sólo porque él me acusó a mí de entrometerme en sus asuntos. Gregg, ¡este hombre me dijo prácticamente a la cara que yo era la culpable de aquella parada cardíaca!
—¡Aun así, no puedes entrar en un vestuario masculino y empezar a soltar gritos!
—¡Es un incompetente, Gregg!
—¡Pero tú eres una residente de segundo año, Mickey, no un Christiaan Barnard! ¿Por qué no te esfuerzas en comprenderlo? No puedo pasarme el rato sacándote las castañas del fuego.
—Nunca te pedí que lo hicieras, Gregg —replicó la muchacha, mirándole enfurecida—. Puedo librar mis propias batallas.
—Ya —dijo Gregg, apartándose—. También eres una experta, en organizarlas.
Gregg se quitó la blanca chaqueta de hospital y la dejó sobre el tocadiscos estereofónico mientras se dirigía a la cocina.
Mickey le oyó abrir y cerrar la nevera y, luego, miró hacia el balcón desde el que se podía contemplar una impresionante puesta de sol hawaiana. ¿De qué servía tener un apartamento en el canal Ala Wai si una estaba siempre demasiado agotada y no podía disfrutarlo?
Gregg apareció de nuevo, se apoyó contra el marco de la puerta y abrió una lata de cerveza. Cuando volvió a mirar a Mickey ambos comprendieron que su cólera se había disipado. Nunca podían permanecer mucho rato enfadados.
—Desde luego, tengo que reconocer que contigo no hay quien se pueda aburrir.
Mickey sonrió. Eso era lo que más le gustaba de Gregg Waterman. No era propenso a la cólera.
Llevaba seis meses viviendo con él, tras haberse pasado cierto tiempo tratando de conciliar sus horarios con los de su amante, teniendo en cuenta que ambos trabajaban cien horas semanales y que sus ratos libres casi nunca coincidían. Gregg era un residente de cirugía de quinto año y Mickey todavía estaba en primero. Vivir juntos en un apartamento les pareció la solución perfecta para acabar con las citas malogradas y las llamadas telefónicas infructuosas sin saber qué cama utilizar. En cambio, compartiendo un piso, pensaron que habría más posibilidades de cruzarse el uno con el otro en algún momento de la semana y, con un poco de suerte, comer juntos e incluso hacer el amor, eso si antes no se quedaban dormidos.
—Todo el hospital está convencido de que, de no ser por ti, la paciente hubiera muerto —dijo Gregg, pisando la alfombra de pelo para ir a sentarse en un sillón de mimbre.
—El hospital no piensa eso porque yo lo haya dicho, Gregg. La gente ha llegado por sí misma a esta conclusión. La gente tiene ojos y oídos; sobre todo, las enfermeras que estaban en la sala con nosotros. Vieron lo que ocurría y se percataron de que el doctor Mason estuvo a punto de matar a la enferma.
—Oye, Mickey, eso son cosas que ocurren en cirugía.
—Gregg, era una histerectomía vulgar y corriente y él no hizo caso de las señales.
—Mira, la culpa puede ser de la anestesia o de cualquier detalle que no se haya detectado durante los exámenes previos. No fue culpa de Mason.
—No, él no tuvo la culpa de que se produjera el paro cardíaco, pero te aseguro que no estaba preparado, Gregg.
Mickey se levantó del sofá. Se había pasado de pie dieciséis horas seguidas, pero, aun así, empezó a pasear por la estancia, tratando de infundir un poco de vida a su cuerpo. Le faltaban apenas cinco horas para volver a entrar de guardia en el departamento de cirugía, y hubiera tenido que dormir un poco, pero estaba demasiado nerviosa.
—Mickey —le dijo Gregg, frunciendo el ceño—, Mason exige que te disculpes.
—No pienso hacerlo —contestó la joven, girando en redondo.
—No tendrás más remedio.
—No pienso disculparme por haber hecho lo que debía, Gregg.
—No se trata de eso, sino de que Mason lleva casi veinte años trabajando como cirujano en el Great Victoria y tú le has insultado. Él tiene influencias y tú no. Es una cuestión de política, muchacha, hay que participar en el juego si se quiere sobrevivir.
—No tendrían que permitirle enseñar, Gregg. Es un pésimo cirujano. Sólo utiliza a los residentes para que sostengan los retractores. Jamás nos permite operar y nos enseña unos técnicas muy malas.
Gregg tomó otro sorbo de cerveza y contempló el panorama que se divisaba desde el balcón. Era una puesta de sol de postal turística: las siluetas de las palmeras y de los rascacielos de hoteles se recortaban contra el cielo. La playa de Waikiki se encontraba al otro lado del canal. Con la mirada fija en el suave movimiento de las olas, Gregg trató de ordenar sus pensamientos. ¡Qué tranquila era su vida antes de la aparición de Mickey Long! ¿Por qué yo?, se preguntó ¿Y por qué, se preguntó, contemplando la imagen de Mickey reflejada en el cristal de la puerta deslizante, precisamente ella?
Mickey parecía la estatua de una diosa de hielo en medio de los helechos y los bambas. Era la mujer más hermosa que jamás hubiera conocido y, asimismo, la que más le sacaba de quicio. ¿Acaso no se daba cuenta de su apurada situación de amante y jefe a la vez?
Apretó con fuerza la lata de cerveza. Qué demonios, Mickey tenía razón, Mason era un incompetente. Él mismo las había pasado moradas más de una vez operando a su lado. Sin embargo, mantuvo la boca cerrada y consiguió ascender al puesto de jefe y, dentro de unos meses, inauguraría su propio consultorio privado.
—No puedo hacerlo, Gregg.
—Mickey —le dijo Gregg, tratando de no volver a enfadarse con ella—, has quebrantado la regla principal de la residencia: te has negado a obedecer las órdenes de un cirujano titular. Piensa en la entrevista que te hicieron. Lo primero que te preguntaron fue si sabías cumplir las órdenes. Y tú les prometiste que las cumplirías como un soldado. ¡Ahora dices que no puedes…, o que no quieres!
Gregg apretó la lata vacía y la dobló; se produjo un fuerte crujido.
—Y, por si fuera poco —añadió tras una pausa—, remataste la hazaña cometiendo el pecado más grave que puede cometer un residente: te has quejado de Mason ante el jefe del servicio de cirugía.
—Eso fue porque era el único que se encontraba allí en aquel instante. Y, además, no estaba en el vestuario de los médicos.
—¡Mickey! ¡Conoces muy bien la jerarquía y el protocolo! ¡Una residente de primer año no presenta directamente sus quejas al jefe! Hay unas líneas establecidas de autoridad. Hubieras tenido que acudir a mí. Yo me hubiera encargado del asunto. En su lugar, creaste una situación embarazosa. Mickey, tienes que pedirle disculpas a Mason.
—No.
—En tal caso, corres el riesgo de que te echen a patadas.
—Si tú te pones de mi parte, eso no sucederá —dijo la muchacha, cruzando los brazos y reanudando los paseos por la habitación.
—No puedo.
—Di que no quieres.
—Bueno, pues, no quiero. Sólo me quedan ocho meses de estar aquí y no pienso estropearlo todo por eso.
A través del balcón abierto penetraba una brisa que olía a sal, a gardenias y a carne asada. Mickey se estremeció. Oyó la música de la orquesta de un cercano hotel que entretenía a los turistas. Era una de las pocas veces en que no estaba satisfecha de su vida.
Sabía por qué Mason insistía tanto. Andaba buscando una ocasión de enfrentarse con ella desde la primera mañana del embarazoso encuentro entre ambos. Hacía un mes que Mickey trabajaba en el Great Victoria y estaba cambiándose de ropa en el vestuario de las enfermeras de la sección de cirugía. El doctor Mason abrió la puerta, dejó una caja de instrumental sobre un banco y le dijo:
—Haga el favor de limpiarlos, cariño.
Tras lo cual, desapareció. Mickey salió corriendo a medio vestir y le devolvió la caja.
—Será mejor que se lo haga una enfermera, doctor.
—Entonces, ¿qué es usted, una técnica de radiología? —le preguntó él, desconcertado.
—No, soy una médica —le contestó Mickey.
Mason la miró asombrado, frunció el ceño y, por fin, se ruborizó y se alejó en silencio.
Poco después, Mickey averiguó que el doctor Mason no podía soportar que le pillaran en un error o en una situación embarazosa.
—No te morirás por disculparte.
«Sí me moriré».
Permanecieron sentados un buen rato en silencio mientras el color del cielo pasaba de melocotón a rojizo y, por último, a negro. Al final, Mickey musitó:
—Hay que pararle los pies a este hombre.
—Sí bueno, pero… —Gregg se levantó, se desperezó, encendió la luz y regresó a la cocina—. No serás tú quien lo haga.
Mickey escuchó, por un instante, los rumores que producían los armarios de la cocina al abrirse, el zumbido del abrelatas y la sartén colocada sobre el fuego, y después salió al balcón.
Era una cálida noche de octubre. El aire estaba cargado de punzantes aromas y de lánguidas melodías tropicales; habían enmudecido las perforadoras y las sierras eléctricas de otro hotel en construcción que atronaban la atmósfera durante el día. En su lugar, se percibía el redoble de cien tambores isleños y, algo más cerca, los acordes orquestales de la canción Más allá del arrecife. En el canal Ala Wai, situado seis pisos más abajo, los pescadores de salmonetes permanecían sentados en las herbosas orillas bajo la iluminación nocturna artificial, observando a unos vigorosos muchachos rubios intensamente bronceados que navegaban en lanchas motoras y de remos. Más abajo, los barcos-vivienda se balanceaban sobre las aguas y brillaban como farolillos japoneses. A Mickey le pareció que estaba contemplando una película.
En los seis meses que llevaba allí, sólo una vez traspasó los muros del Great Victoria, ubicado en la misma calle en la que estaba situado su apartamento, para saborear un poco aquel despreocupado mundo de bebidas heladas a base de ron, mahi mahi y postales; fue en ocasión de su primera cita con Gregg.
—¿Nunca has estado en Waikiki? —le preguntó éste en octubre, mirándola como si fuera un bicho raro recién llegado de Marte. Mickey vivía por aquel entonces en la residencia del personal, un edificio anexo al Great Victoria—. ¿Es un paseo de treinta segundos cruzando la calle y nunca estuviste allí?
La solución inmediata fue organizar una salida un día en que ambos dispusieran de veinticuatro horas libres. Sin embargo, Mickey dijo que el sol le daba pánico y salieron al anochecer. Fue entonces cuando él le tomó una instantánea, pillándola por sorpresa, y ella le persiguió corriendo por la tibia arena blanca frente a las terrazas de los hoteles que se levantaban al borde de la playa, desde las cuales les llegaban los dulces sones de melodías como Perlas nacaradas. Cenaron en el encantador Hotel Halekuiani, en una atmósfera que evocaba los tiempos monárquicos de las islas. Mickey llevaba una flor escarlata en el cabello y Gregg la levantó en volandas y la sacó a bailar. Fue entonces probablemente cuando la joven decidió enamorarse de Gregg; o quizá fue más tarde en el transcurso de su chapuzón a la luz de la luna en las cálidas aguas del océano tan serenas y envolventes que casi le impedían tocar el arenoso fondo con los pies. Otros bañistas de medianoche compartieron aquel idilio, mientras algunos aficionados a la náutica haraganeaban a bordo de lanchas y se dirigían hacia los rompientes, rasgueando ukeleles recién comprados y arrojando al Pacífico bebidas hechas con coco.
Fue un momento singular en su vida, una vida hecha de trabajo, estudio, preocupaciones y prisas. No sabía si alguna vez podría volver a permitirse aquel lujo.
Mientras contemplaba el afamado mundo nocturno de rutilante luces trató de apartar de su mente un molesto pensamiento que la inquietaba a menudo: «Si Jonathan estuviera aquí».
Vio a Jonathan Archer por última vez en la televisión hacía exactamente un año y medio en el transcurso de la ceremonia de entrega de los Óscars, tras haber decidido ir sola por la vida sin comprometerse con ningún hombre. Durante las primeras semanas de su agobiante trabajo como interna sin tiempo siquiera para pensar, lo consiguió. Pero, después, ocurrió algo inesperado que la pilló por sorpresa.
Ocurrió cuando hacía los tres meses de prácticas en la sección de cirugía y ayudó al doctor Gregg Waterman en una ligadura de vena varicosa. Para su asombro, él le entregó los instrumentos y la guió en todas las fases de la operación, auxiliándola en los momentos necesarios, pero dejándola trabajar en general por sí sola. Mickey se llenó de orgullo —era su primera operación «de verdad»— y, al mismo tiempo, sintió algo que creía dormido desde hacía mucho tiempo.
Al contemplar los risueños ojos castaños de Gregg Waterman, experimentó una sensación especial.
No era Jonathan, y ningún hombre se le parecería jamás. Mickey seguía recordando con cariño a su antiguo amor y lloró en el cine cuando asistió a la proyección de ¡Nam!, porque sabía quién estaba detrás de la cámara. Sin embargo, era muy realista y decidió no acudir a la cita bajo el campanario y seguir otro camino. Cuando la televisión ofreció el reportaje especial Centro medico de tres horas de duración no quiso verlo porque el pasado había quedado atrás y su presente lo ocupaba Gregg Waterman.
Con el tiempo, esperaba poder amarle tan profundamente como a Jonathan.
—Llaman de la sala de urgencias, Mickey —le comunicó una enfermera, entrando en la habitación del paciente—. Dolor abdominal agudo. Creen que puede requerir cirugía.
—Gracias, Rita. Diles que bajo en seguida.
Mickey sacó el último punto, lo cubrió todo con gasa y después se irguió, mientras se quitaba los guantes.
—Se está usted recuperando muy bien, señor Thomas —le dijo al caballero que yacía en la cama—. No veo razón para que no pueda volver a casa mañana.
—¡Teniéndola a usted de médica, me parece que va a surgir alguna complicación que me obligará a quedarme! —contestó el paciente que era un viejo marinero de brillantes ojos azules y rostro curtido por la intemperie.
Mickey salió riéndose de la habitación y se dirigió al teléfono más próximo.
—Creo que es apendicitis —le dijo Eric, el interno de la sala de urgencias.
—¿Cómo está el recuento de leucocitos?
—Algo elevado, pero el dolor es muy agudo.
—De acuerdo, voy ahora mismo.
En su calidad de residente de segundo año en el servicio de cirugía general, Mickey tenía a su cargo dos importantes secciones de preoperatorio y de posoperatorio y estaba obligada a permanecer de guardia en urgencias las veinticuatro horas del día. Como es lógico, era humanamente imposible hacerlo todo —siempre resultaba imposible hacer las prácticas en todos los servicios—, pero ella procuraba abarcar el máximo de cosas. A Mickey le encantaba la residencia en el servicio de cirugía, mucho más estimulante que las aburridas y deshumanizadoras prácticas de interna de las que, como casi todos los médicos, prefería olvidarse. Ahora, era residente de segundo año de cirugía porque en el Great Victoria se contaba el primer año de prácticas de interno como primer año de residencia y, por primera vez, los demás reconocían sus aptitudes.
Bajó a la sala de urgencias, comiéndose una manzana por el camino. No había desayunado y tenía aquella misma mañana que ayudar en una operación, por lo que seguramente se saltaría el almuerzo y tal vez incluso la cena. La sección de cirugía requería un esfuerzo muy superior al de los restantes servicios. La víspera tuvo que ayudar al doctor Brock en una resección gástrica —en calidad de segunda auxiliar, lo cual significaba que su labor sólo consistió en sostener los retractores— y permaneció cinco insoportables horas, agarrando con las manos entumecidas los mangos del instrumento, con los pies ateridos sobre el frío pavimento y, las piernas y la espalda doloridas. Sin embargo, no se atrevió a moverse. Brock necesitaba una amplia exposición de la zona para poder realizar unas suturas muy delicadas en el abdomen. En caso de que Mickey hubiera aflojado la presión sobre aquellos retractores metálicos, limitando el campo de operación, se hubiera podido cometer un error fatal. Precisamente cuando empezaba a sentir un intenso dolor entre las paletillas acompañado de un fuerte dolor de cabeza, el doctor Brock dijo:
—Bueno, ya podemos cerrar.
Mickey tuvo entonces que agarrarse al quirófano para no desplomarse al suelo. Algunos residentes tenían la habilidad de dormir mientras sostenían los retractores, encajándose en el ángulo formado por el quirófano y la pantalla del anestesiólogo y cerrando los ojos por espacio de unos minutos. Y lo más curioso era que sus dedos jamás aflojaban la presión sobre los retractores que sostenían, como consecuencia, sin duda, del mismo principio por el que las patas de un pájaro permanecen agarradas al palo cuando duerme.
—¿Cómo puedes soportarlo? —le preguntó una vez Toby, el interno del piso Cuarto Sur—. Yo jamás podría ser cirujano.
Los médicos se dividían en dos grupos: medicina y cirugía. Los que pertenecían a un grupo jamás comprendían por qué razón otras personas querían pertenecer al otro. Los de medicina —es decir, los internistas— pensaban que los cirujanos eran unos insensatos, y los cirujanos opinaban por su parte que los internistas vivían de promesas, píldoras, plegarias y autopsias.
A Mickey le encantaba la cirugía. No podía imaginarse hacer otra cosa.
—Hola, Sharla —dijo al entrar en la sala de urgencias—, ¿dónde está mi caso de dolores abdominales?
—En la tres, Mickey —contestó Sharla, indicándole la izquierda con la cabeza—. Tiene fuertes dolores.
Al principio, a Mickey le chocó que las enfermeras la llamaran por su nombre de pila. Éstas llamaban automáticamente por su nombre a las médicas, pero jamás se hubieran atrevido a hacer otro tanto con los médicos. Mickey se preguntó si ello no sería una muestra de desprecio o de envidia inconsciente por parte de unas mujeres celosas de la superior autoridad de otras. Al fin, comprendió que todo se debía a un simple sentimiento de fraternidad femenina, una manera de subrayar la propia identidad dentro de un mundo predominantemente masculino.
Eric, el interno, se encontraba en la puerta de la habitación número tres fumando un cigarrillo.
—Apaga eso —le dijo Mickey antes de entrar.
Eric Jones no le era demasiado simpático. Estaba en el cuarto mes de interno y ya se daba muchos aires, asegurando que, cuando montara su consultorio, sólo trabajaría de nueve de la mañana a cinco de la tarde, y tendría libres los miércoles.
En el St. Catherine’s, las exploraciones llevaban a veces hasta dos horas porque se enseñaba a los estudiantes a ser extremadamente minuciosos. Se empezaba siempre con la «dolencia principal», a lo que seguía una detallada historia de aquella dolencia concreta. A continuación, venía la historia de todas las enfermedades que había sufrido el paciente desde su nacimiento, y después, la de sus padres, hermanos y abuelos. Luego, una «revisión del sistema», es decir, un repaso de todos los sistemas corporales: corazón, pulmones, sistema nervioso, etc. Y, por fin, la exploración física propiamente dicha. Durante el período de prácticas en calidad de interna, Mickey aprendió a condensarlo todo en pocos minutos.
Puesto que Eric ya había anotado la historia y efectuado la exploración física, Mickey sólo tenía que leer el gráfico y llevar a cabo un examen especializado de la paciente.
Hacía dos horas que la señora Mortimer había ingresado en la sala de urgencias, acompañada de su marido, un pobre hombre de rostro ceniciento que aguardaba fuera de la habitación, retorciéndose nerviosamente las manos. La mujer yacía de lado en la camilla con las rodillas dobladas. Mickey se presentó y le formuló unas preguntas mientras comprobaba las constantes vitales.
—¿Cuándo le empezó este dolor, señora Mortimer?
—Hace unas dos semanas —contestó la mujer entre jadeos—, pero iba y venía. Yo pensaba que eran gases. Sin embargo anoche el dolor fue muy fuerte y estuve a punto de desmayarme.
Mickey le auscultó el corazón: el pulso era débil y rápido. Observó, que la señora Mortimer comprimía la ingle derecha.
—¿Ha tenido náuseas en algún momento?
—Sí…, hace unas semanas —contestó la mujer con voz entrecortada.
Mickey examinó el gráfico. La señora Mortimer tenía los síntomas clásicos de una apendicitis, aunque éstos también hubieran podido ser los de un embarazo ectópico. Mickey siguió leyendo los datos. Las notas de Eric describían un examen de la pelvis sin hacer la menor indicación de embarazo. La señora Mortimer tenía cuarenta y ocho años.
—¿Cuándo tuvo la última regla? —preguntó Mickey, mientas palpaba suavemente los nódulos linfáticos del cuello de la paciente.
—Ya se lo he dicho al otro médico —contestó la mujer casi sin resuello—, no me acuerdo. Soy muy irregular. A veces me salto algún período… ¡Oh, cuánto me duele!
—Eso lo vamos a resolver en seguida.
Menos mal que Eric no se había apresurado a administrarle morfina a la señora Mortimer. Lo hizo la semana anterior con un paciente y, cuando Mickey acudió a examinarle, los síntomas estaban enmascarados y no pudo establecer el diagnóstico.
—Señora Mortimer, cuando ingresa una mujer con dolor en esta zona, tenemos que considerar la posibilidad de un embarazo tubárico.
—No es posible —dijo la mujer, echándose a llorar—. Mi marido y yo… no mantenemos…, usted ya me entiende, hace mucho tiempo…
Mickey le pidió a una enfermera que se quedara con la señora Mortimer y se fue a un teléfono para pedir que avisaran a Jay Sorensen, un residente de cuarto año de cirugía que sería el encargado de realizar la operación, ya que ella aún no se hallaba en condiciones de hacerlo.
—Jay —dijo Mickey cuando éste se puso al teléfono—, creo que tenemos una intervención abdominal. ¿Estás libre? —Le describió el estado de la señora Mortimer y contestó a las preguntas que le hizo Jay—. No recuerda cuándo tuvo la última regla. Dice que tuvo unas pequeñas hemorragias durante estas últimas semanas y que no mantiene relaciones sexuales con su marido desde hace mucho tiempo. Registra una ligera subida de la temperatura y un recuento de leucocitos ligeramente elevado. Los dolores son muy fuertes.
—Mándamela. Le prepararé una habitación.
Los análisis sanguíneos exigieron tiempo y hubo que esperar a que una sala de quirófano quedara libre y a que un anestesiólogo estuviera disponible. Mickey decidió quedarse con la señora Mortimer hasta que todo estuviera a punto. Aquella mañana, había tanto ajetreo como de costumbre en la sala de quirófano y la paciente se encontraba tendida en la camilla, mirando a su alrededor con expresión de persona asustada.
—El doctor Brown la dejará dormida en un abrir y cerrar de ojos —dijo Mickey, apoyando una mano en un brazo de la señora Mortimer.
Al igual que en el St. Catherine’s, en la sección de cirugía del Great Victoria todo el mundo tenía que llevar las mascarillas puestas, pero los cirujanos hacían las necesarias excepciones cuando se trataba de niños o de pacientes muy asustados.
La señora Mortimer sacó una mano de debajo de la manta y agarró a Mickey por una muñeca.
—Doctora —dijo jadeando—, doctora, es una apendicitis, ¿verdad?
—Creemos que sí. Pero no se preocupe, señora Mortimer, tendrá usted uno de los mejores cirujanos…
—No, no se lo pregunto por eso. —La señora Mortimer apretó con fuerza la muñeca de Mickey y la miró con los ojos muy abiertos—. Me refiero a lo otro que me ha dicho, al embarazo tubárico. No será eso, ¿verdad?
En la mente de Mickey se disparó un pequeño timbre de alarma.
—¿Por qué la preocupa tanto el embarazo tubárico, señora Mortimer? —preguntó Mickey dulcemente.
—Tengo mucho miedo, doctora —contestó la mujer mientras las lágrimas empezaban a rodar por sus mejillas—, un miedo espantoso.
Mickey miró a su alrededor, vio un taburete en el armario del instrumental, lo sacó y se sentó en el mismo a la altura de los ojos de la señora Mortimer.
—¿De qué tiene miedo? —le preguntó.
—Tiene que ser una apendicitis, ¿verdad?
—En realidad, señora Mortimer, aunque los adultos también pueden sufrir apendicitis agudas, eso no es muy frecuente —contestó Mickey con cautela.
—Pero puede ocurrir, ¿no es cierto?
—¿Hay alguna razón para que pueda ser otra cosa?
La señora Mortimer se pasó la reseca lengua por los labios y manoseó nerviosamente la manta que la cubría.
—Por favor, no se lo diga a nadie, doctora. Me muero de vergüenza.
—¿De qué se trata, señora Mortimer?
—De mi marido. Mire usted, llevamos casados treinta años y nos queremos muchísimo. Yo siempre le he sido fiel y siempre hemos estado muy unidos. —La mujer apartó el rostro y miró hacia el techo—. Hace dos meses, fui a pasar unos días con mi hermana que vive en Kona. Conocí a un hombre… —La señora Mortimer volvió a mirar a Mickey con ojos aterrorizados—. No significaba nada para mí. ¡Ni siquiera recuerdo su nombre! Le conocí en una fiesta y… Es que, verá, doctora, mi marido es diabético y hace unos cuantos años que no puede…, bueno, funcionar como es debido. Nos dijeron que no se podía hacer nada al respecto. Yo le quiero mucho y no sé por qué lo hice —añadió, rompiendo a llorar con desconsuelo.
—No se preocupe, señora Mortimer —le dijo Mickey, dándole unas palmadas en el hombro—, probablemente no será un embarazo. Cuando el doctor Jones le hizo el examen, no encontró nada.
—¿Qué examen? —preguntó la señora Mortimer, mirando a Mickey con ojos llorosos.
Mickey se tensó, pero procuró disimular.
—En la sala de urgencias, el médico que le echó un vistazo antes que yo. ¿No recuerda el examen de la pelvis que le hizo?
—¿Y cómo hubiera podido hacerlo, doctora, si ni siquiera puedo estirar las piernas?
Una figura vestida de verde apareció en el campo visual de Mickey. Era Jay Sorensen, colocándose la mascarilla.
—Hola —le dijo sonriendo a la paciente. Soy el doctor Sorensen y estará usted a mi cargo mientras permanezca aquí.
—Jay —dijo Mickey levantándose—, ¿puedo hablar contigo un minuto? ¿Vamos allí? —preguntó, señalándole con la cabeza las pilas para lavarse las manos.
—Pues claro —contestó él, encaminándose hacia allá. En el momento en que Mickey se alejaba, la señora Mortimer volvió a agarrarle por una muñeca.
—Por favor —murmuró la mujer—, por favor, doctora. Si es un embarazo tubárico, si es eso lo que me pasa, que sea mi castigo, pero no el de mi marido. Se moriría si supiera lo que hice. Prométame que no se lo dirá doctora.
—Señora Mortimer, no tendré más remedio que decirle la verdad…
—Por favor. Eso le va a matar. ¡Por favor, no se lo diga!